Me impongo, deliberadamente, la aventura de plantear mi disidencia frente a un escritor católico. Esto es harto más grave que cualquier otra disidencia; una polémica con un católico es siempre una polémica inútil en que todo se lleva, al final, a últimas razones irreductibles. Pero no importa. Nunca me distinguí excesivamente por mi valor, pero me he dedicado un poco a afrontar con entereza las situaciones complicadas y de final difícil. Cuando chico me gustaban las películas en episodios y la lucha romana. Sin ánimo de negar la legitimidad del pensamiento de Ignacio B. Anzoátegui, me impongo el deber de negar la legitimidad de su actitud.
Porque reconozco que Anzoátegui tiene razón. Tener razón es una de las cosas más graves que pueden pasarle a un hombre. Cuando uno la ha tenido una vez en la vida, ya no puede abandonar hasta su muerte la actitud propia del hombre que tiene razón. Y esto sí que es un cataclismo en una vida: hallarse forzosa e inevitablemente en esa difícil actitud, habiendo sabido muchas veces del encanto dulce y sutil de no tener razón, de encontrar en el colmado campo de la conciencia un error áspero y viejo y haberlo podido reponer con la misma placidez del que cambia un repuesto al Ford un día sin apremio.
Anzoátegui –mi honorabilidad me obliga confesarlo– tiene razón en casi todo lo que dice. Sólo en muy pocas cosas no es del todo exacto y sólo en esas yo procuraré delimitar su error, yo que soy un hombre limpio de haber tenido nunca razón y que puedo encontrar mis errores y lo ajenos sin perder la conciencia de mi vulnerabilidad.
No es, pues, la inexactitud lo que voy a condenar: es la actitud con que este fino y católico escritor se sitúa ante una
Esta actitud es lo verdaderamente condenable en los dos artículos que Anzoátegui publica en “Número” (20 y 21 22), titulados “Sarmiento” y “Panfleto contra los maestros”. Porque es evidente que es la nueva sensibilidad católica lo que ha desvirtuado en Anzoátegui la percepción primera, acertada originariamente y traicionada después por una postura premeditada.
La actitud de la neosensibilidad católica –que se advierte en toda la producción del periódico– no ha encontrado mejor expresión que la paradoja, una paradoja insultante, agresiva, de hombre que teniendo muchísimo miedo quiere demostrar que no tiene ninguno haciendo todas las cosas cuya ausencia la gente señalaría con el dedo; dicen todas las malas palabras posibles para que se vea que las saben y no las temen, y denigran lo respetable para afirmar su potencialidad creadora y su sectarismo seguro. Esta actitud paradojizante y agresiva no se les entrega gratuitamente; les exige rudo sacrificio de autenticidad, de sinceridad, y les obliga a perseguir a todos, para que no se piense que se perdona al que no se nombra. Esto es muy difícil en un periódico de ocho páginas y, los obliga a despachar rápidamente a cada uno. En un artículo sobre los maestros, parece que era forzoso abatir de un solo golpe a Rivadavia para que el lector no fuese a pensar que no se le recordaba convenientemente en la redacción del periódico. Entonces el autor habla en cuatro renglones de cualquier “mulatería del mulato”, y se siente tranquilo de haber cumplido venganza ejemplar sobre el nefasto perseguidor de los pobrecitos siervos de Dios. Todo esto y mucho más, es tributo rendido a ese culto patotero y fifí de la paradoja.
Sobre todo la agresión a lo respetable; la agresión que significa alzamiento de hombro, desprecio desmedido, perseguida y definitiva incomprensión; todo eso se desata en la católica agresión de Anzoátegui a
Pero no es el caso de que los vivos nos esca¬moteen a los muertos. Página a página, frente a la ignorancia de Unamuno se nos ofrece la degradación de
Anzoátegui no necesita mucho para deslindar valores: página y media. En ellas destruye todas las posibles aptitudes del escritor argentino: las del carácter, las del espíritu, y salva apenas las de la voluntad, dejando constancia minuciosa de que ésta no la sabía emplear. A estas negociaciones sucesivas les llama Anzoátegui –siempre paradojal– “virtudes”: virtud de ser maniático, de ser desequilibrado, de cargar ideas como quien carga bolsas. Después seguramente arrepentido de su generosidad, recuerda al lector desprevenido cómo no eran legítimas esas virtudes: “Pero a
En el terreno práctico, Anzoátegui hace a
Una es haber introducido en el país a los italianos. Anzoátegui lamenta que se hayan mezclado con nuestra sangre (¿nuestra?) en lugar de permanecer en el campo cosechando trigo. Esto es reproche tonto de hijo de familia un poco engreído. La otra es haber traído a los gorriones, animales que el abuelo del autor parece que odiaba en una forma muy rara, y que tienen una manera muy poco aristocrática de resolver sus cuestiones: son una chusma indeseable que vota por aclamación. Así piensa el autor y de eso apenas vale sacar conclusiones.
En lo demás, lo que se trasluce es una insoportable mala fe. Anzoátegui acusa a
Pero estas acusaciones se le han ocurrido al autor por indirecta vía. Son los maestros argentinos, los buenos e ingenuos maestros argentinos, que él otea ahora agudamente no sé desde dónde, los que le han sugerido esa pobre inquina contra el precursor. Anzoátegui entrecruza sus críticas a los maestros y sus críticas a
El maestro argentino tiene muchos de esos defectos que Anzoátegui ha podido en estos últimos tiempos conocer. Pero no puede ser de otra manera. Anzoátegui mismo se encuentra con que cada vez que comienza a referirse a ellos resulta al final hablando de vicios fundamentales del país, de incertidumbres constitutivas de la hora, de fallas imperdonables de las minorías directoras. No es posible lamentarse cómodamente porque no haya cincuenta mil maestros geniales en nuestro país (¡en nuestro país!). Aquí el maestro, como en todas partes, no puede ser sino realizador de una obra colectiva, una obra de
Anzoátegui habla de la absurda historia marcial que se enseña a los chicos. Pero eso no tiene que ver con los maestros, sino con la exigencia oficial, movida originariamente por estrechos
Porque ese es otro de los graves reproches. Censura a los maestros que enseñen lo que les enseñaron a ellos. Ellos, los pobres, no entienden de estas cosas sutiles y profundas como aquello de que “hay que humanizar la historia”, y siguen los caminos muchas veces corridos, los viejos y tradicionales caminos. Así, siguen enseñando la geografía sobre los mapas con datos de la expor¬tación e importación, sin comprender el alto sentido pedagógico del último descubrimiento neocatólico que consiste en usar mapas como los de Marco Polo, con sirenas y ligeros esquemas de maestros maravillosos que han podido –el diablo sabrá cómo– viajar por todo el mundo y admirar las bellezas típicas de cada región, animados por ser hombres independientes en todo sentido y de amplia
Acaso el autor conozca país del mundo donde los miles de maestros que trabajan, estén menos protegidos culturalmente que en el nuestro. Yo no creo que lo haya. Aquí el maestro está al margen de la
Este rencor, y no otra cosa, es el motor secreto de este pensar fácil sobre un problema en cuyas complejidades ha naufragado lamentablemente el autor. Ha querido demostrar cómo él, puesto a pensar, solucionaba en un momento todas las cuestiones que preocupan desde antiguo a los estudiosos asiduos y serios; ha querido enseñar por inspiración. Y la verdad es que no lo ha logrado, “La pedantería –dice él– es patrimonio de los que tienen algo que enseñar”. Yo no sé por qué se me ocurre ver en Anzoátegui un maestro fracasado.