Historia Moderna y Contemporánea. 1945

ÍNDICE

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Capítulo I. LA AURORA DE LA EDAD MODERNA (SIGLO XV)

De la Edad Media a los tiempos modernos. — Los caracteres de la Edad Moderna. — Las grandes invenciones. — La pólvora y la artillería. — La brújula y la navegación de altura. El papel, la imprenta y el libro económico. Gutenberg. — Copérnico y el nuevo sistema del universo.

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CAPÍTULO II. Los DESCUBRIMIENTOS GEOGRÁFICOS

Los descubrimientos geográficos. — Las primeras exploraciones de los portugueses. — Vasco de Gama y la ruta marítima de las Indias. — Albuquerque y el imperio portugués. — Los cosmógrafos. Martín Behaim. — La España de los Reyes Católicos y la génesis del descubrimiento de América. — Cristóbal Colón: su personalidad y sus viajes,. — Las consecuencias del descubrimiento en el orden científico, político y económico. — Las bulas del papa Alejandro VI y el tratado de Tordesillas. — Los viajes portugueses. — Viajes de Álvarez Cabral, Coelho y los hermanos Corte Real. — Américo Vespucio y sus cartas. — Martín Waltzmüller y el nombre de América. — Los viajes ingleses. Juan Gaboto.

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CAPÍTULO III. LA CULTURA DEL RENACIMIENTO

La cultura renacentista en Italia. — Los precursores. Dante, Giotto, Petrarca, Boccacio. — El Cuatrocientos. — El Quinientos. — Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. — Maquiavelo y Guicciardini. — Ariosto y Tasso. La difusión de la cultura renacentista en Europa. — España. — Nebrija y Vives. — La literatura y las artes. — Francia. — La literatura y las artes. — Alemania y los Países Bajos. — Erasmo. — Inglaterra. — La literatura y las artes.

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CAPÍTULO IV. La REFORMA RELIGIOSA (Siglo XVI)

Las causas del movimiento reformista. — Martín Lutero. — La querella de las indulgencias y la doctrina luterana. — La dieta de Worms: condenación de Lutero. — La secularización de los bienes de la Iglesia. — La dieta de Augsburgo: la Confesión. — La liga de Esmalcalda. La difusión de las ideas reformistas. — Calvino y su doctrina. — Ginebra bajo la dictadura de Calvino. — Difusión del calvinismo. — La Reforma en Inglaterra. La Reforma católica o Contrarreforma. — Ignacio de Loyola y la Contrarreforma española. — La Compañía de Jesús. — La Inquisición: Pablo IV.— El Concilio de Trento.

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CAPÍTULO V. LA CONQUISTA DE AMÉRICA

La Española, primera base de operaciones. — La ocupación del Darién y el descubrimiento del Mar del Sur. — La conquista de México. — La conquista de América Central y la creación del Virreinato de Nueva España. — Conquista de Nueva Granada y Venezuela. — La exploración del Amazonas. — La conquista del Perú. — Las concesiones de conquista y la división del continente. — Conquista de Quito y fundación de Lima. — Las guerras civiles del Perú y la creación del Virreinato. — Conquista de Chile. — Los viajes clandestinos al río de la Plata. — Viaje de Solís. — Viaje de Magallanes y El Cano, . — Viaje de Loaysa. — Viaje de Alejo García. — Viajes de Sebastián Gaboto y de Diego García.

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CAPÍTULO VI. La ÉPOCA DE CARLOS V

La política europea de Carlos V. — Lucha entre las casas de Austria y Francia: Carlos V y Francisco I. — La hegemonía española. — La política colonial de Carlos V.

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CAPÍTULO VII. LA PREPONDERANCIA ESPAÑOLA EN EUROPA

La abdicación de Carlos V y la cesión de América. — La monarquía española y la política interior de Felipe II. — La unidad católica: el Santo Oficio. — La sublevación de los Países Bajos. — La política exterior. — La lucha contra el Imperio turco: Lepanto. — La conquista de Portugal. — La lucha contra Inglaterra. — Los orígenes de la decadencia española.

Francia en la época de las guerras de religión. — La Santa Liga y Felipe II. — Enrique IV y el resurgimiento de Francia.

Inglaterra en la época de Isabel. — La política interior. — La política exterior.

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CAPÍTULO VIII. HACIA EL EQUILIBRIO EUROPEO. EL SIGLO XVII EN ALEMANIA Y FRANCIA

Las guerras de religión en Alemania. — El absolutismo en Francia. — Luis XIII y Richelieu: su orientación política. — La regencia de Ana de Austria. Mazarino y la Fronda. Condé.

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CAPÍTULO IX. HACIA EL EQUILIBRIO EUROPEO. EL SIGLO XVII EN ESPAÑA E INGLATERRA

España bajo los últimos Habsburgo. — Los reinados de Felipe III y Felipe IV. — El reinado de Carlos II. — La guerra por la sucesión de España y el tratado de Utrecht. — El absolutismo en Inglaterra: los Estuardo. — Reinado de Jacobo I. — Carlos I y el origen de la revolución. — El parlamento largo. Cromwell y la república. El acta de navegación. — La restauración de los Estuardo. Carlos II. Torys y Whigs. — Jacobo II y la revolución de 1688. — La declaración de derechos y el bill de tolerancia.

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CAPÍTULO X. HACIA EL EQUILIBRIO EUROPEO. HOLANDA, RUSIA Y PRUSIA

Las Provincias Unidas en el siglo XVII. — La prosperidad comercial. — Prusia. — Rusia.

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CAPÍTULO XI. LA PREPONDERANCIA FRANCESA. LUIS XIV

El reinado personal de Luis XIV. — La política interior: Colbert. — La cultura del gran siglo francés. — El teatro: Corneille, Racine, Molière. — La filosofía: Descartes, Pascal. — La historia: Bossuet. — La poesía: La Fontaine. — Las artes plásticas. — La política, exterior de Luis XIV. — Las negociaciones por la sucesión española. — La guerra de devolución. Alianza de La Haya y Paz de Aquisgrán. — La guerra de Holanda. — La guerra europea y la paz de Nimega. — La liga de Augsburgo. — La guerra de Inglaterra y la paz de Ryswiek.

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CAPÍTULO XII. LAS IDEAS POLÍTICAS, ECONÓMICAS Y SOCIALES EN EL SIGLO XVIII

Las nuevas ideas. — Los economistas y sus doctrinas. — Los filósofos. Montesquieu, Voltaire y Rousseau. — La propaganda filosófica. La Enciclopedia.

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CAPÍTULO XIII. El DESPOTISMO ILUSTRADO EN EUROPA

Los Borbones en España. — El reinado de Felipe V. — Fernando VI. — Carlos III y sus ministros. — Las reformas liberales en España. — Carlos IV. Prusia bajo Federico II. — Rusia en la época de Catalina la Grande. — Austria bajo María Teresa.

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CAPÍTULO XIV. LA INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS (siglos XVI a XVIII)

La Independencia de los Estados Unidos. — Las colonias inglesas en el siglo XVIII y los primeros conflictos con la metrópoli. — Los impuestos. — El congreso de Filadelfia. Washington. — Las operaciones militares y la declaración de la independencia. — La intervención de Francia y de España. — El triunfo americano y la paz de Versalles. — La constitución de los Estados Unidos.

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LA REVOLUCIÓN FRANCESA

La oposición al antiguo régimen. — El proceso revolucionario. — Trascendencia de la Revolución francesa en Europa y en América.

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CAPÍTULO XV. La ÉPOCA DE NAPOLEÓN

Francia en 1795. — El ascenso de Napoleón Bonaparte. Las campañas de Italia y Egipto. — La segunda coalición europea. — El consulado y su obra: el concordato, el código napoleónico y la organización de la enseñanza. — El Imperio: su organización y su obra interior. — Las guerras del Imperio. — La tercera y la cuarta coalición. — La guerra de España y sus consecuencias en Europa y América. — La quinta coalición y la campaña de Rusia. — La sexta coalición v la abdicación del emperador. — La Restauración y los Cien Días.

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CAPÍTULO XVI. LA RESTAURACIÓN ABSOLUTISTA. LA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL EN INGLATERRA

La restauración absolutista y el congreso de Viena. — Europa en 1815. — La Santa Alianza. Metternich, . — La reacción liberal y las sociedades secretas. — La monarquía constitucional en Inglaterra. — La preponderancia en Europa. — La reina Ana y el Acta de Unión. — Transformación de Inglaterra bajo los Hannover. — Inglaterra después del reinado de Jorge III. — La situación económico-social y el régimen electoral. — La agitación reformista y las reformas de 1832.

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Capítulo XVII. EUROPA EN LA PRIMERA MITAD DIL SIGLO XIX

La Restauración y los conflictos de 1830. — La agitación revolucionaria de 1848. — El desarrollo de la cultura desde principios del siglo XIX.. — El Romanticismo en las letras y en las artes. — El desarrollo de las ciencias. — Las ciencias físicas y naturales. — Las ciencias morales y la filosofía. — La historia.

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CAPÍTULO XVIII. LA INGLATERRA VICTORIANA Y EL SEGUNDO IMPERIO FRANCÉS

La reina Victoria y su época. — El desarrollo económico y político. — Las reformas electorales de 1867 y 1884. — La formación del Imperio inglés. — Francia después de la revolución de 1848. — La situación social y política. — La segunda república. — El golpe de estado de Napoleón III y el segundo imperio. — La intervención francesa en México. La guerra. — Proclamación y caída del emperador Maximiliano.

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CAPÍTULO XIX. ITALIA Y ALEMANIA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

La unidad italiana. — Los estados italianos después del congreso de Viena. — El reino de Cerdeña y la casa de Saboya. — La obra del ministro Cavour. — La expansión del reino Sardo. — La unificación definitiva de Italia y la cuestión romana. — La unidad alemana. — Los estados alemanes después del congreso de Viena. — Guillermo I y Bismarck. — El conflicto con Dinamarca: los ducados de Schleswig y Holstein. — La guerra con Austria y sus consecuencias. — La guerra franco-prusiana. — La constitución de 1871 y el Imperio alemán. — El cuadro de los demás países de Europa en 1870.

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CAPÍTULO XX. LA PAZ ARMADA

El imperio inglés. — La expansión de Alemania. — Francia y la Tercera República. — El ascenso de los Estados Unidos. — La expansión territorial. — El problema de la esclavitud y la guerra de secesión. — El desarrollo económico.

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CAPÍTULO XXI. LA CIVILIZACIÓN CONTEMPORÁNEA Y LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

La civilización contemporánea. — La técnica y la producción. — El desarrollo económico-social. — Las ideas democráticas. — Capitalismo y socialismo. La clase obrera. — “El Capital” de Marx y su influencia doctrinaria. — La doctrina social católica: la encíclica De Rerum Novarum. — La primera guerra mundial y el tratado de Versalles.

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CAPÍTULO XXII. LAS CIENCIAS Y LAS ARTES DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XIX

Las ciencias. — La filosofía y la historia. — La literatura. — La pintura. — La música.

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CAPÍTULO XXIII. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Europa después de la primera guerra mundial. — Entre 1919 y 1939. — Los primeros conflictos. — El desarrollo de la segunda guerra. — Transformaciones derivadas de la segunda guerra mundial.

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CAPÍTULO I. LA AURORA DE LA EDAD MODERNA

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De la Edad Media a los tiempos modernos. — Los caracteres de la Edad Moderna. Las grandes invenciones. — La pólvora y la artillería. — La brújula y la navegación de altura. — El papel, la imprenta y el libro económico. Gutenberg. — Copérnico y el nuevo sistema del universo.

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La época que comenzamos a estudiar se conoce corrientemente con el nombre de Edad Moderna. Sólo para facilitar su ubicación en el tiempo se han establecido sus límites con precisión: se dice que principia con la caída del Imperio Bizantino (1453) o con el descubrimiento de América (1492) y que llega a su fin al producirse la Revolución Francesa (1789). Pero los cambios en las formas de vivir y de pensar —que es lo que caracteriza el paso de una época histórica a otra— no se producen en un instante y, en consecuencia, no pueden fecharse con tanta exactitud. Estos hechos no tienen, pues, más valor que el de simples símbolos que representan circunstancias trascendentales destinadas a modificar las condiciones existentes, y sus fechas sólo indican una división convencional en el ininterrumpido correr de la historia.

El paso de una época histórica a otra se produce mediante lentas transformaciones espirituales y materiales, que ocurren, pues, no en breves lapsos, sino en períodos de transición que a veces se extienden a lo largo de muchos años. Puede afirmarse que la transformación de las formas de vivir y de pensar propias de la Edad Media se produce en el curso del siglo XV, y acaso podría agregarse que, en ciertos lugares de Europa, había comenzado ya antes.

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DE LA EDAD MEDIA A LOS TIEMPOS MODERNOS

El siglo XV es, pues, una época en la que, en tanto que se comienzan a menospreciar los ideales y las costumbres de la Edad Media, se realiza un gigantesco esfuerzo por poner en vigor nuevas formas de vivir y de pensar: es, por eso, una época de crisis.

Esta crisis no es un hecho inesperado ni inexplicable, sino que resulta de un proceso visible en los últimos tiempos medievales. Las cruzadas, con sus múltiples y variadas consecuencias, habían traído al espíritu de los hombres de la Europa occidental un bagaje de ideas y un espectáculo de costumbres sumamente sugestivos. Al mismo tiempo, las condiciones de la vida económica, social y política se transformaban profundamente, en tanto que muchos elementos de la tradición antigua despertaban de su largo sopor para presentarse de nuevo a los europeos como ejemplos dignos de ser imitados. Todo ello suscitó una viva desconformidad con respecto a las tradicionales formas de vida y despertó un afán de renovación que muy pronto dominó todos los espíritus: en poco tiempo, la tradición medieval se tornó incomprensible y —no sin injusticia— se la juzgó ridícula y despreciable.

Las nuevas tendencias se manifestaron en una rápida desintegración de esa tradición. Frente al orden feudal se alzó la moderna concepción de la monarquía absoluta. Frente a los ideales del santo y del héroe comenzó a cristalizar el del hombre que aspira a la riqueza, al conocimiento y a la perfección técnica. Y, finalmente, junto al saber teológico, el hombre comenzó a atender a otras tendencias del espíritu: la sensibilidad plástica y literaria, el análisis de los problemas de la filosofía, y el conocimiento y dominio de la naturaleza.

Una insaciable curiosidad fue la característica más notable de los europeos del siglo XV. En los libros, que por entonces comenzaban a correr impresos, podían satisfacerla en cierta medida; pero ella incitaba también a otras aventuras, y así se lanzaron a la exploración de tierras desconocidas. Por eso la navegación y las invenciones que se relacionan con este apetito de saber y conocer constituyen los signos más claros de esta nueva manera de pensar con que se inicia la Edad Moderna.

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LOS CARACTERES DE LA EDAD MODERNA

Desde el siglo XV hasta las postrimerías del XVIII, transcurre una etapa de la historia del mundo occidental que tiene una fisonomía precisa.

Mientras la nobleza feudal declinaba abandonando sus posiciones privilegiadas, la burguesía crecía en poder, influencia y riqueza. En las ciudades constituía la capa dominante social y económicamente, y, por el apoyo que le prestaba la monarquía —por su propio interés— lograba incorporarse a la vida política. De esta clase social comenzaron a salir los funcionarios reales, y sus miembros llegarían, con el tiempo, a escalar las más altas posiciones en la administración de los reyes más celosos de su autoridad absoluta. Su poder derivaba, en último término, de la creciente importancia que adquiría la economía capitalista, primero en sus formas embrionarias y luego en sus etapas más desarrolladas. La burguesía creó las manufacturas y se lanzó luego a la organización del comercio internacional, en cuyo desarrollo interesó a los poderes políticos, que encontraron en él un instrumento de dominio y una fuente de riquezas; pero no se detuvo allí: el conocimiento de la naturaleza y el desarrollo del método experimental permitieron un creciente desenvolvimiento de la técnica y pronto se comenzó a ver la posibilidad de aprovechar ciertas fuerzas modificándolas mediante la aplicación de determinados principios; así surgieron nuevos sistemas de producción acelerada, sumamente útiles por la abundancia de materias primas que los territorios coloniales de Asia, África y América volcaban sobre Europa. Una verdadera revolución se produjo entonces en la vida económica —la revolución industrial del siglo XVIII— y de ella sacó la burguesía nuevas posibilidades económicas que acrecentaron su poder, apoyado cada vez más en un sistema internacional de créditos y cambios.

En estas condiciones, la burguesía comenzó a aspirar al poder. Había sido ella la que facilitara la constitución de las grandes monarquías absolutas, transformándose en su aliada contra la antigua nobleza feudal; pero una vez familiarizada con los resortes del estado, le pareció legítima su aspiración a dominar políticamente; así se formó el clima propicio para la Revolución Francesa, que sostuvo sus ideales y le entregó, finalmente, las riendas del poder.

Entretanto, también habían variado las preocupaciones espirituales. Desde el Renacimiento —hacia el siglo XV— se notaba cierto menosprecio por los ideales y las concepciones de la Edad Media. Esta tendencia se afirmó poco a poco; el hombre comenzó a pensar en que no sólo Dios era objeto digno de estudio y análisis, sino que el hombre mismo, con sus caracteres espirituales y sus intereses mundanos, constituía un tema digno de la consideración intelectual. En el individuo se advertía por otra parte, la presencia de una razón cuyo poder y posibilidades se consideraron ilimitados. La razón fue, desde entonces, y de acuerdo con las enseñanzas de los grandes filósofos antiguos, el instrumento que pareció más seguro para conocer el mundo exterior. A su crítica y análisis se sometió la verdad revelada, y así surgió —ya en el siglo XVI— la Reforma protestante; muy pronto se ejercitó análogo examen con respecto a los fundamentos del poder político y la consecuencia fue la insurrección contra el absolutismo monárquico y la proclamación de los derechos del individuo: así ocurrió en Inglaterra en el siglo XVII y en Francia a fines del XVIII.

Pero la razón se orientó también hacia el conocimiento del mundo circundante; hasta entonces, la naturaleza no había atraído la atención del hombre, porque no parecía tener secretos si se la consideraba obra de Dios. Pero la Edad Moderna no se satisfizo con esa explicación y quiso desentrañar sus principios con el auxilio de la observación y el raciocinio; así aparecieron las ciencias físico-matemáticas y las ciencias naturales, asentadas sobre nuevas bases y estudiadas con métodos nuevos.

Una altísima estimación por el valor del individuo parece ser el signo más característico de la Edad Moderna. Durante tres siglos este principio constituyó la idea fundamental de la existencia; pero en los tiempos que siguieron a la Revolución Francesa habían de conmoverse —por reacción— muchas de las creencias que surgían de ella, y, aunque no fueron destruidas, comenzaron a elaborarse nuevas concepciones que, poco a poco, maduraron y llegaron a cambiar la fisonomía de la vida espiritual en el Occidente. Por eso, la Revolución Francesa significa el punto inaugural de una era de transición —el siglo XIX— a cuyo fin asistimos quizá, en nuestro tiempo.

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LAS GRANDES INVENCIONES

La aurora de la Edad Moderna está señalada por algunos hechos singulares, que revelan el cambio en las preocupaciones del hombre europeo. En primer lugar, debe señalarse la preocupación por el estudio de los autores antiguos y la vocación para la creación literaria y plástica; se observa luego una tendencia acentuada a perfeccionar el panorama del mundo mediante la exploración de las tierras ignoradas o sospechadas apenas; finalmente, se manifiesta una capacidad nueva para aprovechar ciertos principios conocidos en instrumentos de utilización práctica.

Por esta última capacidad surgieron, en el siglo XV, algunas invenciones destinadas a transformar las condiciones de la vida.

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LA PÓLVORA Y LA ARTILLERÍA

Durante la Edad Media, los combates se resolvían principalmente mediante las cargas de los caballeros; pero siempre que se quería evitar la lucha, resultaba fácil encerrarse dentro de las murallas de los castillos y aguardar con confianza, porque, mientras las construcciones habían ganado en seguridad y fortaleza, los procedimientos de asedio se mantuvieron estacionarios.

Sin embargo, en la España árabe se comenzó a usar en el siglo XIII un nuevo medio de ataque; consistía en utilizar algunos productos que pudieran llevar el fuego contra las posiciones enemigas, tal como lo hacían por entonces los bizantinos, por lo cual se llamó a esa arma de ataque con el nombre de fuego griego. Los árabes la usaron contra el rey Fernando III de Castilla durante el cerco de Sevilla:

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Y pensaron hacer una balsa de tal tamaño que atravesase el río de parte a parte, que se llenase toda ella de ollas y tinajas llenas de fuego griego —que llaman en arábigo fuego de alquitrán—, y resina, pez, estopa y todas las otras cosas que entendieron que satisfacían para aquello que cuidaban hacer; y se movieron así muy denodados contra las naves de los cristianos para quemárselas.

(Primera crónica general de Castilla.)

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Siguiendo esta misma idea, hallaron que podía ser utilizada una mezcla de azufre, carbón y salitre, cuyas propiedades descubrieron seguramente los chinos, y que los árabes conocieron en sus viajes; pero muy pronto advirtieron que no sólo se encendía sino que, estando comprimida, explotaba, por lo cual podía usarse para despedir proyectiles. Así nació la artillería, que comenzó a difundirse por los países cristianos poco después; ya a principios del siglo XIV se conocía en Italia, Francia e Inglaterra, y en la guerra de los Cien Años, ingleses y franceses tenían unas armas de explosión que, aunque muy simples, prestaban alguna utilidad.

Estas armas fueron las bombardas, que consistían en un tubo de bronce o de hierro en el que se depositaba una carga de pólvora y un proyectil de metal o de piedra. Poco a poco se perfeccionaron y en el sitio de la ciudad de Orleáns (1429), durante aquella guerra, se pusieron en uso. Algunas eran pesadas y debían emplazarse en el suelo, pero las había también de mano; por la extensión del cilindro se las denominó culebrinas y más tarde fueron montadas sobre ruedas para desplazarlas según las necesidades del combate. Finalmente se instalaron en las naves y su uso comenzó a generalizarse, pese a la opinión de muchos acerca de su poca eficacia.

Durante esta época la artillería no tuvo sino escasa importancia, pero a lo largo de la Edad Moderna se perfeccionó y comenzó a formar parte de la dotación de todos los ejércitos importantes. Con su auxilio la infantería adquirió mayor seguridad en sus operaciones y fue necesario estudiar y resolver todos los problemas que planteaba el uso combinado de estas dos armas —artillería e infantería— con la caballería: fue el rey de Suecia Gustavo Adolfo quien, en el siglo XVII, estableció las reglas de la nueva estrategia.

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LA BRÚJULA Y LA NAVEGACIÓN DE ALTURA

También vio el siglo XV una transformación curiosa —aunque no inesperada— en el desarrollo de la navegación. Durante gran parte de la Edad Media, sólo habían surcado el Mediterráneo las pesadas naves que, propulsadas a vela y remo, mantenían el diseño de los barcos romanos; pero, desde el siglo XIII, comenzaron a cambiar sus líneas a imitación de las naves normandas, que poseían mayores virtudes marineras; así apareció la galera y el galeón. Estas naves frecuentaban las rutas tradicionales siguiendo las costas o cruzando el Mediterráneo en las zonas más estrechas y trataban de mantener una dirección fija dada por una estrella. Desde el siglo XIII se conocía en Europa la propiedad que poseía la aguja imantada de señalar el norte magnético; pero en tanto que los árabes se veían obligados a usarla en la navegación de los mares orientales, en el Mediterráneo no se divulgó su utilización porque apenas lo exigían las rutas tradicionales.

El problema de la navegación cambió de aspecto cuando, en el siglo XV, o poco antes, comenzó a practicarse en el océano Atlántico. La vela se transformó en el medio único de propulsión y así surgió la carabela, de líneas cada vez más marineras a pesar de su tamaño; y, en seguida, la dificultad que surgió en el mar abierto para determinar el rumbo y la distancia recorrida condujo, por una parte, a la generalización del uso de la aguja imantada fijada ahora sobre un pivote y conocida con el nombre de brújula, y, por otra, a la invención de la corredera de barquilla para medir la velocidad e, indirectamente, el recorrido. Al mismo tiempo, el desarrollo de la cosmografía permitió el aprovechamiento de nuevos instrumentos; se divulgó el uso del astrolabio —ya en el siglo XIV, entre los portugueses— con el que se determinaba la latitud, y se perfeccionaron las cartas náuticas con observaciones cada vez más precisas.

De este modo, la navegación de alta mar se desarrolló en el siglo XV sobre bases científicas cada vez más firmes: así pudo parecer que ninguna aventura estaba vedada al hombre que quisiera arrostrar los peligros del mar, y las rutas marítimas se multiplicaron proporcionando nuevas y promisorias posibilidades al desarrollo político y económico de los estados europeos.

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EL PAPEL, LA IMPRENTA Y EL LIBRO ECONÓMICO. GUTENBERG

Con sus universidades, sus profundas preocupaciones por el saber teológico y sus nacientes dudas sobre los problemas del universo y de la vida, los últimos tiempos de la Edad Media estimularon un vivísimo desarrollo de la actividad espiritual. Poco a poco creció una curiosidad insaciable por las más variadas cuestiones, curiosidad que no se satisfacía con la simple enseñanza de la verdad revelada y que conducía a buscar en otras fuentes respuestas para las mil preguntas que apuntaban en los espíritus más avizores. El siglo XV representa el instante de culminación de esta inquietud y, en consecuencia, la demanda de libros fue, por entonces, extraordinaria.

Pero los viejos manuscritos y las copias nuevas eran sumamente caros y comenzó a pensarse en la necesidad de abaratar el costo de su producción: era necesario que, de una vez, se obtuvieran varios ejemplares de una misma obra. El principio existía desde muy antiguo: los sellos que se usaban ya en la época de los súmeros y que continuaban utilizándose para legalizar documentos dieron quizá la idea de grabar unas planchas de madera que, entintadas, permitían reproducir el texto varias veces; ese procedimiento pareció práctico por entonces, porque comenzó simultáneamente a divulgarse el uso del papel fabricado con una pasta vegetal, que resultaba mucho más económico que el pergamino. Con ese estímulo, se procuró perfeccionar el sistema; el trabajo que se invertía en grabar en planchas un extenso libro no se aprovechaba sino para esa obra y entonces se pensó en grabar caracteres sueltos, que, combinados, formaban un texto y podían utilizarse, una vez hecha la impresión de aquél, para componer otro. Además, la madera se inutilizaba muy pronto con el entintado» y a poco la impresión resultaba defectuosa.

Fue Juan Gutenberg quien resolvió el problema dando una solución definitiva. Hacia 1440 construyó en Maguncia sus primeros juegos de moldes metálicos, con los que podía obtener indefinida cantidad de tipos de cada letra, los cuales, combinados, permitían la composición de un texto y su nítida impresión; y, hecha ésta, era fácil deshacerla y componer nuevos textos.

En 1456 Gutenberg imprimió su primer libro, que fue una edición de la Biblia; en poco tiempo aparecieron en Europa gran número de imprentas; ya en 1470 salió a luz el primer libro impreso en España y, del mismo modo, se generalizó en otros lugares la producción de libros a precios económicos. Éste es, precisamente, el hecho trascendental del siglo XV: el saber, restringido hasta entonces a ciertas clases sociales y a ciertos centros de cultura, se generalizó entre la burguesía naciente y fue motivo de profundas transformaciones espirituales: el Renacimiento literario, el Humanismo filosófico y teológico, la Reforma religiosa, así como muchos fenómenos secundarios de vasta trascendencia posterior, son herencia directa de esta difusión del libro económico.

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COPÉRNICO Y EL NUEVO SISTEMA DEL UNIVERSO

Si el desarrollo de la navegación de altura y la difusión del libro económico contribuyeron notablemente a transformar el panorama de la vida espiritual a partir del siglo XV, más decisiva influencia tuvieron aún en esta mutación las nuevas doctrinas sobre el sistema universal que surgieron en el siglo siguiente.

Hasta entonces seguía en vigor la concepción llamada geocéntrica, según la cual la tierra constituía el centro fijo del universo, alrededor de la cual giraban todos los astros. Esta concepción estaba apoyada en la Biblia y en las afirmaciones de Aristóteles, y había sido expuesta por Claudio Ptolomeo, el sabio cosmógrafo alejandrino del siglo II d. C. Pero a principios del siglo XVI, Nicolás Copérnico enunció, en su obra Las revoluciones del universo celeste, la doctrina heliocéntrica, poniendo en discusión un tema apasionante que conmovió a todos los espíritus: no debe olvidarse que su aparición corresponde a la época de la Reforma religiosa y por ello la controversia suponía la dilucidación de problemas dogmáticos fundamentales.

La doctrina de Copérnico no era absolutamente nueva. Aristarco de Samos y otros sabios de la escuela de Alejandría la habían sostenido, pero no encontró aceptación, debido, principalmente, a la autoridad de las afirmaciones de Aristóteles. Copérnico expresó de manera ordenada y sistemática la idea de que era el sol —y no la tierra— el centro de todo el universo y que los astros giraban en torno de él; afirmaba también la existencia de un movimiento de rotación realizado por todos los astros, movimiento que producía el día y la noche.

La doctrina de Copérnico fue el punto de partida de importantes investigaciones astronómicas. Tico Brahe (1546- 1601), Juan Kepler (1571-1631) y Galileo Galilei (1564- 1642) perfeccionaron la doctrina copernicana y le dieron una inconmovible precisión científica. Así, a partir del siglo XVI, no sólo se extendía el panorama geográfico del hombre y se acrecentaban sus conocimientos, sino que también se transformaba su tradicional concepción del universo: las investigaciones astronómicas y geográficas poseían ahora un firme punto de partida y un renovado interés.

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CAPÍTULO II. LOS DESCUBRIMIENTOS GEOGRÁFICOS

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Los descubrimientos geográficos. — Las primeras exploraciones de los portugueses. — Vasco de Gama y la ruta marítima de las Indias. — Albuquerque y el Imperio portugués. — Los cosmógrafos. Martín Behaim. — La España de los Beyes Católicos y la génesis del descubrimiento de América. — Cristóbal Colón: su personalidad y sus viajes. — Las consecuencias del descubrimiento en el orden científico, político y económico. — Las bulas del papa Alejandro VI y el tratado de Tordesillas. — Los viajes portugueses. — Viajes de Alvarez Cabral, Coelho y los hermanos Corte Real. — Américo Vespucio y sus cartas. — Martín Wáltzmüller y el nombre de América. — Los viajesingleses. — Juan Gaboto.

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Durante la Baja Edad Media, las grandes potencias marítimas eran las ciudades mediterráneas que, como Venecia y Génova, explotaban las rutas comerciales del Oriente. Pero ya en el siglo XV la actividad de estas ciudades comenzó a declinar; los turcos otomanos avanzaban y, al apoderarse de la zona oriental del mar Mediterráneo, dificultaban el tráfico de sus naves; por eso comenzaron a pensar en establecer nuevas rutas, siguiendo la estela de Teodosio Doria y los hermanos Vivaldi que, en 1291, trataron de explorar la costa africana del Atlántico.

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LOS DESCUBRIMIENTOS GEOGRÁFICOS

Pero para estas empresas estaban en mejores condiciones los portugueses y los españoles. Estos últimos permanecían, sin embargo, preocupados por la lucha contra los musulmanes de Granada y no podían prestar atención a otras empresas; los portugueses, en cambio, cuyo territorio estaba ya libre de infieles, no sólo podían pensar en ellas sino que se sentían atraídos a su ejecución por la pequeñez de su territorio y las ventajas económicas y políticas que esperaban obtener de su expansión.

En efecto, la costa africana ofrecía la posibilidad de capturar grandes cantidades de negros que podían vender luego como esclavos y, además, ocultaba riquezas que era muy fácil distribuir con provecho en el mundo civilizado. Por otra parte, pensaban los portugueses tomar por la retaguardia a los musulmanes y contribuir de este modo a la extinción de los infieles, cuyo peligro crecía por entonces con la aparición de los otomanos. Por todo ello, Portugal inició una política ultramarina destinada a lograr extraordinarios resultados.

Fue el príncipe don Enrique quien organizó metódicamente ese nuevo género de actividades. El mismo año en que los portugueses se apoderaron de Ceuta —1415—, don Enrique fundó en el puerto de Sagres, en el extremo meridional de su patria, una escuela de náutica que se transformó muy pronto en un importante centro de investigación y centralización de informes y noticias. Cartas geográficas, instrumental para la determinación del rumbo en alta mar, todo fue objeto de estudio y perfeccionamiento, y poco después debían partir de allí expediciones de gran aliento para lograr el dominio de la costa africana.

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LAS PRIMERAS EXPLORACIONES DE LOS PORTUGUESES

Dos marinos portugueses llegaron en 1418 a Puerto Santo, en el archipiélago de las Madera; a partir de entonces las expediciones se sucedieron; al año siguiente, los dos viajeros, en unión de Bartolomé Perestrello, llegaron de nuevo al archipiélago y encontraron la mayor de las islas, que constituyó la primera avanzada portuguesa en el océano, pues las Canarias estaban desde poco antes en poder de la corona castellana.

En 1432 los portugueses tomaron posesión de las Azores y poco después, en 1434, lograron doblar el cabo Bojador por obra de Gil de Eannes, etapa importante en el conocimiento del océano Atlántico porque, según una vieja tradición, más allá de esa punta el mar parecía sembrado de dificultades insuperables.

Las exploraciones continuaron. En 1441 llegó Nuño Tristán al cabo Blanco y cuatro años más tarde exploraron los portugueses el cabo Verde, desde donde pudieron llegar, en 1456, al archipiélago del mismo nombre. La muerte del príncipe don Enrique (1460) interrumpió las exploraciones, pero se reiniciaron con éxito algún tiempo después, llegando Juan de Santarem y Pedro de Escalona a la región ecuatorial en 1472. Un progreso decisivo alcanzó la navegación portuguesa, cuando, en 1488, Bartolomé Díaz alcanzó el extremo meridional del África, que su descubridor llamó cabo Tormentoso y el rey don Juan, cabo de Buena Esperanza. A partir de entonces, quedaba abierta la ruta del Oriente por fuera de la zona musulmana, y su dominio debía ser la gran hazaña de Vasco de Gama.

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VASCO DE GAMA Y LA RUTA MARÍTIMA DE LAS INDIAS

En 1497, cuando ya parecía que se había alcanzado el camino de las Indias por el occidente, gracias a los viajes de Cristóbal Colón, el rey don Manuel de Portugal resolvió tentar la búsqueda de las mismas tierras por el oriente, dando la vuelta al cabo de Buena Esparanza. Vasco de Grama, un audaz y experimentado navegant , se hizo cargo de la expedición y en julio de aquel año zarpó hacia la costa africana. Después de varios meses de navegación llegó al extremo meridional del continente y consiguió doblarlo, arribando a Mozambique. De allí siguió hacia el norte y tocó en Melinda, desde donde se lanzó hacia el este, esperando llegar a la India mediante el auxilio de un piloto experto de aquel último puerto.

La navegación fue larga y peligrosa, pero al fin avistaron tierra:

(…)

Libre ya de borrasca y mares fieros,

y el temor de su pecho desterrando,

dijo el piloto con contento extraño:

“allí está Calicut, si no me engaño.

El país que buscáis, ése es” —les dijo—:

“la India es esa tierra que aparece;

vuestro viaje tan largo y tan prolijo

en esas costas que ahí miráis fenece.”

No pudo contener su regocijo

Gama, al ver como Dios lo favorece;

póstrase en tierra, y con piadoso celo

comienza a bendecir el alto Cielo.

(LUIS DE CAMOENS, LOS Lusíadas, Canto VI)

(…)

En Calicut trabaron relación con los señores de la región, pero muy pronto debieron regresar a Lisboa. Los resultados del viaje de Vasco de Gama fueron decisivos. La imaginación aventurera de los portugueses despertó ante el encanto de las descripciones de aquellas tierras misteriosas, y un poeta extraordinario, Luis de Camoens, debía inmortalizar en su poema Los Lusíadas el viaje que inauguraba una era de grandeza para el pequeño reino lusitano.

Poco después, se continuaban las exploraciones. Pedro Alvarez Cabral volvió en 1500 a Calicut —tras una arribada a la costa brasileña— y fundó los primeros establecimientos portugueses en aquella región, de la que obtuvo considerables riquezas; pero las relaciones entre portugueses e indios fueron entorpecidas por las intrigas de los musulmanes, a quienes la nueva ruta abierta perjudicaba notablemente, y entonces Vasco de Gama recibió el encargo de lograr por la fuerza lo que antes pareció posible por la conveniencia recíproca.

En 1502 bombardeó Calicut y destruyó una numerosa flota mercante musulmana, operaciones que fueron continuadas más tarde por Francisco de Almeida, designado como primer virrey de las Indias.

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ALBUQUERQUE Y EL IMPERIO PORTUGUÉS

En 1509, el gobierno portugués envió a sus nuevos dominios a Alfonso de Albuquerque con la misión de extender las posesiones y apoderarse de los centros del comercio de las especias. La acción del nuevo gobernador fue muy eficaz, porque mientras ocupaba Malaca, las islas de Java, Moscada y Molucas, y conseguía que sus naves llegaran a Cantón, lograba, por otra parte, neutralizar la competencia musulmana tomando posesión de las bocas del mar Rojo y del golfo Pérsico.

De ese modo se constituyó, en los veinte años que siguieron al primer viaje de Vasco de Gama, un gran imperio colonial, que comprendía las posesiones orientales y el Brasil. Pero Portugal experimentaba serias dificultades para defenderlo y explotarlo por sus escasos recursos en hombres y en dinero. Así, su posesión fue efímera y poco después debía pasar a otras manos.

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LOS COSMÓGRAFOS. MARTIN BEHAIM

LOS viajes de los portugueses —como los de los españoles luego— influyeron notablemente en el perfeccionamiento de la cartografía. Hasta entonces los mapas en uso correspondían a la incompleta visión que se tenía de la tierra; se mantenía, en general, la imagen que había trazado Ptolomeo, aunque se procuró perfeccionarla incluyendo los resultados de nuevos conocimientos y de arriesgadas conjeturas; así surgieron la carta catalana de 1375, la de Toscanelli, hacia 1474, y el mapamundi de Behaim en 1492.

Lo singular de estos mapas era que la distancia que se calculaba entre la costa europea y la asiática era considerablemente menor que la real, figurando entre ellas algunas islas —la de San Brandán, la de Las Siete Ciudades y otras— cuya existencia se sospechaba. Martín Behaim, que había participado en alguna expedición oceánica mientras estuvo en Portugal, construyó en 1492, al regresar a su ciudad de Nuremberg, un globo terrestre en el que se colocaban las citadas islas, entre las cuales figuraba la Antilla, a los 50 grados de longitud occidental, y la de San Brandán a los 60.

El mapamundi de Behaim significó un progreso considerable en el campo de la cartografía porque adaptó los contornos a la forma esférica de la tierra. El mismo año en que apareció, Cristóbal Colón iniciaba su viaje hacia el occidente, en busca de las Indias y, eventualmente, de las islas intermediarias.

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LA ESPADA DE LOS REYES CATÓLICOS Y la GÉNESIS DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA

El plan de explorar la ruta que, por el occidente, podría conducir a las Indias, debía tentar a los Reyes Católicos porque su política de engrandecimiento del reino necesitaba esta oportunidad suprema.

Tras el nefasto reinado de Enrique IV, la corona de Castilla había llegado a manos de Isabel, mujer de férrea voluntad que, por su casamiento con Fernando de Aragón, se encontró en condiciones de imponer un régimen de autoridad y justicia en su patria. En efecto, la época de los Reyes Católicos presenta un fuerte contraste con la que le precedió; al predominio de los mezquinos intereses cortesanos sucede una sostenida preocupación por los más altos problemas políticos y morales, un firme propósito de conducir a los reinos de Aragón y Castilla hacia una posición de autoridad en Europa y una resuelta decisión de acrecentar el poder real.

Para lograr su propósito, los Reyes Católicos debían procurar distraer a los señores feudales de sus preocupaciones particulares y aunarlos en grandes empresas de interés colectivo. Así nació la idea de emprender una lucha definitiva contra los infieles que aún permanecían en el reino de Granada, empresa en la que olvidaron sus rivalidades y consumieron sus energías todos los señores de los dos reinos.

Entretanto, los dos monarcas convenían una serie de disposiciones dirigidas a lograr el acrecentamiento de su autoridad, mediante la creación de una policía autorizada para actuar en los señoríos —la Santa Hermandad— y de tribunales eclesiásticos para asegurar la unidad religiosa —la Inquisición—. Los resultados no se hicieron esperar; estas medidas, agregadas a la vigilancia de las órdenes caballerescas y al estímulo de los nobles dignos de elogio, concentraron en las manos de los reyes una autoridad muy superior a la que gozaron sus antecesores y pusieron al reino en una situación de florecimiento interior no comparable a la de los tiempos pasados.

Pero si estos problemas interiores eran comunes a los dos monarcas, había otros que eran particulares de cada uno de los reinos. En efecto, Aragón era, por sobre todo, un estado marítimo al que inquietaba profundamente la crisis que, en el comercio mediterráneo, provocaba la aparición de los turcos otomanos. Su interés era defender sus posiciones en las costas e islas de ese mar, en tanto que Castilla, estado interior, no participaba de esas preocupaciones; sin embargo, la proximidad de Portugal y el espectáculo de las posibilidades que su pequeño vecino comenzaba a explotar, estimularon en los castellanos el interés por las nuevas rutas del Atlántico. Por eso pareció favorable la ocasión a un marino genovés, Cristóbal Colón, para proponer a los reyes un proyecto destinado a proporcionarles el dominio de esas posibles rutas de expansión colonial.

En efecto, en 1485 se presentó a la corte castellana Colón para solicitar el apoyo de la corona para sus proyectos. Poco antes habían sido rechazados en Lisboa porque nada perecía respaldarlos suficientemente, pero el navegante genovés supo interesar a algunas personalidades de la corte, a las que la reina ordenó que enviaran a Colón a Córdoba para oírlo.

Sus planes fueron escuchados y sometidos luego a una junta de cosmógrafos presidida por fray Hernando de Talavera; según parece, consistían aquellos planes en la búsqueda de algunas islas de cuya existencia tenía él noticia particular pero que no parecía suficientemente probada. Así, su proyecto fue rechazado, tras largas deliberaciones, en 1490. Entretanto, su hermano Bartolomé había hecho análogas proposiciones en Inglaterra con idéntico resultado, y Cristóbal Colón resolvió salir de España, dirigiéndose entonces al convento de La Rábida cerca del puerto de Palos, donde estaba recogido su hijo Diego.

En el puerto de Palos su proyecto obtuvo la aprobación de un experto navegante, Martín Alonso Pinzón, y el apoyo de fray Juan Pérez, antiguo confesor de Isabel. Este último, arguyendo la favorable opinión de marinos y hombres de ciencia, escribió a la reina solicitando que de nuevo fuera escuchado, y logró su propósito, porque poco después Colón fue llamado a la corte.

El navegante visitó a los reyes en la ciudad de Santa Fe, frente a Granada, ya a punto de caer en manos cristianas. Sus proyectos se sometieron nuevamente a la opinión de los entendidos y el principal obstáculo fueron esta vez las exigencias de Colón, que deseaba título de almirante y virrey de las tierras que descubriera, amplias facultades y crecida participación en los beneficios. En consecuencia, de nuevo fueron rechazados sus proyectos; pero, al producirse la caída de Granada, se resolvió aceptar el plan y así se le comunicó a Colón cuando ya abandonaba Santa Fe.

Inmediatamente se comenzaron a discutir las condiciones y pronto se llegó a un acuerdo firmándose el documento —conocido con el nombre de Capitulaciones de Santa Fe— el 17 de abril de 1492. Por él se establecía que Cristóbal Colón sería almirante, gobernador y virrey de las tierras que se descubrieran, que le correspondería la décima parte de lo que se obtuviera en oro, plata y otras riquezas, y que sería juez de los pleitos a que diera lugar la nueva posesión de la corona. Un conjunto de reales cédulas completaban las disposiciones para el viaje, ordenando que se le proveyese de elementos y tripulación.

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CRISTÓBAL COLÓN: SU PERSONALIDAD Y SUS VIAJES

Colón había nacido en Genova en 1451 y, por su origen, no recibió sino muy escasa instrucción; pero sus aficiones náuticas le hicieron alternar el oficio paterno de tejedor con algunos viajes en los cuales realizó un aprendizaje del arte de la navegación que luego completó con abundantes lecturas; así, son conocidas las obras de cosmografía y de viajes que leyó y anotó, con las que obtuvo una preparación náutica bastante sólida. Es claro que Colón no fue un hombre de ciencia; pero compartió las teorías más avanzadas y puso a su servicio calidades excepcionales de voluntad y de tesón que le permitieron triunfar en la empresa, pese a las dificultades que se presentaban a su paso.

Cuando sus planes fueron aceptados por la corona castellana, se preparó para emprender un viaje en seguida; pero los inconvenientes eran muchos. Por las reales cédulas complementarias se arbitraron los recursos necesarios para la expedición, obteniéndose tres carabelas —la Santa María, la Niña y la Pinta—, las tripulaciones necesarias, de la que formaban parte algunos condenados a penas leves, y los equipos, que proporcionó el puerto de Palos. Además, algunos comerciantes genoveses y Martín Alonso Pinzón contribuyeron, con dinero y el último con sus consejos técnicos. Finalizados los preparativos, la expedición —con un total de 120 hombres— se dio a la vela desde Palos, el 3 de agosto de 1492.

El viaje tuvo algunos entorpecimientos y se prolongó más de lo pensado; pero luego de algún tiempo comenzaron a notarse signos de que estaban próximos a tierra, y el almirante desvió el rumbo para seguir el de las bandadas de pájaros que volaban hacia el sudoeste. El 11 de octubre, Colón escribió en su diario de viaje, según lo dice el padre Las Casas:

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Vieron los de la carabela Pinta una caña y un palo, y tomaron otro palillo labrado a lo que parecía un hierro, y un pedazo de caña y otra yerba que nace en tierra, y una tablilla. Los de la carabela Niña también vieron otras señales de tierra y un palillo cargado de descaramojos. Con estas señales respiraron y alegráronse todos. Anduvieron en este día, hasta puesto el sol, veintisiete leguas.

Después de puesto el sol, navegó a su primer camino, al oeste: andaría doce millas cada hora, y hasta después de media noche andaría noventa millas. Y porque la carabela Pinta era más velera e iba delante del almirante, halló tierra e hizo las señas que el almirante había mandado. Esta tierra vio primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana; puesto que el almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vio lumbre, aunque fue una cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra; pero llamó a Pedro Gutiérrez y díjole que parecía lumbre y que mirase él; y así lo hizo y viola. Díjole también a Rodrigo Sánchez de Segovia, que no vio nada porque no estaba en lugar donde la pudiese ver; pero el almirante tuvo por cierto estar junto a la tierra. A las dos horas después de media noche apareció la tierra, de la cual estarían a dos leguas.

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La isla —que no ha podido ser determinada— era conocida por los indios con el nombre de Guanahani y Colón la llamó San Salvador, perteneciendo al archipiélago de las Lucayas o al de las Bahamas. Colón tomó posesión de ella con las ceremonias de rigor y la hizo explorar, sorprendiéndole la flora exótica, así como la ausencia de las riquezas esperadas. Luego encontró nuevas islas deteniéndose algún tiempo en la actual Cuba, que llamó Juana.

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Entretanto, yo había ya comprendido por medio de algunos indios que aquel país era una isla; y así proseguí hacia oriente, marchando siempre junto a la costa, hasta la distancia 322 millas, donde se hallaba el extremo de la isla. Desde este punto vi otra isla hacia oriente, distante 54 millas de la Juana, y desde luego la llamé Española (Haití). Todas las islas son hermosísimas y de distintas formas, cruzadas por numerosos caminos y llenas de gran variedad de árboles que se elevan hasta el cielo y de los cuales creo que no están nunca sin hojas.

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Colón decidió emprender entonces el regreso. Con los materiales de la Santa María, que había encallado, fundó en la Española un fuerte que llamó Navidad; y, dejando en él a Diego de Arana con cuarenta hombres, inició el retorno con las otras dos naves. El 15 de marzo de 1493 entró en el puerto de Palos a bordo de la Niña, llegando más tarde la Pinta, a la que una tempestad había alejado poco antes.

El navegante fue recibido por los reyes en Barcelona y sus descripciones causaron general regocijo; se ordenó preparar una nueva expedición, pero la partida se fue postergando por las reclamaciones interpuestas por Portugal, y sólo pudo realizarse el 25 de septiembre de 1493, llevando el almirante 17 naves y 1200 hombres, provistos de elementos para iniciar la colonización.

Durante el segundo viaje, Colón exploró las Antillas menores hasta Puerto Rico; luego se dirigió a la Española y, encontrando destruido el fuerte de Navidad, fundó cerca de allí una nueva población que llamó Isabela; finalmente reconoció la costa meridional de Cuba y Jamaica; entonces volvió a la Isabela y, como se había creado una situación de violencia con los indios, designó a su hermano Bartolomé jefe del fuerte. Poco después llegaba allí un enviado del rey llamado Juan de Aguado, que debía investigar ciertas denuncias hechas en España por algunos miembros de la expedición que, descontentos, retornaron a su patria; Colón decidió volver para justificarse ante la corona y emprendió el regreso: las primeras dificultades comenzaban a aparecer y las dotes de gobierno del almirante empezaban a ponerse en duda.

Aquellos informes y la evidente ausencia de oro en las islas descubiertas dificultaron la organización de una nueva expedición. Pero Colón no cejaba en sus proyectos y defendía sus prerrogativas con altanera decisión. Al fin, el 30 de mayo de 1498 pudo salir de Sanlúcar con 6 naves y puso proa más al sur que en los viajes anteriores; gracias a ello alcanzó la costa venezolana y exploró la desembocadura del río Orinoco, tocando en la isla Trinidad. Poco después regresaba a la Española; durante su ausencia se habían producido revueltas y Bartolomé Colón había trasladado el emplazamiento de la Isabela a la costa meridional de la isla, fundando allí la ciudad de Santo Domingo, en 1496; pero mientras el almirante procuraba reorganizar la colonia, arribó Francisco de Bobadilla para aclarar nuevas denuncias llegadas a España y, tras una breve y parcial investigación, dispuso la prisión de Cristóbal Colón, de su hermano Bartolomé y su hijo Diego, y el envío de todos a España para que fueran juzgados.

En noviembre del año 1500 llegaba a España el almirante; allí pudo justificarse y los reyes dispusieron su inmediata libertad y la destitución de Bobadilla, a quien sustituyeron por Nicolás de Ovando, que, en 1502, se hacía cargo del gobierno de la colonia. Entretanto, Colón, presa de una verdadera obsesión, procuró fundar sus derechos mediante una obra que tituló Libro de las profecías, cuyo contenido insinuaba que las regiones descubiertas por él —y en especial la zona del Orinoco— formaban parte del Paraíso Terrenal y que sólo al elegido de Dios le había sido dado hallarlas; siguiendo la misma orientación religiosa que allí revelaba, proponía realizar un nuevo viaje cuyo producto se dedicaría a lograr la conquista del Santo Sepulcro. Entonces accedieron los reyes, prohibiéndole, sin embargo, poner pie en la Española y asumir el gobierno de las tierras descubiertas.

Colón partió con cuatro naves en mayo de 1502, llevando consigo a su hijo Fernando. Trató en vano de recalar en la Española y siguió hacia las islas de Jamaica y Cuba, poniendo al fin rumbo al oeste hacia tierra firme, y arribó al istmo de Panamá o de Veragua. Entretanto llegaban a sus oídos las noticias más seductoras que se habían escuchado en el transcurso de todos los viajes.

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Luego que surgimos en este canal, fueron las barcas a una isla donde había en tierra veinte canoas y los indios en la ribera desnudos como nacieron; sólo tenían un espejo de oro al cuello y algunos tenían un águila de guanin, los cuales sin mostrar miedo, pidiéndolo los dos indios de Cariay, trocaron al instante un espejo que pesó diez ducados por tres cascabeles y dijeron haber gran abundancia de aquel oro y que se obtenía en la tierra firme muy cerca de ellos y así a siete de octubre fueron a tierra firme las barcas, donde habían hallado diez canoas llenas de indios, y porque no quisieron rescatar los espejos con los nuestros fueron presos dos de los más principales para que el almirante se informase de ellos, por medio de sendos intérpretes.

FERNANDO COLÓN, Vida del Almirante don Cristóbal Colón.)

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Estas noticias —que sin duda se referían a México— lo incitaron a recorrer con calma el istmo de Veragua, desde Honduras hasta el golfo del Darién; pero debió volver por el mal estado de sus barcos y, no pudiendo llegar a la Española, recaló en Jamaica y desde allí despachó una canoa en busca de auxilio; al fin fue rescatado por dos carabelas que lo condujeron a Santo Domingo y luego a España, donde llegó en noviembre de 1504. Poco después moría en Valladolid, el 21 de marzo de 1506, mientras procuraba el reconocimiento de los derechos que, a su juicio, le concedían las capitulaciones de Santa Fe.

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LAS CONSECUENCIAS DEL DESCUBRIMIENTO EN EL ORDEN CIENTÍFICO, POLÍTICO Y ECONÓMICO

El descubrimiento de las tierras desconocidas proporcionó a la imaginación europea un incentivo extraordinario; nuevas aventuras y posibilidades se ofrecieron entonces a los espíritus inquietos y se advirtió muy pronto una tendencia a escapar de los estrechos horizontes del Viejo Mundo para tentar fortuna en el Nuevo. Pero fuera de estas proyecciones psicológicas, el descubrimiento de América influyó notablemente en los campos de la ciencia, la economía y la política.

Desde el punto de vista científico, se completaron los estudios cosmográficos y se obtuvieron numerosos datos que sirvieron para futuras investigaciones y doctrinas acerca del universo. Junto a ello, en el terreno de las ciencias naturales se produjo un extraordinario enriquecimiento de las noticias sobre la fauna y la flora que, transmitidas por los viajeros y cronistas —como Oviedo o el padre Acosta—, estimularon el desarrollo de estas disciplinas en Europa. Finalmente, los estudios jurídicos y sociológicos se enriquecieron notablemente gracias a las discusiones que plantearon las cuestiones americanas.

Desde el punto de vista político, la situación de Europa sufrió una modificación importante. A la hegemonía de Francia e Inglaterra sucede, en el siglo XVI, la hegemonía española, derivada, en parte al menos, del descubrimiento. El poderío español se constituyó en un polo opuesto al del Imperio Otomano y contribuyó a impedir su expansión. Pero acaso lo más importante es que se creó por entonces el tipo de imperio colonial, organización política de vasta trascendencia en toda la Edad Moderna que, a imitación de Portugal y España, fue alcanzada luego por otros estados.

Finalmente, desde el punto de vista económico, el descubrimiento influyó notablemente, aunque no en seguida; pero en el curso del siglo XVI se advirtió una progresiva desviación de las rutas marítimas, pues mientras se frecuentaban los puertos mediterráneos para el tráfico de los productos manufacturados, la búsqueda de materias primas prefirió la ruta atlántica; en consecuencia comenzaron a enriquecerse los puertos de esa zona y decaer los otros. El acrecentamiento de las materias primas originó la necesidad de elaborarlas y, por ello, comenzaron a cambiar las condiciones de la producción manufacturera, que se perfeccionó hasta desembocar en las formas industriales de producción. No se debe dejar de señalar el aumento en la cantidad de plata y oro circulante, lo que disminuyó su valor y encareció los demás artículos de consumo.

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LAS BULAS DEL PAPA ALEJANDRO VI Y EL TRATADO DE TORDESILLAS

El verdadero propósito de la expedición colombina constituye un enigma. Si bien es cierto que la capitulación de Santa Fe establecía que se trataba de hallar nuevas tierras, parece probable que tales designios se expresaron sólo con el objeto de evitar conflictos entre Portugal y España o, acaso, de impedir la intromisión de la primera en la empresa colombina. Por ello es que, al regreso, Colón afirmó que había llegado al Asia, propósito que, sin duda, perseguían por entonces los portugueses. Esta coincidencia de objetivos originó un inmediato conflicto diplomático al que quiso dar solución el papa Alejandro VI. Con tal fin expidió una bula —el 3 de mayo de 1493— determinando las respectivas jurisdicciones; pero como no resultaba clara se la amplió con otra, que, aunque fechada al día siguiente, ha sido redactada seguramente en junio de ese mismo año. Establecía esta última que pertenecían a la corona castellana las tierras que se descubrieran al oeste de un meridiano que se tomaba como referencia y que se calculaba midiendo cien leguas desde las islas Azores, entendiéndose que las que quedaban al este pertenecían a Portugal. Este arbitraje, no solicitado por las partes en conflicto sino espontáneamente resuelto por el papa en virtud de atribuciones que entendía poseer, fue ratificado por una nueva bula del mes de setiembre de 1493.

Pero como Portugal se sintiera perjudicado, comenzaron gestiones directas entre las dos potencias; al fin, el 7 de junio de 1494, se llegó a un acuerdo, firmándose el tratado de Tordesillas. Se fijaba también en él un meridiano divisorio, pero, con mejor conocimiento ahora de las distancias océanicas, se establecía que pasaba no a cien sino a trescientas setenta leguas de las islas de Cabo Verde.

Estas negociaciones no solucionaron los problemas de límites por la imprecisión de los términos en que se concretaron y por el desconocimiento que suponían de las tierras descubiertas y a descubrirse en los años subsiguientes. Por eso se originaron conflictos en América y en Asia entre España y Portugal, algunos de los cuales se prolongaron durante varios siglos.

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LOS VIAJES PORTUGUESES

Desde 1494 Portugal podía, pues, realizar legítimamente viajes de exploración hacia el oeste. Sin embargo, parece que fueron más frecuentes los viajes clandestinos que los oficiales; en efecto, Portugal estaba entonces preocupado por la exploración de la ruta de Africa y empleaba en ella gran parte de sus energías; esta dedicación fue aun mayor después de 1498, pues temía, con razón, que si sus descubrimientos en Occidente no eran asegurados por una toma formal de posesión, servirían más bien a su rival —España— que a ella misma. En consecuencia procuró mantener ocultos sus datos; pero, con todo, algunos viajes tuvieron carácter oficial y con ellos se dejó establecida la prioridad portuguesa en las tierras del Brasil.

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VIAJES DE ALVAREZ CABRAL, COELHO Y LOS HERMANOS CORTE REAL

Según parece, un viaje secreto había proporcionado a los portugueses, en 1498, el conocimiento de la costa brasileña. Pero las noticias de las frecuentes expediciones españolas realizadas en 1499 determinaron a la corona portuguesa a tomar posesión efectiva de aquella costa. Para ello se dieron instrucciones a Pedro Alvarez Cabral —que partía en marzo de 1500 hacia las Indias orientales— para que se dirigiera primero al oeste. Cabral llegó al Brasil y el primero de mayo tomó posesión, según el ceremonial de práctica, de la región próxima a la actual ciudad de Bahía, pocos meses después de la llegada de Vicente Yáñez Pinzón. Una nave fue despachada a Lisboa para que diera cuenta del descubrimiento —atribuido convencionalmente a un azar— y el rey de Portugal inició inmediatamente la gestión ante el de Castilla para que se reconociera que el Brasil estaba dentro de la zona portuguesa establecida por el tratado de Tordesillas, afirmación que España rechazó de plano.

En mayo de 1500, Portugal despachó una nueva expedición al mando, según parece, de Gonzalo Coelho, y de la cual formaba parte Américo Vespucio, que por entonces estaba al servicio de este reino.

Coelho tocó el cabo San Roque, luego la bahía de Todos los Santos y la de Río de Janeiro, llegando quizá hasta el cabo Santa María. Puso después proa al sudeste y tocó en una isla que se supone era la de Ascención, aun cuando algunos afirman que Coelho reconoció la costa patagónica hasta Tierra del Fuego, hipótesis nada inverosímil.

Para ampliar sus conocimientos de la zona que quedaba al oeste de la línea de Tordesillas, Portugal envió a Gaspar de Corte Real en 1501 para que recorriera las regiones del hemisferio norte. Se cree que ya en 1495 había realizado un viaje semejante y que el de 1501 no era sino una repetición de aquél; pero en éste la suerte no acompañó al navegante, que se perdió en la costa de Terranova. En 1502 su hermano Miguel procuró hallarlo y corrió la misma suerte, malográndose ambas empresas.

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AMÉRICO VESPUCIO Y SUS CARTAS

En el período que sigue al año 1502, mientras el número de las expediciones disminuía notablemente, se difundieron por toda Europa las noticias acerca de las nuevas tierras conocidas. Contribuyó a ello especialmente Américo Vespucio, quien, después de haber participado en los viajes de Ojeda y Coelho, escribió a Piero Soderini y a Lorenzo Francisco de Médicis —de quien era agente comercial en España— sendas cartas describiendo las tierras que había recorrido y enunciando la hipótesis de que constituían un nuevo continente.

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Días pasados di aviso a Vuestra Excelencia de mi retorno; y si recuerdo bien, le hablé de todas estas partes del mundo nuevo a las que había yo ido con las carabelas del Serenísimo Rey de Portugal, y si son diligentemente consideradas, parecerá verdaderamente que constituyen otro mundo. Así que no sin razón le habíamos llamado Nuevo Mundo: porque ninguno de los antiguos tuvo conocimiento alguno de él y las cosas que han sido encontradas nuevamente por nosotros sobrepasan sus opiniones.

(AMÉRICO VESPUCIO, Carta a Lorenzo Pierfrancesco de Médicis.)

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La carta a Lorenzo Francisco de Médicis fue publicada en 1504 y la que escribió a Soderini, en 1507. En ellas Vespucio trataba de destacar la importancia de sus propios viajes y aumentaba el número de los que había realizado. Pero la circunstancia verdaderamente importante fue que la narración del tercer viaje colombino sólo se divulgó en 1508, razón por la cual la hipótesis de Vespucio sobre la existencia de un continente nuevo fue, en efecto, la primera noticia que se tuvo sobre él.

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MARTIN WALTZMÜLLER Y EL NOMBRE DE AMÉRICA

Las cartas de Vespucio atrajeron la atención de los eruditos europeos; el sabio geógrafo Martín Waltzmüller, profesor del colegio de Saint Dié, en Lorena, incorporó la que había sido escrita a Soderini como apéndice a su Introducción a la cosmografía, aparecida en 1507. Pero además, cuando tuvo que nombrar las tierras que parecían constituir un nuevo continente, Waltzmüller no vaciló en llamarlas “tierras de Américo” o América, queriendo significar solamente que se refería a aquellas de las que Vespucio hablaba en sus cartas. Pero el nombre tuvo fortuna y en las numerosas obras que aparecieron por entonces se repitió por costumbre; fue inútil que el mismo Waltzmüller lo suprimiera y designara esas tierras con el nombre de “tierra incógnita” en su mapa de 1513; la designación se generalizó y quedó registrada en la nomenclatura geográfica, aunque España usara oficialmente sólo el de “Indias occidentales”.

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LOS VIAJES INGLESES. JUAN GABOTO

Mientras España y Portugal se consideraban las únicas potencias con derecho a la posesión de las tierras del occidente, Inglaterra decidió —pese a las reclamaciones diplomáticas— autorizar viajes de exploración y descubrimiento hacia ese rumbo. Enrique VII otorgó a Juan Gaboto, marino veneciano que se encontraba en Bristol, patente para navegar con pabellón inglés en la región de los descubrimientos españoles; Gaboto, con una sola nave, recorrió en 1497 la península de Labrador y la isla de Terranova. Al año siguiente volvió a zarpar —esta vez acompañado por sus hijos— para reconocer más a fondo las costas que había recorrido en su primer viaje; se supone que logró su objeto, pero la expedición se extravió y desapareció Juan Gaboto, regresando las otras naves al mando de su hijo Sebastián.

El poco éxito de estas tentativas apagó el entusiasmo de Inglaterra por las exploraciones oceánicas, que no se reanudaron sino muchos años después.

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CAPÍTULO III. LA CULTURA DEL RENACIMIENTO

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La cultura renacentista en Italia. — Los precursores. Dante, Giotto, Petrarca, Boccacio. — El Cuatrocientos. — El Quinientos. — Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. — Maquiavelo y Guicciardini. — Ariosto y Tasso. La difusión de la cultura renacentista en Europa. — España. — Nebrija y Vives. — La literatura y las artes. — Francia. — La literatura y las artes. — Alemania y los Países Bajos. — Erasmo. — Inglaterra. — La literatura y las artes.

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La inquietud espiritual que se advierte en los hombres del siglo XV a través de sus múltiples aventuras y de su afán por transformar las condiciones de la vida mediante ingeniosas invenciones se manifestó con no menor fuerza en el campo de las letras y las artes, originando una verdadera revolución cultural. A las preocupaciones medievales sucederán otras nuevas, cuya característica predominante será un apasionado interés por el hombre y la vida terrenal; movido por ellas, surgirá, en Italia, primero, y en toda Europa occidental después, un profundo movimiento espiritual que recibe el nombre de Humanismo. El humanismo se desarrollará bajo la forma de apasionados estudios de las obras de los autores antiguos, tanto paganos como cristianos; de él nacerán, primero, un renovado impulso creador en las letras y las artes cuyo fruto se conoce con el nombre de Renacimiento, y luego, un vigoroso examen de las creencias religiosas del que debían salir las religiones reformadas. Este movimiento se insinúa en Italia desde el siglo XIV y adquiere allí su forma definitiva en el siglo XV; luego, en el XVI, esas tendencias se generalizan y se divulgan por toda Europa occidental.

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LA CULTURA RENACENTISTA EN ITALIA

Italia fue el lugar donde se produjo, antes que en parte alguna, la renovación de las preocupaciones intelectuales y de los gustos artísticos. Allí estaban en pie los monumentos antiguos y se hallaban a cada paso ruinas venerables que evocaban la pasada grandeza de Grecia y de Roma; la Edad Media, pese al vigor de sus concepciones, no había podido borrar del todo aquellas tradiciones y así como en los edificios románicos y ojivales de Italia subsistían los elementos clásicos, en el espíritu italiano quedaban en pie ideas y tendencias alimentadas por el pensamiento antiguo.

Ya en el siglo XIII fue famosa la corte del rey de las Dos Sicilias, Federico II, por las señales que se advirtieron de sus tendencias reformadoras. Acaso fue él quien dio los primeros pasos para organizar un estado moderno, anti feudal y absolutista, guiado por los ejemplos orientales y por la tradición romana; al mismo tiempo, no vaciló en estimular el estudio de los autores antiguos y aun la discusión de los dogmas cristianos, llevando, sin embargo, la centralización estatal hasta el control de los estudios universitarios, hasta entonces sólo vigilados por la Iglesia.

Ese mismo siglo, mientras Santo Tomás de Aquino llevaba a su más alto grado el pensamiento medieval, ve aparecer en Italia los primeros representantes de la gran transformación espiritual que se avecinaba: se los llama precursores del Renacimiento, palabra con que se quiere señalar el despertar de la cultura antigua, provocado por ellos.

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LOS PRECURSORES. DANTE, GIOTTO, PETRARCA, BOCCACCIO

Dante Alighieri, el poeta florentino (1265-1321), era, por su pensamiento, un hombre de la Edad Media y aun puede decirse que, con Santo Tomás de Aquino, es uno de los que mejor la representan. Sin embargo, ciertos aspectos de su obra fueron un punto de partida para posteriores transformaciones y sólo por ellos suele ser considerado como precursor del Renacimiento.

Junto a otros modelos —entre ellos alguno musulmán— Dante eligió al poeta latino Virgilio. En la composición de la Divina Comedia siguió sus huellas y aun lo incorporó como uno de sus personajes tributándole los más altos elogios y haciéndolo su guía en el viaje por el Infierno y el Purgatorio. Con ello estimuló el retorno a los autores paganos y los señaló como dignos modelos; pero además, Dante fue un renovador literario. Consagró un estilo poético que llamó el dulce estilo nuevo y utilizó para las más importantes de sus obras la lengua florentina, en una época en que sólo el latín merecía la dignidad de lengua literaria. Desde entonces fue lícito usarla para traducir en ella los más elevados pensamientos, y la literatura pudo alcanzar una difusión que antes le estaba vedada.

Algo semejante ocurrió en las artes plásticas. La pintura medieval había alcanzado altísima grandeza, pero sus temas —casi unicamente religiosos— exigían ciertas formas exclusivas en las que reflejara su intenso patetismo. Ya en el siglo XIII Cimabue y Duccio de Buoninsegna procuraron animar sus figuras con un espíritu nuevo, menos hierático y más humano; pero fue Giotto, un pintor florentino, amigo de Dante y discípulo de Cimabue, quien introdujo e impuso, en el siglo XIV, una nueva manera pictórica, caracterizada por la fidelidad al modelo humano, la ligereza y el dinamismo, todo ello sin abandonar por completo el profundo misticismo medieval.

Tanto Dante en las letras como Giotto en la pintura sirvieron de modelos a los que les siguieron desde principios del siglo XIV. Tadeo Gaddi, Francisco Neri y Andrés Orcagna continuaron las huellas de Giotto; Francisco Petrarca y Juan Boccacio, las de Dante. Petrarca (1304-1374) era un poeta de exquisita sensibilidad; también él siguió los modelos latinos y compuso, en esa lengua, un largo poema que tituló África, en el que evocaba las guerras romanas; pero, fiel al ejemplo de Dante y partícipe de sus mismas tendencias literarias, cantó las emociones de su intenso amor por Laura de Noves en una colección de admirables sonetos que escribió —como Dante— en lengua florentina; se advierten allí nuevas preocupaciones; el paisaje atrae su atención y las pasiones humanas seducen su temperamento imaginativo: todo ello constituía un campo ajeno hasta entonces a las letras y quedó incorporado, después de él, a la serie de los temas literarios.

Boccaccio (1313-1375), cuya admiración por Dante y Petrarca quedó documentada en las pequeñas biografías de los dos poetas que compuso, siguió su ejemplo en cuanto al uso de la lengua florentina, aunque, como ellos, alternó con el latín en algunas obras. Pero Boccaccio era un temperamento más realista y se sintió atraído por otros temas; quería sorprender la vida cotidiana, las costumbres y los episodios significativos del modo de ser de la gente de su tiempo, y reflejó todo ello en una serie de cuentos, alegres y despreocupados, aunque a veces excesivamente libres, que tituló El Decamerón; pero en su composición se reveló como un extraordinario narrador; su prosa era ágil y cautivante, llena de ingenio y de colorido, y por ello fue considerado como el maestro de la prosa florentina, lengua que, después de estos maestros, se tuvo por idioma literario en Italia.

Así, desde fines del siglo XIII y en la primera mitad del XIV, se advierte un espíritu renovado en la literatura y las artes; pero no fue la única señal de una transformación espiritual; tanto Petrarca como Boccaccio se preocuparon también por encontrar los textos de los autores antiguos que guardados o perdidos en las bibliotecas de monasterios y castillos, se hallaban diseminados en Italia aunque inaccesibles para su lectura. Así aparecieron obras hasta entonces no conocidas, algunas de las cuales tradujeron y estudiaron a fondo. En esta tarea fueron también precursores del Humanismo, pues esta labor debía ser la primera que afrontaran, quienes quisieran lograr una imagen nítida de la cultura antigua, olvidada —aunque sólo en parte— por la Edad Media.

(…)

EL CUATROCIENTOS

A partir de entonces, las nuevas tendencias comenzaron a admitirse por toda Italia; en el siglo XV —período conocido también con el nombre de Cuatrocientos— la cultura se vuelca con ojos admirados hacia la Antigüedad y se pretende restaurarla, se habla de un renacimiento de la cultura antigua, pero, si bien es cierto que ese será su lema, la cultura del siglo XV posee un impulso creador que le es propio; así, el Cuatrocientos constituye una etapa definida de la historia de la cultura occidental y podría decirse que es el momento de elaboración de la cultura renacentista, de la que se obtendrían frutos maduros al terminar ese período y comenzar el siguiente.

El centro de la actividad espiritual es, por entonces, la Toscana, y, más especialmente, Florencia. Allí abunda el dinero con que pagar la construcción de obras arquitectónicas y la decoración de las iglesias y palacios; la familia de los Médicis —banqueros poderosos— invierte sumas considerables en estas obras y se muestra generosa para retribuir a los arquitectos, a los pintores y escultores que trabajan en ellas, así como también para acordar pensiones a los escritores que quieren poseer el ocio necesario para dedicar sus horas a la creación literaria; se llamará mecenas a los Médicis, comparándolos con el amigo de Augusto que protegiera a Virgilio y a Horacio, y su ejemplo sería seguido por otros señores laicos y eclesiásticos; así pues, quienes poseían condiciones creadoras, encontraban la ocasión para usarlas y dar realidad a sus ideas.

Junto a la de Florencia, otras cortes se esforzaron por igualar el brillo de aquella, llamando a su seno a poetas y artistas. Los señores se enorgullecían de sus protegidos y en el ambiente alegre de los suntuosos palacios se percibía la viva emoción de la actividad del espíritu, cuando se conversaba sobre los temas más puros y se contemplaban las más altas creaciones del pincel o el buril. Como los Médicis en Florencia, los Visconti y los Sforza en Milán, los Malatesta en Rímini, los Este en Ferrara, los Gonzaga en Mantua, estimulaban entre los miembros de las clases altas un tipo de vida culto y el cortesano fue por entonces no sólo el caballero valiente sino también el hombre espiritual y delicado. He aquí cómo describe Baltasar de Castiglione la corte de Urbino a fines del siglo XV:

Estaban repartidas entonces todas las horas del día en honestos y agradables ejercicios, tanto del cuerpo como del espíritu; pero como el señor Duque, por su constante enfermedad, se retiraba con frecuencia a dormir después de la cena, todos se reunían a aquella hora, generalmente, donde estaba la duquesa Isabel Gonzaga; también se encontraba allí siempre la señora Emilia Pía, la cual, por estar dotada —como sabéis— de tan vivo ingenio y juicio, parecía la maestra de todos. Allí se oían entonces los sutiles razonamientos y las bromas honestas, y en la cara de todos se pintaba tal festiva risa que se podía llamar a aquella casa el albergue de la alegría.

Entre las agradables fiestas y músicas que continuamente había, se proponían a veces cuestiones sutiles, y, a veces, se hacían juegos ingeniosos; otras se suscitaban disputas sobre diversas materias, de lo que se obtenía gran placer por estar llena la casa de nobilísimos ingenios, entre los cuales eran celebérrimos Juliano de Médicis, Pedro Bembo, César Gonzaga e infinidad de otros caballeros, de modo que concurrían allí siempre poetas, músicos y toda suerte de hombres agradables, y los mejores que en cada habilidad se encontraban en Italia.

(Baltasar de Castiglione, El cortesano)

(…)

De las cortes surgieron las academias o corporaciones de sabios para la discusión y el estudio de los más altos temas; en Florencia se constituyó la Academia platónica —cuyas figuras prominentes fueron Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola—; en Nápoles la Academia pontaniana y en Roma la platina; y cerca de ellas, comenzaron a aparecer las ricas bibliotecas donde se agrupaban los códices o manuscritos de autores antiguos, entre los cuales fueron famosas la de Venecia, en la que se reunieron los seiscientos manuscritos griegos coleccionados por el cardenal Besarión, y la del Vaticano, que se enriqueció considerablemente en el siglo siguiente.

La preocupación por la belleza plástica dio también sus frutos renovados en el cuatrocientos; en Florencia, en Urbino o en Rímini llamaron a los artistas más ilustres para construir templos o palacios que se ajustaran a los nuevos gustos e ideales. Brunelleschi comenzó a prescindir de los modelos ojivales y construyó la iglesia de San Lorenzo de Florencia atendiendo a los ejemplos romanos: dentro de esta misma concepción está la modificación que introdujo en la catedral florentina, de factura medieval, en la que construyó una hermosa cúpula. Desde entonces, la arquitectura renacentista adquirió una fisonomía peculiar, a la que contribuyeron otros artistas, como Juan Bautista Alberti, autor de una iglesia de Rímini conocida con el nombre de Templo malatestino, y Benito de Majano, que construyó en Florencia el magnífico palacio de los Strozzi.

Para decorar los templos y palacios, pintores y escultores acudieron con su inquietud y con su genio para seguir las huellas de Cimabue y Giotto en una vía de renovación de las formas y los colores. Entre los escultores fueron famosos Jacobo della Quercia, Ghiberti, que modeló los relieves de dos puertas en el bautisterio de la catedral de Florencia, Della Robbia, quien imprimió espiritualidad y gracia a sus terracotas azules y blancas; pero las dos grandes figuras en la escultura del cuatrocientos fueron Donatello, el autor del San Jorge y de la estatua ecuestre del condotiero Gattamelata, y Verrocchio, a quien se debe una estatua, ecuestre también, de un capitán veneciano llamado Colleoni.

No menos ilustres fueron los pintores. En Florencia admiraron con sus frescos y sus telas Masaccio —en la iglesia del Carmine—, fray Angélico, el pintor de los ángeles ingenuos y místicos, Filipo Lippi, Ghirlandaio, Piero della Francesca, Melozzo da Forli, y Sandro Botticelli; Perugino se destacó entre los de la Umbría, y Mantegna en Padua, mientras en Venecia, iniciaron una escuela de viva fantasía y animado color los Bellini, Carpaccio y Giorgione.

De ese modo, la intensa actividad espiritual de Italia en el siglo XV dio sus frutos en todos los campos; en todos ellos las formas medievales fueron reemplazadas por otras, inspiradas en ejemplos griegos o romanos, pero nutridas por una inspiración original. Así maduraba la cultura renacentista que, a fin de este siglo, debía alcanzar su forma más acabada.

(…)

EL QUINIENTOS

Los últimos años del siglo XV fueron de grave crisis para la Toscana, y para toda Italia. Los ejércitos franceses invadieron el territorio por el norte, alteraron el régimen político y crearon un ambiente de zozobra, en tanto que los ejércitos españoles hacían lo propio por el sur. Toda Italia fue conmovida por esas circunstancias; pero Roma, bajo la autoridad del papa, y Venecia, un poco al margen de las rutas de la invasión, pudieron mantenerse como islas propicias a la actividad espiritual. En efecto, el siglo XVI —período llamado también el Quinientos— ve pasar la hegemonía cultural desde Florencia hacia Roma y Venecia. Las cortes del papa y de los dogos serán ahora los centros donde se congreguen en mayor número pintores y escultores, escritores y poetas, sin perjuicio de que otras cortes menores mantengan por algún tiempo su pasado esplendor.

Roma fue, sobre todo, la espléndida capital del arte. Allí los papas poderosos y cultos emprendían ahora innumerables obras para las cuales llamaban a las más grandes figuras. Julio II, papa desde 1503 hasta 1513, y León X, que lo fue entre 1513 y 1521, pusieron al servicio de sus iniciativas a los artistas mejor dotados y en Roma se vivió por algún tiempo un ambiente de estimación y de ayuda a los espíritus creadores; en estrecho contacto, vivían activamente los problemas del arte y de la vida y puede decirse que constituían una clase privilegiada. Benvenuto Cellini da una idea muy viva de este ambiente:

(…)

La mañana de la fiesta de nuestro patrono San Juan, asistía yo a una comida, en unión de algunos de mis compatriotas, entre los cuales nos encontrábamos pintores, escultores y orfebres. Hallábanse entre dichos artistas Rosso y Gianfrancesco, discípulo de Rafael de Urbino. Como entre ninguno de los que formábamos la reunión existía antagonismo alguno, las horas transcurrían fácilmente entre risas y alborozo general.

Yo tenía la costumbre de ir, los días de fiesta, a visitar los monumentos antiguos, ya para dibujarlos, ya para modelarlos en cera. Como una multitud de palomas había hecho sus nidos en esos edificios, pues todos se hallaban en ruinas, me vino a las mientes la idea de cazar algunas con mi escopeta. Con motivo de tales excursiones hice conocimiento con ciertos buscadores de antigüedades, que solían espiar a los campesinos lombardos que en determinada época del año venían a Roma para trabajar en las viñas. No dejaban los campesinos de encontrar medallas, ágatas, bustos, cornalinas, camafeos y, a veces, piedras preciosas. Cedían esos objetos por una cantidad insignificante a aquellos buscadores, a quienes a menudo daba yo mis escudos de oro. Con tal motivo organicé un comercio que me rindió un beneficio de más de mil por ciento, con la ventaja de que me facilitaba la amistad con los cardenales romanos.

(BENVENUTO CELLINI, Memorias)

(…)

LEONARDO, MIGUEL ÁNGEL Y RAFAEL

En las postrimerías del siglo XV hacen su aparición las tres más grandes figuras de las artes plásticas italianas del Renacimiento: Leonardo da Vinci, Miguel Ángel Buonarotti y Rafael Sanzio. Junto a su grandeza y a las variadas posibilidades de su ingenio, quedaron obscurecidos otros magníficos escultores y pintores, y sus obras alcanzaron gloria universal e imperecedera.

Leonardo (1452-1519) fue discípulo de Verrocchio y bajo su influencia pintó en su juventud dos hermosas telas: el San Jerónimo y la Adoración de los Magos. Después abandonó Florencia —donde se había formado— y se estableció en Milán; allí, bajo la protección de Ludovico Sforza, mostró sus múltiples aptitudes pintando un extraordinario fresco en el convento de Santa María de las Gracias titulado La cena, proyectando edificios y monumentos, construyendo, con sabia pericia, una red de canales para riego e ideando multitud de inventos útiles. Pintó luego la Virgen de las rocas y el retrato de mujer conocido por la Gioconda y se radicó por algún tiempo en Roma y en París, donde aguzó su ingenio de inventor en innumerables proyectos.

Espíritu típicamente renacentista, Leonardo fue un hombre de curiosidad universal; empero, su gloria radica, sobre todo, en su pintura, en la que logró alcanzar no sólo una rara armonía en la composición sino también una extraordinaria vivacidad en el colorido y en la luz, atribuyéndosele la invención del claroscuro. Se ha señalado en él la profundidad para expresar los rasgos psicológicos y así como sigue admirándose la singular sonrisa de la Gioconda, pasma aún hoy al observador la variedad y la hondura de los caracteres que se advierten en cada una de las fisonomías de los apóstoles en La cena, pese al mal estado en que se halla el cuadro.

Miguel Ángel (1475-1564) también se formó en Florencia, en el taller de Ghirlandaio, y recorrió diversas cortes; pero donde dejó una huella más señalada de su genio extraordinario fue en Roma, donde, protegido por más de un papa, pudo realizar algunas de sus obras más importantes. Allí hizo una Piedad, grupo escultórico de la virgen con Jesús muerto, en el que se advierte claramente un sentimiento de las formas que, con el mismo tema, no había parecido antes posible. En Florencia hizo luego un David y acaso sus primeras obras pictóricas. Pero, llamado a Roma por el papa Julio II en 1505, trabajó en el mausoleo de su protector, para el cual hizo la estatua de Moisés y algunas otras figuras, recibiendo, al mismo tiempo, el encargo de decorar la Capilla Sixtina del Vaticano, en la cual hizo varios frescos en la techumbre, representando las Sibilas, los Profetas, y otros temas. Más tarde volvió a trabajar como escultor haciendo en Florencia la tumba de los Médicis , magnífico ejemplo de bella arquitectura, al que daban mayor esplendor seis hermosas estatuas, de las cuales es particularmente bella la de Lorenzo el Magnífico, reproducido en actitud reflexiva.

Finalmente, cuando ya tenía más de sesenta años, el papa le encargó decorar los muros de la Capilla Sixtina; de los dos frescos proyectados hizo sólo uno representando el Juicio Final, en el cual trabajó largos años por la complejidad de la composición y el enorme número de figuras que había en él. Debió interrumpirlo varias veces, la última, en el año 1541.

(…)

Vuelto a la labor y trabajando de continuo en ella, le puso fin en pocos meses dando tanta fuerza a la pintura de tal obra que dio realidad a lo que había dicho Dante Alighieri: “Muertos los muertos y los vivos parecen vivos”; porque allí se reconocía la miseria de los condenados y la alegría de los salvados.

Tardó en concluir esta obra ocho años y la descubrió el día de Navidad de 1541, con estupor y maravilla de toda Roma, como así de todo el mundo.

(JORGE VASARI, Vida de Miguel Ángel, en las Vidas de Pintores)

(…)

Como escultor había diseñado los planos de la cúpula de la basílica de San Pedro, en Roma, y al ser construida se reveló la grandeza de su concepción y la armonía de su conjunto. Estas mismas calidades había revelado en toda su obra, en la que las grandes dimensiones —que él prefería— no excluían la delicadeza y la finura de las formas y los tonos. Como escultor lo caracterizaron el vigor de las masas plásticas y el movimiento de sus figuras; como pintor se advierte el mismo vigor en las formas, realzado allí por un colorido firme y contrastado. Por ciertos caracteres del Juicio Final, se dice que esta obra inicia una nueva época en la pintura, cuyo estilo se conoce con el nombre de barroco.

Rafael Sanzio (1483-1520), natural de Urbino, fue exclusivamente pintor. Discípulo de Perugino, hizo bajo su influencia sus primeras obras, la más hermosa de las cuales es el Desposorio de la Virgen; pero luego siguió la inspiración de Leonardo y de Miguel Ángel, y comenzó su serie de vírgenes. Poco después fue llamado por el papa para decorar las cámaras del Vaticano; en ellas pintó varios frescos, entre los que están la Glorificación del derecho, la Disputa del Santísimo Sacramento, la Escuela de Atenas y el Parnaso, en todos los cuales se destaca una composición grandiosa y elocuente, una cuidadosa representación de la belleza humana y una sabia utilización de los colores para dar vivacidad y animación al conjunto. Fue también Rafael un extraordinario retratista, fiel al modelo y al mismo tiempo creador; su hermoso retrato de León X, y el de Castiglione constituyen telas de extraordinario interés por su expresión y colorido.

Junto a los grandes maestros, aparecieron por entonces otros de singulares calidades; no deben olvidarse Corregio, el Veronés, y, sobre todo, los dos grandes maestros venecianos, Ticiano y Tintoretto. Ticiano (1477-1576) brilló no sólo por sus dotes de animador de vastas composiciones sino también por su renovación en el uso de los colores, a los que dio una extraordinaria magnificencia. Su obra es abundante; se destacan entre sus cuadros la Asunción, Flora, la Presentación de la Virgen en el Templo y numerosos retratos, en los que alcanzó singular perfección. Tintoretto (1512-1594) se dedicó preferentemente a la pintura histórica, en cuyo género alcanzó amplio vuelo; se ha dicho de él que supo combinar el dibujo robusto de Miguel Ángel con el colorido vivaz de Ticiano; decoró diversas salas del palacio ducal de Venecia, donde pintó su Paraíso, y se le deben numerosas telas, como el Milagro de San Marcos o la Crucifixión. Finalmente debe citarse un maestro de la orfebrería, Benvenuto Cellini, cuyas piezas labradas alcanzaron extraordinaria belleza, y que, por otra parte, nos ha dejado en sus Memorias un documento incomparable de la Roma de su época.

(…)

MAQUIAVELO Y GUICCIARDINI

El siglo XVI vio aparecer en Italia también las más grandes figuras de la prosa. Pero ni a Maquiavelo ni a Guicciardini —sus más altos representantes— les atrajo la literatura imaginativa; las circunstancias de la época los incitaron, en cambio, a ocuparse de la historia y de la filosofía política y en esas disciplinas emplearon su genio.

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) intervino en la vida pública florentina cuando, tras la expulsión de los Médicis, se instauró la república; su acción le permitió conocer de cerca el giro que tomaba por entonces la política europea y descubrir la situación no sólo de su patria —Florencia— sino también la de toda Italia. Con esta experiencia, que él robusteció en el estudio, llegó a diseñar una doctrina histórica y política que reflejó en su obra cuando, alejado de la vida pública, en 1512, comenzó a escribir.

Compuso una Historia Florentina y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio; pero la obra por la cual alcanzó mayor gloria —y por la cual se lo ha calumniado frecuentemente— es El príncipe, tratado político acerca de las necesidades de la Italia de su tiempo. En él aconseja a los poderosos la unificación de Italia, tal como habían hecho los reyes en Francia, en Inglaterra y en España, para que no perdiera su categoría de gran potencia.

(…)

Considerando todo lo que acabamos de examinar y meditando si las circunstancias presentes serían favorables para la elevación de un príncipe nuevo en Italia, y si un hombre prudente y valeroso tendría ocasión de introducir otra forma de gobierno que hiciera honor a su persona y redundase en beneficio de toda la nación, creo que ningún tiempo fue ni será nunca más propicio a tan gloriosa empresa.

(Maquiavelo, El príncipe)

(…)

A fin de facilitar la tarea, Maquiavelo razona sobre los medios de que deberá valerse quien emprenda esa labor y propone los mismos métodos violentos que, en la realidad, habían usado Fernando V de Aragón o Luis XI de Francia para conseguir idéntico fin.

(…)

Así, el príncipe debe parecer clemente, fiel, humano, religioso e íntegro, mas ha de ser muy dueño de sí para que pueda y sepa ser todo lo contrario, si llega el caso.

En una palabra, tan útil le es perseverar en el bien cuando no vea en ello inconveniente, como practicar el mal cuando las circunstancias lo exijan.

(MAQUIAVELO, El príncipe)

(…)

Maquiavelo expresó en forma de reglas lo que, por otra parte, hacían por entonces todos los jefes de estado y constituía las prácticas políticas usuales; pero estaba guiado por un patriotismo vigoroso que lo incitaba a recurrir a tales medios para salvar el destino de Italia, que veía amenazado por la organización de los grandes reinos vecinos, mientras ella permanecía dividida y débil.

Francisco Guicciardini (1482-1540) no era un pensador de la talla de Maquiavelo y se limitó a seguir las ideas políticas de éste. Como embajador conoció los entretelones de la política internacional de su tiempo y la explicó en su Historia de Italia, cuyo desarrollo corre entre 1492 y 1530, sentando, como conclusión, principios semejantes a los expuestos por Maquiavelo.

(…)

ARIOSTO Y TASSO

También en la poesía aparecieron por entonces representantes ilustres. La tradición de Dante se había perpetuado en el uso de la lengua florentina y fueron numerosos, en el siglo XV, los poetas que, como Pontano y Sannazaro, compusieron hermosas y dulces estrofas. Pero fue en el siglo XVI cuando alcanzó la poesía italiana renovado brillo con Ariosto y Tasso.

Ludovico Ariosto (1473-1553) pertenece, como Maquiavelo, a la época de transición entre el Cuatrocientos y el Quinientos. Su inspiración se manifestó en muchos hermosos sonetos, pero alcanzó su madurez en un largo poema titulado Orlando furioso en el que retoma el asunto de la Canción de Rolando desarrollándolo de acuerdo con los puntos de vista del Renacimiento, y con cierta ironía con respecto a los ideales medievales.

Una tendencia semejante se nota en Torcuato Tasso (1544-1595) cuando cantó a los héroes de la primera cruzada —y en especial a Tancredo— en su inmortal poema titulado La Jerusalén libertada. El poeta, que compuso también poemas y obras teatrales, muestra allí una extraordinaria grandeza en la concepción y exquisitas calidades poéticas.

(…)

LA DIFUSIÓN DE LA CULTURA RENACENTISTA EN EUROPA

Por desarrollo de sus artes, por la grandeza de sus pintores y poetas, Italia alcanzó, desde el siglo XV, un extraordinario prestigio espiritual. Toda la Europa occidental la consideró como ejemplo digno de ser seguido y las circunstancias hicieron que sus modelos pudieran ser observados desde cerca. En efecto, su riqueza y su debilidad militar y política —causada por su división y por la rivalidad entre los diversos estados— la tornó en una presa deseada por los poderosos vecinos y, desde 1494, los ejércitos franceses, alemanes y españoles la recorrieron en toda su extensión; los nobles y los cortesanos, los soldados y los embajadores, todos retornaban a su patria con la imagen de su florecimiento espiritual y bajo el encanto de la renovación artística y literaria.

Sus figuras preclaras fueron llamadas por los reyes extranjeros para que trajeran a sus cortes un soplo de las nuevas tendencias y los espíritus curiosos de todo el Occidente corrieron a Italia para recoger en la fuente misma las nuevas inspiraciones. De ese modo, poco tiempo después circulaban por España, Francia, Inglaterra y Alemania las ideas y tendencias del Renacimiento italiano y fructificaban en cada lugar con caracteres peculiares.

(…)

ESPAÑA

España fue, quizá, donde más pronto llegó la influencia italiana. Desde 1442, Aragón poseía el reino de Nápoles y, por esa causa, las relaciones entre España y el sur de Italia eran intensas y frecuentes. Figuras destacadas de la política y de las letras italianas llegaron ya en la segunda mitad del siglo XV a las ciudades españolas y ejercieron allí una influencia notable, al mismo tiempo que los españoles las recogían directamente en la corte de Alfonso V de Nápoles y de sus sucesores. De ese modo, si bien es cierto que en España la mentalidad medieval era poderosa y se resistía a ser desalojada, se advirtieron muy pronto los signos de las nuevas tendencias, tanto en el campo de las letras como en el de las artes. Contribuyeron no poco a ello la introducción de la imprenta —hacia 1470— y la acción que, en favor del desarrollo de los estudios, realizó en España el cardenal Jiménez de Cisneros, que fundó la Universidad de Alcalá de Henares en 1508, y llamó a ella a grandes maestros, españoles y extranjeros.

(…)

NEBRIJA Y VIVES

Entre las figuras más señaladas de este primer momento del desarrollo renacentista en España está Antonio de Nebrija (1444-1522), erudito humanista sevillano que enseñó en Alcalá. Sus estudios sobre el idioma patrio fueron resumidos en un libro que tituló Arte de la lengua castellana y sus conocimientos lingüísticos le permitieron componer un diccionario español-latino y echar las bases de la Biblia poliglota, edición en la que figuran los textos hebreo, caldeo, griego y latino.

En la primera mitad del siglo XVI, los humanistas españoles no sólo se preocuparon por los estudios filológicos sino que también se dedicaron a la filosofía y a los problemas candentes que suscitaba el movimiento reformista. Fernán Pérez de Oliva (1494-1533) estudió en París y Roma y enseñó luego en Salamanca; fue conocido por sus traducciones al español de las obras dramáticas de Sófocles y Eurípides, pero lo que hizo su fama fue el diálogo De la dignidad del hombre, en el que desarrolló uno de los temas que más apasionaron a los escritores del Renacimiento. Juan de Valdés (1492-1541), que fue secretario de Carlos V y amigo del gran humanista holandés Erasmo, fue considerado protestante por sus estudios y preocupaciones; un Diálogo de la lengua que nos ha dejado, muestra su extraordinaria versación en los problemas filológicos. Con todo, la figura más ilustre del humanismo español es Juan Luis Vives (1492- 1540), cuyos estudios en Lovaina le permitieron conocer a Erasmo y relacionarse con él. Vives estuvo en Londres como preceptor de la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón y allí conoció a Tomás Moro; vuelto a Flandes, comenzó a producir una vasta obra que abarca múltiples aspectos; en el Tratado de la enseñanza planteó puntos de vista originales en el campo de la filosofía y la educación, temas que volvió a abordar en el Tratado del alma y la vida y en la Instrucción de la mujer cristiana. Sólido pensador, su influencia fue inmensa dentro y fuera de España.

(…)

LA LITERATURA Y LAS ARTES

(…)

En la literatura y las artes, la influencia italiana se advirtió en España desde fines del siglo XV. Algunos maestros de las letras, como Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir de Anglería y Bernardo Navagiero lograron imponer en los espíritus españoles los gustos italianos, y cosa semejante hicieron algunos artistas, como Domenico Fancelli, en España misma, o Miguel Ángel y Ticiano desde Italia. Bajo estas influencias, pero con un vigoroso espíritu nacional, aparece en España un fuerte movimiento renacentista en el siglo XVI.

Bartolomé Torres Naharro y Gil Vicente escribieron comedias llenas de sabor, en cuyo género brilló más tarde Lope de Rueda, a mediados del siglo XVI. Juan Boscán introdujo en la lengua española las formas poéticas italianas con sus sonetos, y su discípulo Garcilaso de la Vega (1503-1536) alcanzó, siguiendo el mismo estilo, una incomparable belleza literaria en su Églogas, la primera de las cuales constituye una de las obras maestras de la poesía española:

(…)

El dulce lamentar de dos pastores,

Salido juntamente y Nemoroso,

he de cantar, sus quejas imitando;

cuyas ovejas al cantar sabroso

estaban muy atentas, los amores,

de pacer olvidadas, escuchando.

(…)

También brillaron otros poetas; Fernando de Herrera (1534-1597) y fray Luis de León (1529-1591) compusieron odas y sonetos de hondo lirismo, destacándose entre las obras del segundo la Vida retirada:

(…)

¡Qué descansada vida

la del que huye el mundanal ruido

y sigue la escondida

senda por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido!

(…)

Fray Luis de León se caracterizó por el tono místico que dio a su poesía; esta tendencia era muy fuerte en el espíritu español y otros contemporáneos dieron muestra de ella; así, Santa Teresa de Jesús (1515-1582) compuso las Moradas y el Camino de perfección, de profundo sentido religioso, y San Juan de la Cruz (1542-1591) dejó un inmortal poema titulado Cántico espiritual, del mismo carácter.

En la prosa de imaginación, abundaron las novelas de caballerías, henchidas de aventuras y de fantasía, de las cuales fue la más famosa el Amadís de Gaula; pero pronto las nuevas corrientes se levantaron contra ellas y difundieron una novela pastoril y sentimental en cuyo género se destacó Jorge de Montemayor con su Diana; junto a ésta, apareció otra forma de novela, conocida con el nombre de picaresca porque su tema eran las aventuras de los picaros, o gentes de vida irregular que medraban con la abundancia que, en el primer momento, produjo la conquista de América; fueron ejemplos valiosos El lazarillo de Tormes, considerada anónima, y el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán.

Pero no sólo fue la prosa imaginativa la que dio frutos maduros en el siglo XVI; los escritores políticos como Antonio de Guevara y Antonio Pérez, el padre Victoria y el padre Las Casas trataron por entonces los más altos problemas del gobierno, del derecho internacional y de la filosofía política; junto a ellos hubo historiadores distinguidos, como Florián de Ocampo, Jerónimo de Zurita, Bernal Díaz del Castillo y Antonio de Herrera, que contaron con vivo color el gran siglo de España y sus aventuras en el viejo y el nuevo mundo.

A fines del siglo XVI y comienzos del XVII llega a su culminación la literatura española. En la poesía pura aparecerán los hermanos Argensola y Luis de Góngora (1561- 1627), autor éste de las Soledades y la Fábula de Polifemo que le dieron fama —acaso injusta— de autor oscuro. Pero la poesía que alcanzó mayor vuelo fue la dramática, que se manifestó en autores teatrales ilustres. Lope de Vega (1562-1635) compuso un crecido número de comedias y dramas de intensa teatralidad y gran valor poético, entre los que se destacan Fuenteovejuna, Peribañez y el comendador de Ocaña y El mejor alcalde, el rey. En Fuenteovejuna —como en otras obras suyas— se destaca el vivo sentimiento de los derechos populares contra los crueles funcionarios reales, junto a una profunda lealtad hacia la corona. Un pueblo sublevado exclama:

(…)

Juntad el pueblo a una voz;

que todos están conformes

en que los tiranos mueran.

Tomad espadas, lanzones,

ballestas, chuzos y palos.

¡Los reyes nuestros señores vivan!

¡Vivan muchos años!

¡Mueran tiranos traidores!

¡Tiranos traidores mueran!

(…)

Tirso de Molina (1571-1648) compuso, entre otras, las comedias que tituló El condenado por desconfiado y La prudencia en la mujer, llenas de gracia y con ingenioso desarrollo teatral; pero su genio brilló, sobre todo, en su drama religioso El burlador de Sevilla. También el pensamiento filosófico y el sentimiento religioso inspiraron a Pedro Calderón de la Barca. (1600-1681), cuyos autos sacramentales están llenos de sabiduría y de unción; pero su gloria reposa en sus dramas que, como El alcalde de Zalamea, o La vida es sueño, unen al pujante desarrollo dramático un alto valor poético; a La vida es sueño pertenece el magnífico monólogo de Segismundo, de profundo significado filosófico:

(…)

Apurar, cielos, pretendo,

ya que me tratáis así,

qué delito cometí

contra vosotros naciendo:

aunque si nací, ya entiendo

qué delito he cometido:

bastante causa ha tenido

vuestra justicia y rigor

pues el delito mayor

del hombre es haber nacido.

(…)

Contemporáneo de Lope de Vega fue el más grande prosista español, Miguel de Cervantes (1574-1616), a quien se debe Don Quijote de la Mancha; por su prosa perfecta, por el vigor de los caracteres humanos diseñados en ella, por el encanto de las múltiples situaciones que encierra, Don Quijote constituye la obra maestra de la literatura española. La prosa alcanzó también alta jerarquía en otros escritores que, como el padre Mariana, escribieron obras históricas, y en los que frecuentaron la novela, el cuadro de costumbres, el tratado moral y filosófico; entre todos ellos hay que citar a Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) de cuya pluma nació el Buscón, obra maestra de la novela picaresca, la Vida de Marco Bruto y la Política de Dios, en las que se ahonda la reflexión moral hasta un grado sublime.

Junto a este extraordinario desarrollo de las letras, las artes plásticas alcanzaron no menor altura. A principios del siglo XVI la arquitectura logró realizar obras magníficas; unas veces se manifestó bajo formas originales, como en el estilo plateresco, del que es excelente ejemplo la Universidad de Alcalá de Henares; otras, siguió la moda de imitar los modelos clásicos, como en el palacio granadino de Carlos V o en el Alcázar de Toledo, y otras, intentó crear, sobre esos mismos ejemplos, una forma propia, como lo hizo el arquitecto Herrera con el palacio de El Escorial.

Mientras tanto, un escultor como Alonso Berruguete, discípulo de Miguel Angel, lograba dar a su inspiración un dramatismo típicamente español en su Sacrificio de Isaac. Pintores como Pacheco, Morales, Sánchez Coello o Pantoja de la Cruz seguían las inspiraciones italianas en el retrato y en los temas religiosos, mientras un pintor originario de Creta y discípulo de Ticiano, llamado el Greco, creaba una obra excepcional por el ascetismo y la profundidad que revelaba; su Entierro del conde de Orgaz refleja esos caracteres y muestra al mismo tiempo su excepcional calidad tanto en la composición del cuadro como en la realización de las figuras.

También en las artes plásticas, como en las letras, fue en el siglo XVII cuando cuajaron definitivamente las formas de la inspiración española: entonces aparecieron Diego Velázquez (1599-1660), el genial autor de los retratos de la época de Felipe IV y, sobre todo, de Las Meninas , Las hilanderas y Los borrachos, cuya atmósfera y colorido exaltan la imaginación y la sensibilidad; brillaron por entonces también Bartolomé Murillo, cuyas vírgenes inspiraban una ternura incomparable, y los grandes trágicos de las artes, el escultor Montañés y los pintores Ribera y Zurbarán, cuyo patetismo religioso sobrecoge el ánimo con su grandeza.

Los siglos XVI y XVII revelaron en España un gigantesco impulso creador; el típico espíritu renacentista, sin embargo, sólo se manifestó en la primera mitad del siglo XVI; después, a causa del concilio de Trento y la Contrarreforma, se advierte en España un predominio del estilo barroco, que ya se observa en los autores que corresponden a la segunda mitad del siglo XVI y a todo el siglo XVII. Así, Calderón o Velázquez no son en España representantes de la cultura renacentista propiamente dicha, aun cuando prolonguen algunas inspiraciones surgidas de esas tendencias.

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FRANCIA

Durante el reinado de Francisco I (1515-1547) se introdujeron en Francia las nuevas tendencias y, con el apoyo del rey, pudieron los hombres nutridos por ellas imponerlas en todos los campos. Frente a la vieja Universidad de París —llamada la Sorbona— se levantó el Colegio de Francia, protegido por la corona, y en él se desarrolló la enseñanza del griego y las matemáticas, signo del cambio de los tiempos. Y así como fueron los poetas de las formas renovadas los que merecieron la simpatía de los poderosos, fueron también los artistas de gustos nuevos a los que llamaron para construir edificios y decorarlos. Entre los humanistas, los literatos y los artistas crean en Francia, ya en la primera mitad del siglo XVI, un ambiente renacentista de extraordinario vigor.

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LA LITERATURA Y LAS ARTES

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Como en Italia, una de las primeras preocupaciones renacentistas fue en Francia el estudio de los textos de los autores antiguos. Brillaron en ese campo Guillermo Budé y Enrique Estienne, cuyos trabajos sobre las obras griegas y latinas conservan, aún hoy, gran valor. Humanista también, con menos rigor pero con profundo genio creador, fue Miguel de Montaigne (1533-1592), a quien le apasionaban los autores antiguos, que leía con fruición, deseoso de encontrar en ellos sabiduría y consejo. Sus innúmeras notas sobre lo que leía constituyeron una extensa obra titulada Ensayos, libro extraordinario, pese a su desorden, por la cantidad de observaciones profundas en las que se mezclan la reflexión sobre la literatura y el pensamiento antiguos, y la observación sobre su propia época.

En la prosa, Francia dio por entonces una de las figuras más ilustres de su literatura; fue Francisco Rabelais (1500-1553), el autor de Gargantua y Pantagruel, en la que como en el Orlando Furioso, de Ariosto, o en el Quijote, de Cervantes, se advierte un acentuado menosprecio por la tradición medieval; pero Rabelais no se satisfacía con eso: los nuevos ideales, y en especial el nuevo desarrollo científico merecieron su elogio y su estímulo y por eso constituye —con Montaigne— un verdadero patriarca de la moderna cultura francesa.

En la poesía, las formas renovadas por los italianos fueron acogidas por Pedro Ronsard (1524-1585), cuyas Poesías fueron el punto de partida de una escuela literaria que se llamó la Pléyade, en la que brilló el mismo sentimiento de la naturaleza y las mismas formas latinizantes de sus inspiradores.

En el campo de las artes plásticas, Francisco I favoreció la labor de los artistas de gusto renacentista. En el castillo de Chambord apareció ya esa tendencia que más tarde alcanzaría la plenitud de su forma en el palacio del Louvre —debido al arquitecto Pedro Lescot— y en el de las Tullerías, que proyectó Felipe de l’Orme. Sin embargo, suele considerarse el castillo de Fontainebleau como la obra maestra de este estilo.

Sin duda se advierte en la arquitectura la influencia de los maestros italianos que llamó Francisco I a su corte; pero la presencia de Leonardo no podía dejar de tener una influencia mayor aún en la pintura; no hubo, sin embargo, grandes figuras en este campo y sólo merece ser señalado Juan Clouet, cuyos retratos mantienen su gracia y su expresión.

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ALEMANIA Y LOS PAÍSES BAJOS

El territorio del Santo Imperio romano-germánico estaba en estrecha relación con Italia por razones políticas y muy pronto llegaron hasta allí las influencias del Renacimiento italiano; pero, en cambio, la tradición medieval era en esos países particularmente fuerte y el sentimiento cristiano —y más exactamente evangélico— estaba sumamente arraigado, en tanto que la hostilidad contra el papado se mantenía desde la Edad Media. Todas esas circunstancias contribuyeron a que las nuevas ideas adquirieran allí un carácter peculiar.

En efecto, el humanismo italiano significó, principalmente, un retorno a los autores clásicos; en Alemania y los Países Bajos, en cambio, se manifestó, sobre todo, en la aplicación de métodos análogos al estudio de los textos cristianos. En las artes plásticas se advirtió mayor fidelidad a los modelos transalpinos y sus grandes figuras mantuvieron la inspiración de las artes italianas.

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ERASMO

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El humanismo cristiano dio, en los Países Bajos, una figura de singular relieve: Desiderio Erasmo. Nacido en Rotterdam en 1466, dedicó su vida al estudio y a la enseñanza y viajó por todos los centros cultos de Europa; llegó así a poseer no sólo un saber extraordinario sino también una influencia incomparable, mantenida con gran actividad por medio de una constante correspondencia con los eruditos más importantes de su tiempo.

Pero además de su influencia personal, fue inmensa la que ejerció con su obra; estudió a los autores griegos y latinos, cuyo texto editó con sabios comentarios y en versiones excelentes; pero no dedicó menor atención a los textos cristianos, cuyo análisis lo condujo a una posición no muy acorde con la de la Iglesia romana. Su espíritu crítico lo impulsó a escribir un libro extraordinario de sátira profunda sobre sn tiempo que tituló Elogio de la locura; pero acaso su obra más significativa sea el Enchiridión o El caballero cristiano, en la que define los ideales de su propia posición espiritual, y que fue, en cierto modo, el símbolo del humanismo cristiano. Su Método de los estudios, y sus numerosas obras teológicas y filosóficas fueron leídas con avidez por todos los espíritus cultos de su tiempo y contribuyeron a crear, frente a la reforma luterana, una posición intermedia beneficiosa, a la larga, para la Iglesia romana.

En efecto, por entonces hacía su aparición Martín Lutero y desencadenaba en Alemania el movimiento disidente frente a Roma. Lutero era también, en el fondo, un humanista que aplicó al estudio de la Biblia los nuevos métodos; el ejercicio de la crítica lo condujo a señalar el apartamiento del papado de la doctrina evangélica, y su profunda fe le indicó el camino hacia una vida religiosa independiente de la Iglesia romana. En esta vía estaban también Melanchton y los teólogos que siguieron a Lutero; pero Erasmo se mantuvo alejado y quiso hallar una doctrina equidistante; fue en este sentido como ejerció su mayor influencia y puede decirse que Tomás Moro y Juan Luis Vives compartieron su posición.

La preocupación religiosa no permitió en Alemania un rico desarrollo de la literatura, aun cuando merece ser citado Hans Sachs, cuyo Libro de los oficios revela la misma concepción burguesa que exaltó el Renacimiento italiano. En cambio en las artes plásticas hubo un notable desarrollo, sumamente original. Allí se mezclaron los nuevos preceptos con la vigorosa tradición medieval y así nacieron nuevas formas, como las que se encuentran en el hermoso Pellerhaus de Nuremberg. Palacios, castillos, ayuntamientos, fuentes y retablos siguieron la misma dirección intermedia entre la vieja tradición ojival y los nuevos gustos renacentistas, y esta línea se advierte también en los grandes maestros de su pintura.

Fue Lucas Cranach (1472-1553) quien simbolizó esta fuerte tendencia a mantener la tradición medieval combinada con elementos renacentistas; su Crucifixión, así como sus retratos muestran un sentimiento patético que ya abandonaba el Renacimiento; en cambio Alberto Durero (1471-1528), fue más fiel a las enseñanzas itálicas, y sus numerosas obras —entre las que hay que señalar los grabados de la Pasión, su Adoración de los Reyes Magos y el retrato de Erasmo—, muestran la misma amplitud de formas y el mismo colorido que sus maestros. Poco más tarde, Hans Holbein (1497-1543) suavizó los rasgos medievales de la pintura alemana y creó una modalidad en el retrato que le permitió triunfar en toda Europa y en especial en Inglaterra, donde vivió mucho tiempo ( figuras 49 y 50).

En los Países Bajos, una vigorosa escuela pictórica se manifestó desde fines del siglo XV. Los hermanos Van Eyck y Rogelio van der Weiden pintaron temas burgueses y religiosos con arreglo a la nueva inspiración, aunque sin abandonar algunas convenciones antiguas. Pero Hans Memling, en pleno siglo XV, es ya un pintor renacentista, y su Hombre de la moneda se vincula estrechamente a los maestros italianos del Cuatrocientos. Sólo en el siglo XVII aparecerán allí las figuras más conocidas de la pintura flamenca y y holandesa —Rubens, Van Dyck, Rembrandt— pero, como ya se dijo al hablar de los pintores españoles de ese mismo siglo, su estilo no corresponde exactamente al del Renacimiento sino que pertenece al barroco, iniciado por Miguel Ángel y muy desarrollado luego.

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INGLATERRA

Por su lejanía, fue Inglaterra uno de los países en los que tardó más tiempo en aparecer la influencia de las inspiraciones renacentistas, y si puede señalarse su presencia en la época de Enrique VIII, es sólo en la de Isabel cuando se logran sus frutos maduros. En la del primero, las preocupaciones fueron de carácter teológico y filosófico, debido a los conflictos religiosos; en la de la segunda se produce un notable movimiento literario y artístico que dio a Inglaterra grandes figuras.

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LA LITERATURA Y LAS ARTES

En estrecha relación con Erasmo y en su misma actitud espiritual estuvo Tomás Moro, un humanista de sólida formación clásica pero muy atento a los problemas espirituales de su tiempo. Su obra más importante es la descripción de un país imaginario en el que reinaba una justicia ideal y perfecta, libro que tituló Utopía. En el campo de las letras, fue el teatro la actividad que atrajo a los mejores ingenios. Brillaron Cristóbal Marlowe (1564-1593) y Guillermo Shakespeare (1564-1616) en el drama y la tragedia; el primero fue un poeta vigoroso, pero quedó obscurecido por su continuador, considerado el más grande poeta de la lengua inglesa. Shakespeare escribió infinidad de obras; usó argumentos históricos, unas veces ingleses como en Ricardo III o Enrique IV, otras veces italianos, como en Romeo y Julieta, El mercader de Venecia u Otelo, y otras, en fin, de la tradición nórdica o clásica, como en Hamlet o Julio César; además, compuso otras comedias y dramas de imaginación o basados en un núcleo tradicional, como La Tempestad o Las alegres comadres de Windsor; pero lo importante en su teatro es la vigorosa creación de sus personajes, en los que esculpía caracteres profundamente humanos; alguien dijo de él que era, después de Dios, quien había creado más personajes. Por la belleza de sus versos y por la profundidad de su pensamiento, Shakespeare constituye una figura de significación universal en el teatro y en la literatura.

En la arquitectura, las corrientes renacentistas llegaron a Inglaterra a mediados del siglo XVI; pero, como en Alemania, se mezclaron con la tradición ojival y produjeron un estilo —llamado isabelino por la reina Isabel, en cuya época aparece—, en el que predominando los modelos góticos se insinúan algunos elementos nuevos. El estilo renacentista puro sólo hace su aparición en Inglaterra en el siglo XVII.

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CAPÍTULO IV. LA REFORMA RELIGIOSA (siglo XVI)

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Las causas del movimiento reformista. — Martín Lutero. — La Querella de las indulgencias y la doctrina luterana. — La dieta de Worms: condenación de Lutero. — La secularización de los bienes de la Iglesia. — La dieta de Augsburgo: la Confesión. — La liga de Esmalcalda. – La difusión de las ideas reformistas. — Calvino y su doctrina. — Ginebra bajo la dictadura de Calvino. — Difusión del calvinismo. — La Reforma en Inglaterra. +La Reforma católica o Contrarreforma. — Ignacio de Loyola y la Contrarreforma española. — La Compañía de Jesús. — La Inquisición: Pablo IV. — El concilio de Trento.

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Producto de la intensa inquietud espiritual del siglo XV, el Humanismo se desarrolló como una incontenible tendencia a someter todas las ideas tradicionalmente admitidas a un examen libre de prejuicios. Si en Italia los humanistas se inclinaron apasionadamente hacia las obras de los autores griegos y romanos, en Alemania y en los Países Bajos prefirieron dedicar su atención a los textos cristianos; una intensa fe los movía, pero estaban también guiados por una tradicional hostilidad contra la Roma de los papas, que se acentuaba ahora ante el espectáculo —incomprensible para su espíritu— del entusiasmo estético que se advertía en los príncipes de la Iglesia, y ante la violencia de sus ambiciones mundanas.

Con esas nuevas preocupaciones y frente al desacuerdo que descubrían entre la doctrina de los Evangelios y los nuevos ideales de la Iglesia de Roma, los humanistas alemanes iniciaron un retorno a las formas más simples de la religiosidad medieval. Sostuvieron el valor excelso de la fe y de las virtudes evangélicas, pero pusieron en la afirmación de sus convicciones todo el antiguo rencor que guardaba Alemania contra el papado y contra el Imperio absolutista. Así se desencadenó un movimiento complejo, religioso y político a un mismo tiempo, que muy pronto se difundió por toda Europa y, especialmente, por los pueblos anglo-sajones. La Iglesia respondió con una intensa energía y desde entonces se constituyeron los dos campos en que se dividieron los espíritus: el de la religión católica, apostólica y romana y el de las religiones reformadas.

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LAS CAUSAS DEL MOVIMIENTO REFORMISTA

El movimiento reformista que estalló en el seno de la Iglesia cristiana a principios del siglo XVI y que tuvo su origen en Alemania, respondía a la acción de antiguos fermentos, pero se desencadenó por algunas circunstancias inmediatas.

Un agudo observador de la época, el historiador italiano Francisco Guicciardini, explicaba así el origen del movimiento:

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En el año 1520 comenzaron a difundirse mucho algunas doctrinas que reaparecieron por entonces, primero contra la autoridad de la Iglesia romana, después contra la autoridad de la misma religión cristiana. Ese pestífero veneno tuvo origen en Alemania, en la provincia de Sajonia, por la predicación de Martín Lutero, fraile agustino que, en la mayor parte de sus principios, suscitó nuevamente los antiguos errores de los bohemios. Reprobados éstos por el concilio de Constanza y habiendo sido quemados por su orden, Juan de Hus y Guillermo de Praga, aquellos errores estuvieron limitados dentro de la Bohemia. Para suscitarlos nuevamente en Alemania había dado ocasión la sede apostólica, usada demasiado licenciosamente por León X.

(GUICCIARDINI, (Historia de Italia)

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La tradición de algunos herejes de la Edad Media como Juan de Hus y Wiclef, así como también el desprestigio del papado, sobre todo a los ojos de los alemanes, fueron en efecto, causas directas del movimiento. Pero no lo fueron menos otras circunstancias. La Biblia se había difundido extraordinariamente gracias a la imprenta, y comenzaron a señalarse contradicciones entre los principios predicados por Cristo y los que guiaban la conducta del papado; los intereses económicos y políticos, tanto como las preocupaciones mundanas, condujeron a algunos de los pontífices renacentistas por caminos que los apartaban de la senda evangélica y, en nombre de la fe, se comenzó a levantar un intenso clamor contra la Iglesia. Finalmente, colmó la medida una disposición del papado sobre venta de indulgencias que conmovió a Martín Lutero y lo lanzó en abierta lucha contra la autoridad de Roma.

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MARTÍN LUTERO

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Lutero era un fraile agustino profundamente versado en teología y profesor de esa disciplina en la Universidad de Wittenberg (Sajonia). Hombre de temperamento místico pero al mismo tiempo impetuoso y apasionado, pasó largas horas acongojado por el temor de caer bajo la fuerza de la tentación y el pecado. Esta preocupación lo había llevado al claustro y lo incitaba a la más severa penitencia, pero no lograba, ni aun por esa vía, calmar su temor. Decía hablando de sí mismo: He conocido un hombre que, aunque por breves espacios de tiempo, ha sufrido tantas y tan infernales penas que no hay lengua que las exprese ni pluma que las describa ni nadie sin propia experiencia que pueda creerlas, de manera que si se hubiesen cebado en él durante media hora o aun menos lo hubiesen aniquilado, convirtiendo su cuerpo en ceniza.

(Lutero, Prefacio de sus obras)

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Al fin, conoció la calma a través de nuevas meditaciones sobre la palabra revelada en las Sagradas Escrituras:

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Entonces comencé a comprender que la justicia de Dios es aquella por cuya virtud el justo vive por la gracia de Dios, es decir, de la fe. Lo cual significa que la justicia de Dios revelada en el Evangelio es la que nosotros recibimos y por la que el Dios misericordioso nos hace justos mediante la fe. Entonces me pareció que había nacido de nuevo y que había entrado en el Paraíso por las puertas abiertas. Desde aquel momento la Sagrada Escritura tuvo para mí otra fisonomía. La recorrí en mi memoria y encontré en otras palabras igual inversión del sentido; las obras de Dios significan lo que Dios obra en nosotros y la fuerza de Dios es aquello por medio de lo cual Dios nos hace fuertes; y la sabiduría de Dios es aquello por medio de lo cual Dios nos hace sabios.

(Lutero, Prefacio de sus obras)

Desde entonces Lutero tuvo la convicción de que poseía la clave para la interpretación de la palabra de Cristo y adoptó una actitud de combate contra las doctrinas oficiales en su cátedra de Wittenberg. Poco después se suscitaba el problema de las indulgencias y entonces salió a la calle dispuesto a luchar por sus convicciones.

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LA QUERELLA DE LAS INDULGENCIAS Y LA DOCTRINA LUTERANA

El papado inició en 1515 una vasta campaña para obtener recursos con que terminar la hermosa basílica de San Pedro de Roma; el medio principal fue vender las indulgencias —esto es, la remisión de los pecados— considerando como limosna lo que se entregaba por ellas. En Alemania, los dominicos se encargaron de esa venta, pero como los recursos se obtenían muy lentamente, el papado pidió el dinero a unos banqueros, los Fugger, quienes debían cobrar luego las sumas prometidas por los fieles. Esta negociación adquirió un aspecto indecoroso y muchos fieles se indignaron. Fue entonces cuando Martín Lutero comenzó a hacer pública su protesta. Dirigiéndose al arzobispo de Maguncia escribía:

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Por todo el país se esparce, en nombre de Vuestra Señoría, la indulgencia papal para la construcción de la catedral de San Pedro de Roma. Más me choca el falso sentido adoptado por el pueblo simple, ignorante y grosero que propaga por todas partes abiertamente las imaginaciones que ha concebido, que el rumor y el escándalo de los predicadores de la indulgencia, a los que no he oído. ¡Están persuadidos de que las almas salen del Purgatorio tan pronto como vierten su dinero en las arcas, Dios Poderoso!

(Lutero, Carta al arzobispo de Maguncia.)

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A continuación de esta súplica para que se impidiera tan torpe comercio, Lutero enunciaba un conjunto de proposiciones referentes a la validez de las indulgencias; pero, llevado por sus convicciones teológicas, fue todavía más allá y analizó algunos de los dogmas, con los que se mostró en desacuerdo propugnando su modificación. Sólo aceptaba tres sacramentos: el bautismo, la comunión y la penitencia; además afirmaba que toda la teología podía resumirse en el principio de la verdadera fe y la confianza en Jesucristo, y, convencido de que el creyente podía leer directamente e interpretar los Evangelios, llegó a postular la supresión del sacerdocio.

La actitud de Lutero comenzó a preocupar en Roma; en 1518 fue convocada una dieta en la ciudad de Augsburgo, en la que defendió su posición frente al cardenal Cayetano, legado del Papa, y poco a poco surgió la evidencia de que se estaba ante un movimiento cada vez más fuerte tanto en el plano religioso como en el político. Así, al promediar el año 1520, el papa condenó como heréticas cuarenta y una de las proposiciones de Lutero y exigió la retractación bajo amenaza de excomulgarlo. Pero Lutero quemó la bula en la plaza de Wittenberg y poco después el papado daba cumplimiento a su amenaza, comunicándole la excomunión.

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LA DIETA DE WORMS: CONDENACIÓN DE LUTERO

El movimiento religioso encabezado por Lutero tenía en Alemania intensa repercusión social y política. Los príncipes hablaban de un resurgimiento de la nacionalidad alemana y apoyaban esta nueva tendencia que los liberaba del yugo espiritual de Roma. Por su parte, el nuevo emperador elegido en 1519, Carlos V, procuraba por todos los medios apagar el incendio que amenazaba sus estados y convocó, para mayo de 1521, una dieta que debía reunirse en la ciudad de Worms. Lutero concurrió a ella y defendió su doctrina con extraordinaria vehemencia; pero la mayoría de la asamblea confirmó el carácter herético de sus ideas y le exigió la retractación, condenándolo a la hoguera una vez que se negó a ello con arrogante energía. Sin embargo, el elector de Sajonia, que era partidario de su doctrina, pudo sacarlo subrepticiamente de la ciudad y lo escondió en su castillo de Wartburgo, donde permaneció algún tiempo en seguridad.

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LA SECULARIZACIÓN DE LOS BIENES DE LA IGLESIA

Mientras duró su reclusión, Lutero emprendió una labor importantísima: la traducción de la Biblia al alemán corriente, con lo que el texto sagrado pudo ser conocido directamente por todo el mundo. Entretanto, la doctrina sostenida por Lutero de que la Iglesia debía retornar a su pobreza primitiva tuvo consecuencias graves; en efecto, en uno de sus escritos de propaganda había dicho que era necesario que los príncipes se apoderaran de los bienes eclesiásticos; movidos por la codicia y apoyados en esas palabras, los nobles alemanes se incautaron de las tierras y los castillos que la Iglesia poseía en Alemania, pero, con ello, desencadenaron un conflicto social porque los campesinos y los pequeños señores quisieron hacer lo propio sin que les fuera permitido por los más poderosos, a favor de los cuales tomó partido el mismo Lutero. Así, el conflicto religioso conmovió hasta sus raíces la vida alemana y creó un estado de profunda inquietud que movió al emperador a intervenir nuevamente.

En la dieta de Espira (1529) se resolvió que se toleraría la nueva religión donde ya estuviera arraigada, pero se prohibió su difusión; y como protestaran algunos príncipes y ciertas ciudades, se comenzó a llamar protestantes a los partidarios de Lutero. Para zanjar esa nueva dificultad, el emperador convocó una nueva dieta para el año siguiente.

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LA DIETA DE AUGSBURGO: LA CONFESIÓN

La dieta se reunió en la ciudad de Augsburgo (1530) y se planteó nuevamente la cuestión entre Lutero y sus partidarios por una parte, y el emperador y los católicos por otra. El intento de conciliación fracasó; pero las discusiones dieron ocasión a los protestantes para que formularan claramente su pensamiento. Un discípulo de Lutero, Melanchton, redactó un credo compuesto de veintiocho artículos en el que precisaba los puntos fundamentales de la nueva doctrina, credo que recibió el nombre de Confesión de Augsburgo.

Se expresaba en ella el valor de la fe como única fuente de salvación, el derecho a discutir las decisiones pontificias y conciliares, el principio del libre examen de las Escrituras por todos los fieles, la necesidad de suprimir las imágenes y la condición eclesiástica y muchos otros aspectos del dogma y del ritual. La dieta oyó la Confesión luterana y declaró nuevamente que sus afirmaciones eran heréticas y que debían ser perseguidos los que las sostuvieran.

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LA LIGA DE ESMALCALDA

Las conclusiones de la dieta de Augsburgo y la decisión de Carlos V de defender a la Iglesia de Roma llevaron a los príncipes protestantes a la convicción de que debían prepararse para la lucha. En 1531, reunidos en la ciudad de Esmalcalda, firmaron un acuerdo mediante el cual constituían una liga para la defensa recíproca. Así se preparó el terreno para una lucha que no tardaría en sobrevenir y que agitó a Alemania hasta 1555, en que, tras la derrota del emperador en Metz, se firmó la paz de Augsburgo.

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LA DIFUSIÓN DE LAS IDEAS REFORMISTAS

Si bien es cierto que en el éxito de la Reforma luterana influyeron ciertas circunstancias particulares de Alemania, sus principios coincidían con algunas aspiraciones de extensos grupos de cristianos que, en consecuencia, se apresuraron a adoptarlos. Así Ulrico Zwinglio difundió en Suiza la nueva doctrina, pero extremando tanto sus términos que no fue aprobada por el mismo Lutero y finalmente fracasó. Igualmente se difundió en los países del Báltico, donde la cuestión religiosa se mezcló con el problema de la independencia nacional de Suecia y Noruega. Pero las derivaciones más trascendentales del movimiento reformista fuera de Alemania se advirtieron en Francia y en Suiza, donde se difundió la doctrina de Calvino, y en Inglaterra, donde se constituyó una iglesia nacional.

La característica de todos estos movimientos fue su absoluta independencia entre sí. Mientras el catolicismo era, constitutivamente, una unidad dogmática e institucional, las iglesias reformadas no reconocían otra autoridad que los Evangelios y podían, según su peculiar interpretación, diversificarse de acuerdo con el punto de la doctrina que prefirieran para centrar su atención. Así, junto a las disidencias que se señalaron muy pronto entre la doctrina luterana y las de Zwinglio, Calvino y los reformistas ingleses, surgirán otras que provocarán la formación de innumerables sectas dentro del principio general del libre examen de los Evangelios, postulado fundamental del movimiento reformista.

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CALVINO Y SU DOCTRINA

La doctrina de Lutero comenzó a difundirse en Francia y allí la conoció un joven estudiante que se preparaba, por entonces, para seguir la carrera eclesiástica; se llamaba Juan Calvino y poseía un temperamento profundamente místico. Al conocer aquella nueva orientación religiosa que llegaba desde Alemania, Calvino se sintió sacudido por ella y renunció a la ordenación sacerdotal, huyendo de Francia a Basilea en 1533, cuando vio que se iniciaba la persecución contra los luteranos.

En Basilea comenzó a poner en orden sus pensamientos. Partiendo de la doctrina del monje agustino, empezó Calvino a diseñar su propia interpretación del dogma y de la vida religiosa y expuso su pensamiento en un libro titulado La institución cristiana, que vio la luz en 1536.

Continuador de Lutero en cuanto condenaba todo el boato católico, extremó más aún esta tendencia exigiendo la más absoluta simplicidad en el ritual, que debía limitarse, según él, a la mera congregación de los fieles para la lectura comentada del Evangelio. Veía en éste —como Lutero— la única fuente de inspiración, y en la fe la única posibilidad de que el cristiano pudiera salvarse, rechazando la confesión y la penitencia.

Pero el punto más original de su doctrina era la convicción de que el destino del hombre estaba prefijado por la Providencia y que nada valía contra ese sino para el que estaba predestinado.

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Cuando atribuimos a Dios una presciencia, significamos que todas las cosas han estado y permanecen eternamente en su mirada, de modo que no hay nada futuro ni pasado con respecto a su conocimiento, sino que todas las cosas son presente para él.

Decimos que esta presciencia se extiende por todo el circuito del mundo y sobre todas sus criaturas. Llamamos predestinación al designio eterno de Dios por el cual ha determinado lo que quería hacer de cada hombre. Pues no los ha creado Él de semejante condición, sino que ordena a los unos la vida eterna y a los otros la eterna condenación. Así, según el fin para el que ha sido creado, decimos que está predestinado a la muerte o a la vida.

(Calvino, La institución cristiana)

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La doctrina de Calvino atrajo muchos partidarios. Su profunda versación y su notoria austeridad hicieron que fuera llamado a Ginebra en 1536 para enseñar teología, pero como no se contentó con ejercer su magisterio sino que pretendió regir la vida ciudadana e imponer un sistema rígido en las costumbres, provocó allí un conflicto, a consecuencia del cual debió abandonar la ciudad en 1538. Sin embargo, poco más tarde, en 1541, volvieron a llamarlo, y desde entonces ejerció en la ciudad una autoridad omnímoda que duró hasta su muerte, en 1564

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GINEBRA BAJO LA DICTADURA DE CALVINO

Ginebra fue organizada bajo la forma de una comunidad democrática, en la que un pequeño consejo ejercía la autoridad política y religiosa. Calvino inspiraba sus actos y los fundamentaba con una doctrina rigurosa en lo político, lo religioso y lo moral; hasta las cuestiones económicas quedaban sometidas a él. La vigilancia sobre la vida privada era el rasgo más característico de este régimen que se preocupaba de todos los aspectos de la existencia cotidiana. No sólo obligaba a los ciudadanos a cumplir estrictamente los deberes religiosos, sino que imponía, además, un severo recato con el que no eran compatibles ni las diversiones populares ni las formas espontáneas de expansión individual.

Para reprimir todo lo que Calvino consideraba contrario a la fe y a su sistema moral, se imponían severas penas que iban desde la condenación a morir quemado —como ocurrió con Miguel Servet —hasta los castigos penitenciales como besar públicamente la tierra o ser encerrado y condenado a pan y agua. Finalmente, Calvino organizó un sistema de difusión de su doctrina mediante predicadores, a los que se preparaba convenientemente en la Academia ginebrina, cuya labor fue sumamente fructífera en Escocia, en Holanda y en Francia.

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DIFUSIÓN DEL CALVINISMO

En Escocia predicó la doctrina Juan Knox. Favorecieron su difusión diversas circunstancias políticas, porque la reina regente María de Lorena era muy odiada y defendía la ortodoxia católica. En 1559 se desencadenó una revolución apoyada por los nobles tanto como por los humildes y la religión católica quedó prohibida y fue reemplazada por el calvinismo, al que se conoció generalmente con el nombre de presbiterianismo porque cada comunidad estaba dirigida por un consejo de ancianos y un pastor, sin que se constituyera ninguna autoridad común entre aquéllos.

En Francia, considerable número de grandes señores se convirtieron al calvinismo y mezclaron sus rencillas políticas con la lucha por sus convicciones religiosas. Esta situación haría crisis hacia 1562, en que los hugonotes —nombre con que se conoció allí a los calvinistas— comenzaron a ser perseguidos.

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LA REFORMA EN INGLATERRA.

En Inglaterra, la inquietud religiosa se había manifestado desde la Edad Media, cuando Juan Wiclef tradujo la Biblia al inglés y discutió algunos dogmas fundamentales. Después de eso, la difusión del Humanismo puso nueva luz en muchas antiguas convicciones y así se preparó el ambiente para futuras inquietudes religiosas.

Sin embargo, el luteranismo no tuvo allí demasiado éxito y Enrique VIII se mostró decidido defensor del papado.

Una cuestión privada del rey fue la que lo desvió de esa posición e inició la era de los conflictos religiosos.

En 1527, Enrique VIII solicitó al papa Clemente VII la disolución de su matrimonio con Catalina de Aragón, porque aspiraba a casarse con Ana Bolena, dama de honor de la reina. El rey argüía sus dudas sobre el valor de la autorización que le fuera concedida por el papa Julio II para contraer aquel matrimonio, dado el parentesco entre Catalina y él, pero el papa, por su parte, evitaba satisfacer su solicitud pensando en que la reina era tía del emperador Carlos V y podía ello significar un grave conflicto. Finalmente, Clemente VII negó la autorización para el divorcio y Enrique, soberbio y obstinado, resolvió plegarse a las corrientes reformistas en cuanto afirmaban la independencia de las iglesias nacionales.

En efecto, en 1531 Enrique VIII separó a la iglesia de Inglaterra de la obediencia del papado y comenzó a proyectar su estructura definitiva. Poco después, en 1533, reunió una asamblea de obispos que acordaron el divorcio y establecieron que el rey era el jefe supremo de la iglesia de Inglaterra, decisión que fue confirmada en 1534 por el parlamento mediante el Acta de supremacía.

Entretanto, el problema dogmático no había sido tocado sino en ese solo punto. La ley de los seis artículos confirmó el carácter católico de la nueva iglesia en cuanto a su doctrina, mantuvo el ceremonial y restableció la pena de muerte para los que se levantaran contra el nuevo orden de cosas. Pero a la muerte de Enrique VIII la situación religiosa sufrió importantes oscilaciones, porque su primer descendiente, Eduardo VI, implantó el calvinismo y la segunda, María Tudor, restauró la religión católica.

Pero, finalmente, durante el largo reinado de Isabel se restableció la religión nacional —o anglicana—, que recibió entonces una organización definitiva; calvinista por el dogma y católica por el ritual, la religión anglicana recibió la protección del estado y procuró, aunque sin éxito, eliminar a las otras sectas protestantes.

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LA REFORMA CATÓLICA O CONTRARREFORMA

La grave convulsión que había sufrido la fe y comenzaba a dividir a la cristiandad en dos bandos inconciliables pasó inadvertida para el papado durante algunos años. El espíritu renacentista —estético y político— que predominaba en el clero italiano y, en consecuencia, en la dirección de la Iglesia, contribuía a oscurecer la visión acerca de la verdadera naturaleza del movimiento reformista, que, si partía de ciertas premisas semejantes, se alimentaba, en cambio, con distintas preocupaciones.

En efecto, hasta 1540 Roma abrigó la esperanza de llegar a un entendimiento con los protestantes, propósito que estaba firmemente apoyado por el emperador Carlos V, para quien la división religiosa significaba un peligro gravísimo dentro de sus estados. Pero entretanto, ciertos grupos intransigentes preparaban en el seno de la Iglesia una reacción; sostenían que la conciliación no era ya posible y que sólo cabía una conducta enérgica para contener el desarrollo de las nuevas sectas, y, mientras buscaban el afianzamiento de la doctrina afirmando sus dogmas fundamentales sin conceder nada a los protestantes, comprendían la importancia de mantener una enérgica vigilancia en los países poco influidos por el protestantismo para impedir en ellos su difusión.

En Italia fue el cardenal Caraffa quien encarnó este movimiento; pero debía ser en España donde adquiriera un impulso más poderoso, debido a que la Iglesia había conservado allí —quizá por la lucha contra los musulmanes— un carácter más medieval. De España debía surgir, en efecto, la fuerza más poderosa de lo que se llamó la Contrarreforma y que, considerada en la totalidad de sus aspectos, debe ser llamada la Reforma católica.

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IGNACIO DE LOYOLA Y LA CONTRARREFORMA ESPAÑOLA

El inspirador de ese movimiento fue Iñigo López de Recalde, a quien la Iglesia conoce con el nombre de San Ignacio de Loyola. Tras una existencia turbada por profundas preocupaciones profanas y religiosas, Ignacio de Loyola comienza a entrever el camino por el cual la Iglesia podría salvarse; piensa en la necesidad de robustecer la autoridad pontificia, de mantener el contacto activo con el mundo y sus nuevas inquietudes, de luchar contra la infiltración de las nuevas ideas mediante la afirmación de la tradición católica intransigente. Con este plan, se lanza a la acción.

En su patria, Ignacio de Loyola constituye una orden religiosa destinada a defender esos principios; en Roma, logra convencer de la eficacia de sus planes al papa Pablo III y poco después, en 1540, la orden es aprobada por el pontífice y se consti….tuye la Compañía de Jesús, destinada a apoyar y defender la autoridad universal de la Iglesia apostólica romana y a difundir los principios de la fe tradicional.

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LA COMPAÑÍA DE JESÚS

La organización de la nueva orden reveló su carácter militante. Su principio fundamental era el de la más estricta obediencia al papado, y ello constituía el último y el más solemne de los votos que debía hacer el que aspirara a entrar en ella. Sus distintos miembros componían una jerarquía rigurosa que culminaba en el general de la orden, con poderes omnímodos, el cual designaba las autoridades regionales.

El designio fundamental era actuar en el mundo, participar en sus actividades normales sin recluirse en el apartamiento de la meditación, y tratar de influir en él. Su campo de acción fueron las letras y la enseñanza, en la que llegaron a tener una gravitación decisiva en muchos países; pero no desdeñaron intervenir en empresas de más vasto aliento, como la conversión de los infieles en territorios lejanos o la organización de colonias o misiones de indígenas que alcanzaron notable poder. Así llegaron a ser muy influyentes en América, donde durante mucho tiempo gozaron de la total confianza del estado y pudieron ejercer una acción benéfica, hasta que se tornó peligrosa para el estado mismo.

Como instrumento de la Contrarreforma, la Compañía de Jesús logró un éxito innegable. Fortaleció la disciplina eclesiástica, contuvo la difusión de los principios protestantes o conciliadores y conquistó y aseguró para la Iglesia las posiciones predominantes en muchos países. Pero acaso su labor no hubiera obtenido tales resultados sin la acción conjunta de la Inquisición y sin la reorganización que introdujo en la Iglesia el concilio de Trento.

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LA INQUISICIÓN: PABLO IV

Dentro del criterio sustentado por los grupos intransigentes, no era suficiente que la Iglesia afirmara doctrinariamente sus dogmas: era necesario también impedir que los que se mostraban tibios pudieran perseverar en lo que la Iglesia consideraba como error. Para este último fin se apeló a la institución que, en España, había logrado contener la influencia de la religión musulmana y que antes había reprimido los antiguos intentos de herejía: la Inquisición. El cardenal Caraffa echó las bases de su reorganización y el papa Pablo III la confirmó en 1542; la Inquisición constituyó un tribunal formado por seis cardenales con autoridad para perseguir, juzgar y castigar a todos los sospechosos de herejía, valiéndole para aquella última finalidad de las autoridades civiles. En 1555 el cardenal Caraffa llegó al pontificado con el nombre de Pablo IV y entonces la eficacia de la Inquisición alcanzó su más alto grado. En España y en Italia los juicios fueron incontables y alcanzaron no sólo a los herejes sino también a los tibios y aun a los meros sospechosos de ambas cosas, sin que se agotaran, en muchos casos, los procedimientos probatorios. En otros países, su acción fue menos intensa, pero, por momentos, alcanzó bastante importancia, según el apoyo que en cada caso le prestaba el estado.

La inquisición contuvo el desarrollo del protestantismo, pero, al mismo tiempo, amenazó toda forma de pensamiento que pareciera separarse de los dogmas establecidos; así, al fomentar la intolerancia, fuente de tantos futuros conflictos, negaba el principio de la libertad de conciencia y frenaba el desarrollo del pensamiento científico y filosófico: el ejemplo más notable de este peligro al que conducía la intolerancia fue la condenación de Galileo por sostener el sistema heliocéntrico.

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EL CONCILIO DE TRENTO

Tanto la Inquisición como la Compañía de Jesús representaban el esfuerzo de la Iglesia de Roma por contener la difusión de las doctrinas protestantes. Pero, entre tanto, las duras objeciones que la polémica religiosa había suscitado contra diversos puntos de la doctrina habían quedado sin respuesta, y la Iglesia consideró necesario afrontar el problema de la afirmación de su propia fe. Para ello, el papa Pablo III convocó en 1545 un concilio ecuménico en la ciudad de Trento que debía deliberar sobre los puntos sometidos a discusión, tanto en lo concerniente a la doctrina misma, como en lo que se refería a la organización y disciplina eclesiástica.

A lo largo de varios años, y tras diversas interrupciones en su trabajo, el concilio se expidió sobre aquellas cuestiones, inspirado por el principio de afirmar la fe tradicional y robustecer su organización institucional. Sostuvo la validez de la Vulgata —o sea la traducción latina de la Biblia, por San Jerónimo— como texto oficial del Evangelio y afirmó el valor de los escritos de los padres y de la tradición eclesiástica como complemento del texto evangélico. Los dogmas mismos quedaron intactos y se mantuvieron los siete sacramentos así como la presencia real —no simbólica— de Cristo en la forma eucarística, el culto de los santos y de la Virgen y su legítima adoración en las imágenes. En cuanto a la disciplina eclesiástica, sostuvo la obediencia al papa, la organización de la carrera sacerdotal, el cumplimiento estricto de los deberes en cada grado de la jerarquía y el celibato del clero.

De ese modo, la doctrina ortodoxa quedaba rigurosamente fijada, continuando en vigor las antiguas tradiciones de la Iglesia de Roma. Dos espíritus opuestos animaban, pues, a los dos grupos en que se había dividido la cristiandad occidental y cada uno había adquirido clara conciencia de lo que los diferenciaba.

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CAPÍTULO V. LA CONQUISTA DE AMÉRICA

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La Española, primera base de operaciones. — La ocupación del Darién y el descubrimiento del Mar del Sur. — La conquista de Méjico. — La conquista de América Central y la creación del Virreinato de Nueva España. — Conquista de Nueva Granada y Venezuela. — La exploración del Amazonas. — La conquista del Perú. — Las concesiones de conquista y la división del continente. — Conquista de Quito y fundación de Lima. — Las guerras civiles del Perú y la creación del virreinato. — Conquista de Chile. — Los viajes clandestinos al río de la Plata. — Viaje de Solís. — Viaje de Magallanes y Elcano. — Viaje de Loayza. — Viaje de Alejo García. — Viaje de Sebastián Gaboto y de Diego García.

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Una vez reconocidos los nuevos territorios y afirmada la jurisdicción de sus respectivos reinos sobre ellos, tanto los españoles como los portugueses se dieron a la tarea de asegurar su dominio mediante enérgicas operaciones militares destinadas a someter a las poblaciones indígenas. Y cuando la conquista pareció segura, unos y otros comenzaron a colonizar esas tierras, poblándolas y organizando en ellas la vida a la manera europea.

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LA ESPAÑOLA, PRIMERA BASE DE OPERACIONES

Española, más tarde conocida con el nombre de Santo Domingo, fue el primer centro de la colonización. Fundada la ciudad en 1496, comenzó a crecer con caracteres de ciudad europea y recibió a gente de alta condición en la metrópoli. En 1502 fue designado gobernador Nicolás de Ovando, que sometió toda la isla y fundó nuevas ciudades; en 1509 lo sucedió Diego Colón, hijo del descubridor, con título de almirante y virrey, y desde entonces la ciudad empezó a prosperar. Desde 1503 era sede episcopal —la primera de América— y en 1511 tuvo Real Audiencia; por entonces comenzaron a aparecer maestros y estudiosos en los conventos que se fundaron y la arquitectura de la ciudad, con el palacio de Colón y la catedral, dio muestras de cierta grandeza.

Pero quedaba por delante todo un mundo desconocido y, desde Santo Domingo, debía iniciarse la conquista. Ya en España se había encomendado a Juan Ponce de León la conquista de Puerto Rico y en 1511 partiría Diego de Velázquez para ocupar y poblar Cuba. Pero las expediciones que tuvieron mayores consecuencias fueron las que partieron hacia Tierra Firme.

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LA OCUPACIÓN DEL DARIÉN Y EL DESCUBRIMIENTO DEL MAR DEL SUR

Sobre la base de los informes suministrados por los viajeros que exploraron el istmo de Panamá y la región del Darién, la corona concedió autorización para colonizarla a Alonso de Ojeda y a Diego de Nicuesa, señalando como límite entre ambas jurisdicciones un meridiano que cortaba el golfo del Darién; la zona occidental, concedida a Nicuesa, se llamó Castilla del Oro y la oriental, otorgada a Ojeda, Nueva Andalucía.

Ojeda salió en 1509 de Santo Domingo para tomar posesión de sus tierras, pero a poco fue atacado por los indígenas hacia el interior de Cartagena y se salvó gracias a la llegada de Nicuesa, que recorría la costa para dirigirse a la zona que le había sido concedida. Al año siguiente Ojeda fundó San Sebastián, en el Darién, y Nicuesa, Nombre de Dios, sobre el istmo.

En auxilio de Ojeda llegó al Darién Martín Fernández de Enciso, a quien acompañaban, entre otros, Vasco Núñez de Balboa, y Francisco Pizarro; después que resolvieron abandonar la fundación de San Sebastián, establecieron una nueva ciudad en la costa opuesta del golfo que llamaron Santa María la Antigua; pero, quizá por inadvertencia, ocuparon un territorio que estaba dentro de las tierras de Nicuesa, quien se dirigió a la ciudad para exigir su entrega; la gobernaba entonces Balboa —que había reemplazado a Enciso— y los colonos se opusieron a cambiar de gobernador; Nicuesa optó por retirarse a Santo Domingo, muriendo en el viaje. Cuatro años más tarde (1515) moría también Ojeda, quedando como saldo de las expediciones la fundación de una pequeña ciudad que serviría, a su vez, de base para nuevas exploraciones.

En efecto, recorriendo los alrededores de Santa María la Antigua, Vasco Núñez de Balboa supo, por intermedio del hijo de un cacique, que en las orillas de un ancho mar situado hacia el sur podrían hallar un país en el que abundaban el oro y la plata. En setiembre de 1513 Balboa —deseoso de acrecentar su autoridad y su prestigio— se dirigió por mar hacia un lugar del istmo de Panamá donde, según sus noticias, la distancia hasta los dos mares era escasa; durante diecinueve días la pequeña columna atravesó las tierras del estrecho salvando infinidad de obstáculos y sufriendo incontables penurias; al fin, el 25 de setiembre de 1513 avistaron el océano Pacífico, que Balboa llamó mar del Sur, tomando posesión de él en nombre de la corona castellana.

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LA CONQUISTA DE MÉXICO

Desde Santo Domingo los españoles procuraron apoderarse de las regiones insulares y continentales más próximas, acerca de cuyas riquezas solían recibir vagas pero promisorias noticias. En 1511, Diego de Velázquez había comenzado la ocupación de Cuba; desde allí se iniciarían muy pronto nuevas expediciones hacia tierra firme, comenzando los intentos Francisco Hernández de Córdoba en 1517, cuya expedición descubrió el Yucatán y, en ella, la misteriosa civilización de los mayas, ya por entonces en rápida declinación. Al año siguiente Juan de Grijalva volvió a recorrer el lugar y se confirmaron los indicios de que hacia el interior del continente debía encontrarse una región riquísima, convicción que movió al gobernador Velázquez a preparar una nueva incursión para que se adentrara en la zona que se extendía al norte de Yucatán.

La expedición fue confiada a un colono de la ciudad de Santiago, Hernán Cortés, en el que Velázquez encontraba las condiciones necesarias para una empresa de tal magnitud. Cortés inició sus aprestos; pero como Velázquez comenzara a desconfiar de su fidelidad pretendió sustituirlo, maniobra que Cortés impidió apresurando los preparativos del viaje y alejándose de Santiago hacia La Habana, en noviembre de 1518. Allí terminó el conquistador de reunir los hombres y los elementos necesarios y en febrero del año siguiente emprendió la marcha hacia Yucatán con once naves y poco más de quinientos soldados, armados con unas pocas armas de fuego y provistos de algunos caballos y perros amaestrados.

El piloto Antón de Alaminos, que ya había recorrido la zona varias veces y dirigía ahora la ruta de la flotilla de Cortés, puso proa hacia la isla de Cozumel, al este de Yucatán; allí recogieron a Jerónimo de Aguilar, un clérigo que, cuando el naufragio de Nicuesa, se había salvado en la isla y logró aprender la lengua aborigen; luego bordearon la península de Yucatán y llegaron hasta Tabasco; la ciudad fue tomada y los pobladores ofrecieron a Cortés algunas mujeres, entre las cuales una, bautizada con el nombre de Marina, se unió a Cortés y constituyó su principal ayuda en las negociaciones con los indígenas. Desde allí continuó viaje hasta la isla de San Juan de Ulúa y, finalmente, desembarcó en el continente estableciendo un pequeño campamento.

La llegada de Cortés a un territorio perteneciente a la confederación azteca causó la mayor extrañeza entre las autoridades indígenas; se acercaron a los extranjeros para conocerlos e interrogarlos y despacharon mensajeros a Tenochtitlán para dar cuenta de la novedad y del deseo, expresado por Cortés, de visitar la capital en nombre del rey de Castilla y Aragón, documentando su extraña apariencia en unas pinturas en las que representaban a los españoles con sus armas y animales.

El tlacatecutli Moctezuma, temeroso de que el extranjero fuera el dios Quetzalcoatl, cuya llegada estaba anunciada por la leyenda, pretendió satisfacerlo con espléndidos regalos y se opuso terminantemente a que continuara su marcha hacia el interior. Pero las piezas de plata y oro, las piedras preciosas, las plumas raras y los ricos tejidos sólo sirvieron para despertar la codicia de los españoles, y Cortés decidió emprender la marcha, desafiando todos los peligros.

Entretanto, la aventura parecía tan extraordinaria que Cortés no quiso mantener su condición de mero enviado del gobernador Velázquez; como al mismo tiempo parecía conveniente dejar a la espalda una ciudad que sirviese de apoyo, Cortés transformó su campamento en ciudad llamándole Villa Rica de la Veracruz y constituyó su cabildo, hecho lo cual renunció a la autoridad que le había conferido Velázquez y aceptó el cargo de Capitán General y Justicia Mayor de la nueva ciudad, para el que lo designó el cabildo. A partir de entonces, Cortés se preparó para marchar hacia el interior.

En la primera etapa llegaron los españoles hasta Cempoalla, donde lograron la adhesión de esa población, que aspiraba a emanciparse de Tenochtitlán. Con su ayuda fue fortificada Veracruz, donde se dejó una guarnición, y poco después emprendían los españoles la marcha hacia México, pese a la oposición de Moctezuma, que les había negado la autorización para acudir a su capital.

Al llegar a la meseta del Anahuac los españoles encontraron a los tlaxcaltecas, tribu belicosa que, por la fuerza de las armas, se había mantenido independiente de los aztecas. También se opusieron a Cortés, pero fueron vencidos y a poco se plegaron a los españoles para emprender unidos la marcha hacia Tenochtitlán. En el camino llegaron a la ciudad de Cholula, invitados por el mismo Moctezuma; pero como se descubriera el propósito de aniquilarlos dentro de ella, españoles y tlaxcaltecas hicieron allí una feroz matanza que les permitió salir de la ciudad y continuar la marcha hacia la capital.

En el mes de noviembre de 1519 llegaban los españoles a las orillas del lago Texcoco y comenzaron a avanzar por la calzada que llevaba hasta la ciudad de Tenochtitlán; salieron a recibirlos el propio Moctezuma y los principales señores, quienes les hicieron grandes demostraciones de amistad, mientras los recién llegados se sorprendían de la riqueza que se advertía en sus vestiduras.

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El gran Moctezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados unos como colaras —que así se llama lo que se calzan—, y las suelas de oro y muy preciada pedrería encima de ellas. Y los cuatro señores que le traían del brazo venían con rica clase de vestidos a su usanza, que parece ser se los tenían aparejados en el camino para entrar con su señor, porque no tenían los vestidos con que nos fueron a recibir. Y venían otros grandes caciques que traían el palio sobre sus cabezas, y otros muchos señores que venían delante del gran Moctezuma barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas para que no pisase la tierra. Luego Cortés, por medio de doña Marina, le dijo que holgaba ahora su corazón por haber visto un tan grande príncipe y que tenía en gran merced la venida de su persona a recibirle. Entonces Moctezuma le dijo otras palabras de buen comedimiento y mandó a dos de sus sobrinos de los que traían del brazo que se fuesen con nosotros hasta aposentarnos.

(Bernal Díaz del Castillo, Historia de la conquista de Nueva España)

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Los españoles, asombrados por el ceremonial y por el lujo, quedaron más sorprendidos todavía por la magnitud de la ciudad.

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Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba. Tiene esta ciudad muchas plazas, donde hay continuos mercados y tratos de comprar y vender. Tiene otra plaza tan grande como dos veces la de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil almas comprando y vendiendo; donde hay todos los géneros de mercaderías que en todas las tierras se hallan, así de mantenimientos como de vituallas, joyas de oro y de plata, de plomo, de cobre, de caracoles y de plumas. Hay calle de caza donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra; hay todas las clases de verduras que se hallan; hay casas como de boticarios donde se venden las medicinas hechas; hay casas como de barberos donde lavan y rapan las cabezas; hay casas donde dan de comer y beber por precio. Hay a vender muchas maneras de hilado de algodón; venden cueros de venado, blancos y de diversos colores; venden muchas vasijas grandes y pequeñas. Hay en esta gran plaza una muy buena casa como de audiencia donde están siempre sentados diez o doce personas que son jueces y libran todas las cosas y casos que en el dicho mercado acaecen.

(Hernán Cortés, Cartas)

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Moctezuma alojó a los españoles en una construcción frente al gran teocali o templo; entre la multitud de la ciudad, Cortés temió ser atacado y concibió el plan de apresar a Moctezuma, lográndolo muy pronto con el pretexto de que debía dársele satisfacción por el ataque realizado por entonces contra Veracruz. Moctezuma se reconoció vasallo del emperador y rey de Aragón y Castilla, entregó gran cantidad de oro y toleró que se colocara una cruz en un templo mexicano. Pero el pueblo se irritó contra él y se preparó un ataque general.

Por entonces, llegaba de Cuba Pánfilo de Narváez, para someter a Cortés por orden de Velázquez; Cortés salió a su encuentro y consiguió derrotarlo; pero entretanto, Pedro de Alvarado, que quedara al frente de la guarnición de Tenochtitlán, había dado muerte a una gran cantidad de mexicanos en un combate y la situación se había tornado peligrosísima; Moctezuma fue destituido y Cuitlahuac nombrado nuevo tlacatecutli. Al llegar Cortés, aunque pudo sostener la situación momentáneamente, comprendió que era necesario escapar y preparó la salida. El 30 de junio de 1520 emprendieron los españoles la retirada; los aztecas se lanzaron sobre ellos y la matanza de esa noche —la noche triste— fue brutal. Seis días después, cuando llegaban a Tlaxcala, reordenaron las fuerzas, mientras los aztecas avanzaban amenazadores; con ayuda de los tlaxcaltecas los derrotaron en Otumba y entraron en aquella ciudad para preparar las nuevas operaciones.

Al cabo de cinco meses Cortés había conseguido reunir un nuevo ejército de seiscientos hombres y, en diciembre de 1520, avanzó de nuevo hacia Tenochtitlán, a la que puso sitio. Los repetidos ataques fueron impetuosos y la defensa heroica; pero destruida la ciudad y diezmados los mexicanos, se rindieron tras ocho meses de sostenida lucha, en agosto de 1521.

Desde Tenochtitlán —que comenzó a reconstruirse muy pronto y al estilo europeo— Cortés envió diversas columnas para someter el resto del territorio, empresa que cumplieron sus capitanes con rapidez. La confederación azteca desapareció y surgió la primera de las grandes posesiones españolas en América, que se conoció con el nombre de Nueva España.

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LA CONQUISTA DE AMÉRICA CENTRAL Y LA CREACIÓN DEL VIRREINATO DE NUEVA ESPAÑA

Desde México, Pedro de Alvarado avanzó hacia el sur y exploró los actuales territorios de Guatemala y El Salvador en 1524. Ese mismo año Cristóbal de Olid llegó hasta Honduras y más tarde el propio Cortés exploró otras zonas de América Central. Pero al mismo tiempo, nuevas columnas españolas que partían de Panamá se acercaban a esas mismas regiones; en 1523 Francisco Hernández de Córdoba recorría la región de Honduras y realizaba algunas fundaciones de importancia. Finalmente, Francisco de Montejo exploró la región de Yucatán y fundó allí algunas ciudades entre 1540 y 1542.

Entretanto, la importancia de las tierras conquistadas decidió a la corona a establecer en ellas un virreinato; en 1534 fue creado con el nombre de Virreinato de Nueva España, cuyo gobierno se concedió a Antonio de Mendoza, por haber caído Cortés en desgracia por esta época a los ojos del rey. Fue ésta la primera medida importante de organización territorial, que debía servir de modelo a las sucesivas creaciones administrativas en territorio americano.

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CONQUISTA DE NUEVA GRANADA Y VENEZUELA

La región de la actual Colombia, llamada entonces Nueva Granada, fue explorada desde fines del siglo XV. En 1525 Bastidas fundó allí la ciudad de Santa Marta y, más tarde, Pedro de Heredia estableció la de Cartegena en 1533; de estas ciudades partirían después los expedicionarios que habrían de lograr el reconocimiento y la dominación de la zona interior de Nueva Granada.

En 1536, el gobernador de Santa Marta encomendó a Gonzalo Jiménez de Quesada aquella misión. Quesada, con 700 hombres, remontó el valle del río Magdalena y, abandonándolo luego, cruzó las montañas hasta llegar a la meseta de Cundinamarca, donde habitaban los chibchas. Poco esfuerzo costó a los españoles dominar a esas tribus poco belicosas y muy pronto pudieron apoderarse de la ciudad de Tunja, en la que recogieron cuantiosos tesoros; luego fundaron la ciudad de Santa Fe de Bogotá (1538) y tras de negociar con Federman, un explorador alemán que venía desde Venezuela, y con Benalcázar, que llegaba de Quito, completó Quesada la sumisión del territorio y regresó a España. En Venezuela, también a fines del siglo XV, la corona cedió sus derechos a unos banqueros alemanes, los Welser, quienes organizaron la conquista. Desde 1528 hasta 1545 diversos capitanes exploraron el territorio: Ambrosio Alfinger recorrió la zona costera, en tanto que Jorge Spira y Nicolás Federman procuraron llegar al interior hasta que el segundo se encontró con Jiménez de Quesada y abandonó su exploración. Pero en 1546 Carlos V revocó su decisión y se sucedieron diversas expediciones de españoles, una de las cuales, la que mandaba Diego Losada, fundó Caracas en 1567. A ellos, como a los alemanes, movíalos el afán de encontrar una misteriosa región conocida con el nombre de El Dorado, en la que se presumía que existían infinitas riquezas.

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LA EXPLORACIÓN DEL AMAZONAS

El mismo propósito incitó a otros a emprender la exploración del alto valle del río Amazonas. Gonzalo Pizarro llegó hasta el río Coca, y desde allí continuó el reconocimiento del valle Francisco de Orellana, que siguió hasta el Amazonas y alcanzó su desembocadura, para dirigirse luego a España.

Orellana obtuvo allí una capitulación mediante la cual se le concedía el gobierno del territorio visitado, pero murió al llegar a él, en 1544. Más tarde recorrieron el río Pedro de Ursúa, Fernando de Guzmán y Lope de Aguirre.

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LA CONQUISTA DEL PERÚ

Realizada la conquista de México entre 1519 y 1520, el afán por descubrir nuevos centros ricos y civilizados en el Nuevo Mundo incitó a los españoles a tentar otras empresas. Las expediciones fueron abundantes, pero ninguna alcanzó resultados comparables a los que se lograron en el Perú.

Ya en 1522 se habían explorado algunas tierras al sur de Panamá, por el Pacífico, y se habían confirmado los rumores de que existían grandes riquezas metalíferas. Creció entonces el deseo de continuar las incursiones y muy pronto apareció gente decidida a tentar fortuna.

Francisco Pizarro, Diego de Almagro y el clérigo Hernando de Luque, vecinos de Panamá, se pusieron de acuerdo para emprender una expedición hacia el sur. En cumplimiento de ese trato, Pizarro salió en noviembre de 1524 de Panamá y costeó el Pacífico hasta Colombia, pero debió regresar por las múltiples desventuras que le ocurrieron; sin embargo, pudo comprobar la existencia de oro y no decayó su entusiasmo.

En 1526 renovaron el contrato; Pizarro y Almagro serían los jefes militares de la expedición y Luque proporcionaría el dinero para la empresa. Con dos naves, los aventureros comenzaron su expedición ese mismo año y alcanzaron nuevamente la región del río San Juan, en la costa colombiana, donde pudieron apoderarse de cierta cantidad de oro que, llevado a Panamá por Almagro, sirvió de incentivo para reforzar el número de los expedicionarios.

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Trajo (Almagro) ochenta hombres, y con ellos y con los que habían quedado vivos, pudieron llegar hasta la tierra que se llamaba Catamez (o Tacamez, en la región de Quito), que era ya fuera de aquellos manglares; tierra de mucha comida, y medianamente poblada, donde todos los indios que salían de guerra traían sembradas las caras con clavos de oro en agujeros que para ello tenían hechos; y por ser la tierra tan poblada no pasaron adelante hasta que don Diego de Almagro no tornó a Panamá por más gente; y entretanto se volvió don Francisco Pizarro a esperarle a una pequeña isla que estaba junto a tierra, que llamaron isla del Gallo, donde quedó padeciendo harta necesidad de todo lo necesario.

(AGUSTÍN DE ZARATE, Historia del Perú)

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Un mensaje que, sin sospecharlo, llevó el mismo Almagro al gobernador de Panamá, puso a éste en conocimiento de que la situación era terrible entre los expedicionarios; movido por estas noticias no concedió a Almagro la ayuda que pedía y, por el contrario, ordenó por mensajeros a Pizarro que abandonara la empresa; pero Pizarro arengó a sus hombres y los invitó a que eligieran entre el retorno o la riqueza. Trece compañeros se decidieron a acompañarlo hasta el fin y los demás se volvieron a Panamá. Las circunstancias hicieron que se malograra el ímpetu de los resueltos aventureros y poco después debieron regresar también para tratar de encontrar nuevos recursos; sin embargo, en el viaje recorrieron la costa ecuatoriana y pudieron contemplar la ciudad de Túmbez, en el golfo de Guayaquil, que los puso en contacto, por primera vez, con el Imperio quichua. Allí se cercioraron de las riquezas que guardaban esas regiones, de la notable organización del misterioso estado y de su enorme extensión. Con estas noticias llegaron a Panamá y se dispusieron a organizar una nueva exploración.

De común acuerdo, los tres socios resolvieron que Pizarro fuera a España para conseguir recursos abundantes y para obtener la necesaria autorización de la Corona, a fin de que el provecho de la conquista no pasara a otras manos. El emperador oyó el relato de Pizarro y más tarde, en julio de 1529, la emperatriz Isabel firmó con él —en ausencia de Carlos V— unas capitulaciones sobre las tierras peruanas; se establecía en ellas que Pizarro sería gobernador y capitán general de Nueva Castilla —así se llamó a la tierra todavía desconocida—, Almagro, gobernador de Túmbez, y Luque, obispo de la misma ciudad; además se les proporcionaban algunos medios y él, por su parte, se obligaba a equipar 250 hombres para la empresa. Investido de esa autoridad, Pizarro comenzó a reclutar su gente; en Trujillo, su ciudad natal, buscó a sus hermanos y consiguió la adhesión de algunos paisanos suyos; pudo entonces también hablar con Cortés, a quien encontró allí, y recibir útiles consejos; con todo ello retornó a Panamá en 1530.

El encuentro con sus camaradas originó una seria reyerta; le reprochaban haber obtenido para sí mayores ventajas, pero el afán que los movía los incitó a buscar un acuerdo. Almagro quedó en Panamá para reunir nuevas fuerzas, y Pizarro partió en enero de 1531 con tres naves y 180 hombres hacia la costa ecuatoriana.

Pizarro desembarcó en San Mateo y continuó la marcha por tierra hacia el sur, alcanzando, tras algunos combates, la zona de Guayaquil; allí se le unieron alrededor de 200 hombres que enviaba Almagro y con ellos llegó cerca de Túmbez; más adelante fundó la ciudad de San Miguel y por entonces tuvo noticias de que el imperio acababa de ser conmovido por una guerra civil entre el inca Atahualpa y su hermano Huáscar, averiguando además que el primero, luego de la victoria, se hallaba establecido en la ciudad de Cajamarca.

En setiembre de 1532 partió Pizarro hacia el sur, dispuesto a visitar al inca en Cajamarca. Costeó el Pacífico y cruzó los Andes hasta avistar el valle donde estaba asentada la ciudad, lleno de sobresaltos, pero sin sufrir ningún ataque. El 15 de noviembre entraba Pizarro en Cajamarca y se disponía a cumplir su plan. Consistía éste —seguramente de acuerdo con el consejo de Cortés— en atrapar al inca, y para ello se prepararon los audaces aventureros sin reparar en la insignificancia de su número: eran 177 hombres.

Hernando de Soto y Hernando Pizarro acompañados por treinta y cinco soldados se dirigieron a la fortaleza donde vivía el inca y, tras de ofrecerles sus servicios, lo invitaron a visitar el campamento de los españoles. Lleno de curiosidad, Atahualpa obsequió a los extranjeros y prometió acudir a la ciudad, haciéndolo al día siguiente.

Con un brillante acompañamiento, Atahualpa se puso en marcha hacia el real de Pizarro; lo esperaban allí, ocultos, los soldados extranjeros, que sólo aguardaban una señal de su jefe para lanzarse sobre él y capturarlo. A la caída de la tarde llegó a la ciudad y fue recibido por el padre Vicente Valverde, que tenía instrucciones de exigirle su conversión a la fe cristiana y su sumisión al emperador. La alocución de Valverde fue traducida a Atahualpa por Felipillo, un indio que Pizarro había llevado de Túmbez en su segundo viaje y que solía servir de intérprete; pero los conceptos del capellán fueron expresados de mala manera y Atahualpa sólo alcanzó a comprender que se le imponía una inesperada rendición. Su reacción fue violenta y el breviario que Valverde le ofrecía fue arrojado en tierra.

(…)

El religioso volvió con la respuesta al gobernador (Pizarro). Atahualpa se puso de pie encima de las andas, hablando a los suyos para que estuvieran apercibidos. El religioso dijo al gobernador lo que había pasado con Atahualpa y que había, echado en tierra la Sagrada Escritura. Luego el gobernador se armó un sayo de armas de algodón, y tomó su espada y su adarga, y con los españoles que con él estaban entró por medio de los indios; y con mucho ánimo, con sólo cuatro hombres que le pudieron seguir, llegó hasta la litera donde Atahualpa estaba, y, sin temor, le echó mano del brazo izquierdo diciendo “Santiago”. Luego soltaron los tiros y tocaron las trompetas, y salió la gente de a pie y de a caballo.

Los españoles hicieron tal matanza en los que tenían las andas que cayeron al suelo; y si el gobernador no defendiera a Atahualpa, allí pagara el soberbio todas las crueldades que había hecho.

(Francisco de Jerez, Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia del Cuzco)

(…)

Atahualpa temió por su suerte, no sólo por la situación de inferioridad en que se hallaba sino también por las resonancias que el hecho pudiera tener en su imperio, que había asistido hacía poco tiempo a una guerra civil de la que había resultado la prisión de su hermano Huáscar, cuyos títulos para ejercer el poder supremo eran quizá superiores a los suyos. Para conseguir su propia libertad quiso explotar la codicia de los españoles, descubierta en el saqueo de su palacio, y ofreció pagar, como rescate, tanto oro como cupiera en la habitación en que se hallaba hasta la altura que alcanzaba su mano y dos veces tanta plata como cupiera en el aposento vecino hasta la misma altura. Los españoles aceptaron y el inca pidió dos meses de plazo para cumplir su promesa, dando las órdenes necesarias. Entretanto, Huáscar quiso entenderse con Pizarro y ofreció, a cambio del trono, mayores cantidades que su hermano; pero en aquellos días fue asesinado y se echaron las culpas al propio Atahualpa, que, en efecto, conservaba, desde la prisión, el ejercicio del poder. Poco después comenzaban a llegar crecidas cantidades de metal precioso que fue fundido para poder hacer las particiones, de las cuales resultaron sordas rencillas que enconaron los ánimos; había llegado por entonces el propio Almagro con nuevas fuerzas y hubo discusiones sobre si correspondía o no asignarle parte en el botín, pero se resolvieron, al fin, otorgándole cierta cantidad.

Cumplida la promesa del inca, Atahualpa exigió su libertad; pero el problema era para los españoles de vida o muerte y resolvieron eliminarlo, por temor a la situación que crearía su retorno al poder; entonces inventaron una acusación por haber intentado sublevar a su pueblo y, además, por haber dispuesto la muerte de su hermano. Un tribunal a la usanza española se constituyó inmediatamente presidido por Pizarro y Almagro y, tras un juicio sumario, se ordenó la ejecución de Atahualpa, que logró cambiar la pena de la hoguera por la de la horca a cambio de su formal conversión al cristianismo. El 29 de agosto de 1533 se cumplió la sentencia.

Pizarro resolvió entonces completar la conquista del territorio; nombró inca a Tupac y, al morir éste poco después, a Manco Inca, todos de familia real. Esta designación permitió a los españoles entrar sin guerra en el Cuzco, ciudad de cuyos tesoros se apoderaron con incalificable codicia y en la que Pizarro organizó un cabildo que, a su vez, lo eligió gobernador en cumplimiento de las órdenes del monarca, establecidas en las capitulaciones que había obtenido el conquistador en 1529.

LAS CONCESIONES DE CONQUISTA Y LA DIVISIÓN DEL CONTINENTE

Los resultados de la expedición de Pizarro encendieron la imaginación de los españoles; cuando Hernando Pizarro llegó a España con el quinto que según la tradición y las capitulaciones correspondía al rey de todo cuanto se obtuviera en la conquista, numerosos hidalgos se presentaron al emperador solicitando autorización para emprender nuevas exploraciones. De acuerdo con esos pedidos y con el objeto de aprovechar esos ofrecimientos en beneficio del total conocimiento del territorio americano, Carlos V distribuyó en 1534 las diversas zonas de Sud América mediante cuatro reales cédulas.

Establecía una de ellas que correspondía a Francisco Pizarro el territorio comprendido entre los paralelos 1 y 14, con el nombre de Nueva Castilla. Otra adjudicaba a Diego de Almagro las tierras comprendidas entre los paralelos 14 y 25, las cuales recibían el nombre de Nueva Toledo. Al sur de ésta, otra real cédula otorgada a don Pedro de Mendoza, que debía llegar por el Plata, la gobernación comprendida entre los paralelos 25 y 36, la cual recibía el nombre de Nueva Andalucía. Y, finalmente, el sur del continente, desde el grado 36 hasta el estrecho de Magallanes, se entregaba con el nombre de Nueva León, a Simón de Alcazaba, a quien se le quitó al año siguiente para transferirlo a Francisco de Camargo, y, más tarde, a Francisco de Rivera.

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CONQUISTA DE QUITO Y FUNDACIÓN DE LIMA

La sumisión del Cuzco puso a los españoles en posesión de las zonas más importantes del Tahuantinsuyo; quedaban por dominar algunas zonas periféricas y era urgente llevar a cabo la reorganización del territorio conquistado, pero nada ponía en peligro ya la definitiva posesión del vasto imperio de los incas.

En el norte, Pizarro había establecido una pequeña guarnición al mando de Sebastián Benalcázar en la ciudad de San Miguel; aprovechando una circunstancia favorable. Benalcázar se dirigió hacia la ciudad indígena de Quito, sometió a sus pobladores y fundó, sobre las ruinas de la derruida, otra a la que denominó San Francisco y que volvió a llamarse, con el uso, Quito (1533).

Poco más tarde, Francisco Pizarro se dirigió desde el Cuzco hacia la costa y fundó a orillas del río Rimac una ciudad que llamó Lima (1535), destinada a ser capital del virreinato.

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LAS GUERRAS CIVILES DEL PERÚ Y LA CREACIÓN DEL VIRREINATO

La situación entre Pizarro y Almagro, tirante desde que el primero llegara de España con la capitulación de conquista que le otorgaba un lugar preponderante, se hizo más difícil cuando se anunció la división del territorio y se planteó la cuestión de a quién correspondía la ciudad de Cuzco, próxima al límite entre sus jurisdicciones.

Almagro intentó afirmarse en las nuevas tierras con una expedición hacia el sur en la que llegó hasta Bolivia, Chile y el norte argentino; pero su hallazgo no le pareció compensar las ricas tierras que dejaba en el Perú y volvió allí para defender sus derechos. Entonces, aprovechando una situación difícil entre Hernando Pizarro y los indígenas, se apoderó de la ciudad de Cuzco en abril de 1537 y tomó prisioneros a Hernando y Gonzalo Pizarro. Comenzaron luego las negociaciones entre los dos grupos rivales; una vez en libertad los dos Pizarro, se apresuraron, sin embargo, a procurar una solución definitiva en su favor y atacaron a Almagro en las Salinas (1538), derrotándolo y tomándolo prisionero. Almagro fue enjuiciado, condenado a muerte y decapitado, con lo que terminó la primera guerra civil.

Tres años después, los almagristas se sublevaron y organizaron en Lima una revuelta en la que asaltaron el palacio de Pizarro y consiguieron darle muerte, quedando como jefe del gobierno Diego de Almagro el Joven, hijo del primer conquistador (1541). Pero entretanto llegó de España Cristóbal Vaca de Castro para investigar el conflicto anterior y con autorización para hacerse cargo del gobierno si las circunstancias lo exigían. Almagro, temeroso de las consecuencias de su actitud, se retiró hacia el sur y organizó la resistencia en el Cuzco, mientras Castro preparaba un ejército en Lima. En la batalla de Chupas (1542) el enviado real venció a Almagro, lo tomó prisionero y ordenó su ejecución, que fue cumplida en el Cuzco. Así tuvo fin la segunda guerra civil.

Sin embargo, la paz fue interrumpida poco después por otro conflicto. Promulgadas en España las leyes de 1542, debían aplicarse las sanciones que se establecían en ellas contra los principales culpables de los conflictos peruanos, sanciones que se referían especialmente al otorgamiento de encomiendas. La corona creó entonces el virreinato del Perú y confió su mando a Blasco Núñez de Vela a quien tocó la ejecución de esas disposiciones.

En el estado de ánimo de los conquistadores, la aplicación de las enérgicas medidas resueltas no podía sino suscitar la rebelión; la encabezó Gonzalo Pizarro en 1544, quien marchó sobre Lima con sus fuerzas; en enero de 1546 el ejército rebelde se enfrentó con el que encabezaba el virrey Núñez de Vela en Añaquito y se trabó un encarnizado combate en el que las tropas de Pizarro derrotaron a las del Virrey. Al terminar la lucha, un terrible deseo de venganza se apoderó de los vencedores.

Andaba el licenciado Carvajal discurriendo por el campo de batalla en busca del virrey, y como andaba disfrazado, no lo hallaba; por acaso se vino a topar con Pedro de Puelles, que andaba en su busca, y le dijo cómo el virrey estaba tendido en el campo confesándose con el padre Herrera, que se lo había mostrado un soldado de los suyos. El licenciado se holgó mucho con esta noticia y sin aguardar un punto, se fueron juntos hasta donde el virrey estaba. Queriendo el licenciado apearse para cortarle la cabeza, le dijo Pedro de Puelles que no lo hiciera, que era gran bajeza y oficio de verdugos querer ejecutar con sus propias manos la muerte de aquel hombre que estaba medio muerto. Y por esto el licenciado no se apeó, sino que mandó a un gran morisco que siempre traía consigo que le cortase la cabeza, y el morisco lo hizo prestamente con la misma daga del virrey.

(GUTIÉRREZ DE SANTA CLARA, Historia de las guerras civiles del Perú)

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Pero la victoria de Pizarro fue efímera; poco después llegaba —con título de pacificador del Perú— el licenciado Pedro La Gasca, nuevo presidente de la Audiencia de Lima, quien comenzó su misión ofreciendo la amnistía a los que abandonaran la causa revolucionaria. Inmediatamente, apoyado por la gran mayoría de los colonos, La Gasca inició el ataque contra Gonzalo Pizarro, que se rindió y fue ejecutado en 1548. Poco después se hacía cargo del virreinato Antonio de Mendoza y la colonia entraba en una era de paz.

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CONQUISTA DE CHILE

Después del viaje de Almagro, emprendieron la exploración y conquista de Chile Pedro de Valdivia, enviado por Pizarro en 1539, y Pedro Sánchez de Hoz, que mostraba una concesión real que le adjudicaba la zona de Tierra del Fuego. El encuentro de los dos capitanes no fue muy cordial, pero como Valdivia poseía más recursos, consiguió someter a su competidor y emprendieron juntos la expedición sobre la base de un convenio que, sin embargo, fue rescindido más tarde.

Valdivia cruzó la zona de Atacama con sólo 150 hombres y alcanzó la región central de Chile.

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Llegué a este valle del Mapocho por el fin del año 1540. Luego procuré venir a hablar con los caciques de la tierra y, creyendo que éramos cantidad de cristianos, vinieron los más a la paz y nos sirvieron cinco o seis meses bien, y esto hicieron por no perder sus comidas, que las tenían en el campo; en este tiempo nos hicieron nuestras casas de madera y paja con las trazas que les di en un sitio donde fundé esta ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, en nombre de Vuestra Majestad, en este dicho valle, a los 24 de febrero de 1541.

(PEDRO DE VALDIVIA, Carta al emperador Carlos V)

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Pronto la situación se hizo muy dura; Valdivia fue nombrado gobernador, pero no pudo contener la indisciplina de los suyos, que se amotinaron contra él, mientras los indios comenzaban a mostrarse hostiles. Entonces se solicitaron refuerzos al Perú, los que no pudieron llegar hasta 1543 por los conflictos que allí se desarrollaban en aquel tiempo; sin embargo, cuando llegaron se pudo dar mayor impulso a la ocupación y se fundó la ciudad de La Serena, emprendiéndose al mismo tiempo la sumisión de la tierra hasta más allá del río Maule.

Cuando Valdivia tuvo noticia de la llegada de La Gasca al Perú, se dirigió allí para colaborar con él en la represión de los insurrectos. Logró como premio de su ayuda que se le concediera el gobierno de una extensión de 100 leguas entre los paralelos 27 y 41, en la que se comprendía no sólo el territorio explorado por él sino también las regiones al otro lado de los Andes; fortalecido así en su posición, regresó a Chile en 1549 y decidió formalizar la ocupación de las tierras al sur del Maule.

Después de fundar Concepción, Valdivia cruzó el río Bío Bío y se adentró en las regiones que poblaban los indios araucanos; debió luchar con ellos y los sometió no sin crueldad, pero en 1535 se sublevaron encabezados por Caupolicán y Lautaro, dos caciques valientes y aguerridos; Valdivia fue aprisionado, sometido a suplicio y muerto, pero Francisco de Villagra tomó el mando y continuó, aunque sin mayor éxito, la resistencia. Más tarde, sin embargo, pudo vencer a Lautaro, pero como la lucha no tenía visos de definirse a favor de los españoles, el virrey del Perú nombró gobernador de Chile a García Hurtado de Mendoza, quien se enfrentó con las fuerzas que seguían resistiendo, a las órdenes de Caupolicán.

(…)

Era éste noble mozo de alto hecho

varón de autoridad, grave y severo,

amigo de guardar todo derecho,

áspero, riguroso y justiciero;

de cuerpo grande y relevado pecho,

hábil, diestro, fortísimo y ligero,

sabio, astuto, sagaz, determinado

y en cosas de repente reportado.

(ALONSO DE ERCILLA, La Araucana)

(…)

Al fin logró vencer Hurtado de Mendoza a los últimos rebeldes y Caupolicán fue apresado y muerto. Con el jefe español había venido el poeta Alonso de Ercilla que cantó en un poema la gesta conquistadora, pero que no pudo menos de expresar su admiración por la violenta resistencia y el valor de los araucanos. En efecto, aun caídos sus jefes mantuvieron la lucha y, refugiados en los valles, hostilizaron a los españoles durante largos años.

(…)

LOS VIAJES CLANDESTINOS AL RÍO DE LA PLATA

Desde el año 1512, los gobiernos de España y Portugal recelaban recíprocamente de sus intenciones y procuraban adelantarse el uno al otro en la toma de posesión de las tierras que pudieran corresponderles, no tanto para alterar los términos convenidos como para evitar situaciones de hecho desfavorables a sus intereses. A los frustrados propósitos españoles de explorar las regiones meridionales en 1512, respondió Portugal al año siguiente con el envío efectivo de una expedición encabezada por Cristóbal de Haro y Ñuño Manuel; no se conoce demasiado bien —por su misma clandestinidad— el detalle de este viaje, pero parece seguro que exploraron el río de la Plata y que consideraron que su curso conducía hasta el océano Pacífico, ignorándose si llegaron hasta el estrecho de Magallanes; pese a las órdenes expresas del rey don Manuel en el sentido de que se mantuviera el secreto de tales descubrimientos, la noticia trascendió y en el globo terrestre que construyó el cartógrafo alemán Juan Schöner en 1515 dibujó, entre los 40 y los 50 grados de latitud, un estrecho que unía los dos océanos.

España, gracias a su servicio de espionaje en la corte lusitana, tuvo conocimiento de este viaje, y se apresuró a ordenar el envío de una expedición que recorriera esas tierras y tomara posesión de las que legítimamente correspondían a su corona.

(…)

VIAJE DE SOLÍS

La expedición fue confiada al piloto mayor del reino Juan Díaz de Solís, a quien se le encomendó que tratase de llegar al Oriente por la nueva ruta hallada por los portugueses. Para ello partió Solís de Sanlúcar de Barrameda el 8 de octubre de 1515 con tres naves y se dirigió a la costa sudamericana, que alcanzó en el cabo San Roque. Desde allí la costeó hacia el sur, y en febrero de 1516 entró en el río de la Plata, desembarcando en la isla que llamó de Martín García por el nombre de un tripulante que encontró sepultura allí; costeando de nuevo la ribera oriental, Solís desembarcó en las proximidades del arroyo de Las Vacas y allí fue atraído a una emboscada por los indios charrúas y muerto con los compañeros que iban con él.

Un grumete, Francisco del Puerto, sobrevivió al combate y se quedó entre los naturales, mientras los otros expedicionarios volvían la proa hacia España. Frente a la isla de Santa Catalina naufragó una de las naves y algunos tripulantes lograron salvarse, quedándose en esa región; las otras dos carabelas llegaron a España y dieron cuenta del hallazgo de un inmenso mar dulce al que comenzaron a llamar con ese nombre y designaron luego con el de río de Solís.

(…)

VIAJE DE MAGALLANES Y EL CANO

El viaje de Solís dejaba en pie la duda sobre la existencia de un estrecho de comunicación entre los dos océanos. Desde setiembre de 1516 —fecha de la llegada de los restos de aquella expedición —se comenzó a proyectar en España una nueva exploración de la costa meridional de América del Sur que obtuviera los resultados deseados. En 1518, un marino portugués llamado Hernando de Magallanes, de vasta experiencia marítima y de sólidos conocimientos náuticos, ofreció sus servicios al rey de España —tras adoptar la nacionalidad de éste— para llevar a buen término aquellos proyectos. Aseguraba conocer la vía buscada y acreditaban sus afirmaciones los largos servicios que había cumplido en la flota portuguesa, de modo que Carlos V, aunque con algunas vacilaciones, acordó la autorización necesaria para realizar el viaje.

Las capitulaciones firmadas por Magallanes establecían que debía llegar a las islas de las Especias, razón por la cual Portugal reclamó diplomáticamente exigiendo que no se realizara el viaje, pues afirmaba que tales islas le pertenecían; pero España sostuvo que estaban dentro de su jurisdicción y llevó adelante sus planes; así, el 20 de setiembre de 1519, Magallanes zarpaba de Sanlúcar con cinco barcos, y ponía proa hacia las Canarias y hacia el río de Solís luego. Venía con él un veneciano, Antonio Pigafetta, a quien se le ocurrió narrar las aventuras del viaje en un libro que constituye hoy un documento de valor inapreciable.

A principios de 1520, Magallanes entró en el río de la Plata y señaló con un nombre destinado a perpetuarse un cerro de su costa oriental: Montevideo. Una minuciosa exploración lo convenció de que no era ése el paso buscado y puso entonces proa al sur, navegando por la costa patagónica hasta que se anunció el invierno.

(…)

Alejándonos de estas islas, llegamos (19 de mayo de 1520) a los 49° 30° de latitud meridional, donde encontramos un buen puerto, y como el invierno se aproximaba, juzgamos a propósito pasar allí la mala estación. Transcurrieron dos meses sin que viéramos ningún habitante del país. Un día, cuando menos lo esperábamos, un hombre de figura gigantesca se presentó ante nosotros. Estaba sobre la arena casi desnudo, y cantaba y danzaba al mismo tiempo, echándose polvo sobre la cabeza. El capitán envió a tierra a uno de nuestros marineros, con orden de hacer los mismos gestos, en señal de paz y amistad, lo que fue comprendido por el gigante que se dejó conducir a una isleta donde el capitán había bajado. Su vestido o mejor dicho, su manto, estaba hecho de pieles muy bien cosidas de un animal que abunda en este país. Tenía en la mano izquierda un arco corto y macizo; en la otra mano empuñaba unas cuantas flechas pequeñas de caña. Nuestro capitán llamó a este pueblo Patagones. Pasamos en este puerto, al que llamamos San Julián, cinco meses, durante los cuales no nos sucedió ningún accidente, salvo los que acabo de mencionar.

(ANTONIO PIGAFETTA, Primer viaje en torno al Globo)

(…)

Magallanes debió reprimir en San Julián una sublevación encabezada por Gaspar de Quesada, Luis de Mendoza, Juan de Cartagena y Pedro Sánchez Reina; los dos primeros fueron muertos y los últimos abandonados en la costa, después de lo cual se reinició la navegación hacia el sur. El 21 de octubre llegó la flota al cabo Vírgenes y Magallanes ordenó realizar una exploración que le convenció de que estaba en presencia del estrecho que buscaba, al cual denominó de Todos los Santos; lentamente las naves surcaron el estrecho —de peligrosa navegación— y el 28 de noviembre llegaron a su boca y entraron en el océano Pacífico.

Magallanes recorrió la costa chilena y puso luego proa al noroeste, navegando tres meses y medio sin ver tierra, entre atroces sufrimientos ocasionados por el hambre y la sed. En marzo de 1521 llegaron a las islas Marianas y luego a las Filipinas, que él llamó de San Lázaro; allí pudieron mejorar de situación, pero en un combate con los naturales de la isla Mactán murieron Magallanes y muchos de sus compañeros (27 de abril de 1521). Los demás navegaron hacia las Molucas donde llegaron en noviembre.

(…)

Allí cargamos las dos naves de especería. Ha de saber Vuestra Majestad cómo navegando hacia las dichas islas de Malucos descubrimos el alcanfor, canela y perlas. Deseando partir de las dichas islas de Maluco de vuelta a España, se descubrió una grandísima vía de agua en una de las naves(…) y resolvimos o morir o con toda honra servir a V. M. para hacerlo sabedor del dicho descubrimiento; en cuyo camino descubrimos muchas islas riquísimas, entre las cuales descubrimos Bandam, donde se dan el gengibre y la nuez moscada, Zabba, donde se cría la pimienta, y Timor, donde crece el sándalo.

(SEBASTIÁN EL CANO, Carta al emperador Carlos V, 1522)

(…)

Después de recorrer las Molucas y las zonas vecinas, una de las naves, la Trinidad, retornó hacia las costas americanas; pero fracasó en su intento y al volver hacia las Molucas fue capturada por los portugueses; otra, la Victoria, mandada por Sebastián El Cano, dio la vuelta al cabo de Buena Esperanza y entró en el Atlántico para dirigirse hacia España. Fue perseguida por los portugueses pero escapó al fin y entró en Sanlúcar el 7 de setiembre de 1522, después de haber dado la vuelta al mundo, probando prácticamente una idea sostenida muchas veces pero que no había sido demostrada por la experiencia.

(…)

VIAJE DE LOAYSA

Pese a las reclamaciones portuguesas, España perseveró en sus propósitos de aprovechar las posibilidades que ofrecía el viaje de Magallanes y El Cano, y ordenó que se preparara una nueva expedición para volver hacia las Molucas o islas de la Especiería. Se encargó de su mando a García Jofré de Loaysa con El Cano como piloto, y la formaron siete barcos que se dieron a la mar en julio de 1525 con rumbo al estrecho de Magallanes.

El viaje fue muy desgraciado; el jefe y su segundo murieron en la navegación y la flota se dispersó, naufragando tres de las naves; otras dos, en cambio, llegaron hasta las Molucas, pero sus hombres fueron hechos prisioneros, quedando los portugueses en posesión de las islas y con el dominio de las rutas que conducían a ellas.

(…)

VIAJE DE ALEJO GARCÍA

Hacia la misma época en que Loaysa realizaba su navegación, un grupo de los tripulantes de Solís que había quedado en Santa Catalina decidió probar fortuna y tratar de encontrar las fabulosas tierras del Rey Blanco. Los guaraníes les habían informado, en efecto, sobre la existencia del Imperio quichua y uno de los españoles, Alejo García, encabezó el grupo de los audaces que emprendieron la marcha a través del actual territorio brasileño, cruzaron Misiones y el Chaco paraguayo y entraron, según parece, en la región de Chuquisaca. El viaje fue fructífero, pero al regresar con las riquezas obtenidas, los españoles fueron asaltados y muertos por los indios. Pudieron, sin embargo, comunicar a los que habían quedado en Santa Catalina su importante descubrimiento, y esa noticia fue transmitida a Gaboto, que, poco después, pasó por el lugar.

(…)

VIAJES DE SEBASTIÁN GABOTO Y DE DIEGO GARCÍA

Después de la de Loaysa, debían dirigirse hacia las Molucas —según los planes españoles— otras expediciones que aseguraran los resultados obtenidos. Una de ellas fue organizada por la corona y se confió al piloto mayor Sebastián Gaboto, en tanto que algunos ricos comerciantes de La Coruña prepararon otra cuyo mando fue entregado a Diego García. Uno y otro debían llegar a las islas de la Especiería por el estrecho de Magallanes; García, con dos naves, partió de La Coruña en enero de 1526 y Gaboto, con cuatro, zarpó en marzo de ese mismo año de Sanlúcar.

Mientras recorría la costa brasileña, Gaboto recibió reiteradas noticias acerca de la existencia del Imperio del Rey Blanco; de él le hablaron los colonos portugueses de Pernambuco y, luego, en Santa Catalina, los antiguos náufragos de Solís que trasmitieron los datos, más o menos concretos, de la expedición de Alejo García. Estos informes decidieron a Gaboto a abandonar el plan primitivo para internarse en el río de la Plata y tratar de hallar la ruta que condujera a aquellas tierras fabulosas.

En febrero de 1527 Gaboto llegó a las bocas del río de la Plata y comenzó a costear su ribera oriental, deteniéndose en cierto lugar en el que halló a Francisco del Puerto, el grumete de Solís que había quedado entre los naturales de la región. Allí recibió Gaboto nuevas informaciones; supo que el río se internaba hacia el norte y que en esa zona se hallaban grandes riquezas; y decidido a probar fortuna, dejó allí dos naves grandes al mando de Antón Grajeda y con la más pequeña se internó por el Paraná, que recorrió entonces hasta la desembocadura del Carcarañá; luego entró por este río, y en su confluencia con el arroyo Coronda fundó en junio de 1527 un fuerte, al que llamó Sancti Spiritu.

Quedó en el fuerte una pequeña guarnición y Gaboto con el resto de los expedicionarios emprendió viaje —con el bergantín que los había traído y otro que se construyó en el lugar— hacia las regiones del norte, remontando el río Paraná hasta más allá de la desembocadura del Paraguay; una de las naves exploró el curso de ese río y el del Bermejo, y en vista de que las condiciones del viaje empeoraban por la pérdida de hombres y la falta de víveres, decidió Gaboto emprender el regreso, deseoso, además, de averiguar quiénes eran los navegantes que, según algunos avisos, habían aparecido en el Paraná.

Aguas abajo se encontraron con Diego García; había partido éste antes que él, y pese a que sus instrucciones le ordenaban también seguir hacia las Molucas, había cambiado su itinerario por las mismas razones que lo hiciera Gaboto. En la entrevista, y tras violentas discusiones, se entendieron los dos capitanes y resolvieron explorar juntos el río Paraguay, recorriéndolo hasta el Pilcomayo sin lograr señales ciertas de las regiones metalíferas que buscaban. La desilusión se apoderó del ánimo de los exploradores y se acentuó más todavía al conocer el trágico fin de la guarnición que había quedado en el fuerte de Sancti Spiritu —asaltado por los indios— de la que no había ningún sobreviviente; acordaron, pues, volver a España, aunque separados, y llegaron a Sanlúcar en 1530. Gaboto, sometido a juicio por haber desobedecido las órdenes reales, hubo de ser condenado a destierro, perdiendo temporariamente el cargo de piloto mayor.

Así fracasaban los intentos españoles de apoderarse de las Molucas; Carlos V cedió sus derechos a Portugal a cambio de una indemnización, el mismo año del regreso de los expedicionarios, aunque conservó los que tenía sobre las islas Marianas y Filipinas.

Una leyenda inventada más tarde y recogida por el cronista Ruy Díaz de Guzmán en su libro La Argentina, que compuso en 1612, contaba que después de la partida de Gaboto habían quedado en la región algunos españoles y entre ellos una mujer, Lucía Miranda, casada con Sebastián Hurtado; según el cronista, se enamoró de ella el cacique Siripo, quien consiguió capturarla tras la destrucción del fuerte y la matanza de muchos de sus compañeros; la trajo así a su lado, pero poco después regresó el marido de Lucía, al que Siripo hizo prisionero, ofreciéndole otra mujer a cambio de la que él amaba. Hurtado, esperando ocasión de escapar con su esposa, fingió acceder; pero una de las mujeres de Siripo, despreciada por él, convenció al cacique de que lo engañaban y entonces éste ordenó que fuera ella quemada y él asaeteado. Hoy se juzga inverosímil la leyenda porque —según lo que sabemos— no vinieron mujeres en la expedición de Gaboto.

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CAPÍTULO VI. LA ÉPOCA DE CARLOS V

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La política europea de Carlos V. Lucha entre las casas de Austria y Francia: Carlos V y Francisco I. La hegemonía española. La política colonial de Carlos V.

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A principios del siglo XVI llegó al trono de España Carlos I, nieto de los Reyes Católicos por la rama materna y del emperador de Alemania, Maximiliano, por la rama paterna. Con él se consolidó la unificación española que Fernando e Isabel habían iniciado y al poco tiempo, por su elección imperial, se realizó la unión en una sola corona de vastos territorios heredados de sus diversos antepasados. Su poderío fue inmenso y su época —la primera mitad del siglo XVI— marca la máxima ascensión de España en el cuadro político de Europa. Pero si Inglaterra podía permanecer indiferente ante el crecimiento de su poder, Francia, en cambio, se sintió amenazada por él y esta situación condujo a una guerra entre las dos naciones que se prolongó durante el reinado del emperador. Fue un período borrascoso, de gloria y de tragedia; cada día se vislumbraban mejor las promesas de las nuevas posesiones americanas, pero, entre el brillo de la cultura renacentista irrumpía la terrible crisis religiosa y política de la Reforma. Agobiado por tanta grandeza y tantos dolores, Carlos V abdicó y, en contraste con su antiguo esplendor, buscó refugio en el monasterio de Yuste donde lo halló la muerte,

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LA POLÍTICA EUROPEA DE CARLOS V

A la muerte de Fernando el Católico, rey de Aragón y regente de Castilla, asumió el trono de ambos reinos, en 1516, su nieto Carlos I, hijo de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso de Austria.

Diversas circunstancias contribuían a orientar su política hacia una ruptura con Francia. La más inmediata era la cuestión de Italia, planteada desde largos años, y que estaba entonces en un momento crucial. En efecto, desde fines del siglo XV Francia y España aspiraban a establecer su dominio sobre diversas regiones italianas. Carlos VIII de Francia trató en vano de apoderarse del reino de Nápoles en 1494; su sucesor, Luis XII, logró conquistar el Milanesado en 1499 y más tarde, resolvió renovar las operaciones sobre el reino napolitano, para lo cual juzgó prudente entenderse con Fernando el Católico, que podía alegar derechos a esa corona; juntos iniciaron la lucha y lograron su objeto; pero se enemistaron luego y tras breve lucha, el rey aragonés mantuvo solo lo conquistado (1504). Aliados los españoles con otras potencias en lo que se llamó la Santa Liga, arrebataron el Milanesado a Francia en 1515; pero ese mismo año moría Luis XII y su sucesor, Francisco I, no se mostró dispuesto a ceder en las pretensiones francesas; así, ese mismo año, invadió nuevamente el Milanesado y derrotó al duque milanés en la batalla de Mariñán, con lo que volvió a sus manos ese territorio. Poco tiempo después llegaba al trono de España Carlos I, que reconoció por el momento esa conquista aunque con el secreto propósito de rever más tarde su decisión.

Cuando en 1519 murió el emperador Maximiliano, Carlos I y Francisco I resolvieron optar a la corona vacante. Asistían al primero razones de familia, de tradición y de nacionalidad, en tanto que al segundo le preocupaba seriamente no quedar envuelto por los estados de Carlos. Así, cuando la dieta imperial eligió a este último —que desde entonces se llamó Carlos V— la tirantez se acentuó y muy pronto se convirtió en guerra abierta.

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LUCHA ENTRE LAS CASAS DE AUSTRIA Y FRANCIA: CARLOS V Y FRANCISCO I

Francisco I poseía un estado compacto y centralizado, en el que habían logrado buenos frutos los reyes autoritarios que lucharon por contener la disgregación feudal. Carlos V, en cambio, si bien poseía territorios infinitamente más extensos, no podía, contar con ellos en absoluto. América no era todavía sino una incierta promesa; los estados austríacos y las regiones flamencas que había heredado de sus abuelos paternos mantenían su antigua estructura feudal y muy pronto se verían convulsionados por la Reforma religiosa; y la misma España no recibió con entera satisfacción a este rey extranjero que venía rodeado por una corte flamenca y que parecía despreciar a los españoles. Así, las fuerzas de ambos rivales se equilibraron por la situación real de sus estados.

En la guerra que iba a comenzar muy pronto se agitaban varias cuestiones; el problema fundamental era la situación de Francisco I frente al extenso imperio de Carlos; pero no dejaba de tener importancia la posición de ambos rivales en Italia —donde Francia poseía el Milanesado y España el reino de Nápoles— y sobre todo, las aspiraciones de Carlos V a conquistar la Borgoña para poseer por el sur y el este de Francia un camino por tierra que uniera las distintas partes de su imperio. Este propósito amenazaba la unidad territorial de Francia pero parecía apoyado por los derechos de Carlos V a la herencia de su abuela María de Borgoña, hija de Carlos el Temerario y esposa de Maximiliano de Austria.

La primera guerra comenzó entre los dos rivales en 1520, poco después de la elección imperial. Desde Flandes entró Carlos al norte de Francia y poco después logró apoderarse del Milanesado e invadir el sur del reino. Sin embargo, Francisco I no se dejó abatir y comenzó a atacar a su vez hasta lograr la reconquista del Milanesado.

En 1525, las tropas imperiales se enfrentaron con las que mandaba el propio Francisco I en la batalla de Pavía. Muy pronto consiguieron dominar la situación los soldados del emperador y el propio rey se vio acosado por los avances del enemigo.

(…)

Iba casi solo, cuando un arcabucero le mató el caballo, y yendo a caer con él, llega un hombre de armas de la compañía de D. Diego de Mendoza, llamado Juan de Urbieta, natural de Guipúzcoa, y como le vio tan señalado, va sobre él al tiempo que el caballo caía, y poniéndole el estoque en un costado, por las escotaduras del arnés, le dijo que se rindiese. El rey, viéndose en peligro de muerte, dijo: “La vida, que soy el rey”. El guipuzcoano lo entendió aunque lo había dicho en francés y diciéndole que se rindiese, él dijo: “Me rindo al emperador”.

(OZNAYA, Descripción de lo sucedido en la batalla de Pavía)

(…)

El rey prisionero fue conducido a Madrid; allí firmó un tratado (1526) por el que renunciaba a sus pretensiones en Italia, a la posesión de Flandes y Artois, y entregaba a Carlos la Borgoña; luego fue puesto en libertad y, al volver a Francia, declaró que el tratado carecía de valor por haberlo suscripto bajo la fuerza de las amenazas.

(…)

LA HEGEMONÍA ESPAÑOLA

La magnitud de sus posesiones y el triunfo sobre su único rival aseguraron a Carlos V la hegemonía en Europa. Esta situación se mantuvo durante todo su reinado, aunque a lo largo de él, diversas circunstancias la pusieran en creciente peligro.

Una nueva guerra (1527-1529) demostró pronto que el equilibrio era inestable; Solimán el Magnífico, sultán de los turcos, se unió a Francisco I y marchó contra la capital imperial, Viena, viéndose obligado Carlos V a firmar una paz; por el tratado de Cambrai (1529) Francisco I obtuvo que el emperador renunciara a la Borgoña, pero, a pesar de eso, nuevos conflictos se produjeron desde 1536 hasta 1538 y desde 1544 hasta 1546; al fin de este último, Francia perdió Flandes y Artois; poco después moría Francisco I.

Su sucesor, Enrique II, logró establecer una alianza con los príncipes protestantes alemanes que, desde que habían constituido la Liga de Esmalcalda (1531), mantenían una situación de hostilidad contra el emperador. Enrique ocupó Metz, Toul y Verdún y cuando Carlos V quiso reconquistar la primera de esas ciudades fue derrotado en 1553. Poco después, agotado y deprimido, abdicaría al trono.

Durante el largo reinado de Carlos V, España alcanzó una extraordinaria preeminencia en Europa; por ser la parte más compacta de los estados del emperador y por poseer las colonias americanas, cuyas riquezas comenzaron en ese entonces a ponerse de manifiesto, España fue considerada como el núcleo de los vastos dominios de Carlos V; hacia ella afluían las riquezas y de ella se esperaba la actitud decisiva en los grandes problemas internacionales, fuera para combatirla o para contemporizar con ella.

Ya en la época de Carlos V podía descubrirse cuáles serían en el futuro los puntos débiles de la gran potencia; pero durante todo el siglo XVI creció el prestigio y la fuerza de España sin que fueran obstáculo para ello la crisis económica y algunos desaciertos graves que prepararon su ocaso para más tarde. Prestigio político, fuerza militar, brillo en las actividades del espíritu, tales fueron los caracteres de la hegemonía española en el siglo XVI.

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LA POLÍTICA COLONIAL DE CARLOS V

Le tocó a Carlos V orientar la política colonial de España. Hasta que llegó al poder sólo se habían realizado operaciones de exploración y apenas se había insinuado el propósito colonizador en el gobierno español; ese propósito fue el que se acentuó con Carlos V, una vez que la expedición de Cortés demostró que la promesa del descubrimiento se convertía en realidad. Sin embargo, Carlos V no parece haber advertido las posibilidades de una acción organizada y metódica. Sus resoluciones fueron siempre posteriores al desencadenamiento de los hechos, originados muchas veces en circunstancias fortuitas u obra de la iniciativa privada. Pero poco a poco se fue afirmando la convicción de que América merecía una enérgica y continuada acción del estado y aparecieron los organismos de control y estímulo que permitieron la prosecución y el desarrollo de la colonización americana. Este proceso entrará en su fase decisiva durante el reinado de su hijo y sucesor Felipe II.

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CAPÍTULO VII. LA PREPONDERANCIA ESPAÑOLA EN EUROPA

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La abdicación de Carlos V y la cesión de América. — La monarquía española y la política interior de Felipe II. — La unidad católica: el Santo Oficio. — La sublevación de los Países Bajos. — La política exterior. — La lucha contra el Imperio turco: Lepanto. — La conquista de Portugal. — La lucha contra Inglaterra. — Los orígenes de la decadencia española.

Francia en la época de las guerras de religión. — La Santa Liga y Felipe II. — Enrique IV y el resurgimiento de Francia. Inglaterra en la época de Isabel. La política interior. — La política exterior.

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Durante la primera mitad del siglo XVI, la historia del emperador Carlos V resume los acontecimientos más importantes del mundo europeo; España, Alemania, los Países Bajos y gran parte de Italia dependían de él, y Francia, por su parte, debía orientar su política principalmente según las exigencias de las relaciones con su poderoso vecino. Así, no quedaba fuera de la órbita del emperador, en la Europa occidental, nada más que Inglaterra, donde Enrique VIII se mantenía casi aislado del drama político que se desarrollaba en el continente. Mientras tanto, en la Europa oriental, el Imperio turco procuraba sin mayor éxito continuar su expansión hacia el oeste, luego de haber adquirido el dominio pleno de la región balcánica, y Rusia, por su parte, marchaba lentamente hacia su unificación gracias a la firme política de los reyes moscovitas contra los boyardos o señores feudales.

Pero al llegar a la segunda mitad del siglo, el panorama cambia. El imperio de los Habsburgo se divide, Inglaterra avanza hacia el primer plano de la política internacional y Francia se lanza a una terrible guerra civil de origen religioso, de la que, sin embargo, saldrá tonificada al fin gracias a la vigorosa conducción de Enrique IV. En el Oriente, el Imperio turco no logra realizar su plan expansivo porque España consigue contenerlo en el mar, mientras Rusia llega a cumplir el suyo con Iván el Terrible, constituyendo una monarquía absolutista. Nadie podrá, pues, por entonces, amenazar gravemente la hegemonía española, apuntalada por la conquista americana; pero durante ese período se prepara su caída por su crisis interior y, en el siglo siguiente, una Francia fortalecida recogerá la herencia del predominio europeo. Así, Felipe II es la figura más notable de la época, aunque durante su reinado se geste la decadencia española.

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LA ABDICACIÓN DE CARLOS V Y LA CESIÓN DE AMÉRICA

Carlos V había sido durante casi cuarenta años el árbitro de Europa; sin embargo, su autoridad fue resistida en sus propios estados y vigorosamente combatida por Francia, de modo que su largo reinado había sido una continua lucha, a la que agregó singular amargura el desencadenamiento del cisma religioso. En 1553 el emperador fue derrotado frente a Metz, precisamente cuando se agravaba la enfermedad que sufría, y entonces decidió abdicar y recogerse al monasterio de Yuste, que pertenecía a la orden de San Jerónimo. El emperador maduró esa resolución y tomó las providencias necesarias para el cumplimiento de su trascendental propósito, comenzando por ceder en octubre de 1555 a su hijo Felipe— recién casado con la reina de Inglaterra María Tudor— el gobierno de los Países Bajos.

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Pocos días después, sintiéndose Su Majestad más fatigado con sus enfermedades, en diez de enero del siguiente año de 1556, hizo solemne y pública renunciación en el rey don Felipe, su hijo, de todos los reinos y señoríos que le habían quedado, sin reservar para sií un palmo de tierra. Y mandó que se leyese la renunciación firmada por su nombre en público, en lengua latina, estando el príncipe don Felipe de rodillas delante de su padre, con la cabeza descubierta. Fenecido el acto, el príncipe besó la mano de su padre bañándosela con lágrimas, y él le besó en la frente y echó su bendición diciéndole amorosas y graves sentencias. Luego de allí a poco, renunció en su hermano don Fernando el Imperio romano, que ya no le quedaba otra cosa (1556).

(PADRE SIGÜENZA, Historia de la Orden de San Jerónimo>

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De ese modo, Felipe II inició su reinado como señor de España y América, de los Países Bajos, de Italia y del Franco Condado, mientras Fernando I pasaba a ser emperador y señor de los estados que tradicionalmente poseían los Habsburgo en Alemania. La dinastía quedaba desde entonces dividida en dos ramas, la española y la austríaca, que, aunque se mantuvieron vinculadas, orientaron su política según sus propios intereses, desapareciendo de ese modo su aplastante influencia en Europa.

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LA MONARQUÍA ESPAÑOLA Y LA POLÍTICA INTERIOR DE FELIPE II

Con Felipe II, la rama española de los Habsburgo adquirió un carácter más nacional que el que tuvo la dinastía durante el reinado de su padre. El rey residía en España permanentemente y tenía costumbre de centralizar en sus manos todos los problemas de sus vastos estados, los que solía resolver con criterio español, esto es, según los fundamentales intereses de ese reino.

Su personalidad era compleja; poseía un estricto sentido del deber y especialmente de los que eran propios de su condición real, así como también un poderoso orgullo que no toleraba intromisiones que pudieran modificar su opinión personal. A veces parecía cruel, pero tenía la preocupación firme de ser justo aun a costa de sus más caros intereses. Quizá su rasgo predominante fuera su profunda religiosidad, apegada estrictamente a la doctrina católica, a cuyo servicio estuvo dispuesto a poner todo su poder; y algunas veces, su temperamento lo llevaba a una actitud reconcentrada, llena de desprecio por las vanidades del mundo y del poder.

Su concepción de la autoridad real no le permitió tener ministros en quienes confiar ni admitir restricciones a su poder; estas dos particularidades se sumaron en uno de los episodios más característicos de su reinado: la sublevación de Aragón. En efecto, un personaje de la corte, Antonio Pérez, había llegado a poseer cierto ascendiente sobre el rey y a lograr la categoría de privado, como se llamó en España a los secretarios de confianza de los reyes. Cuando su poder pareció molesto al monarca, aprovechó una circunstancia oscura para ponerlo en prisión (1579), pero el ministro, tras once años de cautiverio, huyó y se refugió en Aragón, apelando a la ayuda del Justicia Mayor, antiguo magistrado aragonés que tenía derecho de protección de los acusados hasta que interviniera la justicia. Felipe II exigió la entrega del prófugo; pero los aragoneses —como los castellanos en tiempos de su padre— quisieron resistir para defender sus fueros. La represión fue brutal. Antonio Pérez pudo huir al extranjero, pero el Justicia Mayor Juan de Lanuza fue ejecutado y los privilegios aragoneses suprimidos poco después por las Cortes, tras haberse ahogado en sangre el conato revolucionario.

No fue ésta la única incidencia seria de su gobierno en España. También los moriscos que habían quedado en la provincia de Granada intentaron sublevarse porque no se respetaban las libertades que les habían sido prometidas antaño. Desde 1567 hasta 1571 se combatió en las sierras y sólo después de algunos fracasos se consiguió dominar la insurrección.

Mientras tanto, Felipe II procuraba dar a su gobierno un aire ascético y cristiano. Eligió para su residencia un lugar de Castilla próximo a Madrid en el que hizo erigir un vasto palacio, cuya construcción demoró más de veinte años. La obra era inmensa y fue dirigida por el arquitecto Juan de Herrera.

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Aquel bullicio y aquel ruido, aquella variedad de gentes y voces tan varias, la diferencia de artes, oficios y ejercicios envueltos todos en una prisa y diligencia extraña, y aquella, al parecer confusa muchedumbre, aunque a la verdad admirablemente avenida y concertada, causaba como pasmo y admiración a cuantos de nuevo la veían y aun a los que despacio la estaban considerando.

(PADRE SIGÜENZA, Historia de la orden de San Jerónimo)

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Sin embargo, aquella grandeza traía consigo una marcada ostentación de austeridad y espíritu cristiano. Las paredes lisas, la forma de parrilla que se adoptó para su estructura en recuerdo del martirio de San Lorenzo, y, sobre todo, los recintos funerarios llamados el pudridero, uno de ellos, y el panteón de los reyes, el otro, probaban que el monarca vivía pensando no en la gloria mundana sino en la vida eterna. Esta preocupación guió su conducta pública y provocó en él una acentuada intolerancia religiosa que explica muchos aspectos de su política.

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LA UNIDAD CATÓLICA: EL SANTO OFICIO

Uno de los rasgos más notables del gobierno de Felipe II fue, en efecto, el afán por asegurar la unidad católica en sus reinos.

Ya antes que él otros monarcas habían tomado diversas medidas para impedir la subsistencia de las religiones hebrea y musulmana, así como para impedir la difusión del protestantismo. Felipe II extremó esta política y aseguró al Santo Oficio o Inquisición todo su apoyo para que no quedase sin castigo ningún sospechoso de herejía o simplemente de tibieza.

El ejemplo más acabado de estos propósitos reales fue la acusación contra el arzobispo de Toledo y Primado de España, de la que resultó su apresamiento, sin que bastara la intervención del papa para lograr su libertad. Como él, sufrieron persecución innumerables personas, muchas de las cuales fueron condenadas a sufrir la pena de la hoguera, tanto en España como en sus otros estados. Pero donde la persecución tuvo mayor violencia, debido al desarrollo que había tomado el protestantismo, fue en los Países Bajos.

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LA SUBLEVACIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS

Los Países Bajos comprendían dos regiones: Flandes, al sur, cuyas ciudades eran centros económicamente poderosos y en las que predominaban los católicos, y la actual Holanda, al norte, donde abundaban los protestantes. Felipe II había designado gobernadora del país a su hermana Margarita de Parma, quien mantenía las tradicionales libertades de que gozaba el territorio; pero, de acuerdo con las instrucciones reales, comenzó a actuar allí el Santo Oficio con marcada energía y, poco después, la violencia de los procedimientos originó una abierta rebelión de los habitantes.

Para someterlos, envió Felipe II al duque de Alba con un ejército poderoso; el nuevo gobernador instituyó un tribunal que él llamó “de los disturbios”; pero que fue apodado por el pueblo “tribunal de la sangre”, y cuya severidad, manifestada en múltiples ejecuciones, provocó nueva irritación. La sublevación se hizo entonces general y a la cabeza del movimiento se puso el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau, llamado Guillermo el Taciturno; con la ayuda de Inglaterra pudieron resistir al poderoso ejército español y hostilizarlo de muchas maneras, sin que vacilaran en inundar el territorio abriendo las compuertas de los diques para inmovilizar a las fuerzas invasoras. Finalmente, en 1579, Flandes se sometió a España por predominar allí los católicos, en tanto que la región del norte, que adoptó el nombre de Provincias Unidas, declaró su independencia en 1581, manteniendo la lucha por mucho tiempo.

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LA POLÍTICA EXTERIOR

Mientras sorteaba las múltiples dificultades internas, Felipe II se preocupó por mantener y afirmar la posición predominante de España en Europa. Su propósito no presentaba grandes dificultades; ninguna de las potencias occidentales estaba todavía en condiciones de abatir a España, cuyos recursos eran abundantes y cuyo ejército parecía temible, más, en realidad, de lo que era.

Con ese fin no vaciló en intervenir en la política interna de Inglaterra, de Francia y de Portugal; en los dos primeros países, los disturbios religiosos le proporcionaron ocasión favorable y Felipe II se mostró dispuesto siempre a apoyar al partido católico contra el protestante; además, procuraba defender también sus propios intereses dinásticos, pues no excluía la posibilidad de imponer un miembro de su casa en el trono de algún país vecino; estas razones movieron no sólo su intervención en Portugal sino también la que tuvo en Francia. Las razones religiosas predominaron, en cambio, en la lucha con Isabel de Inglaterra y, sobre todo, en la enérgica acción que llevó a cabo contra el Imperio turco.

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LA LUCHA CONTRA EL IMPERIO TURCO: LEPANTO

Junto a la Inglaterra protestante, el Imperio turco constituía una de las obsesiones de la España católica. Poderoso y organizado, dominaba en el Mediterráneo oriental restringiendo la navegación veneciana y amenazaba la cuenca occidental con sus incursiones, en las que coincidía con los piratas que se albergaban en los puertos del norte de África. En 1571 Felipe II se unió a Venecia y preparó una flota poderosa para abatir el poder marítimo de los turcos. En el mar Jónico se encontraron las dos escuadras frente a Lepanto, cerca del golfo de Corinto.

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Una milla estaría una armada de la otra cuando la generala del Turco tiró una pieza de artillería desafiando a la nuestra para la batalla. Nuestra Real respondió con otra aceptando la batalla, y ésta con otra respondió el Turco. Cuando tan juntas se hallaron las armadas que con la artillería se podían fácilmente batir, se hallaron seis galeazas nuestras delante de nuestras galeras, dos enfrente de cada escuadra. Las dos de la mano izquierda comenzaron a jugar la artillería porque por aquella parte se comenzó la batalla, e hicieron grandísimo daño a los enemigos.

Su Alteza don Juan de Austria acometió con su Real a la generala turca la cual, aunque tenía mucha y muy buena gente y era socorrida por la popa, fue en breve rendida y muerta, muerto Alí Bajá, su general, y derribado el estandarte. Fue esta batalla muy grande, muy reñida y muy sangrienta.

(FRAY MIGUEL SERVIA, Relación del suceso de la Armada de la Liga)

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La victoria de Lepanto —en la que intervino Miguel de Cervantes y fue herido en un brazo— no destruyó el poderío naval de los turcos, pero contuvo su expansión hacia occidente .

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LA CONQUISTA DE PORTUGAL

Dentro de la península ibérica, Portugal había mantenido su independencia, pero no estaba definitivamente descartada la idea de unirlo al reino que se había constituido con Castilla, Aragón y Navarra. Cuando en 1578 murió el rey de Portugal don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir, Felipe II creyó que había llegado el momento de realizar aquel proyecto y adujo los derechos que poseía por parte de su madre, Isabel de Portugal. La situación se hizo crítica dos años después, cuando en 1580 murió el cardenal don Enrique y se manifestaron las intenciones de llevar al trono al infante don Antonio, sobrino del rey difunto. Entonces Felipe II decidió invadir el país y el duque de Alba entró con un ejército en Portugal, sometiéndolo rápidamente.

La conquista de Portugal pareció el último paso en el proceso de unificación de España. Significó para la corona la posesión del vasto imperio colonial lusitano, pero trajo consigo un problema duradero, pues los portugueses no se resignaron a perder la independencia y más tarde volvieron a luchar por ella.

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LA LUCHA CONTRA INGLATERRA

En 1554 Felipe II había contraído matrimonio con la reina de Inglaterra María Tudor; era ésta hija del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón y había sido celosamente educada por su madre en la religión católica, así que, después del reinado de Eduardo VI, su primera preocupación al subir al trono fue restaurar aquella fe. Pero su reinado fue breve; al morir, en 1558, sus planes no habían madurado, y su sucesora, Isabel, hija de Ana Bolena, retornó al anglicanismo.

Desde entonces, las relaciones entre España e Inglaterra fueron tirantes. Felipe II apoyó a los católicos que levantaban la candidatura de la reina de Escocia, María Estuardo, para reemplazar a Isabel y ésta, a su vez, procuraba hostilizar al rey de España auxiliando a los protestantes de los Países Bajos.

La guerra fue, así, sorda y encubierta. Pero muy pronto, junto a las intrigas, surgió una nueva forma de hostilidad porque Isabel autorizó a los corsarios ingleses para que atacaran a las flotas que traían a España las riquezas americanas. Entonces Felipe II decidió un escarmiento ejemplar y armó, en 1587, una poderosa escuadra destinada a invadir las islas.

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La armada de España contenía sesenta y cinco galeones y naves gruesas, veinticinco urcas de trecientas a setecientas toneladas, diecinueve pataches de a ciento trece calzas, cuatro galeazas, cuatro galeras, veinte carabelas para servicio y diez falúas. Iban encabalgamientos para doce piezas de batir y para veintiuna de campaña, con balas para ellas; siete mil arcabuces de respeto, mil mosquetes, diez mil picas y seis mil medias, mil partesanas y alabardas, sin contar las armas ordinarias que lleva la gente de guerra y de mar. Mandó el duque de Medina Sidonia embarcar los señores encomenderos, encomendando a los más señalados y soldados los navíos, para que su asistencia aprovechase en la concordia y mover las armas, y para que fuesen con autoridad conveniente a su calidad y méritos y procurase cada uno que su navío se señalase en todas las acciones.

Partió la armada de la costa de España a treinta de mayo de 1588 con varios accidentes, y desbaratóse al salir de la barra con un recio temporal que la esparció y forzó a la Real capitana con buena parte de la vanguardia a entrar en el puerto de la Coruña, donde se entretuvo muchos días esperando que se juntara el resto de las escuadras.

(CABRERA DE CÓRDOBA, Historia de Felipe II

Muy pronto la flota empezó a ser hostilizada por los barcos ingleses, ligeros y audaces, y el almirante intentó refugiarse en el puerto de Calais, pero no le dieron tiempo los incesantes ataques enemigos, que comenzaron a lanzar contra ellos los brulotes, embarcaciones pequeñas cargadas con materias inflamables que incendiaron muchas naves españolas y obligaron a dispersar la escuadra.

Como nuevamente la tempestad impidió reorganizarla en alta mar, el almirante resolvió volver a España sin tocar en los Países Bajos —donde debía subir a bordo un grueso ejército de desembarco mandado por Alejandro Farnesio— dando la vuelta por el norte de Escocia. En ese viaje sufrió la escuadra nuevos contratiempos y, tras perder muchos barcos y gran número de hombres, entró de nuevo en España habiéndose malogrado el vasto plan de invasión.

El fracaso de la Armada Invencible puso a Inglaterra en condiciones de reorganizar y acrecentar su poderío marítimo: mientras España se veía precisada a abandonar sus propósitos agresivos contra ella, los corsarios ingleses se mostraron más audaces y llegaron hasta los puertos españoles para incendiarlos y saquearlos.

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LOS ORÍGENES DE LA DECADENCIA ESPAÑOLA

La gravedad de los problemas interiores y exteriores que debió afrontar Felipe II pusieron a prueba su serenidad y sus dotes de estadista. Su política, sin embargo, careció de elasticidad y fue conducida con demasiado rigor por ciertos principios, ya señalados por su padre, que comprometieron los recursos y el prestigio del reino.

En efecto, su intolerancia religiosa trajo a España serias consecuencias para lo futuro; malogró el desarrollo del pensamiento moderno impidiendo que los españoles fueran a estudiar fuera de España y persiguiendo a los que, por demostrar ciertas preocupaciones intelectuales, podían ser calificados como herejes; pero no fueron sólo esas consecuencias espirituales las que desató con su política: también las hubo de carácter económico, porque la persecución de los moriscos trajo consigo el empobrecimiento de la región meridional de España, y las guerras contra los Países Bajos e Inglaterra malograron en parte las grandes posibilidades comerciales de España.

A todo esto, la conquista de América, tan promisoria durante el reinado de su padre, no solamente no proporcionó los inmensos beneficios que se esperaban, sino que significó enormes gastos y consumió inmensas energías humanas. Por otra parte, un acentuado espíritu de aventura se apoderó del hombre español, que no logró reducir sus ambiciones para trabajar en la elaboración de una sólida grandeza económica. Todo esto, así como las incesantes guerras y los celos que desde principios del siglo XVI provocaban la riqueza y el poderío de España, originó en el reinado de Felipe II un comienzo de declinación que el monarca, con su inflexible criterio, no atinó a contener. Esta declinación será visible en los reinados siguientes y se pondrá de manifiesto en el curso del siglo XVII con la pérdida de la hegemonía europea.

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FRANCIA EN LA ÉPOCA DE LAS GUERRAS DE RELIGIÓN

Enrique II de Francia debió continuar la lucha que su padre había iniciado con España. Colaboró activamente en la derrota de Carlos V, pero, al subir Felipe II al poder en 1556, debió afrontar la oposición de éste, que agregaba a sus fuerzas las que le proporcionaba su matrimonio con la reina de Inglaterra María Tudor.

En 1557, Enrique II fue derrotado en la batalla de San Quintín por el rey de España y por un instante pareció que estaba en inminente peligro; pero Felipe no aprovechó su victoria y los franceses pudieron reconquistar el puerto de Calais; Felipe se avino entonces a firmar el tratado de Cateau-Cambresis (1559) que confirmaba la posesión de Metz, Toul, Verdun y Calais a los franceses y por algún tiempo desapareció la amenaza española sobre el reino de Francia.

Pero durante el reinado de Enrique II comenzó a prepararse una grave crisis interna. Los calvinistas hicieron notables progresos y se convirtieron a su doctrina muchos miembros de la nobleza francesa que, al poco tiempo, se enfrentaron firmemente con el grupo católico. La crisis se mantuvo latente hasta que murió Enrique II. A partir de ese momento, en cambio, se acentuó su gravedad, porque el poder pasó sucesivamente a sus tres hijos, todos ellos bastante incapaces y dominados por su madre, Catalina de Médicis, que se caracterizó por su espíritu tortuoso y amigo de la intriga.

Mientras reinó el primero de sus sucesores, Francisco II, la crisis no llegó a estallar. Pero los católicos, encabezados por el duque de Guisa, comenzaron a recelar de los hugonotes, o calvinistas que, dirigidos por el almirante Coligny y por Antonio de Borbón, rey de Navarra, empezaban a infiltrarse en la corte. Poco después de subir al trono, en 1569, Carlos IX, la lucha entre ambos bandos adquirió particular violencia. En 1562 un numeroso grupo de hugonotes fue asesinado en Vassy y entonces se organizaron las dos fracciones para la guerra; durante ocho años combatieron sin piedad entre ellos, y las persecuciones y muertes provocadas por los dos bandos fueron innumerables. Felipe II sostenía a los católicos e Isabel de Inglaterra a los hugonotes, de modo que la guerra interior se mantenía con recursos y esperanzas que llegaban de fuera, prolongando cada uno su esfuerzo con sostenida tenacidad,

En 1570 se llegó a una tregua; pero uno de los requisitos era que los hugonotes tuvieran participación en la vida pública del mismo modo que los católicos, y éstos se mostraron temerosos del ascendiente que lograban sobre el rey algunos personajes de esa tendencia, y muy especialmente el almirante Coligny. Con la ayuda de la reina Catalina se urdió una intriga y el débil rey, convencido por los católicos de que los hugonotes conspiraban contra su vida, autorizó su persecución y muerte en 1572. Se produjo entonces —la noche de San Bartolomé de ese año— una gran matanza de protestantes; el almirante Coligny fue asesinado por orden del propio duque de Guisa y otros jefes fueron muertos por los soldados; pero muy pronto la matanza degeneró en un cruel desenfreno y la gente del pueblo comenzó a asesinar y a robar sin medida. Al finalizar la jornada el número de víctimas era enorme y creció aun más en los dos días que siguieron, sin que el rey, horrorizado, pudiera contener la saña criminal de los exaltados; entretanto, en algunas provincias se produjeron actos semejantes; pero los hugonotes comenzaron a resistir ordenadamente y constituyeron una liga llamada Unión protestante, que, con una fuerza militarmente organizada, resistió en La Rochela hasta que el rey se avino en 1573 a pactar con ellos.

En 1574 subió al trono Enrique III, que procuró entenderse con los protestantes. Los católicos, encabezados por Enrique de Guisa, constituyeron la Santa Liga y comenzaron a agitar el ambiente para apoderarse del poder, restaurar los antiguos privilegios señoriales y acaso deponer a Enrique III para llevar al trono al duque de Guisa. Así las cosas, una circunstancia singular provocó una nueva crisis en las relaciones de los dos grupos enemigos: muerto el duque de Alençon, hermano del rey, en 1584, quedaba como heredero de la corona Enrique de Navarra, jefe del partido protestante; un profundo temor conmovió a los católicos y se decidieron a obrar.

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LA SANTA LIGA Y FELIPE II

La Santa Liga solicitó ayuda a Felipe II y muy pronto obtuvo auxilio económico y militar de él, no sólo porque el rey español procuraba defender siempre los partidos católicos en toda Europa sino también porque pretendía que, en la crisis dinástica que se insinuaba, se eligiese a su hija Isabel para el trono francés en virtud de su derecho como nieta de Enrique II.

La guerra interior comenzó con violencia; Enrique III quiso apelar a los recursos más audaces para salvarse y no vaciló en entregar París a Enrique de Guisa, a quien nombró teniente general del reino, pero sólo para hacerlo asesinar poco después; los católicos, a su vez, vengaron la muerte de su jefe matando al rey y de ese modo Enrique de Navarra llegó al trono, mientras los católicos se esforzaban por retener París, donde Felipe II había instalado una guarnición española.

La situación se prolongaba; Enrique de Navarra —ya Enrique IV de Francia, reconocido como rey en buena parte del territorio— sometía progresivamente el país a su obediencia; pero en 1593 Felipe II hizo público su deseo de que se coronara a su hija y entonces se produjo una vigorosa reacción nacional, gracias a la cual la posición del rey protestante se hizo más fuerte. Con un audaz golpe de habilidad, Enrique IV se convirtió en ese momento al catolicismo y consiguió que los católicos más comprensivos se pusieran de su lado, al mismo tiempo que lograba entrar en París. La guarnición española salió de la capital y Enrique IV selló la unidad de los franceses declarando poco después la guerra a España (1595).

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ENRIQUE IV Y EL RESURGIMIENTO DE FRANCIA

Enrique IV inició la guerra contra las tropas españolas derrotándolas en la batalla de Fontaine Française (1595). Durante tres años se combatió sin que se lograran ventajas decisivas; al fin, desesperando de poder alcanzar una victoria concluyente, los dos reyes convinieron en firmar la paz de Vervins (1598), en la que se repitieron los términos del tratado de Cateau-Cambresis.

Libre de esas preocupaciones, Enrique IV dedicó su energía a pacificar su reino y a restaurar la vida económica, que en el transcurso de tan graves y largas luchas había sufrido mucho. Para lograr el primero de sus fines, dictó en 1598 el edicto de Nantes, por el cual establecía en Francia el principio de la tolerancia religiosa.

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Prohibimos a nuestros súbditos, de cualquier clase y calidad que sean, renovar la memoria, injuriar y provocar a otro con reproches de lo que ha pasado, sino que deben contenerse y vivir pacíficamente como hermanos, amigos y conciudadanos, bajo pena de castigar a los contraventores como infractores de la paz y perturbadores del reposo publico.

Ordenamos que la religión católica apostólica romana sea restablecida en todos los lugares de nuestro reino donde su ejercicio haya sido prohibido, para que sea pacífica y libremente ejercitada allí sin agitación ni impedimento. Ppara no dejar ocasión alguna de agitaciones y diferencias entre nuestros súbditos hemos permitido y permitimos a los de la religión reformada vivir y permanecer en todas las ciudades y lugares de nuestro reino sin ser vejados, molestados ni constreñidos a hacer cosa contra su conciencia por causa de la religión.

(Edicto del rey sobre la pacificación de los desórdenes del reino, dado en Nantes en abril de 1598)

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Además de la libertad de conciencia y de culto, el edicto establecía que todos, sin distinción de religión, tenían los mismos derechos a participar en la vida pública y a optar a los cargos del estado; asimismo, concedía a los protestantes durante veinte años cierto número de plazas fuertes como garantía de la situación que les aseguraba el edicto.

Para lograr el resurgimiento del reino, Enrique IV se propuso un plan de acción que desarrolló con la colaboración del duque de Sully, su ministro y consejero. No sólo trató de estimular la agricultura y el comercio, sino que procuró desarrollar una firme política financiera, gracias a la cual Francia pudo levantarse del estado de postración en que había quedado tras la larga época de conflictos internos y externos. De ese modo, Enrique IV preparó el camino para la transformación que sufrió Francia en el siglo siguiente y al morir, en 1610, asesinado por Ravaillac, sus sucesores no tuvieron sino que seguir su política: así lo hicieron Richelieu y Luis XIV.

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INGLATERRA EN LA ÉPOCA DE ISABEL

Durante la segunda mitad del siglo XVI, mientras Felipe II reinaba en España y se agotaba Francia en las guerras de religión, ejerció el poder en Inglaterra Isabel, mujer de extraordinarias condiciones de gobernante y con firmes opiniones acerca de la orientación que debía seguir la política de su país. Su reinado se extiende desde 1558 hasta 1603 y en su largo transcurso alcanzó el país considerable gravitación en Europa y un vigoroso desarrollo interior. Como su padre, Enrique VIII, fue absolutista y soberbia, pero no perdió nunca de vista los intereses de su país y supo sacar el mayor provecho de las circunstancias de su época.

Al morir Enrique VIII había subido al trono Eduardo VI, y, después de éste, María Tudor, hija del primer matrimonio de aquél con Catalina de Aragón; por la educación que lo había dado su madre y por la influencia de su marido, Felipe II, María Tudor luchó durante su breve reinado (1553- 1558) por restaurar el catolicismo; persiguió a los protestantes y, con ellos, a su hermana Isabel, pero no logró su propósito y sólo consiguió irritar más a los anglicanos, de modo que cuando a su muerte llegó Isabel al trono, el propósito fundamental de ésta fue asegurar el predominio de la religión que había establecido su padre.

LA POLÍTICA INTERIOR

Isabel era hija de la segunda esposa de Enrique, Ana Bolena, de modo que su doble condición de hija legítima y de reina dependía de que se reconocieran como válidos el divorcio de su padre y su segundo matrimonio; todo ello no era posible si subsistía el catolicismo, así que Isabel se preocupó por ordenar definitivamente la religión anglicana. En 1563 un sínodo reunido en Cantórbery fijó en los llamados Treinta y nueve artículos los puntos principales del dogma anglicano y de la organización de la iglesia. Se admitía en gran parte la doctrina calvinista pero se mantenían los principales ritos católicos; además, si bien la reina conservaba la dirección de la Iglesia anglicana, no se reconocía como jefe de ella, sino que delegaba tal autoridad en el primado de la Iglesia inglesa y arzobispo de Cantórbery.

Los católicos no abandonaron la defensa de su fe. Consideraban imprescindible para su triunfo la deposición de Isabel y organizaron varias conjuraciones para lograrla, contando con el apoyo secreto de Felipe II; para reemplazarla pensaron en la reina de Escocia, María Estuardo, e Isabel contestó a sus planes con una enérgica persecución de los católicos que era, al mismo tiempo, persecución de los conspiradores.

Así, aprovechando una huida de María Estuardo hacia sus estados, la hizo prisionera y, tras larga cautividad, la condenó a muerte (1587).

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LA POLÍTICA EXTERIOR

Isabel veía en Felipe II no sólo un enemigo temible como rey de España, sino también el instigador de las conjuraciones que contra su trono se organizaban en Inglaterra. Para combatirlo no vaciló en apoyar la sublevación de los protestantes en los Países Bajos españoles; pero además procuró minar su poder ordenando que sus marinos hostilizaran el tráfico marítimo de España con sus colonias. Francisco Drake y otros muchos navegantes recibieron de la reina patentes de corso para que atacaran los barcos españoles y aun los puertos en España y en el Nuevo Mundo. Esta acción de los corsarios ocasionó a España grandes perjuicios y, finalmente, Felipe II decidió poner fin a las agresiones inglesas ordenando la invasión de la isla; para ello se armó la gran flota que partió de España en 1588, pero el azar y la acción de los corsarios ingleses puso fin a la gran aventura naval de Felipe II.

Inglaterra no tenía recursos para sacar ventajas inmediatas de la aniquilación de la Armada Invencible; sin embargo pudo obrar con más seguridad y consideró propicia la ocasión para estimular el desarrollo de su flota mercante; se fundaron entonces las compañías de comercio y se intensificó el tráfico con los puertos del Atlántico y el Mediterráneo, al tiempo que se fundaban los primeros establecimientos en América del Norte; así se inauguraba la era del predominio marítimo inglés, justamente cuando España comenzaba a abandonar sus aspiraciones a una mayor expansión y a intervenir en la vida política de los demás estados.

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CAPÍTULO VIII. HACIA EL EQUILIBRIO EUROPEO. EL SIGLO XVII EN ALEMANIA Y FRANCIA

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Las guerras de religión en Alemania. — El absolutismo en Francia. — Luis XIII y Richelieu: su orientación política. —La regencia de Ana de Austria. Mazarino y la Fronda. Condé.

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Al comenzar el siglo XVII se produjo en la Europa occidental una casi simultánea renovación de los jefes de las principales potencias; a la muerte de Felipe II en 1598 siguió la de Isabel de Inglaterra en 1603 y, más tarde, la de Enrique IV en 1610; así se inició por entonces una nueva era caracterizada por la orientación que imprimieron a su política los sucesores de esos reyes, porque mientras los de Francia e Inglaterra afirmaron el principio absolutista y supieron llevarlo a la práctica con decisión y en beneficio de sus países, los de España, sin abandonarlo, dejaron que su autoridad se relajara y que la nación fuera relegada a una posición secundaria.

El absolutismo monárquico es el carácter predominante del siglo. Siguiendo la tendencia general, Alemania hará un supremo esfuerzo por establecerlo, pero —tras la guerra de los Treinta Años— fracasará en su intento debido a la presión de Francia, que temía la constitución de una nueva gran potencia en Europa. Inglaterra lo llevó hasta su punto más alto y lo vio caer luego por obra de una firme resistencia interior; y, entretanto, Prusia y Rusia lograrán consolidarlo hasta alcanzar categoría de grandes potencias absolutistas en las postrimerías del siglo. Sin embargo, seguirán siendo Francia, Inglaterra y España las naciones directoras de la política internacional, aun cuando la primera llegue a alcanzar una posición ventajosa con respecto a las otras dos.

A esta época corresponde una etapa de extraordinario brillo en la vida del espíritu; culmina en ella la cultura intelectual moderna y produce entonces sus más granados frutos en la filosofía, en las ciencias físico-matemáticas y, en cierta medida, en la literatura. No es posible olvidar, ademas, que con la experiencia política inglesa, surgirían, a fines de este siglo, los primeros elementos de la concepción del poder legal restringido, concepción que Locke elevará a la categoría de doctrina política.

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LAS GUERRAS DE RELIGIÓN EN ALEMANIA

Desde la Edad Media, Alemania mantenía una organización disgregada; los sucesivos emperadores, desde Otón el Grande, habían luchado inútilmente por afianzar el poder imperial y por constituir una firme unidad política, pero los príncipes habían logrado hacer fracasar esos propósitos; la lucha de los protestantes contra Carlos V constituía, en rigor, no sólo un conflicto religioso, sino también un episodio más de ese proceso de resistencia de los príncipes contra la autoridad imperial; así, al llegar el siglo XVII, cuando el principio absolutista señoreaba en casi toda Europa, un emperador, Fernando II, pretendió, en 1619, renovar los esfuerzos para lograr aquel viejo ideal que ahora parecía más urgente porque sólo de esa manera podría Alemania llegar a significar algo frente a las grandes potencias unidas y centralizadas de la Europa occidental.

Fernando II era absolutista y católico; la unificación de Alemania sólo le parecía concebible por la imposición de estos dos principios y, al poner en ejecución su plan, comenzó por perseguir a los calvinistas de Bohemia, de la que era rey desde 1618. Los checos o bohemios se sublevaron ante el cierre de sus templos y ese mismo año atacaron a los funcionarios del rey, al que declararon depuesto al año siguiente. La corona de Bohemia fue entregada al elector del Palatinado Federico V —que ejercía la presidencia de la Unión Evangélica, con la que se habían aliado los calvinistas alemanes—, y el rey depuesto, ahora también emperador de Alemania recién elegido, acudió a los príncipes católicos y luteranos para luchar contra el usurpador.

Muy pronto, el conflicto bohemio degeneró en una guerra civil alemana. Con el auxilio del duque de Baviera, Maximiliano, el emperador derrotó en 1620 a Federico y a los bohemios y reconquistó su reino, ejerciendo sobre los sublevados una terrible represión. Pero al terminar esta fase del conflicto, Fernando II, fiel a sus planes, entregó el Palatinado a Maximiliano, dando así predominio político a los católicos, lo cual indujo a los luteranos a unirse con los calvinistas para luchar contra el emperador, cuyos verdaderos propósitos comenzaban a entrever.

Los príncipes protestantes iniciaron una política de alianzas; podían contar con algunas potencias protestantes que, además, se sentían amenazadas por el proyecto de constituir una Alemania unida, y así, pidieron auxilio primeramente a la vecina Dinamarca, cuyo rey Cristián IV entró en la contienda en 1625. Cristián IV fracasó en la empresa; los ejércitos imperiales que mandaba Alberto de Wallenstein asolaron las zonas enemigas y poco después el rey de Dinamarca fue vencido en la batalla de Lutter (1626), con lo cual la alianza protestante quedó abatida y, aunque mantuvo la guerra algunos años, debió firmar la paz de Lübeck en 1629, por la que Cristián se comprometía a abandonar a los aliados alemanes.

Fernando II dio entonces el Edicto de Restitución por el que obligaba a todos los príncipes a entregar al emperador los bienes eclesiásticos que habían adquirido anteriormente; esta resolución, así como el propósito —ahora explícito— de reorganizar el régimen imperial en favor de la centralización política, suscitó una nueva resistencia; esta vez los príncipes alemanes contaron con la ayuda del rey de Suecia, Gustavo Adolfo, y con el apoyo secreto de Francia.

Gustavo Adolfo era el más grande estratego de su tiempo y su ejército desembarcó en Alemania en 1630; poco después se enfrentaba con los imperiales y los derrotaba en Leipzig (1631), continuando luego su marcha por territorio alemán hasta ocupar Munich. La campaña estaba esta vez en términos muy favorables a los protestantes; pero en la batalla de Lutzen (1632) murió Gustavo Adolfo y las ventajas militares que había conseguido hasta entonces se perdieron rápidamente, hasta ser vencidos los suecos en Nordlingen en 1634, después de lo cual se vieron en serio peligro.

Pero para entonces se había formalizado ya la entrada de Francia en la guerra, en favor de los protestantes. Richelieu dio al problema alemán trascendencia europea y logró la alianza de Holanda; así, unida a Suecia y otros pequeños estados, inició la lucha contra Alemania al tiempo que declaraba la guerra a España, que, por razones dinásticas, estaba dispuesta a favorecer a la rama austríaca de los Habsburgo.

El último período de la guerra se inició en 1635. Tras algunos contrastes, Francia logró establecerse en las regiones españolas del Pirineo y de Artois, y vencer a los ejércitos de esa nacionalidad en dos acciones decisivas, en Rocroi (1643) y en Lens (1648), gracias a la pericia del duque de Enghien, más tarde príncipe de Condé. Finalmente, con ánimo de hallar una solución definitiva, los aliados organizaron una operación conjunta contra Viena y, ante el peligro inminente de perder su capital, el emperador pidió la paz.

A fines de 1648 se firmaron, en Munster y en Osnabruck, los tratados de Westfalia entre Alemania y los aliados.

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Según ese fundamento de una amistad recíproca y de una amnistía general, todos los electores del Imperio, los príncipes, estados, sus vasallos, súbditos, ciudadanos y habitantes que, con ocasión de los conflictos de Bohemia y Alemania y de las alianzas contratadas de ambas partes, se hayan hecho de una y otra parte perjuicios y daños, sean restablecidos de una y otra parte plenamente en el estado espiritual y temporal que tenían antes de la destitución.

(Fragmento del tratado de paz entre el emperador, el rey de Francia, y los electores, príncipes y estados del Santo Imperio, concluido el 24 de octubre de 1648)

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Los tratados volvían, pues, a Alemania a la situación anterior a los intentos centralizadores y absolutistas de Fernando II y condenaban a Alemania a una posición secundaria en Europa, bajo la vigilancia de Suecia y de Francia. La situación así creada se conoció con el nombre de equilibrio europeo, porque constituía un freno para las pretensiones de los Habsburgo a reconquistar su predominio. Pero entretanto, España continuó la guerra durante doce años, esperanzada en aprovechar ciertos conflictos internos de Francia para reconquistar sus perdidas posiciones. Sin embargo, pese al entendimiento de los españoles con la nobleza francesa, los ejércitos fieles al rey, ayudados por Inglaterra, los vencieron en la batalla de las Dunas (1659) y España se avino a firmar ese mismo año el tratado de los Pirineos, mediante el cual aceptaba la pérdida de Artois y el Rosellón.

Así fracasaba el intento centralizador de Alemania y el último esfuerzo de los Habsburgo por retornar a la hegemonía europea; Francia, en cambio, lograba afianzar su posición en Europa y pasaba a ejercer un notorio predominio.

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EL ABSOLUTISMO EN FRANCIA

La intervención de Francia en las guerras de religión de Alemania —más conocidas con el nombre de guerra de los Treinta Años— formaba parte de un plan político que esa potencia se había trazado desde los tiempos de Enrique IV. Consistía, en lo interior, en dominar definitivamente el poder que ejercía la nobleza, y que había resurgido allí gracias a las guerras de religión de la segunda mitad del siglo XVI; pero su punto principal era acabar con la preponderancia de los Habsburgo, peligro formidable que exigía una atención constante y una acción enérgica. Enrique IV consideró que esa política exterior era inseparable del afianzamiento de la autoridad real y dio los primeros pasos para lograrla.

Sus planes fueron continuados por sus sucesores. Su hijo, Luis XIII, cumplió, por intermedio de su gran ministro Richelieu, la etapa más difícil de la labor abatiendo todas las fuerzas que en Francia parecían oponerse al ejercicio absoluto de la autoridad real. Por su parte, el sucesor de Richelieu, Mazarino, supo sortear las dificultades que trajo aparejadas la minoría de Luis XIV y, no sin inconvenientes, pudo paralizar la reacción de la nobleza; de modo que, cuando el nuevo rey comenzó su reinado personal, le bastó persistir en aquellas directivas para alcanzar resultados definitivos.

El siglo XVII fue así, en Francia, la época de culminación del absolutismo. Gracias al ejercicio de ese tipo de autoridad y a los recursos que esa política deparó a Francia, Luis XIV pudo alcanzar la segunda finalidad prefijada por la tradición iniciada por Enrique IV, que consistía en asegurar el predominio francés en Europa.

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LUIS XIII Y RICHELIEU: SU ORIENTACIÓN POLÍTICA

A la muerte de Enrique IV, su hijo Luis tenía apenas nueve años y, en consecuencia, el gobierno recayó en manos de su madre, María de Médicis. Desde 1610 hasta 1617 la reina madre y regente del reino vivió bajo la tutela de algunas personas de su séquito, causando con ello la irritación de la nobleza y poniéndose en peligro la paz interior tan trabajosamente conseguida por Enrique. Ese año pareció que cambiaban las cosas porque el joven Luis pretendió intervenir en el gobierno; pero sólo logró el cambio de un favorito por otro, pues Luynes —a quien el rey concedió el poder— no poseía capacidad suficiente ni estaba animado por una preocupación seria por los problemas del estado.

Luynes murió en 1621; desde entonces comenzó a avanzar hacia el primer plano un hombre de condiciones notables y que pertenecía ya al consejo de estado: el cardenal de Richelieu. Poco después, en 1624, lograba imponerse totalmente, llegando a ser jefe del consejo con poderes cada vez más extensos, y ejerciendo hasta 1642, desde ese puesto, el gobierno de Francia en nombre del rey, a quien imponía su voluntad pero cuya autoridad absoluta proclamaba y defendía.

Luis XIII no era, como su padre, un gobernante capaz de aplicarse con constancia y tenacidad a la dirección de los negocios públicos; débil de carácter y de gustos superficiales, supo, sin embargo, comprender las exigencias de su tiempo y se resignó a entregar la dirección política de su reino a Richelieu, en quien reconocía excepcionales virtudes de gobernante.

Richelieu, por su parte, se distinguía por la firmeza de su voluntad y por la fidelidad a ciertos principios que orientaron su política. En sus últimos años resumió de este modo sus ideas fundamentales acerca de las necesidades del país:

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Cuando Vuestra Majestad se resolvió a darme entrada en sus Consejos y, al mismo tiempo, gran parte de su confianza para la dirección de sus asuntos, puedo decir sin exagerar que los hugonotes compartían el estado con V. M., que los grandes se conducían como si no fueran sus súbditos, y los más poderosos gobernadores de las provincias como si fueran soberanos en sus cargos.

Puedo decir que las alianzas extranjeras eran despreciadas, los intereses particulares preferidos a los públicos; en una palabra, la dignidad de Vuestra Majestad Real estaba disminuida de tal modo y era tan diferente de lo que debía ser que era casi imposible reconocerla.

Yo prometí a V. M. emplear toda mi industria y toda la autoridad que quisiera concederme para arruinar el partido hugonote, para rebajar el orgullo de los grandes, para reducir a todos los súbditos a su deber y elevar su nombre entre las naciones extranjeras hasta el punto en que debía estar.

(RICHELIEU, Máximas de estado o Testamento político)

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Con esa concepción del poder real —absoluto e indiscutible— Richelieu comenzó su labor dirigida a lograr aquellos propósitos en lo interior y lo exterior. Durante el largo período de su gobierno alcanzó sus fines. En lo interior combatió a los hugonotes, a quienes arrancó —después del largo asedio del baluarte de La Rochela— los privilegios políticos que les concedía el Edicto de Nantes; sin embargo les mantuvo la libertad religiosa y la igualdad civil. En cuanto a los nobles, limitó sus prerrogativas y los sometió a la más estricta obediencia, merced a severas medidas que llegaban hasta la pena capital cuando la insolencia amenazaba transformarse en abierta sublevación. De ese modo, la autoridad real quedó firmemente arraigada, pese al odio que su política despertó en la nobleza y aun en el pueblo, al que cargó de impuestos para robustecer el tesoro real.

A su muerte, en 1642, el reino estaba transformado, Luis había desempeñado durante su reinado un papel pasivo, pero había permitido, pese a la presión de los nobles, que se llevara hasta su fin el plan de Richelieu. Y al morir, poco tiempo después que su ministro, legaba a su hijo Luis XIV —entonces de cinco años de edad— no sólo un estado en orden sino también una línea política destinada a lograr la grandeza de Francia.

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LA REGENCIA DE ANA DE AUSTRIA. MAZARINO Y LA FRONDA, CONDÉ

Durante la minoría de Luis XIV el gobierno debía quedar en manos de la reina madre, Ana de Austria. Pese a los esfuerzos de la nobleza, la regente encomendó la dirección de los negocios públicos al cardenal Mazarino, un hombre formado en la escuela de Richelieu y que, aunque con menos tino, debía continuar la obra de su antecesor.

Durante los primeros años (1643-1648), Mazarino logró salvar las dificultades que le planteaba la hostilidad de la nobleza; pero su descrédito creció con el tiempo, especialmente por su mala fama como administrador de la hacienda pública, y esta circunstancia provocó una reacción del parlamento de París, institución que, olvidando sus meras funciones judiciales, quiso arrogarse atribuciones políticas y exigir su intervención en el gobierno. El tumulto popular, conocido con el nombre de La fronda por la honda que usaban los muchachos parisienses en sus juegos, fue aprovechado por la nobleza para luchar contra Mazarino, y el príncipe de Condé se puso a la cabeza de los insurgentes.

La Fronda fue contenida, pero Condé comenzó a manifestar exigencias inmoderadas; el gobierno de Borgoña y Guyena, que le fue concedido, no le satisfizo y Mazarino ordenó su prisión, pero como la agitación creciera, se vio obligado a ponerlo en libertad y abandonar Francia. Sin embargo, Condé, que sólo aspiraba a hacerse cargo del poder, no vaciló en entenderse con España, que por entonces mantenía la guerra con su patria. Dueño de París, hubiera podido dominar pronto la situación, pero se atrajo el odio del parlamento por su soberbia y al cabo de algún tiempo debió escapar de la capital, en la que entró Luis XIV, en 1652, seguido, poco después, por Mazarino. Así fracasó La Fronda, y, con ella, la nobleza que había realizado su último intento de contener la marcha del poder real hacia el absolutismo.

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CAPÍTULO IX. HACIA EL EQUILIBRIO EUROPEO. EL SIGLO XVII EN ESPAÑA E INGLATERRA

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España bajo los últimos Habsburgo. — Los reinados de Felipe III y Felipe IV. — El reinado de Carlos II. — La guerra por la sucesión de España y el tratado de Utrecht.

El absolutismo en Inglaterra: los Estuardo. — Reinado de Jacobo I. — Carlos I y el origen de la revolución. — El parlamento largo. Cromwell y la república. El acta de navegación. — La restauración de los Estuardo. Carlos II. Torys y Whigs. — Jacobo II y la revolución de 1688. — La declaración de derechos y el bill de tolerancia.

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La era del absolutismo dio sus frutos más granados en Francia. Durante el siglo XVII, Luis XIV llevó hasta sus últimos extremos esa doctrina política y pareció asentarla definitivamente. Entretanto, en España se suceden tres reinados que —aunque basados en el mismo principio— malogran su realización por la incapacidad de los reyes y la confluencia de algunas circunstancias desgraciadas. España, brillante por su cultura, entra en el ocaso de su poder durante ese siglo y pierde, poco a poco, la categoría internacional que le habían dado los primeros Austria.

Por su parte, también Inglaterra pretendió llevar hasta sus últimas posibilidades la política absolutista que ya habían desarrollado los Tudor. La dinastía de los Estuardo procedió con la certeza de que no había fuerza alguna en el país que se opusiera a esos propósitos; pero la burguesía era allí muy poderosa y se levantó por dos veces, contra Carlos I en 1642, y contra Jacobo II en 1688.

En esas revoluciones resultó vencida la tendencia absolutista y nació un régimen que supo mantenerse vigorosamente y que constituyó un ejemplo para toda Europa. El pensamiento y la acción política del siglo siguiente se inspirará, en efecto, en el principio de la monarquía constitucional inglesa tal como surge de la revolución de 1688.

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ESPAÑA BAJO LOS ÚLTIMOS HABSBURGO

Cuando Felipe II murió en 1598, heredó el trono su hijo Felipe III, de carácter despreocupado y amable, que se apresuró a delegar su autoridad en sus favoritos. Esta tendencia se mantuvo con sus sucesores y durante todo el curso del siglo XVII España se vio gobernada por los privados de los reyes, personajes que reunieron en sus manos la suma del poder e inspiraron su acción en sus propios intereses y en las pequeñas pasiones originadas en el ambiente palaciego.

Poco a poco, la posición internacional de España fue debilitándose; sus ejércitos fueron vencidos en la guerra de los Treinta Años y en la guerra con Francia que le siguió, formalizándose su fracaso en el tratado de los Pirineos. Y frente a las pretensiones de Luis XIV, el estado español cedía por el temor o por la fuerza y aceptaba su declinación con hechos lamentables como el reconocimiento de la precedencia del embajador francés con respecto al suyo en los actos oficiales.

En la última época de los Austria, el palacio real fue el centro de una vasta maquinación diplomática en la que se jugaba el destino de España sin que ella misma interviniera en la decisión sino en calidad de segunda figura. Y sin embargo, el espíritu español era lo suficientemente robusto como para producir todavía un Calderón o un Velázquez, un Quevedo o un Murillo. Con el fin del siglo, la corona española pasaría a una rama de los Borbones franceses y su política sería desde entonces subsidiaria de la que seguía la rama principal de la dinastía.

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LOS REINADOS DE FELIPE III Y FELIPE IV

Al hacerse cargo del poder, Felipe III (1598-1621) no vaciló en confiar la custodia de los secretos de estado a su favorito el marqués de Denia —luego Duque de Lerma—, que, a su vez, puso el manejo de los negocios públicos en las manos de su amigo don Rodrigo Calderón. La política del rey fue estrecha y circunscripta a algunos asuntos que le interesaban; muy católico, defendió la fe y persiguió a los moros que aun quedaban, al tiempo que conseguía del Papado la canonización de Santa Teresa y de San Ignacio. En lo demás, su interés por los problemas de gobierno fue escaso y el estado no tomó la iniciativa para ponerse a tono con el desarrollo marítimo e industrial de la época. Las posesiones españolas en América dejaban poco a poco de producir las riquezas en que se confiaba durante el siglo XVI y no se ponía remedio a ello con otras medidas que compensaran el empobrecimiento de las arcas fiscales y, sobre todo, de la nación misma.

Pero lo más grave fue la corrupción de la corte. El mismo rey vendía su presencia, recibiendo crecidas sumas de las ciudades que deseaban hospedar a la corte, mientras sus privados vendían los cargos públicos y las mercedes en América enriqueciéndose personalmente y estancando el desarrollo económico del país.

Durante el reinado de Felipe IV (1621-1665) las cosas no mejoraron. Esta vez fue el conde duque de Olivares quien gozó de la confianza del soberano; su poder fue inmenso y con él pretendió afrontar algunos problemas graves del momento sin descuidar los pequeños conflictos palaciegos que le preocupaban.

Olivares procuró investigar el origen de ciertas fortunas que habían aparecido de improviso durante el reinado de Felipe III; la averiguación fue tristemente reveladora y el duque de Lerma, ahora cardenal de la Iglesia, tuvo que devolver un millón y medio de escudos, en tanto que Rodrigo Calderón aparecía como acusado de múltiples irregularidades y fue, finalmente, condenado a muerte. Sin embargo, no mejoraron mucho las cosas y los miembros de los grupos que ahora recibían el favor del rey aprovecharon como pudieron su privilegiada situación. Fue por entonces cuando el gran poeta español Francisco de Quevedo escribió su vibrante condenación de la ruindad moral que descubría en el reino:

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Señor excelentísimo: mi llanto

ya no consiente márgenes ni orillas:

inundación será la de mi canto.

Ya sumergirse miro mis mejillas,

la vista por dos urnas derramada

sobre las aras de las dos Castillas.

Yace aquella virtud desaliñada

que fue, si rica menos, más temida,

en vanidad y en sueño sepultada.

aquella libertad esclarecida

que en donde supo hallar honrada muerte

nunca quiso tener más larga vida.

(FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS, Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita al Conde Duque de Olivares)

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En lo político, la situación del reino no era mejor. Aspiró el duque de Osuna a independizar Nápoles —de donde era virrey— y fue menester destituirlo y mantenerlo prisionero; Cataluña, a la que Olivares pretendió hacer pagar impuestos como a las otras regiones, se separó de España uniéndose transitoriamente a Francia; y Portugal, que desde la época de Felipe II estaba unida a España, se sublevó y logró su independencia en 1640.

No fue más feliz la política exterior; el conflicto con Francia se alargó por la esperanza que alentó Olivares de derrotarla con la ayuda de la nobleza descontenta con Mazarino, pero terminó al fin con menoscabo para España, que cedió, en el tratado de los Pirineos (1659), el Rosellón y Artois. Poco a poco se acentuaba la declinación española y, aunque su antiguo prestigio hacía que todavía se respetara su nombre, en el campo de las realidades políticas y económicas era visible que iba perdiendo su categoría de primera potencia.

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EL REINADO DE CARLOS II

La situación española empeoró a partir de 1665. Al morir ese año Felipe IV, subió al trono su hijo Carlos II, de sólo cuatro años de edad, que quedó bajo la regencia de la reina María Ana de Austria. El nuevo rey era tan enfermizo y raquítico que todas las cortes extranjeras tuvieron la certidumbre de que muy pronto quedaría vacante el trono español. Debido a ello, comenzó en seguida una vasta maquinación diplomática para resolver el problema de la herencia; el confesor de la reina, el padre jesuita Nithard, se transformó en el hombre todopoderoso de la corte y a su alrededor comenzaron a moverse, por una parte, las influencias de los que aspiraban a reemplazarlo, como don Juan de Austria, y por la otra, la de los embajadores extranjeros que querían pesar con su influencia en el palacio.

Sin embargo, Carlos II —a quien llamaron el Hechizado— reinó treinta y cinco años, aguardando siempre las cortes extranjeras su muerte inminente.

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El rey, que desde hacía seis meses había cumplido veinte años, estaba tan atrasado en conocimientos intelectuales como un niño pequeño. Los ejercicios físicos le eran indiferentes y si alguna vez iba de caza, era casi siempre en carroza. Su vida transcurría en palacio ociosa, sin ninguna distracción, sin conversar con nadie, interrumpida sólo por algunas devociones rutinarias, más semejantes a la superstición que a la piedad, y marcadas también de ociosidad. De ordinario no tenía a su lado más que el gentilhombre de guardia, algún ayuda de cámara y dos enanos con los que jugaba todo el tiempo.

(MARQUÉS DE VILLARS, Memorias de la corte de España)

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Un rey de tal estilo y una corte minada por las intrigas palaciegas y las maquinaciones de los embajadores extranjeros no podían defender a España de un vecino tan poderoso como Luis XIV. El problema de la sucesión del rey comenzó a tratarse en las cortes extranjeras y en 1668 Luis XIV y el emperador Leopoldo de Alemania firmaron un tratado de reparto de las posesiones españolas; nuevas negociaciones condujeron a la firma de otro tratado en 1700, por el cual se convenía en que el archiduque Carlos de Austria sería el nuevo rey de España, obteniendo Francia las ventajas territoriales que deseaba. Pero, secretamente, las cortes de Viena y de París trataban de obtener del rey de España un testamento que le entregara la totalidad de la herencia. Francia obtuvo el triunfo diplomático y, en octubre de 1700, Carlos II testaba a favor de Felipe, duque de Anjou, nieto de Luis XIV. Así las cosas, el lo de noviembre de ese mismo año moría el desgraciado rey de España, extinguiéndose la dinastía de los Habsburgo españoles.

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LA GUERRA POR LA SUCESIÓN DE ESPAÑA Y EL TRATADO DE UTRECH

Hecho público el testamento, Felipe de Anjou —ahora Felipe y de España— fue reconocido como rey de España por toda Europa, excepto por el emperador de Austria. Pero Luis no mantuvo la moderación necesaria para hacerse perdonar su triunfo diplomático y, al mismo tiempo que aseguraba al nuevo rey de España sus posibles derechos al trono francés, ocupó algunas ciudades de los Países Bajos con sus tropas. La alarma europea cristalizó en una alianza, gestionada por Guillermo III de Inglaterra, que se firmó en 1702 entre Holanda, Austria, los príncipes alemanes e Inglaterra, y poco después comenzaba la guerra.

Tanto Felipe V como el archiduque Carlos pudieron poner pie en España y la guerra se desarrolló allí por largos años; entretanto los ejércitos enemigos se alinearon sobre el Rin y la diplomacia anglo-austríaca lograba que el rey de Portugal y el príncipe Eugenio de Saboya abandonaran a Luis XIV y se pasaran a su bando. Francia debió adoptar una actitud defensiva y tuvo que recurrir a toda su energía para salvar su territorio. Sin embargo, mientras las fuerzas anglo-austríacas invadían a Francia, el duque de Vendôme consiguió derrotar al enemigo en España en la batalla de Villaviciosa (1710) solucionando la guerra en ese frente; del mismo modo, dos años más tarde, cuando el príncipe de Saboya estaba a punto de alcanzar París, el mariscal Villars pudo derrotarlo en Denain y su victoria equilibró la situación como para llegar a una negociación decorosa entre los contendientes.

El tratado de Utrecht, firmado en 1713, regló la paz entre Inglaterra y Francia; poco después, otro, firmado en Rastadt en 1714, solucionó el conflicto entre Francia y el Imperio. Por ellos se reconocía a Felipe V como rey de España y sus colonias, a cambio de su formal renuncia a la corona francesa; el Imperio recibía Nápoles, Cerdeña y el Milanesado, así como los Países Bajos, en tanto que Sicilia era entregada al príncipe de Saboya; Inglaterra, por su parte, obtenía Gibraltar, algunas colonias en América y algunas concesiones importantes para el tráfico comercial con las colonias españolas. Las únicas dificultades provenían de que España se negaba a reconocer la pérdida de sus posesiones italianas y el Imperio no reconocía a Felipe V; pero tras nuevas guerras y negociaciones, el tratado de Viena de 1725 consiguió satisfacer a las partes, con algunos cambios insignificantes.

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EL ABSOLUTISMO EN INGLATERRA: LOS ESTUARDO

El siglo XVII es el período más turbulento de la historia moderna en Inglaterra. Desde fines de la Edad Media, el país poseía una organización política firme, asentada en la colaboración de la monarquía y el parlamento —representante de la nación— para la solución de todos los problemas de gobierno; pero a partir de los Tudor se había notado una tendencia creciente en la monarquía a prescindir del parlamento, tendencia que quisieron llevar los Estuardo hasta sus últimas consecuencias en el siglo XVII.

La burguesía inglesa, rica y poderosa, no se mostró dispuesta a tolerar los intentos de los Estuardo; pero su decisión se afirmó por razones religiosas. Junto a los anglicanos, partidarios de la iglesia oficial del estado, había por entonces en Inglaterra muchos presbiterianos y puritanos —esto es, calvinistas— así como también muchos miembros de la secta radical de los independientes y aun bastantes católicos. A todos ellos quiso obligar el gobierno inglés a que aceptaran la religión del estado, pero, lejos de conseguirlo, las persecuciones acentuaron su celo religioso, de modo que cuando los Estuardo, siguiendo su plan, pretendieron decidir la cuestión religiosa, chocaron con la resistencia más enérgica de su pueblo. Así, el absolutismo, que, como en Francia, se manifestaba en lo político y en lo religioso, condujo en Inglaterra a la revolución.

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REINADO DE JACOBO I

Al morir Isabel, la corona de Inglaterra pasó a manos del heredero más cercano que era el rey Jacobo de Escocia, conocido en la historia de Inglaterra con el nombre de Jacobo I. Desde 1603 hasta 1625 gobernó sus dos países con notoria torpeza. En Escocia como en Inglaterra persiguió a los calvinistas y a los católicos con saña y sostuvo la teoría de que su autoridad, que consideraba de origen divino, no reconocía otro límite que su voluntad. Su política le trajo serias dificultades; el parlamento se resistió a ceder en sus prerrogativas y los fieles de las religiones no oficiales se irritaron contra su tenaz persecución, de modo que a la muerte del rey, la situación del reino amenazaba con provocar una grave crisis.

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CARLOS I Y EL ORIGEN DE LA REVOLUCIÓN

Carlos I llegó al poder en 1625; su pueblo acariciaba la esperanza de que no seguiría la conducta de su padre, y todo hacía suponer que el rey estaba animado de las mejores intenciones y que poseía el tino necesario para conducir las cosas hacia la tranquilidad. Sin embargo, en el breve período que transcurrió desde 1625 hasta 1628 la situación fue empeorando y se advirtió que el nuevo rey participaba de las creencias de su antecesor y que era, además, particularmente tenaz y sostenido en su actitud.

Así, necesitado de dinero para sostener la guerra con España, no vaciló en contratar empréstitos ni en disolver el parlamento cuando encontró en él resistencia para sus planes. En 1627 declaró la guerra a Francia para ayudar a los protestantes sitiados por Richelieu en La Rochela, pero como necesitaba nuevamente dinero, volvió a convocar al parlamento para que se lo concediera, ocasión que aprovechó éste para formular la “petición de derechos”, documento en el cual recordaba al rey sus antiguas atribuciones para fijar las leyes y los impuestos. El rey pareció acoger con benevolencia la sugestión pero poco después disolvió el cuerpo (1629).

Desde entonces Carlos I gobernó a su arbitrio. Fijó y cobró los impuestos que estimó convenientes, creando algunos nuevos y restableciendo otros que habían caducado. Sus consejeros fueron el conde de Strafford y el arzobispo de Canterbury, Guillermo Laud, quienes dirigieron la acción del estado, en lo político y en lo religioso, hacia las finalidades deseadas por Carlos I: absolutismo real y religión única, Pero la inquietud popular crecía y en 1638 Escocia se sublevó y su ejército invadió Inglaterra; Carlos I fué derrotado rápidamente y se vio obligado a convocar al parlamento inglés para afrontar la guerra que comenzaba.

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EL PARLAMENTO LARGO. CROMWELL Y LA REPÚBLICA. EL ACTA DE NAVEGACIÓN

Reunido el parlamento en 1640, muy pronto se advirtió que el rey no encontraría en él apoyo incondicional, y que el espíritu que había movido a los escoceses latía también en sus súbditos de Inglaterra. Se conoce esta asamblea con el nombre de parlamento largo, porque se mantuvo ininterrumpidamente hasta 1653.

La actitud del parlamento fué enérgica. Los ministros responsables de la política estatal y religiosa de Carlos I fueron encarcelados y condenados, en tanto que se establecía que la asamblea sólo podría disolverse por su propia decisión; y al producirse la sublevación de los católicos de Irlanda contra los protestantes, se dirigió al rey formulando una “solemne amonestación” en la que se enjuiciaba a la corona, reprochándole todos los abusos cometidos en los últimos tiempos.

Carlos I respondió con un acto de fuerza y ordenó la prisión de los parlamentarios más hostiles (1642); sin embargo, no logró cumplir su propósito porque pudieron escapar a tiempo, en tanto que el pueblo de la capital se levantaba en franca insurrección. El rey se vio obligado a salir de Londres y se refugió en Irlanda, preparándose ingleses y escoceses para luchar unidos contra él.

En la guerra civil que comenzó en seguida, los ejércitos del rey obtuvieron ventajas en los primeros tiempos; pero en 1644 apareció en el primer plano de la escena política un hombre que debía torcer el curso de los acontecimientos: Oliverio Cromwell. Perteneciente a la secta de los independientes, Cromwell organizó un ejército con ios fieles de su misma fe, a quienes movía el celo religioso, y con él pudo lograr señalados éxitos. Poco después, en 1645, el rey se consideró derrotado y buscó refugio en Escocia; pero allí le exigieron, para defenderlo, que se adhiriera al pacto que los unía a los ingleses y que aseguraba la libertad religiosa, y, como se negara, fue entregado al pueblo en calidad de prisionero.

Dueños de la situación, los insurgentes no pudieron ponerse de acuerdo acerca de la solución del problema político debido a sus discrepancias religiosas; el ejército de Cromwell estaba compuesto por miembros de la secta de los independientes y en el parlamento, en cambio, predominaban los puritanos, razón por la cual surgieron entre ambos grupos algunas diferencias que Carlos I quiso explotar en su provecho pactando con unos y con otros. Cromwell exigió entonces el castigo del rey y el parlamento respondió aliándose con Carlos I; entonces el ejército consumó su plan expulsando de dicho cuerpo a los diputados que no le respondían y dejando sólo a sus adictos (1648).

La revolución quedó asentada entonces sobre bases firmes. El rey fue depuesto y fue suprimida la monarquía, proclamándose la república al tiempo que se ordenaba el enjuiciamiento de aquél. El parlamento —llamado “parlamento rabadilla” porque lo constituían los restos del antiguo cuerpo— mantuvo la cámara de los Comunes como órgano legislativo, suprimió la de los lores y encomendó el poder ejecutivo a un consejo del que formó parte Cromwell.

La república siguió una política enérgica. Irlanda fue castigada por la matanza de 1641 y sus habitantes desposeídos de sus propiedades; Escocia fue sometida y obligada a unirse a Inglaterra; y en lo exterior, no vaciló en desencadenar un conflicto con Holanda promulgando el acta de navegación, según la cual quedaba vedado a todos los barcos de bandera extranjera llegar a Inglaterra con productos que no fueran de su país de origen. Por esta última medida, Cromwell quiso estimular la formación de una flota mercante inglesa, logrando su propósito en poco tiempo y echando las bases de la preponderancia marítima de Inglaterra (1651).

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Sometidas Inglaterra, Escocia e Irlanda a los pies del parlamento largo, surgió la cuestión práctica. ¿Qué haréis, de qué manera gobernaréis ahora a estas naciones que de tan maravilloso modo puso a vuestra disposición la Providencia? Aquellos cien supervivientes del parlamento largo, congregados en representación de la suprema autoridad, no podían permanecer sentados allí toda la vida. Era ésta una cuestión a la que tal vez hallaran fácil respuesta los propugnadores teóricos de una constitución, pero para Cromwell, que veía tal como era el aspecto práctico de las cosas, no había problema más intrincado. Y seguía preguntando al parlamento: ¿Qué decidiréis sobre esto? No obstante, también los soldados creían que les correspondía decir algo sobre este asunto. “Nosotros —dijeron— no podemos darnos por satisfechos con un trozo de papel. Entendemos que la ley del Evangelio, a la que la Providencia otorgó la victoria por nuestro brazo, tendrá que establecerse o trabajará para que se establezca en esta tierra”.

(CARLYLE, LOS héroes)

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En efecto, el ejército dio la solución disolviendo el parlamento y otorgando a Cromwell la dictadura con el título de lord protector (1653). Su poder fue absoluto hasta su muerte y pudo haber tomado el título de rey; pero lo rechazó, aun cuando designó sucesor a su hijo Ricardo. Entre tanto, concluyó la guerra con Holanda, se alió a Francia contra España y organizó el régimen interior sobre bases centralistas.

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LA RESTAURACIÓN DE LOS ESTUARDO. CARLOS II. TORYS Y WHIGS

Al morir Oliverio Cromwell en 1658, lo sucedió en el cargo su hijo Ricardo; pero diversas circunstancias —entre ellas su falta de interés por el ejercicio del poder— lo llevaron a abdicar, y la situación se tornó difícil por los sucesivos choques entre el ejército y el parlamento. Finalmente, en 1660 le fue ofrecido el trono a Carlos II, hijo del rey destronado, quien regresó a Inglaterra y se hizo cargo del poder entre las aprobaciones del pueblo.

Pese a que compartía las ideas absolutistas de sus antepasados, Carlos II supo contemporizar con el parlamento en las principales cuestiones políticas y administrativas; pero en lo religioso suscitó una diferencia porque el rey se había aproximado a los católicos y pretendió suspender las leyes que antes se habían dictado contra ellos. El parlamento reaccionó con violencia e, interpretando el sentimiento de la mayoría del pueblo, acentuó la persecución de los “papistas” y obligó a los funcionarios a que prestaran un juramento por el que declaraban no creer en los dogmas católicos.

Una circunstancia particular dió mayor acritud al conflicto: el duque de York, hermano del rey y su presunto heredero, era católico y se vio obligado a renunciar a su cargo de almirante por no querer prestar aquel juramento; pero, no contento el parlamento con ello, estableció que por razones religiosas quedaba excluido de la sucesión real. Desde este momento, el cuerpo se dividió en dos partidos muy definidos: los torys, que sostenían los derechos de la dinastía y se oponían a la exclusión del duque de York, y los whigs que eran partidarios de ella; estos dos bandos mantuvieron la separación de sus puntos de vista y mientras el primero se inclinó hacia una creciente autoridad real, el segundo se mantuvo fiel a la tradición parlamentaria.

Carlos II se atrevió, finalmente, a disolver el parlamento y gobernó durante sus dos últimos años como rey absoluto. Cuando murió, en 1685, el duque de York subió al trono con el nombre de Jacobo II.

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JACOBO II Y LA REVOLUCIÓN DE 1688

Católico y aliado de Luis XIV, Jacobo II no podía satisfacer a la opinión pública de su país; sin embargo, el rey se desentendió de esas cuestiones y no vaciló en ordenar que se celebrara una misa en su palacio al día siguiente de su llegada al trono; pero la indignación pública se tradujo en una revuelta, que el rey reprimió con terrible violencia, dando inmediatamente una declaración de indulgencia por la que establecía la libertad de cultos.

Así las cosas, una circunstancia fortuita complicó el panorama religioso; el rey tenía dos hijas, de religión anglicana, cuyo acceso al poder se esperaba para poner fin al intento de restauración del catolicismo. Pero en 1688 los reyes tuvieron un hijo varón que fue bautizado en la religión católica y ya no hubo duda alguna de que nada podía esperarse por una vía pacífica. Con acuerdo unánime, los personajes más importantes de la nación se dirigieron al estatúder de Holanda, Guillermo de Orange, invitándolo a que defendiera a los protestantes ingleses; poco después entraba aquél en Londres con un poderoso ejército, mientras Jacobo II huía de la capital y se refugiaba en Francia. El parlamento resolvió declarar vacante el trono y ofrecérselo a Guillermo III y a su esposa María, hija del rey prófugo.

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LA DECLARACIÓN DE DERECHOS Y EL BILL DE TOLERANCIA

Con el fin de asegurar los objetivos de la revolución que se había producido, el parlamento consideró necesario establecer las condiciones bajo las cuales se ofrecía el trono. En un documento, conocido bajo el nombre de Declaración de los derechos, se especificaron cuáles debían ser las obligaciones del monarca con respecto al parlamento; quedaba establecido que la sanción de las leyes, la fijación de impuestos y el reclutamiento de ejércitos sólo podría hacerse con la aprobación del parlamento, cuyas deliberaciones debían ser libres y sin coacción ni restricciones.

Los candidatos al trono aceptaron el documento y prometieron formalmente cumplir sus prescripciones, después de lo cual se los proclamó reyes de Inglaterra, Con el objeto de lograr la pacificación religiosa del reino, se dictó un bill de tolerancia que acordaba libertad de cultos a todas las sectas protestantes pero se mantenía la prohibición contra el catolicismo.

La doctrina de la monarquía limitada, tal como quedaba consagrada después de la revolución de 1688, fue formulada por un gran filósofo y pensador político Juan Locke, que escribía poco después de los acontecimientos:

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Por todo lo que acabamos de decir, parece evidente que la monarquía absoluta —que algunos consideran como el único gobierno que debe existir en el mundo— es incompatible con la sociedad civil y no puede, de ninguna manera, ser considerado como una forma de gobierno civil. En efecto, si el fin de la sociedad civil es remediar los inconvenientes que existen en el estado de naturaleza y que nacen de la libertad de que cada uno sea juez de su propia causa, con el mismo fin debe procurarse establecer una autoridad pública a la que cada uno de los miembros de la sociedad civil pueda apelar por ultrajes recibidos o por causas y discusiones que puedan promoverse. Donde quiera que las gentes no puedan apelar a una autoridad de ese tipo para resolver sus diferencias, permanecerán siempre en el estado de naturaleza, así como lo está todo príncipe absoluto con respecto a los que se hallan bajo su dominio.

En efecto, este príncipe absoluto, atribuyéndose a sí mismo tanto el poder legislativo como el ejecutivo, no puede estar entre aquellos sobre quienes gravita; y si ejerce su poder, no puede ser un juez ante quien apelar.

(JUAN LOCKE, Tratado del gobierno civil)

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La trascendencia de la revolución inglesa de 1688 fue inmensa. Para Inglaterra significó un paso adelante en la marcha hacia la hegemonía europea y en el siglo siguiente pudo recoger los frutos de su obra pacificadora, al transformarse en la primera potencia marítima. Para el resto de Europa, la experiencia inglesa constituyó un ejemplo que se opuso al sistema absolutista predominante en casi todos los países; muchos de ellos, advertidos por el desarrollo de la revolución inglesa, quisieron evitar sus consecuencias adoptando algunos de sus principios y así surgieron los regímenes que se conocen con el nombre de despotismo ilustrado; en otros, cuyos gobiernos se mostraron insensibles a esa advertencia, el ejemplo inglés provocó la aparición de un estado de inquietud que cristalizó, como en Francia, primero en una larga discusión doctrinaria de los problemas políticos, y luego en una acción violenta. La revolución francesa de 1789 deriva directamente de la que Inglaterra había sufrido un siglo antes.

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CAPITULO X. HACIA EL EQUILIBRIO EUROPEO. HOLANDA, RUSIA Y PRUSIA

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Las Provincias Unidas en el siglo XVII. — La prosperidad comercial. — Prusia. — Rusia.

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Al finalizar el siglo XVII, Francia era, indiscutiblemente, la mayor potencia continental de Europa; sin embargo, en su propósito de adquirir la hegemonía marítima había fracasado, pese a los esfuerzos de Colbert.

Holanda, en efecto, había logrado dominar gran parte de las rutas más fructíferas y, durante el siglo XVII, fue la verdadera reina de los mares. Entretanto, Prusia comenzaba a adquirir gran relieve y Rusia afirmaba sus aspiraciones al este de Europa.

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LAS PROVINCIAS UNIDAS EN EL SIGLO XVII

Después de mantener un largo conflicto con España, las Provincias Unidas lograron asentar su independencia, que fue finalmente reconocida por los tratados de Westfalia, en 1648. Desde entonces constituyeron una república federal; su jefe recibía el nombre de estatúder, cargo que durante largos períodos recayó en diversos miembros de la familia de Orange; por debajo de él estaba el pensionario, o primer ministro, y, como cuerpo legislativo, funcionaban en La Haya los Estados generales, constituidos por representantes de las distintas ciudades.

Si bien hubo algunos conflictos internos, motivados por la rivalidad que se suscitó entre el partido monárquico —que apoyaba a los Orange— y el partido republicano, las Provincias Unidas consiguieron aunar sus esfuerzos para una empresa común: la dominación de los mares. Para ello los holandeses debieron vencer, en el siglo XVII, las dificultades que les planteó la ambición de Francia; pero pudieron lograrlo gracias a la unión cada vez más estrecha con Inglaterra, unión que quedó formalizada a fines del siglo XVII, cuando Guillermo de Orange unió en sus manos la autoridad de estatúder de Holanda y la de rey de Inglaterra.

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LA PROSPERIDAD COMERCIAL

Holanda era de antiguo un país industrioso que sacaba la mayores ventajas posibles de su pequeño territorio y que agregaba a sus recursos naturales los que obtenía de sus actividades pesqueras. Pero poco a poco, y sobre todo a partir de su independencia, sus esfuerzos se orientaron hacia el comercio marítimo, llegando a ser Amsterdam uno de los principales puertos del mar del Norte.

Las naves holandesas recorrieron, en un principio, los puertos de ese mar y del Báltico, llegando luego hasta la costa atlántica, y especialmente hasta Lisboa, donde recogían los productos que Portugal traía de Asia para distribuirlos por los puertos de aquellos mares. La situación cambió cuando Portugal cayó en manos de España, porque Felipe II prohibió la entrada de las naves holandesas a Lisboa; pero esta dificultad sirvió de incentivo a los holandeses para que se lanzaran a buscar las especias en las regiones asiáticas donde se producían. Los resultados de los primeros viajes fueron alentadores y muy pronto se constituyó una compañía para la explotación en gran escala de ese negocio, cuyas ganancias fueron extraordinarias y sirvieron como estímulo para fundar otra que se dedicara al tráfico con América.

La compañía de las Indias occidentales, sin embargo, no tuvo tanta suerte como la anterior y sus establecimientos en el Brasil y en el territorio de los actuales Estados Unidos fueron atacados por los portugueses e ingleses, después de lo cual debieron ser abandonados. Por otra parte, la promulgación del Acta de navegación, en Inglaterra, en 1651, significó para Holanda un rudo golpe en su desarrollo comercial porque la privó de un tráfico que constituía una de sus mejores fuentes de riquezas. La consecuencia fue una declinación progresiva del poderío marítimo de Holanda, que, poco a poco, vio pasar el dominio de los mares a Inglaterra. Esta potencia fue, en efecto, la que desarrolló, desde el siglo XVIII, el más activo comercio marítimo.

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PRUSIA

En el corazón de las tierras de origen germánico, la dinastía de los Hohenzollern aglutinaba los estados del ducado de Prusia, formado originariamente con dominios eclesiásticos secularizados en el siglo XVI. La preocupación fundamental de los duques fue ordenar la administración en sus dominios y preparar su ejército a fin de hacerlo apto para la defensa y, ocasionalmente, para la conquista.

Bajo los cuidados de Federico Guillermo I (1688-1740) esos objetivos se cumplieron acabadamente, y Prusia apareció como un estado poderoso entre los muchos dominios anarquizados y disminuidos que componían el Santo Imperio después de los tratados de Westfalia. El ducado se transformó en reino en 1700, y al subir al trono Federico II en 1740, Prusia pudo reclamar un papel principal en el concierto europeo.

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RUSIA

Unificada territorialmente a lo largo de varios siglos, Rusia sufrió hasta el siglo XVI la anarquía derivada del escaso poder de los zares y de la soberbia y omnipotencia de los boyardos o grandes propietarios nobles. Fue obra del zar Iván IV, llamado el Terrible, el sometimiento implacable de la nobleza y el establecimiento de una firme autoridad real. Pese a las querellas dinásticas, esa situación se afirmó, y en el curso del siglo XVII —al llegar al trono Pedro el Grande— Rusia podía aspirar a desarrollar una acción sobresaliente en Europa.

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CAPÍTULO XI. LA PREPONDERANCIA FRANCESA. LUIS XIV

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El reinado personal de Luis XIV. — La política interior: Colbert. La cultura del gran siglo francés. — El teatro: Corneille, Racine, Molière. — La filosofía: Descartes, Pascal. — La historia: Bossuet. — La poesía: La Fontaine. — Las artes plásticas. — La política exterior de Luis XIV. — Las negociaciones por la sucesión española. — La guerra de devolución. Alianza de La Haya y paz de Aquisgrán. — La guerra de Holanda. — La guerra europea y la paz de Nimega. — La liga de Augsburgo. — La guerra de Inglaterra y la paz de Ryswick.

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Mazarino mantuvo el poder hasta su muerte, en 1661. Así como había logrado pleno éxito en 1648, en las gestiones diplomáticas que condujeron a los tratados de Westfalia, pudo después, en 1659, concertar la paz con España en términos altamente favorables para Francia, mediante el tratado de los Pirineos. En política interior no varió su orientación y llegó al término de su vida sin que el país sufriera nuevas conmociones, de modo que, cuando Luis XIV inició su reinado personal —al morir el cardenal— todo era favorable para que el joven rey alcanzara una indiscutida autoridad.

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EL REINADO PERSONAL DE LUIS XIV

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Estaba yo resuelto sobre todo —escribía Luis XIV— a no tomar primer ministro y a no dejar hacer por otro las funciones de rey en tanto que yo tuviera el título. Pero, por el contrario, quería repartir la ejecución de mis órdenes entre varias personas a fin de reunir toda la autoridad en la mía únicamente.

Ordené a los cuatro secretarios de estado no firmar nada absolutamente sin hablarme y lo mismo al superintendente. El canciller tenía órdenes semejantes, es decir, no sellar nada sino por mi orden, fuera de las cartas de justicia.

(LUIS XIV, Memorias para la instrucción del Delfín)

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Así entendió el rey su misión desde la muerte de Mazarino. El poder y la administración reposaron desde entonces en sus manos y sirvió los intereses de Francia con extraordinaria dedicación y conciencia. Creía en el origen divino del poder real, doctrina que el obispo Bossuet fundamentaba en las Escrituras:

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El poder absoluto viene de Dios. “El príncipe, agrega San Pablo, es ministro de Dios para el bien. Si hacéis mal, temblad; porque no en vano tiene él la espada; y es ministro de Dios, vengador de las malas acciones”. Los príncipes obran, pues, como ministros de Dios y lugartenientes de él en la tierra. Por medio de ellos ejerce él su imperio.

(BOSSUET, Política sacada de las palabras de la Santa Escritura)

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Para eliminar a los que pudieran oponerse a su concepción del poder real, Luis XIV usó distintas armas que Richelieu. Antes que combatirlos, atrajo a los nobles hacia sí, los reunió en el palacio que hizo edificar en Versalles y organizó una corte brillante; de ella formaban parte los príncipes y grandes señores, que llevaban una vida regalada y gozaban de abundantes pensiones; el rey lograba, en cambio, apartarlos de sus dominios para ejercer él, mediante sus funcionarios, una segura autoridad sobre todo el país. La corte de Versalles, tan costosa que puso al reino al borde de la quiebra, tenía, en efecto, una finalidad política: asegurar definitivamente el absolutismo y acabar con las funciones políticas de la nobleza.

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LA POLÍTICA INTERIOR: COLBERT

Fuera de la sumisión de los nobles, los grandes problemas internos del reinado de Luis XIV eran los que se relacionaban con la administración, la vida económica y la actividad religiosa, y a todos ellos prestó cuidadosa atención.

La regla de su gobierno fué desplazar sistemáticamente de él a los nobles para impedir que acrecentaran sus ambiciones; los destinaba a las armas o a la actividad cortesana, y prefería a los miembros de la clase burguesa o a los nobles de pequeña categoría para encomendarles las funciones públicas. Igualmente procuró cercenar las atribuciones de los distintos órganos que ejercían el gobierno en las provincias hasta someterlos completamente a su dependencia.

Para orientar la vida económica del país contó con la ayuda de su secretario Juan Bautista Colbert, un hombre de clara inteligencia para esos problemas, que concibió el plan de llevar a Francia por el camino de la riqueza. Su preocupación fue acrecentar el poderío industrial y comercial de su país, estimulando la creación de manufacturas y de una importante flota mercante, porque esperaba que, con ello, sería posible hacer de Francia un país predominantemente exportador y lograr así el ingreso de la mayor cantidad posible de oro.

Colbert fue proteccionista; estaba seguro de que era el oro lo quo producía la riqueza y, además de adquirirlo por los medios ya señalados, quiso conservarlo ordenando los gastos de la administración; en este aspecto fracasó, porque su colega, el ministro de guerra, Louvois, consiguió triunfar en el ánimo del rey e inducirlo hacia una política militar cuyos gastos —unidos a los de la corte— vaciaron las arcas que Colbert llenaba con tantos trabajos. Sin embargo, la labor de estímulo a la producción logró al fin su objeto y Francia comenzó a contar entre las potencias comerciales de Europa aunque quedara en segundo plano como potencia marítima.

En lo religioso, Luis XIV se dejó conducir por el consejo de su corte y, en especial, por el de la señora de Maintenon, su esposa, quien, como ferviente católica, trabajó el ánimo del rey hasta conseguir que fuera revocado el edicto de Nantes en 1685. Esta medida obligó a los protestantes a emigrar sustrayendo a Francia el esfuerzo de mucha gente honrada y capaz.

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LA CULTURA DEL GRAN SIGLO FRANCÉS

El siglo XVII es la época más brillante de la cultura francesa. Por la preocupación que surgió entonces por los problemas del espíritu, por el número de las grandes figuras que aparecieron en los distintos campos de la cultura y por el apoyo que la monarquía prestó a su labor, el siglo XVII representa una etapa extraordinaria en la historia de su desarrollo espiritual. Las influencias renacentistas habían madurado y cristalizado en ciertas formas definidas, algo alejadas ya de las primitivas fuentes de inspiración, pero más claras y más ajustadas al peculiar genio nacional. En la actividad filosófica y literaria así como en las artes plásticas, alcanzó por entonces su culminación la capacidad creadora del espíritu francés.

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EL TEATEO: CORNEILLE, RACINE, MOLIÈRE

Como toda la literatura francesa de ese siglo, el teatro sufrió por entonces la influencia del espíritu cortesano. A principios del siglo se pusieron de moda los salones literarios, en los que las damas y los caballeros competían en demostrar la mayor finura y delicadeza en la expresión así como la más elevada calidad en los sentimientos. Los salones —de los cuales el más famoso fue el de la marquesa de Rambouillet— impusieron un gusto refinado y cortesano que, aunque bastante convencional, creó un estilo literario. En mayor o menor medida, toda la literatura del siglo estuvo caracterizada por ese espíritu.

Había en Francia una tradición teatral excelente; aprovechándola en alguna medida, pero sin duda, superándola, Pedro Corneille (1606-1685) llegó a crear una larga serie de notables tragedias. Corneille llevó a la escena el tipo heroico, pero lo acercó a su público prestándole algo del espíritu cortesano de la época. En El Cid, acaso su obra más famosa, tomó el personaje español y lo adaptó a los ideales de su tiempo y de su ambiente. Escribió además tragedias de tema griego y romano —Medea, Cinna, Pompeyo— y otras de ambiente medieval, cuyos personajes revelan la misma concepción; pero su grandeza como trágico no proviene sólo de sus personajes, sino de la conducción del argumento y, sobre todo, de sus versos, admirables por su belleza y su contenido.

Más tarde, Juan Racine (1639-1699) apareció como el continuador de Corneille; más humano que su predecesor, concedió a las pasiones de los hombres un lugar preponderante entre los rasgos que definían a sus personajes y por eso pareció menos frío que aquél. Racine fue también un habilísimo autor dramático, en cuyas obras la acción adquiere vivacidad y mantiene la atención del espectador; entre sus obras más notables se cuentan las de tema clásico, como Fedra, Ifigenia, Alejandro, Británico y dos de tema bíblico: Esther y Atalía.

Junto a estos poetas dramáticos, el teatro francés de esta época posee una figura extraordinaria en el campo de la comedia: Molière. Actor él mismo y jefe de compañía, representó sus propias obras y escribió con abundancia; tuvo la fortuna de agradar en la corte y, después de sus muchos viajes, pudo representar en ella ante Luis XIV. Sus comedias, cuyo número es crecido, reflejan un espíritu observador, inquieto y burlón. Todos los tipos humanos que la sociedad francesa de su tiempo le ofrecía, desfilan por ellas acentuados con el rasgo profundo que los destaca; pero su profundidad lo llevó a descubrir tipos humanos universales y eternos en los que supo captar los secretos del alma humana; y esto, unido a la gracia de la trama y a los abundantes aciertos literarios, hizo de Molière una de las grandes figuras del teatro de todos los tiempos. Sus obras más notables son: El avaro, El misántropo, Tartufo, El burgués gentilhombre, El enfermo imaginario, Las preciosas ridículas y tantas otras tan ingeniosas como profundas.

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LA FILOSOFÍA: DESCARTES. PASCAL

En el campo de la filosofía, Renato Descartes (1596-1650) constituye una figura universal. Espíritu inquieto y profundo, viajó mucho y se interesó por distintas disciplinas hasta que comenzó a aplicarse al estudio de la matemática; ya entonces mostraba hondas preocupaciones filosóficas y en 1637 publicó un libro fundamental, el Discurso del método, con el que revolucionó las doctrinas tradicionales asentadas en Aristóteles, iniciando el movimiento que se conoce con el nombre de racionalismo. Más tarde reunió muchas de sus reflexiones en otra obra notable que llamó Meditaciones metafísicas, en la que afirmó su sistema, destinado a gozar de la predilección de los filósofos durante toda la Edad Moderna.

De otro estilo es el pensamiento de Pascal; mientras a Descartes le preocupaba fundamentalmente el problema filosófico del conocimiento, Blas Pascal (1623- 1662) volvió a los problemas religiosos y metafísicos; quiso escribir sobre ese tema un libro de vasta envergadura, pero sólo nos ha dejado sus notas, reunidas bajo el nombre de Pensamientos; poseemos, de él, además, las Provinciales, cartas en las que defendía a la secta de los jansenistas frente a los jesuitas.

Por esta época apareció en Francia una marcada preocupación por los problemas morales; filósofos como La Rochefoucauld y La Bruyère escribieron conjuntos de máximas y pensamientos sobre esos temas, inspirados en las exigencias de la vida espiritual y social de su tiempo.

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LA HISTORIA: BOSSUET

La filosofía cristiana aplicada a la interpretación de la historia de la humanidad había sido la doctrina predominante durante toda la Edad Media, pero fue abandonada a partir del Renacimiento. El obispo Bossuet (1627-1704), preceptor del delfín, volvió a defender sus principios. Era un famoso orador sagrado, del que se conservan las hermosas Oraciones fúnebres, y se preocupó por establecer los fundamentos del origen divino del poder real en una obra que tituló Política sacada de las Santas Escrituras; pero su obra más notable fue su Discurso sobre la historia universal, en la que desarrolló sus ideas más importantes.

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Si el sistema que él adopta para conciliar la cronología de los judíos con la de las otras naciones ha encontrado contradictores entre los sabios, su estilo no ha encontrado más que admiradores. Causó asombro esa forma majestuosa con la que describe las costumbres, el gobierno, el crecimiento y la caída de los grandes imperios y esos trazos rápidos, de una veracidad enérgica, con los que pinta y con los que juzga las naciones.

(VOLTAIRE, El Siglo de Luis XIV)

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En efecto, más que un historiador, Bossuet fue, en realidad, un filósofo de la historia y de la política, que aplicó a la exposición de sus ideas la fuerza de su extraordinaria oratoria.

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LA POESÍA: LA FONTAINE

Grandes poetas fueron Corneille y Racine; pero al lado de ellos aparecieron otros que prefirieron distinto género; Juan de La Fontaine (1621-1695) se destacó entre todos por sus fábulas. Imitador de Esopo y de Fedro, volvió a tomar los mismos temas, pero los revistió con nuevas formas poéticas hasta darles una apariencia renovada. Como amaba la naturaleza y era un profundo observador, dio a sus fábulas una vivacidad característica gracias a sus descripciones de los animales y del ambiente, pero siguió a sus modelos en los juicios morales.

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LAS ARTES PLÁSTICAS

Como la literatura, las artes plásticas se caracterizaron durante el siglo XVII por su marcado aire cortesano. La monarquía subvencionó a muchos artistas —como lo había hecho con los literatos— y los puso a su servicio, de modo que su obra se ajustó a los gustos predominantes en la corte.

La empresa más característica del período es el extraordinario palacio de Versalles que mandó construir Luis XIV y al que trasladó la corte. Luis XIII había edificado allí un castillo y su heredero quiso luego transformarlo en una residencia en la que se advirtiera todo su poderío y su grandeza. El arquitecto Le Vau, el pintor Le Brun y el jardinero Le Nôtre pasaron al servicio del rey y comenzaron, en 1661, la inmensa construcción; pero en 1670 la obra quedó bajo la dirección del arquitecto Julio Mansart, que supo darle todo el esplendor que el rey deseaba. El palacio era una enorme masa arquitectónica en la que abundaban los salones lujosos y las monumentales galerías; su decoración interior constituía un alarde de suntuosidad y buen gusto y reflejaba las principales características del estilo barroco, en el que, sin embargo, se introdujeron algunas modificaciones para evitar la exageración a que se había llegado en otras partes, ajustándose a las normas de la inspiración romana. Maravillosos jardines formaban un marco apropiado a tan gran construcción.

Carlos Le Brun fue el pintor oficial de la corte de Luis XIV; a él se deben la mayoría de las pinturas que decoran el palacio de Versalles. Pero no fue el único que brilló en esa época; por entonces se destacaron Claudio Lorrain y Nicolás Poussin, este último quizás el más grande por la admirable composición de sus cuadros de tema clásico y, sobre todo, por sus paisajes romanos.

Un lugar de privilegio ocupan en este período las artes menores; en los grandes talleres del estado se hacían muebles, tapices y objetos de arte destinados al palacio, cuya factura revela un exquisito gusto y una notable finura de fabricación.

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LA POLÍTICA EXTERIOR DE LUIS XIV

Si la política interna de Luis XIV se caracterizó por el propósito de afianzar definitivamente el absolutismo monárquico, su política exterior estuvo dirigida por el afán de asegurar la hegemonía de Francia en Europa. Su orientación estaba señalada ya por la obra diplomática de Richelieu y de Mazarino; consistía en llevar los límites de Francia hasta lo que se consideraban sus fronteras naturales, pero, además, quiso Luis XIV acelerar y completar el aniquilamiento del poder español y lograr que se reconociera su supremacía en Europa. Este conjunto de objetivos provocó una serie de guerras, a las que Europa respondió como lo había hecho frente a las pretensiones de los Habsburgo en el siglo anterior, esto es, uniéndose los distintos países frente al enemigo común. Tras muchos años de guerra —que empobrecieron la nación y debilitaron su régimen interno— Francia no pudo lograr sino escasas ventajas y dio pie, en cambio, para que Inglaterra ascendiera al primer plano de la política europea.

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LAS NEGOCIACIONES POR LA SUCESIÓN ESPAÑOLA

Luis XIV era hijo de Ana de Austria y estaba casado con María Teresa, las dos, princesas españolas de la casa de Habsburgo; esta situación daba al rey posibilidad de intervenir en los asuntos españoles, sobre todo a partir de 1665, porque el nuevo rey de España, Carlos II, parecía destinado a tener vida brevísima. Francia planteó sus exigencias frente a la rama alemana de los Habsburgo —también heredera presunta de las posesiones españolas— con gran claridad y mesura; pretendía solamente que, cuando se planteara la sucesión, le fueran entregados Flandes, Brabante y el Franco Condado, territorios que consideraba franceses, y algunos territorios italianos que canjearía luego por Lorena y Saboya, basándose en el mismo principio de las fronteras naturales. El acuerdo se hizo sin dificultades y se firmó —entre Austria y Francia— el tratado de Partición en 1668.

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LA GUERRA DE DEVOLUCIÓN. ALIANZA DE LA HAYA Y PAZ DE AQUISGRÁN

Pero Luis XIV había iniciado ya las operaciones para tomar posesión de Flandes, haciendo alarde de un extraordinario poder militar.

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Contando aún más con sus fuerzas que con su razón, el rey marchó a Flandes a una conquista asegurada (1667). Estaba a la cabeza de treinta y cinco mil hombres; otro cuerpo de ocho mil fue enviado a Dunquerque y uno de cuatro mil a Luxemburgo. Turena era el general de este ejército. Colbert había multiplicado los recursos del estado para proveer a los gastos; Louvois, nuevo ministro de guerra, había hecho inmensos preparativos para la campaña. Depósitos de toda especie estaban distribuidos sobre la frontera.

(VOLTAIRE, El Siglo de Luis XIV)

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La campaña fue breve y las ciudades flamencas cayeron una después de otra en poder de Luis XIV, mientras Condé ocupaba el Franco Condado. Toda Europa se alarmó ante esta muestra de eficacia militar y las Provincias Unidas se unieron a Inglaterra y Suecia mediante la alianza de La Haya para contener el peligro francés. Porque aunque Luis XIV llamó a esta campaña “guerra de devolución” para señalar que sólo trataba de recobrar lo que era suyo, no escapó a las demás naciones que de ese modo se iniciaba un vasto plan de expansión militar. Sin embargo, la guerra quedó contenida porque Francia se entendió con España y, gracias a la paz de Aquisgrán (1668), sólo retuvo Flandes medíante la devolución del Franco Condado. El peligro de un conflicto que arrastrara a toda Europa pareció conjurado.

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LA GUERRA DE HOLANDA

En realidad, sólo había sufrido una postergación. Luis XIV hizo intervenir eficazmente a su diplomacia y logró deshacer la alianza de La Haya dejando sola otra vez a Holanda. Hecho esto, en 1672 ordenó a sus ejércitos la invasión de ese país, pero, pese a su falta de preparación militar, los holandeses contuvieron el golpe inundando gran parte de su territorio mediante la apertura de las compuertas que lo defendían del mar. Así protegido, Guillermo de Orange inició una desesperada resistencia y los ejércitos de Luis XIV no pudieron avanzar sino muy lentamente.

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LA GUERRA EUROPEA Y LA PAZ DE NIMEGA

Los propósitos de Luis XIV resultaron entonces evidentes para todos los estados europeos; en 1673 se reconstruyó la antigua alianza, y el Imperio y España ayudaron a Holanda, iniciándose así una verdadera guerra europea. Francia quitó a España el Franco Condado y contuvo a los ejércitos imperiales; pero la lucha se prolongaba con perjuicio terrible para los holandeses y éstos pidieron la paz, que se firmó en Nimega en 1678. España fue la víctima de esta guerra, porque perdió el Franco Condado y doce plazas fuertes en Flandes.

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LA LIGA DE AUGSBURGO

Desde 1678, la supremacía europea de Luis XIV pareció asegurada. Pero en los años que siguieron su conducta fue prepotente e inconsulta y ello trajo consigo nuevas dificultades. Francia se anexó Estrasburgo en 1681, amenazando así la frontera renana, y se atrajo el odio de las potencias protestantes mediante la revocación del edicto de Nantes en 1685. La consecuencia fue que Guillermo de Orange organizó una nueva coalición contra Francia, de la que formaron parte España, el Imperio, Suecia, el duque de Saboya y muchos príncipes alemanes, a la que se llamó liga de Augsburgo (1686). La nueva alianza se preparó para luchar contra Francia y logró la ayuda del papa. Inglaterra, en cambio, parecía alejada del conflicto por la hábil diplomacia de Luis; pero las circunstancias cambiaron muy pronto.

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LA GUERRA DE INGLATERRA Y LA PAZ DE RYSWICK

En 1688 Luis XIV se lanzó contra el Palatinado, desencadenando una nueva contienda europea; pero ese mismo año sé produjo una revolución en Inglaterra que depuso a Jacobo II Estuardo y llevó al trono precisamente al estatúder de Holanda, Guillermo de Orange. Inglaterra entró entonces en el conflicto y volcó el peso de su poder contra Luis XIV, que debió sostener una porfiada lucha durante nueve años contra casi toda Europa.

Sin embargo, Francia pudo mantener sus posiciones, pese a que la guerra se desarrollaba en todas sus fronteras. Venció a los españoles, al duque de Saboya, y en el Rin peleó duramente contra los ejércitos unidos de Inglaterra, Holanda y el Imperio. Pero lo que no pudo hacer fue dar un golpe decisivo y la contienda se arrastró durante un largo período con terribles pérdidas para ambas partes.

En 1697 se negoció la paz en el castillo de Ryswick, cerca de La Haya. Luis XIV abandonó la defensa de Jacobo II de Inglaterra y reconoció a su sucesor Guillermo III y, aunque obtuvo la posesión de Estrasburgo, debió devolver la mayoría de sus conquistas posteriores a 1678.

En ese momento, la buena voluntad de Francia sorprendió a Europa. Pero las secretas razones que movían a Luis XIV estribaban en la proximidad de un conflicto más grave que debía estallar, en efecto, pocos años después, y en el que se jugaba la posesión de España.

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CAPÍTULO XII. LAS IDEAS POLÍTICAS, ECONÓMICAS Y SOCIALES EN EL SIGLO XVIII

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Las nuevas ideas. — Los economistas y sus doctrinas. — Los filósofos: Montesquieu, Voltaire y Rousseau. — La propaganda filosófica. La Enciclopedia.

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Las ideas liberales que los reyes de la casa de Borbón llevaron a España no eran sino el reflejo de las que se elaboraban por entonces en otros países de Europa. En Inglaterra y en Francia, especialmente, la actividad intelectual fue, en el siglo XVIII, extraordinariamente intensa, y se caracterizó porque estuvo dedicada a estudiar y resolver los problemas económicos y políticos que por entonces se planteaban.

El pensamiento de esta época fue revolucionario; esto significa que los hombres de estudio sostuvieron y propugnaron, para resolver los problemas de la época, ciertas soluciones económicas y políticas que rompían violentamente con las tradiciones en vigor; en caso de que se pusieran en práctica, muchos de los que tenían importantes privilegios —los reyes, los grandes propietarios, la nobleza, el clero— resultarían perjudicados; los que, por el contrario, carecían de derechos, obtendrían ahora algunos. Y como esto no podía ocurrir sin que los privilegiados trataran de defender sus intereses, aquellas ideas estaban destinadas a provocar violentos conflictos. En resumen, así como las transformaciones políticas y económicas provocaron la aparición de nuevas formas de pensamiento, éstas, a su vez, produjeron nuevos cambios en la realidad social, e inauguraron una era revolucionaria.

En la segunda mitad del siglo XVIII, las inquietudes de los hombres de estudio se orientaron hacia dos campos bien definidos; por una parte hacia el estudio de los problemas económicos, porque la formación de los grandes imperios coloniales había traído consigo una gran abundancia de materias primas y fue necesario resolver nuevos problemas referentes a la producción, a la distribución y al consumo de los distintos artículos; por otra, hacia el estudio de los problemas políticos, porque la clase burguesa, que se enriquecía con el comercio y la industria, aspiraba ahora a liberarse de las trabas que le imponía el poder absoluto y a intervenir en el gobierno de alguna manera. Los economistas eligieron aquellos temas; los filósofos políticos, estos últimos.

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LAS NUEVAS IDEAS

El hecho realmente trascendental del siglo XVIII es que apareció entonces un conjunto de hombres de pensamiento que creyó que las graves cuestiones de la época no podían resolverse siguiendo los caminos señalados por la tradición. Sostuvieron estos pensadores que esos problemas tenían causas profundas que era necesario estudiar, y afirmaron que, atendiendo a esas causas, podían aconsejarse luego soluciones que sería posible aplicar en la práctica con éxito.

Con esto no se hacía sino llevar al estudio de los problemas de la realidad económica y social el método científico que se usaba ya para las ciencias de la naturaleza desde los comienzos de la Edad Moderna. Así como se observaba el movimiento del péndulo o el de los astros para luego obtener leyes que se apoyaban en las sucesivas observaciones, pareció que se podían observar los fenómenos económicos y políticos y sacar de ellos principios fijos que pudieran aplicarse luego.

La novedad de estas ideas consiste, pues, en que se apartan de las que eran tradicionalmente admitidas hasta entonces; pero reside también en que están orientadas hacia el logro de una transformación inmediata de la realidad social.

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LOS ECONOMISTAS Y SUS DOCTRINAS

Para comprender la trascendencia que tiene la aparición de los economistas teóricos en el siglo XVIII, es necesario tener en cuenta cuál era el panorama de la vida económica en ese momento. Al comenzar la Edad Moderna se producen dos hechos importantes: el descubrimiento de nuevas tierras productoras de materias primas —que trajo como consecuencia un activo tráfico marítimo— y la constitución de los estados nacionales. Estos dos hechos se relacionan estrechamente en el campo de la actividad económica; los reyes absolutos quieren enriquecerse y creen —como todo el mundo, entonces— que la acumulación y la venta de esos artículos les proporcionará grandes cantidades de dinero en forma de metal precioso. Así aparece el sistema mercantilista, que Colbert llevó en Francia a sus últimas consecuencias; su lema es vender mucho y comprar lo menos posible; pero muy pronto comienza a descubrirse que hay algo en el sistema que provoca resultados contraproducentes.

En efecto, el mercantilismo olvidó que el dinero corre hacia las fuentes de producción y pretendió impedir su salida mediante severas disposiciones cuya consecuencia fue debilitar la iniciativa privada. Frente a esa situación, algunos espíritus observadores se dedicaron a estudiar cómo se producían los fenómenos económicos: cuáles eran los obstáculos que se oponían al progreso de la producción, al acrecentamiento del comercio, a la estabilidad de los precios; y basados en sus observaciones sostuvieron distintas teorías y aconsejaron nuevos procedimientos para acrecentar la riqueza pública.

En Francia, Francisco Quesnay (1694-1774) y Vicente de Gournay (1712-1759) sostuvieron que la excesiva intervención del estado malograba el desarrollo de la actividad económica. Quesnay afirmó que la principal fuente de riqueza era la agricultura; Gournay, en cambio, opinaba que era la industria; pero los dos coincidían en afirmar que la vida económica se ajusta a las leyes naturales y que lo más prudente es dejar que se desarrolle libremente. Esta escuela se llamó fisiocrática y su doctrina fue resumida por Quesnay en una máxima que se hizo famosa: “Dejar hacer, dejar pasar”, esto es, dejar que la producción y el consumo queden librados a sus propias fuerzas, pues es seguro que se equilibran naturalmente.

Estos estudios culminaron en Inglaterra con Adam Smith (1723-1790). Como inglés, Smith veía el problema desde el ángulo del desarrollo comercial; también él sostuvo que las restricciones del estado al libre comercio resultaban perjudiciales y que la más sabia política era dejar que cada uno produjera cuanto quisiera y vendiera según sus posibilidades, seguro de que las necesidades del consumo eran las fuerzas más poderosas para indicar a cada cual lo que debía producir y vender. Generalizando las opiniones de sus antecesores, afirmó que no había más fuente de riqueza que el trabajo en cualquiera de sus aspectos y que así como su restricción trae aparejada la miseria, su libertad significa la riqueza. Estas ideas fueron expuestas en un libro titulado La riqueza de las naciones, que apareció en 1776 y constituye la base de la economía política moderna.

Hacia la misma época en que Smith publicaba su obra, un economista francés de la escuela de los fisiócratas, Roberto Turgot, intentó poner en práctica esas doctrinas como ministro de Luis XVI; pero como su aplicación significaba la extirpación de muchos privilegios, muy pronto debió abandonar el ministerio; sin embargo, su breve actuación sirvió para probar que en esa doctrina residía la solución de los graves problemas económicos y financieros que por entonces sufría Francia, y, en general, Europa.

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LOS FILÓSOFOS: MONTESQUIEU, VOLTAIRE Y ROUSSEAU

También es menester, para llegar a comprender la trascendencia que tuvo la aparición de los grandes filósofos políticos en el siglo XVIII, tener a la vista cuál era la situación espiritual en el momento en que surgieron.

Desde comienzos de la Edad Moderna se habían afirmado en Europa los regímenes absolutistas. Los Tudor en Inglaterra, los Austria en España, los Borbones en Francia, los Hohenzollern en Prusia, todos habían logrado la grandeza de sus estados sometiendo a las poderosas familias feudales y estableciendo un poder autocrático. Para lograrlo, se apoyaron, en general, en la naciente clase burguesa; pero cuando esta clase se desarrolló, comenzó a desear una intervención activa en el gobierno político que no podía obtener sino limitando el poder de la monarquía.

La burguesía comenzó a adquirir clara conciencia de sus derechos y de su fuerza ya en el siglo XVII. En Inglaterra, a mediados de ese siglo, acometió la empresa de obtener por la violencia lo que se le negaba de buen talante, y concluyó derrocando la monarquía, para restablecerla luego y someterla, en 1688, a una fuerte limitación parlamentaria. Desde ese momento el ejemplo de Inglaterra estuvo presente en todos los espíritus; algunas monarquías —las de Prusia, Austria, España, Rusia— quisieron prevenir los resultados de esa nueva inquietud adelantándose a otorgar, aunque sin renunciar a su poder absoluto, algunas de las concesiones que la burguesía exigía: tolerancia y libertad en materia religiosa, modernización de los principios jurídicos, educación popular; otras, especialmente la francesa, permanecieron sordas al nuevo clamor y pretendieron mantener su poder autocrático sin concesiones; y allí, la burguesía comenzó a rebelarse, apoyando sus derechos en una larga y bien fundada prédica.

Fueron los filósofos políticos quienes encarnaron ese sentimiento colectivo. Los movía el ejemplo de Locke, el filósofo inglés que había desarrollado la teoría de la revolución inglesa de 1688, y fueron a buscar su inspiración en Inglaterra, que consideraban el estado más avanzado políticamente. Así surgió una doctrina de la limitación del poder real, de la libertad y de la tolerancia, que expresaron, en Francia, Montesquieu, Voltaire y Rousseau.

Montesquieu, noble de origen pero comprensivo y prudente, estudió la vida política de su país y divulgó algunas consideraciones sobre ella en las Cartas persas (1721); en ese libro disfrazó el origen de sus reflexiones poniéndolas en boca de un viajero persa que reflejaba sus impresiones de París. De intención fuertemente satírica, las Cartas persas fueron acogidas con aplauso; su autor comenzó luego a estudiar las instituciones antiguas y, con más dedicación aún, las modernas que Inglaterra había elaborado y puesto en vigor. Fruto de ese estudio fué la más importante de sus obras, titulada El espíritu de las leyes, en la que estudia el origen de las instituciones y su dependencia de las formas de la vida política y social, así como también los caracteres generales de la vida política.

En este último sentido, la obra de Montesquieu es importantísima; desarrolló, entre otros, el principio de la división de poderes, considerándolo fundamental para la justa ordenación del estado.

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Hay en cada estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de aquellas que dependen del derecho civil.

Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados el poder legislativo está unido al poder ejecutivo, no hay libertad porque se puede temer que el mismo monarca o el mismo senado haga leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente.

Tampoco hay libertad si el poder de juzgar no está separado del poder ejecutivo y el legislativo. Si está unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería legislador.

Todo estaría perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de los principales o nobles, o del pueblo, ejercieran esos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre los particulares.

(MONTESQUIEU, El espíritu de las leyes)

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La influencia de este libro —cuya lectura apasionó en su tiempo— fue inmensa y sus enseñanzas estuvieron presentes en el espíritu de los revolucionarios franceses de fines del siglo XVIII.

Contemporáneo de Montesquieu, Voltaire fue un espíritu menos especulativo y más directamente orientado hacia la lucha cotidiana en favor de los principios que sostenía. Su obra es inmensa. Escribió algunas de historia, como El siglo de Luis XIV y Carlos XII de Suecia, que renovaron esa disciplina; muchas literarias y científicas y algunas filosóficas de notable valor. Pero como filósofo político, sus reflexiones fueron consignadas preferentemente en multitud de opúsculos y folletos, dirigidos a combatir un hecho concreto, una idea que juzgaba perjudicial, una institución vituperable.

Sufrió diversas persecuciones; en una ocasión tuvo que huir a Inglaterra, y, como Montesquieu, volvió entusiasmado con el régimen liberal que allí imperaba. Escribió entonces sus Cartas sobre los ingleses, obra que le valió una nueva persecución; pero con el correr de los años comenzó a ser respetado y, desde su residencia de Ferney, cerca de la frontera con Suiza, desarrolló una intensa campaña contra las costumbres y las instituciones francesas de su tiempo. Se opuso a los procedimientos judiciales en uso, a las privaciones injustificadas de la libertad, a la censura del pensamiento; pero, como filósofo racionalista que era, usó de su influencia y de su prestigio, sobre todo, para combatir la intolerancia, en la que veía la raíz de tantos males.

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Me atreveré a tomarme la libertad de invitar a aquellos que están a la cabeza del gobierno y a aquellos que están destinados a las más altas posiciones, a que quieran examinar maduramente si, en efecto, se debe temer que la dulzura produzca las mismas revueltas que la crueldad ha originado; si lo que ha ocurrido en ciertas circunstancias debe ocurrir en otras, si los tiempos, la opinión, las costumbres, son siempre las mismas.

Sin duda, los hugonotes han estado ebrios de fanatismo y bañados de sangre como nosotros; pero la generación presente ¿es tan bárbara como la de sus padres? El tiempo, la razón, que ha hecho tantos progresos, los buenos libros, la dulzura de la sociedad ¿no han penetrado en el espíritu de los que conducen esos pueblos? ¿Y no descubrimos que casi toda la Europa ha cambiado de fisonomía desde hace cincuenta años más o menos?

La tolerancia no ha excitado jamás una guerra civil; la intolerancia ha cubierto de mortandad la tierra. Que se juzgue ahora entre esos dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo cede para que viva.

(VOLTAIRE, Diccionario filosófico)

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Voltaire —que había nacido en 1694— murió en 1778, pocos años antes de que estallara en Francia la gran revolución. A él se debieron muchas ideas que los revolucionarios intentaron realizar, pero se debió, sobre todo, a su prédica, la formación de una conciencia unánime contra el absolutismo que permitió que se desencadenara el profundo movimiento francés de 1789.

Frente a esos dos pensadores, Rousseau fue aun más categórico. Su preocupación no fue proponer tal o cual modificación al sistema político vigente como habían hecho ellos, cuyo ideal, al fin, era solamente el de una monarquía limitada. Por el contrario, Rousseau discutía el fundamento mismo del poder real y sostenía que no había otra fuente de autoridad más que el pueblo mismo. Profundamente convencido de sus ideas, escribía en una de las obras que dedicó a propugnar la educación popular:

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El pueblo es quien compone el género humano; lo que no es pueblo es tan poca cosa que no vale la pena tomarla en cuenta. El hombre es el mismo en todos los estados, y si esto es así, los estados más numerosos merecen más respeto. Ante aquel que piensa, todas las distinciones civiles desaparecen: ve él las mismas pasiones, los mismos sentimientos en el zafio y en el hombre ilustrado; no discierne más que su lenguaje, y si alguna diferencia los distingue, es en perjuicio de los más disimulados.

(Rousseau, Emilio)

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Esta convicción lo llevó a sostener que no había gobierno legítimo sino cuando basaba su autoridad en el consenso público, con lo que orientaba la reflexión de sus lectores hacia la forma republicana. Estas ideas las desarrolló en El contrato social, cuyos principios ejercieron después de su muerte —que ocurrió el mismo año que la de Voltaire— enorme influencia en el pensamiento de la revolución.

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LA PROPAGANDA FILOSÓFICA. LA ENCICLOPEDIA

Una de las particularidades del pensamiento del siglo XVIII es que estaba orientado hacia la acción. Para cumplir su finalidad era imprescindible que los principios que sustentaba llegaran a capas cada vez más extensas del pueblo, y por eso todos los escritores de la época procuraron que sus ideas se difundieran por diversos medios: así, Montesquieu y Voltaire compusieron obras de apariencia amable para que llegaran al gran público, con las que se proponían generalizar sus opiniones. Por eso se llama a este siglo la época de la ilustración y, otras veces, el iluminismo, porque, en efecto, el propósito fundamental de los más notables espíritus fue el de salir del pequeño grupo aristocrático o sabio y llevar la luz a la conciencia popular.

Por esta razón constituye un símbolo representativo del espíritu predominante la aparición de la Enciclopedia, especie de diccionario ideado y organizado por Diderot (1713-1784) en el que esperaba sintetizar todo el saber de la época, presentándolo con los caracteres propios de la Ilustración.

Colaboraron en la Enciclopedia todos los hombres de estudio que poseían por entonces prestigio en sus respectivas disciplinas; Voltaire y Montesquieu, Condillac, el barón D’Holbach y Helvetius, Necker y Turgot, Buffon y D’Alembert, todos escribieron algunos artículos sobre temas de su especialidad, presentando los problemas a la luz de las nuevas ideas.

La Enciclopedia fue, al principio, muy combatida, y sólo pudo continuarse debido a la protección que la señora de Pompadour, amiga de Luis XV, quiso ofrecer a Diderot. La importancia de la Enciclopedia fue enorme porque se convirtió en el vehículo de difusión de muchos principios e ideas de contenido revolucionario, que de ese modo llegaban, en fórmulas precisas y claras, a una crecida masa de lectores. El artículo sobre Autoridad política, por ejemplo, decía así:

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Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar a los otros. La libertad es un presente del cielo, y cada individuo de la misma especie, así como goza de razón, tiene el derecho de gozar de ella. Si la naturaleza ha establecido alguna autoridad es la paternal, y ésa también tiene sus límites. Toda otra autoridad viene de otro origen que no es la naturaleza. Que se examine bien y se le verá remontar siempre a una de estas dos fuentes: o la fuerza y la violencia del que se ha apoderado de ella, o el consentimiento de los que han sometido por un contrato de hecho o supuesto, entre ellos y aquel a quien han traspasado la autoridad.

La verdadera y legítima autoridad tiene, pues, necesariamente, sus límites. El príncipe obtiene su autoridad de sus propios súbditos; y esta autoridad está limitada por las leyes de la naturaleza y del estado.

(ENCICLOPEDIA, puesta en orden, y publicada por Diderot)

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Otros artículos se referían a diversos problemas institucionales y jurídicos; otros a cuestiones científicas y filosóficas; pero todos ellos coincidían en el espíritu ilustrado y moderno que los inspiraba. Por eso su influencia fue inmensa y muy pronto trascendió más allá de su país de origen y aun del continente para llegar a América.

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CAPÍTULO XIII. EL DESPOTISMO ILUSTRADO EN EUROPA

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Los Borbones en España. — El reinado de Felipe V. — Fernando VI. — Carlos III y sus ministros. — Las reformas liberales en España. — Carlos IV. — Prusia bajo Federico II. — Rusia en época de Catalina la Grande. — Austria bajo María Teresa.

Mientras Francia declinaba en Europa durante los reinados de Luis XV y Luis XVI, y Holanda perdía su predominio marítimo a partir del siglo XVII, Inglaterra comenzaba a afirmar su poderío colonial y llegaba a ser en el siglo XVIII, bajo los Hannover, la potencia hegemónica.

Sin embargo, no completaban ya estas naciones el panorama político de Europa. Si el Santo Imperio había fracasado en su intento de unificarse y alcanzar una categoría de primera potencia, en cambio, salió de su seno una nación que, en el curso del siglo, creció hasta constituirse en una de las potencias directoras de la actividad política europea; Prusia, en efecto, se transformó por entonces en un fuerte estado y se extendió territorialmente al tiempo que acrecía su poderío militar y su gravitación internacional. Pero, al mismo tiempo, se levantaba en el oriente europeo Rusia, hasta entonces apartada de la vida continental. Por obra de Pedro I y de Catalina la Grande se transformó en la gran potencia del Báltico y comenzó a pesar en el desarrollo de la vida europea; de ese modo, todo el continente constituyó un conjunto político en estrecha vinculación, cuyas diversas partes debieron ajustar nuevamente sus relaciones mediante repetidos conflictos y acuerdos.

Dentro de este cuadro, España había perdido su antigua grandeza y su posición directora. Cuando, a principios del siglo XVIII, los Borbones llegaron al trono, se plantearon como programa de gobierno la misión de restaurar el antiguo esplendor de España e incorporarla con la categoría que antes tuviera a la vida política de Europa.

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LOS BORBONES EN ESPAÑA

Durante todo el siglo XVIII, los reyes de la casa de Borbón gobernaron la metrópoli y las colonias americanas con distinta fortuna, según la capacidad de los sucesivos monarcas y de acuerdo con las circunstancias de la época, singularmente complicadas por la extensión del panorama político europeo.

Dos rasgos, sin embargo, son comunes a todos los reinados de esta dinastía. Uno es la constante preocupación de los reyes y de las clases ilustradas del reino por sacudir la modorra en que España había caído durante los tiempos de los últimos Austria, para elevar al país hasta el nivel económico y político que otras naciones habían alcanzado por entonces. Otro es la presencia de ministros capaces que, en todos los reinados, condujeron la política hacia aquel designio, a diferencia de los privados en quienes habían depositado su autoridad los últimos Austria, inquietados tan sólo por sus intereses personales o por los de su grupo cortesano. Entre esos ministros hubo algunos estadistas de extraordinaria visión y con notables dotes de gobernantes. Y cabe destacar que no sólo se preocuparon por los problemas de la metrópoli sino que quisieron mejorar la condición de las colonias, en beneficio de ellas mismas y de la propia España.

De ese modo, el siglo XVIII constituye un período brillante en la historia de España, aunque sus frutos fueran luego frustrados en alguna medida por la invasión napoleónica y las reacciones que ese episodio provocó en el espíritu español.

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EL REINADO DE FELIPE V

Felipe V comenzó su reinado combatiendo en España contra su rival austríaco, lucha que tuvo que mantener hasta 1710 en que lo venció en la batalla de Villaviciosa. Poco después, en 1713, la guerra terminaba con el tratado de Utrecht y Felipe V comenzaba verdaderamente su reinado.

Una circunstancia fortuita prestó entonces una singular fisonomía a su gobierno. En 1714 murió su esposa Luisa de Saboya y el rey contrajo segundo matrimonio con una princesa italiana, Isabel de Farnesio, hija del duque de Parma. Esta circunstancia trajo aparejados dos hechos importantes; por una parte, interesó a Felipe V en los asuntos de Italia, y por la otra, elevó al cargo de ministro al abate italiano Julio Alberoni, desde entonces figura prominente en la corte.

Las influencias de Isabel de Farnesio y de su compatriota Alberoni se confundieron en el ánimo del rey; el ministro gozaba de toda la confianza de la reina y ésta dominaba al rey de manera absoluta; así, desde 1714 hasta 1719, el gobierno fue dirigido por el todopoderoso ministro.

Alberoni no poseía ni grandes dotes intelectuales ni la extremada habilidad de un político de alta escuela; pero tenía algunas ideas claras acerca de las necesidades de que adolecía España y se propuso remediarlas poniendo al servicio de esa empresa una extraordinaria actividad y un innegable buen deseo.

En cuanto al gobierno interior, Alberoni procuró sanear la administración y desarrollar la industria y el comercio; creó para ello las manufacturas reales de paños y cristales; fomentó la producción privada y el desarrollo de la agricultura, actividad esta que interesaba hondamente a los espíritus más previsores de la época por el injustificado abandono en que había caído; y, finalmente, trató de acrecentar el volumen de las exportaciones y el tráfico con las colonias. Pero consideró, además, que era necesario poner a España en situación de actuar en Europa con autoridad y se dedicó también a acrecentar su poderío militar; con este fin construyó arsenales y astilleros y logró reforzar el poder de los ejércitos. Era un vasto plan inspirado en las ideas que por entonces predominaban en Francia e Inglaterra, cuyo éxito parecía asegurado por la experiencia de aquellas naciones.

El cumplimiento de estos proyectos hubiera demandado una dedicación constante y Alberoni tuvo que compartir su atención entre ellos y los asuntos exteriores. En este último terreno incitó a Felipe V a que luchara por obtener las antiguas posesiones españolas de Italia —que España perdiera por el tratado de Utrecht— y este plan condujo a una guerra que resultó desastrosa para la nación. Alberoni cayó víctima de sus propios proyectos, y, cuando se firmó la paz con Austria, debió abandonar el poder y salir de España (1719).

Poco después, en 1724, Felipe V cayó en un estado de profunda melancolía y abdicó a la corona. Su hijo subió al trono con el nombre de Luis I, pero murió poco después y Felipe V volvió al poder, aunque con mayor indolencia que antes.

En 1726 el rey llevó al ministerio a José Patiño, cuya inteligencia y dedicación reportaron al reino notables progresos. Como Alberoni, quiso llevar a España a una situación destacada en Europa, no sólo por su gravitación internacional sino también por su desarrollo económico. Prestó una preferente dedicación a la agricultura y comenzó algunas obras importantes para favorecerla. Esta labor —que continuaron sus inmediatos sucesores— llenó de optimismo a los espíritus progresistas, y el padre Benito Jerónimo Feijóo, uno de los escritores más representativos de la época, escribía en una de sus obras:

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Teniendo concluido este discurso, me vino aviso de Madrid de estarse trabajando con calor, por orden de Su Majestad (Dios le guarde), en una acequia, que desangrará el río Jarama para el riego de once leguas del país, lo que hará mucho más copiosas en todo aquel distrito las cosechas de trigo y cebada. Déjame esta noticia sumamente complacido de que el celo del monarca y los ministros que han tenido parte, o en la idea o en la ejecución de obra tan importante, se haya anticipado a la publicación del aviso, que sobre esta materia doy en el párrafo XIV del presente discurso. Quiera el Cielo que a tan bellos principios correspondan felices progresos en todo lo que pueda mejorar la agricultura. Más envidiable es la dicha que se granjean con esta aplicación el príncipe y el ministerio, que la que procuran a la nación; porque desvelándose los que gobiernan en asegurar a los súbditos los bienes temporales, adquieren para sí los eternos.

(PADRE BENITO JERÓNIMO FEIJÓO, Teatro critico)

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En materia de política exterior, Patino no vaciló en arrastrar a España a una guerra que le prometía beneficiosos resultados. España, en efecto, aceptó acompañar a Francia en la guerra que Luis XV desató contra Austria con motivo del pleito por la sucesión de Polonia (1733). Esta vez tuvo España mejor fortuna que antes, porque, al ser derrotada Austria, consiguió que le fuera otorgada la corona del reino de las Dos Sicilias al príncipe don Carlos, hijo de Felipe V, en virtud del tratado de Viena (1738).

Patiño murió en 1736, sin poder asistir al triunfo que había contribuido a preparar. Diez años más tarde moría Felipe V, cuyos últimos años de reinado habían visto crecer su apatía y su indolencia, dejando el trono a su hijo Fernando VI (1746).

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FERNANDO VI

Fernando VI gobernó desde 1746 hasta 1759 en que murió. De carácter irresoluto y apocado, Fernando VI sufrió la influencia de su esposa doña Bárbara de Braganza, mujer de espíritu enérgico y magnánimo por cuyo intermedio comenzaron a prevalecer en España las inspiraciones políticas de la corte de Lisboa y, a través de ella, las de Inglaterra. Muy pronto abandonó España su política guerrera, y el rey modificó la orientación impuesta por su padre cambiando de ministros y consejeros.

Carvajal y Láncaster fue su principal ministro, junto con el marqués de la Ensenada. El primero, descendiente de una casa inglesa, contribuyó a fijar la nueva política española, pero sus tendencias se equilibraban con las de su colega, vinculado a Francia. Las dos potencias extranjeras lucharon por apoyar a sus partidarios, y al fin triunfó el bando anglofilo; España se unió a Inglaterra y ratificó las concesiones que le había hecho antes, pero en 1754 murió Carvajal, y Francia quiso aprovechar la oportunidad para acrecentar su influencia; sin embargo, sus enemigos supieron poner a la luz ciertas intrigas urdidas por el marqués de la Ensenada y el rey ordenó su prisión.

El marqués de la Ensenada, sin embargo, fué un activo agente del progreso español por sus sabias medidas en favor de la agricultura, del comercio y del desarrollo marítimo. A él se deben la importancia que tomó el puerto del Ferrol y el estímulo de la navegación.

Fernando VI no alteró su política pacifista. Su reinado entró en una etapa trágica después de la muerte de su esposa (1758), y murió al año siguiente tras haber abandonado el cuidado de sus obligaciones.

(…)

CARLOS III Y SUS MINISTROS

Fernando VI no dejó descendencia; el trono correspondía a su hermanastro Carlos, a la sazón rey de las Dos Sicilias, quien tras abdicar a aquella corona, llegó a Madrid a fines de 1759 para asumir el gobierno de España con el nombre de Carlos III. Era un hombre experimentado y prudente, que participaba totalmente de las tendencias liberales que predominaban por entonces en Europa; al llegar a sus nuevos dominios, lo acompañaban algunos de sus consejeros de Nápoles, entre los cuales se destacaba el marqués de Esquilache, a quien confió el ministerio de Hacienda.

Una de sus primeras medidas fué renovar el pacto de Familia, restableciendo de ese modo la alianza con Francia; inmediatamente intervino en la guerra de los Siete Años al lado de ella, de modo que al firmarse el tratado de París (1763) debió arrostrar las consecuencias de la derrota; así perdió la Florida y la Colonia del Sacramento, recibiendo en compensación la Luisiana francesa.

En 1766, un motín popular obligó al marqués de Esquilache a abandonar su cargo y entonces llegó al gobierno el conde de Aranda, espíritu liberal y progresista que trabajó por la transformación del país. Al año siguiente de subir al poder ordenó la expulsión de los jesuítas de los dominios españoles, acusándolos de haber instigado la guerra guaranítica y de constituir un estado dentro del estado.

Poco más tarde, en 1777, el ministerio de Estado fue confiado al conde de Floridablanca, un político de tendencias semejantes a las de Aranda. A él se debió la conclusión del pleito con Portugal por la Colonia del Sacramento, mediante la firma del tratado de San Ildefonso, y el fortalecimiento de la alianza con Francia, unida a la cual España entró en guerra contra Inglaterra en 1779. Este nuevo conflicto duró hasta 1783 y España obtuvo algunas ventajas coloniales aunque fracasó en su intento de recuperar Gibraltar.

Por esa época colaboraba con el conde de Floridablanca un grupo de hombres de vasta iniciativa del que formaban parte Cabarrus y Gálvez, y, sobre todo, un especialista en cuestiones económicas de extraordinaria capacidad, el marqués de Campomanes. A él se debió la realización de muchas iniciativas felices y de vasta repercusión, que, unidas a las de los otros ministros, permiten considerar el reinado de Carlos III como una de las épocas más brillantes de la historia española.

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LAS REFORMAS LIBERALES EN ESPAÑA

Las reformas introducidas por Carlos III beneficiaron a la metrópoli pero se extendieron también a las colonias americanas. Con respecto a España una de las preocupaciones fundamentales fue corregir las muchas deficiencias que presentaba el régimen administrativo y financiero. En efecto, una política confiscatoria había conducido a la creación de gran cantidad de impuestos que absorbían las ganancias y, en consecuencia, paralizaban la iniciativa privada. Para remediar esa situación, se suprimieron muchos gravámenes y se redujeron otros, estableciéndose, además, un sistema riguroso para la percepción de las rentas del estado. Por otra parte, para resolver el problema fiscal, se creó el Banco Nacional de San Carlos, institución de crédito que permitió regularizar la hacienda pública.

Lo más importante, sin embargo, fue el estímulo que se prestó a la iniciativa privada. El gobierno comenzó a desarrollar las industrias y decidió contratar artesanos extranjeros para que introdujeran nuevas técnicas y las enseñaran a los españoles; la cristalería y la porcelana, los paños y los terciopelos comenzaron a fabricarse en las manufacturas que surgían. Entre tanto, la agricultura merecía no menor atención y, al tiempo que se creaban escuelas agrícolas, se procuraba favorecer el desarrollo de la producción creando algunas colonias y realizando las obras de riego necesarias para tornar fértiles algunas zonas pobres.

Este programa de fomento de la riqueza y de la instrucción nacional se concretó en la fundación de juntas populares en las diversas regiones, llamadas Sociedades de amigos del país, cuya misión era favorecer el desarrollo de la instrucción popular, la agricultura, el comercio y la industria.

Félix de Samaniego, un poeta de la época, conocido sobre todo por sus fábulas de intención moral, caracterizaba así, en una poesía dirigida al conde de Peñaflorida, director de la Sociedad vascongada de amigos del país, los fines que se proponían esas instituciones:

(…)

Mientras que con la espada en mar y tierra

los ilustres varones

engrandecen su fama por la guerra

sojuzgando naciones,

tú, Conde, con la pluma y el arado,

ya enriqueces la patria, ya la instruyes;

y haciendo venturosos, has ganado

el bien que buscas y el laurel que huyes.

Con darte todo al bien de los humanos

no contento, tu celo

supo unir a los nobles ciudadanos

para felicidad del patrio suelo.

Así unes a los hombres laboriosos

para hacer los trabajos más fructuosos.

Aquél viaja observando

por las naciones cultas,

cuál cultiva los campos, cuál las ciencias.

de diversos modos,

juntando estudios, viajes y experiencias,

resulta el bien en que trabajan todos.

(FÉLIX DE SAMANIEGO, Al conde de Peñaflorida)

(…)

La acción de esos grupos progresistas se hizo notar en las diversas regiones españolas. Pero sus múltiples proyectos, como los de la corona, quedaron olvidados cuando, en 1788, murió Carlos III y le sucedió en el trono su hijo Carlos IV.

(…)

CARLOS IV

Dotado de escasas condiciones de hombre de estado, Carlos IV debió actuar en una época particularmente difícil. A poco de llegar al poder estallaba en Francia la gran revolución de 1789, cuyas consecuencias no se hicieron esperar en Europa. La insurrección del pueblo contra el poder real y, luego, la ejecución de Luis XVI, crearon un ambiente de tensión política del cual resultaron graves problemas internos y externos en todas las monarquías, y Carlos IV no era, sin duda, el hombre que podía afrontar en España tan delicada situación. Entregado a su ministro don Manuel Godoy y preocupado por difíciles problemas familiares, el rey consumía su tiempo en la atención de las pequeñas contiendas cortesanas y procuraba evitar los riesgos con que le amenazaba cada día la situación europea, sirviéndose de una incierta política desprovista de orientación y de claros propósitos. En tales circunstancias, se produjo el ascenso de Napoleón Bonaparte, que muy pronto se transformó en árbitro de Europa.

Poco después, España entraba en la órbita del emperador de Francia. En efecto, para resolver sus conflictos internos, Carlos IV no halló mejor procedimiento que apelar a Bonaparte, circunstancia que éste aprovechó para envolverlo en una vasta maniobra política cuyas consecuencias no tardaron en advertirse. Así, en 1808, Carlos IV, después de un violento choque con su hijo Fernando, cedía la corona a Napoleón, quien la traspasó a su hermano José.

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PRUSIA BAJO FEDERICO II

Bajo la influencia de las nuevas ideas difundidas por la Enciclopedia, Federico II de Prusia gobernó su país desde 1740 con un propósito tenaz de transformar sus dominios. Introdujo numerosas modificaciones para modernizar la administración y se preocupó sobre todo de darle fuerza y agilidad a su política y a su ejército.

Logró Federico II importantes ventajas a costa del Santo Imperio, y ocupó un lugar destacado en la guerra de los Siete Años, en la que luchó al lado de Inglaterra contra Austria, apoyada por Francia, Desde entonces Prusia debió ser considerada como una de las primeras potencias militares del continente.

En su corte de Postdam, Federico II reunió un núcleo importante de artistas y sabios —entre ellos Voltaire—, transformando su palacio de Sans Souci en uno de los centros de cultura más importante de Europa. Gracias a su protección, la Academia de Ciencias de Prusia llegó a ser un importantísimo centro científico.

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RUSIA EN ÉPOCA DE CATALINA LA GRANDE

Heredera de los ambiciosos proyectos de Pedro el Grande, Catalina de Rusia —que subió al trono en 1762— se esforzó por llevarlos a cabo. Su propósito era, sobre todo, occidentalizar a Rusia, difundir en ella los hábitos europeos, las ideas y preocupaciones científicas y literarias; pero además, consolidar la situación de Rusia como primera potencia del mar Báltico para que pudiera hacer lucido papel en la política general de Europa.

Fuertemente sometida a la influencia de ciertos grupos alemanes, su firmeza y su decisión orientaron su política hacia el engrandecimiento de su país. Estuvo en estrecho contacto con filósofos y hombres de ciencia, y a invitación suya acudió a su corte el gran filósofo francés Descartes.

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AUSTRIA BAJO MARÍA TERESA

Austria, que había caído bajo la influencia del pensamiento moderno ya en tiempos de Carlos VI, continuó su proceso de transformación durante el reinado de su hija María Teresa, llegada al trono en 1740. Por la Pragmática Sanción habíale asegurado su padre la sucesión, pero en una situación política tan difícil que, en los primeros años de su reinado, perdió parte de sus territorios a manos de Federico II de Prusia.

Nuevamente volvió a combatir con Prusia en la guerra de los Siete Años, y de nuevo la fortuna le fué adversa. Pero el Santo Imperio conservó su fuerza política, gracias sobre todo al brillo que reflejaba su corte. Desde ella se proseguía la obra de José II, modernizando la administración, el régimen financiero, el sistema penal; y sobre todo, se mantenía en el suntuoso palacio de Schoenbrun el brillo de las artes y las letras.

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CAPÍTULO XIV. LA INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS (siglos XVI a XVIII)

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La independencia de los Estados Unidos. — Las colonias inglesas en el siglo XVIII y los primeros conflictos con la metrópoli. — Los impuestos. — El congreso de Filadelfia. Washington. — Las operaciones militares y la declaración de la independencia. — La intervención de Francia y de España. — El triunfo americano y la paz de Versalles. — La constitución de los Estados Unidos.

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A partir de los comienzos del siglo XVI, varias naciones europeas se propusieron conquistar y colonizar los territorios de la América del Norte. España, Francia, Inglaterra, Suecia y Holanda intentaron hacerlo con distinta fortuna en sucesivas empresas, logrando establecerse en diferentes regiones de modo más o menos duradero. Finalmente fueron Inglaterra, España y Francia las que consiguieron asentar sus colonias y perdurar en sus establecimientos. Pero las colonias inglesas, que fueron las que adquirieron mayor importancia, lograron independizarse en la segunda mitad del siglo XVIII, y constituyeron una nación autónoma destinada a adquirir muy pronto gran importancia económica y política. Las otras colonias, en cambio, corrieron otra suerte y no pudieron escapar a la influencia de la nueva potencia americana que, en el siglo siguiente, extendió sobre ellas su autoridad.

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LA INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS

Inglaterra había fundado en la región costera trece colonias que, en el curso del siglo XVII, y, sobre todo, a lo largo del XVIII, adquirieron un extraordinario desarrollo. Su propio crecimiento y ciertas circunstancias de la política metropolitana originaron en ellas un estado de ánimo que las predispuso a separarse de la metrópoli. Así, en la segunda mitad del siglo XVIII, las trece colonias se unieron para constituir un estado independiente.

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LAS COLONIAS INGLESAS EN EL SIGLO XVIII Y LOS PRIMEROS CONFLICTOS CON LA METRÓPOLI

Las prósperas colonias inglesas tenían un régimen político singular. Aun cuando formaban parte del estado inglés, poseían un sistema de gobierno que atribuía a sus integrantes una considerable participación en el gobierno; esta intervención era diferente en las distintas colonias, porque no había para ellas un sistema unitario sino que cada una poseía distinta organización. Pero, en general, su característica era que, por debajo del gobernador residente, apoyado en algunas fuerzas militares, había un parlamento local que poseía las atribuciones del parlamento inglés en cuanto a la facultad de obligar con sus decisiones a los colonos, quienes, en cambio, no dependían de las autoridades metropolitanas en ciertos asuntos.

El panorama social no era, sin embargo, parejo en todas las colonias. En el sur predominaban las familias inglesas, celosas de su ascendencia y de sus prerrogativas, que se habían organizado con un sentido fuertemente aristocrático y sobre la base de la explotación de las plantaciones por negros esclavos. El centro y el norte, en cambio, eran más democráticos, pero mientras en el centro se advertía una gran tolerancia religiosa, en el norte los puritanos impusieron una férrea disciplina en la fe y en la conducta cotidiana. John Cotton, el primer sacerdote de la iglesia de Boston,, definía así su pensamiento sobre la necesidad de un predominio eclesiástico sobre la vida civil:

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Mejor es disponer las cosas de la comunidad como en la casa de Dios, que es su Iglesia, que ajustar el organismo de la Iglesia al estado civil. No veo que Dios haya prescripto la democracia como gobierno adecuado ni de la Iglesia ni del cuerpo social. Si el pueblo es quien gobierna, ¿quiénes son los gobernados? En cuanto a la monarquía y a la aristocracia. ambas están claramente aprobadas y mandadas en la Escritura, aunque con la soberanía dependiente de Dios mismo, y la Escritura establece en ambas la teocracia como la mejor forma de gobierno en el cuerpo social, así como en la Iglesia.

(JOHN COTTON, carta a Lord Say y Sele, hacia 1637)

(…)

En lo económico, las colonias se caracterizaron por el florecimiento de su agricultura; el algodón, el tabaco, el azúcar y el arroz fueron los cultivos fundamentales del sur y del centro, en tanto que el norte se dedicó al cultivo de los cereales; pero en ninguna región pudo desarrollarse la industria y el comercio debido a la oposición de la metrópoli, que no quería perder esos mercados para sus productos manufacturados.

El progresivo desarrollo económico y la personalidad que, con el tiempo, adquirieron las distintas colonias, suscitaron entre ellas y la metrópoli algunas diferencias que, a lo largo del siglo XVIII, crearon un ambiente de sorda hostilidad entre ambas. Contribuyeron a fomentarla las trabas económicas que Inglaterra intentó imponerles con el sistema monopolista, pero más aún la pretensión de acrecentar la intervención del gobierno metropolitano en los asuntos internos de las colonias. En efecto, la situación de ciudadanos que conservaban, así como el largo ejercicio de los derechos políticos en el seno de los organismos locales, habían proporcionado a los colonos una vigorosa conciencia de su responsabilidad y de su autonomía; de ese modo, cuando el parlamento, por una parte, y el rey Jorge III, por otra, quisieron acrecentar su autoridad en las colonias, los ánimos se levantaron y el ambiente se tornó propicio para una rebelión abierta. Sólo faltaba un motivo que desencadenara el conflicto y surgió con el problema de los impuestos.

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LOS IMPUESTOS

Hasta entonces Inglaterra se había abstenido de cobrar impuestos en sus colonias; pero después de la guerra de los Siete Años, y a causa de la difícil situación financiera por que pasaba, el gobierno inglés resolvió establecerlos. Los colonos se opusieron a esta medida y comenzaron a discutir los fundamentos jurídicos apelando a la tradición política inglesa. En 1771, Samuel Adams escribía:

(…)

A menudo se ha citado a Locke en esta disputa y muy en favor nuestro. Su razonamiento es tan poderoso que nadie ha tratado nunca de refutarlo. Sostiene él que “la preservación de la propiedad es el objeto del gobierno, y aquello para lo cual los hombres forman sociedad”. Es, pues, necesario dar por sentado que las personas tienen propiedad, sin lo cual debe suponerse que pierden al formar sociedad aquello para cuya preservación la formaron: absurdo demasiado grande para que nadie lo acepte. Por tanto, puesto que los hombres que viven en sociedad poseen propiedad, tienen tal derecho a los bienes que por la ley de la colectividad son suyos, que nadie tiene el derecho de tomar ninguna porción de esos bienes sin el consentimiento de los dueños, pues, de otro modo, éstos no tienen propiedad alguna. Porque yo no soy en realidad el dueño de aquello que otros tienen el derecho de quitarme, cuando les plazca y sin mi consentimiento.

(SAMUEL ADAMS, Artículo firmado con el seudónimo de Candidus en Obras Completas)

(…)

Basados en esta doctrina, los liberales —o whigs— de las colonias impugnaron los fundamentos de aquella medida y fueron apoyados por los whigs de la metrópoli, quienes admitieron y fundamentaron el principio de que si los colonos no tenían representación en el parlamento, no podía el parlamento, por su sola autoridad, fijarles impuestos.

La metrópoli había establecido en 1765 el impuesto al timbre o papel sellado; dos años después fué anulado, pero se establecieron otros sobre el té, el papel y algunos otros productos, con lo cual la agitación creció y, mientras algunos, como Samuel Adams, planteaban el asunto según sus fundamentos doctrinarios, otros organizaron la resistencia práctica y comenzaron a no comprar esos artículos; finalmente, en 1773, algunos exaltados arrojaron al mar un cargamento de té que había llegado al puerto de Boston. Entonces el gobierno inglés decidió proceder con energía y ordenó cerrar el puerto, al tiempo que disolvía la legislatura de la colonia de Massachusetts.

(…)

EL CONGRESO DE FILADELFIA. WASHINGTON

La gravedad de la situación provocó entre los colonos el deseo de encontrar una fórmula de conciliación. Para unificar las opiniones e intentar un arreglo, se resolvió convocar un congreso en la ciudad de Filadelfia, que se reunió en 1774; allí redactaron los delegados un petitorio a la corona solicitando la supresión de los impuestos y de las enérgicas medidas que había tomado contra Massachusetts. Pero el gobierno inglés respondió violentamente declarándolos rebeldes, y los ánimos se exaltaron ante las medidas militares que adoptó. Poco después, las milicias nacionales, que habían adquirido cierta importancia en la guerra contra Francia, se enfrentaron con el ejército metropolitano en Lexington (abril de 1775) y consiguieron una victoria que, dando comienzo a la rebelión franca, permitió a los colonos afrontar operaciones de mayor magnitud; en efecto, poco después las milicias nacionales sitiaban la ciudad de Boston donde estaba el gobernador inglés.

En mayo, un nuevo congreso se reunió en Filadelfia. Con una serie de medidas radicales manifestó su decisión no sólo de continuar la lucha sino también de llevar hasta sus últimas consecuencias el movimiento emancipador; además se regularizó la situación del ejército nacional y se encomendó su dirección a Jorge Wáshington, un rico colono de Virginia que se había distinguido por su valor y su prudencia. Desde entonces, Wáshington fue el alma del movimiento.

Había participado en la guerra que Inglaterra sostuviera contra Francia en territorio americano y allí había adquirido gran experiencia militar y un tino político que le confirió mucha autoridad entre los colonos. Wáshington puso esas virtudes al servicio del movimiento nacional y encabezó el partido de los que decidieron llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias.

(…)

LAS OPERACIONES MILITARES Y LA DECLARACIÓN DE LA INDEPENDENCIA

Las tropas nacionales consiguieron algunos éxitos y la ciudad de Boston fue abandonada por los ingleses; pero Inglaterra comenzó a volcar sobre sus colonias sublevadas todo el peso de su poder y un grueso ejército apareció en América.

Los colonos no se arredraron y, por el contrario, se afirmaron en su idea de luchar hasta conseguir la independencia absoluta. Así, el 4 de julio de 1776, el congreso de Filadelfia resolvió declararla y fijó su resolución en un documento que, tras expresar los fundamentos de tan importante decisión y los principios en que se inspiraba, terminaba diciendo:

(…)

Nosotros, los representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en congreso General, protestando ante el Juez Supremo del mundo de la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad del buen pueblo de esas colonias, publicamos y declaramos solemnemente: que esas colonias unidas son, y deben ser de derecho, estados libres e independientes; que están liberadas de toda sumisión hacia la corona británica; que todo lazo politico entre ellas y la Gran Bretaña es y debe ser totalmente disuelto, y que, como estados libres e independientes, tienen pleno poder para declarar la guerra, concluir la paz, contraer alianzas, reglar su comercio y cumplir todos los otros actos que los estados independientes tienen el derecho de cumplir.

En apoyo de esta declaración, y con una firme confianza en la protección de la Divina Providencia, comprometemos mutuamente, los unos con respecto a los otros, nuestra vida, nuestra fortuna y nuestro más sagrado bien: el honor.

(Acta de la declaración de la independencia de los Estados Unidos.)

(…)

Afortunadamente para los colonos, sus armas obtuvieron un brillante triunfo en Saratoga (octubre de 1777), con el cual no sólo se robusteció la confianza en las propias fuerzas sino que se consiguió el apoyo de Francia y más tarde, de España y Holanda.

(…)

LA INTERVENCIÓN DE FRANCIA Y DE ESP AÑA

En efecto, desde hacía algún tiempo estaba en Francia como agente de los colonos insurrectos Benjamín Franklin, quien había recibido la misión de lograr el apoyo de las potencias europeas contra Inglaterra. Después de la batalla de Saratoga, Luis XVI firmó con los Estados Unidos un tratado de alianza (1778), en virtud del cual un ejército francés se trasladó a América a las órdenes del general Bochambeau. Poco después, España se incorporó a la alianza (1779) y un año más tarde lo hizo Holanda. En esas condiciones, los Estados Unidos pudieron luchar con éxito contra la metrópoli y obtener importantes y decisivos triunfos.

(…)

EL TRIUNFO AMERICANO Y LA PAZ DE VERSALLES

En 1781, Washington consiguió unir sus tropas con las de Rochambeau y obligó a rendirse a un poderoso ejército realista en Yorktown. Después de esa derrota, Inglaterra comprendió la imposibilidad de mantener la lucha contra las grandes potencias europeas que ayudaban a sus colonias sublevadas y comenzaron las negociaciones de paz. Franklin, por su parte, al advertir que los intereses de sus aliados se alejaban de los de su país, decidió entenderse directamente con Inglaterra y pactó una paz por separado en 1783; por ella, Inglaterra reconocía la independencia de los Estados Unidos y el ensanche de su territorio hasta la margen izquierda del río Mississipi. Este acuerdo fue formalizado ese mismo año por el tratado de Versalles, en el cual reconocían los antiguos aliados de los Estados Unidos las cláusulas establecidas en la negociación separada entre esa nación y su antigua metrópoli.

(…)

LA CONSTITUCIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS

El congreso de Filadelfia había votado la independencia de las trece colonias pero no había establecido entre ellas una unidad efectiva; constituían una especie de confederación cuyo único vínculo de unión era el congreso; pero este cuerpo no pudo solucionar los múltiples problemas económicos y políticos que se suscitaron a raíz de la independencia, y la desunión comenzó a manifestarse entre ellos. La situación se tornaba grave después de la victoria, porque entonces el país tenía que actuar en el terreno internacional y no contaba con unidad interior ni con un órgano ejecutivo que lo representara.

Jorge Wáshington fue, en estas circunstancias, el jefe del grupo que trató de resolver esta peligrosa situación. En 1787 consiguió reunir en Filadelfia una convención destinada a establecer la unificación política de las antiguas colonias y en ella planteó la necesidad de promulgar una constitución. Las deliberaciones pusieron de manifiesto la existencia de dos tendencias: la de los partidarios de una firme autoridad central, encabezada por Washington y Franklin, y la de los que defendían la autonomía de los estados. Cuando la oposición entre ambos grupos se hizo irreductible, surgió en la convención la figura de Hamilton, que en un memorable discurso consiguió inclinar la balanza en favor de los partidarios de la unidad. Poco después, el 17 de setiembre de 1787, se aprobaba una constitución que fundamentaba la nueva nación sobre bases sólidas.

El texto constitucional, redactado por Johnson, Hamilton, Morris, Madison y King, establecía un régimen federal cuyos poderes se equilibraban sabiamente entre sí. Al ponerse en vigor, en 1789, Jorge Wáshington fue elegido presidente de la república y luchó, desde su alto cargo, por encauzar el cumplimiento de la constitución, pese a los recelos de los diversos estados, que temían ser absorbidos por el poder central. Fue de inmenso valor para aclarar el sentido del texto constitucional la obra que Hamilton, Madison y Jay escribieron con el título de El federalista, en la que glosaban sus distintas disposiciones y precisaban su alcance.

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CAPÍTULO XIV. LA REVOLUCIÓN FRANCESA

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La oposición al antiguo régimen. — El proceso revolucionario. — Trascendencia de la revolución francesa en Europa y en América.

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Las llamadas nuevas ideas, esto es, las diversas soluciones más o menos radicales propuestas para los problemas candentes, no fueron sino la respuesta ofrecida por los hombres más responsables a los interrogantes planteados por las circunstancias. En efecto, en los últimos años del siglo XVIII la situación económica se agravaba en Europa; en Francia, en particular, se hizo muy difícil y, lo que es más importante, se complicó con graves problemas sociales y políticos.

La situación económica de Francia era, en verdad, de fácil solución. La agricultura y la industria trabajaban regularmente, pero sufrían el peso de las terribles cargas fiscales. Ahora bien, estas cargas no eran sino la consecuencia de la política cortesana de Luis XIV, que, para atraer hacia sí a los nobles, los había concentrado en Versalles, asignándoles fuertes pensiones.

La corte, en general, gastaba una parte considerable de las rentas públicas. El rey Luis XVI, que había llegado al trono en 1774, no poseía la energía suficiente para poner un freno a esa situación, agravada por la conducta de la reina María Antonieta, que persistía en no renunciar a ninguno de sus costosos caprichos, y de los nobles, cuyo egoísmo obstaculizaba cualquier solución.

(…)

LA OPOSICIÓN AL ANTIGUO RÉGIMEN

Naturalmente, estos gastos —así como los de las guerras, más desgraciadas que beneficiosas desde la época de Luis XIV— recaían sobre la burguesía productora. Los impuestos directos, como la talla o contribución territorial, y los indirectos, como 1a gabela o las ayudas, disminuían las ganancias de la única clase que trabajaba, y conducían a la miseria, con ella, a la nación misma. Esa clase recibía allí el nombre de estado llano o Tercer estado, en oposición a los otros dos estados o clases privilegiadas: el clero y la nobleza; y su desgraciada situación económica se complicaba con el odioso sistema de privilegios que acentuaba su inferioridad. Luis XVI quiso remediar la situación, y, en 1774, llamó al ministerio de hacienda al economista Turgot, quien procuró aplicar las doctrinas fisiocráticas; sin embargo, la oposición de las clases privilegiadas puso fin muy pronto a su labor y el rey llamó entonces a un banquero, Necker, cuyas soluciones ficticias no pudieron disimular la inminente bancarrota del estado, que arrastraba una deuda monstruosa, ni obtener más recursos de la nación, que no podía ya soportar el régimen impositivo. En esas circunstancias, Necker convenció al rey para que convocara los Estados generales, esto es, una asamblea constituida por representantes de los tres estados; su objeto era que cada cual propusiera las soluciones que creyera convenientes para remediar la precaria situación del fisco; pero, en cuanto se conoció la convocatoria, la burguesía comenzó a agitarse. En efecto, al redactarse los cuadernos en los que cada diputado consignaría la voluntad de su electorado, se insinuaron demandas revolucionarias, cuyos principios estaban claramente inspirados en las nuevas ideas de economistas y filósofos.

Además, el Tercer estado comenzó a sacudir su indiferencia política y se propuso hacer sentir el peso de su número. A principios del año 1789, el abate Sieyès publicaba un folleto titulado ¿Qué es el Tercer estado?, cuyas ideas señalaron un rumbo al curso de los acontecimientos. Decía Sieyès:

(…)

¿Quién osaría, pues, decir que el Tercer estado no tiene en sí todo lo necesario para formar una nación completa? Es el hombre robusto y fuerte, uno de cuyos brazos está encadenado todavía. Si se suprimiera el orden privilegiado la nación no sería menos en nada, sino que sería algo más. Así, ¿qué es el Tercer estado? Todo, pero un todo trabado y oprimido. ¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y floreciente. Nada puede marchar sin él y todo iría infinitamente mejor sin los otros.

(ABATE EMMANUEL SIEYÈS, ¿Qué es el Tercer estado?)

(…)

La conclusión era que debía concedérsele al Tercer estado algunas ventajas, especialmente en cuanto a la supresión de impuestos y a la participación en el gobierno político. Poco antes de la reunión de los Estados generales —fijada para mayo de 1789— se habían vendido millares de ejemplares de este folleto indudablemente revolucionario.

(…)

EL PROCESO REVOLUCIONARIO

Reunidos en Versalles el 5 de mayo de 1789, los diputados comenzaron sus sesiones. El rey inauguró las deliberaciones y sostuvo que la misión de la asamblea era indicar los medios para reorganizar la administración, pero nada dejó entrever acerca de la posibilidad de establecer una monarquía constitucional, como deseaban todos.

Inmediatamente se planteó el conflicto entre el Tercer estado y los órdenes privilegiados; se discutía si se votaría por estado —con lo cual los privilegiados tendrían dos votos contra uno— o por diputado, sistema que daba ventaja al tercero; como la discusión se prolongara, los diputados del Tercer estado resolvieron constituir por sí mismos la Asamblea nacional (junio de 1789), sosteniendo que representaban a la inmensa mayoría del país; y cuando se los quiso expulsar del recinto, juraron, reunidos en un juego de pelota vecino, no separarse hasta haber dado una constitución a Francia. El rey comprendió la gravedad de la situación y, reconociendo la decisión tomada, ordenó a los miembros de los órdenes privilegiados que se incorporaran a la asamblea. Poco después, en julio, tomaba ésta el nombre de Asamblea constituyente y se ponía a la tarea de redactar una constitución.

Pero el rey y la nobleza no se conformaron con el aspecto que tomaban los acontecimientos, y prepararon la disolución de la asamblea por la fuerza. La población de París se agitó ante la noticia y se amotinó abiertamente, marchando, el 14 de julio, a apoderarse de la Bastilla, prisión de estado en la que veía el símbolo del absolutismo monárquico. Con armas para el ataque y picos para la destrucción, los parisienses entraron en la cárcel, que quedó convertida en ruinas.

(…)

La sangre de la Bastilla gritó en toda la Francia. Fue un instante público como aquel en que Tarquino fue echado de Roma. No se pensó en las más sólidas ventajas, en la huida de las tropas que bloqueaban París; no hubo sino regocijo por la conquista de una prisión de estado. Lo que llevaba el signo de una esclavitud que abrumaba, sacudía más la imaginación que lo que amenazaba a una libertad que no se tenía. Fue el triunfo sobre la servidumbre.

La imaginación y la piedad hicieron milagros; se pensaba en cómo había perseguido el despotismo….. a nuestros padres y se lloraba por las víctimas; pero no se temía ya más a los verdugos.

(SAINT-JUST, El espíritu de la revolución.)

(…)

Francia entera imitó a París y por todas partes surgieron gobiernos populares que asaltaron castillos feudales y quemaron los archivos que registraban los derechos de que gozaban sus señores. Y el 4 de agosto, para calmar la inquietud popular, la Asamblea constituyente decretó la abolición de todos los privilegios feudales que subsistían y agobiaban al estado llano.

Poco después se iniciaba la preparación del texto constitucional. La Asamblea resolvió que se encabezara con una definición de los principios que la inspiraban y muy pronto fue aprobada la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, cuyos primeros artículos decían así:

(…)

Art. 10 — Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden estar fundadas más que sobre la utilidad común.

Art. 20 — El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión.

Art. 39 — El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún cuerpo, ningún individuo pueden ejercer autoridad si no emana directamente de ella.

(Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Preámbulo de la constitución de 1791.)

(…)

La fuente inspiradora de la declaración era el pensamiento de Locke, de Rousseau y de Montesquieu. Estos mismos maestros guiaron la redacción de la constitución, que fue promulgada en 1791. Establecía una monarquía constitucional, en la que el poder ejecutivo estaba constituido por el rey, y el poder legislativo por una asamblea que representaba a la nación; del mismo modo, los tribunales eran elegidos por el pueblo.

Entretanto, el rey y la nobleza buscaban una salida a su difícil situación. Mientras el primero fracasaba en su plan de escapar a Austria (junio de 1791), gran número de nobles lograban hacerlo y constituyeron un ejército en Coblenza. Un gran escritor, el vizconde de Chateaubriand, formaba parte de él y lo describe así:

(…)

El ejército de los príncipes estaba compuesto de gentiles hombres clasificados por provincias, que servían en calidad de simples soldados. Teníamos tiendas de campaña pero carecíamos de todo. Nuestros fusiles, de manufactura alemana, de un terrible peso, nos quebraban las espaldas y frecuentemente no servían para tirar. Toda esta tropa pobre, que no recibía un sueldo de los príncipes, hacía la guerra a su costa, en tanto que los decretos acababan de despojarla y arrojaban a nuestras mujeres y nuestras madres en los calabozos.

(CHATEAUBRIAND, Memorias de ultratumba.)

(…)

Los nobles esperaban reponer al rey con la ayuda del emperador de Austria y del rey de Prusia, pero diversas circunstancias movieron a éstos a no apurar los acontecimientos. Sin embargo, reunida la Asamblea legislativa a fines de 1791, al iniciarse la era constitucional, comenzó a preocuparse por las constantes amenazas que llegaban desde Austria y que parecían vincularse a las conjuraciones internas; cuando consideró que la seguridad nacional peligraba por el apoyo que el emperador prestaba a los emigrados, la asamblea no vaciló —pese a la situación interior— en declarar la guerra a Austria en abril de 1792.

Poco después, el rey, a quien se suponía fundadamente en connivencia con los emigrados, fue suspendido en sus funciones, mientras los ejércitos enemigos comenzaban a acercarse a la frontera y entraban en el territorio. Pero el peligro fue conjurado por el general Dumouriez en la batalla de Valmy (setiembre de 1792) y la situación interior fue afrontada con decisión revolucionaria. En efecto, se disolvió también la Asamblea legislativa y, habiéndose declarado la patria en peligro, se convocó una asamblea general a la que se llamó Convención.

Ese mismo mes de setiembre de 1792, la Convención inició sus deliberaciones en medio de un ambiente de extremada violencia. Los patriotas advertían el peligro que los cercaba y optaron por eliminar todas las semillas de rebelión. Como primera medida se abolió la dignidad real y se proclamó la república; en seguida se pensó en el destino del ex monarca, sosteniendo algunos que debía sometérsele a juicio mientras otros creían que bastaba condenarlo por un acto político de la Convención. Robespierre, que defendía esta opinión, decía:

(…)

No hay que hacer proceso alguno. Luis no es un acusado y vosotros no sois jueces; vosotros sois y no podéis ser más que hombres de estado y representantes de la Nación. No tenéis que dar una sentencia contra un hombre sino que tenéis que tomar una medida de salud pública y ejercer un acto de providencia nacional.

Los pueblos no juzgan como las cortes judiciales; no dan sentencias: lanzan el rayo. No condenan a los reyes, sino que los hunden en la nada y esta justicia equivale a la de los tribunales. Yo pronuncio, con pesar, esta verdad fatal. Pero Luis debe morir a cambio de cien mil ciudadanos virtuosos. Luis debe morir porque es necesario que la patria viva.

(ROBESPIERRE, Discurso de la Convención el 3 de diciembre de 1792.)

(…)

Poco después el rey era ajusticiado y Robespierre y sus partidarios —los jacobinos— conseguían dominar en la Convención. Desde entonces Robespierre impuso una política de violenta energía que ocasionó las múltiples persecuciones que se conocen con el nombre de el Terror, gracias a la cual, pese a muchas injusticias, se eliminó la posibilidad de una reacción interna que se combinara con los ataques de las tropas de los emigrados y sus aliados.

En efecto, mientras la Convención delegaba el poder ejecutivo en un Comité de salvación pública en el que predominaban Robespierre y sus partidarios, y mientras se dedicaba ella misma a resolver diversas cuestiones políticas, administrativas y judiciales, el enemigo seguía golpeando en la frontera. En 1793 se constituía una coalición de casi todas las potencias europeas contra Francia, que parecía destinada a sucumbir; pero la Convención supo acudir a todas las necesidades, y pese a la invasión, los generales Jourdan y Hoche pudieron contener a los enemigos y obligarlos a pedir la paz. En esas circunstancias, se procedió a reorganizar el estado. El terror había llegado a su máxima crueldad hacia mediados de 1794 y bien pronto se produjo una reacción que llevó a Robespierre a la guillotina. Poco después, en 1795, la Convención daba por terminadas sus funciones y sancionaba la constitución del año III de la República.

Establecía un poder ejecutivo —el directorio— constituido por cinco miembros, y un poder legislativo formado por dos cámaras. Ese mismo año, en octubre, comenzaba a funcionar la nueva organización política, cuyo programa debía ser la normalización de la situación interna; pero fracasó en ello y muy pronto el poder cayó en manos de un general que representaba la seguridad de un gobierno fuerte, y, sobre todo, la conducción de la guerra exterior con posibilidades de triunfo: Napoleón Bonaparte.

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TRASCENDENCIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN EUROPA Y EN AMÉRICA

La Revolución francesa conmovió a todos los estados de Europa. Muy pronto reaccionaron contra sus principios en Inglaterra, y contra el posible avance de sus tropas todos los países del continente. Pero en las masas burguesas sus ideales comenzaron a hacerse carne y, poco a poco, distintos movimientos pretendieron imponer en diversos países europeos regímenes inspirados por la revolución. En rigor, toda la historia del siglo XIX está caracterizada por la lucha en favor o en contra de sus postulados, que, a la larga, alcanzaron a cristalizar en distintas formas en muchos países.

También en América española repercutió la grave convulsión que sufrió Francia. Clandestinamente, las informaciones más o menos exactas de los hechos comenzaron a llegar a las colonias españolas, cuyas autoridades, celosas del orden, quisieron impedir que se difundieran y despertaran inquietudes políticas y sociales. Consiguieron, en efecto, que esas noticias no pasaran de ciertos sectores ilustrados; pero era en ellos, justamente, donde más influencia podían ejercer.

Sin embargo, los caracteres que asumió la Revolución, con sus persecuciones y sus crueldades, así como también la aparición de la dictadura de Bonaparte, fueron enfriando progresivamente el entusiasmo de los americanos. Quedaba en pie la sugestión del pensamiento inspirador de la Revolución, y cierto cúmulo de experiencias políticas e institucionales que no dejarían de aprovechar, en su hora, los patriotas americanos.

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CAPÍTULO XV. LA ÉPOCA DE NAPOLEÓN

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Francia en 1795.El ascenso de Napoleón Bonaparte. Las campañas de Italia y Egipto.La segunda coalición europea.El consulado y su obra: el concordato, el código napoleónico y la organización de la enseñanza.El Imperio: su organización y su obra interior.Las guerras del Imperio.La tercera y la cuarta coalición.La guerra de España y sus consecuencias en Europa y América.La quinta coalición y la campaña de Rusia.La sexta coalición y la abdicación del emperador.La Restauración y los Cien Dias.

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La agitación revolucionaria se había prolongado desde 1789 hasta 1795, fecha en la cual la situación exterior y el estado de ánimo de los franceses permitieron que un general afortunado, Bonaparte, se hiciera cargo del poder político y lo ejerciera en forma autocrática. Desde entonces, Francia es Napoleón; pero como su actividad fundamental fue la conquista, también la historia de Europa se confunde entonces con la del emperador francés. Y aun más lejos, en América, las simpatías o antipatías que despertara el extraordinario éxito del emperador, así como las posibilidades que planteaba su dominio sobre Europa, influyeron asimismo decisivamente en el destino de los pueblos. De ese modo, los veinte años que transcurren entre el fulminante ascenso de Bonaparte y su derrota en Waterloo constituyen un período que puede ser llamado la época de Napoleón.

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FRANCIA EN 1795

Al finalizar el año 1795, Francia entraba en la fase final del período revolucionario; tras muchos años de terrible tensión, los ánimos comenzaron a calmarse y un anhelo de orden empezó a manifestarse en todos los espíritus.

El momento era propicio para que se pusiera en evidencia esta situación espiritual. En lo exterior, Francia había triunfado sobre la primera coalición europea, al firmar la paz con Prusia, España y Holanda y dejar nuevamente solas a Austria e Inglaterra. En lo interno, la Convención había conseguido, sucesivamente, acabar con la dictadura de Robespierre y con el terror, aniquilar luego a los realistas que pretendieron aprovechar la reacción termidoriana para iniciar un movimiento antirrevolucionario, y, por último, redactar una constitución que instituía un régimen estable.

La constitución del año III de la República creaba un directorio compuesto de cinco miembros para ejercer el poder ejecutivo; dos consejos —el de los Quinientos y el de los Ancianos— constituían el poder legislativo. El 26 de octubre de 1795, la nueva constitución entraba en vigor y Francia tuvo la sensación —ilusoria— de que comenzaba una época de paz. El primer signo fue la despreocupación general por las cuestiones públicas que comenzó a advertirse. Sin embargo la situación era grave, interior y exteriormente. Austria no estaba vencida, e Inglaterra seguía trabajando para reconstruir la coalición europea contra la Francia revolucionaria. Y así, mientras los directores trataban, entre los mayores desaciertos, de orientar la vida interna del país, se confió a Bonaparte le campaña contra Austria.

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EL ASCENSO DE NAPOLEÓN BONAPARTE, LAS CAMPAÑAS DE ITALIA Y EGIPTO

Bonaparte se había distinguido en 1793, siendo capitán de artillería, en la defensa de Tolón, sitiada por una escuadra angloespañola. Poco después era ascendido a general, cuando sólo contaba veintiséis años, pero como se negara a aceptar el mando del ejército que debía reprimir la sublevación de los campesinos de La Vandée, fue destituido en 1795. Ese mismo año, sin embargo, fue restablecido nuevamente en su grado y se le confió la defensa de la Convención que, a principios de octubre, se sintió amenazada por una sublevación de los realistas estimulados por la caída de Robespierre.

Bonaparte consiguió conjurar el peligro y desde entonces su situación fue sólida, no sólo por la certidumbre unánime de que era un jefe militar eficaz, sino también por su influencia personal.

Poco después se le confió el mando de uno de los ejércitos que debían luchar contra Austria, en los campos de Italia. En efecto, mientras otros dos ejércitos intentaban llegar a Viena por el oeste, Bonaparte debía tratar de aniquilar las tropas austríacas en Italia y marchar luego sobre la capital. Y en tanto que los otros dos cuerpos fracasaban, Bonaparte pudo lograr su objetivo en una campaña rápida y brillante.

En abril de 1796, Bonaparte entró en Italia con un ejército de menos de 40.000 hombres, para pelear con dos cuerpos enemigos —uno sardo, otro austríaco— que totalizaban el doble de sus fuerzas. Una audaz maniobra le permitió dividir a sus rivales y muy pronto los sardos, derrotados, pidieron la paz mientras Napoleón se dirigía contra los austríacos. En mayo consiguió vencerlos en la batalla de Lodi y desde allí se dirigió a Mantua, posición fortificada cuya captura le aseguraría la posesión de los pasos alpinos y la llanura del Po. Los austríacos enviaron sucesivamente contra él cuatro ejércitos, que Bonaparte destruyó uno a uno, obteniendo las importantes victorias de Arcola y Rívoli. Poco después conseguía cruzar los Alpes y marchar aceleradamente sobre Viena; los austríacos, convencidos del peligro, firmaron el armisticio de Leoben, en abril de 1797, y negociaron luego la paz de Campo Formio, que sellaba la pérdida de su hegemonía en Italia. En efecto, Francia estableció la República Cisalpina en el norte de Italia, e hizo que se reconociera el Rin como su frontera oriental; Venecia, en cambio, fue cedida a Austria, que abandonaba la lucha (1797).

Inglaterra, por su parte, se manifestaba decidida a continuarla. Sus escuadras dominaban los mares y habían hecho fracasar los intentos de realizar un desembarco en Irlanda. En consecuencia, Bonaparte ideó otro plan de guerra y resolvió atacar a Inglaterra en sus fuentes de recursos, para lo cual el primer objetivo debía ser la conquista de Egipto.

En 1798, Bonaparte recibió el mando de un ejército de treinta y cinco mil hombres. Lo embarcó en Tolón en una poderosa flota y, después de esquivar la armada inglesa, pudo conquistar la isla de Malta; luego desembarcó en Alejandría y, finalmente, tras derrotar al ejército turco de los mamelucos en la batalla de Las Pirámides, ocupó la ciudad de El Cairo (julio de 1798). Sin embargo, la posesión de Egipto estaba llena de dificultades; pocos días después de tomar la capital, la flota francesa fue derrotada por el almirante inglés Nelson en Abukir, y más tarde un nuevo ejército turco desembarcó cerca de Alejandría, adonde tuvo que correr Napoleón para derrotarlo y no quedar cercado. Así, Bonaparte comenzó a descorazonarse y pronto renunció a la empresa, dirigiéndose a Francia, donde lo llamaban importantes problemas políticos. Egipto se mantuvo algún tiempo en poder de los franceses, pero fué evacuado en 1801.

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LA SEGUNDA COALICIÓN EUROPEA

Juntamente con los turcos, Inglaterra había conseguido, en 1798, movilizar contra Francia a otros países: Nápoles, Austria y Rusia.

Los coligados iniciaron una recia campaña e invadieron los territorios franceses en Italia y Holanda, amenazando además el propio territorio francés; en esas circunstancias se produjo una desinteligencia entre los aliados, que motivó un amplio movimiento de tropas y pudo aprovechar el general francés Massena para derrotar a los ejércitos rusos de Suvorof, mientras el general Brune vencía a las tropas inglesas del duque de York (1799). De ese modo el peligro quedó temporalmente conjurado y los coligados se vieron obligados a elaborar de nuevo sus planes de ataque.

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EL CONSULADO Y SU OBRA: EL CONCORDATO, EL CÓDIGO NAPOLEÓNICO Y LA ORGANIZACIÓN DE LA ENSEÑANZA

La responsabilidad de las dificultades exteriores recayó sobre el Directorio, cuyos miembros gobernaban desde 1795 sin haber podido orientar firmemente su acción para la defensa nacional y la restauración del orden legal y administrativo. Algunos de los directores comprendían que esta situación era insostenible y comenzaron a pensar en solucionarla por la violencia. En efecto, uno de ellos, Sieyès, llegó a un acuerdo secreto con Bonaparte y, con la complicidad de muchos altos funcionarios, preparó un golpe de estado que tenía como finalidad apoderarse del gobierno.

El 9 de noviembre de 1799 (18 brumario), el consejo de los Ancianos, a moción de su presidente, entregó el mando de la guarnición de París a Napoleón Bonaparte. Mientras tanto, su hermano Luciano conseguía anular por un acto de fuerza el consejo de los Quinientos, que advirtió el peligro, y, poco después, Sieyès, Bonaparte y Roger-Ducos eran encargados por una asamblea formada por unos pocos consejeros, del poder ejecutivo con el título de cónsules.

Los nuevos jefes del estado acometieron en seguida la empresa de preparar una nueva constitución; el proyecta que Sieyès había madurado durante largo tiempo fue rechazado por Napoleón, que preparó otro en el que la autoridad reposaba casi exclusivamente en manos del consulado. Poco después, este último proyecto era convertido en constitución del estado —la constitución del año VIII— y entraba en vigor, confirmándose en sus cargos a los tres cónsules, a quienes se asignaba un período de diez años. La constitución del año VIII disponía que uno de los tres mandatarios ejerciera el cargo de primer cónsul, y esta dignidad —que implicaba una autoridad casi absoluta— le fue acordada a Bonaparte. Los cuerpos legislativos y asesores se elegían por un mecanismo tal que sus miembros no podían sino responder al primer cónsul, de modo que, a partir del golpe de estado, Napoleón Bonaparte ejerció el gobierno sin contrapesos.

La acción del consulado fue eficaz y extensa. En todos los órdenes de la vida pública se hizo sentir el afán de Napoleón por poner fin al período revolucionario y encarrilar a la nación dentro de un orden estable; pero no menos se hizo sentir su propósito de impedir que reaparecieran las convulsiones políticas que podían hacer peligrar su poder. Así, mientras trabajaba para reorganizar la nación, procuraba por todos los medios anular a sus enemigos y, especialmente, a los antiguos revolucionarios que disentían con él.

Para devolver al país la paz religiosa y contar con el clero como un elemento favorable a su política autoritaria, Napoleón firmó con el papa Pío VII, en 1801, un concordato. Según sus términos, el papado reconocía las expropiaciones de bienes eclesiásticos que había realizado la Revolución; pero lo más importante era que el estado francés se reservaba el derecho de nombrar a los dignatarios religiosos, pagarles su sueldo y exigirles un juramento de fidelidad. De ese modo, podía contar Bonaparte con ellos, utilizando su influencia para servir sus planes políticos.

Del mismo modo, quiso contribuir a la paz interior con la sanción de un código que unificara la legislación y pusiera en vigor los principios liberales de la revolución. El código —que se conoce con el nombre de Código napoleónico—, fué preparado por un grupo de destacados juristas con la participación del propio Napoleón y quedó concluido en 1804.

El consulado organizó también la administración y las finanzas, pero se destaca en su obra lo que hizo en favor de la enseñanza. Las “escuelas centrales” que había creado la Convención, se transformaron en liceos y en ellos se impartió a las clases medias la enseñanza que capacitaba a sus miembros para el servicio del estado. También se reorganizó la universidad, a la que se confió el cuidado de todo lo referente a la instrucción pública.

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EL IMPERIO: SU ORGANIZACIÓN Y SU OBRA INTERIOR

Mientras ejerció el consulado, Bonaparte preparó una nueva operación militar de vasto alcance contra Austria. Debido a los triunfos de Marengo y de Hohenlinden —este último obtenido por Moreau— el emperador de Austria se avino a firmar la paz de Luneville. Poco después, Inglaterra acordaba también la paz con Francia firmando el tratado de Amiens en 1802, y de ese modo, la situación exterior de Francia se estabilizaba sin malograr las más importantes ventajas obtenidas en las campañas anteriores.

La paz de Amiens contribuyó a fortalecer la autoridad de Napoleón, cuyos partidarios se apresuraron a exigir para él recompensas oficiales de tal magnitud que la opinión pública temió caer en una dictadura legal. En el tribunado —uno de los cuerpos colegiados creados por la constitución del año VIII— Chabot decía:

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¡Ciudadanos tribunos! Entre todos los pueblos se disciernen honores públicos y recompensas nacionales a los hombres que por sus acciones brillantes han honrado a su país o lo han salvado de grandes peligros.

¿Qué hombre tuvo jamás más derechos que el general Bonaparte al reconocimiento nacional? ¿Cuál, fuera a la cabeza del gobierno o al frente del ejército, honró más a su patria y le prestó servicios más señalados? Propongo que el tribunado adopte una decisión del siguiente tenor:

“El tribunado emite el voto de que sea dado al general Bonaparte, primer cónsul de la república, un testimonio señalado del reconocimiento nacional”.

(Discurso del tribuno Chabot citado por Buchez, Historia parlamentaria de la Revolución Francesa.)

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La consecuencia de esta proposición fue un senado-consulto del 2 de agosto de 1802 nombrando a Bonaparte cónsul vitalicio. Muy pronto se hizo notar la oposición de los realistas y en seguida, con no menor violencia, la de los antiguos republicanos. A principios de 1804 se descubrió un complot encabezado por Cadoudal y, tras su represión, Bonaparte decidió instaurar el Imperio. El 18 de mayo de 1804 quedó aprobado el nuevo régimen y se sancionaba la constitución del año XII por la que se establecía la dignidad de “emperador de los franceses” para Napoleón. En la misma se fijaba el carácter hereditario del imperio y se echaban las bases de una organización autocrática y centralizada, cuyo eje era el emperador, asistido por una nobleza de nuevo cuño integrada por los partidarios incondicionales de Bonaparte.

Napoleón ejerció desde entonces una autoridad sin límites ni frenos. Su ministro de policía, Fouché, se encargó de eliminar a todos los elementos opositores y de vigilar estrechamente todas las actividades de la nación para impedir el más leve asomo de protesta o de disidencia. En los distintos ramos de la administración. Napoleón intervino directamente, no tolerando otra clase de funcionarios que los que se doblegaban ciegamente a su voluntad; y para las funciones protocolares, se rodeó de una nobleza imperial que constituyó con miembros de su familia y con algunos antiguos aristócratas que se pusieron a su lado.

Así se desenvolvió el período imperial, sin que el estado adquiriera una sólida estructura, debido, en parte, al régimen estrictamente personal que implantó Napoleón, y, en parte, a sus continuas ausencias motivadas por la guerra casi permanente. Quedó, como testimonio de su obra, la transformación que introdujo en la ciudad de París, a la que adornó con importantes monumentos, destinados, todos ellos, a restaurar la idea romana del imperio.

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LAS GUERRAS DEL IMPERIO

Desde su trono imperial, Napoleón reinició la guerra contra Europa, movido no ya por el afán de neutralizar los ataques de los enemigos y asegurar la defensa de las fronteras francesas, sino por el propósito de llegar a ser el señor de Europa.

El principal obstáculo que encontró para sus planes fue la sostenida hostilidad de Inglaterra. La seguridad que le daba su posición insular y la firmeza que imprimió a su política el ministro Pitt permitieron renovar, una tras otra, las coaliciones europeas contra el emperador; y de ese modo, las conquistas francesas no fueron nunca sino efímeras ocupaciones territoriales que no llegaban a adquirir trascendencia política definitiva.

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LA TERCERA Y LA CUARTA COALICIÓN

Desde 1803 —apenas un año después de la paz de Amiens— Inglaterra estaba nuevamente en guerra con Francia. Napoleón quiso invadir la isla, pero la flota inglesa de Nelson vigilaba celosamente y su propósito se vió frustrado. Entre tanto, Inglaterra logró constituir una nueva coalición —la tercera— en la que entraron Austria y Rusia. Los austríacos pretendieron sorprender a Napoleón y desencadenaron su ofensiva en setiembre de 1805; pero el emperador reaccionó rápidamente y derrotó al enemigo en la batalla de Ulm. En esas circunstancias, su flota, unida a la de su aliada España, fue derrotada en Trafalgar por Nelson. Pero en tierra sus ejércitos se afirmaban y, en noviembre, lograba ocupar Viena. Poco más tarde, los austríacos conseguían unirse a los rusos y afrontaban la lucha contra Napoleón; en Austerlitz, el emperador obtuvo una de sus más brillantes victorias y los ejércitos enemigos fueron deshechos (diciembre 2 de 1805).

Napoleón parecía imbatible y su victoria lo colmó de orgullo. Al día siguiente de la batalla decía a sus soldados:

(…)

¡Soldados! Estoy contento de vosotros, habéis justificado, en la jornada de Austerlitz, todo lo que esperaba de vuestra intrepidez. Habéis decorado vuestras águilas con una inmensa gloria. Un ejército de cien mil hombres mandado por los emperadores de Austria y Rusia ha sido deshecho o dispersado en menos de cuatro horas.

Cuando haya sido cumplido todo lo que es necesario para asegurar la felicidad y la prosperidad de nuestra patria, os volveré a llevar a Francia. Allí seréis objeto de mis más tiernas solicitudes; mi pueblo os volverá a ver con alegría, y bastará decir: “he estado en Austerlitz”, para que se responda “he aquí un bravo”.

(Proclama de Napoleón I al ‘‘Gran ejército”, fechada el 3 de diciembre de 1805.)

(…)

Las consecuencias de Austerlitz fueron importantes para Europa. El emperador de Austria firmó la paz de Presburgo, por la cual desaparecía el viejo Santo Imperio romano-germánico, y con él el dominio austríaco en Venecia y el Tirol, y, sobre todo, en Alemania, donde Napoleón creó la Confederación renana y amplió los estados de algunos príncipes que simpatizaban con él.

Sin embargo, mientras se realizaban estas transformaciones políticas, se constituía una cuarta coalición, en la que el rey de Prusia se unía a Inglaterra y Rusia contra Francia.

La respuesta de Napoleón fué instantánea. En ese mismo año, los prusianos eran derrotados en Jena y en Auerstadt y su territorio caía íntegramente en manos de los vencedores, que entraron solemnemente en Berlín. Y al año siguiente, tras las victorias de Eylau y Friedland, Napoleón se apoderó de Polonia y obligó al zar de Rusia a firmar la paz de Tilsit, por la que se comprometía a luchar al lado de Francia contra Inglaterra. En las zonas conquistadas aparecieron nuevos estados vasallos del emperador: el ducado de Varsovia y el reino de Westfalia.

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LA GUERRA DE ESPAÑA Y SUS CONSECUENCIA EN EUROPA Y AMÉRICA

Para responder a la campaña marítima de Inglaterra, Napoleón acordó, mientras estaba en Berlín, declarar el bloqueo continental, medida con la cual impedía todo comercio de Inglaterra con el continente.

Diversas medidas debían asegurar el cumplimiento total del bloqueo. Pero como Portugal se negara a colaborar, Napoleón ordenó al mariscal Junot que ocupara el país, operación que realizó en noviembre de 1807. La familia real portuguesa resolvió trasladarse al Brasil, a la espera de los acontecimientos.

Fue entonces cuando cruzó por el espíritu de Napoleón la idea de ocupar España, cuyas colonias lo tentaban. Aprovechándose de las desinteligencias entre el rey Carlos IV y su hijo Fernando, preparó su plan de acción y ordenó al mariscal Murat que se estableciera en España con el pretexto de marchar hacia Portugal. En esas circunstancias, Fernando VII se hizo proclamar rey mediante un motín que estalló en Aranjuez (1808) y Napoleón decidió intervenir en el conflicto citando a padre e hijo en Bayona. Allí obtuvo la abdicación de ambos y, habiendo recibido él la corona de manos de Carlos IV, la transfirió a su hermano José, que entró muy pronto en Madrid apoyado por el ejército de Murat.

La consecuencia fue una sublevación popular de caracteres terribles. Las colonias se mantuvieron fieles a Fernando VII, mientras el pueblo de la península se levantaba cada día con renovado brío oponiendo a los invasores una resistencia heroica. En julio de 1808 cantaba así el poeta Manuel José Quintana:

(…)

Álzase España, en fin; con faz airada

hace a Marte señal, y el dios horrendo

despeña en ella su crujiente carro,

al espantoso estruendo,

al revolver de su terrible espada,

lejos de estremecerse arde y se agita,

y vuela en pos al español bizarro.

“¡Fuera tiranos!” grita

la muchedumbre inmensa. ¡Oh voz sublime,

eco de vida, manantial de gloria!

Esos ministros de ambición ajena

no te escucharon, no, cuando triunfaban

tan fácilmente en Austerlitz y en Jena;

aquí te oirán saliendo

de pechos esforzados, varoniles;

y la distancia medirán, gimiendo

que de hombres hay a mercenarios viles.

(QUINTANA, Al armamento de las provincias españolas contra los franceses.)

(…)

En ese mismo mes, un ejército español mandado por el general Castaños, y del que. formaba parte el teniente coronel José de San Martín, derrotó en Andalucía a las tropas invasoras en la batalla de Bailén, mientras otras regiones tenían en jaque a diversos cuerpos franceses con sus guerrillas incansables. En agosto de ese mismo año, fuerzas inglesas desembarcaban en Portugal al mando de Wellington y derrotaban a Junot en Cintra. Así, la situación se tornaba crítica, y el emperador decidió ir en persona a España con un poderoso ejército.

Napoleón pudo derrotar a las fuerzas regulares y llegó a tomar, tras largo y cruento sitio, la ciudad de Zaragoza; pero mientras la pacificación del país se tornaba un problema insoluble por los renovados esfuerzos de los guerrilleros, el emperador se vio obligado a abandonar la península debido a una nueva ofensiva de sus enemigos en el este. España quedaba ocupada y las juntas provinciales que se habían constituido para mantener la resistencia fueron anuladas poco a poco. En 1810 sólo la región de Cádiz parecía resistir y allí se instaló la que antes funcionaba en Sevilla; en estas circunstancias, los grupos patriotas de las colonias americanas comprendieron que la situación española estaba decidida y se apresuraron a aprovecharla para proclamar la independencia.

(…)

LA QUINTA COALICIÓN Y LA CAMPAÑA DE RUSIA

La guerra de España extendió enormemente el frente militar de Napoleón y le planteó las primeras dificultades que tuvo en su carrera victoriosa. Entretanto, los ingleses, ya establecidos en Portugal, constituyeron una quinta coalición logrando que entraran en ella España y Austria. Y mientras Napoleón luchaba en España, los austríacos, mandados por el archiduque Carlos, iniciaron una violenta ofensiva que obligó a Napoleón a dedicarle toda su atención.

Sin embargo, una vez más logró la victoria y derrotó al enemigo en Wagram, ocupando nuevamente Viena, donde se firmó la paz (1809). Austria debió ceder más territorios y el emperador consintió en que su hija María Luisa se casara con Napoleón. En ese momento, el emperador era señor de Europa y parecía haber asentado sólidamente sus conquistas sobre la base de una serie de estados vasallos que acataban su autoridad. Pero muy pronto comenzó a declinar su fortuna. En efecto, el zar de Rusia dio señales inequívocas de que se resistía a mantener la efímera alianza que había hecho con Napoleón y el emperador se decidió a obrar.

A principios de 1812, Napoleón invadió Rusia y poco después llegaba a la vista de Moscú; los rusos habían abandonado sus tierras destruyendo cuanto pudiera servir al invasor; y cuando fueron derrotados en la batalla de Moscowa, a la vista de la capital, no vacilaron en incendiarla para desguarnecer a las tropas francesas. Los resultados fueron los que había previsto el zar. El ejército invasor comenzó a sufrir las consecuencias del crudo invierno ruso y emprendió muy pronto una retirada que le costó al emperador lo mejor de sus tropas.

En esas condiciones Napoleón sufrió dos derrotas, en Smolensko y en el Beresina. Su ejército no era ya sino un puñado de hombres desalentados y enfermos, y con él debía cruzar, en su retorno a Francia, por regiones enemigas que comenzaron a ver que la hora de la venganza se aproximaba.

(…)

LA SEXTA COALICIÓN Y LA ABDICACIÓN DEL EMPERADOR

En efecto, en Alemania se había producido un intenso movimiento patriótico que logró devolver al pueblo su fortaleza y su fe en la victoria, así como su confianza en el destino nacional. Un filósofo, Juan Fichte, había establecido los principios de la nacionalidad germánica en sus clases de la Universidad de Jena, cuando Prusia estaba vencida y parecía definitiva la desmembración de Alemania; sus Discursos, que luego publicó, ejercieron una influencia decisiva en la formación de una conciencia nacional.

(…)

Quien pierde su independencia —decía— pierde también el poder de modificar el curso de las edades y de dirigir los acontecimientos; si continúa la misma situación, su historia será dirigida por la potencia extranjera dueña de sus destinos; su personalidad quedará absorbida por esta potencia, que la reducirá a contar sus años por los acontecimientos de imperios y nacionalidades extraños. Para salir de este estado no hay más que un medio: dar nacimiento a un nuevo mundo, e inaugurar así, en la historia universal, una nueva época que la nación llenará con su propio desenvolvimiento.

La nacionalidad a que me refiero no es una palabra vana, yo os lo aseguro, y el fin de estos discursos es daros su retrato vivo, mostrando su esencial naturaleza y sus cualidades propias, e indicando los medios para realizarla.

(JUAN FICHTE, Discursos a la nación alemana)

El resurgimiento nacional que propugnaba Fichte se realizó muy pronto. Cuando Napoleón llegaba de Rusia, el pueblo prusiano estaba en armas y su rey se había aliado a Rusia, Austria y Suecia. Esas fuerzas unidas derrotaron a Napoleón en la batalla de Leipzig (octubre de 1813) y, poco después, marchaban tras el ejército vencido para cruzar la frontera francesa. A fines de marzo de 1814, París ofreció la capitulación y Napoleón presentó a sus mariscales, en Fontainebleau , la abdicación a la corona imperial (abril 6 de 1814).

(…)

LA RESTAURACIÓN Y LOS CIEN DÍAS

La ocupación de Francia por los aliados trajo como consecuencia la restauración de los Borbones en el trono francés. Mientras Napoleón era confinado en la isla de Elba, Luis XVIII subía al poder llevado por los invasores, dispuestos a recobrar todo lo que habían perdido en los largos años de guerra que siguieron a la revolución de 1789. Y como el rey consintiera en todo sin intentar defender ni siquiera lo que parecía justo, al tiempo que evidenciaba su propósito de retornar a la situación anterior a la revolución en cuanto al régimen interno, se produjo en Francia un movimiento favorable a Napoleón, cuyos partidarios supieron aprovecharlo para preparar su retorno.

Burlando la custodia, Napoleón escapó de la isla de Elba y desembarcó con un puñado de fieles en las costas francesas del Mediterráneo el 1 de marzo de 1815. Pocos días después contaba con fuerzas poderosas, con las que se apoderó de París y se preparó para combatir de nuevo a las potencias aliadas.

Las tropas de los países coligados estaban entonces en Bélgica y hacia allí marchó el emperador. Mandaba el ejército inglés el duque de Wellington y el ejército prusiano el mariscal Blücher, facilitando su colocación el desarrollo de la tradicional estrategia napoleónica de atacar por separado a los distintos cuerpos enemigos. En efecto, el 18 de junio se lanzó sobre Wellington en Waterloo y en el curso de una feroz batalla consiguió inclinar a su favor la victoria; pero Blücher no pudo ser contenido —como él había ordenado— y al fin de la jornada sus tropas abatieron a Napoleón, que nada pudo hacer.

La derrota no dejaba al emperador la más leve esperanza. Había agotado totalmente sus recursos y no contaba ya con medios para intentar ninguna acción; entonces se replegó apresuradamente sobre París y se resolvió a abdicar a su dignidad imperial. Su propósito era huir, pero como no lo lograra, se entregó a los ingleses, quienes, de acuerdo con los aliados, resolvieron confinarlo en la lejana isla de Santa Elena.

Allí pasó Napoleón Bonaparte sus últimos años. Entretenía sus ocios escribiendo unas memorias y reflexionando sobre su obra. Quizá entonces comprendiera lo efímero de su gigantesca labor: la sumisión de media Europa por la violencia de las armas, el aniquilamiento de todas las libertades en su propia patria.

(…)

Tal es la obra de Napoleón; obra del egoísmo servido por el genio: tanto en su edificio europeo como en su edificio francés, el egoísmo soberano ha introducido un vicio de construcción. Desde los primeros días, este vicio fundamental se manifiesta en el edificio europeo, y ha producido, al cabo de quince años, el derrumbamiento brusco; en el edificio francés, es igualmente grave, aunque menos visible; no se apreciará bien hasta pasado medio siglo, acaso un siglo entero; pero sus efectos graduales y lentos serán tan perniciosos y no menos ciertos.

(HIPÓLITO TAINE, LOS orígenes de la Francia contemporánea.)

(…)

Después de Waterloo sólo queda de su obra una Europa exhausta y una Francia empequeñecida, porque, en Napoleón, el guerrero era muy superior al estadista. Por eso, en Santa Elena, el prisionero sólo pudo confortar su ánimo con el brillante recuerdo de sus victorias estériles, sin que pudiera borrar con él la amargura de su desastre.

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CAPÍTULO XVI. LA RESTAURACIÓN ABSOLUTISTA. LA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL EN INGLATERRA

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La restauración absolutista y el congreso de Viena. — Europa en 1815. — La Santa Alianza. Metternich. — La reacción liberal y las sociedades secretas. — La monarquía constitucional en Inglaterra. — La preponderancia en Europa. — La reina Ana y el Acta de unión. — Transformación de Inglaterra bajo los Hannover. — Inglaterra después del reinado de Jorge III. — La situación económico social y el régimen electoral. — La agitación reformista y las reformas de 1832.

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Desde mediados del siglo XVIII hasta 1815, Francia ofreció al mundo un programa político de claro y profundo significado revolucionario. Primeramente lo había elaborado en su aspecto doctrinario y había logrado imponerlo en las conciencias; luego pretendió llevarlo a la práctica y desencadenó la revolución de 1789 para imponer sus principios sin detenerse en los obstáculos; finalmente, Napoleón Bonaparte y sus ejércitos difundieron muchos de sus principios por gran parte de Europa, aun cuando el mismo emperador negara con sus actos algunos de ellos o los hiciera odiar a causa de sus ambiciones personales. De ese modo, la revolución liberal realizó, aunque sin agotar las posibilidades, un ciclo completo en la historia de Europa.

Para los espíritus conservadores y, sobre todo, para las fuerzas políticas, que soñaban con retornar al antiguo régimen, la caída de Napoleón después de su derrota significó no sólo el derrumbamiento de todas sus transformaciones políticas en el mapa de Europa, sino también el fracaso del pensamiento liberal y la quiebra de todas sus conquistas sociales y políticas. Así se inició, después de la batalla de Leipzig, una era de violenta reacción antiliberal cuya manifestación más notable fue la restauración de los principios políticos del absolutismo.

Durante algunos años, todo hizo suponer que la obra de la revolución de 1789 estaba definitivamente aniquilada: hasta la independencia de las antiguas colonias españolas de América estuvo en peligro y pareció que sería imprescindible, al menos, abandonar los ideales republicanos. Pero bien pronto se advirtió que la semilla de la revolución francesa mantenía su vigor y que las nuevas nacionalidades americanas tenían reservas morales y materiales para sostener su libertad y sus principios. Así, al cabo de no muchos años, las ilusiones de una restauración absolutista se vieron deshechas por el impulso de las fuerzas renovadoras. Más aún, las conquistas sociales y políticas no solamente se salvaron sino que se afirmaron y se acrecentaron en el curso del siglo XIX.

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LA RESTAURACIÓN ABSOLUTISTA Y EL CONGRESO DE VIENA

Tras la abdicación de Napoleón en Fontainebleau, los aliados impusieron en el trono francés al conde de Provenza, hermano de Luis XVI, que reinó con el nombre de Luis XVIII.

Huésped de Inglaterra durante la proscripción y familiarizado con sus instituciones, Luis XVIII fue partidario de un régimen moderado y constitucional. Pese a la oposición de los monárquicos exaltados, el rey, apoyado en el prudente consejo del zar Alejandro I de Rusia, que la consideraba indispensable para pacificar a Francia, otorgó en mayo de 1814 una Carta constitucional, cuya declaración preliminar decía:

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La Divina Providencia, al llamarnos a nuestros estados después de una larga ausencia, nos ha impuesto grandes obligaciones. La primera necesidad de nuestros súbditos era la paz, y nos hemos ocupado de ella sin descanso; y esta paz, tan necesaria a Francia como el resto de Europa, está firmada. El estado actual del reino requería una carta constitucional: la hemos prometido, y la publicamos. Hemos considerado que, aunque en Francia la autoridad reside en la persona del Rey, nuestros predecesores no dudaron en modificar su ejercicio según la diferencia de los tiempos.

Por esas causas, Nosotros, voluntariamente y por libre ejercicio de nuestra autoridad real, hemos acordado y acordamos hacer concesión y otorgamiento a nuestros súbditos, tanto por nosotros como por nuestros sucesores, de la Carta constitucional que sigue.

(Declaración dada en Saint-Owen, el 2 de mayo de 1814)

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La constitución dejaba establecido el origen divino del poder real, pero aunque reservaba al rey el derecho de proponer las leyes, introducía muchos principios políticos afirmados por la revolución de 1789 y consagraba un régimen monárquico limitado y constitucional. Dos cámaras —una de pares, nombrados por el rey y otra de diputados, elegidos por ciertos sectores populares— constituían el poder legislativo.

La reacción no tardó en producirse. Los monárquicos exaltados —generalmente llamados ultras— no vacilaron en desarrollar una violenta persecución contra los antiguos revolucionarios y, sobre todo, en defender doctrinariamente el principio de la monarquía absoluta y del derecho exclusivo de la nobleza a ejercer las funciones públicas. Luis de Bonald fue uno de los pensadores más enérgicos de ese partido, que aspiraba al retorno total del antiguo régimen.

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La nación estaba constituida (antes de 1789), y tan bien constituida que jamás pidió a ninguna nación vecina la garantía de su constitución. Estaba constituida en tres órdenes, cada uno de los cuales formaba una persona independiente cualquiera que fuera el número de sus miembros, y representando todo lo que hay que representar en una nación: la religión, el estado y la familia.

La realeza estaba constituida en Francia; y tan bien constituida que el rey mismo no moría. La realeza era masculina hereditaria por orden de primogenitura, independiente; y a esta constitución tan fuerte de la realeza, Francia debió su fuerza de resistencia y su fuerza de expansión.

(DE BONALD, Consideraciones sobre la revolución francesa)

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Frente a este partido estaban el de los monárquicos moderados o cartistas y el de los liberales, que consentía en el nuevo orden pero aspiraba a perfeccionarlo.

Después de los Cien Días, la monarquía se afianzó y Luis XVIII pretendió desenvolver su política conciliadora; pero en 1820 fue asesinado uno de los miembros de la familia real, conocido como partidario de los ultras, y comenzó entonces una era de represión terrible que produjo, a su vez, la reacción de los grupos liberales.

Una situación semejante se advertía en toda Europa. Los reyes que Napoleón había destronado volvían ahora a sus antiguos tronos dispuestos a cortar de raíz cualquier amenaza revolucionaria y los liberales eran perseguidos por todas partes; pero las fuerzas renovadoras se tonificaron bien pronto en la adversidad, porque sus ideales se mezclaron con los de los patriotas que vieron a los reyes absolutistas olvidar las supremas aspiraciones nacionales de los distintos estados.

En efecto, en octubre de 1814 se había reunido el congreso de Viena, en el que los reyes victoriosos se disponían a fijar su ley a Europa. Inspiraba sus deliberaciones el canciller de Austria, Clemente de Metternich, uno de los más celosos partidarios del absolutismo, y sus miembros coincidieron en la necesidad de extirpar los gérmenes del pensamiento liberal, de restablecer el absolutismo y de realizar un nuevo reparto de los territorios europeos para dar satisfacción a los reyes de las potencias triunfadoras.

Austria, Rusia, Inglaterra y Prusia fueron, pues, las potencias que se beneficiaron con los acuerdos de Viena. Decididos a luchar contra el movimiento liberal, los monarcas dedicaron, sin embargo, sus mejores esfuerzos a diseñar el mapa político de Europa atendiendo a sus respectivas ambiciones; y al hacerlo, trataron de conciliar todos los intereses y asegurar un nuevo equilibrio político, pero les fué imprescindible para ello desarticular ciertos territorios que habían adquirido fortísima conciencia nacional.

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EUROPA EN 1815

Firmado el acuerdo definitivo en junio de 1815, Europa quedó dividida entre los triunfadores, ya fuera porque se acrecentaron los territorios de cada uno, ya porque se constituyeron pequeños estados que se veían obligados a reconocer una dependencia de hecho con respecto a los más poderosos.

Prusia y Rusia adquirieron nuevos territorios, la primera en Sajonia y la orilla izquierda del Rin, y la segunda en detrimento, principalmente, de Polonia, de la cual Prusia recogía también una parte. Inglaterra, a su vez, obtuvo nuevas posesiones coloniales, y Austria ganaba algunas regiones italianas, aunque a costa de ver disminuida su influencia en Alemania por obra de Prusia.

Los estados alemanes, a su vez, constituían una confederación que agrupaba a treinta y ocho estados autónomos; Holanda y Bélgica se unían en un solo reino, del mismo modo que Suecia y Noruega; y en Italia, fuera de los territorios cedidos a Austria, subsistía una serie de estados menores. Todo este grupo resultaba políticamente disminuido frente a los grandes vecinos, que se aseguraban su predominio sobre extensas zonas de influencia.

Por su parte, España y Portugal mantenían sus límites y Francia volvía a los que tenía antes de las guerras de la Revolución; Polonia, en fin, desaparecía sin que nadie se preocupara de satisfacer el intenso clamor que elevaban los polacos en favor de su autonomía.

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LA SANTA ALIANZA. METTERNICH

Mientras el congreso de Viena ajustaba el mapa político de Europa, germinaba en el ánimo del zar de Rusia, Alejandro I, el proyecto de constituir una alianza de los monarcas absolutistas para defender sus principios políticos, sociales y religiosos contra la ola liberal que —con justeza— comprendían que no estaba aniquilada.

La idea del zar Alejandro estaba orlada por cierto misticismo que no podía convencer a un espíritu tan realista como el de Metternich. El canciller austríaco, sin embargo, se hizo cargo de la idea con el propósito de introducir en ella un giro más práctico, y contó con el franco apoyo de Prusia, en tanto que Inglaterra, por razones religiosas y políticas, acogía el plan con notoria frialdad.

El pacto se concluyó a fines de 1815 y así surgió la Santa Alianza, a la que apoyó calurosamente Francia y adhirió con reservas Inglaterra. Desde el primer momento, Metternich vio en ella un instrumento para intervenir en la política de todos los estados de Europa, y resolvió utilizarlo; periódicamente se convocaba un congreso en el que se debatía la situación de las diversas naciones y se convenía en la necesidad de prestar un apoyo mancomunado a los soberanos que tenían dificultades para afirmar su poder absoluto. Así se resolvió, en 1822, la invasión de España por un ejército francés para que Fernando VII pudiera derogar la constitución de 1812, que le había sido impuesta por los elementos liberales.

Pero la dirección que Metternich impuso a la Santa Alianza desagradó a su creador, el zar Alejandro, y chocó abiertamente con la política de Inglaterra. En efecto, el propósito de ayudar a España a reconquistar sus colonias amenazaba los intereses ingleses, y muy pronto el ministro Jorge Canning apartó a Gran Bretaña de la Santa Alianza, que, en 1826, quedó anulada como asociación de potencias.

Entre tanto, su cerrada concepción política había desatado una intensa resistencia. Por una parte, se polarizaron frente a ella los elementos liberales que aspiraban a restaurar los principios que pusiera en vigor la Revolución Francesa. Por otra, suscitó un intenso movimiento patriótico en algunos estados que se sentían deshechos u oprimidos por la alianza de los poderosos. Ambos grupos comenzaron a actuar en la oscuridad, pero muy pronto se comprobó su fuerza y su eficacia.

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LA REACCIÓN LIBERAL Y LAS SOCIEDADES SECRETAS

En general coincidieron en las mismas personas esos dos sentimientos. En Italia y en Alemania, especialmente, los patriotas se identificaron con los liberales porque para constituir libremente sus países era necesario expulsar las monarquías extranjeras o sacudir el yugo de las potencias autocráticas que los dominaban. Para luchar por sus ideales constituyeron sociedades secretas que adoptaron diversas formas de organización y distintos nombres; las más conocidas fueron las sociedades masónicas —como la Logia Lautaro, a la que perteneció San Martín— y las sociedades de carbonarios, llamadas así en Italia porque sus miembros realizaban sus reuniones en los bosques para escapar a la celosa persecución que llevaba contra ellos el gobierno austríaco. Acusado de carbonario, fue encarcelado, entre otros muchos, el gran escritor italiano Silvio Pellico, que describió sus sufrimientos en un libro admirable titulado Mis prisiones. Allí reflejaba la severidad de la persecución:

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Aun cuando mi padre había sabido mi arresto, había esperado que no se me acusara de nada y fuera puesto pronto en libertad. Pero viendo que duraba la prisión vino a solicitar al gobierno austríaco mi liberación. ¡Pobres ilusiones del amor paterno! No podía creer que hubiese yo sido tan temerario que me expusiera a los rigores de las leyes.

En las circunstancias en que estaba Italia, tenía yo la seguridad de que Austria daría ejemplo de un rigor extraordinario y que sería condenado a muerte o a muchos años de cautiverio.

(SILVIO PELLICO, Mis prisiones)

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Los ideales que perseguían estas sociedades eran variados, pero coincidían en sus líneas generales. En Italia y en Alemania, las sociedades secretas aspiraban a la unificación de la nación bajo una monarquía constitucional o —como querían los más radicales— bajo un gobierno republicano. En Francia y en España buscaban establecer un gobierno que respetara las antiguas conquistas liberales. Pero en todas partes su característica fue una organización secreta basada en la más estricta disciplina y el decidido propósito de llegar a la violencia si era necesario para lograr sus ideales.

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LA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL EN INGLATERRA

Después de la revolución de 1688, Inglaterra entró en una era de rápido progreso. El régimen interno se había asentado; el gobierno de Guillermo III inauguró una etapa de tranquilidad interior y al mismo tiempo de afianzamiento de la posición de Inglaterra en Europa (1689-1702). Para lo primero contribuyó muy especialmente la solución de los conflictos políticos y religiosos así como también la ordenación del régimen sucesorio mediante la sanción, en 1701, del Acta de Establecimiento. En ella se decía:

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Puesto que es requerido y necesario proveer más ampliamente a la seguridad de nuestra religión, de nuestras leyes y de nuestras libertades desde y después de la muerte de S. M., queda establecido:

Que cualquiera que llegue de aquí en adelante a la posesión de esta corona, se ajuste a la comunión de la Iglesia anglicana, tal como ella está establecida por las leyes.

(Acta del Establecimiento, 10 de febrero de 1701.)

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En cuanto a lo segundo, las circunstancias de la época proporcionaron a Inglaterra la posibilidad de realizar sus aspiraciones. Así, en el curso del siglo XVIII, Inglaterra alcanzó en Europa una posición de preeminencia.

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LA PREPONDERANCÍA EN EUROPA

A fines del siglo XVII, la elección del estatúder de Holanda, Guillermo de Orange, como rey de Inglaterra, orientó decididamente a este último país hacia una política de franca hostilidad frente a Luis XIV. Poco después, cuando se desencadenó la guerra por la sucesión de España, Inglaterra intervino en el conflicto contra Francia para impedir que, con la posesión de la corona española, rompiera en su favor el equilibrio europeo establecido por los tratados de Westfalia. Pero cuando el archiduque Carlos, aspirante al trono español, alcanzó, en 1711, la corona imperial, Inglaterra temió que el equilibrio se quebrara entonces en favor de la casa de Habsburgo, y decidió apartarse de la guerra. Así, en 1713 negoció el tratado de Utrecht con Francia, reconociendo a Felipe V como rey de España pero con la condición expresa de que se prometiera formalmente que en ningún caso se reunirían las dos coronas en manos de un mismo príncipe francés, requisito al que accedió Luis XIV, fatigado por tan larga guerra. Inglaterra obtuvo, por ese tratado, una serie de ventajas territoriales y, sobre todo, importantes privilegios para el tráfico comercial con las colonias españolas.

Afirmado de ese modo su predominio marítimo y comercial, y asegurado al mismo tiempo el equilibrio entre las potencias continentales, Inglaterra pasó a ser árbitro de la situación europea. Mediante su ayuda a Prusia contra el Imperio, y gracias a la declinación de Francia durante los reinados de Luis XV y Luis XVI, consiguió neutralizar los peligros de una resurrección de las antiguas potencias. De ese modo, Inglaterra intervino decisivamente en todos los conflictos que surgieron en Europa en el siglo XVIII sin comprometer su posición y obteniendo en casi todas las negociaciones pequeñas ventajas que aseguraban su creciente preponderancia.

Por otra parte, si bien en la segunda mitad del siglo perdió sus colonias americanas, lo cierto es que muy pronto restableció con los Estados Unidos un importante tráfico comercial que rápidamente la resarció de los perjuicios que había sufrido.

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LA REINA ANA Y EL ACTA DE UNIÓN

Al morir Guillermo III, y en cumplimiento del Acta de establecimiento, heredó el trono su cuñada, la reina Ana (1702-1714). Su reinado transcurrió durante todo el curso de la guerra por la sucesión de España, y fue entonces cuando se obtuvieron aquellas ventajas ya señaladas que proporcionaron a Inglaterra una situación excepcional en Europa. Mientras tanto, en lo interior, su política se dirigió a lograr un afianzamiento de la unidad política de la isla; Escocia comprendió que sería seguro y ventajoso entrar a participar de lleno en la política inglesa y consintió en fusionarse con Inglaterra; la unión quedó establecida en 1707 mediante el Acta de Unión, según la cual Escocia e Inglaterra serían gobernadas por un mismo monarca y un mismo parlamento, sin perjuicio de que la primera conservara su religión predominante —la presbiteriana— y sus leyes.

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TRANSFORMACIÓN DE INGLATERRA BAJO LOS HANNOVER

Cuando, en 1714, murió la reina Ana, fue consagrado rey el elector de Hannover, Jorge I, en cumplimiento de lo que establecía el Acta de establecimiento. Con él se inicia una dinastía que reinó durante todo el siglo XVIII —y continuó luego—, en una época en que Inglaterra sufrió cambios profundos a los que los reyes contribuyeron activa o pasivamente. Lo cierto es que por entonces adquirió Inglaterra la fisonomía que hoy conserva.

La época de los Hannover merece ser considerada desde distintos puntos de vista; pero es sobre todo en lo económico y en lo político donde se produjeron las transformaciones más notables.

Desde el punto de vista político, el siglo XVIII es el período de constitución definitiva del régimen parlamentario. Dos partidos se dividían las opiniones políticas del pueblo inglés: el de los torys, partidarios de la supremacía real, y el de los whigs, partidarios del sistema parlamentario. Al subir al trono Jorge I, los torys no gozaban de la simpatía popular debido a que habían sido partidarios de los Estuardo y aun habían pretendido, al morir la reina Ana, traer al trono al hijo de Jacobo II. Debido a esa circunstancia, Jorge I llamó al ministerio al partido whig; y como el rey ignoraba la lengua inglesa y apenas se ocupaba de los asuntos de estado, los ministros pudieron cumplir su programa de gobernar con el parlamento. Así se fortaleció el sistema, situación en la que colaboró Guillermo Pitt, primer ministro de Jorge II, dotado de extraordinarias condiciones de estadista, el cual afrontó no sólo la crisis social y moral en que Inglaterra se debatía por entonces, sino también la guerra exterior que se suscitó en 1756 —llamada de los Siete Años— en la que Inglaterra combatió contra Francia en Europa, Asia y América.

Pero al morir Jorge II en 1760, su sucesor, Jorge III (1760-1820) introdujo una nueva orientación en la política inglesa. Educado en Inglaterra y celoso de sus prerrogativas, pretendió gobernar personalmente y recurrió para ello al partido tory. Sin embargo, como no contaba con la opinión pública y el parlamento estaba acostumbrado a mantener su independencia, el rey debió apelar a toda suerte de recursos para lograr con ardides lo que no podía conseguir directamente; así, compró los votos de los electores y no vaciló en ofrecer gruesas sumas a los miembros del parlamento para que secundaran sus proyectos.

Durante algún tiempo logró su propósito; pero la opinión pública le siguió adversa y manifestó su irritación en distintas formas; así, apoyó en repetidas ocasiones a algunos candidatos vetados por el rey, luchó por obtener la libertad de expresión por medio de la prensa y hasta recurrió, en 1780, al motín callejero. Jorge III debió renunciar a su política, cuyos nefastos resultados culminaron con la independencia de los Estados Unidos. Poco después volvieron los whigs al poder y, finalmente, se hizo cargo del ministerio Guillermo Pitt, hijo del que había sido ministro de Jorge II, bajo cuyo gobierno se fortaleció el régimen parlamentario.

Desde el punto de vista económico, la transformación fue más notable aún porque se inició por entonces el proceso de industrialización de Inglaterra. El aflujo de materias primas tuvo dos consecuencias importantes: por una parte, creó una clase de ricos comerciantes que muy pronto se transformaron en grandes propietarios y eliminaron a los pequeños colonos; por otra, estimuló la búsqueda de nuevas formas de producción, hasta que se llegó al desarrollo de una manufactura mecánica que permitía elaborar en más amplia escala que antes las materias primas. Esta naciente industria atrajo a los que debían abandonar los campos y provocó la formación de las grandes ciudades industriales como Birmingham o Manchester.

Entre los principales inventos que favorecieron el desarrollo de la industria se cuenta el de la “lanzadera volante”, en 1738, la máquina de hilar en 1770 y el telar mecánico en 1785; y en otro aspecto, el aprovechamiento del carbón mineral y de la fuerza expansiva del vapor. La primera consecuencia de la aplicación de estos procedimientos fue una notable desocupación obrera, pues cada máquina equivalía a muchos operarios; se produjeron entonces los primeros trastornos sociales que corresponden a esta revolución industrial; pero poco a poco se fue restableciendo el equilibrio, no sin que quedaran en pie algunas graves consecuencias para lo futuro: así surgieron, en efecto, los problemas obreros, que en el siglo siguiente adquirieron extraordinaria gravedad.

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INGLATERRA DESPUÉS DEL REINADO DE JORGE III

A la muerte de Jorge III (1820), su hijo mayor, que había ejercido la regencia desde 1811 debido a la demencia de su padre, subió al trono con el nombre de Jorge IV, y gobernó hasta 1830; a su muerte le sucedió su hermano Guillermo IV, cuyo reinado se prolongó desde 1830 hasta 1837.

Este período se caracteriza por la gravedad de los problemas que se plantearon exigiendo inmediata solución, pero también por la talla de algunos de los principales políticos que ejercieron el poder —como Canning o Peel— y por el espíritu de prudente conciliación que comenzó a mostrar la clase de los privilegiados.

Tras la derrota de Napoleón, Inglaterra había entrado en una era de tranquilidad exterior y de innegable predominio comercial y marítimo. Por otra parte, al finalizar el reinado de Jorge III quedaba firmemente establecido el sistema institucional, en el que predominaba la cámara de los comunes mediante su estrecho control del gabinete ministerial. Sin embargo, los graves problemas que esperaban solución no eran fáciles de resolver. La guerra exterior había dejado como saldo una importante deuda pública que el estado quería pagar acrecentando sus recursos fiscales; pero si los impuestos tenían que recaer sobre la clase media y la clase obrera, el estado no podía dejar de considerar cuál era la situación de esos grupos sociales.

En efecto, el otro grave problema era el de la condición que el desarrollo de las industrias había creado a las clases humildes. Empobrecidas y desamparadas, carecían de toda representación política mediante la cual pudieran expresar sus aspiraciones por vías normales; en consecuencia, comenzó a crecer el descontento y, con él, el espíritu revolucionario. Si el estado quería evitar un conflicto civil, era necesario que atendiera a tiempo esos clamores.

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LA SITUACIÓN ECONÓMICO-SOCIAL Y EL RÉGIMEN ELECTORAL

Los dos grandes partidos ingleses—los torys y los whigs— que se alternaban en el ejercicio del poder, estaban separados por sus ideas en cuanto a las atribuciones de la corona y del parlamento, pero correspondían al mismo grupo social predominante; uno y otro estaban formados por los grandes terratenientes y por los grandes industriales, que eran los que poseían la riqueza, la representación parlamentaria y la posibilidad de llegar al gobierno. Inglaterra era, en consecuencia, una oligarquía sin limitaciones, y quedaba totalmente fuera del gobierno la masa enorme de los que no poseían bienes.

Esta clase, la de los obreros de las ciudades y del proletariado rural, atravesaba por una situación angustiosa al concluir el reinado de Jorge III. Los precios de los productos agrícolas habían sufrido una notable merma y su venta solía no compensar los gastos de producción, razón por la cual era frecuente ver a los campesinos que, en su desesperación, quemaban sus cosechas. También habían disminuido los precios de los productos manufacturados, y, debido a ello, se había operado una considerable rebaja en los salarios. La miseria más espantosa comenzaba a cernirse sobre el proletariado de las grandes ciudades industriales como Manchester o Birmingham; al considerable número de desocupados se agregaba el de los obreros que trabajaban cobrando jornales miserables, y el estado sólo atinaba a distribuir unos escasos subsidios que no impedían que, en cada familia, tuvieran que trabajar las mujeres y los niños desde los siete años.

Estos hechos comenzaron a modificar el estado de ánimo de las clases humildes. Durante mucho tiempo, Inglaterra había sido, unánimemente, enemiga de los postulados revolucionarios que había proclamado Francia en 1789, pero ahora, ante la situación reinante, el espíritu jacobino, esto es, el espíritu revolucionario más radical, comenzaba a apoderarse de todos aquellos que no podían alimentar la esperanza de que un parlamento formado por aristócratas y grandes industriales acudiera en su ayuda.

En efecto, el sistema electoral vigente se caracterizaba porque sólo otorgaba representación parlamentaria a los propietarios, y aún a éstos de manera que resultaba —con las transformaciones que se habían operado en la distribución de la población— irregular e injusta. Los antiguos burgos, cuya población había disminuido enormemente por el éxodo de trabajadores hacia las ciudades, mantenían la mayoría de la representación y era frecuente que un solo propietario dispusiera de dos bancas en la cámara de los comunes; así los llamados burgos podridos, que no eran sino antiguos focos de población entonces disgregados, conservaban sus diputados, los cuales resultaban personeros de los propietarios. Les seguían en importancia los condados, en los cuales sólo votaban los ricos propietarios, quienes conseguían los sufragios valiéndose de su ascendiente social o de procedimientos venales. De este modo, el parlamento no representaba sino a la oligarquía de los propietarios, y carecía, en cambio, de representación la enorme masa de las clases humildes; no era, pues, posible, que un parlamento con tales características acogiese con benevolencia las demandas de los que sufrían las consecuencias de la difícil situación económica y social.

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LA AGITACIÓN REFORMISTA Y LAS REFORMAS DE 1832

La gravedad de estos sucesos encontró eco en algunos estadistas de penetrante visión, que, poco a poco, comprendieron que era imprescindible realizar algunas reformas políticas para impedir que las clases oprimidas, movidas por la desesperación, recurrieran a la violencia.

Los gabinetes conservadores no habían vacilado en reprimir por la fuerza todas las expresiones tumultuarias de los obreros, y en 1819 se había producido en Manchester una terrible matanza que parecía inaugurar una era de sangrientas luchas civiles. Pero en 1822 las cosas cambiaron; los ministros Peel y Canning comenzaron a modificar sus métodos; reconocieron el derecho de petición y de huelga, suprimieron la severa vigilancia ejercida hasta entonces sobre los grupos obreros y organizaron una policía civil, armada solamente de bastones, que reemplazó al ejército en la represión de los tumultos populares. Al mismo tiempo, comenzó a hacerse carne en los dirigentes del partido whig la necesidad de acudir a tiempo a la solución del problema, y lord Gray encabezó un movimiento destinado a reorganizar la representación parlamentaria. Llamado al gobierno por el rey Guillermo IV, Gray presentó un proyecto en tal sentido y consiguió imponerlo pese a la resistencia de los lores y de algunos grupos conservadores.

La reforma fue aprobada en 1832. Su punto fundamental era la supresión de los burgos podridos; pero establecía además la representación para las ciudades que, como Birmingham, carecían de ella hasta entonces a pesar de contar con numerosísima población, obrera en su inmensa mayoría; por otra parte elevó el número de diputados de los condados y, sobre todo, acrecentó el de los electores disminuyendo la renta que se exigía para adquirir calidad de tal. De este modo, la reforma de 1832 aumentó el número de ciudadanos con derecho al voto desde menos de medio millón que eran antes, hasta la cifra de ochocientos mil.

Sin duda, el éxito obtenido por las clases obreras no era completo, pero abría una posibilidad de renovación de la vida política. Había contribuido a ello, muy especialmente, el espectáculo de la revolución francesa de 1830, cuyas consecuencias obligaron a meditar a las clases privilegiadas de Inglaterra; pero no había influido menos el retorno a la dirección de los asuntos públicos del partido whig, más sensible a las necesidades populares que el de los torys. Una tendencia moderada predominaba entonces en Inglaterra, la misma que la había apartado poco antes de la Santa Alianza, induciendo al ministro Canning a no apoyar el proyecto que alentaba España de reconquistar sus antiguas colonias de América.

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CAPÍTULO XVIII. EUROPA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

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La Restauración y los conflictos de 1830. — La agitación revolucionaria de 1848. — El desarrollo de la cultura desde principios del siglo XIX. — El Romanticismo en las letras y las artes. — El desarrollo de las ciencias. — Las ciencias físicas y naturales. — Las ciencias morales y la filosofía. — La historia.

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La obra de la Restauración fue efímera. Pese al rigor brutal desplegado por los gobiernos que surgieron de ella para asegurar su sostenimiento, los partidarios del régimen liberal no fueron aniquilados sino que, por el contrario, crecieron en número. Su acción pública fue, por épocas, restringida, pero la actividad subterránea mantuvo unidos a los grupos más esforzados hasta que las circunstancias les permitieron salir a luz. Y entonces, nuevas jornadas revolucionarias comenzaron en varios países de Europa y de ellas surgieron regímenes modelados de acuerdo con aquellos principios. Más aún, al promediar el siglo, ya el liberalismo comenzó a ser rechazado por algunos sectores políticos más radicales como un sistema demasiado tibio y aparecieron los primeros grupos que comenzaron a llamarse socialistas.

Entretanto, la actividad espiritual no había sido menos fructífera. El gran movimiento literario y artístico que se llamó el Romanticismo —y que tuvo vastas proyecciones en otros campos— culminó hacia 1830 y dio grandes figuras y algunas obras maestras que pueden considerarse eternas. Por su parte, las ciencias lograron un extraordinario desarrollo, conquistando los secretos de la naturaleza y del espíritu para ponerlos, en muchos casos, al servicio de la felicidad humana.

Pero cuando se produjeron los movimientos revolucionarios de 1848, surgieron nuevos ideales políticos y sociales y su influencia se notó muy pronto sobre la actividad espiritual. Por eso la primera mitad del siglo XIX constituye un período de definida personalidad, que difiere notablemente del que le sigue.

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LA RESTAURACIÓN Y LOS CONFLICTOS DE 1830

Desde 1815, la consigna de los gobiernos que surgieron después de la derrota de Napoleón fue volver a la situación anterior a 1789, o, en caso de que las circunstancias obligaran a hacer concesiones, restringirlas tanto como fuera posible. Francia dio el ejemplo de esta política durante los reinados de Luis XVIII y Carlos X.

En seguida después de su restauración en el trono, Luis XVIII había concedido una Carta constitucional en la que se admitían algunos derechos consagrados por la revolución de 1789, aunque muy limitadamente; pero después de los Cien Días predominaron en el seno del gobierno los monárquicos más violentos —los ultras— y durante dos años impusieron un régimen terrible de persecuciones e intolerancias. Esa situación no podía durar; en 1816 los ultras fueron eliminados del gobierno y, de acuerdo con la tendencia que predominaba en la cámara de diputados, el rey llamó a un grupo de ministros liberales. Una serie de medidas, como la ley electoral y la de prensa, dieron la sensación de que comenzaba una etapa de relativa libertad; hacia ello tendía, en efecto, Luis XVIII, que estaba animado, en sus últimos años, por un espíritu conciliador; pero en 1820 se produjo el asesinato del duque de Berry, uno de los jefes de la fracción ultra, y ese hecho fue la señal de una violenta regresión; los ministros liberales cayeron y fueron reemplazados por los absolutistas más intolerantes, cuya misión fué aplastar la obra de sus antecesores y restaurar el régimen de opresión de los primeros años del reinado.

Los grupos liberales se reorganizaron en la sombra y comenzaron a formar los cuadros revolucionarios; pero su acción, por su mismo carácter secreto, no consiguió agitar sino a algunos sectores limitados y sus diversos intentos no tuvieron éxito. Las circunstancias, sin embargo, los ayudaban. En 1824 murió Luis XVIII y lo reemplazó Carlos X, mucho más absolutista que su antecesor; las consecuencias de ese cambio no se hicieron esperar y se inició un período de persecución contra todo lo que conservara el sello del pensamiento liberal; pero comenzó también una oposición cada vez más firme y más desembozada, cuya prédica preparó los ánimos para una acción violenta que no tardó mucho tiempo. Y cuando, en julio de 1830, el rey promulgó, sin intervención del parlamento, un conjunto de ordenanzas restrictivas sobre la prensa y el sistema electoral, el pueblo de París se lanzó a la calle dispuesto a resistir.

Carlos X ordenó la represión enérgica del movimiento popular, pero las fuerzas del gobierno fueron impotentes frente a la unanimidad de la oposición. Cada casa se transformó en un foco de revuelta y en las calles los soldados fueron incansablemente atacados por una multitud que apelaba a todos los recursos para combatir. Así, a los tres días de lucha, los liberales —que dirigían la revuelta— fueron dueños de la situación y los Borbones abandonaron definitivamente el poder; para reemplazar a Carlos X aparecieron dos posibilidades: o acudir a otro monarca de tendencias liberales o establecer la república; pero el grupo monárquico se apresuró a otorgar a Luis Felipe de Orleáns —notoriamente liberal— la corona de Francia, y los republicanos transigieron. El 9 de agosto de 1830, Luis Felipe juró obediencia a la Carta constitucional —que había sido perfeccionada reforzando las garantías de la libertad— y fue proclamado rey.

Los liberales se sintieron satisfechos con el resultado de las jornadas de julio. Algún tiempo después, el historiador Agustín Thierry escribía:

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La revolución de 1830, maravillosa por su rapidez y más aún porque ni en un solo instante se ha excedido en su finalidad, unió para siempre nuestro orden social al gran movimiento de 1789. Hoy todo deriva de allí: el principio de la constitución, la fuente del poder, la soberanía, los colores de la bandera nacional. La fusión de las antiguas clases y los antiguos partidos ha vuelto a tomar su curso. De todos los poderes anteriores a nuestra gran revolución subsiste sólo uno, la realeza, rejuvenecida y confirmada por la adopción popular. Durará sin duda, ligada invariablemente a las garantías de nuestras libertades políticas, pero con condiciones expresas; la revolución de los tres días ha inscripto frente al voto nacional, el famoso si no, no, de las cortes aragonesas.

(AGUSTÍN THIERRY, Consideraciones sobre la historia de Francia)

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La inquietud revolucionaria de 1830 no se limitó a Francia. Bélgica la aprovechó para iniciar la lucha por su independencia, y consiguió, en octubre de ese mismo año, separarse de Holanda y constituir una monarquía autónoma. Los estados italianos y Polonia, en cambio, se lanzaron a la acción, pero fueron impotentes frente a las reacciones de los estados absolutistas a que estaban sometidos: Austria, los primeros, y Rusia, la segunda. En efecto, Francia, que pudo haber ayudado a lograr aquellos propósitos, no creyó conveniente para su seguridad intervenir en otros países y abandonó a los insurrectos que, poco después, fueron sometidos.

Del mismo modo, en España y en Portugal comenzaron a manifestarse señales de actividad en el bando liberal. Sin embargo, no lograron sus aspiraciones en seguida y por el camino de la revolución, pero los dos países pudieron aprovechar algunas circunstancias favorables. En España murió, en 1833, el rey Fernando VII y dejó como heredera directa a su hija Isabel, a la que había instituido como su sucesora mediante una pragmática que anulaba la tradición según la cual no podían heredar el trono las mujeres. Esa circunstancia originó la llamada guerra carlista, pues el infante don Carlos, hermano del rey, consiguió levantar un grupo numeroso de españoles en favor de sus derechos; pero como ese grupo resultó ser el de los absolutistas, la reina regente, Cristina, recurrió al apoyo de los liberales, y así se inició una nueva época durante la cual la monarquía española adquirió carácter constitucional (1834).

De manera semejante se desenvolvieron los acontecimientos en Portugal, donde, a la muerte del rey Juan VI, lucharon por el trono sus dos hijos: Pedro, defendido por los liberales, y Miguel, apoyado en los absolutistas. El triunfo de don Pedro, a quien ayudaron Inglaterra y Francia, trajo consigo el restablecimiento de la monarquía constitucional en Portugal (1834).

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LA AGITACIÓN REVOLUCIONARIA DE 1848

El triunfo de los liberales en 1830 inauguró en Europa una época de optimismo, en la que todos los que tenían inquietudes sociales o políticas creyeron que estaban muy cerca del logro total de sus aspiraciones. La agitación fue, en consecuencia, extraordinaria. Los intelectuales y los políticos dedicaron sus mejores energías a trabajar en favor de la difusión de sus ideas allí donde todavía no habían triunfado, y en favor del perfeccionamiento de las instituciones, donde ya se habían impuesto.

El núcleo más importante de estos teóricos de la revolución republicana, preocupados también por la conquista de mejoras sociales para la clase proletaria, se constituyó en Italia bajo la inspiración de José Mazzini, un político de sólida formación ideológica y de noble carácter. Mazzini constituyó un grupo revolucionario que llamó La joven Italia, destinado a luchar por la unificación de los diversos estados de la península y por su organización bajo un régimen republicano bastante avanzado socialmente. Poco después, con la colaboración de grupos de otros países, animados de los mismos ideales, llegó a formar una asociación de vastas ramificaciones que se conoció con el nombre de La joven Europa. En 1834, apareció el manifiesto da La joven Europa expresando sus puntos de vista y llamando a sus filas a todos los hombres que acariciaban los mismos ideales. Decía esa declaración:

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Los suscriptos, hombres de progreso y de libertad, creyendo: en la igualdad y fraternidad de los hombres; en la igualdad y fraternidad de los pueblos. Creyendo: que la Humanidad está llamada a avanzar, por un continuo progreso y bajo el imperio de la ley moral universal, hacia el libre y armonioso desarrollo de sus facultades y hacia el cumplimiento de su misión en el universo; que ella no puede hacerlo sino mediante la activa cooperación de todos sus miembros libremente asociados; que la asociación no puede constituirse en forma verdadera y libre sino entre iguales, puesto que cualquier desigualdad encierra una violación de independencia y cualquier violación de independencia anula la libertad de consentimiento.

Después de haberse constituido los núcleos primitivos de la Joven Italia, de la Joven Polonia y de la Joven Alemania en Asociaciones Nacionales libres e independientes; unidos de común acuerdo para el bien de todos, el día 15 de abril de 1834, con la mano sobre el corazón y poniéndonos como fiadores del futuro, determinamos lo que sigue:

1° La Joven Alemania, la Joven Polonia y la Joven Italia, asociaciones republicanas que aspiran a un mismo fin humanitario y dirigidas por una misma fe de libertad, de igualdad y de progreso, se coligan fraternalmente, ahora y siempre, para todo lo que se refiere al fin general.

(…)(…)(…)

8° Los pueblos que quieran participar de los derechos y deberes establecidos entre los tres pueblos confederados por medio de esta acta, se adherirán formalmente al acta misma, por medio de su Junta Nacional.

(Hecho en Berna (Suiza) el 15 de abril de 1834). (Manifiesto de la Joven Europa)

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Los núcleos unidos de este modo ejercieron considerable influencia en varios países de Europa y algunos, de América, donde Esteban Echeverría divulgó sus principios y los recogió en el Dogma socialista. Pero fue más fuerte todavía la acción que desarrollaron algunos grupos locales, estrechamente vinculados a las circunstancias económicas y sociales de cada país.

En efecto, a mediados del siglo XIX, surgieron graves dificultades económicas que suscitaron nuevos problemas para las clases obreras. En Francia, especialmente, esos problemas adquirieron considerable importancia, sin que el gobierno de Luis Felipe, apoyado en las clases burguesas más ricas, se ocupase de prevenir sus consecuencias sobre el proletariado.

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Jamás ninguna sociedad estuvo más llena de desórdenes. Lucha de los productores, entre ellos, por la conquista del mercado, de los trabajadores, entre ellos, por la conquista del empleo, del fabricante contra el obrero por la fijación del salario; lucha del pobre contra la máquina destinada a hacerlo morir de hambre reemplazándolo: tal era, bajo el nombre de concurrencia, el hecho característico de la situación, contemplada desde el punto de vista industrial. Los grandes capitales dando la victoria en las guerras industriales; las grandes explotaciones arruinando a las pequeñas; el comercio en grande arruinando al pequeño comercio; todos los intereses armados los unos contra los otros. Todos los descubrimientos de la ciencia estaban transformados en medios de opresión; el padre del pobre iba a morir al hospital a los sesenta años y el hijo del pobre estaba reducido a respirar, a los siete años, el aire apestado de las hilanderías para agregar su salario al de la familia.

(LUIS BLANC, Historia de diez años: 1830-1840)

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Así fue como creció el malestar social y como aparecieron, junto a los republicanos liberales que exigían un gobierno democrático, las primeras organizaciones proletarias que sostuvieron la necesidad de apelar a la violencia para obtener las mejoras sociales y económicas que se les negaban. Unidos los esfuerzos de unos y otros, la revolución era inevitable, y se desencadenó muy pronto sobre muchos países de Europa.

En enero de 1848 se produjo el primer levantamiento en el reino de las Dos Sicilias, propagándose luego la insurrección a otros estados italianos; el clamor general era en favor del establecimiento de constituciones que contuvieran las atribuciones de la monarquía, pero, al mismo tiempo, se insinuaban las primeras exigencias obreras. El ímpetu del movimiento atemorizó a los soberanos y se vieron obligados a conceder la promulgación de cartas constitucionales.

El movimiento alcanzó en seguida mayor violencia en Francia, donde en el mes de febrero del mismo año se produjo un terrible levantamiento popular. La causa más profunda era la situación económica y social por que atravesaba el país y que describía Luis Blanc, uno de los jefes del movimiento revolucionario, con colores tan sombríos; pero no era la única, porque el gobierno de Luis Felipe y de su ministro Guizot se había desprestigiado por su conservadorismo exagerado y su resistencia a introducir las imprescindibles reformas en la organización institucional de Francia. El 23 de febrero, el pueblo se lanzó a la calle y muy pronto se constituyó una organización revolucionaria que consiguió la victoria; Luis Felipe fue obligado a abdicar y se formó un gobierno provisional compuesto por liberales, republicanos y socialistas.

La agitación revolucionaria se propagó a Austria y Alemania. Mientras el pueblo de Viena se levantaba en armas y obligaba a escapar al canciller Metternich, en otras regiones del imperio —Bohemia, Hungría y los estados italianos del norte— se producían insurrecciones que triunfaron en el primer momento. En el reino de Prusia, la población de Berlín exigió al rey una constitución; entretanto, los demás estados alemanes se agitaban y los partidarios del régimen constitucional reunían en Francfort un congreso en el que pretendieron fundar el Imperio alemán y ofrecieron la corona al rey de Prusia.

Pero tanto en Alemania como en Prusia, la monarquía absoluta estaba apoyada en un ejército profesional muy poderoso y disciplinado que respondía ciegamente a ella, y en poco tiempo los sublevados fueron vencidos por la fuerza de las armas. El restablecimiento de la autoridad imperial en Austria se reflejó en seguida sobre la situación italiana, que volvió a su estado anterior por la acción de las tropas austríacas.

De ese modo, el movimiento de 1848, que reflejaba la profunda transformación social que se operaba en la Europa occidental como consecuencia de los trascendentales cambios económicos, triunfó solamente en Francia, donde se instauró la segunda república. Pero de esa fecha data la formación de los partidos obreros que, por entonces, se organizarían como fuerzas revolucionarias de acuerdo con los principios que ese mismo año fijó Carlos Marx en su Manifiesto comunista.

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EL DESARROLLO DE LA CULTURA DESDE PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

La gran agitación social y política que se produjo en Europa a partir de la Revolución Francesa, no podía dejar de influir en el desarrollo de la cultura. Las ideas renovadoras fructificaron con el tiempo; pero, en los primeros años del siglo XIX, tanto el pensamiento tradicionalista como el pensamiento liberal se consumieron en la lucha cotidiana y dieron sus mejores frutos en la polémica política.

En las letras, el movimiento romántico constituyó la manifestación más importante de esta nueva inquietud, cuyos principios fueron recogidos también por las artes plásticas. En las ciencias, el desarrollo de las investigaciones iniciadas en el siglo XVIII llegó a un grado de notable intensidad y muy pronto se obtuvieron notables progresos en los distintos campos. Por eso, el siglo XIX constituye uno de los períodos más ricos en la historia de las ciencias.

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EL ROMANTICISMO EN LAS LETRAS Y EN LAS ARTES

El siglo XVIII había tenido una acentuada predilección por la cultura antigua, en la que habían encontrado modelos sus mejores artistas y literatos. Esta tendencia se mantuvo aún a principios del siglo XIX, porque la Revolución Francesa y Napoleón vieron también en la Antigüedad la fuente de inspiración de sus tendencias políticas: la democracia y el Imperio. Así, las artes plásticas revelan claramente esa inspiración a través de las grandes construcciones de la época imperial —la iglesia de la Magdalena y el Panteón, en París—, así como también a través de la obra de algunas grandes figuras como el pintor David en Francia, y, en otros países, los escultores Cánova y Thorwaldsen.

Pero la gran conmoción espiritual que se produce a fines del siglo XVIII inaugura una nueva era en la historia de la cultura. Surge entonces un punto de vista diferente cuyas proyecciones alcanzarán desde las concepciones políticas hasta las literarias y plásticas y que se conoce con el nombre de Romanticismo. Sus primeras manifestaciones son literarias y políticas y se advierten en Inglaterra; poco después, se propagará por toda Europa y puede decirse que caracterizará la vida espiritual de la primera mitad del siglo XIX.

Fue en Inglaterra donde se comenzó a elaborar esta nueva actitud espiritual. Un oscuro poeta, Macpherson, fingió haber descubierto unas baladas de un viejo bardo celta, Osián, y bajo su nombre dio a conocer unas poesías hijas de su propia inspiración cuya característica era que imitaba los modelos medievales. Su influencia fue enorme; por todas partes se comenzó a descubrir que, como los temas antiguos o más que ellos, también poseían profunda belleza los temas de la Edad Media que constituían la más antigua tradición de las diversas naciones europeas. Muy pronto algunos escritores, como el inglés Walter Scott (1771-1832) y los franceses Chateaubriand (1768-1848) y Madame de Staël (1766-1817), adoptaron el nuevo punto de vista y comenzaron a vivificar esa tradición, cuyo valor residía en su carácter nacional; y, al mismo tiempo, introdujeron importantes transformaciones en el estilo literario, porque reemplazaron las formas mesuradas de los modelos clásicos por un estilo apasionado y desbordante. Goethe (1749-1832), el autor de Werther y de Fausto, y Schiller, el dramaturgo de Wallenstein y La doncella de Orleáns (1759-1805), acaso los dos más grandes poetas alemanes, se dejaron arrastrar también por esas nuevas tendencias, a las que dieron prestigio inmenso y noble profundidad.

Así surgía una nueva escuela literaria. Walter Scott adquirió extraordinaria notoriedad con sus novelas históricas de ambiente medieval, de las cuales las más famosas son Ivanhoe, La desposada de Lamermoor y Bob Roy, e, imitándolo, aparecieron por entonces en diversos países multitud de novelas históricas de distinta calidad, en casi todas las cuales surgían con caracteres novelescos los diversos aspectos de la vida de la Edad Media. También el vizconde de Chateaubriand se dedicó a exaltar esa época —hasta entonces tan despreciada— en sus principales obras: El genio del cristianismo y Los mártires; pero al mismo tiempo, revelaba en sus novelas —Atala, Renato, El último abencerraje— aquel estilo apasionado que fue característico del Romanticismo. Ese estilo adornaba, en efecto, la Corina de Mme. de Staël, el Werther y el Guillermo Meister de Goethe, las tragedias de Schiller: Guillermo Tell o María Estuardo, los poemas que Novalis reunió con el título de Himnos de la noche, y tantas otras de incontenible patetismo.

Poco después, el Romanticismo triunfó definitivamente —hacia 1830— y sus tendencias se manifestaron en todos los países. Originariamente, había surgido como un movimiento tradicionalista frente a la Revolución Francesa, mediante el cual trataba de afirmarse el espíritu nacional de los distintos países europeos a los que la revolución de 1789 —y Napoleón, luego—, quisieron aplicar el molde de sus ideales. Pero por su estilo fue revolucionario y muy pronto uno de sus principales representantes señaló que el Romanticismo reflejaba la misma decisión de romper los viejos moldes que había puesto de manifiesto el movimiento político.

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El Romanticismo, tantas veces mal definido, no es, después de todo —y ésta es la definición real si no se lo considera más que bajo su aspecto militante— otra cosa que él liberalismo en literatura. Esta verdad ha sido ya comprendida por casi todos los buenos espíritus, y el número de ellos es grande; y muy pronto, pues la obra está ya avanzada, el liberalismo literario no será menos popular que él liberalismo político. La libertad en él arte, la libertad en la sociedad, he ahí él doble fin al cual deben tender, con un mismo paso, todos los espíritus consecuentes y lógicos; he ahí la doble enseña que reúne, salvo muy pocas inteligencias, a toda esa juventud, tan fuerte y tan paciente, de hoy; y junto a la juventud, y a su cabeza, lo mejor de la generación que nos ha precedido, todos esos sabios ancianos que, pasado el primer momento de desconfianza y de examen, han reconocido que lo que hacen sus hijos es una consecuencia de lo que ellos mismos han hecho, y que la libertad literaria es hija de la libertad política.

(VÍCTOR HUGO, Prefacio a la primera edición de Hernani)

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Víctor Hugo (1802-1885) fue quizá el más alto representante del Romanticismo francés. Como poeta, su Leyenda de los Siglos reveló una gigantesca fibra épica y una inconmensurable riqueza de lenguaje; y como novelista, su vasta obra lo presenta como un vigoroso constructor lleno de pasión y como un artista profundo; Los miserables, Los trabajadores del mar, El hombre que ríe son algunas de sus grandes novelas, y Cromwell y Hernani son sus obras teatrales más importantes.

Junto a Hugo, brillaron en Francia poetas y novelistas como Stendhal (1783-1842), el autor de Lo rojo y lo negro; Lamartine (1790- 1869), el autor de las Meditaciones; Musset (1810-1857), a quien se deben La confesión de un hijo del siglo y muchas obras de teatro; Balzac (1799-1850), el formidable novelista de La comedia humana y George Sand (1804-1876), una novelista que escondía su verdadero nombre bajo ese seudónimo y que escribió una Historia de mi vida de intenso encanto. No fue menos brillante el Romanticismo en otros países de Europa. Inglaterra produjo poetas de alta inspiración como Shelley (1792-1822) y Byron; España tuvo en Larra (1809-1837) un brillante escritor de costumbres y en Espronceda (1810- 1842) un poeta de ardiente imaginación y fácil verso; en Italia aparecieron poetas tan ilustres como Leopardi (1798-1837) y novelistas de garra como Pellico (1789- 1854), el autor de Mis prisiones, Fóscolo (1778-1827), a quien se debe una hermosa novela: Jacobo Ortiz, y finalmente Manzoni (1785-1873), el inmortal autor de Los novios, una de las obras más hermosas y profundas de la literatura italiana.

La inspiración romántica llegó hasta América. En la Argentina siguieron esta tendencia Esteban Echeverría (1805-1851), el autor del Dogma socialista, y José Mármol (1817-1871); José Eusebio Caro en Colombia, Antonio Gonçalves Dias en Brasil y José A. Maitin en Venezuela brillaron como poetas dentro de las mismas tendencias.

También mostró el Romanticismo su fuerza creadora en las artes plásticas. El movimiento fue iniciado en Francia por Delacroix (1799 -1863), pintor de inspiración renovadora que contribuyó poderosamente a establecer nuevos principios para la pintura ; Rude llevó a la escultura esos mismos ideales, y es famoso el grupo que esculpió en el Arco de Triunfo de París, representando a los guerreros que cantan la Marsellesa. En la música, el Romanticismo dio frutos sazonados, sobre todo, en Alemania. Una generación de grandes compositores aparece allí entonces renovando las formas de expresión y las posibilidades sonoras. La figura más grande es, sin duda, la de Luis Beethoven (1770-1827), espíritu delicado y poderoso al mismo tiempo, que ha dejado una obra vasta y magnífica. Sus nueve sinfonías —y entre ellas la Novena especialmente—, su ópera Fidelio, su Misa solemne, sus sonatas para piano, y otras muchas obras revelan el temperamento genialmente creador, la amplitud de sus concepciones y el dominio de los medios de expresión, entre los cuales la orquesta mereció dedicación especial.

Más típicamente románticos que Beethoven son Schubert (1797- 1828), autor de numerosos Lieder —pequeñas canciones— y sinfonías, entre ellas la llamada Inconclusa; Schumann (1809-1856), a quien debemos muchas lgunas composiciones para piano —como el Carnaval— y algunas para orquesta; y Chopin (1810-1849), músico profundo y apasionado que tuvo marcada predilección por la forma pianística: valses, polonesas y preludios; en su Marcha fúnebre alcanzó Chopin un profundo patetismo.

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EL DESARROLLO DE LAS CIENCIAS

La intensa actividad espiritual de esta época no se limitó a las diversas formas de la creación artística. El estadio y la investigación científica ejercieron poderosa atracción y las circunstancias favorecieron su desarrollo. Debido a ello, puede decirse que no hubo rama de las ciencias, sea de las físico-naturales, sea de las llamadas ciencias del espíritu, que no recibiera en el curso del siglo XIX un vigoroso impulso. En cuanto a la preocupación por las ciencias físico-naturales, hay que destacar que corresponde a una intensa curiosidad por la naturaleza y por el conocimiento de sus leyes, pero también a un interés inmediato por las posibilidades de utilización práctica que se adivinaba en cada uno de los principios científicos que se descubrían en el gabinete.

En efecto, es propio de esta época un inmenso desarrollo de la técnica, a la que se debió el notable progreso en las formas materiales de la civilización; las consecuencias fueron vastísimas, porque, gracias al desarrollo técnico, se transformaron las condiciones de la vida económica y, con ella, de la vida social.

En el campo de las ciencias del espíritu, el desarrollo no fue menos notable. Las ciencias sociales y políticas comenzaron a interesar a nutridos grupos de estudiosos y aparecieron nuevos sistemas e interpretaciones, muchos de los cuales contienen elementos valiosos que aún hoy siguen en pie. Y en la filosofía y en la historia, la atención de los intelectuales fue no menos intensa y sostenida, marcándose entonces, sobre todo en la segunda de esas disciplinas, algunos rumbos que pueden considerarse definitivos.

En 1849, Ernesto Renán, un historiador de penetrante espíritu, expresaba en un libro de juventud, titulado El porvenir de la ciencia, la confianza ilimitada que por entonces tenían todos los hombres cultos en el progreso del conocimiento y en las benéficas consecuencias que podía esperar la humanidad de ese desarrollo del saber.

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Los que se atienen a los hechos de la naturaleza humana, sin permitirse calificar el valor de las cosas, no pueden negar que la ciencia es la primera necesidad de la humanidad. Ante las cosas, el hombre se siente fatalmente movido a buscar sus secretos. La naturaleza es la que comienza a aguzar el apetito de saber: el hombre la interroga con la impaciencia de la presunción ingenua, creyendo que en sus primeros ensayos, en algunas páginas, va a establecer el sistema del universo. Quiere luego estudiarse a sí mismo; más adelante quiere estudiar su especie, la humanidad y su historia. Por último, el problema final, la gran causa, la ley suprema es lo que tienta su curiosidad. El problema varía y se ensancha hasta lo infinito según los horizontes de cada época, pero el hombre experimenta siempre ante lo desconocido un doble sentimiento: respeta el misterio, noble temeridad que le impulsa a desgarrar el velo para conocer lo que oculta (…) La última palabra de la ciencia moderna es organizar científicamente la humanidad. Tal es su pretensión, audaz pero legítima.

(ERNESTO RENÁN, El porvenir de la ciencia)

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LAS CIENCIAS FÍSICAS Y NATURALES

A partir de Lavoisier (1743-1794), la química adquirió un notable desarrollo. El estudio de los distintos cuerpos simples, de sus propiedades, de sus compuestos, de las maneras de obtenerlos, atrajo la atención de muchos estudiosos que lograron importantes resultados tras múltiples experiencias. Bastaría citar los nombres de Gay Lussac (1778-1850) y de Liebig (1803-1873) para señalar los progresos alcanzados durante esta época. No fueron menores los que se lograron en la física con los trabajos de Volta (1775-1827), Ampère (1775-1836) y Faraday (1791-1867), a quienes se debe el estudio de los fenómenos eléctricos; y algunos sabios, como Hemholz (1821-1894) y Fresnel (1788-1827) estudiaron otros aspectos parciales de la física dando, al mismo tiempo, los elementos para renovar el estudio de los problemas fundamentales de esa disciplina. Por su parte, matemáticos y astrónomos lograron importantes resultados con sus observaciones, y es digno de citarse el caso de Leverrier (1811-1855) a cuyos cálculos se debió el descubrimiento del planeta Neptuno antes de que pudiera ser observado directamente.

En las ciencias naturales los descubrimientos fueron numerosos y fundamentales. Lamarck (1744-1829), Cuvier (1769-1832), Geoffroy Saint Hilaire (1772-1844) y Humboldt, que desarrolló sus ideas en un libro que tituló Cosmos, estudiaron diversos problemas biológicos y ordenaron sus observaciones en doctrinas destinadas a dar una explicación científica de la vida. Y, como consecuencia, los estudios médicos adquirieron notable desarrollo y se obtuvieron progresos importantes, tales como el descubrimiento de la vacuna antivariólica, debido a Jenner (1749-1823), y los que lograron Bell (1774-1842), en el campo de las enfermedades nerviosas y Spencer Wells (1818-1897) en el de la cirugía.

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LAS CIENCIAS MORALES Y LA FILOSOFÍA

En el campo del derecho, la política y la sociología, fueron sumamente importantes los esfuerzos de los pensadores de la primera mitad del siglo XIX.

En Alemania, con motivo de la invasión napoleónica, se produjo una polémica entre los partidarios de la codificación orgánica y los que, como Savigny (1779-1861), creían que el derecho no era sino el resultado de una larga tradición en la que se reflejaba el espíritu nacional y que no podía, en consecuencia, encerrarse en fórmulas inmóviles. La tesis de Savigny estaba de acuerdo con lo que, en política, sostuviera Burke (1730-1797) en Inglaterra, cuando, a raíz de la Revolución Francesa, había llamado la atención sobre el propósito de llevar a todos los países de Europa las mismas instituciones liberales, propósito que él condenaba por creer que las formas de la vida política debían adaptarse al genio peculiar de cada nación.

En el campo de la sociología, los esfuerzos por estudiar el régimen social y solucionar los graves problemas que surgían, aparecen después de la Revolución Francesa y, especialmente, después de la revolución de 1830 en Francia. Junto a las observaciones acerca de las mejores soluciones para aquellos problemas, aparecen otras sobre la vida social y sus caracteres. Así, se hallan en las obras de Lamennais (1782- 1854), filósofo católico de enérgica tendencia revolucionaria, en las de Saint-Simon (1760- 1825), Fourier (1772-1837) y Proudhon (1809-1865), multitud de ideas que han sido luego elaboradas por otros sociólogos y filósofos; coinciden casi todas las doctrinas en que propugnan sistemas sociales que ofrezcan mejores posibilidades de vida a las clases obreras, y nacieron a la luz de las situaciones creadas a esos sectores por el desarrollo de la técnica industrial y la producción en gran escala.

En la filosofía, el siglo XIX hereda las doctrinas del gran filósofo Kant (1724-1804), y sus discípulos las desenvuelven en diversos sentidos. Los más importantes fueron Fichte (1762-1814), el propulsor del despertar alemán, y Hegel (1770-1831), que alcanzó muy pronto una extraordinaria significación en el pensamiento europeo. Poco después surgía en Francia otro filósofo de genio, Comte (1798-1857), a quien se debe un sistema filosófico conocido con el nombre de positivismo, mientras en Inglaterra desarrollaba su doctrina Juan Stuart Mill (1806-1873), autor de un sistema de lógica.

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LA HISTORIA

Las disciplinas históricas tuvieron por entonces un notable impulso. La crisis de la Revolución Francesa y la que provocaron las guerras napoleónicas, estimularon intensamente el conocimiento del pasado, porque cada uno de los bandos en lucha —liberales y absolutistas— pretendían encontrar en la historia los fundamentos del régimen que prefería. Además, la apertura de los archivos de las dinastías extinguidas —hasta entonces secretos— permitió estudiar muchos problemas históricos poco conocidos.

A principios del siglo XIX, un historiador alemán, Niebuhr (1776-1831), sentó los principios del método histórico moderno, sobre la base de la crítica de los testimonios, tendencia que continuó y perfeccionó Ranke, aplicándola preferentemente a la historia moderna. Por entonces aparecían en diversos países otras figuras de gran importancia. En Francia, Thierry (1795-1856) estudió con gran acopio de documentos la historia de la Edad Media; Michelet (1798-1874) y Guizot (1787-1874) escribieron sobre la historia de Francia, y el último hizo un magnífico ensayo de interpretación de la civilización europea en una obra que ejerció gran influencia. Con estos autores se vinculan, por la doctrina que sustentaron, los historiadores argentinos Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre.

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CAPÍTULO XVIII. LA INGLATERRA VICTORIANA Y EL SEGUNDO IMPERIO FRANCÉS

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La reina Victoria. — El desarrollo económico y político. — Las reformas electorales de 1867 y 1884. — La formación del imperio inglés. — Francia después de la revolución de 1848. — La situación social y política. — La segunda república. — El golpe de estado de Napoleón III y el segundo imperio. — La intervención francesa en México. La guerra. — Proclamación y caída del emperador Maximiliano.

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En 1837 murió sin dejar herederos el rey Guillermo IV y le sucedió en el trono su sobrina Victoria, que inició entonces un reinado que debía durar hasta 1901. Esta larga época de la historia de Inglaterra tiene caracteres singulares; la creciente popularidad de la reina, su conducta honrada y clara y su incansable esfuerzo por resolver los problemas que tenía la nación, le dieron un ascendiente casi unánime que ella utilizó para limar las asperezas de las luchas políticas y conducir al país por un camino de progreso material y espiritual. Su comportamiento fue, al mismo tiempo, enérgico y moderado, porque creía en la necesidad de escuchar el clamor público, expresado por los órganos políticos representativos, y consideraba su deber defender sus propias opiniones.

LA REINA VICTORIA

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Durante toda su larga vida de reina, Victoria convirtió en hábito el seguir las acciones de sus ministros con estricta atención, reconviniéndoles con energía cuando no estaba de acuerdo, obteniendo gracias a ello modificaciones, pero sin intentar nunca anular ni alterar una política en la que sus ministros seguían insistiendo después de haber oído por completo sus opiniones. También ejerció una influencia ocasional sobre la oposición, en particular sobre la cámara de los Lores, y fue singularmente afortunada logrando evitar el conflicto entre las cámaras en varias ocasiones importantes en la última mitad de su reinado, después del resurgimiento de un liberalismo más violento, dirigido por Gladstone.

(GEORGE MACAULAY TREVELYAN, Historia política de Inglaterra)

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La segura orientación política dio sus frutos, y una era de esplendor comenzó por entonces para Inglaterra. Por otra parte, la era victoriana —como suele llamarse este período— no fue brillante tan sólo por el desarrollo económico y el afianzamiento institucional y político que alcanzó la nación; también lo fue por el progreso que alcanzaron las investigaciones científicas y, por el alto nivel que llegaron a tener por entonces las artes y las letras. En las artes plásticas surgió el movimiento llamado de los prerrafaelistas, encabezado por el pintor Rosseti y cuya teoría estética fue establecida por John Ruskin; en la poesía aparecieron Tennyson y Browning; en la novela Carlota Brontë y George Eliot; en la historia, Carlyle y Macaulay.

Pero si es cierto que durante esta época se procuró atender a todos los problemas que surgieron en la vida inglesa, no lo es menos que los mismos se presentaron con carácter perentorio y, en consecuencia, la era victoriana no resultó una época de pasividad sino de agitada acción. No faltaron, en efecto, ni las dificultades internas ni las externas; pero poco a poco, supieron los estadistas de entonces hacer frente a las diversas circunstancias, y la era victoriana culminó con la constitución del imperio colonial inglés.

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EL DESARROLLO ECONÓMICO Y POLÍTICO

Desde el punto de vista económico, el rasgo más destacado de la época victoriana es el establecimiento del régimen de librecambio. En 1849 Inglaterra derogó la ley de navegación que, desde el siglo XVII, impedía el tráfico comercial de naves extranjeras con puertos ingleses e inició con ello una etapa de libertad comercial que se complementó después, poco a poco, con sucesivos tratados internacionales de comercio, destinados a acrecentar el intercambio de productos.

De este modo se procuraba, al mismo tiempo que un mayor desarrollo económico, un mejoramiento en las condiciones de vida, pues a consecuencia de esas medidas bajaron notablemente los precios de los artículos más imprescindibles para el consumo de la población humilde.

En cuanto a la condición de los trabajadores rurales, el problema era grave, sobre todo en Irlanda, donde la cuestión se vinculaba a la gran inquietud política que reinaba allí, pues los irlandeses católicos aspiraban a la independencia de la isla. Diversas medidas se tomaron para remediar la situación de miseria que reinaba entre los campesinos irlandeses, pero no se llegó, sin embargo, a ningún resultado definitivo, porque seguía en pie el desacuerdo político entre Inglaterra e Irlanda; y cuando el ministro Gladstone quiso buscar una solución radical al problema, proponiendo que el estado comprara a los propietarios ingleses sus tierras de Irlanda para entregarla a los agricultores irlandeses, la cámara de los Lores se opuso categóricamente. Así, la cuestión irlandesa llegó sin resolverse hasta el siglo XX.

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LAS REFORMAS ELECTORALES DE 1867 Y 1884

En cambio, el problema político de la representación parlamentaria fue encarado con mayor decisión y con espíritu conciliador. En 1867 el ministro Disraeli consiguió que se aprobara un proyecto mediante el cual disminuiría el monto del alquiler que se exigía para poder ser elector; en efecto, de allí en adelante todo el que pagara más de 10 libras anuales de alquiler por su casa tenía derecho a votar, y de ese modo el número de electores aumentó hasta casi dos millones de ciudadanos.

Una nueva reforma, propiciada por el ministro Gladstone en 1872, instituyó el sistema de voto secreto para asegurar la libertad del electorado; y poco después, en 1884, el mismo Gladstone hizo aprobar otro proyecto mediante el cual se hacía una nueva distribución de los distritos electorales y se aseguraba a cada uno un diputado. Sólo quedaban, pues, excluidos del derecho de voto los que no poseían casa a su nombre, alcanzándose entonces una elevada cifra de electores.

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LA FORMACIÓN DEL IMPERIO INGLÉS

El hecho más importante de la era victoriana es, sin duda, la formación del gran imperio inglés y su organización política y administrativa, basada en un prudente equilibrio entre la autoridad de la metrópoli y las tradiciones coloniales.

Este régimen es sumamente variado, según las situaciones locales. En el curso del siglo XIX consiguió imponerse sobre vastas regiones: en Asia, en África y en Oceania se estructuraron las distintas posesiones sobre diversas bases, tan sólidas que aseguraron a Inglaterra el goce de ingentes ventajas con un máximo de seguridad para su soberanía.

La India fue el territorio más importante del Imperio. Sometida por una empresa particular —la Compañía de las Indias orientales— la India fue ganada palmo a palmo mediante la sumisión de los distintos príncipes que gobernaban los diferentes estados autónomos. Pero en 1857 estalló una terrible insurrección de los cipayos, tropas indígenas que pretextaron la violación de algunas creencias religiosas, pero que, en realidad, sólo obedecían al estado general de espíritu de los hindúes, irritados contra los conquistadores. La rebelión fue vencida con grandes esfuerzos y sin que las tropas inglesas economizaran violencias. El resultado final fue que se quitó a la compañía el gobierno de la India y se lo transfirió al estado, que de allí en adelante la consideró como una colonia: en 1876, la reina Victoria fue coronada emperatriz de la India, como heredera del título que habían poseído los conquistadores mongoles. Su conquista quedó luego asegurada con la de algunos territorios vecinos, el Beluchistán y Birmania, verdaderos baluartes exteriores de la India.

En 1869 se inauguró el canal de Suez, que constituye una vía imprescindible para las relaciones entre la metrópoli y las posesiones orientales de Inglaterra. Esta situación la llevó a buscar cierto control en Egipto, donde, tras algunas dificultades, consiguió Inglaterra asegurarse un protectorado mediante el cual puede mantener estrechamente vigilada la zona del canal.

En África del Sur, los ingleses poseían, desde 1806, la colonia del Cabo. Mediante sucesivas operaciones consiguieron acrecentar sus dominios hacia el interior, no sin que tuvieran que vencer la resistencia de los boers, descendientes de los antiguos colonos holandeses. Así, en el curso de la segunda mitad del siglo XIX, Inglaterra constituyó una poderosa colonia compuesta por los territorios del El Cabo, Natal, Orange y Transvaal.

En cuanto a las colonias de Oceania, Inglaterra ocupó, desde fines del siglo XVIII, las costas de Australia y fundó allí algunos establecimientos. Pero cuando adquirieron importancia fue después que comenzaron a prosperar las industrias agropecuarias y, sobre todo, cuando aparecieron las minas de oro que transformaron la región, provocando un notable acrecentamiento de la importancia de los grandes centros urbanos, como Sydney y Melbourne.

El imperio inglés se constituyó en una época de gran expansión comercial de la metrópoli y, en consecuencia, se anudaron relaciones económicas muy sólidas entre ella y los territorios coloniales que, de ese modo, aseguraron la perduración de los vínculos recíprocos.

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FRANCIA DESPUÉS DE LA REVOLUCIÓN DE 1848

En Francia, la revolución de febrero de 1848 había derrocado la monarquía de Luis Felipe, y, con ella, al partido conservador e intransigente. Los triunfadores fueron los republicanos liberales y los obreros partidarios del socialismo; pero como sus puntos de vista no coincidieron y, por el contrario, chocaron, muy pronto la anarquía reinó en el seno del nuevo gobierno. Así, al proclamarse la nueva constitución y elegirse presidente de la segunda república, los conservadores y los católicos impusieron a Luis Napoleón Bonaparte. El gobierno constitucional de éste fue, sin embargo, efímero, porque bien pronto consiguió, con un golpe de estado, instituir un poder autocrático y hacerse coronar emperador

Desde 1852 hasta 1870, Napoleón III gobernó apoyándose sucesivamente en los conservadores y en los liberales, a quienes quería atraer hacia sí. Pero su desgraciada intervención en México y la guerra franco-prusiana pusieron fin a su imperio.

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LA SITUACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA

Al abandonar Luis Felipe el poder, la revolución triunfante confió el gobierno a una junta de once miembros; se combinaban en este cuerpo los representantes del parlamento —de filiación republicana y de temperamento moderado— y los representantes de la masa obrera que era, en verdad, la que había decidido la lucha en las calles de París; estos últimos pertenecían al partido que comenzaba a llamarse socialista y se diferenciaban de los republicanos liberales en que no aspiraban solamente a que la revolución modificara el régimen electoral y político, sino que querían también que el estado afrontase el problema social y económico de la clase trabajadora y lo resolviese con medidas que aliviasen su triste situación.

Este choque de puntos de vista llevó la lucha al seno del gobierno provisional y se manifestó de manera tumultuaria. Los grupos socialistas querían que se atendiera inmediatamente a sus demandas, mientras los republicanos sostenían que era imprescindible afirmar primero el nuevo régimen, al que comprometían las violencias y los apresuramientos. Alfonso de Lamartine, el gran poeta romántico, que formaba parte del gobierno, decía en un discurso al pueblo que acusaba a los republicanos moderados de traición:

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Si se os hubiese dicho, hace tres días, que ibais a derribar el trono, destruir la oligarquía, obtener el sufragio universal en nombre de vuestro título de hombres, conquistar todos los derechos del ciudadano, fundar, en fin la república(…) Si se os hubiese dicho todo esto hace tres días, habríais dicho: “Tres días(…) tres siglos son necesarios(…)” Y bien, lo que hubierais declarado imposible está cumplido.

He aquí nuestra obra en medio de ese tumulto, de esas armas, de esos cadáveres de vuestros mártires. ¿Y murmuráis contra Dios y contra nosotros?

¿Qué os pedimos para acabar nuestra obra? Días solamente. Dos o tres días aún y vuestra victoria estará escrita, aceptada, asegurada, organizada de modo que ninguna tiranía, excepto la tiranía de vuestra propia impaciencia, pueda arrancarla de vuestras manos.

(ALFONSO DE LAMARTINE, Discurso al pueblo que invadía la Municipalidad acusando al gobierno provisional de traición)

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Para calmar a los grupos socialistas, el gobierno acordó crear los llamados talleres nacionales, en los cuales debían encontrar trabajo los obreros desocupados que, de ese modo, recibían un salario del estado. Entretanto, se tomaban las medidas políticas imprescindibles para organizar el nuevo régimen, convocando una asamblea constituyente elegida por sufragio universal.

Sin embargo, la situación se agravaba cada día más. La ayuda obrera fracasaba y la masa de los que acudían pidiendo auxilio del estado aumentaba diariamente hasta obligar a un gasto desmesurado que no representaba ninguna ventaja por la desorganización del nuevo engranaje administrativo. La consecuencia fue que creció el temor de los republicanos ante una revolución social profunda y muy pronto se los vio agruparse alrededor de un nombre que parecía una consigna de orden y de reacción política: Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del emperador.

Al finalizar el año 1848, y en medio de esa situación caótica, la asamblea constituyente sancionó la nueva constitución por la que se creaba la república. Convocado el pueblo para elegir su primer presidente, Bonaparte obtuvo una inmensa mayoría de votos, gracias al apoyo de los elementos burgueses y católicos, que esperaban que restableciera el orden y contuviera la creciente exaltación de los obreros socialistas.

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LA SEGUNDA REPÚBLICA

El 20 de diciembre de 1848 Luis Napoleón Bonaparte fue proclamado presidente por un período que debía concluir en mayo de 1852. Desde el primer momento se advirtió que su plan era limitar paulatinamente las principales conquistas políticas y sociales de la revolución de 1848 y apoyarse en la burguesía conservadora y en los grupos católicos. Para lograr su plan adoptó una serie de hábiles medidas que, poco a poco y sin provocar inmediata resistencia, modificaban progresivamente la situación.

En lo político, comenzó a controlar severamente a los periódicos opositores hasta lograr que casi todos ellos desaparecieran, complementando su acción con una estrecha vigilancia policial sobre los grupos que los redactaban. Al mismo tiempo reprimió toda acción política con distintos pretextos, y en fin, consiguió limitar el voto de los obreros exigiendo una residencia de tres años en el distrito donde el ciudadano debía votar, requisito que las condiciones de trabajo impedían cumplir a aquéllos.

En otro aspecto, Bonaparte trató de asegurarse el apoyo de los grupos católicos implantando la libertad de enseñanza —que antes era función de estado— y, más aún, estableciendo cierta vigilancia de los institutos oficiales de educación por parte del clero.

Pero todo esto no era, en el espíritu del presidente de la segunda república, sino los preparativos para un plan de mayor alcance. Cuando estuvo seguro de haber amordazado a la oposición y de haber quebrado sus organizaciones, y cuando pudo contar con el apoyo de los grupos conservadores, Bonaparte no vaciló en violar su juramento y, en mayo de 1851, creó un conflicto con la asamblea legislativa, hasta allí obsecuente ante sus deseos, para plantear la necesidad de un cambio de régimen.

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EL GOLPE DE ESTADO DE NAPOLEÓN III Y EL SEGUNDO IMPERIO

Durante el mes de octubre de 1851, Bonaparte comenzó a tomar sus medidas para que sus proyectos no fracasaran. Casi todos los jefes de la guarnición de París fueron reemplazados por otros que pertenecían a la guarnición de Argelia, y de ese modo pudo contar con el apoyo incondicional de la fuerza armada. En diciembre su plan estaba listo y, el día 2, Bonaparte dio un decreto disolviendo la asamblea nacional y convocando al pueblo para nuevas elecciones. Una proclama al pueblo explicaba los motivos de su conducta y sus proyectos futuros:

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La situación actual no puede durar por más tiempo. Cada día que transcurre se agravan los peligros del país. La Asamblea, que debía ser el más firme apoyo del orden, ha llegado a ser el hogar de los complots.

Hago un llamado leal a la nación entera y os digo: Si queréis continuar este estado de malestar que nos degrada y compromete nuestro porvenir, elegid otro en mi lugar porque no tolero más un poder que es impotente para hacer el bien, me hace responsable de actos que no puedo impedir y me encadena al timón cuando veo que, el barco corre hacia el abismo. Si por el contrario tenéis aún confianza en mí, dadme los medios para cumplir la gran misión que he recibido de vosotros.

(Proclama del presidente Bonaparte)

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Su plan consistía en renovar la constitución de 1799, por la cual se había establecido el poder personal de Napoleón I bajo el sistema del consulado; entonces se sometió al pueblo, bajo la forma de plebiscito, la siguiente fórmula:

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El pueblo francés quiere el mantenimiento de la autoridad de Luis Napoleón Bonaparte, y le delega los poderes necesarios para establecer una constitución sobre las bases propuestas en su proclamación.(Boletín de las leyes)

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Siete millones y medio de votantes —sobre ocho millones— aprobaron el plebiscito y Bonaparte constituyó un régimen que le atribuía el poder por diez años, apenas controlado por algunos órganos cuyos miembros eran elegidos por el propio presidente. Pero esta situación tampoco podía satisfacer las ambiciones de Bonaparte y muy pronto, el 7 de noviembre de 1852, fue restablecida la dignidad imperial y consagrado Bonaparte como emperador con el nombre de Napoleón III.

Desde entonces, su política reaccionaria se acentuó aún más y no tuvo reparos en coartar totalmente la oposición mediante el sistema de las candidaturas oficiales, que los prefectos departamentales aconsejaban a los electores como preferidas por el gobierno del emperador. El régimen comenzó, pues, siendo de total obsecuencia; pero poco a poco creció el malestar y comenzaron a llegar al cuerpo legislativo diputados republicanos cuyas voces ilustraron a la opinión sobre la situación imperante y tonificaron el espíritu público.

Por esta misma época el emperador se malquistó con algunos grupos conservadores y católicos debido a su conducta frente al papado y a algunas de sus medidas internas; al mismo tiempo iniciaba un viraje hacia los liberales para conseguir su apoyo, mediante la adopción de algunas disposiciones de tipo democrático, como la laicidad de la enseñanza, la amnistía política y el reconocimiento de ciertos derechos obreros.

Así comenzó, hacia 1860, una etapa de revisión de la política seguida hasta entonces; gracias a ello, Napoleón III pudo robustecer su posición, a pesar de que los núcleos republicanos no cesaban en sus críticas dentro de los límites que el mecanismo político permitía. Pero la situación se agravó de nuevo cuando el emperador decidió intervenir en México.

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LA INTERVENCIÓN FRANCESA EN MÉXICO, LA GUERRA

México era un estado soberano gobernado entonces por los liberales, quienes habían llevado al poder a Benito Juárez. Su política fue hostil a la iglesia católica y los conservadores pidieron apoyo a las monarquías europeas; esta circunstancia pareció a Napoleón III un estímulo para realizar contra México una invasión que permitiera imponer una monarquía católica, con la cual se neutralizara el creciente desarrollo de los Estados Unidos. Era, pues, un proyecto injustificable, teniendo en cuenta el cúmulo de preocupaciones que agitaban a un país como Francia.

Dos circunstancias favorecieron la empresa. Una fue la guerra de secesión en los Estados Unidos, que aseguraba su neutralidad; otra, fue la quiebra provisional que el estado mexicano se vio obligado a decretar y gracias a la cual tuvieron pretexto Francia, Inglaterra y España para ocupar a Veracruz en 1861.

Al año siguiente, mientras los otras potencias desistían de sus propósitos, Napoleón III comenzaba formalmente la invasión del territorio mexicano. La hostilidad de los guerrilleros fue intensa y el ejército francés avanzaba con dificultades. Sólo en mayo de 1863 pudo tomar Puebla y dirigirse luego a la ciudad de México, que el presidente Juárez evacuó para continuar la resistencia en el interior. Poco después, en junio, las tropas francesas tomaban la capital.

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PROCLAMACIÓN Y CAÍDA DEL EMPERADOR MAXIMILIANO

La situación distaba mucho de ser tranquila. Juárez dominaba las provincias del norte y otro caudillo de recia envergadura, Porfirio Díaz, las del sur, de modo que lo que les restaba hacer a las tropas francesas era largo y difícil. Sin embargo, el general Forey, jefe de las fuerzas francesas, presionó a los miembros de una asamblea convocada a tal fin para que inmediatamente proclamaran emperador al archiduque de Austria, Maximiliano, y a su esposa Carlota de Bélgica. A principios del año siguiente, Maximiliano aceptó el ofrecimiento y se trasladó a México en mayo de 1864.

Su breve actuación no fue afortunada. Mientras él se distanciaba de sus partidarios y hasta de los jefes franceses que lo apoyaban, las fuerzas de los caudillos populares se acrecentaban diariamente, y no bastaban ni los recursos financieros ni los efectivos militares para atender a la constante lucha. En esas circunstancias finalizó la guerra civil en los Estados Unidos; el norte, que había obtenido el triunfo, veía con malos ojos al régimen imperial mexicano, que sus enemigos habían mirado con benevolencia; así, al sentirse de nuevo con la plenitud de los medios, el gobierno norteamericano se apresuró a exigir a Francia que sacara sus tropas de México bajo amenaza de intervenir en el conflicto. Napoleón III, atraído por otros problemas en Europa, no vaciló en ceder y comenzó a apurar al general Bazaine, jefe de las fuerzas francesas de ocupación, y al emperador Maximiliano para que se consumara la abdicación y la retirada.

Un rapto de dignidad impidió a Maximiliano abandonar su puesto para volver a Europa con las tropas de su protector. Carlota había fracasado en una gestión personal que hiciera en París para exigir a Napoleón que no retirara sus tropas, y en los primeros meses de 1867 Bazaine embarcó todos sus efectivos. Pero Maximiliano resolvió defenderse con las tropas mexicanas y mercenarias que le respondían y marchó hacia Querétaro para contener el avance republicano, apoyado ahora con las armas de los Estados Unidos. Pese a sus esfuerzos, las fuerzas fueron sitiadas en la ciudad y muy pronto el mismo Maximiliano cayó prisionero.

Juárez se mostró entonces inflexible, como lo había sido durante su larga resistencia. Un consejo de guerra condenó a muerte a Maximiliano, y, pese a los ruegos, la sentencia fue cumplida el 19 de junio de 1867.

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CAPÍTULO XIX. ITALIA Y ALEMANIA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

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La unidad italiana. — Los estados italianos después del congreso de Viena. — El reino de Cerdeña y la casa de Saboya. — La obra del ministro Cavour. — La expansión del reino sardo. — La unificación definitiva de Italia y la cuestión romana.

La unidad alemana. — Los estados alemanes después del congreso de Viena. — Guillermo I y Bismarck. — El conflicto con Dinamarca: los ducados de Schleswig y Holstein. — La guerra con Austria y sus consecuencias. — La guerra franco-prusiana. — La constitución de 1871 y el Imperio alemán.

El cuadro de los demás países de Europa en 1870.

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A diferencia de los demás países de Europa occidental, los diversos estados que ocupaban la península itálica y la antigua Germania no habían podido resolver el problema de su unificación bajo la forma de grandes naciones. Este hecho constituía la principal preocupación de ambos grupos de estados. Los pequeños países que los formaban comprendían que estaban unidos por vínculos estrechos que permitían su agrupación en dos potencias poderosas, y la experiencia les enseñaba que, mientras no lograran formarlas, no podrían aspirar a una posición destacada en Europa por la inferioridad de sus fuerzas frente a los otros grandes estados nacionales.

Este sentimiento se manifestaba como aspiración política de todos los grupos sociales. Los reyes y las clases aristocráticas participaban del sentimiento patriótico que movía al pueblo de sus países, pero estaban movidos también por un impulso político que los inducía a pretender un acrecentamiento de su poder. Las masas populares, por su parte, estaban agitadas por la conciencia de su futura grandeza y aspiraban a que los estados que se constituyeran alcanzaran una organización liberal en la que el pueblo gozara de amplios derechos políticos.

Tanto Italia como Alemania consiguieron realizar sus aspiraciones fundamentales en la segunda mitad del siglo XIX. Pero mientras Italia se unía por obra del pueblo, que otorgaba el poder a una monarquía que reconocía sus derechos, Alemania lograba sus propósitos gracias a la acción de un monarca autocrático que, apoyado sobre la incontrastable fuerza de sus ejércitos vencedores, asentaba sobre la nueva nación un poder vigoroso.

La unidad germana constituye un hecho fundamental en la historia de Europa. Se realiza mediante una serie de violentos golpes militares y políticos contra sus vecinos: Dinamarca, Austria y Francia, y desde el primer momento Alemania establece el principio de la fuerza militar como razón suficiente para sus aspiraciones políticas. Su carácter de gran potencia, apoyado en sus poderosos recursos naturales y en su creciente desarrollo industrial, entrañaba un conflicto latente con las otras potencias europeas; y como entraba en el concierto de las naciones occidentales cuando las demás tenían ya establecidas sus áreas de influencia, resultaba inevitable que recurriera a la fuerza para conseguir el lugar que creía merecer.

La unidad italiana, en cambio, apenas alteró el cuadro político y económico de Europa. Sus escasos recursos y su situación en el mar Mediterráneo limitaban estrechamente sus posibilidades y la condenaban a una situación de segunda potencia.

Entretanto, los demás países de Europa debían asistir al duelo entre Alemania y las antiguas potencias europeas, conformándose con ingresar en uno de los dos frentes que se constituían, según sus posibilidades e intereses. De ese modo, se preparaba, con el surgimiento de las dos nuevas naciones occidentales, una compleja situación política cuyo desenvolvimiento ocupa la segunda mitad del siglo XIX y llega hasta nuestros días.

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LA UNIDAD ITALIANA

Por su posición geográfica y por los intereses políticos de sus diferentes vecinos, la península itálica había sido, desde la Edad Media, teatro de sucesivos conflictos que tuvieron como resultado la división del territorio y la aparición de distintas soberanías.

A partir del siglo XIX, y muy especialmente a consecuencia de las campañas napoleónicas, el sentimiento de la unidad nacional se había despertado en el pueblo, sin que existiera un poder político —excepto el papado— que contara con fuerza moral suficiente como para emprender la tarea unificadora con probabilidades de éxito; el papado, en cambio, carecía de fuerza material y, quizá, de interés y de decisión para llevarla a cabo. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, apareció en Italia una dinastía que reunía las condiciones necesarias para que el pueblo italiano depositara en ella su confianza y para conducir a buen término las aspiraciones generales. A la dinastía de Saboya le estaba reservada esa misión.

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LOS ESTADOS ITALIANOS DESPUÉS DEL CONGRESO DE VIENA

En el curso de las guerras napoleónicas, Italia había sufrido las consecuencias de los trastornos generales del orden político. Mientras Venecia había perdido su independencia para caer en manos de Austria por el tratado de Campoformio, el resto de Italia fue pasando, poco a poco y en distintas circunstancias, a manos del emperador francés. Sucesivamente, una república italiana y un reino de Italia quedaron constituidos en la península, pero después de Waterloo pareció lícito a los países que predominaban en el congreso de Viena realizar un nuevo reparto territorial de Italia para satisfacer a los distintos triunfadores y para solucionar las múltiples cuestiones suscitadas con motivo de la reorganización política de Europa.

El congreso de Viena creó en Italia siete estados distintos, pero por su régimen político formaban bloques de diversa tendencia. El reino de Cerdeña, formado por el Piamonte, Saboya, Genova, Niza v la isla de Cerdeña, quedó en manos de una dinastía italiana —la casa de Saboya— que supo sostenerse fiel a su origen y conservar su independencia pese a las difíciles circunstancias. En el centro los estados pontificios mantenían sus antiguos territorios bajo la autoridad del papa y, al sur, una rama borbónica había obtenido nuevamente el reino de las Dos Sicilias. En cambio, el reino lombardo-veneciano, los ducados de Parma y Módena y el gran ducado de Toscana estaban, directa o indirectamente, dentro de la esfera de influencia de Austria.

La agitación patriótica y liberal era igualmente intensa en todos estos reinos, y durante los períodos convulsivos de 1830 y 1848 se produjeron conflictos que probaron la tenacidad del esfuerzo popular, pero también su impotencia frente a los estados que respaldaban el orden establecido, especialmente Austria.

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EL REINO DE CERDEÑA Y LA CASA DE SABOYA

En 1848, la rebelión liberal fue sofocada, tras dura represión, por los diferentes poderes autocráticos. Pero en esa circunstancia adquirió una fisonomía política totalmente distinta el reino de Cerdeña. En efecto, el rey Víctor Manuel II —hijo de Carlos Alberto, de quien sus súbditos habían recibido espontáneamente un régimen constitucional— prefirió arrostrar la hostilidad de Austria antes que modificar la situación creada por su padre. De ese modo se puso de manifiesto que dicho reino era el único estado auténticamente italiano y el único liberal; en consecuencia, los patriotas liberales de toda Italia pusieron sus ojos en él, con la esperanza de que sirviera de sólido baluarte para la conquista de sus aspiraciones.

Mientras las potencias autocráticas procuraban incitar a Víctor Manuel II para que volviera sobre sus pasos y restaurara el absolutismo, el rey confió el gobierno a un patriota liberal, Máximo D’Azeglio, y se propuso afirmar el régimen establecido. En el gabinete entraba en 1850 Camila Benso, conde de Cavour, a cuya serena energía estaría reservado el elevar a los monarcas de la dinastía de Saboya al papel de reyes de la Italia unida.

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LA OBRA DEL MINISTRO CAVOUR

Desde su entrada en el gobierno, Cavour demostró que era el hombre indicado para sostener con tenacidad los puntos de vista de los grupos liberales. Diversas circunstancias lo obligaron luego a dejar temporalmente su cartera, pero a raíz de una grave crisis política, el rey lo llamó en 1852 para que se hiciera cargo del gobierno y constituyera gabinete.

Además de sus propósitos políticos, resumidos en el deseo de mantener el sistema de las libertades, Cavour llevó al gobierno dos ideas fundamentales. Una era la de transformar el estado sardo en una potencia económica y militar que pudiera realizar sus vastos planes internacionales. La segunda era la de conseguir la alianza de Francia contra Austria para contar con su auxilio militar en el momento necesario. Con estos propósitos inició su gobierno, contando con la total confianza del rey.

La obra interna de Cavour fue inmensa. El estado sardo se transformó muy pronto en un estado modelo por su progreso y su organización. El ministro estableció el sistema de las rentas fiscales sobre sólidas bases, con lo que aumentó los recursos para la obra que se proponía. Además estimuló la riqueza nacional con obras de regadío, con ferrocarriles, con líneas marítimas, con sistemas bancarios de préstamos a los agricultores y con el apoyo a las sociedades cooperativas. Al mismo tiempo Cavour dedicó su atención a la formación de un importante ejército, cuyo número y armamento constituían un notable esfuerzo dada la limitación de los recursos de la pequeña nación. Y en lo político, su fidelidad a las ideas liberales lo condujo a limitar la influencia que ejercía el clero y a asegurar una legislación que garantizara el sistema de las libertades políticas.

Su plan exterior fue cumplido con no menor diligencia y habilidad. Pese a que el golpe de estado de Napoleón III en 1851 ponía al jefe del estado francés en la pendiente del absolutismo, Cavour mantuvo su fe en la ayuda del antiguo carbonario que, como emperador de Francia y sobrino del gran emperador, mantenía secretamente su odio a Austria y a los pactos de 1815. Esta confianza le permitió mantenerse en estrecha relación con Napoleón y Cavour no desperdició ocasión de colocarse junto a él. En 1854, Cavour se alió con Francia e Inglaterra para luchar en la guerra de Crimea contra el imperio ruso. La participación del ejército sardo en la contienda fue limitada pero brillante, y la victoria de sus aliados permitió al jefe del gobierno piamontés intervenir en las conferencias de la paz para dejar sentadas allí sus reclamaciones contra Austria.

La consecuencia de esta política fue la secreta promesa de Napoleón III a Cavour de que apoyaría al estado sardo si se desencadenara una guerra con Austria, a condición de que este último país fuera quien la provocara. Cavour no dejó pasar, desde entonces, ocasión para irritar a la corte de Viena, al mismo tiempo que apresuraba sus preparativos militares. Al fin, en abril de 1859, Austria declaró la guerra al reino de Cerdeña, y Cavour se preparó para realizar el gran proyecto de su vida.

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LA EXPANSIÓN DEL REINO SARDO

Apenas iniciado el conflicto, y ante una enérgica reclamación de Cavour, el duque de Toscana abandonó el ducado y el pueblo se plegó a la causa sarda. Poco después Austria invadía el Piamonte. Víctor Manuel II se puso a la cabeza de sus fuerzas y en mayo llegaban las tropas francesas para cumplir su promesa de ayuda contra Austria.

La campaña fue breve. El 4 de junio de 1859 los austríacos fueron derrotados en la batalla de Magenta por el ejército francosardo, que pudo tomar inmediatamente Milán y apoderarse poco después de toda la Lombardia. Veinte días después, el 24 de junio, un nuevo encuentro se produjo en las orillas del Mincio y nuevamente el ejército austríaco fue derrotado en Solferino.

En ese momento se producían otros hechos políticos fundamentales. Los príncipes austríacos que mantenían los ducados de Parma y Módena se vieron forzados a evacuarlos con sus tropas y, como en Toscana, el pueblo, dirigido por la Sociedad Nacional, se unió a los sardos y ofreció el poder al rey Víctor Manuel que se apresuró a hacerse cargo de los nuevos territorios incorporados a su reino.

De ese modo, en breves días había logrado el reino sardo extenderse considerablemente en Italia y se encontraba al borde de una marcha sobre Venecia que le permitiría dominar toda la Italia septentrional. Pero en ese momento, el emperador Napoleón, sin consultar a Víctor Manuel y preocupado por los preparativos militares de Prusia, ofreció a Austria un armisticio. La conferencia se realizó en Villafranca y los dos países acordaron la cesación de las hostilidades sobre la base de ciertas condiciones que se ratificaron por el tratado de Zurich en agosto de 1859.

De acuerdo con los términos del tratado, Austria entregaba a Francia la Lombardia, que, a su vez, Francia cedía al reino sardo; Venecia, en cambio, seguía en poder de Austria. La campaña terminaba, pues, con el éxito sólo parcial de los planes de Cavour, y el ministro, herido en su prestigio, renunció y se retiró a Suiza, no sin antes preparar con sus partidarios de toda Italia nuevos planes para lo futuro, destinados a fructificar más adelante.

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LA UNIFICACIÓN DEFINITIVA DE ITALIA Y LA CUESTIÓN ROMANA

Una serie de plebiscitos confirmaron la decisión de los estados del centro de Italia —Módena, Parma, Florencia y Bolonia— de permanecer anexados al reino sardo (1860), mientras otros consagraban la cesión de Niza y Saboya a Francia, como precio ofrecido anteriormente a Napoleón por su ayuda. El panorama volvía a mostrarse optimista para Cavour, que veía triunfar a sus partidarios, y así volvió a hacerse cargo del poder en enero de 1860.

Entretanto un jefe liberal, José Garibaldi, organizaba en Sicilia un audaz golpe de mano militar y en el mes de mayo de 1860 conseguía apoderarse de la isla. Poco después cruzaba el estrecho de Mesina. Desde el 22 de agosto hasta el 7 de setiembre persiguió a los ejércitos que defendían a Francisco II de Nápoles sin que le ofrecieran resistencia y ese último día entró en la capital. Por su parte, el ejército sardo inició las operaciones desde el norte y se apoderó de los estados pontificios, con excepción de Roma, hasta unirse a las tropas de Garibaldi. Poco después, la Italia meridional y los estados papales resolvían, por un plebiscito, anexarse al reino sardo y Víctor Manuel II tomaba el título de rey de Italia en marzo de 1861.

Ese mismo año moría Cavour, el alma de la unificación italiana; pero sus planes quedaban en pie y sus sucesores los continuaron, esperando sólo la ocasión favorable para realizarlos. La próxima etapa era la conquista de Venecia. En 1866, al estallar el conflicto entre Austria y Prusia, Italia intervino junto a Prusia, a la que movían las mismas aspiraciones de terminar con la hegemonía austríaca. Italia no fue afortunada en el aspecto militar y sufrió graves reveses a manos de Austria; pero como finalmente Prusia obtuvo el triunfo, consiguió, al concertarse la paz, firmes ventajas territoriales. En efecto, al firmarse el tratado de Viena, quedó establecido que Venecia se incorporaba a la nueva nación italiana. Quedaba, pues, por resolver el problema de Trento y Trieste, y, sobre todo, el de la ciudad de Roma, residencia del papado y capital natural del reino de Italia.

La posesión de Roma planteaba un problema de graves alcances. En general, los católicos de todo el mundo consideraban que no era posible que la residencia del papado estuviera bajo la soberanía de otro país porque de ese modo quedaba coartada la libertad del pontífice. La opinión católica estaba sostenida por las armas de Napoleón III, quien, desde la insurrección liberal de 1849, mantenía una guarnición en Roma. Pero, por su parte, los italianos consideraban que el no poseer la capital tradicional constituía una disminución del patrimonio nacional y se preparaban para aprovechar cualquier oportunidad que favoreciera sus propósitos.

La ocasión llegó en 1866. Francia necesitaba sus tropas y exigió que el gobierno de Italia se comprometiera a no atacar Roma. Víctor Manuel, en efecto, contrajo ese compromiso y hasta prometió defenderla si fuera necesario. Pero a poco de retirarse las tropas francesas, Garibaldi organizó la lucha para tomar la ciudad y el gobierno italiano actuó con tanta parsimonia que Napoleón III se vio obligado a enviar de nuevo fuerzas francesas para batir a Garibaldi en Mentana (1867).

La situación volvió a repetirse tres años más tarde. Ocupado Napoleón en la guerra contra Prusia, las tropas italianas invadieron a Roma el 20 de setiembre de 1870 y establecieron en ella la capital del reino, pese a la airada protesta del papado, que decidió aislarse en el Vaticano. Esta situación duró hasta que se firmó el tratado de Letrán (1929), por el cual el papado e Italia convenían en constituir un pequeño estado independiente con el nombre de Ciudad del Vaticano.

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Si en la historia política pudiera hablarse, como en el arte, de obras maestras, el proceso de la independencia, la libertad y la unidad de Italia merecería ser llamado obra maestra de los movimientos liberales y nacionales del siglo XIX; fueron admirables en él la colaboración de elementos distintos, el respeto a la tradición y la innovación profunda, la prudencia sagaz de los hombres de estado y el ímpetu de los revolucionarios y voluntarios, la audacia y la moderación; fue tan flexible como coherente la lógica con que se desenvolvió y llegó a su fin. Se llamó a ese movimiento “resurgimiento”, como se había hablado de un resurgimiento de Grecia, pensando en la grandiosa historia que había tenido por escenario ese mismo suelo; pero en realidad era un resurgimiento y por primera vez en los siglos nacía un estado italiano único, con su pueblo entero, plasmado por un ideal. El rey Víctor Manuel II dijo en el discurso de la corona del 2 de abril de 1850 que Italia no era ya la de los romanos ni la de la Edad Media, sino que era por primera vez “la Italia de los italianos”.

(BENEDETTO CROCE, Historia de Europa en el siglo XIX)

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LA UNIDAD ALEMANA

Los vastos territorios de la Germania constituyeron durante la Edad Media un imperio organizado sobre la base de una acentuada autonomía de los príncipes y señores. Así llegó a la Edad Moderna sin que ninguna fuerza fuera capaz de aglutinar a los diferentes estados que, por el contrario, aprovechaban todas las circunstancias favorables para acentuar su autonomía. La guerra de los Treinta Años, resultado del último gran esfuerzo imperial para consolidar el estado alemán, concluya fortificando la anarquía y el separatismo alemanes, situación que no se modificó en las épocas subsiguientes.

Sin embargo, en el siglo XVIII surgió en el este de la antigua Germania el reino de Prusia, destinado a realizar la fusión. Puede decirse que aspiraba a ella casi todo el pueblo alemán; pero los príncipes absolutistas no querían aceptar el apoyo popular, cuyo precio se imaginaban. Finalmente, Prusia se sintió suficientemente fuerte en el aspecto militar y se decidió a realizar los planes que había madurado.

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LOS ESTADOS ALEMANES DESPUÉS DE CONGRESO DE VIENA

El tratado de 1815 modificó parcialmente la situación de los estados alemanes. En efecto, si bien dejó dividido su inmenso territorio en numerosos estados, que se agrupaban dentro de una confederación presidida por Austria, consagró la desaparición de otros muchos que quedaron refundidos y se creó así un principio de organización regional. Sin embargo, el hecho político más importante fue el reconocimiento de la situación preeminente que alcanzaba Prusia.

Este reino no ocultaba sus intenciones de acrecentar su autoridad sobre los demás estados alemanes y hasta de realizar la unidad en provecho suyo. Frente a él, Austria mantenía una actitud vigilante, pero no pudo impedir que, en 1819, Prusia comenzara a llevar a la realidad el Zollverein o Unión aduanera, sobre cuya base se afianzó la unidad entre diversos estados, que se acostumbraban poco a poco a reconocer la autoridad de Prusia.

Mientras se realizaba este intento de unión fiscal, por obra de los gobiernos, el movimiento unificador se manifestaba también en los sentimientos populares y ese anhelo fue uno de los que motivaron los movimientos revolucionarios de 1830. Pero los príncipes resistieron tenazmente y fracasó. Más adelante, en 1848, se repitió la misma situación, cuando el congreso de Francfort echó las bases del imperio alemán con exclusión de Austria y ofreció la corona al rey de Prusia; éste, en parte por temor a la reacción de Austria y en parte por el origen liberal de la proposición, la rechazó y dejó señalado el camino de sus futuras aspiraciones y de su orientación política, constituyendo la Unión restringida, esto es, una alianza con los príncipes alemanes con exclusión de Austria y bajo su autoridad (1850); pero Austria reaccionó enérgicamente e impuso al rey de Prusia la llamada Convención de Olmutz, por la que disolvía la Unión.

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GUILLERMO I Y BISMARCK

En tal situación llegó al poder, en 1861, Guillermo I, que había ejercido la regencia en nombre de su hermano durante algún tiempo. Sus proyectos de unificación y de dominación de Prusia eran conocidos y a su servicio ponía una notable experiencia de los asuntos públicos, una inflexible voluntad y, sobre todo, una gran capacidad como organizador militar. Estaba convencido de que sólo podría lograrse la unidad por la fuerza, ya que era necesario neutralizar la oposición de Austria y contener las tendencias liberales de la masa popular, y para ello dedicó sus mejores esfuerzos a formar un ejército poderoso y bien organizado; pero como necesitaba dinero y proyectaba mantener a sus súbditos largo tiempo sobre las armas, la resistencia fue violenta y la cámara se opuso a sus planes.

En ese momento, el rey Guillermo recurrió al barón Otón de Bismarck, a quien confió el cargo de canciller de la Confederación. Era Bismarck un hombre de extraordinarias dotes de político, enérgico y audaz, y que estaba convencido de que para lograr éxito como gobernante era menester desprenderse de toda clase de preocupaciones morales. Pero, sobre todo, su característica más notable era la clarividencia para plantear los problemas políticos internacionales y decidir de manera categórica los caminos a seguir para lograr el propósito deseado.

Bismarck era enemigo declarado de las doctrinas liberales y estaba dispuesto a arrasar con todas las conquistas políticas que aquéllas habían logrado en Prusia. Llegado al gobierno, secundó los planes del rey y muy pronto los condujo —no sin resistencias— hacia el éxito; prescindió de las cámaras, impuso la reforma militar y encomendó su ejecución al general Moltke, con lo cual tuvo muy pronto el instrumento de acción que necesitaban sus planes políticos. En esas condiciones no vaciló en lanzarse a la guerra.

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EL CONFLICTO CON DINAMARCA: LOS DUCADOS DE SCHLESWIG Y HOLSTEIN

En 1863, el rey de Dinamarca anexó a su reino de manera formal el ducado de Schleswig, que hasta entonces sólo era considerado como posesión personal del monarca. Bismarck vio en esa medida la ocasión favorable para iniciar la ejecución de sus proyectos y se puso de acuerdo con Austria para llevar la guerra a Dinamarca.

Las operaciones militares fueron breves. Un ejército de los aliados invadió el país y en poco tiempo pudo imponer a Dinamarca la entrega de los ducados de Schleswig y Holstein para que fueran administrados por los vencedores (1864).

De acuerdo con los términos del tratado que siguió a la victoria, el ducado de Holstein quedaba bajo la administración de Austria, en tanto que el de Schleswig pasaba a ser controlado por Prusia. Pero los planes de Bismarck no se detenían allí, sino que incluían un paso decisivo: la guerra con Austria. En efecto, en 1866, considerándose suficientemente poderoso para afrontar la suerte de la guerra, recriminó a Austria su comportamiento en Holstein y precipitó los acontecimientos invadiendo el ducado con tropas prusianas. Todo estaba organizado para entonces: Moltke había preparado los planes de la gran ofensiva, los estados vecinos —Rusia y Francia— se habían comprometido a no intervenir, y el ejército había llegado a un grado extraordinario de eficiencia.

Sin embargo, los estados alemanes no quisieron secundar la política antiaustríaca de Bismarck porque a ninguno se le ocultaba cuáles eran los planes que escondían, y que llegaban hasta la sumisión de todos a la hegemonía prusiana. Pero Bismarck pudo neutralizar al menos su posible ayuda a Austria y emprendió inmediatamente las operaciones.

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LA GUERRA CON AUSTRIA Y SUS CONSECUENCIAS

Austria se apresuró a acudir a los otros estados germánicos en procura de auxilio y, entre tanto, ocupó con sus fuerzas Bohemia y Moravia (mayo-junio de 1866); hacia allí se dirigieron las tropas prusianas y el 3 de julio cayeron sobre los austríacos en Sadowa, derrotándolos completamente. Sin embargo, el emperador Francisco José pudo salvar buena parte de sus ejércitos y comenzó un repliegue que los prusianos siguieron de cerca para preparar nuevos golpes; pero Austria recurrió simultáneamente a la diplomacia y el emperador ofreció a Napoleón III Venecia —que pedían para el reino sardo— a cambio de su intervención como mediador. Poco después, el 24 de agosto de 1866, se firmaba la paz de Praga y por un tratado se establecía la nueva estructura de los estados alemanes.

El punto fundamental era la disolución de la Confederación Germánica y la aceptación, por parte de Austria, de su exclusión del grupo de los estados alemanes. Se constituía, en cambio, una Confederación de Alemania septentrional, cuya presidencia se confería al rey de Prusia con la totalidad de los poderes en lo referente a las relaciones exteriores y a la conducción de la guerra. A su vez, Prusia ampliaba sus dominios territoriales anexándose Hannover, Hesse, los ducados de Schleswig y Holstein y la ciudad de Francfort, con lo cual formaba un estado territorialmente continuo —que antes no lo era— y de considerable poderío material.

En la negociación de la paz, Francia logró mantener independientes los estados alemanes del sur, porque consideraba peligroso para su seguridad un acrecentamiento tal del poder de la Confederación; pero esta conquista diplomática de Napoleón III debía ser el primer paso en un conflicto entre Francia y Prusia que no podía tardar.

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LA GUERRA FRANCO – PRUSIANA

Después del tratado de Praga, Prusia quedaba transformada en una potencia temible por sus recursos materiales, su fuerza militar y su prestigio diplomático. Francia comenzó a comprender que su situación era sumamente peligrosa y se dispuso a la defensa abandonando sus otras preocupaciones europeas, especialmente las de Italia.

La guerra que se preparaba encontró el pretexto necesario en un conflicto diplomático. Tras la revolución española de 1868, que derrocó a Isabel II, el trono de España fue ofrecido a un miembro de la casa prusiana de los Hohenzollern; Francia se apresuró a vetar este ofrecimiento, que no prosperó; pero para asegurar su nueva victoria diplomática, Napoleón III exigió que Guillermo I se comprometiese a no insinuar nuevamente las aspiraciones de su casa al trono español, a lo cual el rey de Prusia se negó. La respuesta se telegrafió a París, pero el texto fue intencionalmente deformado por Bismarck para darle un carácter de claro desafío, capaz de despertar la indignación de los franceses.

Pese a que confesaba la provocación, Bismarck quería hallar en la actitud francesa una justificación suficiente para su conducta; pero no podía ocultar que consideraba una guerra con Francia sumamente útil para realizar la unificación alemana.

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Ante la actitud de Francia, el sentimiento del honor nacional nos obligó, según mi opinión, a la guerra; y si no hubiéramos escuchado las exigencias de ese sentimiento, hubiéramos perdido, en el camino emprendido para lograr nuestro desarrollo nacional, toda la ventaja obtenida en 1866, y hubiera vuelto a entibiarse aquel sentimiento que se había vigorizado con nuestros triunfos de ese año al sur del Mein.

Estaba convencido de que el vacío creado durante el transcurso de la historia por las diferencias entre el sur y el norte, tanto en el sentimiento dinástico como en las costumbres, sólo podría llenarse mediante una guerra nacional contra un pueblo vecino que era nuestro secular agresor.

(PRÍNCIPE DE BISMARCK, Pensamientos y recuerdos)

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Para cumplir sus planes, Bismarck despachó a París el llamado “telegrama de Ems” cuyo texto era el siguiente:

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Después que el gobierno español comunicó al gobierno imperial francés la renuncia del príncipe heredero de Hohenzollern, el embajador francés en Ems ha presentado a 8. M. el rey la demanda de que lo autorizase para telegrafiar a París que 8. M. el rey se comprometía en lo futuro a negar su consentimiento en caso de que los Hohenzollern volviesen a presentar su candidatura. En vista de esto, S. M. el rey se ha negado a recibir nuevamente al embajador francés, habiéndole hecho comunicar por su edecán de servicio que S. M. no tenía nada más que participar al embajador.

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El efecto fue instantáneo, y el 18 de julio de 1870, Francia decidía la guerra contra Prusia y se preparaba para la ofensiva.

Napoleón no había sabido poner a sus ejércitos en condiciones de poder luchar con éxito frente a Prusia; sus generales no eran entonces estrategos distinguidos y los problemas de abastecimiento y de organización eran sumamente graves para el ejército francés. De ese modo, las hostilidades no podían comenzar con buenas perspectivas para el emperador, frente a un ejército cuyos planes de guerra estaban trazados con el mayor cuidado desde mucho tiempo antes.

El general Moltke había conseguido reunir, a fines de julio, un ejército de medio millón de hombres sobre la frontera francesa, al que Francia opuso dos cuerpos separados, uno en Lorena y otro en Alsacia. El 6 de agosto, el ejército de Alsacia mandado por el general Mac Mahon fue derrotado en Froeschwiller y el territorio alsaciano fue rápidamente ocupado por los alemanes; poco después, a mediados de agosto, el cuerpo que defendía a Lorena y que mandaba Bazaine fue derrotado en Rezonville y en Saint Privat, perdiéndose también esa región. Sin embargo, quedaba en la ciudad fortificada de Metz un ejército francés bastante poderoso y el emperador pretendió unirse a él con sus reservas para consolidar un nuevo frente; en esas circunstancias, los prusianos se apresuraron a interceptarlo y le infligieron la sangrienta derrota de Sedán (l de setiembre) después de la cual la frontera francesa se encontró indefensa, y el emperador pidió la paz.

Pocos días después, el 4 de setiembre, una revolución ponía fin en París al segundo Imperio y proclamaba la república. León Gambetta, el alma del gobierno revolucionario, procuró levantar nuevos ejércitos y se preparó para defender la línea del Loira, mientras los alemanes asediaban el ejército de Metz y la propia ciudad de París. La capital opuso a los sitiadores una defensa heroica mientras esperaba que el ejército del Loira acudiera en su auxilio, pero la superioridad prusiana era tal que pudo —después de obtener Metz mediante una traición— contener los ejércitos levantados por Gambetta y rechazar la heroica salida del ejército parisién, que había conseguido llegar hasta Champigny.

Gambetta realizó todavía nuevos y desesperados esfuerzos para contener a los alemanes. Sus tropas procuraron atacar en los diversos frentes, pero fracasaron en todos los casos por la superior disciplina y organización del enemigo. Finalmente, el 28 de enero, el gobierno revolucionario se vio obligado a aceptar la terrible capitulación de Versalles que entregaba indefenso el país a sus vencedores.

Una Asamblea nacional, elegida inmediatamente, aprobó la negociación de la paz, cuyos términos fueron definitivamente fijados por el tratado de Francfort, el 10 de mayo de 1871. Francia perdía Alsacia y Lorena y se comprometía a pagar una fuerte indemnización de guerra, bajo la garantía de un ejército alemán de ocupación.

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LA CONSTITUCIÓN DE 1871 Y EL IMPERIO ALEMAN

En el transcurso de la guerra, los estados alemanes consumaron su unión bajo la forma de un imperio. Hasta entonces, la Confederación del norte llegaba hasta el río Mein y los estados que quedaban al sur de ese río estaban fuera de ella, debido, principalmente, a la influencia de Austria y de Francia, que por diversos motivos, habían obstaculizado la formación de una Alemania poderosa.

Poco después de la batalla de Sedán, los estados del sur comenzaron a manifestar su asentimiento para su incorporación a la Confederación del Norte: Badén, Baviera y Wurtemberg se manifestaron dispuestos a integrar una unidad con los demás estados alemanes, unidad que tomaría la forma de un Imperio. A principios de enero, las negociaciones estaban concluidas y Bismarck, a quien se debía la iniciativa, podía pedir al Reichstag la anuencia para preparar la nueva constitución imperial.

El 18 de enero de 1871, reunidos los príncipes alemanes en Versalles, proclamaron el imperio y reconocieron al rey de Prusia como emperador. La capital quedó fijada en Berlín, donde residiría el gobierno. Componían éste el emperador y su gabinete, presidido por el canciller del imperio, como poder ejecutivo; luego, un poder legislativo formado por el Reichstag, del que formaban parte los diputados elegidos directamente por el pueblo alemán. En cuanto a los problemas locales, los diversos estados mantenían cierta independencia, excepto para algunos asuntos que se consideraban de interés general y cuya administración pasaba al poder imperial.

El título de emperador, otorgado en 1871 a Guillermo I, fue declarado hereditario en la familia de los Hohenzollern.

Así quedó establecido el Imperio Alemán, sobre la base de la situación predominante que le proporcionaron las campañas militares organizadas por Bismarck. Desde ese momento, la importancia de Alemania en Europa fue creciendo y muy pronto las demás potencias advertirían que su expansión ponía en peligro los propios intereses: de aquí nació un nuevo sistema internacional en Europa que no pudo, sin embargo, impedir un nuevo choque en 1914.

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EL CUADRO DE LOS DEMÁS PAÍSES DE EUROPA EN 1870

Durante el período en el que se constituyen Italia y Alemania como naciones unidas y compactas, toda Europa se agita por la presencia de graves problemas económicos, sociales y políticos. Ya se ha visto cómo Inglaterra y Francia debieron salvar serias dificultades interiores y exteriores y cómo la segunda sucumbió frente a su poderosa rival.

En los demás países las circunstancias fueron, a veces, no menos difíciles. En España, el reinado de Isabel II estuvo agitado permanentemente por el conflicto entre los liberales y los conservadores. La reina había recurrido a los primeros cuando los partidarios de su tío don Carlos consiguieron aglutinar a toda la masa conservadora del país; pero en el curso de su largo reinado debió oscilar más de una vez entre los dos partidos por la presión que, con sus tropas, ejercieron distintos jefes militares. Finalmente, una revolución liberal encabezada por los generales Serrano y Prim depuso a la reina en 1868 y convocó una asamblea que dio al país una nueva constitución caracterizada por la amplitud de las libertades. Para ocupar el trono fue elegido en 1870, tras largas negociaciones, el príncipe Amadeo de Saboya, pero el nuevo rey no pudo sostenerse largo tiempo en el poder y abdicó en 1873, instaurándose entonces una breve república. Sin embargo, la tradición monárquica era muy fuerte y a fines de 1874 fue llevado al trono el hijo de Isabel II con el nombre de Alfonso XII.

En el norte, Dinamarca dio un ejemplo notable de cordura política durante el largo reinado de Cristián IX (1863- 1906), quien debió afrontar la difícil situación en que quedó su país después de los conflictos exteriores que cercenaron su territorio. Cristián modificó la legislación y organizó el estado de acuerdo con los principios liberales. Entre tanto, Suecia y Noruega quedaron unidas bajo una misma monarquía, en manos de los descendientes de Carlos XIV, que no era otro que el antiguo mariscal de Napoleón, Bernadotte; también estos países procuraron renovar la vida política imponiendo algunas medidas liberales. En la Europa oriental, Rusia, bajo el régimen absolutista de los zares, acrecentó su poderío territorial apoderándose de nuevas regiones en el sur —con territorios arrebatados a Turquía y Persia— y en el este, ocupando progresivamente las inmensas extensiones asiáticas de la Siberia hasta llegar al mar del Japón, donde fundó el puerto de Vladivostock. En cuanto al imperio turco, había venido reduciéndose desde principios del siglo XIX, surgiendo en su territorio los estados independientes de Grecia, Montenegro, Serbia y Rumania; la situación internacional era allí particularmente complicada, porque Rusia aspiraba a dominar en la zona de los estrechos, pretensión a la que se opusieron las potencias occidentales hasta llegar al conflicto armado que se conoce con el nombre de guerra de Crimea (1854-1(…)856). Rusia resultó derrotada y se resignó a no tener fortificaciones ni fuerzas navales en el mar Negro, en tanto que Turquía admitía la independencia de los estados balcánicos. Éstos, siempre apoyados por Rusia, volvieron a luchar en 1877 contra Turquía y le arrancaron nuevas concesiones territoriales, apareciendo de este modo Bulgaria como país independiente.

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CAPÍTULO XX. LA PAZ ARMADA

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El imperio inglés. — La expansión de Alemania. — Francia. La Tercera República. — El ascenso de los Estados Unidos. — La expansión territorial. — El problema de la esclavitud y la guerra de secesión. — El desarrollo económico.

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EL período que siguió a la guerra franco-prusiana de 1870 suele ser conocido con el nombre de “época de la paz armada”. Durante los cuarenta años que precedieron a la primera guerra mundial, los distintos estados europeos y los Estados Unidos lucharon por acelerar el proceso de su industrialización, y eso los obligó a buscar cada vez mejores mercados para colocar sus mercaderías. De esa circunstancia y de la rivalidad militar y marítima que se estableció entre ellos, se derivó la situación de paz armada que, finalmente, condujo al conflicto militar en 1914.

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EL IMPERIO INGLÉS

Definitivamente organizado durante la época victoriana, el imperio inglés se benefició del control de los mares que ejercía para favorecer su comercio exterior. Además de los territorios que, como la India, Canadá o Australia, estaban bajo su autoridad política, el imperio inglés extendía su influencia hacia otras regiones de bajo desarrollo, en los que procuraba colocar sus productos manufacturados a cambio de materias primas.

Desde los últimos decenios del siglo XIX el imperio inglés encontró algunos obstáculos a su expansión. Uno fue el progresivo desarrollo de los Estados Unidos y otro el rápido crecimiento y las aspiraciones de Alemania.

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LA EXPANSIÓN DE ALEMANIA

Tras su unidad, Alemania se encontró en condiciones muy satisfactorias para competir con los demás países industriales de Europa. Había agregado a las regiones agropecuarias de Prusia las ricas cuencas metalíferas e industriales de la Renania, con lo cual podía robustecer su industria de guerra, su marina y su producción industrial destinada a la exportación.

Mediante su potencialidad industrial, construyó, en efecto, una flota y muy pronto comenzó a exigir que se le otorgaran colonias. Al mismo tiempo empezaba a presionar en los mares para aumentar su gravitación internacional, y entretanto se lanzaba a la conquista de mercados para sus productos manufacturados.

Estos designios ponían a Alemania en franca competencia con Gran Bretaña, y preparaban lentamente el conflicto armado que sobrevendría después.

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FRANCIA. LA TERCERA REPÚBLICA

Debilitada y disminuida, Francia salió de la guerra franco-prusiana dispuesta a reconquistar su prestigio y su fuerza. Su poder militar y su desarrollo industrial alcanzaron en poco tiempo su nivel anterior y aun lo superaron a corto plazo. La competencia con Gran Bretaña era, pues, inevitable otra vez, y como tal se manifestó a través de diversas empresas coloniales en las que estuvieron las dos potencias a punto de solucionar su rivalidad por las armas.

Empero, el rápido crecimiento de Alemania obligó a las dos potencias a unir sus fuerzas. Desde principios del siglo XX, Francia e Inglaterra se unen contra el creciente poderío alemán. Pero entretanto, la Tercera República se constituye en medio de fuertes conflictos internos.

La oposición entre conservadores y liberales, visible ya el día siguiente de la derrota de 1871, se acentuó y estalló con violencia en dos ocasiones: alrededor del caso Dreyfus —en el que se discutió la presunta culpabilidad de un oficial judío— y alrededor de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Pero tales cuestiones —lo mismo que la cuestión obrera— no llegaron a romper la solidaridad nacional a pesar de la aparente violencia que animaba a los bandos en lucha.

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EL ASCENSO DE LOS ESTADOS UNIDOS

En el continente del Norte los Estados Unidos lograron en la primera mitad del siglo XIX un envidiable desarrollo. Constituía primitivamente su territorio una franja que se extendía a lo largo del océano Atlántico, pero diversas circunstancias permitieron a la nueva nación extenderse considerablemente hasta llegar a la costa del Pacífico. Esta expansión territorial, y la política colonizadora e industrial que siguió el estado, provocaron un inmenso desarrollo económico; los Estados Unidos pasaron rápidamente a la categoría de primera potencia debido, sobre todo, a los poderosos recursos naturales de su territorio y a la decisión con que emprendieron su industrialización.

Al mismo tiempo, los Estados Unidos debieron atender al grave problema interno que provocó una guerra sangrienta y de graves consecuencias; desde 1861 hasta 1865, los estados del norte lucharon contra los del sur, que se mostraron decididos a no suprimir el régimen esclavista en el que se basaba su economía. Pero el triunfo del norte puso fin a esa situación y el país surgió del conflicto más unido y más fuerte que antes, iniciándose entonces una era de progreso material y cultural que consolidó su posición en Occidente.

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LA EXPANSIÓN TERRITORIAL

Después de haber comprado los territorios de la Luisiana y la Florida a Francia y España respectivamente, los Estados Unidos se incorporaron en 1845 el estado de Texas, que se había separado de México y había solicitado su anexión. Esta situación provocó un conflicto armado entre los Estados Unidos y México, que duró hasta 1848. La victoria significó para los Estados Unidos la posesión de tres millones de kilómetros cuadrados de una región riquísima —especialmente la de California— que ofrecía una extensa zona costera sobre el Pacífico.

La dominación y el control de toda esa región —a la que se llamó el lejano Oeste— fue una empresa difícil y arriesgada con algunos rasgos de epopeya moderna. La lucha contra las belicosas tribus indígenas y contra los aventureros que la poblaron, validos del alejamiento de la región con respecto a los centros políticos del país, fue larga y sostenida; la construcción del ferrocarril de una costa a la otra concluyó la aventura e incorporó la vasta zona a la actividad de la nación.

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EL PROBLEMA DE LA ESCLAVITUD Y LA GUERRA DE SECESIÓN

La anexión de Texas al territorio de los Estados Unidos suscitó allí una vieja y difícil cuestión. Desde la constitución del país, los estados del norte habían chocado con los del sur en cuanto se refería a la situación de los esclavos; constituían éstos la base de las explotaciones en las que apoyaba el sur su riqueza, y los viejos propietarios se resistían a toda modificación que alterara ese régimen, tal como los del norte lo querían.

Como una solución transaccional se había convenido en que los estados situados al sur del paralelo 36°30’ mantuvieran la esclavitud; pero cuando Texas se incorporó en 1845, los sudistas pidieron que se restableciese allí —pues México la había abolido algunos años antes—, ya que el nuevo estado caía dentro de los límites de la zona esclavista.

Entre esclavistas y abolicionistas se trabó entonces una apasionada polémica acerca de las razones que asistían a unos y otros para propugnar sus diversas soluciones en Texas; pero de la polémica se pasó a los actos de fuerza y la tensión entre ambos partidos se fue acrecentando. En esas condiciones fue elegido presidente de la república, en 1860, Abraham Lincoln, uno de los jefes de la tendencia abolicionista, y los estados del sur se decidieron a dar un paso irreparable declarando su separación de los del norte a fines de ese mismo año.

La guerra comenzó en abril de 1861 y duró cuatro años. Las pérdidas de vidas humanas fueron cuantiosas y las operaciones se dilataron pese a la superioridad de recursos del norte. Sin embargo, hacia 1864, la suerte comenzó a inclinarse hacia los abolicionistas, y los generales del norte Grant y Sherman obtuvieron algunas victorias decisivas que pusieron fin al conflicto al año siguiente. La esclavitud quedó suprimida desde 1865 en todo el país, pero los conflictos entre los blancos y las gentes de color continuaron, y aun puede decirse que continúan hoy, aunque atenuados por una decidida política estatal en ese sentido.

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EL DESARROLLO ECONÓMICO

Al rápido y gigantesco crecimiento territorial, correspondió en los Estados Unidos una política de población intensiva y de desarrollo económico creciente. Mediante leyes liberales, se atrajo la inmigración europea y se tomaron todas las medidas para distribuirla convenientemente, aun por las regiones inhospitalarias que era necesario incorporar a la civilización, bajo la protección del estado. Gracias a estas medidas, complementadas con la rápida ejecución de obras ferroviarias y camineras que ligaban el extenso territorio, se logró la formación de nuevos centros de población y el acrecentamiento de otros ya existentes. Cada uno de ellos se convirtió en cabeza de una zona de explotación intensiva, ya de sus riquezas minerales, ya de sus posibilidades agropecuarias.

Desde el punto de vista de la producción agrícolo-ganadera, los Estados Unidos consiguieron acrecentar enormemente su área cultivada y el número y calidad de sus ganados. Muy pronto se transformaron en uno de los grandes países exportadores, al tiempo que desarrollaban una importante industria derivada de la agricultura y la ganadería.

Sin embargo, después de terminada la guerra de secesión cambió notablemente el panorama de la vida económica.

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El gran obstáculo que había impedido la marcha ya no existía. El sistema económico de la esclavitud no podría volver a frustrar la ambición de la clase capitalista. El sur agrarista no dominaba ya las funciones del gobierno; el porvenir del país había pasado a otras manos, y el desarrollo del nuevo orden podía continuar sin tropezar con los obstáculos peculiares que antes le habían opuesto los estados meridionales.

Los demás obstáculos iban desapareciendo por sí mismos. Tanto en el norte como en el sur, el sistema económico tradicional era ya cosa del pasado. Se había descubierto un camino más fácil para llegar a la riqueza, y a una riqueza muchísimo mayor que la obtenida por los métodos de antaño.

El porvenir pertenecía a las máquinas, que ya empezaban a desalojar las herramientas y labores manuales. En los años agitados de la guerra civil, se había aprovechado la potencialidad del sistema fabril, y el capital disponible había aumentado notablemente. Del humo del gran conflicto había nacido una nación diferente de la que las generaciones anteriores habían conocido. Un industrialismo ambicioso se preparaba para una expansión continental que había de lograr que pasara a sus manos la soberanía ejercida anteriormente por una aristocracia mercantil y hacendada.

(VERNON LUIS PARRINGTON, El desarrollo de las ideas en los Estados Unidos)

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En efecto, la industria aprovechó muy pronto las inmensas posibilidades naturales del territorio. Los ricos yacimientos de petróleo, de carbón, de hierro y de muchos otros minerales fueron sometidos a una sistemática explotación, y sobre esa base surgieron numerosas fábricas. Entre ellas adquirieron enorme importancia las que se dedicaron a las industrias pesadas, destinadas a la construcción de barcos, automóviles, locomotoras, máquinas de toda clase y otros mil productos, así como también las industrias livianas, como la textil y la química, que ban alcanzado un notable desarrollo. Puede decirse que no hay producto que los Estados Unidos no fabriquen, y su industria compite ya con las más finas y evolucionadas del mundo.

Esta inmensa capacidad de producción transformó a los Estados Unidos en uno de los más importantes países exportadores; una gran flota mercante sirve a esos intereses y en la competencia por el dominio de los mercados ha logrado superar a muchos de los más fuertes países productores de Europa. Tales recursos han colocado a los Estados Unidos a la cabeza de las grandes potencias.

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CAPÍTULO XXI. LA CIVILIZACIÓN CONTEMPORÁNEA Y LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

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La civilización contemporánea. — La técnica y la producción. — El desarrollo económico-social. — Las ideas democráticas. — Capitalismo y socialismo. La clase obrera. — “El Capital”, de Marx y su influencia doctrinaria. — La doctrina social-católica: la encíclica “De Rerum Novarum”. — La primera guerra mundial y el tratado de Versalles.

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Desde mediados del siglo XIX, la situación material y espiritual de la humanidad ha cambiado en forma tan profunda como visible. Sin duda, es difícil calcular las proyecciones que tales cambios pueden tener en el desarrollo de la historia de la humanidad, pero muchos aspectos de esa transformación son ya perfectamente discernibles.

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LA CIVILIZACIÓN CONTEMPORÁNEA

El hecho más claro es la aparición de la máquina. Por su capacidad para multiplicar el trabajo —con relación al solo esfuerzo del hombre—, la máquina ha creado en las formas de la vida una situación tan diferente de las anteriores que puede afirmarse que el mundo ha sufrido desde mediados del siglo XIX una transformación tan profunda, como no hubo otra en el curso milenario de la historia.

Se ha hablado mucho en favor y en contra del maquinismo, esto es, de la civilización contemporánea en cuanto aparece caracterizada por el uso de la máquina para reemplazar el esfuerzo humano. Pero sus consecuencias con respecto al hombre mismo no pueden ser, a la larga, sino beneficiosas. Si en el primer momento la máquina sólo ha servido para favorecer el enriquecimiento de unos pocos, paulatinamente se observa que su aparición está destinada a modificar totalmente la fisonomía del mundo.

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En las civilizaciones primitivas, una gran porción del género humano fue empleada en un rudo trabajo, puramente mecánico. En sus primeros momentos, la maquinaria de fuerza motriz no parecía prometer el menor descanso en aquel esfuerzo fatigoso e ininteligente. Grandes cuadrillas de hombres fueron empleadas en la excavación de canales, en hacer cortes y terraplenes semejantes. El número de mineros aumentó también extraordinariamente. Pero aumentaron en no menor proporción las facilidades en el trabajo y los productos del mismo. Y así, a medida que transcurría el siglo XIX, la lógica de la nueva situación se afirmó con más claridad. Ya no se necesitaban los seres humanos como fuentes de energía irreflexiva. Lo que podía ser hecho mecánicamente por un ser humano, lo podía hacer una máquina mejor y con mayor rapidez. El ser humano se necesitaba ahora solamente donde se requiriera discernimiento e inteligencia, es decir, solamente como tales seres humanos. El “siervo” de la fatiga sobre cuya actividad habían descansado todas las civilizaciones anteriores, la criatura destinada tan sólo a obedecer, el hombre cuyo cerebro era superfino, habían llegado a ser innecesarios para bien de la humanidad.

(HERBERT G. WELLS, Breve historia del mundo)

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Quizá pueda parecer, en efecto, que la máquina esclaviza al hombre y hace de él un elemento secundario en la vida económica. Pero lo importante es que puede liberarlo de su bárbara servidumbre, incorporando a la vida del espíritu enormes masas, antes forzosamente apartadas de ella, y en las que nadie sabe qué capacidades intelectuales y morales se esconden.

La era maquinista apenas ha comenzado. Quedan todavía por resolverse muchos de los problemas que ha planteado el formidable desarrollo de la máquina en la organización económica y en la vida social y política. Pero sin duda se marcha hacia la solución y, poco a poco, las ventajas de su aplicación quedarán demostradas y visibles, cuando se halle la manera de crear una cultura superior, basada en la dignificación del individuo.

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LA TÉCNICA Y LA PRODUCCIÓN

A medida que se fueron conociendo las diversas posibilidades que ofrecía la máquina, nuevas investigaciones proporcionaron los métodos necesarios para llevarlas a la práctica. El problema de los combustibles se solucionó con el uso de la hulla primero, luego del petróleo y de la energía eléctrica, esta última producida ya en muchos lugares aprovechando las caídas de agua. Con ello fue posible el desarrollo de extraordinarios medios de transporte, movidos unos por la fuerza del vapor, otros por motores a explosión o eléctricos, todos los cuales fueron alcanzando altas velocidades antes no sospechadas. Al mismo tiempo, la fabricación de toda clase de máquinas se desarrolló en alto grado y las diferentes industrias contaron con medios extraordinariamente eficaces. Las máquinas de tejer, las linotipos, las impresoras, las máquinas para fabricar en serie las distintas piezas de automóviles, barcos, aviones o locomotoras, las perforadoras y laminadoras, y tantas otras máquinas de extraordinario poder y perfección crearon la posibilidad de producir por millares los artículos que antes se fabricaban sólo en cantidades reducidas.

La consecuencia fue la aparición de la gran industria, caracterizada por la utilización de enormes capitales que, naturalmente, no corresponden por lo general a una sola persona sino a compañías capaces de reunir fondos suficientes como para intentar empresas de gran aliento. Estas compañías explotan uno o varios renglones y su producción se caracteriza por el considerable volumen, lo que permite establecer costos suficientemente bajos como para que gran cantidad de personas puedan comprar los distintos productos. Así se forma una cadena, que da su fisonomía a la vida económica moderna. La producción en gran escala supone un mercado muy extenso y precios reducidos; pero exige, al mismo tiempo, no disminuir el volumen de la producción, para lo cual es imprescindible mantener a cualquier precio los mercados de consumo.

La lucha provocada por la competencia entre las diversas industrias, a veces de distintos países, ha llegado a suscitar conflictos armados, pudiendo afirmarse hoy, por ejemplo, que la gran contienda europea de 1914 a 1918, estuvo movida principalmente por la necesidad de contener el progresivo avance de Alemania en la conquista de mercados que antes explotaban Inglaterra, Francia o los Estados Unidos

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EL DESARROLLO ECONÓMICO – SOCIAL

La gran industria significa un inmenso desarrollo de todas las actividades económicas. Allí donde hay riquezas naturales —petróleo, caucho, hierro, carbón, etc.—, las grandes compañías se esfuerzan por asegurarse su aprovechamiento a fin de tener las materias primas necesarias para su actividad y, si es posible, a los más bajos precios. De ese modo, regiones antes poco desarrolladas se ven de improviso cubiertas de plantas de explotación, de usinas y de fábricas que modifican rápidamente su fisonomía.

Por otra parte, la gran industria procura mejorar el nivel de vida de las poblaciones, para asegurarse de ese modo un mayor consumo de sus productos. Los salarios aumentan y los obreros especializados alcanzan a ganar jornales antes no sospechados. De ese modo, el desarrollo económico alcanza, en general, a los grupos capitalistas y, en otras proporciones, por cierto, a las clases medias y trabajadoras.

Estas circunstancias, y otras que se señalarán en seguida, hacen que el gran desenvolvimiento económico propio de la era maquinista suscite también algunas graves cuestiones sociales. El obrero fabril, con sus cortas jornadas y sus salarios altos, adquiere, generalmente, un nivel de preparación y una personalidad que impide que pueda ser explotado impunemente. Con la gran industria el proletariado —nombre con que se conoce a la clase obrera— adquiere una considerable cohesión y con ella un creciente poder social y político. A veces el proletariado actúa como fuerza política; pero lo más importante es que ha adquirido fuerza suficiente como para defender sus intereses con eficacia, debido a que no es fácil prescindir de él. En efecto, la paralización de actividades —la huelga— supone pérdidas cuantiosas y no es posible remediarla cambiando el personal, debido a que la producción en serie exige una gran organización, capacidad y disciplina en la labor. De aquí que el obrero posea en la huelga un arma sumamente eficaz para imponer sus puntos de vista cada vez que surge un conflicto con las organizaciones capitalistas.

Estos conflictos se producen sea por diferencia sobre las condiciones de trabajo, sea por cuestiones de salarios. A veces influyen en ellos otras cuestiones políticas o sociales, contándose entre éstas, muy especialmente, los problemas que, a veces, suscita la desocupación, ya que la paralización de una fábrica o de una industria supone de pronto la cesantía de considerable número de personas.

Por lo demás, la influencia del gran desarrollo económico-social se nota en otros muchos aspectos de la vida. A él se vincula estrechamente el crecimiento de las grandes urbes, muchas de las cuales tienen hoy varios millones de habitantes; la difusión universal de las noticias y los conocimientos por los periódicos —de los que muchos tiran centenares de miles de ejemplares— la radio y el cinematógrafo; la actividad política de grandes masas, agrupadas en partidos muy definidos; y, finalmente, las convulsiones revolucionarias que esos partidos suelen provocar por el choque de ideales políticos y de intereses inmediatos.

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LAS IDEAS DEMOCRÁTICAS

En el curso del siglo XIX, en tanto que el gran desarrollo económico-social favorecía la aparición de las grandes masas obreras y el fortalecimiento de su organización, los principios democráticos se afirmaban cada vez más en el campo político; tras la primera explosión de la Revolución Francesa, y después del período de reacción que transcurre desde la derrota de Napoleón hasta la revolución de 1830, las tendencias políticas de casi todos los países occidentales se orientan hacia los regímenes que aseguran la división de los poderes, la representación ciudadana y la soberanía popular.

Las monarquías optaron por el sistema de la limitación parlamentaria del poder real; las repúblicas, por su parte, realizaron la totalidad del programa; pero unas y otras coincidieron en la aplicación de ciertos principios que parecían intangibles y que aseguraban el goce de las libertades consideradas fundamentales e inviolables. El estímulo y el desarrollo de la instrucción pública, las libertades de pensamiento y de expresión de las ideas por la prensa, de reunión, de cultos, el derecho, en fin, a participar en la vida pública eligiendo o siendo elegido, todo ello fue asegurado formalmente por los textos constitucionales y defendido con energía por un pueblo que adquiría, más y más, la conciencia de sus derechos. Sólo después del conflicto de 1914 a 1918 comenzaron a discutirse esos principios en algunos países por obra de ciertos partidos que, surgidos en medio de las calamidades de la post-guerra, creyeron que encontrarían en el régimen dictatorial y en la sistemática violación de todas las libertades el remedio para los males económicos y sociales que sufrían sus pueblos. Pero los principios democráticos resistieron ese embate y se mantuvieron indemnes en otros países, logrando hasta conservar apasionados defensores allí donde los partidos dictatoriales —como en Alemania o en Italia— llegaron al gobierno.

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CAPITALISMO Y SOCIALISMO. LA CLASE OBRERA

Las grandes conquistas realizadas desde la Revolución Francesa fueron fundamentalmente conquistas políticas; afirmaban los derechos del ciudadano a intervenir en la cosa pública, a elegir y a ser elegido; pero los que las propugnaron no se inquietaron por defender los intereses económicos de ese mismo ciudadano, de modo que la libertad política que se le concedía quedaba, en vastos sectores, limitada por la subordinación económica a que se veían forzados.

Con esos caracteres surgió la clase obrera, clase urbana formada en su mayoría por obreros fabriles, cuyo estrecho contacto mutuo y cuya progresiva ilustración les permitieron establecer sólidos lazos de unión y fórmulas precisas para expresar sus aspiraciones.

En general, la clase obrera sostiene que de poco valen los derechos políticos si la gran masa de población que ellos representan está sometida a una estrecha dependencia de los capitalistas, quienes poseen las fábricas y talleres en los que se encuentran sus recursos; de aquí que su lucha no se dirija, en general, contra el estado, sino contra el capitalismo, al que acusan de buscar el apoyo del estado para proteger sus intereses en perjuicio del proletariado.

El capitalismo es un régimen económico y social que surgió con la gran industria y se identificó con su desarrollo. Para lograr los resultados a que aspiraban los capitalistas, se constituyeron sociedades por acciones que, bajo forma anónima, explotaban diversos ramos de la industria, arriesgando en cada una de ellas fuertes sumas y prometiéndose, en cambio, enormes ganancias. Llegado a la etapa final de su desarrollo, el capitalismo comenzó —a fines del siglo XIX y principios del XX— a subordinar todos los intereses públicos a los intereses privados del capital.

Este régimen consideró que el trabajo era una mercancía que podía comprar, sujetándose a los mismos principios con que realizaba otras transacciones; así, procuró mantener los salarios lo más bajo posible y hasta solía aprovechar —según los principios de la oferta y la demanda— el exceso de brazos para disminuir su ya escaso monto. En esas condiciones, agravadas circunstancialmente por la desocupación, las masas obreras comenzaron, desde mediados del siglo XIX, a buscar soluciones que satisficieran sus necesidades.

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“EL CAPITAL” DE MARX Y SU INFLUENCIA DOCTRINARIA

Desde que el nacimiento y desarrollo de la industria provocó la aparición de un problema social, surgieron políticos y sociólogos que trabajaron, según sus distintos puntos de vista, para hallar soluciones adecuadas. Owen en Inglaterra, Saint-Simon y Fourier en Francia y otros muchos, echaron las bases del sistema que se llamó socialismo. Pero en la gran crisis de 1848 surgió un teórico de la política obrera que no sólo condensó las aspiraciones de importantes grupos proletarios sino que dio también los fundamentos históricos y económicos del innegable malestar social: Carlos Marx.

En 1848 publicó un breve estudio, titulado Manifiesto comunista, en el que establecía los principios más simples de la crisis económico-social a que por entonces asistía el mundo y proclamaba la declinación de la clase burguesa capitalista y el derecho del proletariado a apoderarse del poder para controlar la vida económica y política. Sobre la base de esos principios se fundó la doctrina del llamado socialismo científico y, lo que es más importante por sus consecuencias, de los partidos socialistas.

Sin embargo, la obra fundamental de Marx fue otra, que publicó en 1867 con el título de El capital Cualquiera que sea la opinión que merezca el movimiento desencadenado por él, hay que reconocer que Marx era un economista profundo y un historiador sagaz. En su obra ponía al descubierto los mecanismos económicos y los fundamentos históricos del régimen capitalista, mostrando cuáles eran las condiciones por las que, llegado a su mayor desarrollo, se transformaba en un régimen antisocial que subordinaba la vida de los grupos humanos a los intereses económicos.

El capital ejerció una influencia inmensa. En el plano político originó, como ya se ha dicho, la formación de los partidos socialistas que, poco a poco, adquirieron gran importancia numérica y llegaron a tener notable gravitación en muchos países. Más tarde, su concepción económica y política influyó indirectamente en otros movimientos sociales, y tanto el movimiento nacional-socialista alemán como el movimiento fascista italiano recogieron allí muchas de sus inspiraciones. Pero su influencia no fue menor en el plano doctrinario. La consideración de los problemas históricos se enriqueció con un punto de vista hasta entonces olvidado: las fuerzas económicas habían sido mal comprendidas y no se reparaba en la influencia que ejercían en los distintos procesos históricos; a partir de entonces, cualquiera que fuera la posición social del historiador, fue necesario tener en cuenta ese aspecto de la historia, y es innegable que muchos fenómenos encontraron entonces su explicación más clara y cierta.

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LA DOCTRINA SOCIAL CATÓLICA: LA ENCÍCLICA DE RERUM NOVARUM

También la Iglesia católica comprendió que el problema de la opresión de las masas obreras por el capitalismo requería su intervención. Fue el papa León XIII quien afrontó la cuestión, movido por su profundo espíritu cristiano, su amplia visión de los problemas sociales y su clara noción del papel de la Iglesia.

En 1891, León XIII estableció las bases del socialismo católico en una encíclica titulada De rerum novarum En ella se comienza por estudiar los orígenes del problema social, reconociendo su gravedad y, al mismo tiempo, el error —desde el punto de vista católico— de las soluciones propuestas por el socialismo. Más adelante señala cuáles son los puntos de vista de la Iglesia en cuanto a la solución que podría darse a los problemas sociales. Partiendo de las enseñanzas del Evangelio, León XIII sostiene que los obreros tienen derecho a una existencia decorosa y que, en consecuencia, están los patrones moralmente obligados a proporcionar los salarios y las jornadas apropiadas para ese fin. Reconoce que tienen, también, derecho a alcanzar la posesión de su propia vivienda, porque la encíclica sostiene el derecho a la propiedad privada contra la tesis socialista.

Por último, confía al estado una misión conciliadora entre el capital y el trabajo y propone que se dicten medidas de previsión social que aseguren la existencia de los trabajadores.

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LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL Y EL TRATADO DE VERSALLES

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Desde la aparición de Italia y Alemania como potencias unidas y fuertes, el mapa político de Europa se había transformado considerablemente. Alemania se convirtió muy pronto en la primera potencia militar del continente y manifestó inmediatamente su propósito de ejercer cierta tutela sobre el imperio austro-húngaro y aun sobre Italia. Diversas razones facilitaron este propósito y muy pronto las tres naciones constituyeron un bloque político-militar que se conoció con el nombre de Triple Alianza.

Frente a él, Inglaterra, Francia y Rusia se aliaron a su vez. La Triple Entente —como se llamó a este segundo bloque— tenía como vínculo de unión la certeza de sus miembros de que los amenazaba una agresión de la Triple Alianza. Así, Inglaterra estaba dispuesta a impedir que Alemania invadiera la zona de influencia de sus industrias y le arrebatara los mercados; Francia, por su parte, deseaba recuperar Alsacia y Lorena y temía nuevas violaciones de fronteras por parte de Alemania; y en cuanto a Rusia, debía defender, frente a Austria-Hungría, a los pueblos eslavos incluidos en el imperio. Por otra parte, ambos grupos se oponían en el Mediterráneo y en el Asia; estas zonas eran de tradicional influencia anglo-franco- rusa y los imperios centrales —Alemania y Austria-Hungría— aspiraban a dominar en el Mediterráneo y llegar a la región del Irak y al canal de Suez. Así las cosas, un incidente provocó la explosión del conflicto entre los dos grupos de potencias en julio de 1914, cuando el heredero al trono austro-húngaro resultó asesinado en Sarajevo (Servia).

En efecto, la declaración de guerra del imperio austro- húngaro a Serbia no se hizo esperar. Se movilizaron Alemania y Rusia y poco después, en tanto que Italia se mantenía neutral, entraban en la contienda al lado de Serbia y Rusia, Francia e Inglaterra primero, y Japón y Portugal después. Las operaciones se iniciaron en gran escala con la invasión de Bélgica por Alemania, maniobra destinada a atacar a Francia en la zona menos defendida; los ejércitos franceses fueron presionados hacia el sudeste y París pareció en inminente peligro, pero en agosto, el mariscal Joffre pudo contener a los alemanes en el río Marne y se inició una guerra de posiciones con poca variación en las líneas. Algo semejante ocurrió en el frente oriental, donde el mariscal Hindemburg, consiguió detener la ofensiva rusa en los lagos Masurianos. A partir de entonces, los alemanes lograron desalojar de Polonia a los rusos, operación que se fue completando en el curso del año 1915. Entraron por entonces en la contienda Bulgaria, al lado de Alemania, e Italia al lado de los aliados.

En 1916 se produjo una nueva ofensiva alemana contra la plaza fuerte francesa de Verdún, pero la heroica resistencia de los defensores impidió el éxito de la maniobra, estabilizándose de nuevo los frentes. Así las cosas, se produjeron novedades importantes en el equilibrio de fuerzas. Los alemanes decidieron extremar el bloqueo manifestando su decisión de hundir todos los barcos, cualquiera que fuera su bandera, que navegaran en las proximidades de Inglaterra y Francia. Para ello intensificaron la acción de sus submarinos, que, en efecto, no vacilaron en torpedear naves neutrales. Estados Unidos respondió de inmediato a la violación de los principios internacionales entrando en la guerra en abril de 1917, al lado de los aliados.

El aporte de los Estados Unidos en hombres y material fue sumamente importante. Los alemanes lograron, por su parte, un trascendental triunfo político eliminando su frente oriental para lo cual favorecieron la llegada al poder de los bolcheviques en Rusia, cuyo jefe, Lenín, firmó por separado la paz con Alemania mediante el tratado de Brest- Litowsk.

Al comenzar el año 1918, los aliados, por su parte, habían conseguida solucionar los distintos problemas políticos y militares que habían entorpecido hasta entonces su acción conjunta. Clemenceau, en nombre de Francia, Lloyd George, en el de Inglaterra y Wilson, en el de los Estados Unidos lograron llegar a un acuerdo fundamental, manifestado sobre todo en la constitución de un comando militar único, que se confió al mariscal francés Fernando Foch. En julio, el ejército así reorganizado inició una formidable ofensiva que obtuvo un éxito definitiva hacia fines del año. El 3 de noviembre de 1918 los austro-húngaros, derrotados por Italia en la batalla de Vittorio Veneto, solicitaron un armisticio; lo mismo hicieron los alemanes el 11 del mismo mes, tras los triunfos de Foch; los aliados pusieron condiciones durísimas, pero los imperios centrales no tenían ya recursos para soportar la lucha y debieron aceptarlas. Ocupados algunos puntos estratégicos del territorio enemigo, comenzaron las deliberaciones para la paz definitiva.

La conferencia de la paz se reunió en Versalles. Dirigieron las negociaciones Clemenceau, Lloyd George, Wilson y el primer ministro italiano Orlando. En Alemania había caído el Imperio, reemplazándolo una república socialista, cuyos delegados se avinieron, en junio de 1919, a firmar el tratado de Versalles, muy duro para su país. Establecía, en efecto, que Alemania perdía Alsacia y Lorena y vastas regiones del este que debía ceder a Polonia; perdía además todas sus colonias y admitía la ocupación por 15 años de la cuenca del Sarre, cuyas riquezas contribuirían a pagar las indemnizaciones de guerra, unidas a la suma de 136.000 millones de marcos que se comprometía a pagar en cierto plazo.

Otros tratados completaron el nuevo cuadro de Europa. Por los de Saint-Germain y Trianon, el imperio austro-húngaro desaparecía y surgían, en cambio, varias naciones independientes: Austria, Hungría, Yugoeslavia y Checoeslovaquia. Polonia, Rumania e Italia, obtenían, además, algunas compensaciones: Italia recibía Trieste y Rumania la Transilvania. Finalmente, por los tratados de Sèvres y Neuilly se resolvían los problemas balcánicos en beneficio de las naciones aliadas.

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CAPÍTULO XXII. LAS CIENCIAS Y LAS ARTES DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XIX

Las ciencias. — La filosofía y la historia. — La literatura. — La pintura. — La música.

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Una intensa actividad espiritual caracteriza este período de la historia occidental. El desarrollo de la civilización material que ha sido descripto sólo fue posible por el amplio desenvolvimiento que tuvieron los estudios científicos. Y al mismo tiempo, una profunda preocupación por otros aspectos del conocimiento se manifestó de manera inequívoca en multitud de obras filosóficas, históricas y sociológicas. No fue menor la actividad literaria y artística, y todo ello da a este período una notable significación.

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LAS CIENCIAS

En las ciencias de la naturaleza, el desarrollo de los conocimientos fue inmenso. Los laboratorios de investigación y experimentación que sostenían las universidades fueron complementados con los que comenzaron a instalar las grandes industrias para resolver los problemas particulares que su propia actividad planteaba. En ellos se trataba de solucionar determinadas cuestiones técnicas, pero, al mismo tiempo, era imprescindible ahondar en los problemas científicos puros, y de ese modo los inmensos recursos de la gran industria contribuyeron al desarrollo de la investigación.

Esta colaboración fue sumamente provechosa, sobre todo, en la química y en la física. Los estudios sobre la electricidad fueron profundizados por Jacobo Maxwell, Guillermo Crookes, Enrique Hertz, Conrado Rœntgen, y sus posibilidades prácticas fueron hábilmente utilizadas por Tomás Alva Edison, Alejandro Graham Bell y Guillermo Marconi, gracias a los cuales se acrecentó notablemente el número de instrumentos con que cuenta el mundo moderno para servir a sus necesidades: así surgieron el teléfono y el telégrafo primero y luego la radiotelegrafía y la radiotelefonía y tantos otros inventos útiles. En el campo de la radioactividad fueron importantes los descubrimientos de los esposos Curie, y en el de la óptica, los de Gustavo Roberto Kirchhof y Roberto Guillermo Bunsen que descubrieron el análisis espectral. Los estudios químicos recibieron un nuevo impulso con las investigaciones de Marcelino Berthelot, Juan Jacobo Berzelius y Luis Pasteur.

Pasteur es también una de las más grandes figuras de las ciencias biológicas. Sus experimentos probaron la inexistencia de la generación espontánea y pusieron de manifiesto todo un mundo desconocido: el de los microorganismos, cuyas particularidades estudió y cuya acción señaló concretamente en cuanto se refiere a la producción de muchas enfermedades. Son de inmensa importancia también las investigaciones de Claudio Bernard en el terreno de la fisiología, y las de numerosos hombres de ciencia que continuaron los experimentos de Pasteur hasta identificar los microbios que provocan las distintas infecciones; sobre la base de esos estudios se pudo llegar a nuevos métodos curativos de las enfermedades infecciosas —la sueroterapia— y a una técnica preventiva: la antisepsia. Un nombre destacado culmina sobre el conjunto de las investigaciones biológicas de esta época: Carlos Darwin, a quien se debe una notable teoría sobre el origen y la evolución de la vida; se conoce su doctrina con el nombre de evolucionismo y fué expuesta por él en su libro El origen de las especies.

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LA FILOSOFÍA Y LA HISTORIA

En el campo de las ciencias del espíritu la actividad fué no menos fecunda. Vinculado a la doctrina de Darwin, Herbert Spencer generalizó los principios evolucionistas llevándolos a todas las ramas del conocimiento y especialmente a la sociología. En otras corrientes se destacaron los filósofos alemanes Arturo Schopenhauer, autor de El mundo como voluntad y como representación, y Federico Nietzsche, a quien se deben numerosos trabajos entre los que se destacan la Filosofía de la vida y Más allá del bien y del mal; los pensadores franceses Carlos Renouvier y Enrique Bergson, autor de La evolución creadora, y el filósofo italiano Benedetto Croce, a quien se deben numerosísimas obras importantes entre las cuales una de las últimas se titula La historia como hazaña de la libertad. También tuvieron notable desarrollo los estudios históricos. En Alemania, Teodoro Mommsen renovó los estudios románicos, reuniendo sus observaciones en una formidable Historia de Roma; Enrique de Treitschke compuso una Historia de Alemania de considerable trascendencia, y, entre tanto, se generalizaron las investigaciones eruditas publicándose numerosas fuentes históricas; una de las más importantes colecciones es la titulada Monumenta Germaniae Histórica, en la que se recogieron casi todas las fuentes importantes para el conocimiento de la Edad Media. En Francia se destacaron Hipólito Taine, el autor de Los orígenes de la Francia contemporánea, y Ernesto Renán a quien se debe una vasta Historia de los orígenes del cristianismo.

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LA LITERATURA

La creación literaria y plástica se manifestó desde mediados del siglo XIX con notable brío. En literatura, quizá la obra más característica sea la del novelista francés Emilio Zola, cuyas numerosas novelas constituyen un reflejo de la tendencia cientificista de la época, pues se proponía analizar los caracteres de la sociedad de su tiempo con el mismo rigor con que estudia la naturaleza el hombre de ciencia; su obra más significativa es la serie de novelas titulada Los Rougon-Macquart, y deben destacarse algunas otras como El dinero y Trabajo que son muy representativas de la vida de su tiempo y de su tendencia literaria.

Junto a Zola, hay en Francia por esa época otros novelistas de valor. Gustavo Flaubert, estilista cuidadoso y penetrante psicólogo, escribió novelas de notable valor literario como Salambó y La educación sentimental, pero quizá su obra más importante sea Madame Bovary, en la que refleja con insuperable maestría los caracteres de la pequeña burguesía; Alfonso Daudet nos ha dejado, junto a El nabab y Safo, una novela inolvidable por su dulce ironía, titulada Tartarín de Tarascón; Pablo Bourget cultivó la novela psicológica y se destaca entre sus obras El discípulo.

En Inglaterra hubo algunos excelentes novelistas, entre los cuales merece ser señalado Roberto Luis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, y en España se destacaron Juan Valera, autor de Doña Luz y Pepita Jiménez, cuya forma literaria constituye un ejemplo de limpidez y pureza, y Benito Pérez Galdós, de fecunda invención, a quien se deben, entre otras muchas novelas, Fortunata y Jacinta y la serie de los Episodios Nacionales. Pero donde la novela adquirió una vitalidad más asombrosa y una profundidad terrible fué en Rusia; Fedor Dostoievski reflejó con caracteres indelebles algunos tipos humanos y ciertas situaciones sociales en varias novelas que se han incorporado a la literatura universal con categoría de obras maestras, entre ellas, Crimen y castigo, El jugador y Los hermanos Karamazov; León Tolstoi, escribió algunas novelas profundas y vibrantes entre las que se destacan Ana Karenina, La guerra y la paz y Resurrección; y, finalmente, Iván Turgueniev nos ha dejado algunas obras de profundo encanto como Aguas primaverales y Nido de hidalgos.

No faltaron, en la segunda mitad del siglo XIX, los grandes poetas. Carlos Baudelaire, el autor de Las flores del mal, Esteban Mallarmé, Pablo Verlaine y Arturo Rimbaud, constituyen las más altas figuras de la poesía francesa de este período. Alfredo Tennyson y Roberto Browning en Inglaterra, Josué Carducci y Gabriel D’Annunzio en Italia, y Rubén Darío en lengua española, son figuras de duradera significación.

En el teatro, el realismo produjo algunas obras de profunda influencia y notable valor; el alemán Federico Hebbel, el autor de Los nibelungos, el noruego Enrique Ibsen, (1828-1906) a quien se deben Espectros y Casa de Muñecas, y el belga Mauricio Maeterlinck, que nos ha dejado La intrusa y El pájaro azul son, quizá, los representantes más altos del drama moderno.

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LA PINTURA

En la pintura, el movimiento más característico de la segunda mitad del siglo fue también el realismo, y en esta época se distinguieron los pintores franceses Gustavo Courbet, Juan Francisco Millet, Eduardo Manet, Juan Bautista Corot.

Poco después se origina otro movimiento, caracterizado por un nuevo sentido de la luz, que se conoció con el nombre de impresionismo; fue su iniciador el pintor francés Claudio Monet (1840-1926) y se destacaron en él Pablo Cézanne, Augusto Renoir y Pablo Gauguin, cada uno de los cuales imprimió a su estilo algunas características personales, notables sobre todo en Cézanne. En otros países, el movimiento pictórico fue menos importante, aunque deben citarse el alemán Adolfo Federico Mentzel, el inglés Dante Gabriel Rosetti, iniciador del movimiento prerrafaelista y el español Santiago Rusiñol.

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LA MÚSICA

Un notable desarrollo adquirió en Europa en esta época, la música, en la que tuvo gran significación la ópera. Ricardo Wagner, el gran músico alemán, compuso diversos dramas musicales de honda dramaticidad entre los que se destacan Tristán e Isolda,Parsifal, y la tetralogía titulada El anillo del nibelungo. En Italia, José Verdi cultivó también la ópera con excelente acogida, y a él se deben obras de mucha difusión como Aída, La Traviata y Falstaff, acaso su obra maestra. Julio Massenet, en Francia, compuso Manon, pero allí resurgió la música pura con Claudio Debussy, uno de los autores más delicados y finos de la música moderna. En fin, en Rusia, Nicolás Rimsky-Korsakov y Modesto Mussorgski se destacaron con sus obras para orquesta y sus óperas, debiendo recordarse la que compuso este último con el título de Boris Godunov.

Época de profunda actividad del espíritu, la segunda mitad del siglo XIX señaló el rumbo para futuras creaciones en todos los campos de las letras y las artes. Muchas influencias que nacieron entonces fructificaron más tarde, pero la guerra de 1914 introdujo en varios aspectos nuevas preocupaciones y distintos ideales. Así surgieron las formas de la vida espiritual de nuestro tiempo, derivadas de las que estaban en vigor en las postrimerías del siglo pasado, pero profundamente caracterizadas por los graves problemas que aparecieron en el primer tercio del siglo XX.

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CAPÍTULO XXIII. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

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Europa después de la primera guerra mundial. — Entre 1919 y 1939. — Los primeros conflictos. — El desarrollo de la segunda guerra. — Transformaciones derivadas de la segunda guerra mundial.

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Con previsión extrañamente certera, el mariscal Foch definió el Tratado de Versalles como “una tregua por veinte años”. Tal fue exactamente la duración del período que transcurrió entre las dos guerras mundiales. Durante ese período se produjeron trascendentales transformaciones políticas en Europa que, en parte, desencadenaron el conflicto militar de 1939.

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EUROPA DESPUÉS DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

La revolución comunista que estalló en Rusia en 1917 fue el presagio de las graves dificultades que sobrevendrían en todo el mundo después de terminada la primera guerra mundial.

Mientras Francia, Inglaterra y sobre todo Estados Unidos, recogían las ventajas de la victoria —pese a las pérdidas sufridas por la primera—, otros países se encontraron en una situación difícil que terminó por originar serios problemas económicos, sociales y políticos.

Agobiada por las pérdidas sufridas y especialmente por las deudas de guerra, Alemania se vio en una terrible encrucijada. Sus regiones industriales más ricas fueron ocupadas por los triunfadores y perdió los mercados donde solía colocar sus productos; poco más tarde su moneda comenzó a depreciarse, en tanto que crecían las legiones de desocupados en los que el rencor se transformó en un agresivo espíritu de desquite. Así se preparó un terreno favorable para los partidos extremistas: el partido comunista y el partido nacional-socialista, fundado este último por Adolfo Hitler.

Entretanto, el problema de la desocupación y la crisis económica ocasionó también en Italia graves dificultades. Los ex-combatientes sufrieron las consecuencias de la desocupación y buscaron la solución de sus problemas también en los partidos extremistas, especialmente en el partido fascista que fundó Benito Mussolini.

Las inquietudes de tipo social y económico se complicaron con los sentimientos de despecho que, en varios países, creó el tratado de Versalles, y así surgió el clima de inestabilidad que caracterizó a Europa entre 1919 y 1939.

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ENTRE 1919 Y 1939

A imitación de Rusia, en muchos países europeos se produjeron movimientos revolucionarios en los momentos que siguieron a la guerra. En Alemania y en Hungría triunfaron esas revoluciones por breve tiempo. En Italia, ante el peligro de que se impusieran los comunistas, se constituyeron grupos de choque con los que, finalmente, Mussolini organizó el partido fascista y se apoderó del poder en 1922. Poco a poco, el dictador italiano suprimió el régimen democrático y estableció el estado totalitario, basado en el apoyo de las milicias fascistas y en el control despiadado del individuo en todos sus actos. Se estableció la obligatoriedad de la “carta de trabajo” otorgada por el partido fascista para poder trabajar, y el parlamento fue reemplazado por la asamblea de las corporaciones. Una represión implacable sirvió de base a toda la artificiosa estructura del fascismo.

En 1933 llegó al poder en Alemania el partido nacional socialista, cuyo jefe. Adolfo Hitler, había anunciado en su libro Mi lucha los principios a que debía someterse Alemania si quería recuperar el papel que la derrota le había arrebatado en Europa. Imitando en gran parte a Mussolini, pero extremando los caracteres de la dictadura, Hitler organizó la vida nacional para la guerra que tramaba. Entretanto, en Inglaterra y Francia se mantenían las instituciones democráticas, pero se desarrollaba una intensa campaña pacifista que parecía facilitar indirectamente los planes agresivos de los regímenes totalitarios.

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LOS PRIMEROS CONFLICTOS

En 1935, Mussolini decidió iniciar su campaña de expansión e invadió Abisinia. La indignación del mundo civilizado fue enorme y se tradujo en una decisión de la Sociedad de las Naciones imponiendo sanciones económicas a Italia. Poco después Alemania se unió a Italia en una estrecha alianza, a la que más tarde se agregaría el Japón, y denunció el tratado de Versalles ocupando la Renania.

En 1936 comenzó una cruenta guerra civil en España, donde se había proclamado la república años antes. Mientras la república recibió el apoyo de las potencias democráticas y de Rusia, los generales nacionalistas fueron apoyados por Italia y Alemania. El poderío militar de estas dos potencias y su influencia contrarrestó el apoyo que recibía el gobierno republicano, y en 1939 triunfó la rebelión, asumiendo el general Franco la jefatura del poder.

Entretanto, Alemania había comenzado a poner en ejecución su plan expansivo. En 1938, ante el estupor general, había ocupado Austria y Checoeslovaquia, sin que las potencias aliadas se decidieran a impedírselo. Además, la diplomacia alemana atrajo a Rusia hacia su lado, y juntas comenzaron en 1939 el ataque contra Polonia. Pero esa acción despertó finalmente a las potencias democráticas, que el l de setiembre declararon la guerra a los países del Eje.

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EL DESARROLLO DE LA SEGUNDA GUERRA

Alemania y Rusia ocuparon Polonia en una rápida campaña, sin que la ayuda de las potencias aliadas pudiera llegar a ser eficaz. Siguió luego una pausa en las operaciones, pero en abril de 1940 Alemania logró ocupar Dinamarca y Noruega. Poco después, en mayo, las fuerzas de Hitler entraron en Holanda, Bélgica y Luxemburgo, obligando a las tropas aliadas a replegarse, operación que lograron hacer embarcándose en el puerto de Dunquerque hacia Inglaterra. Ejercía el poder en ese país desde hacía poco tiempo Winston Churchill, que sería el conductor de toda la campaña.

En junio lanzó Hitler el ataque sobre Francia, gran parte de cuyo territorio quedó ocupado en pocos días. París cayó en poder de los invasores, y el mariscal Petain se hizo cargo del poder para pactar con los alemanes, con quienes firmó un documento en Compiegne el 23 de junio: una pequeña parte del territorio francés quedaba sometida a la limitada autoridad del gobierno francés que se constituía en Vichy presidido por Petain.

Entretanto, los alemanes lanzaron una terrible ofensiva aérea contra el territorio británico, y los italianos comenzaron a operar en África del Norte y en Grecia; pero el fracaso de estas dos últimas tentativas obligó a Alemania a intervenir en esas regiones, extendiendo sus frentes. Su esfuerzo se extendió aún más en junio de 1941 cuando declaró la guerra a Rusia, y correspondió al plan de generalización del conflicto el ataque que Japón lanzó contra la base norteamericana de Pearl Harbour, a consecuencia del cual entraron los Estados Unidos en el conflicto.

La ofensiva de los países del Eje alcanzó su culminación en 1942, tanto en el extremo Oriente —donde los japoneses tomaron Singapur— como en los frentes de África y Rusia. Pero ya a comienzos de 1943 se advirtió que el esfuerzo de las potencias totalitarias llegaba a su máximo, y en el curso del año fracasó una poderosa fuerza alemana frente a Stalingrado, desembarcaron los norteamericanos en Guadalcanal, obligaron los ingleses a Rommel a que abandonara el África, y desembarcó Eisenhower en África primero y en Sicilia después. Un movimiento interno depuso en Italia a Mussolini, a quien reemplazó en el poder el mariscal Badoglio.

En las conferencias del Cairo y de Teherán, los estadistas aliados convinieron los detalles de la invasión de la costa occidental europea, que se produjo el 6 de junio de 1944; muy pronto quedó establecido un nuevo frente de combate, al tiempo que las tropas soviéticas pasaban a la ofensiva. Roma y París cayeron en manos de los aliados, Bulgaria y Rumania se sublevaron, y Filipinas fue ocupada por las fuerzas norteamericanas. Desde enero de 1945 las acciones aliadas comenzaron a arreciar, y en Europa las diversas columnas se encaminaron desde varios puntos hacia Berlín.

El 12 de abril de 1945 murió Roosevelt, que había dirigido la acción del pueblo norteamericano. Poco después Mussolini, que había fundado un efímero estado en el norte de Italia, era capturado y fusilado por guerrilleros italianos; y el l de mayo se suicidaba Adolfo Hitler en el sótano de la Cancillería. Al día siguiente las tropas rusas entraban en Berlín, y poco a poco las fuerzas alemanas se fueron rindiendo en todas partes en el continente.

En el Japón, el general Mac Arthur dispuso que se arrojaran dos bombas atómicas los días 6 y 9 de agosto de 1945, Las autoridades comprendieron que toda resistencia era inútil y se rindieron pocos días después.

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TRANSFORMACIONES DERIVADAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

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En la conferencia de Postdam, los jefes aliados convinieron en establecer un control colectivo sobre el territorio alemán y, especialmente, sobre Berlín. Se convino también en enjuiciar a los criminales de guerra. Mientras tanto se organizaba una nueva asociación internacional bajo el nombre de Naciones Unidas.

Como consecuencia de la gravitación de las fuerzas de ocupación, se inclinaron hacia el comunismo Yugoeslavia, Hungría, Polonia y Checoeslovaquia. Como en China apa- recio un fuerte movimiento comunista que, finalmente, concluyó por dominar el país, la Unión Soviética se transformó en el centro de un grupo de potencias que muy pronto se opusieron enérgicamente a las naciones democráticas. Comenzó así lo que se llamó la “guerra fría”, que separó en dos bloques a un buen número de países, encabezados uno por Estados Unidos y otro por la Unión Soviética.

La guerra de Corea enfrentó a los dos bloques y estuvo a punto de desencadenar una nueva guerra mundial; nuevos conflictos estallaron con motivo de la situación de Indochina y la de Berlín, pero siempre se logró hallar una solución para evitar la generalización del conflicto.

Un cierto grupo de países, encabezado por la India, permanece fuera de los dos bloques y procura servir de intermediario cada vez que se suscita un nuevo conflicto.