La ‘Historia universal’ de Polibio. 1965

Polibio de Megalópolis, historiador y en alguna medida filósofo, es una de las más notables figuras del pensamiento griego. Su nombre no alcanzó las resonancias que tiene para el hombre de hoy el de Aristóteles; pero acaso su mérito no sea menor, si se mide por el esfuerzo realizado para crear un sistema conceptual útil para comprender cierto aspecto de la realidad. También Polibio intentó una síntesis extremada de las ideas recibidas acerca de ciertos temas de reflexión; ciertamente, circunscribió sus preocupaciones al campo de la vida histórica; pero entendió ésta con tanta extensión y en tal profundidad que quizás no fuera exagerado decir que intentó una teoría de la cultura. Hay en su obra numerosas ideas heredadas, pero la síntesis es profunda y original. Sobre todo, se descubre en él un pensamiento coherente. Acaso sea eso lo que hace de él un clásico de la historiografía, y lo que justifica su lectura. Pero esta afirmación requiere cierto desarrollo, y cabe preguntarse: ¿en qué consiste el interés que suscita un clásico de la historiografía? ¿Por qué es menester –y por qué es apasionante– leer a Polibio, a San Agustín, a Maquiavelo, a Voltaire? Quizás sea oportuna una respuesta.

La obra de Polibio constituye una fuente fundamental para el conocimiento de la época de que se ocupa. Docto y curioso, Polibio investigó cuidadosamente los hechos, sometió los datos a riguroso análisis, cotejó las informaciones que llegaron a sus manos y estableció, finalmente, lo que creyó que era una verdad probada. Con un método tan severo como le permitían los hábitos intelectuales de su tiempo, tejió así una historia ordenada y minuciosa a la que recurre hoy el historiador contemporáneo para obtener noticias concretas, y en la que, en principio, se puede confiar aunque sean imprescindibles nuevas comprobaciones.

Pero quien estudia la época de que trata Polibio no suele buscar en él solamente el dato preciso o el ajustado relato de un episodio. Si ha frecuentado su obra, suele buscar también la rica gama de matices que ofrece el contexto de cada dato. Polibio está permanentemente preocupado por sobrepasar la superficie de las cosas. Cuando encadena los hechos, su atención se desplaza hacia otros planos tangenciales en los que persigue los signos de lo que puede proveer el sentido de los hechos. El relato es severo pero nunca es escueto. El historiador quiere relatar, pero sobre todo quiere comprender. Y en busca de las connotaciones que pudieran servirle para alcanzar una acabada comprensión de los hechos, indaga circunstancias accesorias, persigue imponderables individuales, anota antecedentes remotos y escruta vinculaciones ocultas. Quien acude hoy a Polibio en busca de noticias, encuentra las noticias elaboradas, enriquecidas, organizadas no sólo dentro de un tiempo horizontal sino también dentro de una atmósfera compleja y variada.

Esta última condición es la que hace de Polibio un clásico de la historiografía. El historiador que sólo lo utiliza como fuente para ahondar en el estudio de los mismos procesos que él estudió, puede concluir su consulta cuando agota los datos que ofrece. Pero no ha agotado las posibilidades que Polibio encierra. Más allá de los datos, Polibio nos brinda un mundo de ideas que sobrepasa los límites del interés por la época que estudia. Constituyen esas ideas un sistema riguroso, una interpretación de la vida histórica, un modelo. Si él lo aplica a cierto período, o mejor dicho, si lo infiere del análisis de ciertos procesos localizados en el espacio y en el tiempo, cabe preguntarse si ese modelo no tiene más amplia validez. Y cabe, sobre todo, preguntarse si no fue percibido en su tiempo como el modelo por excelencia, como la clave para la interpretación de la historia, de toda la historia, de toda la peripecia humana. El modelo, aunque inferido del análisis de un proceso localizado, sobrepasa el mundo de los datos y ostenta su arquitectura abstracta, apta para recibir nuevos y variados contenidos. Y gracias a esta conquista, es menester —y es apasionante— volver a la lectura de Polibio una vez agotado el manantial de datos y noticias, para seguir las líneas de su abstracta arquitectura, para descubrir el orden que él creyó descubrir en la tumultuosa corriente de la vida histórica. Esta vez no nos encontramos simplemente con una fuente de la que brotan datos y noticias. Nos encontramos con algo más: con un sistema interpretativo, con un mundo ordenado, con un sistema de ideas que persigue y cree descubrir el sentido oculto tras la apariencia de los hechos. Este hallazgo nos ofrece la evidencia de que Polibio es un historiador en actitud científica, que ha conseguido madurar un pensamiento histórico coherente. Cuando el cotejo de su pensamiento con el que anima otras concepciones históricas nos revele que ha sido él quien ha fijado una de las posibilidades que existen –entre no muchas– de comprender la vida histórica, habremos descubierto por qué puede decirse de Polibio que es un clásico de la historiografía. En esta calidad su obra se mantiene inconmovible, aunque hoy pueda saberse, sobre la época de que trata, mucho más de lo que Polibio llegó a saber.

Acaso lo que hace más apasionante la lectura de Polibio sea la singular situación en que su obra fue preparada y compuesta. Polibio era hijo de Lycortas, a quien le tocó dirigir la política de las ciudades griegas que se agruparon en la Liga Aquea cuando, en la primera mitad del siglo II a. C., pusieron los romanos sus ojos sobre Grecia y decidieron su conquista. Era una circunstancia decisiva. El mundo griego había alcanzado con Alejandro su mayor expansión y se había dividido luego en áreas que disputaban el poder entre sí aunque manifestaban su radical unidad cultural. Su historia encerraba no sólo la increíble grandeza de las expediciones orientales y de la sujeción de los viejos imperios, sino también la que le otorgaba su secular caudal de sabiduría y de creación. Y frente a él surgía poco a poco un nuevo imperio, que tras unificar las tierras del Mediterráneo occidental, aspiraba a incluir en sus dominios las del oriente Mediterráneo. Las aristocracias griegas pensaban en la competencia a que se veían enfrentadas, a través de un sistema de ideas saturado por el orgullo de su tradición y su pasado. Los romanos eran los bárbaros del occidente, ajenos a los valores que los griegos habían creado y sustentaban. Pero las aristocracias griegas percibían el poder de esa comunidad compacta, en proceso de expansión, eficaz en la guerra y en el comercio, capaz de aventuras cuya escala igualaba o superaba la que los griegos habían alcanzado. El imperio cartaginés había caído en manos de los romanos. Poco después, en el este, cayeron vencidos Filipo de Macedonia y Antíoco de Siria. Así, casi encerradas, las ciudades griegas debieron elegir entre intentar un último esfuerzo unidas a Perseo de Macedonia o negociar con Roma.

En esta coyuntura, en el seno de la Liga Aquea, que procuraba conservar su independencia pactando con los romanos, se educó Polibio de Megalópolis, en una atmósfera de crisis y en una posición desde la que podía apreciar la totalidad de los factores que actuaban en ella. Fue la suya una educación militar, pero sobre todo política. La necesidad de una ajustada ponderación de las decisiones lo obligó a estimar fríamente las fuerzas reales y lo acostumbró a no engañarse acerca de los designios que se ocultaban detrás de los actos. De ahí el realismo descarnado y en cierto modo, el pesimismo, con que Polibio se enfrenta con la vida histórica.

Bien es cierto que, para él, la vida histórica consistía sustancialmente en la lucha por el poder. Heredero de una tradición de pensamiento, Polibio no retornó a la compleja y multiforme concepción de Heródoto sino que se mantuvo fiel a la que había establecido y predicado Tucídides. Si para Heródoto nada de la creación humana escapaba del campo del saber histórico, para Tucídides sólo los hechos precisos y rigurosamente comprobables cabían en él. Esta actitud suponía la constricción de la ciencia histórica dentro de límites estrechos y su reducción al examen de la vida política, aun cuando, tangencialmente, pudiera ser lícito aproximarse a otros campos en busca de otros datos que concurrieran a la explicación de lo estrictamente político. Y fue la que predominó, sostenida más por lo que tenía de satisfactoria respuesta a las exigencias críticas que por lo que tenía de comprensiva en relación con el problema mismo de la vida histórica.

Polibio aceptó esta temática restringida pero precisa. Concebida como proceso político, la vida histórica tomó a sus ojos los caracteres de un desarrollo lineal, en el que los cambios se sucedían regularmente según una ley que se propuso descubrir. Y al cabo de sus indagaciones, creyó que podía deducirla comparando el proceso histórico-político de las ciudades griegas, que veía declinar, con el de Roma, que crecía en poder al tiempo que revelaba los primeros signos de una transformación interna.

La idea de este análisis comparativo surgió en el ánimo de Polibio, seguramente, luego de producirse una circunstancia decisiva en su vida. Cuando los romanos derrotaron al rey de Macedonia y a sus aliados griegos en la batalla de Pydna, en 168 a. C., resolvieron llevar a Roma como rehenes a algunas figuras eminentes de la política griega. Entre ellas estaba Polibio, a quien, pese a su condición, acogió en la urbe el grupo filohelénico de los Escipiones, al que pertenecía por lo demás el propio vencedor de Pydna, Paulo Emilio. Desde entonces vivió Polibio en Roma, en íntima relación con el grupo más influyente de la política romana, el más ilustrado y ambicioso, y sobre todo, el que mejor representaba la tendencia a la expansión imperial. De ese modo le fue dado obtener una imagen exacta del desarrollo de la sociedad romana, de sus tradiciones y de los cambios que se produjeron en ella a medida que progresaba su expansión. Esa experiencia directa pudo completarla con el estudio minucioso del pasado griego en las mejores bibliotecas de la ciudad; y sobre todo en la del propio Paulo Emilio, de la que formaban parte los volúmenes que habían pertenecido al rey de Macedonia y que el general había solicitado como único premio después de su victoria. Con todos los hilos en la mano, con una experiencia vivida y profunda, con una sólida cultura y una inteligencia penetrante, Polibio de Megalópolis pudo intentar una vasta empresa intelectual, con la que se coronarían los sucesivos y encadenados esfuerzos hechos por los historiadores que le habían precedido para hallar una clave interpretativa de la historia.

Lo más notable y sorprendente de la personalidad de Polibio es su aguda sensibilidad para percibir los cambios que se producían ante sus ojos. Su actitud de historiador se torna, frente a los hechos que sorprende en su contorno, actitud de sociólogo. De los imperceptibles fenómenos que observa, relaciona y aisla en la sociedad de su tiempo y en las dos áreas geográficas y culturales que conoce, Polibio saca ciertas conclusiones que se convierten en seguida en verdaderas hipótesis de trabajo. Pero una vez que toma conciencia de esa experiencia de sociólogo –esto es, de historiador de cortos procesos— no vacila en sobrepasar ese campo de observación para proyectarlo con rara audacia hacia un esquema de larga duración. Pero la rigurosa observación le ha enseñado a no perder de vista la necesaria relación entre los conceptos y los hechos. El esquema de larga duración ni es abstracto ni es difuso. Por el contrario, constituye un cuadro definido, con una fecha de iniciación precisa que corresponde a cierta mutación que Polibio caracteriza muy claramente:

“Pero lo que nos ha determinado, sobre todo, a comenzar este relato hacia la 140° olimpíada —dice en el libro IV— es que entonces la Fortuna parece haber renovado como a propósito la faz del mundo”.[1]

Y en otro pasaje agrega:

“Antes de esa época la vida de los pueblos está como aislada, los hechos que ocurren en cada uno tienen un origen, un resultado y un teatro que le es propio; pero en seguida, la historia no forma, por así decirlo, más que un solo cuerpo: un lazo común une y relaciona entre ellos a Italia, África, Sicilia y Grecia: todo converge hacia un mismo fin. He aquí por qué hemos colocado en esta fecha el comienzo de nuestro trabajo. En efecto, solamente después de haber vencido a Cartago en esta guerra de la que hemos hablado al pasar, y jactándose de haber realizado la parte más pesada y fuerte de su tarea para la sumisión del universo, no tuvo miedo Roma de aspirar a nuevas conquistas y de lanzar sus ejércitos sobre Grecia y Asia”.[2]

Así definido el plazo, los procesos que Polibio se propone analizar son concretos y definidos, y, en consecuencia, sus conclusiones son concretas y definidas también. Casi geométricas, podría agregarse, porque su afán de rigor lo conduce a una formulación estricta y racional.

La interpretación de la historia que ofrece Polibio es típicamente naturalística. Los grupos históricos son como seres vivientes y, en consecuencia, traslucen las características del individuo. En éste, el primado de los instintos le parece evidente, y su conducta es, al fin, una derivación de ellos. La ley natural que preside la vida del individuo es la que preside también la ley del desarrollo histórico. Afán de poder, vigor, audacia, son motivaciones suficientes y necesarias de la acción individual, y reaparecen en los grupos sociales, de modo que el egoísmo resulta un factor decisivo de la conducta social, sólo limitado por la necesidad recíproca de compensarlo. Este fundamento explica la aparición de ciertas formas puras en la organización de los estados —tal como lo proponía Aristóteles– y su subsiguiente transformación en formas impuras. En el libro VI ofrece Polibio explícitamente su doctrina, que aparece difusa en toda su obra.

“La forma primitiva, natural, espontánea —dice—, es la monarquía; viene en seguida la realeza, que aparece cuando se la modifica y se la corrige. En fin, cuando los vicios inherentes a la realeza se declaran, es decir, cuando degenera en tiranía, la aristocracia no tarda en nacer de su ruina. La aristocracia a su vez termina por transformarse necesariamente en oligarquía; y cuando la multitud indignada se apresura a castigar las injusticias de los grandes, aparece la democracia, que dura hasta que la insolencia del pueblo y el desprecio de las leyes generan la oclocracia”.[3]

Para Polibio la evolución de las ciudades griegas comprobaba inequívocamente la validez de este esquema y se propuso aplicarlo al desarrollo de Roma. El descubrimiento de que también allí parecía cumplirse lo llevó a la certidumbre de su validez universal. La ley estaba descubierta, y la aventura humana explicada satisfactoriamente. Ahora parecía posible prever el futuro.

La doctrina de Polibio constituyó un sistema coherente, y su validez adquirió tal consistencia, que puede decirse que el pensamiento de San Agustín es, en alguna medida, una respuesta a su doctrina. Desde entonces fue visible la existencia de dos polos en la interpretación de la vida histórica. Una arranca del hombre y otra arranca de Dios. Cada uno de los intentos de renovar la comprensión de la vida histórica vuelve en alguna medida a estos puntos de partida. Por eso Polibio es un clásico y por eso su obra constituye un hito en la historia del pensamiento historiográfico.

NOTAS

1 Polibio, IV, 2, 4 [N. del E.].

2 Polibio, I, 3, 3-6 [N. del E.].

3 Polibio, VI, 4, 7-10 [N. del E.].