Dos capítulos para una Historia de América. c. 1950

Presentación

Luis Alberto Romero

En 1950 la Editorial Losada le encargó a José Luis Romero la dirección de una obra colectiva sobre Historia de América. Romero solicitó colaboraciones a numerosos especialistas de América Latina y de Europa; entre estos, a Fernand Braudel e Ives Renouard, que enviaron sus textos. La mayoría de los invitados demoró la entrega y muchos desistieron al cabo de un tiempo. El proyecto fue languideciendo y finalmente hacia 1954 fue abandonado por Losada.

Romero escribió hacia 1950 dos capítulos, referidos a la historia de España y los reinos ibéricos, en la primera mitad del siglo XVI y en el siglo XVIII, titulados respectivamente Los reinos ibéricos en la época del Descubrimiento y los primeros tiempos de la Conquista y La vida europea y sus proyecciones en América (1700-1810). La estructura de estos textos es similar a la empleada en La Edad Media (1949): un desarrollo muy preciso de la historia política del período y una presentación más general de las ideas y los cambios sociales.

Se han conservado copias carbónicas de una versión inicial, con tachaduras a máquina durante la escritura y con errores menores, corregidos en esta edición.

Los reinos ibéricos en la época del Descubrimiento y los primeros tiempos de la Conquista.

La muerte del rey Enrique IV significó para Castilla la iniciación de un período de características muy diversas al que le precedió, al tiempo que nuevas circunstancias imprimían también su sello diferenciador en las otras monarquías de la península. A la antigua anarquía sucedió en Castilla una era de acentuado centralismo, gracias al cual se solucionaron algunos problemas fundamentales y de antigua data en el reino, al tiempo que nuevas ambiciones desencadenaban el afortunado descubrimiento de nuevas e inmensas tierras, destinadas a producir sensibles cambios en la fisonomía de la nación descubridora, de sus vecinas y aun de toda la Europa occidental. Era singular, la de los Reyes Católicos constituye para Castilla, a finalizar la Edad Media, acaso el más brillante de sus períodos.

Entre los hechos que lo ilustran, que fueron abundantes, el descubrimiento de América posee una significación particular. Y aunque se tardó algún tiempo en percibirlo, sus consecuencias fueron transcendentales a corto plazo.

I. Los reinos ibéricos en vísperas del Descubrimiento

Ciertamente, Castilla estaba orientada de antiguo hacia una política continental y fue un poco azaroso que resultara ser la nación descubridora. En realidad, si los Reyes Católicos aceptaron finalmente, tras largas reticencias, las ambiciosas y enigmáticas proposiciones de Cristóbal Colón, hay que buscar las causas de su decisión, principalmente, en la emulación sustentada por las exploraciones de los portugueses y la explotación iniciada por ellos en sus nuevas tierras. Sólo ese estímulo pudo arrancar a los Reyes Católicos de una política de la que deliberadamente no habían querido apartarse hasta poco antes, como parece probarlo el hecho de que en el tratado de Alcazobas de 1479, que pone fin a la guerra dinástica luso-castellana, dieran los Reyes Católicos al monarca portugués los derechos a la exploración africana.

Esa emulación se justificaba plenamente, por cierto, en 1492. Desentendido Portugal del problema de la reconquista desde hacía tiempo, por carecer de fronteras con los musulmanes en su territorio metropolitano, sus posibilidades políticas y económicas estaban radicadas ahora en el mar. Del otro lado del mar estaba su mejor aliada, Inglaterra, que desde el acceso de los Trastámara al trono castellano – y especialmente después de la batalla de Aljubarrota – había estrechado sus relaciones con él por sucesivo tratados y alianzas matrimoniales. Y del otro lado del mar estaba un mundo inexplorado, lleno de promesas, parte del cual estaba bajo la autoridad de musulmanes que no sólo ocultaban inimaginables riquezas sino que, además dificultaban el tráfico mediterráneo desde sus bases de operaciones piratescas. El África, así como las tierras que se suponía vagamente que existían hacia el oeste de sus costas, se enriquecían en la imaginación de los portugueses en virtud del misterio que las ornaban, y tentaban a quienes, bloqueados en su desarrollo por un fuerte reino rival, se comunicaban con el resto del continente sólo a través de las rutas que cruzaban el país, hostil y fraterno a un tiempo, de Castilla. Aljubarrota fue la señal de que toda política de unión quedaba definitivamente imposibilitada, y la casa de Avís lanzó a Portugal decididamente hacia una política trasmarina, destinada por cierto a lograr extraordinarios resultados.

Ya en época de Juan I (1383-1433), comenzó Portugal a buscar una mayor libertad de movimiento mediante la conquista de bases en la costa africana, que robustecieran su posición en detrimento de los piratas berberiscos. La conquista de Ceuta en 1415 fue, en este sentido, un paso importantísimo que estimuló a los portugueses a proseguir en su empeño. Largos esfuerzos – debemos tenerlo presente- se habían hecho ya antes de esa fecha encaminados a ampliar el área de influencia hacia el occidente; marinos genoveses habían recorrido las costas occidentales del África y habían llegado hasta las Canarias, las Azores y las Madera, islas que figuran ya en un mapa italiano en 1351; y un mallorquín – Jac Ferrer- había intentado alcanzar en África la costa de Río de Oro, en tanto que la corona castellana había tomado posesión de las Canarias en 1345. Pero no habían sido sino esfuerzos esporádicos; los portugueses, en cambio, se propusieron la exploración metódica de todo el litoral africano y de las islas adyacentes, especialmente a partir de la época en que tomó la dirección de esas operaciones el infante don Enrique, hijo de Juan I, durante los reinados de su padre y de su hermano el rey Duarte (1433-1438).

Don Enrique, a quien se conoce con el apelativo de “el Navegante”, tenía ascendencia inglesa pues su padre se había casado con Felipa de Lancaster; apasionado por los estudios náuticos, organizó la llamada Escuela de Sagres donde compiló, con la ayuda de navegantes y geógrafos tanto portugueses como musulmanes de Marruecos, toda suerte de noticias para esclarecer la verdad acerca de las tradiciones que conservaban los geógrafos de la Antigüedad. Con ellas preparó mapas y organizó cuidadosos planes de exploración que llevaron a cabo luego arriesgados navegantes, detenidos largo tiempo, con todo, por los prejuicios que dominaban acerca de la naturaleza de los mares más allá del cabo Bojador. En 1418 dos caballeros que debían recorrer la costa africana fueron desviados por las tempestades hacia el oeste y hallaron la isla de Puerto Santo, cerca de la de Madera; allí volvieron al año siguiente, esta vez para tomar posesión de la isla. Bartolomé Perestrello se quedó en ella y, por orden de don Enrique, fueron incendiados los bosques que la poblaban para plantar en ella caña de azúcar con ejemplares traídos de Sicilia. Esta resolución aclara notablemente los planes portugueses.

Más tarde se exploraron las Azores y, en 1434, llegó por fin Gil de Eanes hasta el cabo Bojador, atreviéndose a traspasarlo treinta leguas, para repetir su empresa al año siguiente prolongando su itinerario hasta la costa de Río de Oro; así se la llamó más tarde, en 1442, cuando los indígenas trajeron a otro navegante, Antonio González, polvo de oro que se recogía en las proximidades.

Para entonces, el rey Alfonso V (1438-1481) estimuló el reconocimiento y la explotación de las regiones halladas. Nuno Tristán alcanzó al cabo Blanco en 1443, y ya al año siguiente se constituyó la primera compañía para explotar las riquezas de la región, consistentes principalmente en oro y esclavos. El éxito que obtuvo la empresa estimuló la organización de nuevos viajes. Nuno Tristán descubrió el cabo Verde en 1446 luego de haber recorrido las bocas del río Senegal, y diez años más tarde unos marinos italianos al servicio de don Enrique reconocieron las islas de Cabo Verde. Se estaba ya en el límite de la Guinea, pero la muerte de don Enrique interrumpió las exploraciones, que solamente se reanudaron en 1471.

Ese año Alfonso V emprendió la guerra contra los marroquíes y logró apoderarse de Alcácer-Ceguer y más tarde de Arzila y Tánger. Estas conquistas, que le valieron el dictado de “el Africano”, fueron la señal para la reanudación de las expediciones marítimas, que se extendieron hasta la Guinea por obra de Joao de Santarem y Pedro de Escalona. Allí se vieron surgir nuevas y maravillosas posibilidades de enriquecimiento, pero, tras haber alcanzado la tan temida zona ecuatorial, volvió a interrumpirse para reanudarse en 1484, fecha en que se llegó hasta el cabo Santa Catalina; poco después, en 1486, conseguía alcanzar el cabo de Buena Esperanza, abriéndose así para Portugal una nueva ruta cuya trascendencia se advertía a través de los resultados inmediatos y de las casi inimaginables perspectivas.

Este proceso de engrandecimiento de Portugal – precisamente a tono con las exigencias de la época – alcanzaba una significación que no podía ocultarse a un monarca aragonés, e indujo seguramente a los Reyes Católicos a aceptar las proposiciones de Cristóbal Colón, que solicitaba ahora -como antes de Portugal- “naves y las cosas pertenecientes a la navegación con las cuales la religión cristiana podría fácilmente aumentarse, y obtenerse inaudita abundancia de margaritas, aromas y oro”, como señala con expresión directa y desprejuiciada Pedro Mártir de Anglería al comenzar sus Décadas del Nuevo Mundo. Esas dos diferentes preocupaciones explican la naturaleza de la empresa –confirmada en la posterior conducta del descubridor y de los reyes- y explican la peculiar situación de ánimo que predominaba por entonces en los reinos ibéricos, movidos a un tiempo por ciertas convicciones religiosas profundas y por nuevos estímulos provenientes de la situación que desde hacía ya dos siglos comenzaban a prevalecer en Europa. Precisamente, los reunían en sus manos los Reyes Católicos, que estaban ahora en la etapa de franquear la valla que antes los había contenido en su desarrollo hacia esos nuevos fines.

Efectivamente, si la emulación con Portugal puede considerarse como la principal causa que movió a los Reyes Católicos a aceptar las proposiciones de Colón, diversas circunstancias fueron las que ahora, en 1492, hicieron posible que se adoptara esa decisión, antes desdeñada.

En primer lugar debe señalarse el hecho de que pudiera considerarse definitivamente consumada la unidad de casi toda España mediante la unión de Aragón y Castilla, la conquista del reino musulmán de Granada y la preponderancia sobre Navarra, frente a la cual la política de Fernando, en cuanto rey de Aragón, no podía ser sino la que había seguido su padre y que llevó hasta tan lejos. Ese hecho ponía a los Reyes Católicos en una situación comparable a la de los más poderosos de la época, tanto por la extensión de sus dominios como por sus recursos, y como en los demás monarcas, planteaban a los de Castilla y Aragón el problema de una posible expansión, que corresponde a la tónica económico política de la época. Y así como Portugal, con menos posibilidades, la buscaba en el mar y Francia procuraba hacerla efectiva en Italia, los Reyes Católicos comenzaron a buscarla ahora en tierras desconocidas como más tarde en las muy familiares del reino de Nápoles.

Por lo demás, gozaban ahora los reinos de Aragón y Castilla de una paz de que no había memoria en su historia inmediatamente anterior. Ambos monarcas ejercían su autoridad libres de conflictos dinásticos, tras una larga época de convulsiones, que llegaba hasta los primeros tiempos de su reinado. En efecto, Aragón habíase visto turbado, durante el largo reinado de Juan II (1458-1479), por largas y terribles contiendas familiares y políticas. El decidido propósito de Juan II de aprovechar su matrimonio con Blanca de Navarra para asentar allí su autoridad chocó con la previsora política de Carlos III que quiso hacer del hijo de ese matrimonio – Carlos, príncipe de Viana- un monarca apegado a la independencia local. De esa actitud, prolongada en las disposiciones del testamento de la reina, derivaron múltiples dificultades que concluyeron en una lucha abierta entre padre e hijo, que suscitó a su vez nuevas y terribles dificultades a Juan II después de que heredó el trono aragonés al morir Alfonso V. Desposeído el príncipe del trono de Navarra, fue reconocido lugarteniente de Cataluña cuando esta región se sublevó contra el rey en un movimiento que sobrepasó los límites del pleito dinástico y se prolongó mucho tiempo después de morir el príncipe en 1461, pues apenas pudo ser sofocado en 1472. Durante ese último período diversos príncipes, empezando por Enrique IV de Castilla, recibieron la dignidad que la muerte del príncipe de Viana había dejado vacante, en su intento de sustraer definitivamente a Cataluña a la autoridad del rey aragonés, que por su parte se mantuvo firme en la defensa de sus derechos. Y a este largo período de inquietud fue al que siguió en Aragón el reinado de Fernando II, que por su alianza matrimonial y por sus dotes políticas pudo restaurar la autoridad real y desarrollar notablemente las posibilidades que encerraba el reino.

Un final semejante significó el reinado de Isabel I en Castilla, a partir del momento en que se pone fin a la lucha con Portugal y los partidarios de Juana la Beltraneja. El reinado de Enrique IV, que Fernando del Pulgar caracteriza con tanta exactitud en su Letra XXV al obispo de Coria (“No hay más Castilla; si no, más guerra auría…”), explicaba la melancólica desesperanza de los castellanos, que tantos testimonios nos ha dejado, acerca de infausto destino del país. Para agravar las dificultades – o acaso como corolario de ellas- surgió durante el reinado de Enrique IV un conflicto por la sucesión de la corona, promovido en buena parte por las rivalidades de la nobleza. Cuestionaron algunos la legitimidad de la hija del rey, la princesa Juana, a la que dieron el mote ofensivo de Beltraneja por suponerla hija del privado del rey, Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, y en cierto instante llegaron a deponer al rey en efigie, proclamando en su lugar a su hermano don Alfonso. Pero el rey logró superar esas dificultades y dos años más tarde, en 1467, derrotó a los nobles rebeldes en Olmedo. Cuando al año siguiente murió el infante don Alfonso, la nobleza exigió que se reconociera por heredera a la hermana del rey, Isabel, con perjuicio de la infanta Juana, a lo que accedió el rey; su conformidad quedó establecida en el tratado de Los Toros de Guisando (1468), en el que sólo se exigía que la princesa Isabel no contrajera matrimonio sin autorización del rey.

Se ocultaba bajo esta cláusula el viejo problema de las alianzas de Castilla, pues había partidarios de un matrimonio portugués y partidarios de una alianza con la casa de Aragón. Si quizá el rey se inclinaba hacia Portugal, Isabel optó por la opinión de quienes le aconsejaban que contrajera matrimonio con el heredero de Aragón, Fernando, con quien se desposó secretamente en 1469. La noticia del hecho consumado desató las iras del rey, que anuló lo convenido en Los Toros de Guisando; pero andando el tiempo, la presión de una parte de la nobleza y sobre todo de fuertes sectores de la burguesía obligó poco a poco a ceder a quienes se empeñaban en oponerse a los consortes, y los derechos de Isabel fueron rehabilitados en 1473, poco antes de que muriera Enrique IV.

Cuando ello ocurrió, en 1474, Isabel fue jurada reina en Segovia, y se ajustaron – no sin algunas dificultades, por cierto- las condiciones en que debía participar de la autoridad real de Castilla su marido, futuro rey de Aragón. Pero no todos aceptaron el hecho consumado. Algunos nobles, encabezados por el marqués de Villena y por el arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo, se propusieron defender los derechos de la infanta Juana y buscaron apoyo en Portugal, a cuyo rey, Alfonso V, encontraron dispuesto a contraer matrimonio con la pretendiente al trono castellano y a reivindicar éste para sí. La guerra comenzó muy pronto y se prolongó con diversas alternativas hasta 1479. Portugal trató de lograr el apoyo de Francia, sin conseguir ayuda eficaz, en tanto que los Reyes Católicos consiguieron finalmente atraerse al rey Luis XI con el objeto de neutralizarlo; de modo que, reducidos los enemigos a sus propias fuerzas, obtuvieron los Reyes Católicos la victoria final después de vencer a Alfonso V en la batalla de Albuera, firmándose el tratado de paz de Alcazobas por el que el monarca portugués renunciaba a sus pretensiones sobre Castilla y los Reyes Católicos le reconocían el derecho a proseguir sus exploraciones en territorio africano (1479). Sin duda no preocupaba por entonces a los reyes de Castilla y Aragón la expansión ultramarina, que hubiera sido sin duda prematura a causa de los problemas que tenían que afrontar dentro del reino.

La solución de esos problemas interiores fue, en efecto, la circunstancia que permitió que, entonces, una vez lograda, se aceptarán las proposiciones de Cristóbal Colón. Pero llegar a esas soluciones no fue la obra de un día, pues los problemas eran antiguos y habíanse agravado sensiblemente durante el reinado de Enrique IV. Su debilidad frente a la nobleza había permitido que los grandes señores se sintieran  omnipotentes y se procuraran por todos los medios mercedes y beneficios sin cuento que habían ido empobreciendo notablemente el patrimonio real; y, naturalmente, la anarquía se apoderaba del país como consecuencia de las rivalidades feudales y de la debilidad de la justicia real, de modo que se tornaba imprescindible una política enérgica que devolviera a la corona la autoridad y los bienes que había perdido. Fue la que adoptaron los Reyes Católicos. En 1476 – en plena guerra con Portugal- reorganizaron la Santa Hermandad y gracias a su acción enérgica se pudo reprimir la profunda inquietud que reinaba, sobre todo, en las regiones rurales. Ese mismo año hizo crisis el viejo pleito que algunos poderosos señores tenían por el maestrazgo de Santiago, al producirse la muerte – “en la su villa de Ocaña”- del maestro don Rodrigo Manrique, circunstancia que aprovecharon los Reyes Católicos para exigir que aquella dignidad pasara a manos del rey o de quien mereciera su plena confianza. A partir de entonces la autoridad de las órdenes militares pasó poco a poco a la corona, con lo que la nobleza sufrió un rudo golpe. Y en 1480, mediante la “reforma de juros y mercedes”, se ajustaron las donaciones y beneficios que los grandes feudales habían obtenido en los últimos tiempos.

Pero no solamente por estas vías trataron los reyes de reducir el poder de los grandes, sino también por medio de una acción más directa. A quienes, aprovechando la guerra dinástica, se habían separado de su obediencia, los persiguieron con las armas en la mano hasta arrebatarles a unos las ciudades y castillos donde se habían hecho fuerte sin ahorrar violencias, como en el caso de los nobles gallegos y andaluces. Y al mismo tiempo procuraron disminuir su influencia apartándolos de las funciones políticas y administrativas, para las cuales empezaron los reyes a preferir abiertamente a los juristas, provenientes casi siempre de la burguesía, a los que se dio entrada en el consejo real.

Paralelamente, se procuró contener la tendencia autonómica de las ciudades mediante el nombramiento de corregidores que representaban la autoridad real en el seno de los concejos. Y en el plano de las creencias religiosas una severa política de represión de las religiones no católicas – y del judaísmo especialmente- se inauguró por entonces, movida por el mismo afán de asegurar la unidad del reino en lo espiritual, sin que deban descartarse, por cierto, otras motivaciones terrenales. Para ese fin, el papa Sixto IV autorizó a los Reyes Católicos – en 1478, y atendiendo a su solicitud- a que establecieran la Inquisición en Castilla.

La bula fue puesta en vigor en 1480 y muy pronto comenzaron los juicios en Sevilla, donde se realizó el primer auto de fe en 1481. Como los inquisidores eran designados por los reyes, la institución resultó un arma poderosísima en todos los órdenes, inclusive el político, de modo que Fernando el Católico quiso implantarla también en Aragón. Después de resistir algún tiempo, cedió el papa en 1484, y Torquemada, que había sido designado inquisidor de Castilla, extendió sus funciones a Aragón, donde por cierto halló la institución una resistencia general. Fernando hizo sentir todo el peso de su autoridad frente a esa resistencia, y aunque se produjeron graves disturbios – entre ellos el asesinato del inquisidor de Zaragoza Pedro Arbués d´Epila- poco a poco logró la corona arraigar la inquisición, que por lo demás contribuyó en buena medida a abatir a la nobleza, casi todas cuyas familias estaban emparentadas con marranos o judíos conversos. De ese modo, la autoridad real quedó afirmada en ambos reinos y sostenida por poderosos instrumentos de represión, aunque en este último aspecto conviene tener presente la conmoción económica que produjo el alterar la situación de ciertas capas sociales que tenían en sus manos algunas actividades fundamentales para la vida del país.

Pero aun completada esta obra de afirmación de la autoridad regia, hubieran estado imposibilitados los Reyes Católicos de distraer sus fuerzas en una empresa como la que Colón proponía, por prevalecer en la corte la convicción de que era urgente la conclusión de la Reconquista. Cuando Colón somete sus proyectos a los Reyes Católicos por primera vez, es fray Hernando de Talavera, prior del monasterio del Prado y confesor de la reina, quien, sin desdeñar la idea, se mostró decidido a retardarlo por considerar que nada debía distraer a la corte de su principal objetivo que era la reducción del reino musulmán de Granada. Pero finalmente se alcanzó también ese objetivo que era de los que, una vez cumplidos, debían permitir la adopción del plan de Cristóbal Colón.

Su logro no fue fácil. La guerra entre Castilla y el reino granadino constituía un estado permanente que tenía altibajos según las circunstancias. Descuidada durante el reinado de Enrique IV, la mantuvieron en estado latente los Reyes Católicos durante los primeros años de su gobierno debido a la guerra con Portugal y a las luchas con la nobleza. Algunos de sus miembros, precisamente, buscaron, según un antiguo hábito, el apoyo del emir de Granada Muley Abulhasán; otros, en cambio, lo hostilizaron, como el marqués de Cádiz, que recorría las tierras de Ronda a fines de 1481. Para responder a esas provocaciones dispuso el emir apoderarse de Zahara a fines de ese año, hecho que decidió a los Reyes Católicos a organizar la guerra contra el reino granadino hasta concluirla.

La mayor responsabilidad de la campaña debía corresponder a Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, que por la vecindad de sus posesiones y su larga experiencia podía aceptarla; de modo que, obedeciendo la orden del rey, comenzó por dirigirse contra Alhama, plaza que tomó en 1482. Allí se libraron luego violentos combates entre las fuerzas del emir, que acudió a sitiar la nueva posición cristiana, y las de los Reyes Católicos, que vinieron en auxilio de los sitiados; pero finalmente cedió el emir, en cuya retaguardia habíanse producido algunos hechos graves. En efecto, una revolución había entregado el poder en Granada a su hijo Boabdil, a causa de lo cual Abulhasán se vió obligado a refugiarse en Málaga junto a su hermano llamado el Zagal, con lo cual el reino granadino quedó dividido entre quienes obedecían a uno u otro.

Al principio no se notó que esta división trajera consigo un debilitamiento de los moros. Por el contrario, Abulhasán y el Zagal derrotaron al año siguiente a los castellanos en Ajarquía; en cambio Boabdil, que intentó a su vez lanzarse contra ellos, fue derrotado por Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra, frente a la ciudad de Lucena donde cayó prisionero, con lo cual los partidarios de Abulhasán lograron restaurarlo en el trono granadino. Ese mismo año (1483), el marqués de Cádiz reconquistaba Zahara.

A partir de ese momento, Fernando el Católico empezó a insinuarse en el pleito interior del reino de Granada con notoria habilidad y comenzó a atraerse a Boabdil contra su padre. El prisionero accedió en Córdoba a transformarse en vasallo de los Reyes Católicos a cambio de la ayuda que éstos le prestarían para combatir a Abulhasán, de modo que se inició en Granada una nueva era de inquietud interna en la que se opuso ahora a padre e hijo un tercer aspirante al trono: el Zagal, que consiguió finalmente la abdicación de Abulhasán y pactó con Boabdil (1485).

Entretanto, los cristianos habían conseguido apoderarse ese mismo año de Ronda y ocuparon al año siguiente la plaza de Loja, pese a los esfuerzos de Boabdil, que hizo en aquella ocasión caso omiso de los pactos que tenía concertados con los Reyes Católicos. Pero tras la derrota se vio obligado a renovarlos y se comprometió a combatir al Zagal. En los tres años subsiguientes tomaron los cristianos Vélez Málaga, Málaga, Baza, Guadix y Almería, en tanto que Boabdil, siempre ayudado por los cristianos, se apoderaba de Granada. Allí se resolvieron los Reyes Católicos a darle la batalla definitiva cuando Boabdil volvió a abandonar los pactos que tenía con ellos, y en 1491 comenzó el sitio de la ciudad, frente a la cual, tras algunos combates, decidieron fundar la ciudad de Santa Fe para sede de sus huestes. Nuevas negociaciones emprendieron los Reyes Católicos mientras se combatía en diversos lugares, para desunir a sus adversarios. El éxito de sus gestiones diplomáticas fue completo, y finalmente Boabdil convino en entregar la plaza de Granada, en la que entraron los cristianos en enero de 1492. La Reconquista estaba terminada.

Para esta época, una mutación de considerable importancia en el plano espiritual se había producido en los reinos ibéricos y especialmente en Castilla. Allí había provocado una profunda desazón el espectáculo de la decadencia política y moral que caracterizara al reinado de Enrique IV, de la que son testimonios las coplas satíricas que surgieron por entonces – como las del Provincial y las de Mingo Revulgo-, sí como los comentarios que compuso a estas últimas Fernando del Pulgar y algunas de sus Letras, tan reveladoras y clarividentes. Castilla soñaba entonces con la posibilidad remota de una regeneración de la vida del reino, y su melancolía era tal que Jorge Manrique podía, en las Coplas a la muerte de su padre, recordar con nostalgia los tiempos del rey Juan II, tan poco dignos de ella. De modo que, al llegar al trono los Reyes Católicos y al advertirse la energía con que empuñaban las riendas del gobierno, todos aquellos que no se sentían particularmente amenazados o doloridos por sus medidas celebraron el renacimiento político y moral que parecía adivinarse ya en los primeros tiempos que siguieron a la muerte de Enrique IV.

El propio Fernando del Pulgar testimonia este sentimiento de rehabilitación que anida en los espíritus más preocupados por la vida pública, cuando escribe su Crónica de los Reyes Católicos, y lo comparten los otros cronistas de la época, como Andrés Bernáldez y Diego de Valera, y los moralistas. Todos ellos estaban tocados ya por la influencia de los autores antiguos que habían comenzado a leerse y traducirse, de lo que da buena prueba Pulgar cuando declara que quiere hacer la historia al estilo de Tito Livio; era, en efecto, una época de entusiasmo por el saber, estimulado por la boga de que gozaban los autores latinos, especialmente en Italia, desde donde había llegado a España especialmente a través del reino de Nápoles, regido por dinastía aragonesa. De allí pasaron a Castilla humanistas distinguidos como Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir de Anglería y los Geraldini, cuya influencia se irradió desde allí transmutándose en novedosas corrientes de pensamiento que arraigaron en pensadores tan sutiles como el filósofo Fernando de Córdoba. Para este vasto desarrollo del saber habría de ser eficacísimo instrumento de difusión la imprenta, introducida en España en 1474, así como también sería un importante centro la Universidad de Alcalá, que fundó al comenzar el siglo XVI el cardenal Cisneros.

En este renovado alborozo, en esta despertada confianza en el destino de la patria, desempeñó muy buena parte la masa popular, confiada en los Reyes Católicos y adherida a su política. Hubo por entonces también un recrudecimiento del prestigio de lo popular, y el romancero cobró nuevo brío alrededor de los viejos temas propios de la antigua épica así como también de los temas nuevos que proporcionaba ahora la reconquista de Granada. Tan frescos y vigorosos como los del Cid o de Bernardo del Carpio, los romances fronterizos poseen además el encanto de revelar una curiosa simpatía por aquel pueblo desgraciado que perdía su hermosa patria unida al profundo orgullo que provocaba su conquista por los cristianos. Y en su factura, se adivina el genio poético que se expresa ahora a través de la sustancia popular, sin aquella aversión que las generaciones anteriores habían manifestado por ella por suponerla desprovista de las posibilidades necesarias para desarrollar la poesía exquisita de las minorías cultas.

Poeta culto y de raigambre popular sería el más grande acaso de los de la época, Juan del Encina, preceptor del infante don Juan, autor de églogas de curiosa fisonomía -en una de las cuales, como en la Celestina y en la Cárcel de Amor, asistimos a un suicidio, como si quisiera probarnos que nos hallamos ya en otra era- y de numerosas canciones muchas de ellas acompañadas de música, pues era diestro compositor como lo fueron por la misma época aproximadamente Juan de Anchieta y Francisco Peñalosa. Y de raigambre popular es la más vigorosa creación literaria de la época, La Celestina, que compuso según parece Fernando de Rojas, espejo de ese realismo desencantado y salpicado de angustia metafísica que empieza a reflejar la crisis del orden medieval.

Desencanto y angustia por el sino del hombre en un mundo que empieza a parecer incomprensible, sin duda; pero paliados en parte por el descubrimiento del vigor que en el mundo de las realidades posee la colectividad nacional, tal como la representan los Reyes Católicos. Acaso la respuesta a esta doble y contradictoria solicitación sea allí, como en todas partes por entonces, cierta evasión de los problemas fundamentales; mientras solo algunos – Pedro de Osma, por ejemplo – se aventuran por peligrosos senderos que conducen al planteo de las cuestiones últimas, los más, acuciados por la peligrosa vigilancia de la Inquisición, prefieren acogerse a la ortodoxia y desentenderse de la punzante duda. Queda expedito el camino de todo aquello que no implica una toma de posición, el mero esteticismo, el goce de lo ornamental y a veces de lo puramente decorativo: en el ejercicio poético, en el juego filosófico, en la delectación plástica. En esta sobre todo es visible. El gótico florido y el mudéjar coinciden en una exaltación de la suntuosidad con que se satisfacen los sentidos; Gil de Siloé trabaja la piedra con exquisita delicadeza, y los arquitectos adornan con lujo y provocativa cargazón la casa del Cordón en Burgos o la iglesia de San Juan de los Reyes en Toledo.

Exaltación del hombre y de la realidad, de la nación engrandecida y del destino de la comunidad, que alguna vez – como en el Amadís o en la Cárcel de Amor- busca la huida hacia la vieja y adormecida ilusión. Pero una huida sólo imaginativa. La era de la ilusión ha pasado y algo tienen los tiempos que comienzan de aquella edad de hierro de que hablaban lo antiguos poetas y como el hierro brillante y dura.

II. Los reinos ibéricos hasta 1516

Liberados los Reyes Católicos de sus principales preocupaciones y estimulados por el ejemplo de Portugal, consintieron en prestar su apoyo al genovés Cristóbal Colón para realizar su misteriosa empresa, confiando finalmente en la veracidad de las noticias que Colón demostraba poseer y se obstinaba en ocultar. La empresa, es bien sabido, fue coronada por el éxito y el 18 de febrero de 1493, en carta dirigida al escribano de ración Luis de Santángel, Colón se apresura a comunicar, desde la isla de Santa María de las Azores, el resultado de su prodigiosa aventura. Así se supo en Castilla lo ocurrido durante el viaje emprendido en agosto del año anterior, y el descubridor, tras entrevistarse con Juan II de Portugal y escribir a los Reyes Católicos, se dispuso a informarles personalmente con mayor extensión en Barcelona, donde fue recibido por ellos con el mayor agasajo.

Desde entonces constituyó la tierra descubierta y reconocida por Colón un tema de viva curiosidad y un motivo de complicaciones internacionales.

“Desde el primer origen y designio reciente de acometer Colón esta empresa del Océano – escribe Mártir de Anglería-, amigos y príncipes me estimulaban con cartas desde Roma a que escribiera lo que había sucedido; pues estaban llenos de suma admiración al saber que se habían descubierto nuevos territorios y nuevas gentes, que vivían desnudas y a lo natural, y así tenían ardiente deseo de saber estas cosas”. Poco después, sin embargo, amainaría el entusiasmo. Durante bastante tiempo se le ocultó a Europa la significación de las nuevas tierras descubiertas, y es curioso el caso, por ejemplo del poeta Diego Guillén de Ávila que, al enumerar las glorias de Isabel la Católica, en el Panegírico que escribió hacia 1499, omite totalmente toda referencia al descubrimiento del Nuevo Mundo, lo cual se explica seguramente por lo magro del resultado de las expediciones en cuanto a esas riquezas legendarias que estaban íntimamente unidas al equívoco nombre de las Indias.

Entretanto, la noticia del descubrimiento colombino llenó de preocupaciones a Portugal. En previsión de dificultades, los Reyes Católicos gestionaron ante el papa Alejandro VI -español de origen- una bula que respaldara el derecho de Castilla a la posesión de las tierras recién halladas. Las bulas del 3 y 4 de mayo de 1493 legislaron sobre el particular y son conocidos sus términos, que planteaban la posibilidad de un conflicto entre España y Portugal. Este último reino, en efecto, se apresuró a demostrar su decisión de defender los derechos que creía poseer con las armas, pero de inmediato comenzó una gestión diplomática gracias a la cual, finalmente, los dos estados firmaron en Tordesillas un tratado por el que convenían en que sus respectivas áreas de expansión quedaran limitadas por un meridiano que pasara 370 leguas al oeste de la isla de Cabo Verde (1494). Este pacto, aun cuando solucionaba transitoriamente la rivalidad entre ambos países, entrañaba nuevos riesgos para el futuro.

La corona portuguesa, en efecto, no se sentía dispuesta a limitar sus expediciones marítimas; antes al contrario, la fortuna que ahora favorecía a Castilla movía a los portugueses a acentuar sus búsquedas; ya en 1493 se habían lanzado por la ruta seguida por Colón, más allá de la isla Madera; y en 1497, mientras Juan Gaboto buscaba por cuenta de Enrique VII de Inglaterra nuevas tierras hacia el oeste, los portugueses que navegaban a las órdenes de Vasco de Gama se lanzaban por la costa africana para doblar el Cabo de Buena Esperanza en un viaje de inmensa trascendencia en el que circundaron el África y cruzaron el océano Índico hasta la costa de Malabar. Poco después, realizados ya el segundo y tercer viaje de Colón y algunos otros de distintos navegantes españoles, naves portuguesas al mando de Pedro Álvares Cabral alcanzaron la costa brasileña en abril de 1500. Quedaban así abiertas a los portugueses dos rutas de incalculables posibilidades, que ciertamente superaban las posibilidades de explotación del pequeño reino lusitano, que procuró defender sus exploraciones mediante el más riguroso secreto. Y tras esas posibilidades se lanzaron sus navegantes con notable éxito, durante el reinado del rey Manuel.

Puede decirse que Portugal aplicó todas sus posibilidades y energías a recoger los frutos de sus descubrimientos y exploraciones. Castilla y Aragón, en cambio, estaban atraídos al mismo tiempo – y acaso más- por sus intereses europeos, que en ese momento pasaban por una etapa crítica: chocaban los Reyes Católicos por entonces en Navarra y en Italia con Francia, con quien mantenía tensas relaciones desde mucho antes.

En Navarra, los Reyes Católicos habían tratado por todos los medios de contrarrestar la influencia francesa, que se hacía notar fuertemente desde la muerte de Juan II de Aragón (1479). Aprovechando una circunstancia favorable, los Reyes Católicos lograron atraerse en 1492 a los soberanos navarros Catalina y Juan de Albret, con quienes firmaron ese año el tratado de Barcelona – luego ratificado por nuevos pactos – por el que se aseguraban Castilla y Aragón el control del reino pirenaico. Con ligeras alteraciones, esta alianza se mantuvo durante la seria ruptura que se produjo entre Francia y los Reyes Católicos con motivo de la campaña de Italia, pero las dificultades de su situación obligó a los reyes navarros a una política doble que despertó sospechas en Fernando el Católico. Por esa razón, y aprovechando una circunstancia favorable, lanzó sus tropas sobre Navarra en 1512 y se apoderó de la parte española del reino, que anexó a su corona apoyándose en la bula de excomunión que el papa Julio II lanzara oportunamente contra los aliados del rey de Francia.

Pero entretanto, los Reyes Católicos primero y Fernando solo más tarde, sostenían una larga guerra en Italia que, al tiempo que les proporcionaba vastos territorios, les suscitaban graves dificultades con Francia. En 1494, y con pretextos que arrancaban de complejas situaciones dinásticas, el rey de Francia Carlos VIII invadió Italia, alterando la inestable fisonomía política de la península, y tomando finalmente posesión del reino de Nápoles, que constituía su principal objetivo. Era un proyecto que acariciaba el rey desde hacía tiempo y a cuya ejecución lo movía Ludovico Sforza; para llevarlo a la práctica decidió Carlos VIII entenderse con Fernando de Aragón, que por razones dinásticas podía suponerse dispuesto a defender al rey de Nápoles Ferrante I, y consintió en devolverle el Rosellón y la Cerdeña; pero, firmado el tratado de alianza, el rey de Francia no obtuvo en el momento preciso el apoyo de Fernando, sino que, por el contrario, halló en él su más decidido enemigo. En efecto, producida la ocupación de Nápoles, Fernando se decidió a ayudar al rey Ferrante y, mientras preparaba una expedición que debía dirigirse a Sicilia, puso todo su empeño en organizar la Liga Santa contra Carlos VIII, de la que formaban parte España, Austria, Roma, Venecia y hasta el propio Ludovico Sforza, disgustado ahora con el rey francés (1495). Poco después, esta aproximación a Austria debía fortificarse mediante el matrimonio de una hija de los Reyes Católicos, Juana, con el hijo de Maximiliano, Felipe.

Ante el giro que tomaban los acontecimientos, Carlos VIII decidió evacuar Nápoles en tanto que las fuerzas españolas, mandadas por Gonzalo de Córdoba, comenzaban a operar en Calabria, de la que se apoderaron poco a poco mediante una serie de brillantes operaciones que luego aseguraron al nuevo rey de Nápoles, Federico III, todos sus territorios. Pero Fernando el Católico tenía decidido ya para entonces apoderarse por su cuenta del reino napolitano, y comenzó las negociaciones con el papa Alejandro VI, aunque sin éxito. Más favorables fueron las que comenzó, en cambio, con Luis XII de Francia, que había sucedido a Carlos en 1498; el apoyo solicitado por Federico III al sultán Bayaceto proporcionó el pretexto suficiente, y en 1500 los reyes de Francia y Aragón convinieron en repartirse el reino de Nápoles, por medio de un tratado que se firmó en Granada y confirmó luego el papa, que establecía detalladamente los puntos del reparto.

La ejecución del tratado corrió por cuenta de contingentes franceses y españoles, estos últimos mandados siempre por Gonzalo de Córdoba, y se cumplió sin dificultad; pero a partir de ese momento las relaciones entre los aliados comenzaron a agriarse debido a la dificultad de adecuar sus respectivos intereses y concluyeron en una ruptura absoluta. En 1502 se combatía ya en Nápoles entre franceses y españoles, con predominio de los primeros; pero Gonzalo de Córdoba, sitiado en Barletta, logró quebrar el cerco y triunfar luego sobre sus enemigos en Ceriñola (1503), tras de lo cual pudo ocupar Nápoles. Nuevas victorias le proporcionaron después el resto del territorio, y al año siguiente pudo ser jurado Fernando como rey de Nápoles. Una tregua de tres años se firmó entonces entre los reyes de Aragón y Francia, reconociendo así el último las conquistas del primero.

No fue ésta la última fase de la expansión de España durante este período. Hacia África, donde parecía amenazar de vez en cuando alguno de los pueblos musulmanes, se habían dirigido los castellanos reiteradamente después de la toma de Granada, y habían logrado apoderarse de Melilla en 1497. Pero el peligro no había quedado conjurado; en los puertos anidaban los piratas berberiscos y desde ellos se dirigían de vez en cuando hacia las costas europeas en rápidas y peligrosas expediciones que ponían en peligro, sobre todo, a las naves que hallaban en viaje. Para poner fin a esa situación aconsejó el cardenal Cisneros reiteradamente que se acometiera la conquista de toda la franja costera, y un triste episodio decidió a Fernando a aceptar aquel consejo en 1508, logrando que sus fuerzas se apoderaran del Peñón de la Gomera. El propio Cisneros dirigió al año siguiente las operaciones contra Orán, que fue tomada, con lo cual se extendió considerablemente la zona dominada por España en el norte de África, en un proceso que sólo se detuvo en 1511 a raíz de un desastre sufrido por las armas españolas. Por esta época habíanse reanudado las expediciones a América, interrumpidas durante algún tiempo, como consecuencia del dictamen de los marinos reunidos en junta en la ciudad de Burgos en 1508. Muy pronto nuevos y sorprendentes territorios comenzarían a aparecer bajo los ojos de los maravillados exploradores españoles.

Entretanto, la vida interior de los reinos ibéricos demostraba que se acentuaba el proceso hacia la centralización. Juan II de Portugal había reprimido con violencia las ambiciones de los nobles y había fortalecido enérgicamente su autoridad. La misma tendencia mostraban Isabel y Fernando, puesta ya de manifiesto durante los primeros años de su reinado. En los consejos se prescindía cada vez más de la nobleza, a la que se reemplazaba con juristas entre los que aparecieron figuras destacadas en el campo del derecho, capaces de afrontar los difíciles problemas internacionales e internos, así como también los que se derivaban de las múltiples e imprevistas cuestiones suscitadas por la conquista americana. Un solo consejo con dos secciones – una parte para los asuntos de Castilla y otra para los de Aragón- constituía ahora el principal cuerpo asesor de la corona, que sabía prescindir de privados. Y para fortalecer aún más su autoridad, y facilitar el logro de sus planes, la corona organizó el ejército mediante la ley de quitas, promulgada en 1496, con la que se echaron las bases de una fuerza regular organizada sobre principios militares nuevos por Gonzalo de Córdoba, que concibió un ordenamiento táctico basado en el predominio de la infantería.

Del mismo modo se mantuvo, y aun se acentuó, la política de unificación religiosa. Tras la conquista de Granada dispusieron los Reyes Católicos la expulsión de los judíos de España o su conversión, acto de múltiples y muy discutidas consecuencias. Los musulmanes, en cambio, gozaron de alguna tolerancia durante algún tiempo, de acuerdo con lo pactado en la rendición de Boabdil, pero al producirse la sublevación de las Alpujarras, extendida a varias regiones del reino, se volvió a una política de intolerancia que la Inquisición estimuló activamente.

Pero, con todo, el más grave de los problemas internos que debieron afrontar los Reyes Católicos fue el de la sucesión y el del régimen interior en relación con el derecho de ambos reyes. El príncipe don Juan, nacido en 1478, murió en 1497 poco después de haber contraído enlace con Margarita de Austria, abriéndose un interrogante sobre la sucesión al trono. De las hijas mujeres, la mayor – Isabel- estaba casada con el rey Manuel de Portugal y hubo acuerdo en reconocerla como heredera en Castilla, en tanto que Aragón sólo aceptó reconocer a su hijo Miguel; pero esta solución cayó por tierra muy pronto al morir madre e hijo; quedó, pues, como heredera la princesa Juana, casada – en la misma combinación diplomática que originó el matrimonio del príncipe don Juan- con Felipe de Austria, hijo de Maximiliano; y este hecho debía tener vastas consecuencias.

Empero, no se hicieron sentir de inmediato; mas al producirse la muerte de la reina Isabel, en 1504, se planteó el problema del ejercicio del poder en Castilla y entonces aparecieron, debido a las infortunadas circunstancias de demostrar la princesa que tenía alteradas sus facultades mentales y de ser el príncipe Felipe de carácter ligero y ajeno a la situación de los reinos que debía tocarle administrar. En efecto, de acuerdo con el testamento de Isabel la Católica, fueron proclamados reyes de Castilla Juana y Felipe, en tanto que correspondía al rey Fernando la regencia, todo lo cual fue confirmado por las Cortes reunidas en Toro en 1505. Pero a partir de este momento las relaciones entre Fernando y Felipe comenzaron a ponerse tensas pues el príncipe austríaco exigía que Fernando se retirase a Aragón y le dejase la gobernación de Castilla, para lo cual procuraba tejer una vasta red diplomática que Fernando procuró a su vez quebrar gestionando con Luis XII su matrimonio con Germana de Foix, en un tratado por el que además devolvía a Francia la parte del reino de Nápoles que Gonzalo de Córdoba le había arrebatado. Este golpe de destreza diplomática permitió que Felipe se ablandara y decidiera volver a España, donde se reconcilio, aparentemente al menos, con Fernando y logró que se le entregara, bajo ciertas condiciones, el gobierno de Castilla (1506). Los primeros actos de su gobierno revelaron su absoluta incomprensión de la realidad castellana, pero las consecuencias que se hicieron temer no llegaron a producirse pues ese mismo año murió el rey, dejando otra vez abierta la cuestión de la sucesión pues el heredero, el futuro Carlos V, contaba apenas seis años de edad.

Mientras la princesa Juana ofrecía públicamente el espectáculo de su locura, acompañando a través de los caminos el cadáver de su esposo, los nobles trataron de aprovechar la situación para restaurar su predominio, y solo la autoridad del cardenal Cisneros – designado regente- logró que prevaleciera la tesis de volver a llamar a Fernando para que se hiciera cargo de la regencia, cosa que hizo, en efecto, después de volver de Nápoles donde había relevado de su cargo a Gonzalo de Córdoba y hecho jurar como sus herederos a la reina Juana y al príncipe Carlos. Desde 1507 ejerció, pues, el gobierno, no sin la hostilidad del emperador Maximiliano que solamente reconoció como regente a Fernando en 1509, y hasta que el príncipe Carlos alcanzara la edad de veinte años. No faltaron por entonces en Castilla quienes quisieran apresurar la venida del heredero, y se acusó de estar entre ellos a Gonzalo de Córdoba. Pero Fernando pudo superar los diversos obstáculos que se le opusieron hasta su muerte, ocurrida en 1516, siempre con el apoyo del cardenal Cisneros.

A este último se debió la reforma de las órdenes religiosas y, sobre todo, la fundación, en 1508, de la universidad de Alcalá de Henares, que debía ser el centro de una notable renovación del saber. En ella enseñaron el insigne humanista Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana, los helenistas Arias Barbosa y Demetrio Ducas y muchos otros eruditos que trajeron las influencias renacentistas en oposición a la tradición medieval que predominaba en Salamanca. Se enseñaba en la nueva universidad gramática latina, retórica, filosofía y lenguas antiguas, entre ellas el hebreo, gracias a la participación de algunos judíos conversos. La presencia de estos últimos permitió a Cisneros emprender la magna edición de la Biblia Políglota, con texto en caldeo, hebreo, griego y latín. La edición y la impresión suponía en esta época esfuerzos ingentes que pudieron realizarse gracias a la decisión del propio Cisneros, que costeó la publicación.

La muerte de Fernando el Católico cierra una época en la historia de España. Para entonces los conquistadores habían reconocido en América las costas del Caribe y en 1513 Vasco Núñez de Balboa había descubierto el Océano Pacífico. Pero los resultados obtenidos hasta entonces por tantos y tan arriesgados navegantes no parecían comparables con los que habían logrado los portugueses. Durante el reinado de Manuel (1495-1521), una flota poderosísima – la misma que alcanzó el litoral brasileño – se dirigió a las costas reconocidas por Vasco de Gama, y sus hombres trataron de establecer una factoría en Calicut, aunque sin mucho éxito; los naturales resistieron, y Portugal envió por segunda vez a Vasco de Gama en 1502, quien tras algunas manifestaciones de fuerza estableció relaciones comerciales con magnates locales de la costa de Malabar, operación que completó más tarde Albuquerque levantándose algunas fortalezas que sirvieran como base de operaciones comerciales.

En 1505 el rey Manuel creó el virreinato de la Indias y designó virrey a Francisco de Almeida, que amplió las factorías portuguesas; lo mismo hizo su sucesor, Albuquerque, designado en 1509, que ya antes había logrado uno de los objetivos más importantes al apoderarse de las islas de Socotra y Ormuz, con lo que Portugal quedaba como potencia dominante en la boca del mar Rojo y de una de las zonas perlíferas de la región. Más tarde conquistó Goa, donde estableció su principal base de operaciones, y en 1511 se apoderó de Malaca, en una afortunada expedición que permitió a los portugueses dominar la ruta de las especias. Estos triunfos dieron a Portugal gloria y riqueza. El rey Manuel dejó proseguir la expansión, aunque sin un programa muy claro ni una idea muy precisa de las posibilidades del reino. La misma indecisión manifestaba el rey en cuanto a su política interna, pues abandonó la firme actitud de su antecesor y volvió a tolerar una nobleza prepotente, apartándose del apoyo popular que Juan había buscado. Con todo, la más grave dificultad del reino fue la de tener que sostener el vasto imperio conquistado por sus navegantes con los escasos recursos de la metrópoli, tanto en hombres como en medios materiales y capacidad de organización. En cambio, España entraba ahora – al morir Fernando el Católico – en una nueva era en la que comenzaba a parecer indudable su hegemonía en Europa y parecían sobrarle los recursos para afrontar la vasta empresa de conquista. Una política de recelo debía surgir en cada uno de los estados respecto al otro.

III. Los reinos ibéricos hasta 1535

Poco ante de su muerte, Fernando el Católico había resuelto definitivamente el problema de la sucesión conforme a derecho, instituyendo heredero universal de sus estados a su nieto Carlos. Esta decisión había sido tomada después de no pocas dudas, pues la educación flamenca de ese príncipe, las tendencias que parecían predominar entre sus consejeros y en su propio espíritu, así como la experiencia del reinado de Felipe, habían suscitado en el rey el propósito de reemplazarlo por su hermano Fernando, de educación española, y hasta llegó a establecerlo así en testamento dictado en 1515 que luego fue sustituido por otro. De modo que, siendo Carlos el primogénito y el heredero designado por el rey, no hubo a la muerte de éste en 1516, ningún problema en cuanto a la sucesión. El cardenal Cisneros se hizo cargo enseguida de la regencia de Castilla y dirigió su conducta de acuerdo con las instrucciones que recibía de Flandes, donde permanecía Carlos; un hijo bastardo de Fernando el Católico quedó, por designación de su padre, como regente de Aragón.

Empero, los problemas no tardaron en aparecer. La nobleza, reprimida por el puño fuerte de Fernando, comenzó a hacer en Castilla algunos movimientos que obligaron a Cisneros a proceder con dureza, y hasta pareció que algunos de sus grupos querían apoyar las pretensiones de Fernando, el hermano del nuevo rey, en tanto que otros procuraban respaldarse en la presunta autoridad de la reina Juana, recluida en Tordesillas a causa de su demencia. Entretanto, Carlos exigió que se lo proclamara rey, y así lo hizo Cisneros pese a sus escrúpulos, en Valladolid, en abril de 1516.

El nuevo rey, que a la sazón contaba dieciséis años, estaba rodeado en Gante de una corte flamenca dirigida por el señor de Chievres que lo impulsaba a desconfiar de Cisneros o, al menos, a que impusiera sus propios puntos de vista sin tener en cuenta las atinadas opiniones del regente, experto conocedor de los problemas de su país. Para lograr esa última finalidad rodearon al cardenal los embajadores enviados desde Gante, con lo cual la acción del regente se vió cohibida. No obstante, pudo Cisneros proseguir sus planes de represión de la nobleza ensoberbecida y aun comenzó a organizar un ejército regular para respaldar su política; pudo igualmente repeler la invasión de Navarra, lanzada por Juan de Albret, e intentar la prosecución de la conquista de África. Todos estos esfuerzos no obstaron para que los consejeros flamencos de Carlos se propusieron eliminarlo rápidamente de la regencia, y así lo dispuso en efecto el rey cuando llegó a España a fines de 1517. Pocos días después moría Cisneros, y comenzaba para España una nueva era.

El primer signo que reveló esa renovación fue el nombramiento de los amigos y consejeros de Carlos I para los principales cargos. El señor de Chievres fue designado ministro de la corona, el antiguo preceptor del rey, Adriano de Utrecht, fue nombrado cardenal, y la cancillería fue confiada primero a Juan Sauvage y más tarde a Mercurino Gattinara. La reacción no se hizo esperar, y no solamente en el seno de la nobleza, que se sintió humillada y desplazada, sino también en las ciudades, donde ya había cundido el recelo. Ese estado de ánimo se acentúa al reunirse las cortes convocadas en Valladolid, para cuya presidencia fue designado uno de los consejeros flamencos del rey; y en el transcurso de las deliberaciones se puso de manifiesto al exigirse al rey el juramento y otras condiciones más ante de votar subsidios en cantidad ligeramente superior a la acostumbrada. Algo parecido ocurrió en Zaragoza, donde los aragoneses se mostraron igualmente altivos y exigentes frente al nuevo rey.

Entretanto gestionaba Carlos su elección como emperador, con motivo de la muerte de su abuelo Maximiliano, contra las pretensiones de otros candidatos, a saber, Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. Obtuvo Carlos el apoyo financiero de los Fugger, fuertes banqueros alemanes, y con su dinero decidió en su favor la elección imperial de 1519; de modo que comenzaron simultáneamente sus preparativos de viaje y sus renovadas exigencias de subsidios para atender a sus nuevos y abundantísimos gastos. Todo ello produciría un notable malestar en sus reinos hispánicos.

Por lo demás, la elección imperial introducía a Carlos en una compleja combinación de problemas diversos de los que no podría ya librarse nunca y que equivocarían su idea acerca de la significación de sus dominios españoles. El mismo año de la coronación imperial descubría Hernán Cortés el sorprendente mundo mejicano y agregaba a la corona un territorio inmenso y prodigiosamente rico. Pero Carlos V tardaría en conocer lo que representaba todo eso. Había heredado de su padre Austria los Países Bajos, Flandes y el Franco Condado, territorios que, con la corona imperial, lo ponían en el punto central de la política europea y, naturalmente, percibía su inmensa responsabilidad frente a los viejos y complejos problemas que encerraba cada uno de los rincones de sus vastos dominios. Ahí estaba la tradicional rivalidad de los estados alemanes, las cuestiones flamencas y borgoñas, la rivalidad con Francia, el problema de Italia, todo lo cual parecía exigir su continua atención y cargarlo de sagradas y difíciles obligaciones a las que empezó a consagrarse con severa tenacidad.

En esa época, y a pesar de su juventud, Carlos tenía ya tomada una posición con respecto al problema imperial – acaso inspirada en parte por uno de sus consejeros españoles, el doctor Mota- en la que se adivinan reminiscencias de las concepciones políticas de su abuela Isabel de Castilla. Esa posición supone una imagen del Imperio como vasta unidad espiritual bajo el signo de la fe cristiana – y dentro de poco excluyentemente católica – dentro de la cual la misión del emperador es la defensa de la fe y el aseguramiento de la paz. Esta concepción – resabio medieval cada vez más incongruente dentro del mundo moderno que se organiza políticamente alrededor de la idea de soberanía nacional – habrá de dirigir la conducta de Carlos V y fijarle un programa preciso, sobre todo a partir del momento en que aparece en el seno de la Iglesia la terrible revolución encabezada por Martín Lutero.

La magnitud de los problemas suscitados por la situación de Europa y su sentido de la responsabilidad imperial movieron a Carlos V a preparar aceleradamente su viaje a Alemania. El dinero que necesitaba, empero, consideró que solo podía obtenerlo de sus reinos hispánicos, de modo que convocó nuevamente a cortes en Santiago de Compostela para que le fueran votados nuevos subsidios, a pesar de no haber transcurrido todavía el plazo correspondiente a los votados en Valladolid. No podía sorprender, pues, el ánimo airado que demostraron entonces sus súbditos, temerosos al mismo tiempo del precedente que se establecía y de la ausencia del rey, acerca de cuya duración nada podía preverse.

Reunidas las cortes en Santiago en marzo de 1520, pudo advertirse en el rey un tono francamente conciliatorio, que no llegó con todo a satisfacer ni a la nobleza ni a los procuradores de las ciudades; pero la magnitud del subsidio solicitado – ascendía a cuatrocientos mil ducados – levantó una resistencia aun mayor que la que despertaban los problemas políticos, y frente a la posibilidad de una negativa, no vaciló el rey en tratar de sobornar a los procuradores. En el curso de las negociaciones, y preocupado el emperador tanto por la situación general como por los preparativos de su viaje a Alemania, decidió trasladar las cortes a La Coruña; y allí logró por escasísima mayoría de votos que le fuera acordado el subsidio que solicitaba, mientras por su parte negaba él o postergaba la respuesta acerca de las múltiples solicitaciones que formulaban los procuradores. Entre todas, una se refería a la designación de un regente, que las ciudades y la nobleza deseaban que fuera español; Carlos, en cambio, cometió la imprudencia de hacer caso omiso de ese justificado anhelo y designó para el cargo al cardenal Adriano de Utrecht, embarcándose luego apresuradamente.

Tan torpe conducta no podía dejar de provocar reacciones. Al disolverse las cortes, los procuradores difundieron la impresión de que el rey se desentendía de los problemas españoles; estimularon así el descontento general, que alcanzó un punto tal que algunos de aquellos procuradores que habían votado favorablemente el subsidio fueron víctimas de las mayores violencias. Toledo había encabezado un movimiento para exigir del rey el cumplimiento de sus obligaciones fundamentales mientras se reunían las cortes, y había pedido el apoyo de las demás ciudades. Ahora, al advertirse la magnitud del peligro, se unieron muchas de ellas en un vasto movimiento que en el mes de julio de 1520 tenía ya una firme organización; su centro era Ávila, residencia de una junta en la que figuraban representantes tanto de la nobleza y del clero como de las ciudades. Fiel al rey, pero resistiendo al regente y a sus ministros, la junta de los comuneros levantó un ejército que puso al mando del noble toledano don Juan de Padilla, con el que se apodero de Tordesillas y con ella de la reina Juana. Durante un momento se entrevió la posibilidad de legitimar el movimiento respaldándolo con la autoridad de la reina; pero Juana se negó a tomar decisión alguna y los comuneros comenzaron a vacilar, en tanto que en su seno se acentuaba la presión de los grupos no privilegiados contra la nobleza, que por contragolpe comenzó a entibiarse.

La guerra de las comunidades alcanzó su mayor gravedad a fines de 1520 cuando cayó en poder de los comuneros Valladolid, residencia del gobierno de Adriano de Utrecht, que se vio obligado a huir mientras algunos de sus ministros caían en manos de los rebeldes.  Para poner coto a la situación designó el rey corregente al almirante y al condestable de Castilla, con lo que el apoyo de la nobleza al movimiento de las comunidades cedió considerablemente, en tanto que se notaban inequívocos signos de debilidad o traición entre los rebeldes, uno de los cuales, Pedro Girón, elevado transitoriamente al comando de las fuerzas, dejó atrapar su ejército de modo sospechoso en noviembre de 1520.

Juan de Padilla recobró entonces el mando militar, pero ya cuando cundía el desaliento y se ahondaban las divisiones logró apoderarse el castillo de Torrelobatón, aunque luego se vio obligado a retirarse y en tal ocasión fue sorprendido y derrotado en Villalar, en abril de 1521.  Después del desastre y de la ejecución de sus principales jefes, los comuneros trataron de resistir algún tiempo en Toledo; pero no tuvieron éxito y muy pronto no quedó del movimiento sino la huella de la feroz represión que organizó Carlos V cuando regresó a España en julio de 1522.

En principio, habían defendido los comuneros los principios tradicionales de buen gobierno y de respeto a la nación que con su conducta habían restaurado y fortalecido los Reyes Católicos; pero bien pronto se habían unido a esos motivos otros que arrancaban de la situación creada por la torpeza del rey y de sus consejeros flamencos, en particular el resentimiento de la nobleza por su deliberada exclusión de las dignidades y la irritación de las ciudades en parte por las exigencias tributarias de Carlos V y en parte por su actitud desdeñosa frente a las demandas que le planteaban. De ese modo, el movimiento unió en principio contra el monarca extranjero y prepotente a los antiguos estamentos que defendían principios tradicionales; pero poco a poco comenzaron las ciudades a insinuar dentro del movimiento general otro particular orientado hacia sus propias reivindicaciones; en ese momento comenzó a apartarse la nobleza, con lo cual la fuerza del movimiento se debilitó considerablemente, en circunstancias en que el rey encomendaba la represión a nobles españoles que no podían ser resistidos en el mismo ánimo y los mismos pretextos que se levantan contra el regente flamenco. En cuanto insurrección popular, pues, la sublevación de los comuneros constituyó un movimiento apenas esbozado, ahogado prontamente y escasamente definido.

Mas definidos, en cambio, fueron los movimientos que estallaron por la misma época en Valencia y Mallorca. Fueron allí las clases populares las que se levantaron abiertamente contra la nobleza, constituyendo en 1520 hermandades o germanías para defender sus derechos. Fue esta, sí, una verdadera revolución social, accidentalmente estimulada o tolerada por la corona como un instrumento de coacción contra la nobleza. Pero al cabo se persuadió de los peligros de un movimiento encabezado por trabajadores y desdeñoso de la propiedad privada, y decidió reprimirlo violentamente, no sin que mediara una resistencia eficaz, hasta que se consiguió ahogarlo en las postrimerías de 1522.

Estaba entonces Carlos V libre de consejeros que gravitaran decisivamente sobre su ánimo, y las difíciles experiencias que había vivido durante los últimos años habíanle proporcionado una precoz gravedad. Durante su estada en Alemania había comprendido los alcances del movimiento religioso desencadenado por Lutero y había decidido defender la unidad cristiana comprometiendo en ello  “mis reinos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”, según declaró una vez con vehemente resolución; pero al mismo tiempo había comprendido que la tradicional rivalidad de su familia con la dinastía reinante en Francia, agravada ahora por la rivalidad suscitada con motivo de la elección imperial, lo llevaba inevitablemente a la guerra, y se decidió a emprenderla. En efecto, ya a principios de 1521 comenzaban las operaciones militares en los Países Bajos, el norte de Francia y el Milanesado, que las tropas imperiales conquistaron en 1522. A estos triunfos siguió la invasión del sur de Francia, pero allí se quebró la fortuna del emperador, pues los franceses contraatacaron con éxito y no solo lograron impedir la invasión sino también reconquistar la Lombardía. Pero la campaña – en la que introdujo una variante improvista la conducta del papa Clemente VII- tuvo un final inesperado. En febrero de 1525 se encontraron los dos ejércitos cerca de Pavía, y en la batalla que se trabó cayó herido y prisionero Francisco I, que fue conducido a Madrid y sometido a un largo cautiverio. Un año después, en enero de 1526, firmaban el rey y el emperador un tratado en aquella ciudad por el que el rey de Francia renunciaba a sus pretensiones sobre Borgoña y a buena parte de los territorios italianos que Francia reivindicaba.

Ciertamente, no pensaba Francisco I cumplir lo pactado, y en 1527 volvió a encenderse la guerra. Contaba ahora Francia con numerosos aliados a quienes había atraído hábilmente a su lado: Enrique VIII de Inglaterra, el papa Clemente VII, el sultán Solimán el Magnífico y además los príncipes protestantes de Alemania que buscaban el medio de debilitar al emperador ortodoxo. Carlos V no se amilanó y emprendió violentamente las operaciones en Italia, tan violentamente que sus fuerzas no vacilaran en tomar por asalto la ciudad pontificia sometiéndola a un saqueo que sobrecogió a Europa (1527); pero Carlos, aunque desaprobó la conducta del jefe de sus ejércitos de Italia, el condestable de Borbón, justificó el hecho y logró inmovilizar al papa. Quedaba todavía en pie el más temible aliado de Francisco I, el sultán Solimán el Magnífico, que en 1529 se dirigió hacia Viena para someterla a un riguroso asedio. Carlos V se vio obligado a pactar y firmó con el rey de Francia la paz de Cambrai, por la que el emperador renunciaba a la Borgoña (1529). Se inició entonces una tregua que debía durar hasta 1536.

Por esta época recibió el emperador a Hernán Cortés, que venía a explicar el alcance de sus conquistas y a defenderse de algunos cargos que se le hacían. Los españoles no sólo se habían apoderado del territorio de la confederación Azteca – que los conquistadores llamaron imperio – sino también de zonas vecinas de la América Central; y en el año de la paz de Cambrai había entrado Francisco de Montejo en el Yucatán. Por entonces recibió también el emperador en su corte a Francisco Pizarro, a quien concedió autorización para emprender la exploración y conquista de las misteriosas tierras que se llamaban del Perú. Pero Carlos V no podía vislumbrar todavía la magnitud de su imperio ultramarino porque seguía obsesionado, y no sin causa, por su vasto imperio europeo. Sin duda se sentía más español y reconocía ahora que España era – como lo dijera, sin creerlo mucho, en la Coruña en 1520 – “el corazón del imperio”, porque eran los hombres y los dineros de España el mejor sostén de su poderío. Pero ese poderío sufría de cierta inestabilidad que lo obligaba a una constante vigilancia. Después de la paz de Cambrai abandonó Carlos V España para dirigirse a Italia, donde además de organizar el gobierno de sus posesiones debía recibir la corona imperial de manos de su antiguo enemigo, el papa Clemente VII, que efectivamente lo consagró en Bolonia. Y entretanto, en la dieta de Spira, trataban empeñosamente sus comisionados de poner coto a la difusión del protestantismo, con medidas que provocarían la alianza ofensiva de los príncipes alemanes disidentes contra el emperador.

En efecto, al año siguiente la proclamaron los protestantes explícitamente su doctrina mediante la Confesión de Augsburgo, y en 1531 se coligaron los príncipes en Esmalcalda para oponer al emperador ortodoxo la fuerza de los protestantes. Se preparaba así la lucha religiosa que empezaría años más tarde. Por instante, el emperador volvió los ojos hacia América y dedicó algún tiempo a organizar sus nuevas posesiones bajo la forma de Virreinato – al que llamó de Nueva España- establecido en 1554 y confiado a Antonio de Mendoza. Hernán Cortés había caído en desgracia. Pizarro acababa de conquistar Perú, y el emperador resolvió dividir el desconocido continente en cuatro grandes zonas dibujadas sobre hipotéticos mapas para otorgarlas a otros tantos conquistadores. Por entonces, Francisco Pizarro había fundado sobre el río Rimac, en sus recién conquistados dominios, la ciudad de Lima. América empezaba a ser una promesa cumplida.

Durante este primer período del reinado de Carlos V empieza a advertirse en España cierta peculiar crisis religiosa. Si el reformismo luterano logró hacer poca mella, la inquietud general se manifestó en la adhesión de muchos espíritus a la doctrina erasmista. Tal es el caso, entre otros ,de Juan y Alfonso de Valdés, este último secretario de cartas latinas del emperador y autor de un magnífico Diálogo de Mercurio y Caron en el que se trasunta las ideas políticas del círculo áulico de Carlos V y las tesis religiosas que prevalecían. Una doctrina política estaba implícita también en el Marco Aurelio y reloj de Príncipes de Antonio de Guevara, predicador del emperador y uno de los hombres más escuchados de su corte; su obra alcanzó extraordinaria difusión en Europa y revela un notable prosista, manifiesto también en sus Epístolas, llenas de doctrina.  Y tanto las teorías políticas del doctor Palacios Rubios como las ideas filosóficas del maestro Hernán Pérez de Oliva, rector de la universidad salmantina, prueban la densidad del ambiente intelectual de la época, en que España, en estrecho contacto con todos los países europeos y en el centro de todos los problemas, recibía y elaboraba todas las influencias con un sentido creador. No faltaron por entonces místicos profundos – tanto que pudieron ser acusados de herejes- como Juan de Ávila. Pero el más brillante de los acontecimientos de la época fue el literario, en el que constituyen figuras luminosas Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, por la renovación poética que introdujeron y sobre todo por el genio singular del autor de la Églogas, gran soldado y noble figura en cuya pluma el verso español adquiere por entonces un insospechado y sorprendente vuelo lírico. Torre Naharro y Gil Vicente escriben por esa época obras dramáticas siguiendo la huella de Juan del Encina, y novelistas de variado genio componen numerosas continuaciones del Amadís de Gaula y otras novelas de caballería, reveladoras entre otras cosas del acicate que fue para la imaginación española el descubrimiento de América. Y entre tanto el plateresco surgía delicado y armonioso, como brilla en la fachada de la universidad de Salamanca o en el edificio de la de Alcalá, en contraste con el estilo clásico y severo que imponía Carlos V para la estructura de su palacio de Granada, como único digno de su grandeza. El Renacimiento hacía irrupción por todas partes, apenas trabado por tradiciones y temores, y avanzaba triunfante en la pintura de Alfonso Berruguete. La España imperial alcanzaba su mayor gloria y su espíritu resplandecía parejamente con su fuerza.

La vida europea y sus proyecciones en América (1700-1810)

En la segunda mitad del siglo XVII, la hegemonía francesa en Europa había alcanzado su más alto nivel. Numerosas campañas militares habían probado la claridad y precisión de los objetivos políticos que perseguía Luis XIV, así como su formidable poderío bélico, testimoniado de manera eminente con el aniquilamiento de las fuerzas españoles en Rocroi; no podía caber dudas de que, en el continente, Francia constituía la primera potencia y de que eran sus puntos de vista los que en última instancia prevalecían en el cuadro de la política internacional.

Pero no era difícil percibir, durante los últimos tiempos del reinado de Luis XIV, cierta fatiga y cierto agotamiento de los recursos con que se alimentaban aquellas vastas empresas con que el rey de Francia desafiaba a Europa. El fracaso de la política colbertiana – aunque no atribuible a su inspirador sino más bien a sus contradictores – se ponía de manifiesto sobre todo frente al espectáculo de florecimiento económico que acusaban Inglaterra y las Provincias Unidas, hostiles entre sí pero representantes de un mismo designio de hegemonía marítima y comercial. Sobre todo frente a la Inglaterra de la reina María y de Guillermo III, Francia se vio forzada a reconocer el éxito de una política que quedaba cada vez más fuera de su alcance, y así mismo los extraordinarios beneficios que esa política había producido en los estados rivales; pero ciertamente le era imposible ya evadirse de su condición de potencia continental y parecía obstinada en acrecentar su poderío en tal carácter, aun a costa de los inevitable riesgos y responsabilidades que ello entrañaba. Y desdeñando o queriendo ignorar la significación de las nuevas potencias marítimas, orientaba su política eminentemente hacia la competencia con los Habsburgo por la primacía continental europea.  

Una vez mas debía iniciarse el duelo entre ambas dinastías – la de Francia y la de Austria-, esta vez con motivo de la sucesión del trono español, pero la lucha demostraría que ambas casas representaban fuerzas en regresión y fue el tercero en discordia quien marcó los rumbos en el conflicto y quien obtuvo de él los mejore frutos. Esta guerra inaugura el siglo XVIII y provoca una conmoción destinada a remover todo el sistema europeo para replantearlo sobre nuevas bases.

I. La guerra de la sucesión de España y los tratados de Utrecht

Desde su ascenso al poder en 1675, Carlos II, el último de los Habsburgo españoles, constituyó una preocupación constante para las cancillerías europeas por la fundada presunción de su muerte inminente agravada por el equívoco del problema sucesorial. En ausencia de herederos directos, estudiábanse detenidamente los derechos de diversos príncipes emparentados con la casa real española – vinculada por cierto tanto con los Habsburgo como con los Borbones-, entre todos los cuales surgía con nitidez como único poseedor de un derecho irrebatible el príncipe José Fernando, hijo del elector de Baviera. Todos los demás estaban invalidados por renuncias expresas de sus antecesores a los derechos sobre España; pero esta circunstancia no bastaba para resolver el problema internacional creado por la presunta vacancia del trono español, problema tan grave que Luis XIV decidió en 1697 firmar la paz de Ryswick a fin de prepararse convenientemente para la decisiva competencia que se avecinaba. 

Consideraciones de diverso carácter prestaban particular complejidad a la situación. En primer lugar, advertíase la trascendencia que tenía el problema para las dos principales casas reinante de Europa. Francia, en la culminación de su poder y su influencia, no estaba dispuesta a permitir que los Habsburgo recuperaran – en una época que su poderío era ya muy escaso – la situación de privilegio que habían alcanzado durante el reinado de Carlos V, y menos aún que cayera en manos de un príncipe alemán de limitados recursos la formidable herencia que suponía la corona española, sobre algunos de cuyos territorios reivindicaba Francia sus derechos. Frente a ella, tampoco los Habsburgos estaban dispuestos a renunciar a la defensa de sus derechos sobre España que, tan decaída como se encontrara por entonces, constituía uno de los puntos de apoyo de la política de la corte de Viena. Y en oposición a las dos potencias que arrastraban su secular litigio, las nuevas potencias marítimas – Inglaterra y las Provincias Unidas – que alternativamente usufructuaban las ventajas del comercio de España y sus colonias, parecían dispuestas a oponerse categóricamente a la inclusión de España en cualquiera de las dos grandes áreas territoriales, a menos que se obtuvieran sólidas y eficaces garantías.

Solo una complicada fórmula podía, pues, solucionar equilibradamente este conjunto de encontrados intereses, todos vitales para cada una de las partes. Hallarla pareció ser la misión fundamental de la diplomacia europea durante los últimos años del reinado de Carlos II, cuando su muerte podía considerarse ya próxima; pero – nueva dificultad- esa fórmula, que suponía en alguna medida una disgregación de los territorios de la corona, encontraba fuerte oposición en España misma, reducida por cierto a ser la más insignificante pieza en el tablero diplomático. Esa debilidad, empero, no obstó para que desempeñara su papel. Ciertamente, pasaba España por un período de acentuada decadencia, en gran parte como consecuencia natural del proceso de declinación iniciado en los tiempos del mismo Felipe II. Sumida en un profundo estancamiento económico, debido a la política europea en que el contra reformismo de Felipe II la había comprometido y en parte a las exigencias de la colonización americana, no bastaba todo el aflujo de metal precioso que llegaba de las colonias para reparar la situación, especialmente después de la expulsión de los moriscos (1609). Sin industrias, el oro y la plata se encaminaban rápidamente hacia los países manufactureros que la proveían y que además servían su comercio obteniendo ingentes ganancias, en tanto que la explotación de las riquezas naturales de la península se arrastraba huérfana de toda ayuda y sin estímulos para su mejoramiento y acrecentamiento. Sobre este estancamiento económico, al que había contribuido no poco la omnipotencia que alcanzara la aristocracia durante la época de los últimos Austria, se superponía en el orden civil y político esta misma circunstancia, que hacía de la corte una liza en la que se jugaban los intereses de los distintos grupos, y del país mismo la presa de los intereses más menguados. Una débil y casi inexistente burguesía se arrastraba en las ciudades sin posibilidad de imponer una transformación económica, en tanto que la organización monopolista del comercio colonial fijaba los beneficios que producía dentro de determinados sectores sin que se comunicaran a los demás. Una especie de modorra caracterizaba la vida del reino, antes tan vivaz y emprendedor.

Empero, en el ánimo de Carlos II y en el de sus consejeros estaba firmemente arraigada la decisión de defender en la medida de sus fuerzas, la unidad de la corona española contra la que conspiraban todas las fórmulas ideadas por las cancillerías extranjeras. A fines de 1698, concertaban Francia e Inglaterra el primer Tratado de Partición, por el que se reconocían los derechos del príncipe José Fernando pero con limitaciones que implicaban la cesión de algunos territorios a las otras potencias en litigio. Carlos II respondió inmediatamente a la ofensiva diplomática con un testamento por el que declaraba al príncipe bávaro su heredero universal; pero sus predicciones se vieron frustradas por la muerte de éste en febrero de 1699. Poco después, las potencias extranjeras concertaron un segundo tratado de Partición que dividía los territorios de la corona primordialmente entre las casas de Austria y Francia; pero Carlos II volvió a contraatacar con un nuevo testamento, esta vez en favor del duque de Anjou, nieto de Luis XIV, en cuyo favor trabajaban el cardenal Portocarrero y la Iglesia romana frente a las camarillas pro austríacas. Así las cosas y poco tiempo después de haber dado a conocer el testamento a la corte de Madrid, murió Carlos II dejando en pie el difícil problema de convertir sus últimos deseos en realidad.

De acuerdo con el tratado de Partición, Luis XIV parecía obligado a rechazar el testamento del rey de España. Empero, consideraciones de diversa índole lo movieron a aceptar sus disposiciones y a afrontar las consecuencias de su decisión, que no podían ser otras que la guerra, sobre todo en virtud de imprudentes apreciaciones de algunos diplomáticos franceses y de la decisión de Luis XIV de asegurar a sus súbditos el comercio de esclavos en la América española. Todo ello desencadenó prontamente el conflicto armado, que opuso a Francia la Gran Alianza, constituida por Inglaterra, las Provincias Unidas y el Imperio, junto con algunas potencias secundarias.

Las operaciones se desarrollaron sobre diversos escenarios. El príncipe Eugenio de Saboya comenzó las operaciones en la zona alpina contra las fuerzas francesas de Catinat, y el ejército inglés que el gobierno whig de la reina Ana confió al duque de Marlborough empezó a actuar en Flandes. Allí obtuvo este último algunos triunfos, especialmente el de Blenheim (1704). Simultáneamente comenzaron las operaciones marítimas – que condujeron a Portugal al seno de la Gran Alianza-, cuyo primer y más importante fruto para Inglaterra fue la conquista de Gibraltar, complementada mas adelante con la de la isla de Menorca.

Entre 1707 y 1709 las fuerzas francesas fueron batidas en algunas acciones importante que arrebataron Flandes a Luis XIV y perjudicaron la posición de Felipe de Anjou, que entretanto luchaba en España con el archiduque Carlos, pretendiente austríaco. Pero luego la situación mejoró en la península para el duque de Anjou, al tiempo que los vaivenes de la política interna de Inglaterra – donde los torys sucedieron a los whigs- dificultaban la acción de Marlborough, sobre quien pesaba, junto con Eugenio de Saboya, la principal responsabilidad de las operaciones. A esta circunstancia se agregó otra decisiva en 1711: la muerte del emperador de Austria José I, a consecuencia de la cual ocuparía el trono el archiduque Carlos. Inglaterra perdió inmediatamente el interés que mantenía por el conflicto, pues si estaba dispuesta a impedir la unión de Francia y de España en manos de los Borbones, menos aún parecía dispuesta a consentir la unión de España a la corona austríaca. Sus esfuerzos se dirigieron, pues, a concertar una paz, cuyos preliminares comenzaron en Utrecht en enero de 1712, sin que se firmara armisticio previo. De modo que los ejércitos franceses y el mariscal Villars pudieron obtener en junio de ese mismo año una gran victoria en Denain que mejoró notablemente la posición diplomática de Francia. En ese estado de cosas, en abril de 1713 se firmaron los tratados de Utrecht entre Inglaterra y los Borbones – pues el emperador decidió continuar la guerra -, que se perfeccionaría más tarde, al avenirse los Habsburgo a pactar firmando los tratados suplementarios de Rastatt, Baden y de la Barrera.

Esos tratados constituyen el punto de partida de una nueva situación europea, de notable trascendencia en las áreas de influencia de los distintos países, especialmente en América. Sin duda alguna quedaba la dinastía borbónica como beneficiaria de una parte de la corona española pues se reconocía a Felipe de Anjou como rey de España con las colonias americanas; pero en cambio las posesiones italianas se repartían entre Austria y Saboya y Flandes pasaba a poder del primero de esos dos países. El reparto territorial no fue, con todo, lo más importante del nuevo orden que los tratados de 1713–15 crearon en Europa. Lo que consagró definitivamente la negociación de paz fue la crisis del tradicional estatus europeo vigente desde los tratados de Westfalia, y sobre todo la crisis de la hegemonía francesa en Europa, en sustitución de la cual se levanta el predominio de las potencias marítimas, y especialmente Inglaterra, que consolidará su posición con la dependencia indirecta a que sometió a las Provincia Unidas y a Portugal. Los signos de ese ascenso son las posesiones de alto valor estratégico que Inglaterra adquiere: Gibraltar y Menorca en el mar Mediterráneo, así como las que obtiene para los aliados: la colonia del Sacramento en el Río de la Plata, que debía ser una última base para el tráfico de negros y el comercio en general; pero más todavía lo testimonian los derechos comerciales que Inglaterra adquiere, y especialmente el asiento de negros que se le concede en el Río de la Plata, así como otras ventajas que confirmaban su posición ya insinuada en el siglo XVIII con respecto a la actividad económica de España. De ese modo, frente a las rivalidades que quedaban en pie por tales o cuales territorios y que encenderían nuevas guerras en los próximos años, Inglaterra asume el papel de potencia marítima y económica de primera categoría, con el cual habría de adquirir el de observadora y reguladora de la política europea.

II. Europa desde el tratado de Utrecht hasta la guerra de los siete años

La liquidación de la guerra de la sucesión de España coincidió con la muerte de Luis XIV (1715), tras de la cual se inicia en Francia la regencia del duque de Orleans. Todas las vigorosas estructuras creadas por el rey Sol comenzaron entones a debilitarse, abandonadas en parte voluntariamente por el regente, de tendencias liberales, y predispuesto a alimentar las que habían sido contenidas por su antecesor, y trabajadas en parte por la atmósfera de relajamiento que comenzó a predominar en la corte, tras la era de austeridad que habíase iniciado bajo el predominio de Mme. De Maintenon. Se relajó la concepción centralizada, se debilitó la política religiosa, y hasta comenzaron a aparecer lícitas las observaciones que empezaron a difundir, no sin precauciones, pensadores de nuevo cuño, como Montesquieu cuyas Cartas Persas aparecieron en 1721. Pero no eran sino actitudes negativas. Lo fundamental fue el desconcierto frente a las nuevas circunstancias, frente al poderío económico de Inglaterra, frente al fracaso de la orientación económica de Francia durante el siglo XVII, frente al nuevo sistema internacional creado por los tratados de Utrecht. Signo de ese desconcierto fue la conducción de la política exterior, que osciló entre la alianza con España, defendida por el embajador Saint-Simon, y la alianza con Inglaterra, propugnada por el ministro Dubois. Esta última triunfó al fin y dio como fruto un tratado anglo-franco-holandés firmado en 1717, al que siguió una breve guerra de los aliados con España.

No menos evidente fue el desconcierto respecto a la política económica, demostrado palmariamente con la plena e imprudente adhesión del regente a los audaces planes del banquero Law. Mediante un arriesgado experimento, no exento por cierto de probabilidades de éxito, Law quiso restaurar las escuálidas finanzas del estado mediante un sistema crediticio cuya única base, débil por cierto, era la Compañía del Mississippi, acerca de cuyas explotaciones los planes eran sumamente imprecisos y las actividades reales insignificante. El experimento financiero concluyó en una pavorosa bancarrota que conmovió aun más la difícil situación de Francia frente a las demás potencias, y no era el nuevo rey, Luis XV, que llegó al trono en 1723 y a los trece años de edad el más indicado para remediarla. Afortunadamente trabajó a su lado su antiguo preceptor y ahora primer ministro, el abate Fleury, hombre prudente aunque poco brillante, y dispuesto a extremar las precauciones para evitar nuevos descalabros. Coincidió su gobierno con el del ministro Walpole en Inglaterra, pacifista y como Fleury convencido de la posibilidad de un entendimiento, de modo que comenzó un período que podía imaginarse de reposo y reordenamiento

Empero, el matrimonio concertado entre Luis XV y la princesa María Leczinska, hija del destronado rey de Polonia, comprometió a Francia en una guerra con el Imperio que estalló en 1731 y que, sin resolver el problema de fondo, provocó una modificación del mapa político de Italia, consagrada en el tratado de Viena. Se vió entonces a las potencias marítimas intervenir en los conflictos territoriales suscitados en el continente, y se vio también el intento de las dos ramas borbónicas, frustrado por cierto, de llegar a una unión para sustraerse a los compromisos comerciales contraídos en el tratado de Utrecht. Pero la situación no pudo modificarse sustancialmente ni se modificó por cierto en el período inmediato, pese a los nuevos conflictos y negociaciones que hubieron.

En efecto, en 1740 estalló la guerra por la sucesión de Austria, en la que Francia combatió contra Inglaterra y Austria, unidas ahora no solo por el temor a Francia sino también por la aparición de Prusia, antiguo ducado que desde 1701 constituía un reino en virtud de la compra del título real por Federico I Hohenzollern al emperador Leopoldo. Cuando Federico I murió en 1713, lo sucedió en el trono prusiano Federico Guillermo I, a quien se conoce con el nombre de Rey Sargento por su dedicación casi exclusiva a la preparación de un poderosos y disciplinado ejército; y gracias precisamente a ese eficaz instrumento militar pudo su sucesor, Federico I atreverse en 1740 a desafiar al imperio austríaco con motivo de la unánime resistencia que suscitó la Pragmática Sanción del emperador Carlos VI, en virtud de la cual se adjudicaba el trono a María Teresa contra la esperanzas de otros aspirantes.

Arrastrada por el conflicto, Francia luchó contra Austria, sin que por cierto le reportaran ningún beneficio sus victorias militares en los Países Bajos. Prusia, en cambio, obtuvo pronto fruto de sus acciones, y se quedó con Silesia, cuya posesión le fue reconocida por un tratado separado con el Imperio en 1745, en tanto que los demás contendores proseguían la guerra. Pero aquel episodio reveló la existencia de una potencia nueva, Rusia, que se insinuaba como un estado de fuertes ambiciones territoriales y frente al cual había de producirse poco después una inversión de las alianzas de acuerdo con la nueva situación.

En efecto, mientras Francia y Rusia decidían apoyar a Austria contra Prusia, Inglaterra optaba por apoyar a los Hohenzollern como una cuña introducida en el sistema de equilibrio de los estados continentales. Pesaban en esta decisión de Inglaterra algunas consideraciones dinásticas, pues con Jorge I habíase inaugurado en 1714 la época de los Hannover; pero mucho más pesaban los intereses permanentes de Inglaterra como potencia marítima, deseosa de impedir una hegemonía muy marcada en el continente por parte de algún estado. Así lo entendió William Pitt, el ministro de Jorge II, durante cuyo reinado – como en el de su antecesor- gobernaron libremente los ministros del partido whig, representante eminente de los intereses de la rica burguesía que usufructuaba de la expansión marítima y colonial, así como también del desarrollo de la manufactura que se desenvolvía con ritmo creciente. Ya por entonces, en efecto, habían aparecido algunas innovaciones fundamentales en la industria textil y había adquirido vigoroso impulso la organización capitalista, de modo que el problema de las fuentes de materia primas y el de los mercados constituían otras tantas preocupaciones fundamentales a las que el estado procuraba hallar solución.

Muy distinta era la actitud de los Borbones, tanto en Francia como en España. Luis XV había conseguido atraerse el odio de sus súbditos por su actitud indiferente o francamente negativa respecto a los grandes problemas nacionales, y en 1747 había sido objeto de un atentado criminal que lo retrajo aún más; estaba por entonces bajo la fuerte influencia de Mme. de Pompadour, alrededor de la cual se constituyó un grupo que pretendía dominar sobre el ánimo del rey en oposición al que encabezaba la reina; y en esta lucha se esterilizaba la vida de la corte, entre los sucesivos ensayos de los sucesivos ministros que procuraban distraídamente acrecentar los ingresos fiscales sin preocuparse de la creciente miseria que asolaba al país.

En España, el reinado de Felipe V había renovado un poco la atmósfera de inactividad y abandono que caracterizara la época de los últimos Austria pero sin que el país pudiera liberarse del todo de las nefasta influencia que contenían su desarrollo. Durante varios años Felipe V tuvo que luchar con su rival el archiduque Carlos, sobre territorio español; pero vencedor al fin, su victoria se consolidó con la firma de los tratados de Utrecht.

Poco después, Felipe V contrajo matrimonio con Isabel Farnesio, hija del duque de Parma, hecho del que se dedujeron algunas consecuencias importantes para España. En efecto, el rey confió el ministerio a un protegido de su esposa, el abate Alberoni, y desde ese momento comenzó a interesarse más de lo necesario por el destino de los estados italianos, que había sido motivo de complicadas negociaciones en Utrecht. Tan acentuada fue esa preocupación que no vaciló en desencadenar una guerra contra Austria, cuyos resultados fueron nefastos para España. Alberoni debió dejar el poder (1719), pero ciertamente había dejado la semilla en una renovación en el planteo tanto de las cuestiones interiores como de las internacionales. Si de modo inmediato no fue muy afortunado en estas últimas, su labor inició una nueva etapa contra las primeras, pues estimuló la actividad privada y la del estado en lo concerniente a la agricultura, la industria y el comercio con un resultado favorable que pudo apreciarse prontamente.

Los ambiciosos proyectos de Alberoni, que entrañaban el propósito de devolver a España su antigua situación internacional, fueron retomados por Patiño, llevado al ministerio por Felipe V en 1726, que fomentó intensamente las actividades económicas, al tiempo que procuraba aumentar el potencial militar. Este último propósito estaba guiado por el mismo afán de Alberoni de que España reconquistara sus posesiones en Italia; con esa finalidad intervino España en la guerra desencadenada por Francia contra Austria con motivo de la sucesión de Polonia, y esta vez fue alcanzada, pues el tratado de Viena de 1739 acordó a la rama española de los Borbones la corona del reino de Dos Sicilias, que fue confiado a uno de los hijos de Felipe V – Carlos, el futuro Carlos III de España-, con lo cual la gravitación de esta última en la política europea alcanzó un más alto nivel. Pero la obra inspirada y movida por los ministros de Felipe V no contaba con el apoyo activo de la voluntad real, débil y sometida a los embates de una profunda y persistente melancolía. Los mismos rasgos caracterizaron la fisonomía de su hijo y sucesor Fernando VI (1746-1759), durante cuyo reinado osciló España entre dos políticas que en ese momento eran antagónicas, una de ellas orientada hacia la alianza con Francia y otra orientada hacia la alianza con Inglaterra. Defendía la primera el marqués de la Ensenada y la segunda Carvajal y Lancaster, los dos ministros, y contribuyó a afianzar esta última, durante largo tiempo, la influencia que ejercía en el ánimo del rey su esposa Bárbara de Braganza, cuya inspiración, por seguir la del gobierno de Lisboa, se dirigía a acentuar una política anglófila. Consecuencia de esa orientación fue el afianzamiento de los privilegios de que gozaba Inglaterra con respecto al comercio de España y sus colonias así como también de las posesiones territoriales que había conquistado en Utrecht, todo ello circunstancialmente en peligro, como ocurrió durante el conflicto de 1743. Frente a esa influencia, los grupos francófilos procuraron torcer la voluntad real y por momentos lo lograron, pero sin conseguir un triunfo duradero hasta la muerte del rey Fernando en 1759, cuando ya había estallado la guerra de los Siete Años que debía modificar sensiblemente el panorama internacional.

III. La guerra de los Siete Años y sus consecuencias internacionales

La dificultad de adoptar una política definida frente a las grandes potencias europeas provenía en parte de que la relaciones entre ellas estaban precisamente por entonces sometidas a una revisión. Dos causas fundamentales determinaban ese cambio: la aparición de Prusia como potencia militar con fuertes ambiciones territoriales y los problemas coloniales que comenzaban a tornarse graves.

Tradicionalmente hostil a Austria, Francia había luchado con ella en los últimos conflictos y a favor de Prusia; pero los conflictos coloniales habían transformado a Inglaterra en su principal enemigo, de modo que todas sus providencias debían tomarse en el futuro en función de la política inglesa. Esta situación se agudizó en 1755 ocasionando una guerra entre Francia e Inglaterra con motivo de la competencia suscitada entre sus respectivas compañías comerciales que operaban en la India, y se agudizó aún más cuando inesperadamente, a principios de 1756, Federico II de Prusia firmó con Inglaterra el tratado de Westminster por el que se comprometía a defender la neutralidad del estado de Hannover, dominio de la casa real inglesa, contra un eventual ataque de Francia. Sorprendida y azorada la corte de Versalles por la actitud de su antiguo aliado, se apresuró a modificar su tradicional política y, aceptando la buena disposición que en tal sentido manifestara la emperatriz María Teresa, se apresuró a firmar con ella el tratado de Versalles por el que se establecía una alianza defensiva entre Austria y Francia. Así se prepararon las líneas para un conflicto que debía estallar inmediatamente.

La ventaja de Federico II de Prusia era que conocía perfectamente sus objetivos. Había declarado que eran imprescindibles para el desarrollo de su reino los territorios de Sajonia, la Prusia occidental polaca y la Pomerania sueca, de modo que al unirse a Austria el elector de Sajonia Augusto III, el rey se apresuró a dirigir su ofensiva contra ese territorio, cuya conquista logró en poco tiempo.

La situación militar de Federico, en cambio, era bastante difícil pues, frente al solo apoyo de Inglaterra, tenía como enemigos a los estados que detentaban aquellos territorios que él ambicionaba, los demás principados de Alemania, Austria, Francia y Rusia. Pese a ello, durante toda la campaña inicial de 1757 tuvo en jaque a sus enemigos invadiendo Bohemia, logrando una victoria importante frente a Praga y poniendo sitio a esa ciudad. A fines del mismo año Federico conseguía derrotar un ejército combinado de franceses y alemanes en la batalla de Rosbach, rendir un cuerpo austríaco en Schweidnitz y vencer a otros en Leuthen. Pero ya al año siguiente comenzó a hallar dificultades, pues fracasó frente a los rusos, que le infligieron en 1759 una terrible derrota en Kunesdorf. La desmoralización de Federico fue grande y no fue menor la de sus tropas, agravándose el hecho por la escasez de recursos por que pasaba Prusia. Empero, echando mano de todas sus reservas, improvisando la oficialidad y reclutando toda suerte de soldados, Federico venció a los austriacos a principios de 1760 en Liegnitz, pero no pudo evitar que otro cuerpo del Imperio y el ejército ruso entraran en Berlín.

La desesperada situación de Federico, a quien los ingleses negaban ahora los subsidios de guerra, mejoró al morir la zarina Isabel de Rusia, pues es nuevo el zar, Pedro III, abandonó la alianza austríaca y concertó una nueva con Prusia, a la que decidió ayudar con sus fuerzas. Gracias a ello obtuvo Federico la victoria de Freiberg en 1762, y si bien es cierto que poco después Catalina II le retiró ese apoyo, los austríacos comprendieron que no podrían vencer definitivamente a Federico y se avinieron a firmar con él la paz de Hubertsburgo en 1763, de la que Prusia no obtuvo, por cierto, ninguna de las ventajas que había buscado al desencadenar la contienda. 

Por su parte, los otros beligerantes firmaban también la paz. Inglaterra y Portugal, por una parte, y España y Francia por otra, habían mantenido la guerra en los territorios coloniales, de manera que al firmarse entre ellos la paz de París, en 1763, se ventilaron esos problemas con notoria ventaja para Inglaterra y su aliada. En efecto, Francia perdió el Canadá en beneficio de Inglaterra y la Luisiana en beneficio de España, la cual la recibía como compensación por haber tenido que ceder a Inglaterra el territorio de la Florida, al tiempo que entregaba a Portugal la Colonia del Sacramento. También renunciaba Francia a sus derechos en la India, de modo que su imperio colonial quedaba destruido, en tanto que el de Inglaterra se acrecentaba no solo por las anexiones territoriales sino también por los nuevos privilegios comerciales que conseguía por el tratado.

IV. La renovación del pensamiento en el siglo XVIII

Así comenzó a definirse el pleito entre las potencias continentales y las nuevas potencias marítimas en favor de esta últimas, que imponían con su hegemonía todo un sistema de relaciones político económicas y aun una concepción de la vida. Ese sistema se basaba en una nueva concepción de la vida económica que provenía eminentemente del análisis de las peculiares condiciones de la realidad que caracterizaban la situación de Inglaterra. Para ella, en efecto, las doctrinas mercantilistas que sostuviera a fines de la Edad Media y en los primeros tiempos de la Moderna, que Colbert había impuesto en Francia en época de Luis XIV y que durante largo tiempo parecieron resumir la máxima sabiduría, carecían ahora de sentido ante su imposibilidad de competir con las potencias territoriales en ese terreno; ni podía Inglaterra bastarse a sí misma ni podía ejercitar en su provecho la múltiples y ricas perspectivas que entreveía en un mundo en el que las áreas políticas se mantuvieran como áreas económicas cerradas, pues cada vez más, su fuerza residía en el tráfico y concentración de materias primas, en la manufactura y en el comercio, aspectos en todos los cuales había ido logrando beneficios, conquista tras conquista, hasta adquirir una posición privilegiada.

Defensora de la libertad de los mares – a pesar de que en otro tiempo Cromwell había adoptado una política contraria – Inglaterra sostuvo luego denodadamente las ventajas del comercio libre tanto en el campo de la práctica como en el de la teoría. Su actividad en el área hispanoamericana, por ejemplo, la beneficiaba considerablemente, pero no faltaban argumentos para afirmar que beneficiaba también a las regiones donde su comercio acudía a remediar casi insolubles problemas. Y este beneficio común se transformaba en un principio general cuando aparecía fundando y sostenido doctrinariamente por un agudo investigador de los problemas económicos como Adam Smith. Decía éste en La riqueza de las naciones, obra aparecida en 1736, que no había política más sabia que la de dejar en plena libertad tanto a los productores como a los consumidores, para que cada uno resolviera sus necesidades según su libre determinación, y sin otras normas que las que les fuera dictando el libre juego de la oferta y la demanda, pues eran estas las únicas reglas que debían regir el proceso económico. Un sistema basado en estos principios, y en el que el principal motor fuera el trabajo – al que Smith consideraba como fuente primordial de la riqueza – aseguraría a las diversas naciones su máximo desarrollo económico, en tanto que la persistencia en los principios del mercantilismo debía conducirlas inevitablemente a la consunción.

Esta doctrina correspondía a la que los fisiócratas- Quesnay, Gournay, Turgot- sostuvieron en Francia aproximadamente por la misma época, con la sola diferencia que estos, partiendo del análisis de la economía francesa y especialmente de los datos que proporcionaba la situación de su tiempo, ponían el acento no en el comercio sino en la agricultura y en la industria. La coincidencia radicaba sobre todo en la unánime repulsión del intervencionismo estatal en la vida económica, considerado como resueltamente nefasto en cuanto intentaba regular por razones políticas y fiscales un proceso que debía atender exclusivamente a su propia naturaleza. Era el pensamiento que los fisiócratas resumían en la fórmula lanzada con singular éxito por Quesnay: “Laissez faire, laissez passer”, fórmula que en Francia respondía a un anhelo unánime surgido de la experiencia derivada de la política fiscal de Luis XIV y Luis XV, con cuyo sistema se iban secando poco a poco las fuentes de producción. La doctrina inglesa, en cambio, tenía un carácter menos polémico, pues había surgido posteriormente a su vigencia práctica tras el triunfo de la burguesía en las revoluciones del siglo XVII, y el estado era allí acentuadamente prescindente en materia económica. 

En efecto, el estado inglés tenía en el siglo XVIII los caracteres que le había impuesto la revolución iniciada por Cromwell y estabilizada tras muchas peripecias con el movimiento de 1688, del que provenía el “Bill of Rights”, piedra angular de la monarquía parlamentaria.  Cristalizaban en él las aspiraciones de una burguesía que crecía y se fortalecía desde hacía varios siglos, y que ahora había logrado asegurarse el control del estado precisamente para garantizar su prescindencia en lo económico. Realizadas estas conquistas tras múltiples sacrificios, con un enérgico sentido de la responsabilidad individual y de los derechos concomitantes del individuo, configuraban ahora una imagen de la vida política cuyo perfil trazaba Locke con precisión en su Tratado del gobierno civil. Y tras la inspiración del gran teórico, toda una escuela de pensadores atraídos por el tema de la filosofía política se inauguraba como un testimonio de la inquietud primordial del siglo XVIII, en cuyas postrimerías pudo decir el poeta Pope que no había tema más excelso para la humanidad que el hombre mismo.

Representaron esa tendencia en Inglaterra Bolingbrocke y Hume, partidario el primero de la fundamentación del orden social sobre el principio del contrato – como había sostenido Locke -, y enemigo el segundo, más próximo a la concepción del hombre como ser radicalmente egoísta que había desarrollado, siguiendo una vieja traición, el filósofo Hobbes. Pero hay en ambos un decidido rechazo de la concepción teológica del estado. Esta tesis, que Bossuet había querido remozar a fines del siglo XVII, debía constituir el objetivo de todos los ataques de los pensadores franceses que se ocuparon de estos temas, y que son por cierto los espíritus más representativos de la época.

Poco antes de promediar el siglo publicó Montesquieu El espíritu de las leyes, en el que ofrecía un sistema completo de filosofía política de acuerdo con el pensamiento renovador. Sagaz observador de la realidad política de su país – que había descripto en las Cartas persas– Montesquieu se nutrió en el estudio de la historia, especialmente la de Roma, y en el análisis de las nuevas corrientes filosóficas, políticas y jurídicas, especialmente las que predominaban en Inglaterra, las cuales, aunque no recibieron su plena adhesión, le permitieron entender el cuadro de las nuevas instituciones inglesas.

Montesquieu se propuso indagar los principios que rigen la vida política y el régimen de sus transformaciones, para lo cual no partió del supuesto de la ley natural sino directamente de las relaciones entre la realidad natural y la sociedad organizada políticamente. Como su objeto era llegar a establecer un sistema práctico capaz de regular las relaciones políticas sobre la base de lo que consideraba como fin último de la existencia social, esto es, la libertad, Montesquieu procuró dar las normas fundamentales para el ordenamiento de un régimen de gobierno basado en la ley – no en la voluntad individual-, de modo que esa libertad estuviera al abrigo de los vaivenes del poder. Movido por esta preocupación, llegó Montesquieu a idear su genial sistema de la división de poderes, que constituye su más notable aporte en el campo de la ciencia política, pues discriminando las esferas de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, ofrece la solución para descomponer lógicamente las funciones del estado y para imposibilitar su personalización.

Una tesis muy diversa, aunque inspirada por análogas preocupaciones, sostuvo Rousseau, especialmente en El contrato social, donde retoma la tesis combatida por Hume y la desarrolla para fundamentar el principio de la soberanía del pueblo, eje de su pensamiento político. Solo por delegación del pueblo adquiere la autoridad quien ejerce legítimamente el poder; y esta delegación proviene de un pacto que se hace necesario en el momento en que desaparece el estado de naturaleza en que primitivamente viven los hombres, estado feliz que se torna imposible cuando se acentúan las desigualdades entre ellos.

El pacto social se expresa por el acuerdo unánime o “voluntad general”, que luego adquiere realidad por medio de la expresión de las mayorías. Esa voluntad general y soberana y sus decisiones invalidan todo poder que no la representa, de modo que surge de la tesis roussoniana una virtualidad revolucionaria que había de tener la mayor importancia en el curso de los acontecimientos posteriores. Rousseau llevaba con ella hasta sus últimas posibilidades el pensamiento de su siglo y, más aún, se adelantaba a él señalando ya nuevas y distintas posibilidades que hacen de él un precursor del romanticismo del siglo XIX.

Por el contrario, Voltaire representaba fidelísimamente las opiniones contemporáneas, y su esfuerzo supremo -de polemista más que de teórico- se dirigía a tornar en realidad y a imponer aquellas ideas. Como muchos de sus contemporáneos, estaba convencido de que el sistema de pensamiento en que militaba había alcanzado ya madurez suficiente como para traducirse en formulas susceptible de arraigar en todas las conciencias. De ese modo triunfaría poco a poco “la luz de la Razón” sobre los prejuicios tradicionales y se apresuraría la marcha de la humanidad por la vía del ininterrumpido progreso. Tales eran los ideales de aquella generación, que expresó de manera eminente en la Enciclopedia su pensamiento y sus anhelos.

Preparada por d’Alembert y Diderot, la Enciclopedia debía ser un instrumento de difusión y propaganda de las nuevas ideas, inspirada por el pensamiento de los filósofos y redactada por numerosos sabios que, en sus respectivas disciplinas, debían poner de manifiesto la nueva orientación predominante en los espíritus. Comenzada a publicar en 1751, tras la aparición del “Prospecto de  d´Alembert, colaboraron en ella Helvecio, Buffon, Voltaire, Condillac, d´Holbach, Necker, Turgot y otros, todos los cuales apuntaban desde diversos ángulos a un mismo fin: el esclarecimiento de las conciencias por la Razón, “concebida- como dice E. Cassirer- como fuerza originaria del espíritu que conduce al descubrimiento de la verdad y a su determinación”. Este esclarecimiento de las conciencias debía proyectarse de inmediato sobre la vida, y especialmente sobre la conciencia que cada individuo adquiriría de su posición en el mundo y sobre todo en el seno de los sociedad civil. La tolerancia, la igualdad, la libertad de pensamiento y tantas otras ideas que habían de tener luego tanta significación en las crisis políticas de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, encontraron en la Enciclopedia un vigoroso órgano de difusión, pues bien pronto sus volúmenes circularon no sólo por toda Francia sino también por buena parte de Europa y de América, obrando como un eficaz revulsivo. Los sostenedores del orden tradicional advirtieron muy pronto el peligro que encerraba, aun en la misma Francia, donde solo el azar de la connivencia entre la omnipotente Mme. de Pompadour y Diderot permitió que se superaran los obstáculos que el gobierno pretendió poner reiteradamente a su circulación. Con mayor razón surgieron esos obstáculos en otros ámbitos – en España y sus colonias, por ejemplo – donde la Enciclopedia solo circuló en forma clandestina o poco menos. Solo adquirió plena difusión allí donde los príncipes habían abrazado una sutilísima doctrina de contemporización con las nuevas ideas, rechazando como utópicas algunas de las proposiciones sobre materia política, y adoptando en cambio otros postulados mediante los cuales tentaban una adhesión no peligrosa a las concepciones generales que entrañaba la Enciclopedia en el plano de la cultura y de ciertas formas de la vida social. Fueron ellos los representantes del “despotismo ilustrado”.

V. El despotismo ilustrado en Austria, Prusia y Rusia

En Austria, durante la segunda mitad del siglo XVIII, el gobierno estuvo en manos de la emperatriz María Teresa (1740-1780) y de su hijo José II (1780-1790). Para que la primera pudiera ceñir la corona, fue necesario que su padre, el emperador Carlos VI, introdujera una importante novedad en el régimen sucesorio dictando poco antes de morir la Pragmática Sanción por la cual se establecía el derecho de su hija a heredar el trono a pesar de la tradición que imponía la sucesión por vía masculina. Esta decisión del emperador desató la hostilidad del Elector de Baviera y del rey de España.  De allí se siguió la guerra por la sucesión de Austria, desencadenada en 1740 y a la que puso fin el tratado de Aquisgrán suscripto en 1748. Este conflicto le costó a Austria la Silesia, cedida a Federico de Prusia, y el ducado de Parma. Pero puso a prueba el temple de la emperatriz, que a pesar de su juventud supo resolver los difíciles problemas que suscitó el conflicto, agravados por la peculiar estructura del Imperio, verdadero mosaico de países diversos.

Un nuevo esfuerzo militar había de significar para Austria la guerra de los Siete Años, en víspera de la cual la hábil diplomacia de María Teresa logró poner a Francia de su parte. Entretanto, la emperatriz comenzó a desarrollar un plan de reformas que completó su hijo y sucesor José II, inspiradas en el espíritu renovador de la época y dirigidas contra el tradicionalismo conservador de la población de algunos de sus estados. Las necesidades de la guerra llevaron a María Teresa a reformar la organización militar, empresa que cumplió con tenaz voluntad durante todo su reinado, y continuó luego su hijo, buscando siempre alcanzar una centralización cada vez mayor. Idéntico espíritu inspiró la reforma administrativa que introdujo María Teresa para acentuar la vigilancia de los gobiernos locales, reforma que amplió luego su hijo para extenderla a todos los aspectos del gobierno imperial. En relación con esta reforma, pero como derivada de una norma general, estableció José II el principio de la igualdad de todos los ciudadanos con respecto a las cargas públicas, medida que, por cierto, robusteció considerablemente el erario imperial. Igualmente estableció la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, y abolió la servidumbre, con lo que dio un paso sumamente audaz en el camino señalado por las nuevas ideas sociales y jurídicas, hasta el punto de despertar una fuerte resistencia entre los sectores tradicionalistas. Pero todavía hizo más José II pues, siendo católico fervoroso, estableció la tolerancia religiosa y sometió a la Iglesia a una estrecha vigilancia por parte del estado.

Un cuadro parecido presenta Prusia durante el reinado de Federico II, de quien, por cierto, se sentía discípulo e imitador el emperador José de Austria. A su autoritarismo inflexible y a su constante preocupación por el engrandecimiento político y militar de sus estados, unía el déspota prusiano un auténtico y sostenido amor por las ideas de la Ilustración. Llenas de interés están las páginas de su Antimaquiavelo y de su Ensayo sobre las formas de gobierno y deberes de los soberanos, reflejos fidelísimos de las ideas en boga. Su corte de Postdam fue un activo centro de cultura, en el que brilló durante algún tiempo Voltaire, y de allí salió la inspiración que orientó la obra educacional emprendida por el estado prusiano, una de cuyas medidas fue el establecimiento de la obligatoriedad de la enseñanza. Su “racionalismo”, entendido en sentido práctico como antitradicionalismo, lo llevó a rever toda la legislación, desdeñando la meramente local y sometiendo al conjunto a criterios generales renovadores; pero más aún lo llevó a reconsiderar el cuadro económico del reino, que se propuso modificar emprendiendo la colonización de regiones antes abandonadas e impulsando la industria y el comercio para crear nuevas fuentes de riqueza que, naturalmente, repercutirían sobre las rentas fiscales.

También había sido esencialmente antitradicionalista Pedro el Grande de Rusia y lo fue luego, en pleno siglo XVIII, Catalina II. Todo lo que constituía la realidad de la Rusia feudal y llena de resabios orientales les pareció deleznable y se propusieron modificar radicalmente esa realidad de acuerdo con los principios de la razón. Las costumbres, las formas de la vida económica, los principios políticos, las relaciones con la Iglesia y con los países extranjeros, todo fue modificado de cuajo, apelando generalmente a la fuerza, contra la resistencia pasiva de la mayoría y con la sola fuerza de una idea que debía plasmarse en realidades, respaldada por la certidumbre de su modernidad, o mejor de su eterna verdad.

Por eso se les llamó a estos monarcas “déspotas ilustrados”. El fundamento de sus políticas fue una sabia y prudente discriminación de lo que había en las nuevas doctrinas de valioso y útil para la reordenación de la vida social, económica y cultural en vista de su utilización en beneficio de un sistema político autocrático, en tanto que omitían o condenaban los principios político sociales que entrañaban esas mismas doctrinas, pues era evidente que, llevadas hasta sus últimas consecuencias, conducían a conclusiones harto distintas de las que el despotismo defendía.

VI. Europa en vísperas de la Revolución Francesa

Si fue deliberada, es innegable que la actitud de los déspotas ilustrados fue de una extraordinaria sabiduría y prudencia. Francia, que elaboró en su seno las conclusiones que podían extraerse del proceso revolucionario operado en Inglaterra tanto en lo económico como en lo social, y que exploró sutilmente las raíces y las proyecciones de las ideas que iba conquistando mediante el análisis de la realidad, hasta ordenarlas en un sistema que parecía fundado en la razón objetiva, no vio a sus gobernantes aprovechar esa lección que llegaba, en cambio, hasta las lejanas cortes de Viena, San Petersburgo y Postdam. La herencia de Luis XIV obraba en sus descendientes como una pesada carga de la que parecían no poder sustraerse y que limitaba todos sus intentos para salir del atolladero en que la misma política del gran rey había puesto al estado francés. Allí el problema era, sobre todo, el de la impotencia de la nación para soportar la gigantesca estructura fiscal que se había organizado en época de Luis XIV y que por inercia no hacía sino crecer y crecer, sin que, paralelamente, crecieran las fuentes de riqueza de la nación misma. Agudizado el problema durante la época de Luis XV, las nefastas consecuencias de la guerra de los Siete Años, con las desastrosas derivaciones que tuvo respecto a los problemas coloniales, redujeron a Francia a una situación de notoria inferioridad frente a Inglaterra, con el agregado de hallarse trabada de manera singularmente peligrosa por los hilos de las alianzas continentales.

Signo de esta trabazón era ahora el matrimonio de Luis XVI — que llegó al trono en 1774 – con María Antonieta de Austria, hija de la emperatriz María Teresa y educada por su madre en la concepción autocrática del poder real que la caracterizaba. Pero en tanto que María Teresa sabía equilibrar su autoridad con una política flexible, ni María Antonieta ni Luis XVI supieron hallar un rumbo para afrontar los problemas de la nación que se agudizaban cada vez más, y se encerraron en aquella mezcla de soberbia y de debilidad que debía acabar con la monarquía.

Ciertamente, se intentó también allí alguna vez acordar el sistema gubernamental con las concepciones predominantes en los círculos renovadores. En el ministerio de Luis XVI ingresaron hombres como Malesherbes y Turgot, el primero representante genuino del espíritu de la Enciclopedia y el segundo uno de los exponentes más caracterizados de la escuela fisiocrática. Pero su programa se estrelló contra una realidad no por absurda menos vigorosa, contra un complejo de pequeños problemas que nadie quería afrontar. El plan que proyectó Turgot era la sensatez misma. Frente a la pobreza del erario fiscal, la solución, lejos de residir en el aumento de las tasas impositivas, estaba en acrecentar la riqueza de la nación. Había que dejar en libertad a la producción, especialmente la de los campos y al mismo tiempo reducir enérgicamente los cuantiosos gastos de la corte originados en la singular política que ideara Luis XIV para reducir a la nobleza y que se convirtió luego en práctica malsana y ajena a toda previsión. El resultado era seguro, pero se levantaron contra el plan de Turgot todas las camarillas, todos los egoísmos, todos los intereses creados, y al cabo de poco menos de dos años el ministro reformador fue obligado a renunciar su cargo.

Desde entonces Luis XVI no volvió a tener un ministro que poseyera un plan constructivo. No faltaron a su lado hombres inteligentes, pero los que hubo procuraron amoldar su pensamiento al gusto de la corte y balancearon sus medidas para remediar la situación sin disgustar a los poderosos. Por eso fracasaron Necker y Calonne, que lanzaron a Francia por el camino de los empréstitos, aun cuando insinuaran algún plan para contener la radical crisis que amenazaba la economía francesa.

Entretanto, Francia no dejaba de hostilizar a Inglaterra, segura de que constituía su principal enemigo. Inglaterra progresaba y se enriquecía. El largo reinado de Jorge III (1770 – 1820), a pesar de las dificultades políticas y del grave descalabro que significó la independencia de los Estados Unidos, contempló una profunda renovación del país y su ingreso en un nuevo tipo de vida económica y social.

Hasta entonces, las capas sociales predominantes en Inglaterra habían sido las de los propietarios que trabajaban sus tierras; pero el inmenso desarrollo en poco tiempo de las diversas industrias, impulsadas por los numerosos e importantísimos adelantos técnicos, cambió radicalmente la situación. Se asiste entonces a la llamada “Revolución Industrial”, un movimiento de intensas consecuencias que, partiendo de una serie de pequeños inventos, adquiere inmensas proporciones gracias a su rápida adopción por los manufactureros que procuran transformar las condiciones de la producción, especialmente en cuanto a las fuentes de energía y a la industria textil. Las consecuencias de esa revolución no se hicieron esperar. Los grupos predominantes pasaron a ser ahora los de los capitalistas que explotaban la industria y el comercio, pero una parte de cuyas fortunas fue invertida luego en la adquisición de grandes propiedades, con lo que se modificó la situación de las campañas. La población rural, frente a las nuevas condiciones que caracterizo el trabajo de los campos, optó por amoldarse a las nuevas corrientes de la vida económica y se proletarizó, tanto en los campos como en las ciudades, pero especialmente en estas últimas hacia las que emigraron grandes masas que transformarían totalmente su fisonomía. Así, como, por ejemplo, Manchester que era uno de los grandes centros de la industria textil, Birmingham, que era uno de los principales focos de la industria metalúrgica, y Liverpool, donde se concentraba buena parte del comercio de la exportación, triplicaron aproximadamente su población en los últimos cuarenta años del siglo XVIII.

Esta transformación debía consolidar la posición del partido wigh, pero Jorge III se propuso, en los primeros tiempos de su reinado, restaurar el perdido poder de la corona, y se apoyó en los tories, antiguos defensores de los Estuardo y de la monarquía absoluta, cuyo triunfo electoral aseguró por los más violentos y deshonestos métodos. Una considerable inquietud caracterizó esta época, de la que se derivaron consecuencias gravísimas, entre todas las cuales acaso la más significativa fue la independencia de las colonias americanas, que no vacilaron en desencadenar la guerra y buscar su emancipación a causa de la torpe política impuesta por el rey. Este hecho concluyó por colmar la medida y provocó graves conflictos que obligaron a Jorge III a abandonar su terca decisión de contrariar una realidad ya consolidada. Guillermo Pitt, hijo del que había sido ministro de su padre, fue llamado al poder y poco después se disolvió el parlamento convocándose a elecciones generales que dieron al ministro un triunfo legítimo. A partir de ese momento la corona volvió a asumir el papel que le había impuesto la revolución de 1688, y el parlamento retomó la función que desde hacía un siglo se le había encomendado, como auténtico representante de la opinión pública.

Frente a Inglaterra, mantenía Francia su actitud hostil y procuraba resarcirse de los prejuicios que le había reportado la guerra de los Siete Años. Lo que había perdido en territorios pensó recuperarlo en influencia apoyando contra la metrópoli el movimiento emancipador de las colonias americanas; y no solo combatieron allí soldados franceses sino que también proporcionó Francia a los insurrectos todo su apoyo diplomático, hasta el punto de reconocer ya en diciembre de 1777 la independencia de los Estados Unidos y de firmar enseguida con ellos un tratado de alianza que implicaba necesariamente la guerra con Inglaterra.

Esa guerra significó para el escuálido tesoro francés una nueva inversión que no podía sino apresurar su agotamiento. La deuda pública alcanzaba ya a los mil millones de libras y los arbitrios intentados por Necker y por Calonne seguían chocando con la pertinaz decisión de los círculos áulicos que dominaban la voluntad real de no ceder ninguno de sus privilegios. Lomenie de Brienne procuró hallar la solución al problema y, como ministro de la corona, pensó convocar a los Estados Generales, asamblea representativa de los tres órdenes – nobleza, clero y estado llano –, para que buscara una solución al intrincado asunto que no podían resolver los financistas. Pero como el problema arreciaba Brienne fue desalojado del poder y Luis XVI llamó nuevamente a Necker, porque la corte consideraba que un experto banquero era el hombre más indicado para afrontar la delicadísima situación. A él le tocó convocar a los Estados Generales para el 12 de mayo de 1789 y hacer frente a las primeras dificultades que suscitó su reunión, cuyo final había de ser el ocaso de la dinastía borbónica en Francia, entre los fuegos revolucionarios.

En España, en cambio, la dinastía borbónica había dado al reino, en la segunda mitad del siglo XVIII, un monarca ejemplar en la persona de Carlos III, rey de Nápoles y Sicilia desde 1738, y rey de España en 1759 a la muerte de su hermano Fernando VI. Con él aparecen en España, dentro de los límites, las ideas renovadoras que lograban la adhesión de otro soberano en el centro y el este de Europa, y comienza una era de promisorias formas.

Como Felipe V en los albores del siglo, se rodeó Carlos III de ministros renovadores y expertos sobre todo en los problemas económicos. Estos últimos constituyeron la preocupación fundamental, pues era evidente en España la necesidad de vitalizar las fuentes de riqueza estimulando no solo la agricultura y la ganadería, sino también, y más aún, la industria y el comercio. Se emprendieron numerosas obras públicas y se concedieron importantes franquicias y garantías para las empresas comerciales e industriales, en todo lo cual tuvo una destacada participación el ministro Campomanes, avezado economista de tendencias decididamente liberales. De acuerdo con esta tendencia, se estableció una suerte de libertad comercial para las colonias americanas, que si no lo era totalmente, representaba un sensible progreso con respecto a la situación anterior; pero además se creó un nuevo régimen político y administrativo que confiaba este último aspecto del gobierno a nuevos funcionarios, los intendentes, para que estimularan la riqueza colonial, ahora más estimable a la luz de las nuevas ideas en cuanto provenía de la explotación de la tierra.

Con el consejo del conde Aranda y del conde de Floridablanca, Carlos III ensayó otras numerosas reformas, que no excluyeron algunas costumbres, y por tanto, promovieron vigorosos conflictos, entre los que se destacó la expulsión de todos sus dominios de la orden de los jesuitas. Esta drástica medida no fue la única que se tomó para reordenar la relación entre la Iglesia y el Estado. La corona comenzó a desarrollar una política regalista en todos los órdenes, afirmando su autoridad eminente, y tomando a su cargo funciones que antes parecían privativas de la Iglesia, especialmente la educación y la beneficencia pública. Además se propuso Carlos III afianzar la autoridad del estado sobre el clero, cuyos bienes fueron gravados ahora con los impuestos de que antes estaban exentos, y sometió a su autoridad las sentencias de los tribunales de la Inquisición, que ejercían una severa tutela sobre las conciencias, apelando a gravísimas penas después de procesos que, por ajustarse a normas vernáculas, contradecían ahora las ideas renovadoras sobre el orden jurídico y la dignidad individual.

El gobierno de Carlos III debió luchar, naturalmente, con el fuerte sentimiento tradicionalista que predominaba en densas capas de la población española; su obra exigía una tenacidad y una energía poco frecuente, y el rey demostró poseerla; pero estas virtudes no caracterizaron por cierto a su sucesor, Carlos IV, que subió al trono en 1779.

Débil de carácter y además trabajado por difíciles situaciones cortesanas, Carlos IV fue incapaz no solo de llevar adelante el audaz plan que su padre había ideado y comenzado a realizar sino también de mantener las conquistas que aquel había logrado. Por debilidad, y en parte por convicción, cedió a las influencias que ejercían las fuerzas reaccionarias; y cuando estalló la revolución francesa y pareció evidente la identificación de las tendencias renovadoras con las que inspiraban el movimiento revolucionario, su gobierno adoptó resueltamente una posición opuesta a la defendida por los hombres de la Ilustración, que comenzaron a ser llamados “afrancesados”, lo cual quiso decir al principio revolucionario y terminó significando algo muy parecido a traidor. De ese grupo formaban parte, por cierto, hombres tan ilustres y representativos como el gran pintor Francisco de Goya, el comediógrafo Leandro Fernández de Moratín, y el polígrafo y estadista Gaspar Melchor de Jovellanos. Ellos y sus opiniones fueron combatidos encarnizadamente por una corte que giraba apresuradamente hacia el casticismo, alejándose de la orientación europeizante que caracterizara a la época anterior y entretanto quedaba el poder en manos del que se llamó Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, privado de los reyes y especialmente de la reina María Luisa, que procuró sortear sin excesiva habilidad los terribles peligros que acechaban al reino después de 1789.

Ese año, los Estados Generales reunidos en París, realizaron un rápido proceso revolucionario que condujo a una transformación radical de la sociedad y el estado franceses. Convocados nada más que para que aconsejaran al rey sobre los recursos de que podría echarse mano a fin de remediar las angustias fiscales, su fisonomía política se transformó rápidamente por iniciativa y obra del estado llano, que alcanzó plena conciencia de su fuerza y encontró la ocasión de poner en vigencia aquellos ideales renovadores que habían introducido en su espíritu los filósofos políticos de la Ilustración. El principio de que todo poder proviene del pueblo – única fuente de soberanía – quedó afirmado categóricamente al proclamar el estado llano que la mayoría de los representantes constituía la Asamblea Nacional, y más resueltamente aún al resolver la convocatoria de la Asamblea Constituyente, que debía rever el pacto entre el pueblo y la monarquía y fijar los nuevos términos del contrato social en una constitución escrita que establecería el principio de la división entre los poderes, todo según los dictados de la razón.

Empero, el temor de una reacción por parte del rey y de la nobleza, tras de los cuales podía esperarse fundadamente un alineamiento ofensivo de todas las monarquías absolutas de Europa, incitó a la burguesía, que rápidamente se hacía cargo de la dirección del movimiento revolucionario, a adoptar una política enérgica mediante la cual pudiera asegurarse el triunfo de la razón por la fuerza de la voluntad. El 14 de julio el pueblo de París asaltó la Bastilla, y el 4 de agosto fue decretada la supresión de todos los privilegios de que gozaban la nobleza y el clero, muchos de los cuales, por cierto, ya habían sido abolidos en algunos estados absolutistas. Y para consagrar la nueva concepción dominante, se comenzó por preparar el preámbulo de la futura constitución, estampando en él la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

La revolución francesa siguió su curso. A la monarquía constitucional siguió la república, organizada en medio del fragor de la guerra por la Convención, cuyas medidas alcanzaron todos los órdenes de la vida hasta introducir una transformación radical en ellos. Era un experimento audaz que causó el estupor no sólo de todos los reaccionarios sino también de los liberales que, como los ingleses, negaban el derecho de la Razón a interferir el curso de la vida histórica. Pero por su misma audacia, el experimento cobraba un valor imponderable para muchos espíritus, y el ejemplo francés constituyó la guía de todos aquellos que por temperamento deseaban la revolución, los “jacobinos” como se les llamó, con una palabra que tomó muy pronto un peculiar significado en la política de la época. Ese ejemplo, combinado con el de la revolución de las colonias inglesas de América del Norte, contribuyó a formar los grupos rebeldes en los dominios españoles. Pero cuando éstos pudieron empezar a actuar, en Francia el Imperio ya había sucedido a la República. Un nuevo cuadro internacional se dibujaba, sobre el que brillaban las luces de la gran revolución, tornasoladas por los reflejos de la nueva autocracia.