La indagación de los orígenes del espíritu burgués, que es el tema final que me he propuesto,[1] supone un análisis de toda la cultura de lo que se ha dado en llamar la Edad Media; más exactamente, pues conviene precisar desde ahora, de lo que constituye la
Ese análisis conducirá seguramente a una valoración nueva de ciertos fenómenos. Evitará caer en el examen sistematizado, y buscará, por el contrario, seguir el curso histórico del proceso en el que se inserta el tema fundamental: los orígenes del espíritu burgués. Pero como el espíritu burgués surge en el seno de un complejo de circunstancias históricas, habrá que tratar de perseguir la coyuntura en que se insinúa y los innumerables e imprecisos meandros por que transcurre antes de adquirir precisa fisonomía.
El espíritu burgués comienza siendo una actitud polémica y se caracteriza primero por la vehemente negación de un sistema constituido, que llamaremos “sistema de la cosmovisión y los ideales señoriales”; en rigor, constituye el primer paso de este análisis indagar cómo se constituye ese sistema al que se opondrá el espíritu burgués, para establecer luego sus caracteres y, finalmente, el índice de validez que acusaba a los ojos de quienes se insubordinaron contra él.
El sistema de ideales señoriales aparecerá en su hora, pues, como el producto de un largo proceso de elaboración de múltiples raíces. Sus depositarios y defensores verán en él la expresión de un orden: el orden propio del mundo cristianofeudal. Pero, para lo que nos importa, conviene destacar que han visto, sobre todo, la expresión de un orden absoluto e inmutable, no de un orden histórico.
Pues bien, el espíritu burgués ha de nacer de la certidumbre que adquirieron poco a poco ciertos grupos sociales no privilegiados de que el orden cristianofeudal —en cuya cúspide se instala el sistema de ideales señoriales— es solamente un orden histórico, susceptible, en consecuencia, de sufrir toda suerte de cambios. A esa certidumbre se llega muy lentamente: primero los grupos no privilegiados comienzan a obrar en disidencia con ese orden, y al calor de la eficacia que alcanzan cuando actúan de modo puramente empírico, modelan poco a poco la certidumbre de que tanto su acción, como los móviles que la impulsan y los ideales a los que se dirigen, son legítimos.
Ahora bien, esos ideales, cuando alcanzan la zona de la conciencia, revelan su
Constituye el tema de este estudio la indagación de qué circunstancias se dieron en la temprana Edad Media como para que, de su seno, pudiera salir, poco a poco, ese ordenamiento social y espiritual que constituirá el orden cristianofeudal y el sistema de los ideales señoriales.
A — RAÍCES Y FISONOMÍA DE LA TEMPRANA EDAD MEDIA
Cualquiera sea la intensidad que se asigne al fenómeno de las invasiones germánicas en el territorio del Imperio
Son conocidas las alternativas de la polémica acerca de la intensidad que debe asignarse a las invasiones germánicas en el territorio del Imperio Occidental[2]. Parecería que no es lícito ya sostener la tesis que Dopsch llama catastrófica, sobre todo si se tiene en cuenta la imagen que del bajo Imperio proporcionan las investigaciones más recientes[3]. Pero este criterio no debe conducir a negar totalmente la calidad de hecho decisivo que poseen las invasiones germánicas. No provocaron, en efecto, la destrucción de una cultura floreciente, como se sostuvo por algunos, ni abrieron por su sola acción una época de barbarie. Pero en la transformación que el Imperio sufrió desde el siglo III, operaron una acentuada desviación del curso del proceso y crearon situaciones nuevas destinadas a perdurar y a legar a los tiempos que siguieron condiciones que serían fundamentales.
En primer lugar, se incorporaron a la sociedad
Todo ello hizo que el proceso que se inició entonces, si bien se encuadraba dentro de ciertas direcciones que se insinuaban en la vida imperial, cavara sus vías propias. Podría decirse que la crisis del Imperio se renovó —valga la expresión—, y lo que hubiera podido ser una crisis de consunción se transformó en verdadero paroxismo por el vigor de las nuevas fuerzas sociales y espirituales que se hicieron cargo del mundo en crisis. Todavía hay un estilo en la declinación del estilo de la cultura imperial
Es innegable que el orden político imperial había sufrido terribles sacudidas desde la época de los Severos y que se habían manifestado extrañas conmociones en su seno, pues no es posible olvidar la extraña desviación del poder político hacia el dominatus desde Diocleciano, ni los reveladores intentos de secesión de Postumo y de Zenobia. Y no es menos importante el hecho de que la estructura económicosocial y el ambiente espiritual del Imperio hayan sufrido alteraciones radicales en los dos siglos que precedieron a las invasiones germánicas. Pero si se piensa en la fisonomía que ofrecía el mundo
Esa adecuación se realizó en todos los campos. En el plano religioso —y en el intelectual— conjugó con la doctrina cristiana los elementos neoplatónicos de la tradición clásica y aprovechó la decidida tendencia a aceptar las creencias de salvación que se manifestaban en Occidente, especialmente desde la época de los Severos; y en el plano social condujo poco a poco hacia una noción del Estado que no desdeñaba los principios de la religión cristiana, que Teodosio hizo religión oficial del Imperio en 380, noción que adquirió ya en San Ambrosio rasgos precisos [6].
Para ese entonces, los ideales representativos de la
Acaso la suerte del Imperio de Oriente pueda servir para hacerse una idea de lo que fue ese proceso de adecuación: una marcha hacia una especie de teocracia alterada en los hechos por mil accidentes pero retomada una y otra vez por la curiosa compenetración de las esferas de Dios y de César. La situación del Imperio de Occidente fue muy otra. En el terreno de las relaciones entre lo espiritual y lo social, pareció como si se volviera a los tiempos anteriores a Constantino, como si se perdiera el largo y sostenido esfuerzo de la Iglesia por someter el poder a sus preceptos, y no solo en la práctica, sino también en cuanto al principio mismo, en cuanto a la teoría de la justificación del Estado por el servicio de Dios, que San Agustín daba casi por triunfante no mucho antes.[10] Reaparecieron las controversias religiosas movidas por el arrianismo, ahora fuerte por la fidelidad de los godos, y el paganismo reapareció con fuerza tanto mayor cuanto que lo sustentaban pueblos de fe ingenua y supersticiosa, ajenos a toda experiencia teológica. Y por debajo de las inusitadas situaciones de hecho que se plantearon en el terreno de la
Este es el rasgo fundamental de la temprana Edad Media, sin comprender el cual no puede aquilatarse la significación del vasto esfuerzo de algunos —los que alcanzaron situaciones de privilegio— por afirmar un orden que no era otra cosa que la consagración de cierta situación de hecho. Situaciones de hecho en el orden social y en el orden espiritual caracterizaron los siglos que transcurrieron desde que comenzaron las invasiones hasta la disolución del Imperio Carolingio. Mientras buscaban su acomodación los distintos grupos étnicos y sociales —en diversa combinación— a través de una constante puja por el poder, la riqueza y el privilegio, coexistían y procuraban la hegemonía, en sorda lucha, las distintas corrientes de ideas y creencias: las que habían conocido ya una rigurosa organización y sistematización, las que pugnaban por clarificarse y ordenarse, y las que simplemente subsistían como aislados desprendimientos de antiguas concepciones caducas o parcialmente invalidadas.
El análisis paralelo de estas dos situaciones de facto —en el orden de la
B — LA SITUACIÓN DE HECHO EN EL ORDEN SOCIAL
1— Estructura de los reinos romanogermánicos.
Mientras la situación social reinante en el bajo Imperio —fundada en la coexistencia de diversos grupos de desigual nivel— aparecía justificada por el lento proceso que había llevado a ella, y era en consecuencia soportado como un orden fatal y necesario, la situación social originada por la conquista germánica en el Occidente se caracterizó por las mutaciones repentinas que se produjeron, por el estado de subversión que creó, y por el aire de aventura y de arbitrariedad que introdujo. Este último rasgo había de influir decisivamente en el desarrollo posterior de la evolución social. Algunos de los conquistadores —visigodos, ostrogodos, anglosajones— habían entrado en los territorios que luego ocuparon (llamados por el imperio los primeros y por los bretones los últimos) en calidad de aliados y pacíficamente; pero ellos, lo mismo que los que entraron por la violencia —como los francos en Galias— descubrieron que las estructuras sociales vigentes cedían ante su empuje hasta derrumbarse; se superpusieron, pues, sobre ellas, y se introdujeron por sus intersticios cuando les convino, complicando de manera arbitraria y repentina el orden vigente. De aquí la fisonomía social del período precarolingio: un mundo compuesto por elementos inestables en el que podía ejercitarse la fuerza para modificarlo sin que valiera ningún principio preestablecido. Esta es la situación que puede clasificarse como situación de facto, en la que, con el tiempo, habría de introducirse un orden por aquellos que pretendían consolidar ciertos privilegios.
En esta situación de facto, la norma, el principio, era la desigualdad, la radical desigualdad entre el status de cada grupo, una desigualdad que, a pesar del desarrollo que había alcanzado la concepción cristiana, resultó previa a toda discusión. Sin duda procuraba la Iglesia infundir en la
Esta última peculiaridad provenía, precisamente, de la situación creada por la conquista. Por entre los resquicios del orden vigente en la sociedad del bajo Imperio, se introdujo durante la época de los reinos romanogermánicos el principio de raza, creando una nueva norma de privilegio. Correspondía este a los conquistadores germánicos en general, pero entre ellos mismos en distinta medida si el individuo era simplemente ingenuo o si formaba parte de la nobleza que habíase constituido y perduraba principalmente a través del comitatus. Esa nobleza —verdadera élite de hecho dentro de una
Por debajo de ella estaban los germanos ingenuos, privilegiados en principio por razones de raza y, como la nobleza aunque en menor grado, transformados también en propietarios raíces; y se confundieron con ellos con el tiempo —debilitado el principio de raza— los ingenuos
Este proceso de diferenciación —originariamente
El signo de la diferenciación social entre los ingenuos era el minores wergeld. Principio de derecho germánico, el minores wergeld constituyó el fundamento del derecho penal[17] y fijó el valor del hombre en los casos de muerte violenta. Pero este valor era variable. Se lo fijaba en relación con la extensión de tierra —a veces, como entre los anglosajones, con extremada minuciosidad— pero también en relación con el status personal del individuo[18]; y eventualmente, era alterado su monto cuando lo aconsejaban razones políticas: para defender a los gasindi lombardos en el intento de reacción antiaristocrática del rey Liutprando[19] o para proteger a los obispos y sacerdotes[20]. De la misma manera, condicionada por la situación social, funcionaba la composición extrajudicial[21]. El wergeld diferenció, dentro del grupo de los hombres libres, a los nobles de los simples ingenuos; pero más acentuadamente diferenció a los ingenuos de los semilibres, los que derivaban su status de la antigua situación de los lites, y a quienes se asignaba un wergeld equivalente a la mitad del que correspondía al ingenuo. Por el contrario, el siervo carecía de wergeld[22].
Empero, no podría tenerse una idea de la fisonomía de la
Constituían los siervos una masa numerosísima, de fundamental importancia en el régimen de la producción, especialmente dentro de la gran propiedad. Su origen era, generalmente, la cautividad por razones de guerra y su número creció, por eso, a raíz de las invasiones, pues hubo abundante sumisión por los conquistadores de las poblaciones vencidas[23]. Pero no pesó sobre su situación ningún prejuicio inmutable, sino simplemente una necesidad económica, que daba a su estado un carácter puramente fáctico. En efecto, no solo podía valer en su favor el remoto —y creciente— prestigio de su
Era esa la máxima aspiración del siervo, atado a la gleba a veces por razones de nacimiento y a veces por pérdida de la libertad en virtud de circunstancias aleatorias. Pero podía manumitirse si las circunstancias le eran propicias, y entonces ingresaba en la categoría de los libertos.
Esta categoría puede ser considerada como un grupo fundamental de la sociedad de los reinos romanogermánicos. Por la vastedad de su número y la peculiaridad de su condición jurídica y social, los libertos desempeñaron un papel muy importante en el desarrollo social. Eran semilibres, lites, y en consecuencia sujetos de derecho aunque sometidos a una relación de protección o patrocinio y sin libertad de movimiento. Pero estas limitaciones no impidieron que, a título personal, pudieran los semilibres ascender por entre los intersticios de la sociedad romanogermánica. De hecho, fueron preferidos por la
En constante e inestable relación con los simples ingenuos, los libertos alimentaron la corriente de renovación en la sociedad en los reinos romanogermánicos. Si en cada instante las distintas estructuras sociales podían parecer definidas y estables, el conjunto de los individuos que las integraban era inestable, móvil y cambiante. La aventura individual —la de Ebroin, la de Mummolo, la de Fredegunda, la de Victor, por ejemplo [27]— era siempre posible: solo se necesitaba llegar o por la riqueza al poder o por el poder a la riqueza.
Como grupo social actuante y poderoso, solo alcanzó verdadera significación la
El problema consiste, pues, en establecer los caracteres del conflicto que esconde las raíces del acuerdo, de la transacción que llegó a establecerse en lo que se llamó más adelante “orden feudal”. Un análisis de las tendencias de la
2 — Tendencias de la
Cuando nos enfrentamos con los grupos más elevados y poderosos que forman parte de la sociedad romanogermánica, a partir del siglo VI, advertimos que constituyen un conjunto de origen muy diverso, en el que empiezan a perfilarse algunas tendencias uniformes y sostenidas, pero que no acusa todavía los típicos caracteres de una nobleza cerrada. Por el contrario, si algún rasgo impresiona a primera vista, es el carácter abierto de esa clase, a la que el acceso, si no fácil, era posible con solo que se cumplieran ciertas condiciones que, por cierto, no dependían siempre de la nobleza misma. Contribuían a atribuirle a la nobleza romanogermánica ese carácter, primero la diversidad de su origen, luego la heterogeneidad de su composición, así como la característica movilidad de la sociedad, determinada tanto por razones políticas como por razones económicas.
Sin duda subsistían restos de la antigua
La nueva nobleza estaba constituida fundamentalmente por la nobleza de servicio, esto es, por aquellos que, en virtud de servicios prestados a la
Finalmente formaban en la práctica parte de la nobleza los dignatarios de la Iglesia. Desde el siglo IV había comenzado esta a transformarse en una fuerte propietaria, hasta el punto de que, en la segunda mitad del siglo VI, podía decir Chilperico: “He aquí que nuestro fisco se empobrece, y nuestras riquezas son transferidas a la Iglesia; nadie reina sino los obispos; nuestra dignidad concluye y es transferida a los obispos de las ciudades”[30]. Estas riquezas —en su mayor parte tierras- eran, ciertamente, inalienables en virtud de sucesivas disposiciones del poder eclesiástico y del poder civil; pero a pesar de eso, los obispos y abades disponían de muchos recursos para ejercer la fuerza que les concedía su riqueza, entregando la tierra bajo forma de precaria[31] y organizando a su alrededor una muchedumbre de personas vinculadas a ellos; esta situación de hegemonía era aún más notoria en las ciudades, en las que los obispos habían heredado parte al menos de la autoridad de la curia
Así constituida, la nobleza ponía de manifiesto ciertas tendencias que ilustran sobre el tono general de la época[36]. Si se tiene en cuenta que el rasgo fundamental era la movilidad de la organización social y, sobre todo, la peculiar condición de los no privilegiados y especialmente de los semilibres, se verá que más que una tendencia general de clase llama la atención en primer término la tendencia individual al ascenso social por medio de la conquista del favor real. La sociedad romanogermánica no conocía un orden preestablecido y riguroso y, en consecuencia, no había caminos ineludibles para el individuo sino que, a partir de ciertas condiciones, resultaba posible la libre aventura. De modo que el primer rasgo que sorprende es la tendencia individual a tentarla[37].
Pero para quienes ya habían tenido acceso a los grupos privilegiados, la tendencia era claramente conservadora, y se orientaba, primero, a consolidar los privilegios, y luego a perfeccionarlos. Para consolidar los privilegios, procuraba el titular de una dignidad que reportaba ventajas económicas y sociales, perpetuarlas transformando en hereditaria su dignidad, y poco a poco se logró esta finalidad en la práctica[38]. Pero, a su vez, la nobleza consiguió que los funcionarios reales, especialmente los condes, no fueran nombrados entre hombres ajenos a la región, de modo que por una curiosa confluencia de intereses, la nueva nobleza se hizo pronunciadamente local[39]. Este sentimiento se hizo muy fuerte con el tiempo y contribuyó a debilitar considerablemente el poder real, especialmente allí donde el intento coincidía con un arraigado sentimiento regional. Para perfeccionar los privilegios, los usufructuarios de beneficios trataron de obtener o consolidar la inmunidad, esto es, una situación de exención con respecto a las cargas fiscales y a la intervención judicial del rey. La inmunidad era una institución de origen
La consolidación económica y social de la nobleza fue, pues, fruto de la política de la
Como clase con conciencia de tal, como partido político con claros designios, la nobleza, y especialmente la nobleza palatina, se enfrentó con la
3 — Tendencias de la
Los conquistadores germánicos llevaron consigo a los nuevos reinos que constituyeron una concepción del poder real de tradición germánica, caracterizada por una tendencia del grupo social o comunidad a la restricción del poder unipersonal. La vieja organización de los principados solo se conservó ciertamente entre los sajones[43], pero puede verse en ella un esquema remoto que gravitaba de alguna manera en la concepción de la vida política. Las circunstancias, sin embargo, habían ido modificando esa concepción: el propio desarrollo de los pueblos germánicos, luego la influencia
Cualquiera haya sido la influencia que en la evolución del poder
Una concepción es la que representaba eminentemente Clovis. Obraban sobre él algunos vestigios de las tradiciones restrictivas del poder unipersonal[46] pero su personalidad militar y política los sobrepasaba y concluía por crear, de hecho, una autocracia ilimitada. Se advierte que tal tipo de poder no conoció otro fundamento que la autoridad personal del rey, sin que contribuyera a realzarla ningún principio jurídico ni pudiera apuntalarla tampoco en caso de debilitamiento: era un poder de hecho que configuraba una “estructura de poder”[47]. Era una autoridad que no se filiaba aisladamente según principios de derecho —ni germánico ni
La otra concepción es la que representaba eminentemente Teodorico. De fuerte autoridad por el prestigio personal, obraban sobre él, además de la vaga tendencia restrictiva de la tradición germánica, las influencias
En efecto, aun considerando la influencia de los esfuerzos de quienes intentaron establecer un tipo de autoridad jurídica y cristiana —o una de ambas cosas—, se advierte que la tónica general de la vida política estaba dada en la sociedad romanogermánica por un tipo de autoridad basada en el hecho de la conquista del poder. De allí sus rasgos más salientes.
Es significativo, entre ellos, el hecho de la indeterminación del ámbito territorial. En rigor, y a pesar de la gravitación que ejercían las fronteras provinciales
Esta circunstancia es la que explica el abandono de los principios de derecho público de tradición
No era sino un signo más del autocratismo derivado de la conquista, del absolutismo a que conducía el origen de hecho del poder. El poder unipersonal y absoluto de los reyes romanogermánicos no estaba preestablecido por ninguna tradición jurídica ni se ejercitó siempre y en todas partes. Fue el resultado de situaciones de hecho. Nació al margen de las tradiciones jurídicas de
Para ejercer ese poder unipersonal y absoluto, la
Pero no podían triunfar estas últimas sino en pequeña escala y en un plano superficial, porque ninguno de aquellos tres grandes sistemas de principios se adecuaba a la
Por esa causa se observa una constante oscilación en las tendencias políticas de la
4— La tensión entre
La crisis del poder real proviene de su lucha con la nobleza y del curso que adoptó esa lucha. No hubo en ella sino treguas, cuando una de las dos partes en conflicto se vio forzada a admitir la superioridad de la otra, pero que solo duraron hasta que la parte vencida pudo reponerse.
Nobleza y
La
Esas ocasiones parecen haber aumentado a partir de la segunda mitad del siglo VI. La
Entre los vándalos, Gilimero desató la persecución contra la nobleza[67]. Los visigodos —dice Gregorio de Tours repetidamente[68]— “habían tomado este detestable hábito: cuando sus reyes no les gustaban, los asaltaban a mano armada y elegían en su lugar el que les convenía”. Así cayeron Teudis[69], Teudisclo[70] y Ágila[71], víctimas de conspiraciones. La realeza adquirió un aire autoritario con Atanagildo y sus sucesores bajo la influencia de la tradición bizantina. Pero Leovigildo, para asegurar su poder, “hizo perecer sin dejar uno solo —dice Gregorio de Tours [72]— a todos aquellos que tenían la costumbre de matar a los reyes”; y agrega San Isidoro[73]. “A cualquiera que vio muy poderoso o muy noble, o le cortó la cabeza o lo envió al exilio”, contándose entre sus víctimas su propio hijo Hermenegildo[74]. Recaredo tuvo que afrontar sublevaciones diversas. Dos de ellas resultaron de la alianza de la nobleza laica y eclesiástica arriana[75] y otra fue de carácter netamente político y fue encabezada por el duque Argimundo[76]. Poco después de su muerte, su hijo Liuva fue despojado y muerto por Viterico[77], y este a su vez ultimado por una conjuración de los suyos[78]. Poco más tarde Suintila alcanzó el poder, y lo perdió a causa de una nueva conjuración organizada por Sisenando[79], y con el apoyo de toda la nobleza. Así, entre la segunda mitad del siglo VI y la primera del VII, se asiste a una sostenida lucha por el poder de carácter singular, pues la nobleza se opuso siempre a la
Gregorio de Tours preguntaba a los reyes enemigos, al comenzar el relato de esas guerras intestinas: “¿Qué hacer? ¿Qué pedís? ¿Qué es lo que no tenéis en abundancia? En vuestras casas las delicias sobrepasan a vuestros deseos; vuestra despensa rebosa de vino, de trigo, de aceite; en vuestros tesoros se acumulan el oro y la plata. Mas os falta una cosa sola: la gracia de Dios, porque no conserváis entre vosotros la paz”[80]. Pero el obispo de Tours equivocaba el sujeto del episodio que se proponía narrar. La guerra solo aparentemente era un conflicto entre los reyes; era, además de un conflicto por la expansión territorial y por la unidad regional, una lucha de todos contra todos, y especialmente de la nobleza contra la
En esa guerra llena de saña y crueldad, cuyas acciones se desarrollaban a través de un vasto territorio y según intereses circunstanciales, subsistía como fondo permanente el designio de la nobleza de conservar y acrecentar su poder. El tratado de Andelot (noviembre 587) —que distribuía la herencia de Chariberto entre Gontrán, Childeberto II y Brunequilda— reiteraba disposiciones de un tratado anterior entre Gontrán y Sigeberto en relación con la situación política y económica de los leudes. Los beneficios que había recibido la nobleza tanto eclesiástica como laica serían mantenidos, cualquiera fuera el azar de la guerra, y se les restituirían los que les hubiesen sido arrebatados[85], como si situara el status de la nobleza poseedora por encima de los accidentes del conflicto entre los reyes. Pero la nobleza aspiraba aún a más, tanto entre los francos como entre los visigodos.
En efecto, aseguraba de hecho la perpetuación de sus ventajas económicas y aun de su situación política en las distintas áreas regionales de influencia personal de la nobleza, aspiraba esta a lograr que el poder real dependiera de sus propios intereses. El fin de la guerra civil merovingia quedó señalado por el edicto de París de 614, promulgado por Clotario II, que acusaba un considerable acrecentamiento del poder de la
No mucho después, en 633, la nobleza laica y eclesiástica visigoda obtenía un señalado triunfo sobre la tendencia autocrática de la
Ni entre los francos ni entre los visigodos logró por entonces la nobleza su propósito. La tendencia al ejercicio de la autoridad unipersonal y absoluta volvía a aparecer esporádicamente con diversas fisonomías. Una vez era el viejo dinasta, como Dagoberto, que reasumía el poder tradicional: “olvidando entonces la justicia que había amado en otro tiempo, inflamado de codicia por los bienes de la Iglesia y de los leudes, quiso, con los despojos que acumulaba de todas partes, llenar nuevos tesoros”[90]. En otras ocasiones era el recién llegado al poder, unas veces como rey por elección, como entre los visigodos, y otras como mayordomo, funcionario que ya concebía el poder como absoluto entre los merovingios. Kindasvinto, llegado al trono por una conjuración de los grandes, “sabiendo la costumbre que tenían los godos de destronar a sus reyes, porque el mismo había intervenido con ellos en semejantes conjuraciones hizo matar sucesivamente a todos aquellos a quienes había visto levantarse contra los reyes precedentemente derrocados; condenó a otros al exilio, dio sus mujeres a sus leudes con sus hijas y sus bienes. Se cuenta que para reprimir aquel hábito criminal hizo matar doscientos grandes entre los primeros de los godos, quinientos de raza mediana…”[91]. En el V Concilio de Toledo se estableció anatema contra los que pretendían adivinar cuándo moriría el rey para sucederlo[92] y se repitió la misma disposición en el Fuero Juzgo[93]; y hubo también un intento de legislar enérgicamente contra las conjuraciones, en el VII Concilio de Toledo [94].
Decididamente, la nobleza no lograba instalar en el trono visigodo a nadie que luego representara sus intereses sin caer bajo la tentación de la autocracia. Era, poco más o menos, lo que ocurría con la nobleza franca por la misma época. Impulsaba al poder a un mayordomo, pero se suscitaba de inmediato o la disconformidad de algunos grupos de la nobleza, o la tendencia del mayordomo al ejercicio autocrático del poder. Flaochad fue elegido durante la regencia de la reina Nantechilde, “por la elección de todos los obispos y de todos los duques” y “prometió”, por una carta y por juramentos, a todos los duques y obispos del reino de Borgoña, que los mantendría a todos en sus bienes, en sus honores, y que les conservaría su amistad”[95]; pero no tardó en sublevarse contra él el patricio Willebad. Grimoaldo, mayordomo de Austrasia, hijo de Pipino el Viejo, no solo se preparó para gobernar enérgicamente, sino que reveló sus intenciones tratando de usurpar el trono para confiárselo a su hijo, bajo el nombre de Childeberto[96]; pero su intento se vio frustrado, como se frustraría el del mayordomo de palacio de Neustria y Borgoña, Ebroin[97], contra el que se levantó violentamente toda la nobleza.
Si se repara atentamente —pese a lo poco que conocemos el período— en la situación de los reinos anglosajones por esta época, con sus extrañas alianzas entre paganos y bretones contra los reinos recientemente cristanizados[98]; en el progresivo triunfo de los mayordomos francos hasta llegar a Carlos Martel “que se destacó aplastando a los tiranos”[99]; y en el destino de la
C — LA SITUACIÓN DE HECHO EN EL ORDEN ESPIRITUAL.
A la situación de hecho en el orden social corresponde una situación de hecho en el orden espiritual. Las invasiones germánicas se operaron sobre un ámbito cultural en el que se venía produciendo un gigantesco proceso de transformación desde hacía varios siglos. Sobre la cultura
1 — El cuadro de las costumbres.
La experiencia y la sensibilidad contemporáneas acusaron algunos caracteres singulares de la época. Se observó que se perdía el amor a las letras, la capacidad para las cosas de la cultura, y se experimentó un acentuado sentimiento de inferioridad frente a los autores de la Antigüedad. Gregorio de Tours afirmaba que “la cultura desaparecía en las ciudades de Galia” y más adelante decía: “desgraciado tiempo el nuestro porque el estudio de las letras perece entre nosotros”[101]. Fredegario, por su parte, señalaba que “el filo de la sabiduría se embota en nosotros; ningún hombre de esta época es igual a los oradores de los tiempos pasados y ni siquiera se atreve a pretenderlo”[102]; y poco más tarde Eghinardo, aun cuando advertía que algunos de sus contemporáneos confiaban en que su época no merecía el olvido —sobre todo teniendo en cuenta la personalidad de Carlomagno—, señalaba que su público estaba constituido por gentes a quienes “aburren aun las obras de los mejores y más doctos escritores” y que él mismo es “un Homo barbarus que, apenas iniciado en el manejo de la frase latina, ha creído sin embargo poder escribir de manera decente o conveniente en esta lengua”[103]. La cultura parecía ser, pues, por excelencia, la cultura clásica, aquella que se empeñaría en salvar Isidoro de Sevilla, y es curioso que aun este, tan versado en textos cristianos, no exalte la sabiduría cristiana en cuanto podía integrar un conjunto homogéneo de saber con el saber pagano, como si estuviera seguro de que constituían dos mundos paralelos e irreductibles a unidad. Pero perdiéndose el trato con el saber clásico, la vida intelectual declinaba. Parecía digno de mención en el siglo VI el hecho de que algunas personas cultivaran los estudios, y Gregorio de Tours destacaba que Andarchius era “notable por su instrucción, pues conocía las obras de Virgilio, las leyes del Código Teodosiano y la ciencia del cálculo”[104].
Pero el mismo afán de Isidoro de Sevilla testimonia la certidumbre de que los estudios apenas interesaban ya sino a muy reducidos círculos, preferentemente de eclesiásticos. La tradición de usar el ocio para el cultivo del espíritu se perdía, y las inquietudes espirituales se orientaban más bien hacia la salvación, en un mundo inquieto y sobresaltado. Pero es curioso que fuera un representante del espíritu cristiano el que, como más tarde Beda y Alcuino, se empeñara en salvar el saber pagano, y cultivara esos estudios sin insistir demasiado en lo que importaban en el fondo de negación del espíritu cristiano.
Más curiosa es la importancia que Isidoro dedica en las Etimologías a la guerra y los juegos. En las costumbres de la nueva nobleza de los reinos romanogermánicos, la guerra ocupaba un papel preponderante. La tradición germánica asignaba a los ejercicios viriles marcada importancia, y en eso coincidía en parte con cierta tradición
La nueva nobleza se adhirió, pese a la presunta severidad originaria de la vida germánica, a todas las formas de la vida aristocrática
También se acusaba el violento contraste entre la piedad cristiana, la juridicidad
«Costumbre” llama Gregorio de Tours a la que habían tomado los visigodos de asesinar a sus reyes[114], y no faltan los testimonios de que esa tendencia existía tanto en la
En otro orden, revela un vigoroso contraste entre las tradiciones en contacto cuando se refiere a la vida familiar, a la institución matrimonial y a la filiación de los hijos. Abundan los ejemplos de crímenes familiares[124]. Isidoro de Sevilla califica a Liuva como “nacido de madre innoble, pero señalado por el carácter de sus virtudes”[125]. El hecho fue frecuente y con seguridad no solo entre los reyes. Entre estos fue tan frecuente que se consideró normal y se admitió cierto principio que Gregorio de Tours expresa de modo explícito: hablando del rey Gontrán refiere que el obispo Sagitario manifestó “que sus hijos no podían poseer su reino porque su madre había sido tomada entre las sirvientas de Magnacario para que entrara en el lecho del rey, ignorando que ahora, sin tener en cuenta la condición de las mujeres, se considera hijos del rey a aquellos que el rey ha engendrado”[126]. El cronista abunda en referencias sobre la poligamia de los reyes. Isidoro, refiriéndose a Teudisclo[127], y Gregorio aludiendo a Childerico[128], hablan de como prostituyeron sistemáticamente a las mujeres de su pueblo, y en ocasiones se enumeran las esposas de los reyes[129]. Sin duda la reiteración del hecho enervó la condenación de la Iglesia y acaso la resistencia de la tradición jurídica
Esta situación moral hay que juzgarla teniendo en cuenta la innegable persistencia de la predicación de la moral cristiana y la influencia, no menos innegable, de los ejemplos de ascetismo y humildad que ofrecían quienes habían optado por seguir sus preceptos. Pero prueba su ineficacia y la persistencia de tradiciones de muy distinto sentido, junto a las cuales se colocaban esas normas abriendo un irreductible conjunto de posibilidades. Había opción, pero había posibilidades muy diversas, por la vigencia simultánea de diversos sistemas morales. Era, en el fondo, una situación de hecho en el orden moral, que no era sino reflejo de la situación de hecho en que se hallaba el mundo de las ideas y las creencias, esto es, el mundo del espíritu.
2 — Las corrientes de ideas y creencias.
Esa situación de hecho provenía de la presencia simultánea de diversas corrientes culturales. La aparición de las poblaciones de origen germánico en el ámbito
Las invasiones se produjeron sobre territorio cristianizado pero en el que la fusión entre paganismo y cristianismo era todavía precaria. Rechazada oficialmente la antigua religión pagana[133], su culto había quedado relegado a los recalcitrantes; pero no habían desaparecido ciertamente las ideas y creencias que arrancaban del politeísmo
En efecto, la fuerza del Cristianismo era arrolladora y lograba victoria sobre victoria. La Iglesia se transformó en una institución privilegiada, y la doctrina acudió a diversas necesidades espirituales con adecuadas soluciones. En los estratos más elementales la taumaturgia respondió con eficacia a la necesidad de percibir de manera inmediata la fuerza sobrenatural, y el ritual satisfizo la aspiración al misterio. Pero el Cristianismo no se agotaba allí. Ofrecía una doctrina de salvación para todos los que se inquietaban por el más allá, y además una vía de escape de la
Del neoplatonismo, sobre todo, sacó el Cristianismo una marcada tendencia a despreciar la
Los pueblos germánicos agregaron a esta situación conflictual un nuevo caudal de ideas y creencias. Algunos grupos —visigodos, ostrogodos, vándalos, burgundios, suevos, lombardos— se incorporaron al ámbito occidental ya convertidos al cristianismo arriano; otros, en cambio, mantenían sus viejas creencias odínicas, como los francos, los anglos, los sajones; pero aún los primeros acusaban muy escasa penetración de la doctrina y en todos subsistía fuertemente una tendencia naturalística que entrañaba, sí, una vaga conexión entre la
3 — La imagen del mundo:
Donde mejor se advierte tal situación es en la progresiva transformación que se produjo en la imagen del mundo, en la que se proyectaba la mutación de valores que se operó sobre la
Todas las corrientes culturales que confluían en la temprana Edad Media admitían que podía percibirse entre la
Pero esta relación admitía más de una explicación, según las creencias en vigor. Los cristianos atribuían los signos a sus dioses y santos con caracteres de total evidencia[143], pero Isidoro no deja de señalar que había quienes veían en esos signos otras fuerzas y que, además de los sacerdotes cristianos, otros se atribuían la capacidad de interpretarlos según sus creencias. Litorio, jefe del ejército
El providencialismo cristiano, en cuanto afirmaba la necesidad del orden histórico, coincidía, pues, con otras creencias que admitían que la
Ese mundo parecía traspasar el mundo de la
Pero la temprana Edad Media muestra todavía el proceso de imposición sistemática de lo sobrenatural sobre la experiencia inmediata. Parecería como si cierto realismo radical poseyera tan marcado vigor que obligara a acentuar la evidencia o a exigir la fe en lo que contradecía ese realismo; aunque es innegable que en todas las tradiciones culturales que confluían en la temprana Edad Media había elementos para facilitarles esa progresiva indiscriminación entre
El espectáculo de la bóveda celeste parecía reservar insondables enigmas. Unas veces se señalaba la aparición de un cometa, otras el oscurecimiento de la luna, la coloración rojiza del cielo, la aparición de globos de fuego o de extraños círculos alrededor del sol, y en alguna ocasión la lluvia de sangre: “muchas personas —comenta Gregorio de Tours— la recibieron en sus vestidos y los ensució con tales manchas que se despojaron de ellos con horror”[146]. Sobre la tierra parecían no faltar análogos prodigios: montañas que mugen durante sesenta días y finalmente se derrumban, lagos cuyas aguas hierven o se convierten en sangre, árboles que florecen fuera de estación o que dan frutos distintos a su
Pero este mundo de la
El Cristianismo ofrecía una idea relativamente clara del trasmundo. El reino de Dios y de los bienaventurados podía variar en cuanto a las descripciones, pero podía ser presentado de manera coherente. Empero, cuando se trataba de hacer penetrar esa idea en la mente
Martín Dumiense e Isidoro de Sevilla ofrecen de los dioses paganos una explicación típicamente evhemerista[159] y evita nombrar a los dioses germánicos y explicar su
Una fácil acomodación asimilaba a los demonios con el demonio. Rebajados los antiguos dioses, se los transformó en espíritus del mal, pero su circunstancial poder se imponía y evitaba que se los olvidara, forzando por eso al Cristianismo a combatirlos. El método fue, precisamente, esa asimilación a los demonios, cortejo y ejército del diablo de la tradición cristiana. En la figuración del mundo de la
Por el valor que le otorgaba el misterio y por la curiosidad que despertaba, así como también por el valor que se atribuía, superior al de la
Sobre el trasmundo no cabía conocimiento directo sino el derivado de la revelación. Una manera de llegar directamente a él —o tener la ilusión de un acceso— era la visión, un género de experiencia al que se concedió durante la temprana Edad Media un valor supremo. Gregorio el Grande explicaba que la visión era posible porque el espíritu es “de una
Unas veces era dado ver, en una visión, el mundo en su totalidad y en la totalidad de su miseria[181], resplandeciente bajo los fuegos de la falsedad, de la codicia, de la discordia y de la iniquidad. Otras el vidente reconocía el mundo de los condenados, bajo la forma de “un río de fuego en el que caían una multitud de personas que corrían sobre sus bordes como un enjambre de abejas”[182] o de un “ardiente y hediondo pozo” que era la boca del infierno[183] o de un antro de llamas lleno de personas, en el que acaso distinguía, precisamente, el lugar que le estaba destinado a él mismo[184]. En cierto lugar se realizaba el juicio[185] y alguno divisó la encarnizada lucha entre ángeles y demonios por un alma[186]. Otros entrevieron las moradas celestes, escucharon el coro de los ángeles o la voz misma de Dios, sintieron embriagadores perfumes que saciaban el hambre y la sed, y percibían extraordinarios resplandores[187], o descubrían a los santos porque “su vestido era noble y su faz era agradable y hermosa tal como yo nunca había visto antes”[188]. Otras veces el vidente percibía seres extraños y misteriosos o santos varones que habían muerto y que volvían para predecir el futuro o aconsejar a alguno[189]. Y en ocasiones, la visión advertía sobre la muerte de alguien[190], sobre un suceso inminente[191] o sobre la gracia otorgada a alguno, como en el curioso pasaje del sueño de Caedmon[192].
Un notable desborde de imaginación tendía a precisar la forma y los caracteres de ese vago mundo del que se afirmaba un valor inmensamente más alto que el del mundo que percibían los sentidos. Tan impreciso y vago como se lo imaginara, se imponía al espíritu y quedaba sentada su existencia real con tantos o más méritos que la
El creciente ascenso del valor de la
4 — Interacción entre
Aun identificados teóricamente, el mundo de la
La interpretación sobrenatural de la
El vigor de la creencia en la
Ciertamente, el conflicto no era nuevo; estaba implícito en la doctrina cristiana, pero se acentuaba en el ambiente espiritual de la temprana Edad Media por la especie particular de catequesis que la Iglesia practicaba, dado el sistema de creencias sobre el que debía trabajar. Parecía imprescindible —por razones de catequesis— acentuar la capacidad de operar sobre la
Sin duda, la relación entre
Para reforzar esa idea estaban las adecuadas interpretaciones de las Escrituras y las profecías. No era difícil adaptar ciertos pasajes de carácter profético, muy generales e imprecisos, a determinados acontecimientos concretos, y no se vaciló en utilizar el procedimiento. Las plagas, las hambres, las persecuciones, depredaciones y asesinatos, así como el fracaso de ciertos proyectos parecían ser explicables por algún texto profético que aludía a cosas semejantes. “Y así se cumplió lo que dice la Escritura”, comenta el intérprete, estableciendo una relación directa y unívoca entre la predicción y el hecho real concreto[208]. Pero esta relación no parecía ser arbitraria adjudicación del exégeta sino precisa determinación del texto sagrado, del que parecía admitirse que hablaba en general de un cierto repertorio reducido de acciones humanas que debía conformarse una y otra vez a esos esquemas generales. Conteniendo la sabiduría divina, parecía inconcebible que no contuviese la explicación de cada circunstancia. Así se explica el curioso procedimiento utilizado para averiguar el futuro mediante los libros sagrados, abriéndolos al azar después de haberlos colocado sobre un lugar consagrado y consultando el texto que la casualidad ofrecía[209]. Además, el don profético podía obrar en una persona cualquiera, pues “no solamente los buenos sino también los malos pueden tener espíritu profético”[210], y poner de manifiesto los vericuetos de la
Desdeñando, pues, todos los elementos de la
Diversas corrientes de creencias de tipo mágico, en efecto, obraban en favor de ese principio, y la catequesis cristiana se encontró con ellas, y acusó su presencia. Isidoro de Sevilla dedicó a la magia un largo y detallado capítulo en el que, si bien incitaba al cristiano a alejarse de ella, se detenía a explicar sus distintas formas, dando por reales los poderes de los magos y atribuyendo su origen a Zoroastro y Demócrito —como hace Plinio— pero asignaba la inspiración a los “ángeles malos”[213]. “Trastornan los elementos, turban la mente de los hombres y, sin veneno alguno, matan solamente por la violencia de sus versos”, dice[214]. Lejos de considerarlos meros farsantes, admite que “invocan los demonios y se atreven a enseñar la manera de matar con malas artes a sus enemigos” y que los nigromantes “hacen aparecer a los muertos, que adivinan las cosas ocultas y responden a las preguntas”[215]. Señala que los adivinos “simulan que están llenos de Dios”, pero conviene en que “predicen a los hombres el futuro con astucia fraudulenta”. Quiere combatir la magia, pero reconoce implícitamente su importancia, el crédito de que goza, y que, efectivamente, constituye un medio repudiable pero eficaz de trabajar sobre la
Enriquecían el torrente de las creencias mágicas las tradiciones subsistentes de las antiguas poblaciones indígenas, las de los
De cualquier manera, por debajo de la creencia declarada en los principios del Cristianismo, aparecieron en todos los pueblos romanogermánicos una y otra vez las creencias mágicas. Martín Dumiense dedicó el tratado titulado De Correctione rusticorum a señalar las creencias que subsistían entre los suevos recién convertidos: superstición de las polillas, de los ratones, de las langostas; el encantamiento de liebres; la invocación a los demonios; el valor atribuido al vuelo de las aves; los cultos ofrecidos a las piedras, los árboles y las fuentes[223]. Entre los visigodos, eran innumerables las disposiciones conciliares y legales que condenaban a los que veneraran ídolos, consultaran adivinos, adoraran fuentes, piedras o árboles, invocaran al demonio, hicieran ligaduras o practicaran encantamientos[224]. Beda señalaba que, entre los northumbrios, “muchos profanaban la fe, y algunos, en época de mortandad, recurrían a encantamientos, hechizos y otros secretos del arte diabólico”[225]. Entre los francos, había quienes ejercitaban las artes mágicas, como el prefecto Mummolo y las mujeres de París que confesaron que “habían empleado maleficios y hecho morir a mucha gente” [226], o el hombre de Bourges que “predecía el porvenir, anunciaba las enfermedades u otras desgracias, por artes diabólicas y por no sé que engaños” [227]; tan arraigadas estaban estas creencias que los magos eran seguidos por la multitud; pero compartían esas creencias también los reyes y los nobles; Gontran-Boson “se dirigía frecuentemente a los adivinos y a los que tiraban la suerte” [228] y Gondovaldo enviaba a sus diputados “con varillas consagradas, según la costumbres de los francos, para que no sufrieran ninguna injuria” [229]. En una ocasión, los reyes francos que sitiaron a Zaragoza, huyeron al ver a los sitiados que recorrían los muros con la túnica de San Vicente porque “creyeron que hacían algún maleficio”[230]; y Fredegario relata que el rey de los lombardos Adaloaldo “frotado en el baño con no sé qué ungüento a persuasión del enviado del emperador Mauricio, no podía, al salir de él, hacer otra cosa que lo que él quería[231]. No dejaban de compartir esas creencias los clérigos: el obispo Falladio opinaba que su “metropolitano sufría de un muy grande mal de ojo” [232] y hubo disposiciones conciliares que establecieron la pena de deposición para los “obispos, presbíteros o clérigos” que profesaran artes ilícitas y especialmente para el que dijera “misa de difuntos para causar la muerte de otro”[233].
La certidumbre de que ciertas personas poseían un poder especial para influir sobre el mundo y la vida a través de ciertas fuerzas misteriosas de cuya existencia no se dudaba, obraba pues de manera decisiva en la concepción predominante de la
Este temor se justificaba, al menos, por la difusión que alcanzaron los relatos acerca de prodigios operados unas veces por objetos en los que se suponía un poder sobrenatural y otras por personas que ponían de manifiesto ese poder. Los objetos eran primordialmente reliquias: partes del cuerpo de un santo, restos de algún objeto que le había sido familiar o cualquier otro que había estado en contacto con él o con su santuario.
En un alarde de desafío a las leyes de la
Pero la posibilidad de obrar sobre la
Es significativo que Juan de Biclara creyera que merecía ser mencionado, en su escueta crónica, el hecho de que, en cierta época, “Donato, abad del monasterio servitano, tiene fama de eminente taumaturgo”[249]. Como las reliquias, la taumaturgia de uno de sus miembros repercutía sobre el prestigio de la comunidad; pero además servía a la causa de la exaltación de la clase sacerdotal en una sociedad que tendía a subestimarla por la fuerza de las situaciones de hecho. La defensa de la doctrina, de la Iglesia y del clero necesitaba esta clase de apoyo para contrarrestar la fuerza de hecho que tenía el poder político y militar, mediante una apelación a otra fuerza mayor e incontrastable. En cuanto partícipes de una fuerza sobrenatural, los cristianos se sentían seguros. Polemizando con los arrianos, Gregorio de Tours llega a decir, comentando un episodio en el que una mujer muere por obra de un veneno que le ha sido proporcionado en el cáliz en el que comulgaba: “No es dudoso que tal crimen haya sido obra del diablo. ¿Cómo podrían negarlo esos miserables heréticos cuando el enemigo encuentra lugar entre ellos hasta en la Eucaristía? Nosotros, que confesamos una Trinidad igual en rango y en poder, hubiéramos bebido el veneno mortal y no nos hubiera hecho daño” [250] °.
En parte por filtración de las viejas creencias mágicas y en parte como resultado de un deliberado propósito de la Iglesia debía asimilarse la fuerza taumatúrgica, que la leyenda difundía sistemáticamente como propia de ciertas personas, al poder mágico. Beda recuerda que un cristiano prisionero a quien no podían atar y al que se le preguntó si tenía algún hechizo, contestó que “nada sabía de esos artificios, pero yo tengo —agregó— un hermano que es sacerdote en mi comarca, y sé que, suponiéndome muerto, ha encargado que se digan misas por mí”[251]. Una suplantación mecánica de un instrumento por otro permitía la perpetuación de la idea de que era posible operar sobre la
La taumaturgia implicaba una audaz apelación a la credulidad, pues un clero numeroso tendía a asimilarse en cuanto a poder, a aquellos cuyos prodigios difundía. Esos prodigios se relacionaban con situaciones concretas y cotidianas que, por repetirse una y otra vez, creaban repetidamente la ocasión propicia para la repetición del prodigio. Pero la certeza creciente acerca de la dependencia del mundo terrenal con respecto al trasmundo permitía sobreponerse a las comprobaciones empíricas cuando el prodigio no se producía, bastando ciertas explicaciones que se reiteraban sistemáticamente acerca de los méritos que justificaban el otorgamiento de la gracia.
Aquellas situaciones eran, preferentemente, las que se relacionaban con la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Las curaciones milagrosas constituían el arma más poderosa del taumaturgo, y aquella cuyo poder utilizaba más eficazmente la leyenda. Alguna vez era un rey el que operaba el milagro[252], pero generalmente eran eclesiásticos. Unas veces bastaba con que un santo varón tocara al enfermo[253], otras que orara por él [254] y otras que apelara al signo de la cruz, al agua bendita, a los santos óleos o al pan consagrado[255]. Un recuerdo imperecedero dejaba el milagro de devolver la vista a un ciego, el habla a un mudo o el movimiento a un inválido[256], así como el de liberar a un poseído por el demonio[257]. Pero lo que constituía la consagración del taumaturgo era el poder para salvar a un moribundo o para devolver la vida a un muerto. La intervención del taumaturgo puede arrancar a un hombre de las puertas de la muerte[258], pero en ocasiones puede devolverle la vida cuando ya ha traspasado sus límites; dos veces relata Gregorio el Grande que cumplió San Benito este milagro por la fuerza de la oración, aunque declaraba cuando le demandaban el milagro: “Apartaos, hermanos, apartaos, que estas cosas no son para nosotros, sino para los santos Apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos cargas que no podemos llevar?”[259]; y el monje Eparco consiguió por sus oraciones que un ahorcado cayera en tierra y recuperara la vida[260].
La resurrección suponía el quebrantamiento de la ley natural; y aunque Boecio recordaba que la
El poder taumatúrgico se extendía también sobre los hombres. El abad Majencio, “de una admirable santidad”, podía detener el brazo de un soldado que se disponía a cortarle la cabeza[268], y a San Benito le bastó fijar sus ojos sobre un labrador a quien un arriano había maniatado para que las ligaduras se desataran “de un modo maravilloso”[269]. En un combate, el obispo Germano podía obtener que la victoria favoreciera a los suyos[270], a despecho de la fuerza real de los combatientes, pues, como señala Juan de Biclara, “para Nuestro Señor no es difícil que se dé la victoria a pocos contra muchos”, opinión que probaba con el ejemplo bíblico de Gedeón y con otro contemporáneo, que quería explicar con esa opinión, del duque Claudio, que “ahuyentó”, con apenas trescientos hombres, a casi sesenta mil francos y mató con la espada a la mayor parte de ellos” [271].
Una aureola de misterio rodeaba al taumaturgo. Podía suponérsele un hombre dotado de poderes sobrenaturales por la gracia divina, simple instrumento de Dios o premiado de tal suerte por su santidad. Pero acaso quedaba siempre la incertidumbre de si aquel de quien la fama hacía un taumaturgo no era un ser sobrenatural que hubiera adoptado forma humana. Beda cuenta que el desconocido que prometió el trono a Edwin se desvaneció después de haberle hablado, de modo que “el rey comprendió que no era un hombre sino un espíritu”, y Gregorio de Tours describe como ángel al misterioso personaje que, en Antioquía, “levantando la mano, sacudió su pañuelo sobre la mitad de la ciudad, y enseguida se desplomaron los edificios”[272]. Una vez más, la incertidumbre acerca de los límites entre
La prueba decisiva de la existencia de la
La taumaturgia —última esperanza— parecía competir ventajosamente con el saber natural, y la hagiografía solía destacar sus triunfos. Ciertamente, faltábale al saber natural de la época una base suficientemente sólida —una teoría de la
D — LA INCIPIENTE TENDENCIA AL ORDEN.
Situación de hecho, tanto en el orden social como en el orden espiritual: tal es el rasgo predominante de la temprana Edad Media. Pero tan reveladores como sean los testimonios de esa indecisión entre los grupos sociales y las corrientes de ideas para definir su supremacía, no ocultan del todo los signos de una incipiente —o renovada— tendencia al establecimiento de un orden, de un sistema de principios que respaldara las formas de la convivencia social y las opiniones sobre el mundo y la vida. Esa tendencia se manifestó en aquellos a quienes la situación de hecho deparó o conservó una posición privilegiada en algún campo de la vida, y se encarnó en la Iglesia Católica
Pero mientras los grupos que detentaban el poder político carecían de un criterio fijo y, por el contrario, estaban indecisos entre dos concepciones políticas a las que no hallaban acuerdo o ajuste, la Iglesia pudo prevalerse de una tradición vigorosa, ya probada en el contacto con la
Si la Iglesia podía enunciar una concepción de la convivencia social y sobre todo, una concepción del mundo y la vida, era porque, basado en una doctrina, constituía un cuerpo, un grupo social que actuaba como una de las fuerzas de la
Pero, sobre todo, la Iglesia contaba con una doctrina que, en el período en que se crea la situación de hecho, puede resistir a las tendencias disgregatorias propias de tal situación. Esa doctrina se refería al trasmundo y al mundo. Y aunque se vio obligada a ceder o a contemporizar, tuvo fuerza suficiente como para no perder de vista nunca del todo sus principios fundamentales, y como para poder absorber y reducir a sus propios esquemas. Pero lo más significativo fue el proceso de reducción a sus propios esquemas de las formas de convivencia social, aquellas formas precisamente en que más influencia ejercía el menos dócil de los elementos en conflicto, esto es, el elemento germánico.
Este proceso está movido por un anhelo de orden en el plano civil y político, anhelo que, sin duda, compartía la Iglesia con los grupos que detentaban el poder político, pero que la Iglesia entendía con mayor amplitud y perspectiva, porque, en tanto que los grupos que detentaban el poder político no podían hallar una fórmula que expresase sus vagas aspiraciones —como fue luego la
Pero la tendencia al orden que insinúa la Iglesia no se satisfacía —ni siquiera en ese momento— con una teoría del poder justo. Desde sus conflictos con el Estado imperial
Acaso el creciente prestigio del clero en el reino visigodo explica que haya sido allí donde la tesis fue formulada por primera vez de modo tan claro. Pero no debe olvidarse que casi un siglo antes Gregorio de Tours ponía en boca de Avito, obispo de Vienne, estas palabras dirigidas a Gondegando, al que incitaba a la conversión: “Si vas a la guerra, estás a la cabeza de los guerreros, y ellos te siguen donde tú los llevas. Vale más que, marchando tras de ti, conozcan la verdad que permanezcan en el terror después de tu muerte, pues no se juega con Dios y Él no ama a aquel que, por un reino terrestre, rehúsa confesarlo en el mundo”[297]. Era pues un pensamiento que se abría paso, y que residía en el fondo de la doctrina y estaba a punto de manifestarse cuando las circunstancias lo permitían, como una exigencia de la tendencia a realizar un orden en el que lo terrenal se subordinaba necesariamente a lo divino.
Las circunstancias variaron. Durante el período de la conversión de los pueblos paganos o arrianos, la Iglesia comenzó por intentar la catequesis de los reyes y se acogió luego a su protección para extender su acción a más vastos sectores sociales[298]; pero desde el momento en que adquirió cierta seguridad, trabajó por someter al poder civil a sus ideales, primero, y a su autoridad luego, en la medida en que pudo avanzar en sus designios. La política que siguió en el reino visigodo preanuncia la intención que pondrá de manifiesto frente a Carlomagno. Y cuando las circunstancias sean aún más favorables, afirmará plenamente su noción del orden terrenal que habría de expresarse en la doctrina de las dos espadas.
Esta noción del orden no coincidía con la de los teóricos que preconizaban un poder real de tipo
Para respaldar esta idea del orden, la Iglesia contaba con la enorme fuerza que le prestaba su doctrina y, sobre todo, la que le prestaba su monopolio de la literatura, susceptible de ser utilizada como valioso instrumento de propaganda. Las crónicas y la hagiografía conformaron una imagen de la vida ajustada al espíritu de sus redactores, que hacían justicia inexorablemente hundiendo o levantando según sus propios criterios de valor, de acuerdo con una norma que Beda expresa en sus últimas consecuencias en cierto elocuentísimo pasaje: “Oswald, el más cristiano rey de los northumbrios, reinó nueve años, incluyendo aquel año que debe ser considerado maldito por la brutal impiedad del rey de los bretones y la apostasía de los reyes ingleses; porque, como se ha dicho, se ha convenido por el unánime consentimiento de todos en que los nombres de los apóstatas serían borrados del catálogo de los reyes cristianos y no se adscribiría ninguna fecha a sus reinos”[299]. Así se modeló el tipo del “santo rey”, espejo en el que habían de mirarse durante los siglos siguientes sus sucesores. Un claro esquema —dentro del cual
1 Este estudio fue realizado como una investigación original, encomendada por la Facultad de Humanidades y Ciencias, y formará parte de un libro de próxima aparición, titulado Los orígenes del espíritu burgués.↩
2 Referencias sobre este problema se encontrarán en Dopsch, The economical and social foundations of European civilization , y en Lot, Fin du monde antique; Pirenne, Mahomet et Charlemagne, 1937; Halphen, L’importance historique des «grandes invasions” en A travers l’histoire du Moyen Age. ↩
3 Véase Dopsch, Seeck y Rostovtzeff, sin descuidar Mommsen, El mundo de los Césares. ↩
4 Recuérdense los ilustrativos pasajes sobre España e Inglaterra en San Isidoro, Hist. Goth. Introduction; y Beda, Hist. Eccl.↩
5 Sobre este problema H. O. Taylor, The classical heritage of the Middle Ages, y Ch. N. Cochrane, Christianity and classical culture.↩
6 Véase: Palanque, Saint Ambroise et l’Empire Romain, Paris, 1933.↩
7 San Jerónimo, Cartas XXX, XXXII y XXXIII entre otras.↩
8 San Jerónimo, Carta CXXIII Ad Ageruchiam. Véase igualmente la XL y San Agustín, Civitate Dei, I, xxxiii; San Jerónimo, CXXVI. Véase: Fugue et Martin, Hist, de l’Eglise, IV, p. 356 y ss.↩
9 Prudencio, ContraSymmachum, II, 816-819.↩
10 San Agustín, Civitate Dei, V, xxiv-xxvi.↩
11 San Isidoro, Sinónimos, I.↩
12 Venancio Fortunato, Vita S. Germani, c. 74; San Gregorio, Epist., VII, 13 y 28; VI, 12.↩
13 Dopsch, op. cit., 206 y ss. Sánchez Albornoz, Fideles y Gardingos, esp. Cap. VII.↩
14 Véase: Dopsch, op. cit., pp. 215 y ss.↩
15 Dopsch, op. cit. , pp. 217 y ss.↩
16 Dopsch, op. cit. , p. 225.↩
17 Brunner-Schwerin, Hist, del Der. Germ. , pp. 77 y ss.↩
18 Dopsch, op. cit. , pp. 223 y ss.↩
19 Dopsch, op. cil. , p. 212.↩
20 Kurth, Los orígenes de la civilización moderna, p. 357.↩
21 Dopsch, op. cit. , p. 224; véase Sánchez Albornoz, op. cit., I, pp. 197 y ss. y notas.↩
22 Brunner-Schwerin, op. cit. , p. 14.↩
23 Dopsch, op. cit. , p. 232.↩
24 Mgh. Concil. I, c. 62.↩
25 Mgh. Concil. 1, 89, c. IX. Dopsch, op. cit., p. 251. Considérese el pasaje de Beda, IV, XIII.↩
26 Dopsch, op. cit. , pp. 226 y ss. Torres, Instituciones económicas, sociales y político-administrativas de la península hispánica durante los siglos V, VI y VII, III, p. 197. Lot, Les destinées de l´Empire en Occident de 395 à 88S, en Histoire du Moyen Age, t. I, dirigida por G. Glotz.↩
27 Greg. Tours.↩
28 Dopsch, op. cit. , pp. 202 y ss. Sánchez Albornoz, Fideles y Gardingos. I, passim. Torres, op. cit. , III, pp. 186 y ss. Brunner-Schwerin, op. cit. , 14. Trevelyan, Historia política de Inglaterra, 32; Corbet, xxx, en Cambridge Medieval History, II, pp. 566 y ss. Stubbs, Constitutional history of England, I, pp. 95 y ss., corregido por Petit-Dutaillis. Stubbs, Histoire constitutionnelle de l’Angleterre, I, p. 777, n. 2.↩
29 Dopsch, op. cit. , pp. 197, 190 y 206. Sánchez Albornoz, op. cit. , pp. 135 y ss. Por la ley sálica los lites entraban en el antrustionato: Sánchez Albornoz, op. cit. , p. 138.↩
30 Grec. Tours, VI, XLVI. Lot, Histoire du Moyen Age, I, pp. 339-40 y nota 94.↩
31 Dopsch, op. cit. , pp. 254-5.↩
32 Dopsch, op. cit. , algunas reservas en Sánchez Albornoz, Ruina y extinción del municipio
33 J. L. Romero, San Isidoro de Sevilla. Su pensamiento históricopolitico y sus relaciones con la historia visigoda, p. 16 y ss.↩
34 Hauck, Kirchengeschichte, 14, pp. 148 y ss., citado por Dopsch, op. cit. , 263. “Clovis transformó a aquellos hombres de origen
35 Greg. Tours, IV, XXXV, sobre la elección del obispo Avitus; IV, VII, sobre elección de Cautin, obispo de Clermont; VI, XI, sobre el conflicto por el obispado de Marsella; VI, XXXVI, por el de Lissieux; X, XV y ss. por la dirección del monasterio de Poitiers. Sobre la compra de la elección: Greg. Tours, IV, XXXV. Sobre el problema general: San Isidoro, De los oficios eclesiásticos, II. V.↩
36 Disiento fundamentalmente con la caracterización de este período por Buehler, Vida y cultura en la Edad Media, que lo define como “El período de la senectus”.↩
37 ?La historia de Mummolo: Greg. Tours, IV, XLII y ss.; la de Sigivaldo: Greg. Tours, III, XVI; la de Agrícola: Greg. Tours, IV, XXIV; la de los obispos Salone y Sagitario: Greg. Tours, IV, XLIII y V, XXI; la del obispo Cautin: Greg. Tours, IV, XII; la de Mâlo: Greg. Tours, IV, IV. Véase el curioso caso del pobre hombre que auxilió a Brunequilda, expulsada de Austrasia, y hecho en recompensa obispo de Auxerre, en Fredegario, XIX.↩
38 Dopsch, op. cit. , p. 209. Véase Edicto de Clotario II (614), Mgh, Cap. I.↩
39 Dopsch, op. cit., p. 208, Edicto de 614.↩
40 Dopsch, op. cit. , p. 207.↩
41 Dopsch, op. cit. , pp. 210-11.↩
42 Para los francos: Grec. Tours, Libro V y ss., sobre las guerras civiles entre 573 y 613; Fredegario, passim; Lot, op. cit. , I, varios y esp. 321; Para los visigodos: San Isidoro, Hist. Goth. , 46 y ss. (desde la revelación de Atanagildo hasta el fin); Juan de Biclara, passim. Torres, op. cit. , 95 y ss. Sánchez Albornoz, op. cit. , pp. 218 y ss. Para el caso del duque Paulo: Sánchez Albornoz, op. cit. Para los lombardos, Paulo Diácono. Lot, op. cit. , pp. 212 y ss.↩
43 Beda, op. cit., V, x. Brunner-Schwerin, op. cit. , p. 18.↩
44 Dopsch, op. cit. , p. 173 y notas.↩
45 Sobre las tesis de Weitz y de Sybel, ver Dopsch, op. cit. , p. 183.↩
46 Véase el episodio de Clovis en Soissons en Greg. Tours, II, XVII; el episodio de Clotario en relación con la insurrección sajona, Greg. Tours, IV, XIV.↩
47 En el pasaje citado, Greg. Tours, II, XVII, un guerrero ha dicho: “Haz lo que te plazca, pues ninguno es bastante fuerte para resistirte”. Y Beda, op. cit., II, V, compara la autoridad de Eadbald con la de su padre: “No tenía tanta autoridad en el reino como su padre ni era capaz de restaurar al obispo en su iglesia contra la voluntad de los paganos”. Es igualmente ilustrativa la historia, de algunos descendientes de Clovis, especialmente la historia de Gontrán, Greg. Tours, VII, VIII, y lo que San Isidoro, Historia vandalorum, 74, dice de Genserico: “Valentiniano, no pudiendo oponérsele, le concedió la paz y otorgó pacíficamente a los vándalos…”.↩
48 ?Greg. Tours, II, XXXIII (sobre Gondebaudo); Jornandes, Hist. Goth., XIX (sobre Teodorico); San Isidoro, Hist. Goth., 35 (sobre Eurico).↩
49 Beda, op. cit., II, IX; III, I; III, VI; San Isidoro, Hist. Goth., 34, 49, 62; Juan de Biclara, Chronica, años 569, 572-3, 581. Greg. Tours, III, I; IV, XIV, XX y XXII; IX, XX (Tratado de Andelot); Fredecario, XX, XXXIII, XXXVII, LVII.↩
50 San Isidoro, Beda, I, I.↩
51 Es la expresión que Lot, op. cit. , I, 298, usa para definir la realeza merovingia; pero con ligeras reticencias puede extenderse a todos los reinos romanogermánicos cada vez que el rey tiene fuerza suficiente.↩
52 La tanistry fue usada por los vándalos y acaso también por los burgundios, quizá a la muerte de Gundioc. Lot, op. cit., 190.↩
53 Greg. Tours, III, XXIII.↩
54 Véase por ejemplo Greg. Tours, V, XXIX, y VI, XLV.↩
55 Greg. Tours, V, Prol.↩
56 Véase entre otros textos: Greg. Tours, II, XXXII (Godegisello contra Gondebaudo); II, XL; II, XLII; III, V y ss.; Ill, XVIII; IV, XX; IV, XXVIII; V, XIX; VII, XXI; Fredegario, XVII, XXXVIII; Beda, III, XIV; IV, XV; Fredecario, LXXXII (Sobre Kindasvindo). Al mismo género de política pertenece la actitud de los ostrogodos respecto al Imperio
57 Véase la justificación de Clovis por Greg. Tours, II, XXXVI-XXXVII; la aceptación del dato de su designación como “cónsul o Augusto”, Greg. Tours, II, XXXVIII; su elogio, Greg. Tours, II, XL; V, Prol.; la carta de Avitus a Clovis después de su conversión, Avitus a Clovis, 46, MGH, Auct. Ant. , VI, 2, p. 75. Los diversos pasajes de Beda del tenor siguiente: “Este Edwin, como un premio por haber recibido la fe, y como prenda de lo que le correspondería en el reino de los cielos, recibió un aumento de lo que él gozaba sobre la tierra…” Beda, II, IX. El elogio de Suintila en San Isidoro, Hist. Goth. , 63-65. El elogio de Chilperico, de Sigeberto, de Chariberti, por Venancio Fortunato. Elogio de Gontrán, Greg. Tours, IX, XXI.↩
58 San Isidoro, Hist. Goth. , 19 y 20.↩
59 Greg. Tours, IX, XXVII, XL, XLII.↩
60 Greg. Tours, II, XXXIV.↩
61 Beda, II, XIII.↩
62 Beda, II, VI.↩
63 Greg. Tours, II, XXXVII.↩
64 Greg. Tours, IV, II.↩
65 Greg. Tours, IV, XLVIII-XLIX.↩
66 Supra, pág. 91.↩
67 San Isidoro, Hist. Vand. , 83.↩
68 Greg. Tours, III, XXX y IV, XXXVIII.↩
69 Chr. Caesaraugustana, ad. ann. 529; San Isidoro, 43.↩
70 San Isidoro, 44; Greg. Tours, III, XXX.↩
71 San Isidoro, 46.↩
72 Greg. Tours, IV, XXXVIII.↩
73 San Isidoro, Hist. Goth. , 51.↩
74 San Isidoro, Hist. Goth. , 49; Juan de Biclara, ad. ann. 579, 584, 585.↩
75 Sobre la del obispo arriano Ataloco y los condes de Septimania Granista y Vildigerno, Greg. Tours, IX, XV; Vitae Patrorum emeritensium. Sobre la del obispo Sunna y los condes Segga y Viterico, Juan de Biclara, ad ann. 588. Vitae Patrorum emeritensium. ↩
76 Juan de Biclara, ad ann. 590, 3.↩
77 San Isidoro, Hist. Goth. , 57.↩
78 San Isidoro, Hist. Goth. ↩
79 Fredegario, LXXIII.↩
80 Greg. Tours, V, Prol.↩
81 Greg. Tours, VI, XXXI, habla de la participación de “los habitantes de Bourges” y del minor populos de Austrasia en la guerra civil. VII, XII, sobre los de Tours, Poitiers, Bourges.↩
82 Greg. Tours, VII, VIII.↩
83 Greg. Tours, VII, VII.↩
84 Greg. Tours, VIII, XXX.↩
85 Greg. Tours, IX, XX. Lot, op. cit., pp. 262; Fustel de Coulanges, Monarchie franque, pp. 602-611.↩
86 Mgh., Capit. , I, 20. y ss. Mgh., Concil. , I, 185 y ss. Sobre tan discutido problema, Dopsch, op. cit. , 200 et alibi; Lot, op. cit. , 266-267; 321-322; Kurth, op. cit. , 323 y apéndice; Fustel de Coulanges, op. cit. , 612-630; Pfister, en Lavisse, Hist, de France.↩
87 Fredegario, XLIV in fine.↩
88 Mgh., Capit. , I, 20.↩
89 Saenz de Aguirre, Collectio maxima conciliorum omnium Hispanie, III, p. 379.↩
90 Fredegario, LX.↩
91 Fredegario, LXXXII.↩
92 Saenz de Aguirre, op. cit. , (V Toletanus, canon IV).↩
93 Fuero juzgo, Libro VI, título II, leyes I, III y IV.↩
94 Saenz de Aguirre, op. cit. , (VII Toletanus, ann. 646).↩
95 Fredegario, LXXXIX.↩
96 Lot, op. cit. , 282.↩
97 Passio Leudagarii, Mgh., Scriptores rerum merovingicarum, V, Passim.↩
98 Beda, II, XX.↩
99 Eghinardo, ?Vita Caroli, 2.↩
100 Véase Taylor, ?op. cit. , y Cochrane, op. cit.↩
101 Grec. Tours, Prefacio.↩
102 Fredegario, ?Cron., Pref.↩
103 Eghinardo, Vita Caroli, Prol.↩
104 Greg. Tours, IV, XLVII.↩
105 Greg. Tours, V, XVIII.↩
106 San Isidro. Etimol., XVIII, XLI. Véase el comentario general en el parágrafo LIX.↩
107 Venancio Fortunato.↩
108 Greg. Tours, X, XVI.↩
109 Beda, Hist. Ecl. , II, XVI.↩
110 Greg. Tours, X, X.↩
111 Greg. Tours, V, V. Lot, en Glotz, I, p. 391.↩
112 Véanse las indicaciones de las notas 66 a 78.↩
113 Gregorio Magno, Diálogos, II, 5 y II, 11.↩
114 Supra, nota 67.↩
115 Supra, nota 34. Greg. Tours, IX, VIII y X; VIII, XXIX; X, XIX.↩
116 San Isidoro, Hist. Suev. , 92 y Juan de Biclara, ad. ann., 595.↩
117 Greg. Tours, II, XI.↩
118 Greg. Tours, II, XLI.↩
119 Greg. Tours, V, XIV.↩
120 Greg. Tours, VII, XXXVI.↩
121 Greg. Tours.↩
122 Greg. Tours, V, XXXVII.↩
123 Beda, Hist. Eccl., I, XXV.↩
124 Grec. Tours, II, XVIII, XLII; III, V y s. XVIII, XXII-XXVII; IV, XX; V, XXXIII; Fredegario, XXXVII; LXX.↩
125 San Isidoro, Hist. Goth. , 57.↩
126 Greg. Tours, V, XXI.↩
127 San Isidoro, Hist. Goth. , 44.↩
128 Greg. Tours, II, XII.↩
129 Greg. Tours, IV, III, XXV, XXVI y XXVIII; Eghinardo, Vita Caroli, 18.↩
130 Fredegario, XXXVI.↩
131 Greg. Tours, VIII, XIX.↩
132 San Isidoro, Etimol. , IX, VII.↩
133 J. R. Palanque, en Fliche et Martin, Hist, de l’Eglise, III, 506 y ss. y J. R. Palanque, Saint Ambroise et l’Empire romain.↩
134 Véase Zeiller, “Paganus”, étude de terminologie historique, Paris, 1917, y las curiosas observaciones de Robbin en Paganisme et Rusticité, en Annales, VIII, 2 avril-juin, 1953.↩
135 Boecio, De Consolatione, II, Prosa III.↩
136 Véase, entre otras, XXII, XXX y XXXII y la XXXIII de San Jerónimo.↩
137 Boecio, op., cit. , II, Prosa IV.↩
138 San Isidoro, Etimol. XII, XXII.↩
139 Thorndike, Magic and experimental sciences, I, 632-3 compara Etimol, III, 14-27 y III, 71, con De Natura rerum XIX, 2; XXII, 2-3; IX, 1-2; XXVI, 15. Véase también Etimol. XIV, 5; XI, 2; IV, 13, 4 y De Natura rerum, XVIII, 5-7. ↩
140 San Isidoro, Hist. Goth. , 26.↩
141 Especialmente Greg. Tours, VI, XXXIII-XXXIV; y VII, XI.↩
142 Greg. Tours, VIII, XVII; IV, IX; V, XXIV.↩
143 San Isidoro, Hist. Goth. , 32: “…espantado por las señales de la santa mártir Eulalia…”.↩
144 San Isidoro, Hist., Goth. , 24.↩
145 San Isidoro, Loc. cit.↩
146 Greg. Tours, VI, XIV; Véase también Greg. Tours, V, XLII; VI, XXI y XLIV; X, XXVIII; Fredegario, XVIII. San Isidoro, Hist. Goth. , 26. San Isidoro, Etimol, III, Lxx, 16; Beda, De Natura rerum, XXIV.↩
147 Greg. Tours, IV, IX; IV, XXXI; V, XXXIV; VI, XIV; VI, XLIV; VIII, XXV; Fredegario, XVIII; San Isidoro, Etimol. , XIII, XIII.↩
148 Beda, Hist. Eccl., IV, XIX y XXX; Beda, Vita S. Cuthberti, XLII.↩
149 Fredegario, XXII; Beda, Hist. Eccl., III, X, XI y XIII; Beda, Vita S. Cuthberti, XLV y XLVI.↩
150 Grec. Tours, V, XVII y X, XXXIII; V, XXXIV-XXXV y VI, XXI.↩
151 Beda, Hist. Eccl. , III, X. ↩
152 Cf. Thorndike, op. cit. , I, 635-6.↩
153 Greg. Tours, IV, XLV.↩
154 San Isidoro, Hist. Vand., 73; Hist. Goth. , 29; Grec. Tours, VI, VI.↩
155 Beda, Hist. Eccl. , II, XIII.↩
156 Greg. Tours, IV, XXI.↩
157 Eghinardo, Vita Caroli, 7; Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, v, 1882 y ss.↩
158 Beda, Hist. Eccl., I, xv y Crónica anglosajona, ad ann. 449.↩
159 Martin Dumiense, De correctione rusticorum, 7, 8, 9. San Isidoro, VII, VIII: “Los dioses así llamados por los paganos fueron antiguamente hombres que después de su muerte recibieron culto… Por persuasión del demonio… los tenían por dioses… “.↩
160 Obsérvese que no aparecen en el libro VIII de Etimol. sobre la Iglesia y otras sectas.↩
161 Greg. Tours, II, X; Tácito, Germania, IX.↩
162 Greg. Tours, II, XXIX; el argumento lo repite mucho más tarde Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, V. V, 1946.↩
163 Eghinardo, Vita Caroli, 7; Martin Dumiense, De Correctione Rusticorum, 1 et alibi. Gregorio Magno, Diálogos II, 12; San Isidoro, Hist. Goth. , 24; Beda, Hist. Eccl. , I, VIII; Beda, De Natura rerum, XXV.↩
164 Greg. Tours, IV, XLI: “…crimen asombroso que no puede haber sido cumplido sino por obra del demonio…”; VII, XXII y XXIX; X, XXV; Beda, Hist. Eccl. , I, XVII; IV, XIII; IV, XVIII.↩
165 Greg. Tours, VII, X; Gregorio Magno, Diálogos II, 3, 12, 14, 20. San Isidoro, Etimol. , VIII, xi (15-17); Beda, Vita S. Cuthberti, XXII.↩
166 Greg. Tours, VIII, XXXIV; Beda, op. cit. , XIII.↩
167 San Isidoro, Hist. Goth. , 24; Beda, op. cit. , XIII. Greg. Tours, IV, XXIX.↩
168 Greg. Tours, II, XXI; Gregorio Magno, op. cit. , II, 4 y 7. Martin Dumiense, op. cit. , 7. Gregorio Magno, op. cit. , II, 12.↩
169 Gregorio Magno, op. cit. , II, 20; Beda, op. cit. , XV y XLI; Grec. Tours, IV, XXII; VI, VIII, XXIX; VII, XXIX, XXXV, XLIV; VIII, XXXIV; X, XXV, XXIX; Beda, Hist. Eccl. , III, XI.↩
170 Beda, Vita S. Cuthberti, XV.↩
171 San ISIDORO, Etimol. , XI, III, 2.↩
172 San Isidoro, op. cit. , XI, iv, 2. Sobre lo que S. Isidoro acepta en materia de maravillas, Thorndike, op. cit. , I, 625 y ss.↩
173 San Isidoro, op. cit. , Loc. cit.↩
174 San Isidoro, op. cit. , XI, iii, 28.↩
175 San Isidoro, op. cit. , XI, iii, 12.↩
176 San Isidoro, op. cit. , XIII, xviii.↩
177 San Isidoro, op. cit. , XII, iv, 6; XIV, v. 15.↩
178 San Isidoro, op. cit. , XVI, xiv, 7.↩
179 Gregorio Magno, op. cit. , II, XXVI y LX.↩
180 San Isidoro, op. cit. , VII, VIII.↩
181 Gregorio Magno, op. cit. , II, XL; Beda, Hist. Eccl. , Ill, XIX.↩
182 Greg. Tours, IV, XXXIII.↩
183 Beda, op. cit. , V, XII.↩
184 Beda, op. cit. , V, XIV.↩
185 Beda, op. cit. , V, XII.↩
186 Beda, op. cit. , III, XIX; Greg. Tours, VI, XXIX.↩
187 Beda, op. cit. , Ill, XIX; Greg. Tours, VII, I; Beda, op. cit. , V, XII.↩
188 Beda, op. cit. , IV, XIV.↩
189 Beda, op. cit. , II, XII; IV, VIII.↩
190 Beda, op. cit. , IV, III; IX, XI, XXIII, XXIX; Vita S. Cuthberti, XXVII y XXXIV.↩
191 Beda, Hist. Eccl. , IV, XXV.↩
192 Beda, op. cit. , IV, XXIV.↩
193 Greg. Tours, VII, I.↩
194 Beda, op. cit. , II, XIII.↩
195 Fredegario, Introd.↩
196 Greg. Tours, I, Introd.↩
197 Beda, op. cit. , I, XXXII; Gregorio Macno, Epístolas III, 29; V, 18; IX, 123; XI, 6.↩
198 Cf. supra, pág.↩
199 Greg. Tours, V, VII.↩
200 San Isidoro, Hist. Goth. , 9 y 45; Greg. Tours, III, introducción; IV, XVI, XVIII, XLIX; VII, XL.↩
201 San Isidoro, Hist. Vand. , 79.↩
202 Greg. Tours, IX, XXIX.↩
203 Greg. Tours, IV, XLIX.↩
204 San Isidoro, Etimol. , XIV, III; Greg. Tours, III, XII; IV, XX; IV, XL; VIII, XX; X, XII.↩
205 Beda, op. cit. , II, IX.↩
206 Greg. Tours, II, XL.↩
207 Beda, op. cit.↩
208 Greg. Tours, IV, XI; San Isidoro, Hist. Goth. , 19; Hist. Vand. , 72 y 75.↩
209 Greg. Tours, IV, XVI; V, XIV.↩
210 San Isidoro, op. cit. , VII, viii, 41. Beda, op. cit. , IV, XXVII.↩
211 Gregorio Magno, op. cit. , II, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 23 y 24.↩
212 Greg. Tours, VI, VI.↩
213 San Isidoro, Etimol. , VIII, IX. Rabano Mauro sigue este capítulo en De Consanguineorum nuptiis et de mayorum praestigiis falsisque divinationibus tractatus; Véase Thorndike, op. cit. , I, 630.↩
214 San Isidoro, op. cit. , VIII, ix, 10 y 11.↩
215 San Isidoro, op. cit. , VIII, ix, 14.↩
216 San Isidoro, op. cit. , XVI, VII-XIV.↩
217 Ver citas en Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, II; y los citados por San Isidoro.↩
218 Tácito, Germania, X.↩
219 Procopio, De bello Gothico, II, 25.↩
220 Greg. Tours, IV, XXIX.↩
221 Eghinardo, op. cit. , 7.↩
222 Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, V, 1882 y ss.↩
223 Martin Dumiense, De correctione Rusticorum, en España Sagrada, Tomo XV, pág. 425, y traducido en Menéndez y Pelayo, Heterodoxos, II, 288. 1.10, 16.↩
224 Saenz de Aguirre, op. cit. , V Toletanus, (636) canon IV; XII Toletanus, (686); XVI Toletanus, canon I, Concilio Aureli (533), canon 20; IV Concilio Turnensis (567) canon 17 y 22; Concilio Autissid (578) passim. Concilio Rem. (630) canon 14; Concilio Leptina (s. VIII) “Indiculus superstitionum”. Fuero Juzgo, Libro VI, título II, leyes I, III y V.↩
225 Beda, op. cit, IV, XXVII.↩
226 Greg. Tours, VI, XXXV.↩
227 Grec. Tours, X, XXV.↩
228 Greg. Tours, IX, X.↩
229 Grec. Tours, VII, XII.↩
230 Greg. Tours, III, XXIX.↩
231 Fredegario, XLIX.↩
232 Greg. Tours, VIII, II.↩
233 IV Toletanus (633) canon XXXIX. XVII Toletanus, canon V y XXI (supletorio).↩
234 Grec. Tours, II, XXXVII; IV, II; IX, XXX.↩
235 Grec. Tours, III, XII; IV, XVI, XVIII, XXXVII; V, IV; VII, XLII.↩
236 Greg. Tours, IV, XLIX.↩
237 San Isidoro, Hist. Goth. , 16.↩
238 Fredegario, XXXVI.↩
239 Beda, op. cit. , I, XXV.↩
240 Greg. Tours, V, XII; VIII, XV.↩
241 Beda, Hist. Eccl. , Ill, X; Grec. Tours, VII, XII; VII, XXXI; VIII, XIV, XXXIII.↩
242 Véase nota 168.↩
243 Gregorio Magno, op. cit. , II, XLIII.↩
244 Grec. Tours, VIII, XV; VIII, XVI; Beda, op. cit. , I, VII, XVIII; III, II, IX, XIII; IV, VI, XXXI, XXXII; V, XVIII. Beda, Vita S. Cuthberti, XLIV. Fredeca-rio, XXII.↩
245 Greg. Tours, VIII, XXXI.↩
246 Greg. Tours, VI, XXXV.↩
247 Greg. Tours, VII, XXXI. ↩
248 Gregorio Magno, op. cit. , II, XLIII.↩
249 Juan de Biclara, Chron. , Ad ann. V del emp. Justino y III del rey Leovigildo.↩
250 Greg. Tours, III, XXXI.↩
251 Beda, op. cit. , IV, XXII.↩
252 Greg. Tours, IX, XXI. Véase: Marc Bloch, Les rois taumathurges.↩
253 Gregorio Magno, op. cit. , II, XXXII.↩
254 Beda, op. cit. , V, III; Greg. Tours, IV, XXXII; VI, VIII.↩
255 Greg. Tours, VI, VIII. Beda, op. cit. , V, IV. Beda, Vita S. Cuthberti, XXV, XXX, XXXI, XXXIX.↩
256 Greg. Tours, VI, IX; Beda, Hist. Eccl. , V, II.↩
257 Greg. Tours, VI, VIII; IV, XXXII; IX, XXI.↩
258 Beda, op. cit. , V, VI. Beda, Vita S. Cuthberti. XXXIII.↩
259 Gregorio Magno, op. cit. , II, XV, XXXVII.↩
260 Greg. Tours, VI, VIII.↩
261 Boecio, op. cit. , I, Rima VI.↩
262 Beda, Hist. Eccl., I, VII; IV, XVIII. Beda, Vita S. Cuthberti, XVIII. Greg. Tours, XVI; X, XXIX.↩
263 Beda, Hist. Eccl. , I, XVII; III, XV. Beda, Vita S. Cuthberti, III.↩
264 Beda, Hist. Eccl. , IV, XXVIII. Beda, Vita S. Cuthberti, XX.↩
265 Beda, Vita S. Cuthberti, XXXV. Gregorio Magno, op. cit., II, XXXIV.↩
266 Greg. Tours, VIII, XVI. Gregorio Magno, op. cit. , II, X.↩
267 Taylor, op. cit. , pág. 11-12, nota 1.↩
268 Greg. Tours, II, XXXVII.↩
269 Gregorio Magno, op. cit., II, XXXVI.↩
270 Beda, Hist. Eccl. , I, XX.↩
271 Juan de Biclara, Chron. , ad. ann. VII del emp. Mauricio, 2.↩
272 Beda, op. cit. , II, XII; Greg. Tours, X, XXIV.↩
273 Greg. Tours, II, XXX.↩
274 Beda, op. cit. , II, XIII.↩
275 Ermoldo el Negro, Poema sobre Luis el Piadoso, V. 2044 y ss.↩
276 Greg. Tours, V, XIV.↩
277 Greg. Tours, IX, XV.↩
278 Beda, op. cit. , I, XVIII, XXI; II, II;↩
279 Juan de Biclara, op. cit. , ad. ann. VII del emp. Justino.↩
280 Beda, op. cit. , V, II.↩
281 Beda, op. cit. , I, XIX.↩
282 Beda, Vita S. Cuthberti, XLV.↩
283 Beda, Hist. Eccl. , IV, XIX.↩
284 Beda, op. cit. , III, XIII.↩
285 Greg. Tours, V, VI.↩
286 Dionisio Areopagita, Jerarquía celestial; y Jerarquía eclesiástica. La traducción de Escoto Erigena es del s. IX, antes de cuya fecha no deben haberse conocido las obras en Occidente; pero la relación entre el orden del mundo y el del trasmundo surgía de la doctrina.↩
287 Lot, op. cit., I, 335; Fliche et Martin, op. cit., IV, 577 y ss.↩
288 Beda, op. cit. , I, XXIX.↩
289 Greg. Tours, VI, XLVI. Véase el elogio de Sigeberto por Venancio Fortunato y el de Recaredo en San Isidoro, Hist. Goth. , 52-6.↩
290 San Isidoro, Etimol. , V, I.↩
291 San Isidoro, Sentencias, III, XLVIII.↩
292 Beda, op. cit. , II, V. Greg. Tours, II, XXXIII; San Isidoro, Hist. Goth. , 35.↩
293 Fredegario, IV, XXVIII; Greg. Tours, IV, XLVII; Beda, op. cit. , III, XVIII↩
294 San Agustín, op. cit. , V, XXIV.↩
295 San Isidoro, op. cit. , 28.↩
296 San Isidoro, Sentencias, III, 51.↩
297 Greg. Tours, II, XXXIV. Ver también de Avito, el Dialogium Gundobaudo:.↩
298 Véase el curioso pasaje de Beda, op. cit. :, en el que los obispos Melito y Justo abandonan Kent después de la apostasía de los sucesores de Ethelberto.↩
299 Beda, op. cit. :, III, IX.↩