Historiadores medievales. 1954

Alguna vez —aunque no es frecuente— se quiere describir la curva de cierta evolución del pensamiento o la cultura apoyando su trazo en los nombres de algunos historiadores ilustres; la enumeración que suele hacerse empieza resueltamente en los antiguos: “Herodoto, Tucídides, Livio, Tácito…”; entonces sobreviene un momento de incertidumbre; quizá se insinúa, sin mucha convicción, el nombre de San Agustín, y luego, ya con nuevo aplomo, se continúa la lista con los modernos: “Maquiavelo, Guicciardini, Bossuet, Voltaire, Michelet, Ranke…” La curva parece completa, coherente.

Pero entre San Agustín y Maquiavelo median más de diez siglos: los que corresponden a la llamada Edad Media, de la que todo parece saberse cuando se ha formulado alguno de los juicios, categóricos en la forma y harto imprecisos en el contenido, que suelen repetir aún hombres de buena formación intelectual. Parecería que es posible poseer una buena formación intelectual sin tener ideas claras acerca de lo que constituye el mundo medieval. En todo caso, quizá se juzgue intolerable ignorar la existencia de San Anselmo o de Santo Tomás, del maestro Mateo o de Cimabue, de Chaucer o del arcipreste de Hita o de Dante: pero parece justificado que se ignoren los nombres de los historiadores contemporáneos de estos filósofos, artistas y poetas. Una enumeración que salte de San Agustín a Maquiavelo se considera suficientemente ilustrativa del desarrollo del pensamiento histórico.

Sin duda hay, fuera de los especialistas, muchos hombres cultos que podrían llenar ese vacío con relativa seguridad y precisión, y muchos, naturalmente, en los países europeos, donde ciertos historiadores medievales son ilustres figuras de las letras nacionales. Pero es seguro que ese conocimiento es casi siempre circunstancial, vinculado con el mérito literario o con la significación política que han tenido en su tiempo; y lo que es más seguro aún es que, interrogado un hombre culto acerca de la explicación de su desconocimiento, contestará que en la llamada Edad Media hubo pocos historiadores de mérito, que su lectura es tediosa o, acaso, que no hubo entonces sino eso que se llama por costumbre “cronicones”, una palabra que parece despertar vetustas y polvorientas imágenes.

Quizá esas respuestas contengan alguna pequeña parte de verdad. Pero considerado el hecho en su conjunto no admite justificación, y solo prueba la equivocada idea que solemos tener del valor de la formación histórica, del sentido de nuestra cultura occidental y del papel que en ella ha desempeñado el conocimiento del pasado. La corrección de ese error obligaría a reparar con más atención en los largos siglos que transcurren desde la declinación del Imperio hasta el siglo XVI y a detenerse con algún cuidado en el análisis de cómo se entendió por entonces el pasado. Esta labor la cumplieron historiadores de vario mérito, unos de nombre ignorado y otros, muchos por cierto, de nombre conocido. Y este examen daría por resultado ciertas nociones que, convenientemente generalizadas más tarde, cristalizarían en la asignación de cierto valor a determinadas figuras del pensamiento histórico medieval que, acaso, se tornarían paradigmáticas. Entonces parecería inexcusable una enumeración de historiadores que saltara desde San Agustín hasta Maquiavelo.

No se ha escrito una historia de la historiografía medieval, siquiera equivalente a las ya relativamente conocidas de Shotwell sobre la historiografía antigua y de Fueter sobre la moderna. Y debe agregarse que tampoco las hay completas y satisfactorias que se refieran a un período importante, a un país o a un género. Son innumerables los autores de indiscutible valor sobre los que no se ha escrito una monografía exhaustiva o siquiera aceptable, y es corriente que en muchos casos el curioso de la cultura medieval se satisfaga con una introducción al texto en la que se consignan algunos datos biográficos y unas pocas apreciaciones sobre el estilo literario del autor. Se trata, pues, de una materia casi virgen, pues son excepcionales los historiadores medievales que han sido estudiados a fondo desde el punto de vista de las peculiaridades de su concepción historiográfica.

Sería erróneo deducir de estos hechos que el tema carezca de interés. En tan alto grado lo tiene, que acaso sea uno de los ángulos desde donde pueda emprenderse con más éxito la revisión de la llamada Edad Media, esa revisión que, sin duda, está en marcha desde otros puntos de partida. Un somero despliegue del material que ofrece la historiografía medieval puede ayudar a quien no se haya preocupado del tema a adivinar su interés y su valor, aun cuando sea tan reducido y superficial como exigen los caracteres y la dimensión de este artículo.

De Eusebio de Cesárea —a quien Croce proponía que se llamara “padre de la historiografía moderna”— y de San Agustín proviene esa sustancial mutación de la imagen de la vida histórica que abre la llamada Edad Media. La tradición latina comienza a fundirse con la hebreocristiana, no sin que se requiriera vasto esfuerzo para ajustar las cronologías, y a las explicaciones clásicas se opuso la explicación providencialista; la “ciudad terrenal” cobró sentido trascendental y su historia fue la del progreso del espíritu. Continuó San Jerónimo la Crónica de Eusebio y aplicó Paulo Orosio las tesis agustinianas al relato de la historia concreta; y siguieron sus huellas numerosos cronistas durante la época en que se constituían los reinos romanogermánicos. Cinco figuras adquirieron entonces singular relieve: Beda, el historiador de los anglosajones; Gregorio de Tours, de los francos; Jornandés y Paulo Diácono, de los lombardos; e Isidoro de Sevilla de los suevos, vándalos y visigodos. Quizá el de espíritu más denso sea entre ellos Beda: agudo para analizar las situaciones reales y acaso más penetrante aún para descubrir el alcance de la grave crisis espiritual a que asistía; pero todos ellos son, a pesar de la pobreza del estilo, testimonios vigorosos de la conmoción profunda en que vivían. Nada vulgar es la imagen que nos deja Gregorio del reinado de Clodoveo y harto dramática y aguda la que nos proporciona del curso de la dinastía merovingia. Y en la que nos ofrece Isidoro de Sevilla de la dinastía visigoda, escueta y llana, descubrimos una segura comprensión del proceso historicopolítico de su reino.

De los historiadores de la era carolingia —Eginardo, Angelberto, Ermoldo Niger, Nitard— el primero de ellos, biógrafo de Carlomagno, es el que ha logrado más nombradía. Imitada de Suetonio, la biografía de Eginardo revela que su autor percibió la desusada grandeza de su personaje. Y en los relatos de los conflictos dinásticos que siguieron a la muerte de Carlomagno, han puesto Ermoldo Niger y Nitard una emoción contemporánea y cierta comprensión del alcance de los conflictos que no llegan a encubrir los alardes retóricos, en particular del primero.

Nació de esos conflictos y de otras causas la situación históricosocial que se designa de costumbre como “sociedad feudal”, con algunos caracteres comunes para todo el occidente europeo, pero encuadrada en ciertos marcos regionales: las monarquías, de las que saldrían los reinos nacionales. En esos ámbitos locales aparecieron los anales y las crónicas, de ordinario limitados a la época de un rey y a sus hazañas, pero en ocasiones más extensas y alguna vez con una intención que sobrepasa el panegírico del rey y procura representar a la comunidad nacional. Abundan en este grupo los “cronicones”; pero no faltan crónicas de sólida estructura, montadas sobre ideas claras acerca del orden de la historia y acerca del sentido de la existencia de la comunidad; y son tantas, que enumerarlas sería enojoso; pero está dentro de las finalidades de este artículo atraer la atención sobre algunas de ellas.

Entre los siglos X y XIII —porque más tarde comienza a modificarse el género— se agrupan muchas obras de innegable valor. El Santo Imperio tuvo por entonces algunos cronistas cuya lectura provoca vivo interés: Liutprando de Cremona, contemporáneo de Otón el Grande; Wippon, cronista de Enrique II y Conrado II; y sobre todo Otón de Freising, historiador de raza al que se debe la crónica de Federico Barbarroja. El desarrollo del Santo Imperio, sus luchas internas contra el poder imperial y los príncipes locales, las querellas con el papado y la lucha con las ciudades italianas desfilan por la crónica con variable comprensión, a través de distintas aptitudes críticas; pero el historiador existe y existe también cierta actitud interpretativa frente a la realidad inmediata y frente a sus raíces próximas y remotas. Lo mismo ocurre en otros ámbitos. Abundan en Italia las crónicas de ciudades — como la que escribió Cantinelli sobre Faenza—, y surgió allí un grupo de vigorosos cronistas en relación con las peripecias de los países del Mediodía antes y durante el reinado del insigne Federico II: Ugo Falcando y Romualdo de Salerno entre otros. Florecieron en Francia: Richer —que presenció y narró la instauración de la dinastía de los Capeto—, Suger y Rigord, antes de que se comenzaran a componer en San Dionisio las Grandes Crónicas de Francia. Y no faltaron cronistas de singular personalidad en Inglaterra, como Guillermo de Malmesbury; ni en Normandía como Ordrico Vital; ni en Castilla, como el monje de Tuy o los autores de la Crónica General, ni en Aragón donde escribieron crónicas sabrosas Desclot y el propio Don Jaime el Conquistador.

Son muchos nombres, y de intento se mencionan para señalar que ni faltaron historiadores ni carecieron de individualidad. Y de intento han sido dejadas fuera de este cuadro cinco figuras ilustres del siglo XIII, que citadas en conjunto nos revelan —en el siglo de Santo Tomás y de las catedrales góticas— un estilo de pensamiento histórico. Mateo de París, Salimbene de Adam, Joinville, Rodrigo Jiménez de Rada y Snorre Sturleson escribieron largas crónicas y abarcaron con su mirada extraños sucesos y complejos problemas. Una visión tradicional de la vida histórica los guiaba, pero a cada paso se advierte en ellos su singular enfoque de las cosas, su curiosa ilación de lo mediato y lo inmediato. Y desde Castilla hasta Islandia se advierte que circulaba una corriente de ideas que vivificó la imagen de la historia como vivificó otros aspectos del pensamiento y la vida misma.

Hubo durante el mismo período cronistas e historiadores que no se ocuparon de las hazañas de su rey o de las alternativas de su pueblo. Algunos tuvieron grandes ambiciones intelectuales y quisieron dibujar el vasto cuadro de la historia universal, como Vicente de Beauvais o Juan de Colonna. Pero otros prefirieron reducir más el campo y limitarse al relato de la historia de un monasterio, como los autores de los anales de San Gall, de Hildesheim o de Faría. Un paso más en la limitación y llegamos a la biografía, profana unas veces como en las canciones de gesta, y religiosa otras como en la hagiografía, heredera de los De viris illustribus cristianos de la Temprana Edad Media y que alcanza su esplendor con Jacobo de Voragine. No faltó quien considerara de interés relatar su propia vida, como lo intenta Abelardo en su primera carta a Heloisa; Guibert de Nogent y el propio Salimbene también lo hicieron, pero no eran todavía tiempos maduros para la autobiografía. Más que el drama íntimo apasionaba el vasto drama colectivo, más sentido si cabían en él la aventura y el prodigio. Por eso fue género predilecto la historia de las cruzadas, que cultivaron, entre otros muchos, Guillermo de Tiro, Clari, Villehardouin y el que compuso la Gran conquista de ultramar.

Pero las cruzadas, en coincidencia con otras causas, originaron transformaciones de distinta índole que dieron a los dos siglos siguientes —el XIV y el XV— una distinta fisonomía. La orientación del pensamiento histórico comenzó a variar poco a poco y, además de cierto debilitamiento de la doctrina agustiniana, se advirtió mayor influencia de la personalidad del historiador. La crónica se hizo más típicamente nacional, porque el reino cobraba personería frente al rey mismo, y en la explicación del devenir histórico empezaron a pesar más las razones terrenas: el poder, la riqueza. El gran Froissart encierra todavía su crónica en una atmósfera caballeresca, y acaso pueda decirse lo mismo de los grandes cronistas borgoñones: Chastelain u Olivier de la Marche. Pero el canciller López de Ayala o Hernando del Pulgar dejarán circular ya otros vientos, y Ramón Muntaner introducirá en su crónica vendavales de pasiones mundanas. Todos ellos son historiadores de noble estirpe, pero acaso la mejor raza fuera por entonces la de los historiadores italianos, la de Dino Compagni, la de Marchioni di Coppo y, sobre todo, la de los Villani, de los cuales Giovanni es sin duda el fruto más granado. Pero después, y sin abandonar del todo su aire medieval, la crónica italiana del siglo XV adoptará —como en Simonetta o en Bruni— el aire singular del Humanismo.

Tales son los nombres más brillantes del vasto repertorio de historiadores medievales. Una doctrina los conduce durante siglos, para abandonarlos poco a poco a medida que se sienten las consecuencias de la profunda crisis de las postrimerías del siglo XIII. Entonces se acusan las personalidades individuales. Pero aun antes las hallamos vigorosas y profundas, dignas de memoria, necesarias para comprender diez siglos de nuestra cultura. Es necesario no olvidarlos: diez siglos capitales de nuestra cultura.