Antes de disgregarnos. 1975

Es duro aceptar el diagnóstico de una enfermedad grave. Pero es inocultable que la sociedad argentina —la sociedad nacional— muestra signos evidentes de disgregación. ¿Estamos aún a tiempo de reaccionar? Sin duda, pero sin dejar librado al azar nuestro comportamiento porque algo está anunciando que Dios ha dejado de ser criollo. O acaso ha decidido ponernos a prueba para saber si somos capaces de valernos por nosotros mismos. De todos modos, tenemos por delante un plazo antes de disgregarnos y tenemos que aprovecharlo para actuar con lucidez. La solución de las crisis sociales son siempre decisiones políticas. Pero hay que saber lo que se quiere, y antes hay que saber en qué consiste la crisis. ¿Sabemos qué le sucede a la sociedad argentina?

Es ya un lugar común afirmar que la crisis del peronismo es la crisis del país, y que si la primera se precipitara sobrevendría inevitablemente la segunda. Pero no es cierto. Puede disgregarse el peronismo sin que se disgregue el país. Siempre que todos —peronistas y no peronistas— se ocupen del país, de cuya crisis la del peronismo es solo un signo. Es el país el que está en crisis. O más exactamente, es la sociedad argentina la que está en crisis.

El problema consiste en saber en qué consiste la crisis. Se han formulado muchos diagnósticos, pero parece que han arrojado poca luz sobre el problema. Algunos son parciales y responden a intereses ocasionales o sectoriales; otros están montados sobre el análisis de los signos de la crisis, no sobre la crisis misma. Se señalan crisis diversas: de la economía, de la moral, de la política. Pero no nos engañemos. La economía, la moral y la política son cosas que le ocurren a alguien, que es el sujeto de todos los procesos al mismo tiempo: es a la sociedad argentina, a la sociedad nacional, a quien le ocurren todas esas crisis, y es ella la que debe ser examinada con obsesiva precisión. Solo porque se ha dislocado el sistema de relaciones que la constituía y sustentaba está en crisis la sociedad argentina, y por esa circunstancia se han producido simultáneamente crisis diversas que se manifiestan bajo variados aspectos. Pero el fondo de la cuestión es el principio de disgregación que se advierte en la sociedad misma. Es a la sociedad argentina a la que hay que examinar con la mayor atención.

Ese examen no es el más sencillo. Los procesos sociales son lentos, se arrastran durante mucho tiempo, y cuando irrumpen tienen ya acumulada una peligrosa carga explosiva. Son, además, procesos casi secretos que comienzan con esporádicos episodios insignificantes en los que casi nadie repara: solo cuando se acumulan y se multiplican sus efectos aparecen a la luz. Son, en resumen, procesos que se desenvuelven a través de plazos muy largos, sin perjuicio de que estallen en un instante. Por eso es necesario rastrearlos retrospectivamente en el largo plazo para descubrir su peculiaridad.

Es a través de esos largos procesos como se constituyen y se renuevan las sociedades nacionales. Porque una sociedad, es bien sabido, no es solamente, como parece a primera vista, un conjunto de personas. Es, sobre todo, algo que no se observa a primera vista y que es necesario descubrir y entender tras un análisis metódico: un sistema de relaciones que vinculan a las personas que constituyen el conjunto visible. Los individuos y los grupos se relacionan entre sí mediante un conjunto de principios y de normas que establecen situaciones recíprocas que dan estabilidad al conjunto social. Normas y principios regulan la relación de los individuos y los bienes. Y a través de ese conjunto de principios y normas se manifiesta un sistema de fines, comunes al conjunto de la sociedad y reconocidos como superiores a los fines de cada uno de sus miembros. El sistema global de relaciones está sustentado, en una sociedad estable, en el consentimiento de sus miembros, y la expresión más definida de ese consentimiento es la aceptación de un orden jurídico y político, del que se espera estabilidad para el conjunto y posibilidades de realización para cada individuo.

Todo funciona cuando el sistema de relaciones que constituye una sociedad goza del consenso general o, al menos, mayoritario: la política, la moral, la economía, la cultura. Y nada funciona si los grupos que integran esa sociedad le retiran su consenso. Un día, un vasto sector de la sociedad descubre —o cree advertir— que el sistema de relaciones vigentes sirve a “los otros”, y que él es un conjunto marginal. Entonces le retira el consenso y se transforma en un enemigo —pasivo o activo— del sistema. Cuando esto ocurre, la sociedad nacional comienza a estar amenazada de disgregación. Si el proceso se generaliza y se acentúa, la disgregación avanza como una gangrena y puede consumarse: temporalmente a veces, pero a veces —ha ocurrido a lo largo de la historia— de manera definitiva. Hay que evitar que el proceso avance si se quiere conservar una sociedad nacional, pero sin ilusionarse acerca de las posibilidades que tiene el simple uso de la fuerza, porque la fuerza sirve para defender un sistema basado en el consentimiento, pero no es capaz de recrear un consentimiento perdido. Si la sociedad nacional quiere salvarse tendrá que salvarse en el cambio, corrigiendo el sistema de relaciones que la constituye y sustenta mediante una política capaz de suscitar un nuevo sistema de fines comunes y reconocidamente superiores a los intereses individuales. Eso es la política, más allá de la delirante pasión por la conservación o la conquista de privilegios sectoriales.

Considerada objetivamente, la sociedad nacional argentina parece hoy amenazada por el peligro de la disgregación porque el sistema global de relaciones que la constituye y sustenta ha perdido consenso. No se busque un responsable de esto que parece una catástrofe, porque ni es una catástrofe ni hay un responsable. Toda la sociedad es la protagonista del cambio. Búsquese, en cambio, una política que asuma la totalidad de la crisis y ofrezca una respuesta válida para el proceso que la ha desencadenado. Pero primero identifíquese el proceso.

Durante varias décadas, antes de 1930, Argentina tuvo una estructura social y económica relativamente estable, de la que derivó una política estable también. Ha merecido muchas diatribas y ha recibido muchos elogios. Pero eso importa poco. Bástenos reconocer que fue relativamente estable: cada sector de la sociedad nacional tenía una idea clara de cuál era su posición en ella y, tácita o explícitamente, con retaceos o sin ellos, todos prestaban su consentimiento al sistema de fines que habían propuesto sus clases dirigentes. La prosperidad de una patria rica ofrecía una alta gratificación colectiva. Argentina era entonces una potencia y su sociedad era lo suficientemente fluida como para que la prosperidad general asegurara a muchos una prosperidad individual, en diversa escala, y a todos la posibilidad de alcanzar el ideal predominante del bienestar económico y el ascenso social. Era tan estable su estructura que las viejas oligarquías consintieron en transferir el poder a unas clases populares que, por lo demás, compartían sus aspiraciones. Unos más afortunados que otros, la mayoría de los argentinos tenía esperanzas, confiaba en el destino del país próspero y en la prosperidad de su propio destino individual. Hoy se advierte que vivían despreocupados y tranquilos.

Todo empezó a cambiar cuando el país inició un profundo proceso de transformación después de la crisis de 1929. Todo lo que nos ha pasado y nos pasa solo puede entenderse inscribiéndolo en este proceso de transformación. La vieja estructura agropecuaria crujió envuelta en la crisis mundial, y empezó a declinar mientras comenzaba a constituirse lentamente otra, más compleja, entre agropecuaria e industrial, más adecuada a las nuevas condiciones del mundo, y sin duda más prometedora. Pero la nueva tenía que constituirse en el seno de la vieja, lo que no puede ocurrir sin profundas conmociones sociales. Una nueva sociedad —esto es, un nuevo sistema de relaciones— empezó a formarse, sin que alcanzara a constituir un nuevo cuadro de normas antes de que se dislocara el cuadro tradicional. Aparecieron las masas, integradas por grupos marginales que ahora reclamaron un sitio. A empujones, como ha ocurrido siempre. Sin normas, como ha ocurrido siempre. Los argentinos creyeron que sufrían una enfermedad propia y original.

Desde ese momento, cada grupo social —nuevo o viejo— empeñó sus fuerzas para conseguir el mejor lugar en el nuevo ordenamiento que empezaba a conformarse. Fue, como toda época de cambio, un momento favorable para los desprejuiciados, los audaces, los aventureros. Pero eso es anecdótico. Fue, sobre todo, el momento en que los intereses sectoriales disputaron la supremacía a los intereses comunes de la sociedad nacional. Fue el momento potencialmente positivo de la trasmutación y, simultáneamente, el momento dramáticamente peligroso en el que la sociedad comenzó a disgregarse.

Ante el impacto de los grupos marginales que aspiraban a integrarse, los antiguos grupos establecidos pasaron a la defensiva. Cada uno eligió su propia estrategia para sobrevivir, para subir, para dominar. Todo se dividió en Argentina, según cuál fuera su respuesta al impacto: las clases sociales, los sectores productivos, los grupos ideológicos, los partidos políticos, las fuerzas armadas, la Iglesia. Comenzó una sorda lucha de todos contra todos. Cada sector a favor de su sector. Nadie a favor del país.

Por el momento, el espectáculo es desolador. Pero consuela la vitalidad de los grupos en pugna, que sin duda buscan su propio equilibrio. Aunque hay que ayudarlos para evitar que naufraguen sin encontrarlo. Necesitamos una política para el país.

En el proceso de cambio, Argentina no ha tenido una política. No la ha dado el poder carismático ni la han dado, hasta ahora, los partidos políticos. ¿Han advertido los argentinos la magnitud del cambio que se ha operado en el país, en la sociedad nacional? ¿Han advertido que dejaron de tener sentido las palabras que parecían claves en 1930, en 1946, en 1956? ¿Se han propuesto elaborar una política a partir de la situación real, en particular después de julio de 1974?

La vida histórica no se alimenta de retornos sino de creaciones. Hay que crear ideas, soluciones, proyectos. Crear algo que arraigue en la experiencia de hoy y que se proyecte hacia el futuro. Crear una política liberada de los fantasmas, de las reivindicaciones, de las nostalgias; apegada a las situaciones reales y despegada en una proyección prudente y audaz. Pero hay que asumir el proceso de cambio y partir de la instancia en que se encuentra. Antes que la disgregación social avance, hay que elaborar una política para el nuevo país que es Argentina.