DAMIÁN JORGE ROSANOVICH
(UNSAM)
“…la experiencia revolucionaria demuestra palmariamente
que las estructuras caducas conservan una fuerza de
inercia con la que es necesario contar […] Es una lección que
proporciona la historia a los que confían excesivamente en las
posibilidades de la catequesis racional”
José Luis Romero
I.
El juego entre proximidad y distancia respecto de los grandes libros de humanidades nos permite, como en el arte, apreciar elementos nuevos no advertidos en el primer contacto que tuvimos con ellos. El encuentro entre la riqueza polisémica de las obras originales y su recepción, situada en coordenadas desplazadas espacio y temporalmente respecto su génesis, produce la singular condición de que ciertos textos no sólo no pierdan vigencia, sino que, a veces, paradójicamente, sean más actuales que en el momento en el cual fueron escritos.
Esta condición dilecta puede encontrarse en los textos de José Luis Romero, quien, ajeno a las costumbres actuales de especialización mal entendida, supo combinar virtuosamente registros de análisis disímiles, a los efectos de reflexionar críticamente sobre procesos históricos acerca de los cuales carecemos hoy de una última palabra o de un auténtico consenso a la hora de explicarlos. En efecto, es el caso de Estudio de la mentalidad burguesa y de El ciclo de la revolución contemporánea, dos auténticos “clásicos” a los que, felizmente, cada nueva generación de estudiantes y académicos le aportan interpretaciones, capas de sentido y debates a problemas cuyo alcance se extiende indudablemente hasta nuestros días.
Quisiéramos detenernos a examinar un aspecto particular en estos textos, caracterizado como el dilema del liberalismo, puesto que consideramos que se trata de un vector que puede ser utilizado para ofrecer una reflexión sobre algunos problemas clave del siglo XIX y de nuestro mundo contemporáneo.
II.
A lo largo de diferentes textos Romero alcanzó a caracterizar con muy reconocida claridad la transición de la “conciencia feudal” a la “conciencia” o “mentalidad burguesa”, subrayando (a) la contraposición por momentos irreconciliable entre ambas, y (b) el proceso revolucionario de “transformación” (Romero, 1967), el cual habría de instaurar un horizonte de ideas que, luego de 1789, configuraría el núcleo del ideario liberal canónico, tal como fue conocido en el siglo XIX eurooccidental, y en aquellas latitudes en las cuales tal orden jurídico-político fue receptado y emulado. La elección del término “transformación” no es ingenua, sino que obedece a la dinámica secularizante que Romero advierte en la gestación y posterior tipificación de la conciencia burguesa, lo cual implica pensar en un sistema sofisticado de deudas de las cuales el mundo burgués -y mutatis mutandis- la modernidad- serían portadoras.
La conciencia cristiano-feudal introduce una diferencia decisiva con la concepción de la temporalidad y del futuro, tal como aparecía en historiadores y filósofos antiguos, donde la idea de ciclo constituía uno de los rasgos distintivos del tiempo. Como ha señalado Lucien Hölscher, los fenómenos naturales, la sucesión de festividades, usos estacionales, celebraciones y ruptura de los tratados, prácticamente excluían la posibilidad de pensar el futuro como algo nuevo o diferente del pasado: “El proceso circular de la vida apenas dejaba espacio para un futuro en el sentido moderno, es decir, en el sentido de acontecimientos nuevos que no fuesen mera repetición” (Hölscher, 2014: 27). Frente a ello, la conciencia cristiano-feudal, que sustituye la temporalidad de la naturaleza y de la tradición por la bíblica, sustituye parcialmente la circularidad por una linealidad que tiene como fin último la vita beata. Es sobre este tipo de temporalidad sobre la cual -afirma Romero- “…la mentalidad burguesa saca su esquema progresista de la línea dinámica de la tradición bíblica cristiana” (Romero, 1996: 22).
El esquema progresista es clave en los estudios de Romero, puesto que permite echar luz sobre una oposición prima facie irreductible entre la comprensión cristiano-feudal y la “revolución burguesa”. Si uno de los rasgos distintivos del mundo feudal era la “inmovilidad”, el mundo burgués aparecerá asociado a una metafísica del movimiento, que se complejizará a través de la integración de lógicas disímiles y frecuentemente incompatibles entre sí. Como escribe Romero: “Originariamente, la idea de progreso no tiene otro contenido que el movimiento” (Romero, 1996: 50). Esta representación gregaria ganará densidad a través de la relación del ser humano con su entorno. En el interior de este proceso nos interesa el así llamado “dominio de la naturaleza” -cifrado tanto doctrinaria como socialmente- y la creciente hegemonía de una comprensión de la técnica como instancia dotada de la misión de promover, sostener y ulteriormente acelerar el movimiento del progreso. Esa presunta irreductibilidad se disuelve si se repara en la sustitución de un principio organizativo monolítico, que dota de sentido a la realidad, tal como lo es el de la inmovilidad (de los regímenes políticos, de las relaciones sociales, de las tradiciones, del Derecho), por el de la movilidad (articulado en torno a la conquista de territorios, riquezas, a la anticipación de la naturaleza y al perfeccionamiento acumulativo de la técnica). Como señala Romero sobre el siglo XVIII: “El progreso se convierte así en una marcha cualitativa, en la que cada etapa es superior a la anterior, sin perjuicio de admitir retrocesos ocasionales, y sin preguntarse nada acerca del último pasado ni del último futuro” (Romero, 1996: 51). ¿Es abandonada definitivamente la idea de inmovilidad? En cierto sentido, es posible afirmar que si la dinámica del progreso -montada en la de movimiento- clausura la idea de repetición o de “retorno”, ciertamente se impugna la idea de inmovilidad. Con todo, no sería errado afirmar que, en cierto modo, si la configuración horizóntica del progreso -al menos desiderativamente– aparece como un movimiento que no incluye retrocesos o detenimientos, es posible pensar en la inmovilidad del movimiento, o con otras palabras, la idea de que se presuma una lógica acumulativa, cuyo detenimiento implicaría un freno incompatible con el progreso como tal. En efecto, afirma Romero: “Si la burguesía prosperó resueltamente y llegó a acumular los medios que le permitieron triunfar sobre el orden feudal, fue en gran parte porque tuvo éxito en la empresa de descubrir nuevas zonas susceptibles de incorporarse a su ámbito económico” (Romero, 1956: 25). Así, el carácter acumulativo del progreso incorpora ¿dialécticamente? la idea de inmovilidad al movimiento que transforma la realidad.
De esta manera, existe una oposición entre ambos órdenes: mientras que para conciencia cristiano-feudal hay un fundamento metafísico para la cual “la garantía contra el cambio está dada por un fundamento religioso”, la revolución burguesa, por el contrario, instala una estructura real diversa:
“…sobre la base de nuevas situaciones económicas y sociales, pero nunca llegará a darle un sustento ideológico que garantice la inmovilidad. Toda su historia es el intento de lograrlo, de construir una ideología que sea a la vez un proyecto para el futuro y una interpretación para el pasado y que signifique la justificación en abstracto, y no simplemente fáctica, de la estructura real que, carente de fundamento absoluto, semeja un conjunto de situaciones de hecho” (Romero, 1996: 24).
Si bien Romero señala que la conciencia burguesa adolece del “fundamento absoluto”, es posible pensar también que éste reaparezca sustitutivamente a la luz del proceso de secularización. En efecto, este curso opera lentamente, a través de estratos de sentido superpuestos, no necesariamente coordinados ni armónicamente preestablecidos, pero en una dirección unilateral, a saber: la inmanentización de ideas trascendentes que habrán de organizar la dimensión intramundana de los individuos y las comunidades ético-políticas. Estos estratos harán pie en el progreso material, en la dominación de la realidad por parte del ser humano a través de la técnica, pero ante todo, por medio de una particular concepción de la razón, la cual, para Romero:
“…prácticamente opera como una divinidad. Se ha dicho muchas veces que la razón del siglo XVIII es la secularización de Dios, y que a ella se atribuye casi todo lo que los teólogos atribuían a Dios […] Si se lo examina, probablemente se descubra que en la idea de razón se han ido sumando muchos, si no todos, los atributos de Dios” (Romero, 1996: 127-128).
Es esta razón la que puede ofrecer un fundamento absoluto sustitutivo de las garantías metafísicas que otrora habría de proporcionar el mundo cristiano-feudal. Esta razón es la que habrá de instituirse como facultad privilegiada del conocimiento, dotada de la prerrogativa de poder juzgar sin ser ella misma juzgada, y consecuentemente, desplazar, destruir o superar los límites u obstáculos que se impongan frente a ella. De esta manera habrá de desplazarse el canon bíblico como clave explicativa de la realidad, entendida como ecclesia, por saberes obtenidos a partir de la experiencia misma: “Mientras que la mentalidad burguesa se constituye como un sistema de actitudes que nace de la experiencia, sin un cuadro de referencias completo y claro, la mentalidad cristiano feudal se elabora a partir de la existencia de un cuadro canónico perfectamente claro” (Romero, 1996: 53). A partir de la experiencia en esta vida habrán de extraerse reglas y principios que constituyan el punto de apoyo para que el ser humano conduzca su propia existencia, tanto en el plano ético como político. He aquí que, en la medida en que la técnica provea de un instrumental para dominar la naturaleza, el progreso dejará de pensarse como un movimiento genérico y pasará a configurarse como un acervo acumulativo. De este modo:
“…la irrupción de la mentalidad burguesa no es el fruto de una revolución catastrófica sino un lento proceso en el que la concepción tradicional perdura e influye de mil maneras […] el problema de la moral se ha secularizado, y por eso aparece una disciplina especial, la ética” (Romero, 1996: 110).
Si el ser humano ya no calibra ante todo la tesitura de su acción respecto de su télos supraterrenal, a saber, la vita beata, sino que ha de regirse por criterios intramundanos, entonces esa teleología ha de aparecer desagregada, y la ética ya no tendrá razones para aparecer subsumida en el plan providencial. Este giro se halla jalonado por diferentes momentos precedentes a la modernidad, entre los cuales es posible indicar el nominalismo y el empirismo, puntos de apoyo clave para la construcción de una interpretación del mundo cifrada en la realidad sensible opuesta a la realidad sobrenatural, y en una nueva forma de producción que rompa con las tradiciones anteriores, articulando una vida urbana marcada por el pulso de la configuración de una red de satisfacción de necesidades mutuas. De aquí se desprende el desarrollo más o menos incipiente de un hontanar de ideas originariamente integradas a la ecclesia, que ulteriormente se desprenderán de ella, al articularse con la relación del ser humano con la naturaleza y su capacidad técnica para apropiarse de ella. En este sentido, sería erróneo tipificar la conciencia burguesa desde una perspectiva meramente economicista. En palabras de Romero: “…hay algo que es en él [burgués] permanente: la firme decisión de apresar la realidad inmediata y la convicción profunda de que esa realidad constituye el “sumo bien”. De esa actitud nace una posición frente a la naturaleza que conduce a la técnica, a la actividad económica, al conocimiento empírico…” (Romero, 1984: 38).
III.
En la medida en que la conciencia burguesa estuviera enlazada en torno a la idea del desarrollo del individuo y a la tesis de la igualdad natural entre los seres humanos, y simultáneamente fueran fácilmente constatables las dificultades para reconocer ambas ideas en la experiencia, era plausible que estas tesis, tarde o temprano, adquirieran contornos filo revolucionarios. Es por ello que, luego de la Revolución Francesa, Karl Ludwig von Haller no hesitara en caracterizar a Hobbes como el “padre de todos los jacobinos” (Haller, 1964: 153), no precisamente a causa de su diatriba contra el Common Law y las teorías republicanas de su época, sino por haber fundado la estatalidad en el libre consentimiento de voluntades singulares libres e iguales.
Entre las ideas que constituyeron el derrotero del mundo eurooccidental posterior a 1789 es necesario destacar las tesis liberales e igualitaristas que se erigieron frente a los sistemas de privilegios configurados en torno a sociedades de composición (neo)estamental. En efecto, luego de Revolución Francesa tiene lugar una singular convergencia entre burguesía, individualismo, Ilustración y liberalismo, que confluyó con un peso no desdeñable en el Congreso de Viena y mutatis mutandis en el “constitucionalismo napoleónico” (Hecker, 2005: 39), que cristalizó la oposición nítida entre los viejos órdenes constitucionales prerrevolucionarios, y las nuevas leyes fundamentales, aparecidas a la luz de las revoluciones norteamericana y francesa. En este sentido, la “curva” trazada entre 1789 y 1848 puede ser caracterizada como la configuración de un espacio político que integra capas de sentido precedentes, en abierta confrontación contra el mundo feudal. Estos estratos operan en distintos registros que concurren en simultáneo, a pesar de no exhibir una articulación armónica: el liberalismo en lo político, la monarquía constitucional en lo jurídico, la revolución industrial en lo social, las configuraciones nacionalistas en lo cultural, etc. En este sentido, el Vormärz constituyó un laboratorio político en el cual el concierto de las naciones supo articular virtuosamente una respuesta política a los alcances pretendidamente universalistas de la Revolución Francesa. Con todo, esta articulación era secretamente portadora del elemento de su propia autoaniquilación: la sociedad estamental, cifrada en un sistema de privilegios, podía ciertamente armonizar la igualdad natural entre los seres humanos con las desigualdades empíricas y las relaciones asimétricas de poder. Por el contrario, el mundo social divorciado del mundo estatal del Vormärz no podía ya apelar a las desigualdades jurídicas del Antiguo Régimen, sino que anticiparía un momento en el cual -como lo supo ver Hegel hacia 1831-1 la cesura no pudiera expresarse sino en un modo revolucionario. Aun cuando las relaciones de fuerza entre diferentes actores sociales continuaran reproduciendo profundas asimetrías pasadas, la apertura liberal al movimiento de la sociedad (o mejor dicho, a su aceleración) implicaba ipso facto una configuración de un horizonte de expectativas cuyo correlato empírico se diferenciaría de las promesas del progreso.
He aquí que Romero formula el citado “dilema”, que pone en evidencia una situación inequívocamente crítica que asalta al liberalismo hacia 1848:
“Si la conciencia burguesa se mantenía fiel a los principios del liberalismo -a los que tanto debía- y permitía continuar su desarrollo hasta sus últimas consecuencias, era indudable que vería salir de su propio seno una conciencia revolucionaria robusta y llena de vida. Si, por el contrario, la conciencia burguesa se dedicaba a defender la forma en que había cuajado en ese momento, y apelaba a todos los recursos para contener a la conciencia revolucionaria, era indudable que tenía que arrojar por la borda la tradición del liberalismo, y con ello, renunciar a buena parte de los principios que la sustentaban, aun a su actitud más conservadora. Este dilema era terrible para quienes alcanzaban a distinguirlo, y sumía en la más absoluta perplejidad a los liberales conscientes de su posición” (Romero, 1956: 43-44).2
La dinámica aceleracionista del siglo XIX se encuentra fuertemente vertebrada en torno a conceptos medulares de la conciencia burguesa: “naturaleza”, “técnica” y “progreso”. La espacialidad natural se halla dispuesta para que el ser humano la racionalice a través de la técnica, y le imprima su sentido (la naturaleza per se es derroche) a partir del progreso. En la medida en que este progreso pueda alcanzar sus objetivos de manera más eficiente, abreviará pasos y evitará padecimientos por parte de los actores que intervengan en el mismo. Esta espacialidad natural tiene como correlato la espacialidad artificial de la política, que, reivindicando principios filosóficos de la modernidad temprana, se erige luego de 1789 contra el sistema de privilegios estamentales, a los efectos de “liberar” la dýnamis societal disponible (von Humboldt, 1903) y permitir la así llamada carrera abierta al talento. Esta configuración liberal, que parcialmente puede cifrarse en el sistema de Metternich, necesita desplazar todo tipo de obstáculo que se ponga frente a la locomotora del progreso. De esta manera, opera una transformación de usos y costumbres inveteradas, así como también de los sistemas normativos que constituyen el mundo social del Vormärz. De aquí que la Iglesia deba ceder paso (y no pocas propiedades) a la configuración del Estado-Nación. Por supuesto, este proceso no es ajeno a una particular reorganización de la correlación de fuerzas sociales, cada uno de cuyos polos pugnaría por imponerle condiciones a los demás.
Ahora bien, el dilema planteado por Romero es nítido, y puede interpretarse en dos sentidos:
1. Por un lado, si la conciencia burguesa, y consecuentemente, las diferentes tradiciones del liberalismo, son tributarias de un proceso de secularización caracterizado por la inmanentización de absolutos otrora trascendentes, llamados “progreso” o “técnica”, es altamente probable que, como un efecto propio de su derrotero o de su aceleración, estos mismos culminen en la configuración de una conciencia revolucionaria que quiera llevar este proceso hasta sus últimas consecuencias, aun cuando ello suponga su autoaniquilación. Interpretada como una radicalización del curso que podría poner en peligro la construcción jurídico-política de este desarrollo, la burguesía liberal debería optar entre asumir efectivamente el riesgo, a condición de sucumbir en un nuevo proceso revolucionario, o adoptar un giro antiliberal -como solución de compromiso- para custodiar las conquistas materiales y espirituales de la conciencia burguesa. Con todo, si el mundo social y el mundo estatal se encontraban efectivamente disociados, ambas alternativas parecerían ser insuficientes, puesto que sólo habrían de permitir una solución provisional, de compromiso.
2. Por otro lado, el liberalismo también podía ser interpretado (y efectivamente así lo fue) de manera puramente instrumental, a los efectos de investir jurídica y políticamente la correlación de fuerzas en el interior del mundo social. De esta manera, cuando el liberalismo fue útil para tales fines, entonces era menester izar sus banderas; pero en el momento en el cual sus principios y estructuras se revelaran como insatisfactorias para determinados actores sociales, habría que sustituirlas por instrumentos más idóneos, a tono con los tiempos. Así, mientras que el liberalismo habría sido la forma mentis de la monarquía constitucional posrevolucionaria; el antiliberalismo debía ser el andamiaje conceptual para afrontar los intentos revolucionarios de modificar -a través de la violencia política- la correlación de fuerzas sociales. Por supuesto que, así planteado, esto no sería ningún dilema para quienes consideran de manera puramente cínica e instrumental el orden político liberal, meramente como un dique de contención contrarrevolucionario, sólo relacionado cínica y no esencialmente con las doctrinas progresistas. Sin embargo, como acertadamente señala Romero, se trata de un verdadero dilema para el liberalismo (en lo doctrinario y en lo político), puesto que, de sus consideraciones instrumentales (y sus no pocas traiciones de diferente coloratura) no se sigue de ningún modo que los liberalismos in toto hayan sido eso. De haber sido así, difícilmente el liberalismo habría tenido el protagonismo que tuvo en la vida política posterior a 1848, y sobre todo, a 1948. Es cierto que la donatio constantini fue un embuste con muchos creyentes y una vida de largo alcance. Por el contrario, podemos afirmar que los liberalismos, a diferencia de ella, están nutridos de un conjunto de convicciones modernas muy acendradas que no dependen de un documento inauténtico, sino de doctrinas y experiencias políticas muy disímiles, relacionadas con la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad (Vachet, 1972) y (Jaume, 2010). Aun cuando en un futuro próximo nuestras ideas políticas fueran muy diferentes de las actuales, no sería osado pensar que, en virtud de las grandes controversias filosófico-políticas de los últimos dos siglos, éstas seguirían teniendo una fuerte relación con aquéllas que dieron lugar a las tesis liberales. Asimismo, es ciertamente una trivialidad recordar que a lo largo de la historia nunca faltaron los actores sociales que utilizaran ideas, prácticas o instituciones con su sentido contrario; que las traicionaran solapada o explícitamente. En este sentido, ningún universo de ideas es inmune a la traición, y así podría decirse que el liberalismo no ha estado más expuesto a ella que el republicanismo o los socialismos. En efecto, así como se han perpetrado acciones contrarias al liberalismo en su nombre, otras tantas se han ejercido en nombre de la república, del proletariado, de la nación o de la humanidad. Como ha señalado Jorge Dotti: “Pensar el derecho es pensar lo normativo en situaciones determinadas (ante todo: en una espacialidad históricamente específica) y no abstracciones, que encuentran tanto mayor consenso cuanto mayor es su vaguedad y genericidad” (Dotti, 2003: 127). Por estas razones, entendemos que ha habido doctrinas y personas que genuinamente han defendido estas ideas, y por consiguiente, se han tenido que enfrentar de manera no instrumental al dilema en cuestión: o bien, para evitar la revolución social, el liberalismo migra del progresismo al conservadurismo, desnudando su flanco contrario, y facilitando así la posibilidad de que las banderías antimodernas avancen sobre las conquistas efectuadas; o bien intenta evitar la revolución social a través de una vía reformista y progresista, que logre neutralizar la violencia política, con el riesgo de sucumbir ante ella.3
En el presente dilema se patentiza el hecho evidente de que toda reflexión política escapa a la materialidad específica de su contexto, en la medida en que hunde sus raíces en el entramado de doctrinas, debates y experiencias que la preceden. En efecto, aun cuando el lenguaje -como señala Koselleck- no sea nunca sólo índice sino también factor, no es posible vaciar de sentido aquello que se hace/dice en nombre de un ideario sin que ello tenga consecuencias incalculables. De aquí que sea claro advertir el modo a través del cual el antiliberalismo supo nutrirse de las experiencias liberales fictas que, o bien lejos estuvieron de poder articularse en torno al progreso y las libertades individuales, o bien configuraron un tipo de sociedad que padeció severas restricciones al ejercicio de sus libertades bajo gobiernos autoritarios. He aquí que pueda tener lugar la clásica distinción croceana entre “liberalismo” y “liberismo”,4 a partir de la cual es posible distinguir la coexistencia entre relaciones económicas liberales y un orden político autoritario, severamente restrictivo de libertades civiles y políticas. Es esta experiencia la que permite disociar el liberalismo como condición de posibilidad del mundo burgués del siglo XIX, del liberalismo en su versión cínico-instrumental, entendida como una herramienta para garantizar relaciones asimétricas de poder para determinados actores sociales, abandonando deliberadamente los principios progresistas que la supieron constituir. En este sentido, este dilema es concurrente con otras dificultades no menores del liberalismo del XIX, relacionadas íntimamente -como ha estudiado Domenico Losurdo (2005)- con la relación entre liberalismo, esclavitud y racismo (ya sea en variantes culturalistas o cientificistas).
En paralelo, es necesario señalar que, como ha señalado Nisbet (1998), a partir del siglo XVII se encadenan fuertemente los lazos de coimplicación entre libertad y progreso (no puede haber libertad sin progreso y progreso sin libertad), y entre técnica y progreso (el progreso produce nuevas técnicas que apuntalan nuevas etapas de progreso, configurando un círculo virtuoso); vínculos que alcanzan a permear culturalmente diferentes sectores sociales y políticos, que pueden ubicarse ideológicamente en posiciones antagónicas. Esta oposición social prima facie irreductible encuentra su pira bautismal en la Iglesia de la técnica y del progreso, donde el ser humano se despoja de su ‘atraso’ y deviene homo renatur, en la medida en que recibe un fin en torno al cual articular el conjunto total de sus acciones.
Ahora bien, este ordenamiento teleológico, que presupone la igualdad de los seres humanos por naturaleza, y promete la carrera abierta al talento promovida por el Estado liberal, se encuentra poco tiempo después de la Revolución de Julio con el estallido de la así llamada “cuestión social”, y -como ha señalado Michael Stolleis (2003)- con la consecuente teorización de los alcances inadvertidos de la profunda transformación laboral que produciría el divorcio entre el mundo del trabajo y el mundo jurídico-político que debía conducirlo. Es así que -dentro de las filas del liberalismo-, Robert von Mohl, uno de los primeros teóricos del “Estado de Derecho”, defenderá en 1835 la necesidad de que el Estado ofrezca una legislación laboral al mundo social, a los efectos de evitar una anomia disgregadora que culmine con una revolución. De un mismo razonamiento, antes del 48’, participarán Carl Rotteck (1836) y Lorenz von Stein (2016), quienes impugnarán cualquier tipo de revolución y consagrarán sus esfuerzos a la reconfiguración de los perfiles de la estatalidad burguesa y liberal, en vistas de las transformaciones del mundo social.5 Como una suerte de balance del derrotero liberal en el Vormärz, ha señalado Hans Fenkse:
“Ciertamente, los liberales podían acreditar numerosos pequeños éxitos en materia legislativa, pero esto no superaba la insatisfacción producida por el estancamiento de los grandes objetivos. Sin embargo, fue precisamente la visión liberal de liderazgo la que tuvo la sensación -como lo indicaron las deliberaciones de Heppenheim [en 1847]- de que esto no podría durar mucho más. Hasta tanto no fueran alcanzados los grandes objetivos no sería posible dar grandes pasos hacia adelante” (Fenske, 2019: 247).
Si el liberalismo burgués es consecuente con estas premisas, si reconoce que su carta natal tiene en su génesis una revolución contra el mundo cristiano-feudal, si promueve la libertad individual, la igualdad natural, la secularización, la idea de que todo orden jurídico-político es artificial y se halla fundado en un pacto entre individuos, la constitución, el principio de legalidad, es preciso formular algunos interrogantes: ¿no es acaso portador el liberalismo del mismo principio disolutorio que le dio lugar a su propia existencia? Si este ideario se halla conducido por el progreso material (y mutatis mutandis espiritual), vertebrado por la dominación de la naturaleza a través de la técnica, ¿no podría acaso sucumbir frente a quienes -no sin sensatez y coherencia- defendieran la necesidad de dejar atrás el hontanar de ideas liberales para dar paso a una configuración del mundo que desplazara o eliminara los obstáculos propios del “liberalismo temprano” y permitiera alcanzar los fines de manera más eficaz? Si se respeta de manera principista el ideario liberal, corre peligro el liberalismo; si se violan los principios liberales, ¿cómo proteger una configuración cultural y política, a riesgo de perder un patrimonio liberal no fácilmente recuperable? ¿Se pueden violar los principios liberales para defender al liberalismo no ya de agentes externos, sino de sí mismo? Escribe Romero:
“[Luego de 1848] La mentalidad burguesa, individualista y profana, se hace cargo de que el proceso industrial acelera el cambio social tanto como el tecnológico y que este proceso es imposible de detener, a menos que se le ponga un freno que sea absoluto. Entonces, este sector de la mentalidad burguesa se acerca al sector tradicional y se hace religioso” (Romero, 1996: 44).
El dilema del liberalismo -en los dos sentidos mencionados- estalla cuando se pone en evidencia la confrontación entre el progresismo social y cultural -motorizado por la revolución industrial- y el conservadurismo político, suspicaz no sin fundamentos de las modificaciones no circunstanciales en la correlación de fuerzas en el interior de la sociedad. Esto presenta su correlato en la oposición entre la temporalidad aristocrática de la conducción del orden político (el pasaje de la monarquía constitucional a la monarquía parlamentaria) y la temporalidad acelerada a través de la cual técnica y progreso moldean cotidianamente los contornos de la sociedad de masas in nuce. Es la razón humana -no la historia, las costumbres, la religión- la que debe guiar esa teleología. Como reza la cita anteriormente vertida: “[la razón] prácticamente opera como una divinidad” (Romero, 1996: 128).
El giro “religioso” del liberalismo posterior a 1848 puede encontrar un estrecho vínculo con el pensamiento contrarrevolucionario posterior a 1789. En efecto, de manera semejante a von Haller, Chateaubriand, De Maistre y Bonald supieron advertir hasta qué punto los idearios liberales eran portadores de principios lo suficientemente abstractos como para conducir a concreciones históricas que tuvieran la finalidad opuesta. De aquí que el filósofo saboyano afirmara en una conocida cita: “No existe el hombre en el mundo. En mi vida he visto franceses, italianos, rusos, etc. Gracias a Montesquieu incluso sé que se puede ser persa: pero en cuanto al hombre, declaro que nunca lo he encontrado en mi vida. Si existe, me resulta desconocido (De Maistre: 2007, 235). En cierto modo, muchas de las ideas del liberalismo y de la ilustración habían gravitado en torno a diferentes versiones de la tesis de la autonomía del ser humano para configurar sus propios órdenes jurídico-políticos (frente a las tradiciones, la historia, la Iglesia, de las cuales el ser humano se “liberaría”), pero ahora veían frente a sus ojos de qué manera el ideario liberal se volvía contra sí mismo. Es probable que en numerosas latitudes el progresismo liberal del Vormärz haya desatendido las advertencias de quienes ofrecieron impugnaciones al optimismo antropológico de ese ideario liberal. De esta manera, ya tempranamente Tocqueville señalaba que “Querer detener la democracia parecerá entonces luchar con Dios mismo” (Tocqueville, 2016: 34). ¿En qué momento las élites alcanzan a divisar el alcance de la tesis tocquevilleana? ¿Qué efectividad podía tener el giro religioso del liberalismo fundado en las ideas de la Ilustración? ¿Cómo armonizar un gesto de contrasecularización en un movimiento cuya condición de posibilidad ha sido precisamente la secularización? ¿Cómo proteger las conquistas liberales sin dar un paso antimoderno que ceda su lugar a las banderías ultramontanas? ¿Cómo no advirtió la conciencia burguesa, que el progreso técnico/tecnológico, que permanentemente ensanchaba el horizonte de lo posible y perforaba límites de lo pensable, trastocando costumbres y prácticas sociales, no iba a detenerse frente a fronteras morales o jurídicas que precisamente pusieran en riesgo el acervo cultural adquirido? Más precisamente, en términos del Romero: ¿cómo las élites no pudieron advertir que la “paz armada” de la belle époque conduciría más temprano que tarde a su autoaniquilación? ¿Cómo no reconocer que el progreso armamentístico a gran escala formaba parte central del progreso técnico que contribuiría a su autoeliminación? Finalmente, ¿cómo pudo reprimirse la idea de que la guerra no sólo no era incompatible con el progreso, sino que podía ser uno de sus vehículos más idóneos? Recordando esos años, escribiría más tarde Stefan Zweig:
“Lamentablemente, la actitud de la mayoría de los intelectuales era de pasividad indiferente, pues a raíz de nuestro optimismo el problema de la guerra y sus consecuencias morales aún no había entrado en nuestro ámbito interno […] Confiábamos en Jaurès, en la Internacional Socialista, creíamos que los ferroviarios volarían las vías antes que cargar cual ganado a sus camaradas hacia el frente de batalla, contábamos con que las mujeres les negarían sus hijos y sus maridos al dios Moloc, estábamos convencidos de que la fuerza espiritual y moral de Europa se mostraría triunfante en el último instante crítico. Nuestro idealismo compartido, nuestro optimismo condicionado por el progreso, nos indujo a subestimar y despreciar el peligro en común” (Zweig, 2020: 262).6
IV.
El ciclo de la revolución contemporánea es un texto que destaca que en 1948 (y aún hoy, mutatis mutandis) no ha sido cerrada la crisis de la mentalidad burguesa abierta con la guerra de 1914. Con el sufragio universal, la movilización de las masas resultante de la Primera Guerra y Revolución Rusa se pone en evidencia una reconfiguración del mundo social, así como también de la correlación de fuerzas entre actores del mismo, resultante de las transformaciones políticas. Las tres décadas que abarcan las dos guerras mundiales pueden ser caracterizadas a la luz de la primavera antiliberal en diferentes comunidades políticas de Occidente. Ahora bien, como señala Romero, el ideario antiliberal tuvo una relación oblicua con la conciencia burguesa, en la medida en que, sustentado en el citado “giro” reaccionario, permitió la consolidación de relaciones de fuerza asimétricas, aun cuando este proceso implicaría la postergación o inmediata anulación del patrimonio cultural liberal. En sus palabras: “Frente a la política auténticamente revolucionaria, basada en una concepción autonómica de las masas, el nazisfascismo desarrolló una política falsamente revolucionaria, basada en una concepción heteronómica de las masas” (Romero, 1956: 118). De cara a ejércitos movilizados durante varios años, a una sociedad civil fuertemente militarizada -en no pocos casos persuadida del adagio “vivere pericolosamente”-, con un genuino deseo de ascenso social y de desplazarse en la locomotora del progreso, los así llamados regímenes totalitarios supieron capitalizar con astucia y velocidad la convergencia entre factores disímiles en regímenes políticos autoritarios, en los cuales el patrimonio cultural del Estado liberal, o bien era eliminado, o bien sólo podía sobrevivir utilitariamente al servicio de agrupaciones supra o paraestatales (que poca o ninguna simpatía podían expresar, por ejemplo, por el principio de legalidad), como, precisamente: el Partido. La promesa de ascenso social y de participación sólo podía cristalizarse de manera errática, puesto que el mundo burgués al cual las masas podían sinceramente aspirar a acceder, en sentido estricto, ya no existía. Según Romero, en la Segunda Guerra Mundial los países del Eje “representaban la conciencia burguesa”, pero “los favorecía el equívoco de la revolución de masas, que en realidad habían operado satisfaciendo algunas de sus reivindicaciones económico-sociales, pero atándolas fuertemente a los caducos ideales de la conciencia burguesa” (Romero, 1956: 138). En este sentido, cabe recordar los funestos presagios de Hermann Heller, quien, mutatis mutandis, supo advertir el huevo de la serpiente en medio de los discursos políticos hiperbólicos weimarianos. En efecto, en 1929 Heller desarrolla el tópico del “odio antiburgués a la ley, propio del burgués”, resultante de una reacción aristocratizante frente a la democracia de masas y el peligro de que éstas produzcan cambios significativos en la correlación de fuerzas entre los distintos actores sociales. Si la conciencia burguesa se caracterizaba por el racionalismo, la ilustración, y la marcha de la historia a través del progreso de la ciencia y de la técnica; la herencia resultante luego de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa habría de reconfigurarse con perfiles notoriamente disímiles de los proyectados pocos años antes. Particularmente para el caso de la revolución conservadora alemana, advierte con horror Heller el suicidio de la conciencia burguesa:
“Al llamar mentiras convencionales al Estado de Derecho, a la democracia y al Parlamentarismo, la burguesía acaba siendo víctima de sus propios engaños: llena de odio neofeudal a la ley. No solamente incurre en contradicción con sus más auténticas esencias espirituales, sino que niega también las condiciones de su vida social. Sin la certidumbre de la libertad conforme a la ley en la expresión del pensamiento, de la libertad confesional, de la ciencia, el arte y la prensa, sin las seguridades propias del Estado de Derecho […] la burguesía no puede espiritual ni económicamente vivir. Una burguesía, que se ha abierto camino a través del Renacimiento, no puede sin suicidarse permitir que un Dictador le prescriba su sentir, querer y pensar, o que le prohíba, por citar uno entre mil ejemplos, la lectura de Dostoievski y de Tolstoi, como en septiembre de 1929 ha sucedido en Italia” (Heller, 1985: 299-300).
El oscuro laboratorio político de esas tres décadas constituyó un momento de quiebre respecto de la configuración del “mundo de la seguridad” precedente y de la “paz armada”, propia del mundo burgués finisecular. Frente a él, el mundo jurídico-político occidental, constituido sobre las cenizas de las guerras, buscó erigirse a partir de la confluencia entre democracia y liberalismo en el Estado de Derecho. Como señalara Romero, el mundo burgués que entró en crisis en 1914 no pudo volver a reencauzarse omitiendo los errores y horrores de la primera mitad del siglo XX. Con todo, los regímenes constitucionales (no socialistas) posteriores a 1945, asentados en fundamentos inequívocamente liberales, tuvieron que aceptar la premisa de la sociedad de masas, y en consecuencia, operaron bajo la representación de la posibilidad del disciplinamiento de las mismas. En efecto, no en vano existía una muy longeva tradición que advertía sobre el hecho de que la democracia deviniera fácilmente en una anarquía. Por esta razón -entre otras- advertía Leo Strauss en 1962 los alcances que debía tener la educación liberal: “La educación liberal es la escalera por la que intentamos ascender desde la democracia de masas hasta la democracia en su sentido originario. La educación liberal es el esfuerzo necesario para fundar una aristocracia dentro de la sociedad de masas democrática” (Strauss, 2007: 25). Naturalmente, el citado disciplinamiento no pudo gratuitamente apelar a estrategias filototalitarias (y cuando esto ocurrió, los resultados fueron aciagos). Por el contrario, fue el viejo rostro progresista del liberalismo el que supo articular un mundo social que requería con urgencia la coordinación colectiva de sus conductas: educación formal, trabajo y ascenso social -bajo un Estado de Derecho- fueron factores estructurantes de un ideario liberal que supo generar durante la segunda posguerra un salto cualitativo sin antecedentes. Estos factores no operaban en el vacío, sino en un horizonte de expectativas caracterizado por la representación de un sujeto connotado por las virtudes teologales del credo burgués: “La complicada psique del burgués se compone de afán de enriquecimiento, espíritu de empresa, actitud burguesa y mentalidad calculadora” (Sombart, 1993: 163). Por supuesto, huelga decir, ese Estado Constitucional liberal pudo superar los debates de entreguerras con el Estado Social, y consecuentemente, integrar jurídica y políticamente una dimensión social relacionada de manera esencial con un tópico decididamente decimonónico: custodiar celosamente que el pulso de la dinámica social esté marcado por el Estado, aun cuando sea él mismo quien decida conceder mayor o menor grado de iniciativa al espontaneísmo de la dýnamis societal (véase Rosanovich: 2023). No obstante, es necesario recordar que este florecimiento del Estado de Derecho coexistió durante la segunda mitad del siglo XX con nacionalismos militaristas y el socialismo real. En 1948, con un optimismo moderado, afirmaba Romero:
“[La Revolución Rusa] interfirió un lento y continuado proceso que se venía desarrollando en el seno de las potencias democráticas y capitalistas de Occidente y que es necesario discriminar con precisión. En efecto, el mundo occidental había permitido el aniquilamiento del régimen feudal por obra de la burguesía, y luego el desarrollo progresivo de esa burguesía desde sus formas primitivas hasta sus formas más evolucionadas, hasta que llegó a la conquista del poder político. En este punto del proceso, producida la revolución industrial, la burguesía advirtió el ascenso del proletariado como clase y adoptó desde ese momento una posición definida […] las etapas de contención y represión son seguidas por etapas de concesión, en todas las cuales se alcanzan metas de las que no se retrocede, sino que se toman, por el contrario, como punto de partida para nuevos análisis de la situación del proletariado” (Romero, 1956: 153).
Al menos en Europa Occidental y en los países que políticamente han intentado participar de su universo de ideas, las últimas décadas han sabido reeditar el “dilema” del liberalismo. En efecto, el colapso de los regímenes de socialismo real, la crisis de la socialdemocracia y del progresismo, permiten hipotetizar acerca de una nueva cuestión social, cuyos contornos no pueden ser acabadamente configurados del modo en que lo fue aquella de hace dos siglos. En efecto, la vigencia y el prestigio del liberalismo se articula, por un lado, en torno a una configuración jurídico-política limitante de los regímenes autoritarios, de la ponderación del principio de legalidad y de la preservación de la esfera individual y de la propiedad privada. En este sentido, el Estado de Derecho tiene una raíz inequívocamente liberal, allende el hecho no menor de que no todas las tradiciones liberales sean homologables entre sí. Por otro lado, el liberalismo también depende de su capacidad para sostener la promesa -estructurante del mundo social y de su horizonte de sentido- del progreso y del ascenso social. Poco tiempo luego de la “marcha sobre Roma”, aún con las masas militarmente movilizadas, Guido de Ruggiero ensayaba una hipótesis afín a la clave de lectura que posteriormente desarrollaría Heller, y nuestro “dilema liberal”:
“La historia nos muestra que, tan pronto como las confrontaciones sociales comienzan a volverse más agresivas, y la democracia y el socialismo se vuelven más amenazantes, la burguesía liberal se endurece en una posición de defensa de los propios intereses particulares y se sirve de la fuerza del Estado, que es la fuerza del conjunto de la comunidad, para bloquear la vía a los adversarios y conservar sus conquistas” (De Ruggiero, 2003: 454).
¿Es posible acaso retomar las vías del “lento y continuado proceso” de progreso, articulado en torno al desarrollo de un Estado constitucional que despliegue un programa igualitarista, mediante una integración de los diferentes círculos societales por vía del mundo del trabajo, la educación y ascenso social? ¿Hasta qué punto este desarrollo societal gozó de consenso en las élites dirigentes, y hasta dónde hubo serias resistencias e impugnaciones a la idea de que el Estado y sus élites podrían conducir material y espiritualmente a la sociedad de masas?
Como hemos visto, en la medida en que las coordenadas de posguerra para diagramar el horizonte ético-político de expectativas remiten fuertemente al universo de sentido del mundo liberal y burgués del siglo XIX, no es infrecuente que reaparezcan, como ha señalado Reinhart Koselleck, “estructuras de repetición”, que ponen en evidencia la vigencia y vitalidad de grandes conflictos encadenados, sin solución. Hoy, nuevamente, aparece en el seno de los debates liberales el serio dilema citado por Romero: ¿puede hipotecar el liberalismo su quintaesencia “progresista”, a los efectos de neutralizar los peligros presentes en la pérdida de posición relativa de determinados actores sociales en la correlación de fuerzas, o por contrario, al neutralizar sus rasgos esenciales y girar hacia posiciones reaccionarias, corre el riesgo aún mayor de desdibujar su lugar protagónico en las comunidades políticas occidentales de los últimos dos siglos?
Es posible formular una respuesta tentativa inspirada en los textos de Romero: en un contexto en el cual la educación, que supo ser otrora un vehículo de ascenso social, se encuentra en crisis -como han señalado Major y Machin (2018)- a causa de la emergencia de fuertes reservas contra este proceso; en un mundo del trabajo en una franca transformación en diferentes direcciones, y en una movilidad social ascendente que en muchos lugares ha rallentizado su velocidad, en otros se ha detenido, y en tantos otros se encuentra en franco retroceso, no parece ciertamente verosímil que la via regia para alcanzar el disciplinamiento de las masas als ob la sociedad burguesa del 800’ pueda cifrarse sin graves problemas en los caracteres tipificados en 1948. Más aún, las siete décadas que nos separan de El ciclo de la revolución contemporánea han contenido elementos francamente incompatibles: de la legitimación de la violencia política a pequeña y gran escala a la codificación internacional de una normativa programática confinada a determinar el derrotero por el cual debería transitar la política y derecho doméstico de los órdenes estatales. Carecemos de una respuesta que, de manera acabada, pueda constituir una forma sustitutiva de aquella que supo articular el mundo de la posguerra. Sin embargo, en la medida en que continuemos determinando nuestro mundo social a partir del Estado Constitucional, es posible grosso modo trazar una hipótesis: el progresismo copresente en los idearios liberales no sólo no es incompatible con el conservadurismo sino que podría decirse exactamente lo contrario: sólo puede ser auténticamente progresista (esto es, reivindicar ciertas ideas medulares en la génesis de la conciencia burguesa, de la modernidad, presentes en la Ilustración y en la Revolución Francesa), si cada una de estas conquistas es custodiada, preservada, conservada por el Derecho (no como un gesto antipopular, sino como una conciencia institucional de que los auténticos progresos se inscriben en temporalidades “lentas y continuadas”, que, al presuponer el conflicto político como dato de la experiencia, necesitan de un entramado social y político lo suficientemente fuerte para poder subsistir y no ser desnaturalizado). De esta manera, progresismo y conservadurismo, en la medida en que sean considerados dentro de los límites del reformismo -Romero habla de la “revolución del consentimiento” o de la “revolución progresiva”- no son sino las dos caras de la misma medalla. De esta manera, en el marco del Estado Constitucional, el dilema del liberalismo se reformula como “reforma” o “revolución”, y consecuentemente empuja fuera de los horizontes institucionales la revolución (violenta): de un lado permanece la revolución que quiere acelerar los tiempos del progreso, tomar el cielo por asalto y eliminar abruptamente los males de la sociedad. En el otro opuesto permanecerá la reacción, como posición coherentemente antimoderna, que busque volver atrás los relojes de la historia, a los efectos de retornar a sociedades premodernas (o incluso precristianas, en la medida en la cual la tesis de la igualdad entre los seres humanos sea identificada en los primeros siglos del cristianismo).
En efecto, el progresismo se encuentra estrechamente ligado a la perfectibilidad humana, condición de posibilidad de su educación. De la misma manera que presuponemos que -al menos donde las comunidades se organizan en torno a Estados con cierta influencia eurooccidental- el ser humano no tiene como propósito solamente cumplir con el acto cotidiano de sobrevivir y realizar ciertas funciones biológicas fundamentales para ello, sino que, por el contrario, aspira a “vivir bien”, para utilizar una fórmula clásica, y con ello participar de las formas de vida sofisticadas que pueden ofrecer las agrupaciones sociopolíticas de nuestro presente.
El componente conservador del progresismo aparece articulado, en el Estado moderno, no con una moral en particular, o con ideas políticas más o menos localistas o cosmopolitas, sino con el Derecho. En efecto, tanto los grandes procesos de toma de decisiones como el arbitrio entre conflictos propios de la moral y de la política encuentran en el derecho aquella instancia dotada de autoridad para, como ha señalado Michael Stolleis, formalizar y consecuentemente “despolitizar” la acción. Por supuesto, esta despolitización nunca niega su génesis política, y su origen debería ser siempre un foco de atención para evitar sacralizar el Derecho. El Derecho es una instancia que puede ofrecer soluciones a los conflictos que tienen lugar en el interior de una comunidad a condición de que nunca sea unilateralmente la primera o única vía para resolver tales diferencias. Cuando las comunidades apelan al derecho para resolver cuestiones triviales, fácil y rápidamente migran los rasgos de conflictividad de tales diferencias al derecho, y con ello, en consecuencia, el intento denodado por influir en la instancia que debería mantenerse al margen de los conflictos sobre los cuales decide: la híperpolitización del derecho es el reverso de la híperjuridificación de la política. Tal condición es esencialmente estatofóbica, la antesala a una impugnación a toda estatalidad misma, y de su posibilidad de arbitrar satisfactoriamente los diferentes conflictos que tienen lugar en el interior de la sociedad civil.
Sin embargo, cuando decisiones políticas inorgánicas se articulan en diferentes estamentos del Estado, configuran tradiciones y prácticas sociales, se positivizan en leyes y se concretizan en fallos judiciales, adquieren un grado virtuoso de formalidad que las diferencian de las meras resoluciones adoptadas circunstancialmente, que carecen de los atributos anteriormente mencionados. Si la sociedad de masas no ha realizado la agorera profecía de la anarquía no ha sido gracias a la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero; sino gracias a que el Estado y el Derecho han actuado como una instancia diferencial y constitutiva de las dinámicas capitalistas de la sociedad civil, y no como un mero primus inter pares o como una corporación entre otras alternativas.
Como señala Romero: “El capitalismo occidental, en cuanto producto de una cultura de sólidos fundamentos, carece del vigor necesario para negar, en derecho, la legitimidad del ascenso de determinados grupos sociales, contradiciendo todos los principios que están en su base” (Romero, 1956: 155). Naturalmente, nunca faltarán aquellos a quienes no les preocupe demasiado contradecir esta cita. Empero, en la medida en que el capitalismo se apoye en la mentada conciencia burguesa y en el armazón liberal que hunde sus raíces en el ideario de 1789, deberá consagrar un grado no menor de atención a la preservación de determinados bienes civilizatorios: “la significación eminente de la vida humana, la necesidad de la libertad del individuo y la obligación de defender su dignidad” (Romero, 1956: 166).
Lorenz von Stein (2016) ha señalado que podemos hablar del futuro a condición de que no nos refiramos a acontecimientos singulares (carecemos de la capacidad de prognosis de lo particular), sino a procesos que se encuentran imbricados en estructuras concurrentes. En sus últimos años, Koselleck ha teorizado este fenómeno en torno a la noción de estructuras de repetición, fórmula que no cesa de producir incomodidad en el campo historiográfico. Hay buenas razones para afirmar que el dilema del liberalismo en torno a 1848 no es ciertamente el mismo en 1948, ya que no solamente las tradiciones liberales han sufrido profundas modificaciones en lo doctrinario y lo político, sino que la crisis del mundo burgués abierta hacia 1914 ha dado lugar a una sociedad de masas que, al menos hacia 1948, aún era portadora de numerosos interrogantes en lo relativo a su capacidad de organización jurídico-política. Sin embargo, subrayando la idea de “ciclo” presente en el título del citado libro podemos advertir que, aun cuando existan notorias diferencias que nunca podrían pasar desapercibidas, gran parte de las comunidades políticas occidentales conservan al progreso, a la técnica y al ascenso social como santo y seña de su ingreso a las mismas. Incluso podría decirse que la democracia de masas no ha hecho sino enfatizar estas coordenadas como marco social, político y jurídico en el cual tienen lugar las comunidades políticas. En este sentido, sin caer en anacronismos es posible reformular el citado “dilema” con el vocabulario y las precisiones del siglo XX, pero con una salvedad. En la medida en que gran parte de las atrocidades que tuvieron lugar entre 1914 y 1945 fueron realizadas en nombre del antiliberalismo, era ciertamente plausible que los órdenes jurídico-políticos ulteriores tuvieran una dosis no desdeñable de un ideario liberal genérico, por así decir (ponderación del individuo, de ciertas libertades civiles y políticas, arquitectura de gobierno con check & balances). La integración de una dimensión social en el Estado de Derecho (v. g. Alemania Occidental y Francia) favoreció la así llamada “revolución progresiva”, la reconstrucción de las naciones intervinientes en el conflicto, y consecuentemente, permitió postergar el “dilema”. Sería errado atribuir esta postergación al “crecimiento económico”, ya que los idearios liberales siempre fueron mucho más ambiciosos. En efecto, como señalamos, puede afirmarse que la educación formal, el trabajo y el ascenso social supieron estructurar un horizonte de expectativas para actores sociales que constantemente recibieron la invitación de articular sus demandas y deseos por propuestas antitéticas a las ideas liberales.
V.
Como suele ocurrir con los grandes textos y autores, sus ideas son portadoras de rasgos que escapan al contexto y que atesoran una clave interpretativa valiosísima para comprender la realidad. En estos dos siglos ha habido liberalismos progresistas y antiprogresistas, laicos y religiosos, militaristas y antimilitaristas, estatistas y antiestatistas, monárquicos y democráticos. Sin lugar a dudas, los liberalismos han sido actores protagónicos de las comunidades políticas occidentales y aun cuando dejaran de serlo en un futuro cercano, su huella persistiría en función de las transformaciones operadas en nuestro mundo social, político y doctrinario. Las reflexiones de Romero no carecen de vigencia, y paradójicamente, podría decirse que exhiben más actualidad que en su propio tiempo. Las coordenadas en las que se mueve nuestro horizonte político no sólo no han abandonado los rasgos estructurantes del mundo burgués que, definitivamente, entró en crisis con la Primera Guerra Mundial, sino que persiste en el pathos del disciplinamiento de las masas. Aun cuando el calendario diga lo contrario, hay un estrato de sentido fuertemente decimonónico que no sólo no nos ha abandonado, sino que todavía persiste en la configuración horizóntica de nuestro mundo social y político.
Notas
1 Al referirse a la crisis de representación en Inglaterra, reclamando una reforma en el derecho electoral, afirmaba: “Si, no obstante, el proyecto debiera, más aún por su principio que por sus disposiciones, abrir a los principios enfrentados al sistema hasta ahora vigente el camino al Parlamento, y con ello al centro del poder gubernativo, de modo que, con más significado del que pudieron recabar los reformadores radicales habidos hasta la fecha, pudieran allí mismo entrar en escena, la lucha amenazaría con hacerse tanto más peligrosa por cuanto entre los intereses de los privilegios positivos y las exigencias de la libertad más real no habría ningún poder superior mediador para contenerlos y confrontarlos, a causa de que aquí el elemento monárquico carece del poder por el que otros Estados pudieron agradecerle el tránsito de la legislación anterior fundada solo en derechos positivos a una basada en los principios de la libertad real; transito, por cierto, mantenido libre de conmoción, violencia y robo. El otro poder sería el pueblo; y una oposición construida sobre un fundamento ajeno hasta ahora a la composición del Parlamento, que no se sintiera en el Parlamento a la altura del partido enfrentado, podría ser seducida a buscar en el pueblo sus fuerzas y, entonces, a suscitar, en vez de una reforma, una revolución”. (Hegel, 1971: 129). A menos que se aclare lo contrario, las traducciones son nuestras.
2 Es el recorrido de Juan Donoso Cortés, quien milita en las filas liberales durante los años treinta, y en la década posterior luego migra hacia el ultramontanismo, cuando logre radicalizar las oposiciones del mundo sociopolítico en términos ciertamente irreductibles. En su famoso Discuso sobre la Dictadura, de 1849, afirmaba: “Así, señores, la cuestión, como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es ésta y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa. Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba; yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable; yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble” (Donoso Cortés, 1854: 274).
3 Como ha señalado Panagiotis Kondylis, es también preciso tener presente que: “La burguesía fue la primera clase en la historia, que vinculó la propia pretensión de dominación con la reivindicación fundamental de apertura de la sociedad y del desarrollo libre de las fuerzas que competiría consigno misma. La aparente paradoja radica, pues, en que la dominación burguesa sólo podía tener lugar en el marco de una sociedad económica, social e ideológicamente pluralista” (Kondylis, 2010: 51).
4 En palabras del filósofo italiano: “…cuando al liberismo económico le fue conferido el valor de una ley social […] de legítimo principio económico se convirtió entonces en una teoría ética ilegítima, en una moral hedonística y utilitaria para la cual el bien consiste en la máxima satisfacción de los deseos en cuanto tales, y necesariamente, bajo esa expresión de apariencia cuantitativa, la satisfacción del capricho individual o de la sociedad, entendida como conjunto y término medio de individuos” (Croce, 1973: 263).
5 Sobre este punto, nos permitimos remitirnos a Rosanovich (2018).
6 El 5 de diciembre de 1914, denunciando a la prensa liberal belicista, afirmaba Karl Kraus en Die Fackel: “El sometimiento de la humanidad a la economía sólo le ha dejado la libertad de la enemistad, y así como el progreso le afiló las armas, creó para ella la más mortífera de todas las armas […] la prensa […] Durante décadas de ejercitación ha llevado la humanidad exactamente al grado de carencia de fantasía que hace que le resulte posible una guerra de exterminio contra sí misma. Puesto que gracias a la desmedida celeridad de sus aparatos le ha ahorrado toda capacidad para la vivencia y el desarrollo espiritual propio de ésta, puede implantarle el necesario valor para morir, un valor con el que la humanidad se precipita” (Kraus, 2009: 43-45).
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