El análisis del caso argentino, referido a los últimos treinta años, presenta dificultades particularísimas en el momento de escribir este informe. El proceso socioeconómico y político argentino, en relación con el juego entre democracia, autoritarismo y desarrollo, no está en este momento en una cierta fase —definida— de un movimiento pendular, sino en una compleja crisis particularmente difusa y fluida, acerca de la cual es sumamente difícil hacer un diagnóstico a corto plazo, objetivo y fundado.
1. El trasfondo de la vida política
Desde entonces hasta 1945 no hubo intentos políticos de tipo decididamente autoritario, aunque haya habido dos revoluciones militares —en 1930 y en 1943— que introdujeron temporariamente ciertas actitudes que insinuaron —y prepararon— una conversión hacia el autoritarismo. Pero, entretanto, hubo un manejo peculiar del sistema democrático sobre el que conviene detenerse.
La democracia consagrada por las constituciones y las leyes, era, como es habitual, perfecta. En la práctica, la democracia funcionó originariamente para lo que podría llamarse la
De cualquier manera, hubo una progresiva educación para la democracia. Lo significativo es que las tendencias democráticas persistieron y cobraron renovado vigor al producirse la profunda transformación social que operó, aproximadamente desde 1870, la ingente masa de inmigrantes europeos que empezó a llegar al país. Hubo, al principio, una natural indiferencia política de los grupos inmigrados, algunos de cuyos sectores robustecieron con su apoyo, pasivo o activo, a las oligarquías dominantes. Pero al cabo de una generación las cosas cambiaron, y sobre todo cambiaron al aparecer las sucesivas generaciones de hijos de inmigrados. Preocupados por su ascenso económico y social, desencadenaron una vigorosa acción individual; pero el resultado fue que constituyeron nuevos sectores sociales de pequeña y mediana clase media, que muy pronto abandonaron la indiferencia política de sus padres y se adhirieron a los principios de la democracia con singular vehemencia. Los nuevos grupos sociales de origen inmigratorio no quisieron ser marginales y lucharon por su integración, apelando a la letra de la democracia formal. Hacia fines del siglo ya constituían el núcleo principal de un nuevo partido político —la Unión Cívica Radical— que exigía, sobre todo, la pureza del sufragio como método para la plena participación en el poder.
Un vigoroso y casi explosivo sentimiento democrático tonificó a la
Como en otras partes, este robustecimiento y generalización de una élite en los grupos desplazados, que se consideraban como una aristocracia. Pero eran grupos minoritarios e insignificantes, que sólo adquirieron cierta fisonomía cuando empezaron a sentirse apoyados por las ideas de Barrès y Maurras y, sobre todo, por las del fascismo italiano. Así se gestó un cierto componente de lo que más tarde sería el único intento autoritario experimentado en Argentina —con Perón—, que aun así conoció ciertas importantes limitaciones en cuanto al sentimiento elitista.
2. El primer enfrentamiento entre democracia y autoritarismo se planteó con la revolución de 1930. Las dos opciones le fueron planteadas por distintos grupos políticos al general Uriburu, jefe de la revolución. Acaso inclinado a la solución autoritaria, cedió finalmente a la presión generalizada en favor de la democracia, aunque de una manera singular. El sector que la apoyaba, hostil al
En una situación económica difícil, la naciente
Corresponden a ese período algunos testimonios singulares del escepticismo generalizado que suscitaron tanto la crisis económica general y sus agudas proyecciones en las clases medias y populares como el espectáculo de la democracia pervertida, a lo que debe agregarse la crisis de la convicción tradicional acerca de la grandeza élite.
Hasta entonces, la economía
3. El estatismo comenzó en
Un tímido desarrollo industrial había comenzado a producirse espontáneamente por entonces, con las industrias de sustitución de importaciones. Pero al comenzar la Segunda Guerra Mundial ese desarrollo se intensificó. El proceso coincidió —no casualmente, por cierto— con las migraciones internas que se produjeron desde las regiones empobrecidas del interior hacia las regiones prósperas del litoral. Las grandes
4. Dentro de ese cuadro de transformación social y económica, se produce la aparición del inusitado intento autoritario de Perón. Su llegada a la escena política significó la polarización de las nuevas masas, que se podrían caracterizar con todos los rasgos ya señalados del proceso socioeconómico y político argentino desde 1930: a) escépticas con respecto a la llamada democracia; b) sin experiencia política y sindical a causa de su origen migratorio desde regiones de tradición caudillesca; c) proclives, por eso mismo, a la aceptación de un autoritarismo paternalista; d) deseosas de incorpo-rarse a la estructura en la que sólo eran grupos marginales; e) anhelantes de ponerse en el camino del ascenso social y económico; f) hostiles a las formas tradicionales de la democracia y a los partidos comprometidos con ella, incluyendo los opositores que se habían mostrado ineficaces; g) conscientes, poco a poco, de su significación en el cuadro de la política urbana de masas; h) suficientemente desarraigadas como para poder adaptarse a las nuevas condiciones de vida y de trabajo y desprejuiciadas como para poder integrarse sin escrúpulos en la clientela política del que le ofreciera una nueva perspectiva social y económica.
Como de costumbre, esa masa no tenía un solo origen. Grupos arraigados se unieron a los grupos desarraigados. Gentes con experiencia política y sindical se sumaron a las gentes sin experiencia. Cuadros tradicionales giraron desde antiguas posiciones hacia la nueva constelación política. Así, el experimento autoritario se vio respaldado por un vasto conjunto social que volcó su apoyo a quien constituía su aglutinante. El experimento autoritario quedó configurado como una dictadura de masas.
Pero no había comenzado así. El experimento autoritario empezó con fuerte apoyo del poder militar. Fue una derivación coherente de la revolución pretoriana de 1943. Sólo el apoyo del poder militar permitió que el autoritarismo diera el primer paso sostenido por aquellos sectores castrenses que compartían una cierta opinión acerca de la situación social, política e internacional que vivía el país en 1945. El autoritarismo paternalista y personalista se puso de manifiesto por primera vez desde la Casa de Gobierno. Pero el segundo paso fue inmediato. El autoritarismo personalista no sólo necesitaba otros apoyos políticos sino que los encontró al alcance de la mano; y al cabo de muy poco tiempo lo que había nacido como un gobierno militar impopular se convirtió en un gobierno popular, apoyado simultáneamente en el poder militar y en el poder sindical y, por añadidura, en un difuso poder popular que se constituyó alrededor de la figura carismática del jefe. El poder autoritario delineó una política social de corte populista, fundada en la redistribución del ingreso y en el estímulo de los servicios y ayudas sociales. También delineó al principio una política económica nacionalista, fundada en la tradición militar, cuyo signo debía ser la industrialización del país. En este sentido, sin embargo, quedaron de manifiesto dos líneas. Por una parte se hizo cargo de la concepción militar del autoabastecimiento industrial y propuso un vasto desarrollo de la infraestructura y de las industrias pesadas y semipesadas, del que quedó un testimonio meramente indicativo en los dos planes quinquenales que se elaboraron. Pero, de hecho, el poder autoritario se ocupó más del desarrollo de la pequeña y mediana industria, no sólo para apoyar y promover los esfuerzos realizados por la industria privada durante la Segunda Guerra Mundial sino también para movilizar a su favor los sectores sociales urbanos vinculados a ella, tanto empresarios como obreros.
De las dos políticas, el poder autoritario prefirió poner más énfasis en la social que en la económica, y se volcó resueltamente hacia un populismo de caracteres demagógicos. Estimuló el consumo de las clases populares y medias y recurrió repetidamente a los aumentos salariales para compensar el alza de los precios, puesto que, normalmente, aquéllos fueron cargados a los costos. Pero a partir de 1952, cuando la inflación y la baja productividad pusieron en peligro todo el andamiaje del régimen, el poder autoritario, que se había desentendido progresivamente de la política económica de tradición militar, hizo una tímida conversión hacia el desarrollismo ya en boga promoviendo una ley de inversiones extranjeras y procurando la radicación en el país de empresas de capital extranjero para la explotación del petróleo y la fabricación de automotores. Un llamado “congreso de la productividad” debía buscar la colaboración de los sectores obreros y empresarios para restaurar la crítica economía nacional.
En rigor, el saldo más visible y significativo que quedó del experimento autoritario fue la formación del poder sindical, que creció en detrimento del poder militar. De los dos pilares que sostenían el autoritarismo, uno se robustecía en tanto que el otro se debilitaba. Pero el poder sindical no logró ser autónomo. Precisamente por ser el pilar fundamental del poder autoritario, éste lo vigiló estrechamente. La Confederación General del Trabajo alcanzó teóricamente un papel preponderante en la conducción del Estado, pero sólo a condición de que el Estado —representado por el poder autoritario— lo controlara y dirigiera sin disimulo. Lo que se desarrolló fue, pues, un “sindicalismo vertical”, cuya dirección dependía del poder autoritario, y con esas características funcionó prestándole su apoyo incondicional.
El experimento fue singular. Aun dirigido y controlado, el poder sindical representaba legítimamente a una gran masa obrera y aglutinaba la adhesión de vastos sectores populares. Gracias a eso, el poder autoritario fue una auténtica dictadura de masas, que para muchos constituyó una nueva concepción de la democracia, y acaso para otros una concepción moderna que reflejaba la mejor posibilidad política dado el proceso de transformación de la
5. Un punto debe señalarse: el desarrollo del poder autoritario no enervó el sentimiento democrático sino que, por el contrario, lo tonificó. También este corolario es representativo de la peculiaridad de la situación social contemporánea
Cuando el poder autoritario cayó en 1955 por obra del poder militar —acaso alarmado por la creciente injerencia del poder sindical en el gobierno, aunque fuera controlado—,
Hubo fórmulas políticas, como la que imaginaron los partidarios de “un
Efectivamente, élites, en tanto que las que reclamaban para sí tal título sólo representaban a una sociedad extinguida. Argentina no supo decidir si prefería la democracia o la dictadura, el populismo o el desarrollismo, el nacionalismo o el liberalismo. Detrás de tanta indecisión se ocultaba el lento e inexorable proceso de transformación de la estructura económica argentina, que había dejado de ser estrictamente agropecuaria para transformarse en una estructura mixta, agropecuaria e industrial. Un alto porcentaje del producto bruto lo producía la actividad industrial, en tanto que la actividad agropecuaria seguía produciendo la mayor cantidad de divisas. A tropezones, sin dirección fija, el país, sin embargo, seguía produciendo y creciendo, y las crisis, siempre anunciadas y temidas, no llegaban nunca a alcanzar mayor gravedad.
Correspondió al gobierno militar que rigió al país desde 1966 hasta 1973 navegar entre esas indecisiones. Sería imposible diagnosticar cuál fue su orientación social, económica y política, fuera de los rasgos que le prestaba su actitud frente al élites con claridad en la determinación de sus fines. Tan dramática fue esa indecisión, que el gobierno militar, surgido en 1966 para evitar toda posibilidad de retomo de Perón, se decidió un día a llamar a elecciones sabiendo que corría el riesgo de que el peronismo volviera al poder.
Lo que pasó entonces fue un extraño caso de psicología social. Acaso por reacción contra el poder militar, pero, en el fondo, como una expresión de la indecisión colectiva, se produjo una extraña polarización de fuerzas alrededor de Perón. De todos los sectores sociales, de todas las posiciones políticas, de todos los grupos económicos, se desprendieron vastos núcleos que se sumaron a las fuerzas que tradicionalmente apoyaban al exiliado caudillo. Cada uno esperó de él lo que deseaba: unos, una política social como la de sus primeros gobiernos; otros, una economía desarrollista; o una política económica nacionalista y autárquica; o un gobierno de orden; o una política socialista; o una restauración cristiana y occidental; cualquier cosa dentro del repertorio de la indecisión
Desgraciadamente “el viejo” no supo. Cuando volvió al poder no intentó repetir el experimento autoritario porque, aunque contaba con el apoyo sindical, carecía del apoyo militar. Todas las indecisiones argentinas estuvieron presentes en su conducta política, sin que atinara a ofrecer una sola respuesta coherente. Se apartó del totalitarismo pero no planteó en forma limpia el juego democrático. Insinuó una política económica desarrollista, pero puso en funcionamiento otra, equívoca e indecisa, entre el nacionalismo y el populismo. Dejó correr las esperanzas de una turbia izquierda y, finalmente, se volvió hacia una oscura derecha. Destruyó los cuadros de su propio partido, y sólo atinó a encomendar su sucesión a su propia esposa. El saldo fue catastrófico.
Una sola cosa hemos ganado: parecería que cada sector de la