Nicolás Maquiavelo, ideologías y estrategias. 1969

El 22 de junio de 1527 murió Nicolás Maquiavelo, florentino, cincuenta y ocho años, casado, cinco hijos, antiguo secretario de la segunda Cancillería de la Comuna florentina desde 1498 hasta 1512. Sus restos fueron sepultados en la capilla familiar de la iglesia de Santa Croce. Había nacido en 1469. Nunca llegó a ejercer un cargo ejecutivo en el gobierno. Fue siempre un asesor. Lo ha seguido siendo durante siglos.

Una tradición –falsa, sin duda, pero expresiva– le atribuyó un extraño sueño poco antes de su muerte. Según ella, Maquiavelo vio una multitud de miserables hambrientos, y cuando preguntó quiénes eran, supo que formaban el grupo de los bienaventurados del Paraíso; luego vio otra multitud, esta vez de hombres graves que hablaban de los arduos temas de la política, y entre los que reconoció a muchos ilustres filósofos de la Antigüedad; y al preguntar por ellos, le contestaron que eran los condenados a las penas eternas del Infierno. Maquiavelo –como el Callimaco de La mandragola– sacó sus propias conclusiones, y cuando lo interrogaron acerca de dónde prefería ir él, respondió: “Mejor al Infierno, a discutir sobre política con los grandes espíritus, que no al Paraíso, entre aquella gentuza que vi antes”.

Era lo que todos pensaban de él. Escéptico, profano y preocupado por los fines mismos del hombre y de la sociedad, Maquiavelo amaba el coloquio sobre todas las cosas. Y se dice que su propio nieto dijo, muchos años más tarde, cuando le avisaron que los huesos de Maquiavelo habían sido echados en una fosa común: “Dejadlos hacer lo que quieran, porque mi abuelo era muy amigo de la conversación; y cuantos más muertos haya para entretenerlo más contento estará”.

Vivió y murió discutiendo sobre política: en su despacho, en las cortes extranjeras, en las plazuelas, en las tabernas. Habló mucho, tratando de indagar la verdad de las cosas, su trama oculta, sus fines escondidos, y procurando adivinar las consecuencias que se derivarían de ellas. Aconsejó a los poderosos que ocupaban el primer rango y lo oscurecían a él, les sugirió ideas y acciones y, siempre en la sombra, anotó en su memoria los hechos, las consecuencias y las causas, porque tras el hombre de acción reprimido y frustrado que había en él se escondía un consumado teórico de lo social que aspiraba a fundar sus conclusiones en la verdad desnuda. En esto fue Maquiavelo un innovador. Pero no solamente en esto. No se podrá estimar la trascendencia del pensamiento de Maquiavelo si no se alcanza a descubrir todo lo que es innovación en él.

En los tres o cuatro siglos que precedieron a la época de Maquiavelo, las burguesías urbanas —la de Florencia y las de otras muchas ciudades– habían surgido primero y experimentado después cambios sutiles y profundos. Así como desarrollaron nuevas formas de vida no feudales, del mismo modo desarrollaron una forma de mentalidad no feudal, una mentalidad estrictamente burguesa. Entre todos los rasgos que la caracterizan, dos vale la pena contrastar. Uno es la elaboración de una nueva imagen de la naturaleza: es la que van a reflejar los pintores a partir de Cimabue y Giotto; la que expresaron Bocaccio y Sacchetti; la que trataron de precisar los precursores del conocimiento científico experimental como Pedro Peregrino o Roger Bacon; y es, sobre todo, la que promovió una creciente transformación técnica. El otro es la elaboración de una nueva imagen del hombre y de la sociedad: es la que las burguesías pusieron de manifiesto en la organización y en el gobierno de sus ciudades; la que los burgueses ejercitaron para reunir y administrar sus fortunas privadas en la artesanía, el comercio o la banca; la que presidió la vida de los individuos, las familias y los grupos sociales en las populosas ciudades de Italia, de Flandes o de Alemania; y es, además, la que los reyes adoptaron para sobreponerse a los señores feudales en un vigoroso intento de crear los reinos centralizados y absolutistas.

Ambos son rasgos igualmente significativos de la nueva mentalidad burguesa, que alcanzaba su primera maduración —porque luego hubo otras– en la época anterior a Maquiavelo; pero no tuvieron el mismo destino sino, por cierto, muy diferente. Entonces —como ahora– el cambio que se produjo en la imagen de la naturaleza no pareció a los espíritus tradicionalistas, apegados a la mentalidad cristianofeudal, excesivamente peligroso. La naturaleza seguía siendo la creación de Dios, sin perjuicio de que se la conociera mejor y se la representara de otro modo y aun cuando no faltó la alarma y la persecución, prevaleció el sentimiento de que los nuevos poderosos gozarían más de una naturaleza concebida a la nueva manera. Por el contrario, el cambio que se produjo en la imagen del hombre y de la sociedad provocó un vivo sobresalto; y no solamente en los espíritus tradicionalistas apegados a la mentalidad cristianofeudal sino también en los nuevos poderosos, en el patriciado burgués que había nacido de la movilidad social de la burguesía pero que aspiraba a contenerla para consolidar sus privilegios.

Pareció lícito a los nuevos poderosos obrar según esa nueva imagen, correr tras el poder, la fortuna o la gloria sin el cuidado de los principios morales, gozar la sensualidad de la vida y atenerse a las nuevas normas signadas por la eficacia y el éxito; pero no pareció prudente declarar que obraban según principios nuevos, sino afirmar, por el contrario, que se ajustaban a las viejas normas que respaldaban la autoridad de las aristocracias. Y no era inconsecuencia la de los nuevos poderosos sino, simplemente, sabia hipocresía adoptada cuando advirtieron que, declarando explícitamente los nuevos principios, las consecuencias que de ellos pudieran inferirse estimulaban los movimientos de las clases medias en ascenso, ansiosas de compartir los privilegios de este patriciado de recién venidos, demasiado impaciente por consolidarlos. Fue ese patriciado el que estableció un compromiso secreto de obrar según la nueva imagen del hombre y de la sociedad pero encubriendo sus nuevos fines con una refinada retórica que declaraba su nostálgico respeto por los fines viejos.

La innovación de Maquiavelo en el campo del pensamiento político –que era entonces como decir el campo de lo humano y lo social– consistió fundamentalmente en ignorar ese compromiso surgido en el seno de las capas más altas de las burguesías urbanas, a las que él, por lo demás, no pertenecía. Formado en el estudio de los autores clásicos y los italianos, Maquiavelo era un típico intelectual con los atributos que suelen ser propios del tipo: una inmensa y acaso justificada soberbia y cierto resentimiento frente a las elites del poder y el dinero, tan desdeñosas como sórdidas. Su campo fue la política, y dentro de él observó los hechos, los describió con rigurosa precisión e implacable objetividad, y no vaciló luego en manifestar explícitamente cuáles eran los nuevos principios en los que, de hecho, se fundaban las nuevas actitudes de los grupos de poder. Era un flagrante desafío.

Esos principios correspondían a la imagen vigente del hombre y de la sociedad, vigente por encima de toda retórica nostálgica. No eran los principios de la concepción cristiano-feudal de la política, en la que el ejercicio del poder parecía indisolublemente unido al cumplimiento de ciertos deberes religiosos y morales. Eran, por el contrario, los de una concepción profana y naturalista de la política, en la que el poder había llegado a ser un fin en sí mismo, acaso junto con la riqueza y con la gloria, sin duda unido a la vocación por el goce sensual de la vida. Precisamente por su profanidad notoria había parecido a los grupos de poder –al patriciado urbano– que era necesario vedar su manifestación expresa. Y fue Maquiavelo, el secretario de la segunda Cancillería de la Comuna florentina, el burócrata desconocido, quien, ignorando el compromiso de los poderosos, se atrevió a llamar las cosas por su nombre y a declarar la verdad desnuda.

“Mucha gente imagina repúblicas y principados que nunca han existido. Hay tanta distancia de la manera en que se vive a la forma en que se debiera vivir, que quien diera por real y verdadero lo que debería serlo, pero por desgracia no lo es, corre a una ruina inevitable, en vez de aprender a preservarse; porque el hombre que se empeña en ser completamente bueno entre tantos que no lo son, tarde o temprano perece. Es, pues, preciso que el Príncipe que quiera sostenerse aprenda a poder dejar de ser bueno, para serlo o no serlo, según la necesidad lo requiera” [1].

La “forma en que se debiera vivir” era, a sus ojos, lo que llamaríamos una ideología. Maquiavelo no rechaza las ideologías, pero sí rechaza la pretendida vigencia de las que están exhaustas y, más aún, la pretendida fuerza de las ideologías por sí solas. La imagen de Savonarola, el fraile dominico que predicó la condenación de la profanidad y la hipocresía, y concluyó quemado en la plaza de la Signoria por haber arrostrado sin armas la batalla, flotaba ante los ojos del burócrata desconocido que acaso contempló la hoguera desde la ventana de su oficina. “El profeta desarmado” llamó Maquiavelo al fraile dominico; y a la luz de la experiencia de su acción y su muerte condenó, no a toda ideología, sino a las ideologías exhaustas y a las ideologías que se desencadenan sobre la realidad sin apoyarse en el conveniente dispositivo de una estrategia adecuada a las situaciones reales.

En rigor, Maquiavelo condenó también la estrategia por la estrategia misma. La “manera como se vive” poseía a sus ojos, sin duda, fuerza real. Maquiavelo tenía a la vista no sólo el ejemplo difuso de toda la política de su tiempo sino, muy especialmente, el ejemplo directo de César Borgia, un político a quien había estudiado de cerca. César Borgia era el hombre de la pura estrategia, como Savonarola era el hombre de la pura ideología. Pero Maquiavelo sólo confió en él en la medida en que creyó que podría llegar a encarnar la ideología que él consideraba salvadora. Maquiavelo estaba seguro de que las ideologías no podían triunfar sin una estrategia, pero creía también que no valía la pena que las estrategias sin ideología triunfaran, como de hecho ocurría en el naciente mundo de la profanidad. El poder movía las acciones, y cuando necesitaba justificarse, prefería apelar a las ideologías exhaustas que recibían el fácil consenso de los que, a diferencia de Maquiavelo, no amaban la verdad desnuda.

Maquiavelo era, como Savonarola, un hombre atado a una ideología. Pero no era la suya una ideología nostálgica, exhausta, inerte, sino una ideología que fluía de las situaciones reales como su corrección deseable, como un modelo factible. Su ideología era la requerida hic et nunc y cristalizaba en el modelo de un estado nacional italiano centralizado y absolutista, como la Francia de Luis XI, como la Inglaterra de Enrique VIII. Maquiavelo lo expresó vibrantemente en las últimas líneas del Príncipe:

“No hay que dejar escapar esta ocasión: hora es ya de que Italia, tras tan largo padecer, vea al fin llegar al libertador. No puedo expresar el amor, el deseo de venganza, la ternura y las lágrimas con que sería recibido en todas esas provincias, que tanto han padecido por la invasión extranjera. ¿Qué ciudades le cerrarían sus puertas y qué pueblos se negarían a obedecerle? ¿Qué envidia se le opondría?¿Qué italiano se negaría a rendirle homenaje? A todos repugna esta dominación bárbara”.

Nueva ideología, nueva y viva, el Estado nacional italiano fue erigido como una meta que justificaba la lucha por el poder, más aún, que exigía una estrategia adecuada a las situaciones reales. A su servicio –pero sólo a su servicio– todo le pareció lícito.

Toda guerra es justa en cuanto es necesaria; y misericordiosas son las armas cuando sólo en ellas hay esperanzas”.

Fue el implacable realismo de Maquiavelo lo que le permitió diagnosticar precozmente el sentido del naciente orden europeo, establecer los fines ideológicos que convenían a la comunidad de que formaba parte y señalar los medios eficaces para lograrlos a partir de las situaciones reales que predominaban en la Italia de su tiempo. Otros, en otras partes de Europa, lo hicieron arrastrados por la dinámica de la vida histórica; pero él, que no pertenecía a las elites de poder, que era sólo un testigo y nada podía hacer por sí mismo, no tuvo más camino que la denuncia. Los hipócritas no le perdonaron su clarividencia teórica, y le quitaron o le negaron lo que pedía: su humilde cargo en la Signoria florentina, para poder comer todos los días. Entre tanto, él dialogaba con Aristóteles y Cicerón entre las colinas de Val di Pesa, en su rustica casa de Sant Andrea in Percussina, cerca de San Casciano y a pocas leguas de Florencia. Allí vestía todas las tardes el hábito del letrado y se sumía en la meditación, esperando el nuevo día para retornar a la taberna lugareña donde hablaba con los campesinos como quisiera haber hablado con emperadores y con reyes, con pontífices y cardenales, con los señores y los patricios en cuyas manos se escondían las decisiones, se entretejían las estrategias y se desvanecían las ideologías.

Su voz resonó en el desierto de la populosa Florencia, en el desierto de la populosa Italia. Dijo lo que nadie en su tiempo quería oír. Pero lo que dijo, como ocurre con los de su clase, quedó dicho.

NOTAS

[1] Maquiavelo, Príncipe, XV.