Ha sido frecuente considerar la biografía —y así se ha dicho más de una vez— como una forma popular o subsidiaria de la historia, quizá por la sola razón de que ha encontrado más cálida acogida en el lector culto pero no especialista. Las preferencias de Montaigne han sido imitadas. “Les historiens —decía— sont ma droicte balle”; pero agregaba poco después: “Or ceulx qui escrivent les vies, dautant qu’ ils s’amusent plus aux conseils qu’aux evenements, plus à ce qui part du dedans qu’à ce qui arrive au dehors, ceulx là me sont plus propres”.(1) Y en efecto, como para Montaigne, fueron Plutarco o Diógenes Laercio los compañeros predilectos de generaciones y generaciones que, apenas atraídas por otros géneros históricos, buscaron y hallaron en ellos una inmediata y cordial imagen del pasado.
Un biógrafo suele tener —debemos confesarlo— el ánimo más ágil y vivaz que el historiador de los grandes dramas colectivos y de los mínimos y agigantados detalles eruditos; su trazo refleja un perfil de la vida menos deformado por las abstracciones conceptuales; y, sobre todo, ha preferido prescindir de toda armazón erudita y mantener su relato dentro del clima peculiar que procura evocar, sin trasladar al lector a cada instante al áspero terreno de sus búsquedas. Todo esto es innegable y por ello el lector culto se ha inclinado por la biografía más que por otras formas del relato histórico. Pero ¿acaso lo es también que la biografía es solamente una forma popular o subsidiaria? La respuesta afirmativa entrañaría afirmar que hay entre la biografía y las otras formas historiográficas un acentuado matiz diferenciador, que afecta a la calidad y a la jerarquía recíproca; y en ese punto el problema se torna oscuro.
Sin duda, ese matiz existe; pero la diferencia que establece no corresponde a relaciones de superioridad e inferioridad sino meramente de tipo. Hay en el primer interrogante la posibilidad implícita de sostener que la biografía no es, en sentido estricto, historia. El distingo ha sido hecho alguna vez —recuérdese la observación de Plutarco(2)—, pero cuando se analiza detenidamente la intensidad del matiz parece lícito negarlo; se apoya tan sólo en ciertos caracteres del relato que se consideran consustanciales con la historia, pero se desvanece si reparamos en que la actitud del hombre ante el pasado se ha expresado siempre de modo diverso, sin que por eso se deje de coincidir en lo esencial de la actitud. Y, en efecto, si partimos de esa actitud, advertimos que la biografía adquiere legitimidad como forma historiográfica definida y sólo parece necesario establecer su sitio dentro del cuadro de las formas en que se expresa la intelección del pasado.
He intentado en otro lugar caracterizar lo que pueden llamarse tipos historiográficos.(3) Son, en síntesis, ciertos esquemas regulares dentro de los cuales se ordenan y estructuran los elementos de la intelección histórica, valorados de acuerdo con cierto principio ordenador. Pueden constituirse varios grupos, según los distintos principios ordenadores, esto es, según los elementos históricos que se eligen para formular la conceptuación. Si se toma como punto de partida la intuición de los agentes del devenir histórico, se obtiene un grupo en el que se enlazan tres tipos historiográficos de rasgos acusados y formas definidas. El primero está caracterizado por la intuición de una comunidad de nítido contorno —los helenos, los romanos, los florentinos, los franceses— de la que se quiere averiguar y relatar el devenir histórico: Heródoto, Tito Livio, Giovanni Villani y Jules Michelet podrían ser ejemplos de ese tipo. El segundo se apoya en la intuición de la humanidad como totalidad —aunque a veces sea una totalidad restringida por el alcance del conocimiento— y pueden considerarse paradigmas de ese tipo la Historia de Polibio o el Ensayo sobre las costumbres de Voltaire. Por fin, el tercer tipo parte de la intuición del individuo como sujeto de un devenir histórico y se manifiesta en la biografía. Así expuesto el cuadro general, resulta obvio el problema de si la biografía es o no historia, cuestión suscitada por un planteo precrítico del problema historiográfico.
Pero como la observación de que la biografía es una forma subsidiaria de la historia se apoya en el hecho indiscutible de su mayor proximidad al público no especializado, conviene adentrarse en el problema y tratar de desentrañar el secreto de su naturaleza como tipo historiográfico. Señalemos que, en tal afirmación, obra el supuesto de que la apetencia por el conocimiento del pasado sólo reside en estrechos grupos capaces de interesarse por el proceso erudito de la búsqueda, supuesto que es, a todas luces, falso e insostenible; por el contrario, esa apetencia es general en el hombre culto, y es explicable que procure satisfacerla donde halla más directa respuesta a sus inquietudes inmediatas; de modo que la mayor difusión de la biografía no invalida en modo alguno su significado. El problema reside, pues, en averiguar por qué secreta peculiaridad de su naturaleza está más próxima al lector culto pero no especialista. Y esta indagación puede mostrarnos no sólo la causa de su difusión sino también cuáles son sus posibilidades exploradas o sin explorar. No es, pues, superfluo intentarla.
No arroja poca luz sobre la cuestión considerar la experiencia inmediata que proporciona el éxito notorio de la biografía novelada contemporánea. Sería ingenuo —e inoperante— afectar una actitud displicente frente a ese género de tanta resonancia actual, alegando que muchas de tales biografías carecen de rigor y que en otras se falsea, con notoria superficialidad e incomprensión, el tono peculiar de la existencia del personaje o el de la época en que se mueve. No sería, en todo caso, sino un problema de calidad. Pero aun cuando ello fuera cierto —que suele no serlo— el hecho de la extraordinaria difusión que han logrado señala un hecho que merece la consideración del historiador a quien interesa la marcha y la evolución de la disciplina que cultiva y procura estar atento a las multiformes manifestaciones en que se expresa la preocupación por el pasado y la ansiedad por el logro de una actitud histórica.
El mero enunciado del tema de la biografía contemporánea nos permite aceptar, siquiera sea como punto de partida, que el género que han cultivado Emil Ludwig o Hilaire Belloc, André Maurois o Stefan Zweig, Lytton Strachey o Marcel Brion es el mismo al que pertenece la obra de Plutarco o Suetonio, los hagiógrafos medievales, o Vasari, Pulgar o Quintana. Pero cuando queremos establecer cuál es el matiz que, sin duda, las diferencia, es cuando hallamos la vía para descubrir cuáles son las tendencias internas de la biografía, cuáles ha desarrollado la biografía tradicional y cuáles ha realizado la contemporánea, alejándola, sin duda, de la estricta ciencia histórica para convertirla en un caso límite dentro del tipo historiográfico a que pertenece. Precisamente como caso límite nos es útil para nuestra indagación, porque levanta hasta el primer plano de la observación una modalidad interna de la biografía, antes apenas desarrollada. Adelantemos, para facilitar la exposición, las líneas principales del problema.
Los dos primeros tipos historiográficos señalados anteriormente —esto es, los que parten de la intuición de la comunidad definida y de la humanidad como totalidad— revelan una tendencia a referir el desarrollo histórico a ciertos valores que tienen vigencia en el seno del grupo —comunidad o humanidad—, o, dicho de otro modo, que son sobreindividuales. Esta tendencia arrastró a la biografía tradicional pese al punto de partida individual y, en consecuencia, le impuso la necesidad de no romper el entronque entre el devenir del individuo —su tema propio— y el de la colectividad a que pertenecía, limitando con ello la posibilidad de ahondar en la singularidad del individuo. Así se constituye uno de los polos del tipo biográfico, en el que la existencia individual aparece sólo como representativa de los ideales colectivos. Pero la indagación de la existencia individual ofrece otra posibilidad que no podía dejar de tentar al biógrafo, aunque estuviera constreñido por aquella exigencia: la de hundirse en el microcosmo del individuo, perseguir la línea de su desarrollo por los meandros de la conciencia y atenerse al esquema proporcionado por los valores individuales que rigen cada singular existencia. Esta posibilidad es la que ha desarrollado hasta sus últimas consecuencias la biografía contemporánea constituyendo otro polo del tipo biográfico.
Con estos dos puntos de referencia puede afrontarse el estudio de la biografía, para tratar de desentrañar cómo ha oscilado entre ellos y de qué manera ha realizado su posible conjugación. La oscilación está regida no sólo por la preferencia particular del biógrafo sino también por ciertas apetencias de la sensibilidad colectiva, que busca la referencia a unos u otros valores —los colectivos o los individuales— según su predisposición a estimar preferentemente unos u otros. La biografía se acerca así a las formas más impersonales del relato histórico o se vuelca sobre sus contenidos más inmediatos. Pero en uno y en otro sentido —y, sobre todo, en cierta sabia combinación de ambos— se realiza un tipo historiográfico definido. Un examen —que no pretende ser definitivo— de la progresiva constitución de su estructura podrá darnos una imagen de su fisonomía.
En las formas más elementales en que se manifiesta en Grecia la preocupación por el pasado pueden hallarse ya algunos rasgos fundamentales de la estructura del tipo biográfico. Desde este punto de vista —que no excluye otras significaciones— la leyenda y el mito griegos constituyen ejemplos claros de cómo surge la intuición de la existencia individual como esquema y como cuadro temporal del devenir histórico. En la vida de un individuo puede captarse con claridad la sucesión del acontecer, con referencia al actor; la comunidad, en cambio, pese a que es el verdadero sujeto, es más inasible y escapa a la percepción clara y distinta, excepto en circunstancias muy precisas y cuando se desarrolla la conciencia de su existencia, esto es, generalmente, cuando una relación de contacto y choque con otra comunidad contribuye a aguzarla. Así, ciertos procesos historicosociales que afectan a la comunidad comienzan a simplificarse, y el espíritu colectivo los elabora hasta reducirlos a un mero acontecer personal. En la vida del individuo, por otra parte, el plazo del devenir histórico aparece precisado por el nacimiento y la muerte, y proporciona un esquema suficientemente simple para la ordenación del proceso histórico como una sucesión de etapas que se manifiestan como decisiones y acciones individuales.
Por esa adscripción del devenir colectivo a una existencia personal surge el héroe, producto de una tendencia antropomórfica del espíritu que olvida muchos elementos históricos y conserva sólo ciertos rasgos asimilables a la sucesión de hazañas individuales. Diversas circunstancias configuran distintos tipos, y la tradición griega nos conserva algunos muy definidos. Uno es el de los héroes fundadores; el fenicio Cadmo funda la ciudad de Tebas; el egipcio Cecrops la de Atenas, y Dánao, también egipcio, la de Argos. La tradición latina continúa esta línea con las figuras de Eneas y de Rómulo, en cuyas leyendas se repite el esquema. Así se circunscriben los complejos procesos de colonización, olvidados y esquematizados por la tradición oral, dentro de los plazos de la existencia individual. Del mismo modo hallamos otro tipo característico en las figuras de los héroes legisladores y ordenadores de la vida política, social y religiosa de una comunidad. Como antes en Oriente las figuras de Hamurabi y Moisés, la tradición griega recoge las de Minos y Licurgo, acumulando sobre un individuo —cuya imagen se exalta por ello hasta cierto plano sobrehumano— los elementos de una acción colectiva como es el largo y complejo proceso de ordenación de una comunidad según principios morales y políticos.
De este modo adquieren y circunscriben su personalidad algunos de los tipos definidos de héroes. Pero no son los únicos, porque así como la comunidad tiende a personalizar los procesos históricos, tiende también a personalizar las formas excelsas de la vida, según su peculiar concepción. La tradición recoge y decanta las formas de la existencia colectiva y comienza a reflejar los ideales de la comunidad en ciertos tipos en quienes se aglutinan los signos de su más alta y ejemplar realización. Así surge el héroe como expresión de los ideales colectivos, con menos elementos míticos y con un más vivo fondo histórico pese a la deformación de la leyenda. Es el héroe de las hazañas, cuya existencia se realiza sólo como una sucesión de acciones en las que se revelan, en su forma más alta, las tendencias y las aspiraciones de la comunidad que lo forja. Su fondo histórico reside, generalmente, en las acciones colectivas que constituyen su estrato más profundo y en el brillo singular que, sin duda, poseyeron ciertas personalidades de excepción; pero la leyenda se apresura a deshumanizar su figura para encarnar en ella —y, sobre todo, para ver en ella— una realización perfecta de los ideales comunes. Y el héroe de la epopeya —Diomedes o Rolando, Sigfrido o Eneas— se torna el ejemplo vivo, eternamente vivo, de las virtudes de la estirpe, mejor expresadas en ellos que no en la anónima acción histórica de la comunidad.
Hay, pues, en el proceso de síntesis y personalización del que surge la figura legendaria del héroe, una definida concepción de la vida histórica que traza los rasgos del tipo biográfico con firmeza. Parte de una intuición segura: la del individuo como sujeto del devenir histórico. Sobre ella se procura reconstruir el proceso colectivo, despojándolo de sus caracteres de tal y prescindiendo, en la figura individual que le sirve de sostén, de cuanto aluda a su personalidad singular; pero esta prescindencia no es una eliminación de singularidades observadas, porque la fisonomía del héroe está construida sobre los datos del proceso colectivo y no sobre los de su presunta existencia real. Así pues, los elementos con que se reconstruye el proceso no son sino los de la historia de la comunidad y responden a los acontecimientos que constituyen su devenir histórico y a los ideales que poseen vigencia en ella.
Así aparece una forma límite del tipo biográfico: la del arquetipo, esto es, la del individuo despersonalizado en la medida en que se personaliza en él un proceso colectivo. A partir de ese momento constituirá una de las estructuras historiográficas más firmes. Cuando se superen las formas elementales de la conceptuación historiográfica y se alcancen las formas evolucionadas y críticas, la percepción del individuo seguirá atada, en mayor o menor medida, a ese esquema rector. El individuo que adquiere significación histórica es aquel sobre cuya existencia puede construirse una imagen arquetípica que corresponda a los ideales de vida de la comunidad a que pertenece. El estadista —recordemos las figuras de Solón y Numa— aparecerá modelado sobre el esquema del legislador providencial; el soldado —pensemos en Leónidas o en los Horacios—, sobre el del guerrero homérico; y todavía llegarán con esos caracteres hasta las formas evolucionadas de historiografía que representan Heródoto, Plutarco y Tito Livio. Más aun, pese a la vigorosa tendencia que, en sentido contrario, señalaremos en seguida, puede afirmarse que la conceptuación historiográfica no podrá abandonar nunca totalmente esa inclinación primigenia a adscribir la existencia individual a un arquetipo que configura —y desfigura— su peculiar estilo humano.
Puesto que dependen no de las multiformes posibilidades de la singular existencia del individuo sino del sistema de valores vigentes en una comunidad, los arquetipos corresponden a un número limitado de formas de vida fácilmente discernibles. El predominio del plano político, característico de la Antigüedad, suscitó la preeminencia de aquellas formas de vida que se vinculan con él y así se estructuran los esquemas arquetípicos que tan profunda y decisiva huella han dejado en el tipo biográfico: el del hombre de Estado y el del guerrero. Como derivados de aquellos se constituyen otros esquemas subsidiarios; así adquieren cierta singularidad el del sabio, que reconoce en su origen una estrecha dependencia con respecto al del hombre de Estado pero que se autonomiza luego a medida que admite en sus cuadros al hombre de conocimiento; del mismo modo se define el arquetipo del efebo y el del atleta, en relación con el del guerrero. Junto a ellos, la Antigüedad elaboró otros de menor significación pero de alguna trascendencia: el del erótico, el de la matrona o el del rico. Estos arquetipos se jerarquizan y aquellos conservan su primacía dentro del cuadro de la estimativa antigua; más tarde los reemplazarán otros, como señalaremos a su tiempo. Cuanto escape a esos esquemas carece de significación y el individuo que realiza otros valores o los combina de modo que no destaquen aquellas primacías no es valioso para el tipo biográfico cuando predomina la tendencia arquetípica. Pero aun de aquel que es valioso por esas razones se elimina lo que es solamente singularidad individual y su existencia queda recortada por los principios de valor que ofrece el arquetipo. Digamos finalmente que el elogio y el panegírico, formas literarias de notable significación, se ajustan al mismo plan y repiten el sistema estimativo. Así, cuando el tipo biográfico se acerca al polo arquetípico, el microcosmo individual carece de significación y de interés histórico, y queda velado en las sombras, apuntando apenas en alguna inferencia lejana.
Una circunstancia decisiva apoya la vigencia de la concepción arquetípica de la biografía: la certera intuición de la comunidad congregada y de la supremacía de su significación sobre el individuo. Cuando obra en el espíritu esta intuición —irreflexivamente vivida o hecha, luego, consciente— el pasado que adquiere valor es el de la comunidad, y entonces el individuo sólo posee significación en aquella medida en que lo encarna y en que realiza sus ideales. Pero esa circunstancia no corresponde sino a ciertos momentos históricos. En otros, por el contrario, el individuo no descubre en su conciencia los elementos de cohesión; si percibe la comunidad como disgregada o, más aun, si no descubre —aun por vía reflexiva—lo genuinamente colectivo como viviente presencia por debajo de las estructuras políticas formales, entonces es frecuente que la atención del hombre de sensibilidad histórica se vuelva hacia el individuo real, islote de humanidad en un piélago indeterminado y único objeto histórico directamente perceptible.
Esta segunda circunstancia aparece por primera vez, dentro de nuestra tradición historiográfica, en el período helenístico, época crítica por excelencia que se incuba ya en la cultura griega del siglo IV a. de C. Todo el contorno del individuo se ofrece entonces como una resquebrajada realidad politicosocial, en la que no es posible descubrir más unidades que las puramente formales que han surgido de facto por la disgregación y aglutinación de las antiguas unidades coherentes y vivificadas por una auténtica comunidad espiritual. Entonces asciende el hombre de carne y hueso al primer plano de la reflexión: de la reflexión filosófica, con las doctrinas postaristotélicas; de la reflexión histórica, dentro de una forma biográfica que insinúa su alejamiento del polo arquetípico para tratar de acercarse al polo individualista.
En efecto, Plutarco y Suetonio marcan una fecha significativa en la historia del tipo biográfico. Sin escapar del todo a la vigorosa atracción que ejerce todavía el esquema tradicional, Plutarco y Suetonio señalan la iniciación de una etapa en la que el biógrafo procura desviar su atención de lo que en la vida del individuo es sólo reflejo de los intereses y los valores colectivos. Ya la actividad política —es oportuno recordarlo— no es patrimonio de la colectividad sino el monopolio de unos pocos, y la significación del individuo, que sólo rara vez puede hacerse notoria en ese campo, suele hallar en otros, que no coinciden con los de la vida de la comunidad, terreno propicio para su explicitación. A esta segunda faz comienza a dirigir su mirada el biógrafo. Pero muy pronto advierte que no son sólo los aspectos significativos en tal o cual exteriorización los que merecen atraerla; también comienza a parecer digno de examen y de elaboración biográfica lo que reside en la personalidad individual aunque sólo sea significativo desde ese punto de vista, esto es, de la evolución de sus modalidades psicológicas, de las formas de la conducta y de sus motivaciones, de su concepción del mundo y de la vida, de sus virtudes y debilidades, sus aventuras y sus accidentes.
Insinuada esta tendencia apenas como posibilidad en Plutarco, y acentuada luego en Suetonio, comienza a perfilarse como otro polo del tipo biográfico. En la medida en que el individuo se siente aislado de su contorno crece el interés por el universo de la conciencia; y cuando el individualismo se acentúa como tendencia filosófica y como actitud social predominantes —como ocurre, generalmente, cuando hay disgregación de la comunidad— la biografía se inclina hacia ese extremo. Llevado a sus últimas posibilidades, el polo individualista del tipo biográfico considera como tema eminente de la intelección histórica la vida de un individuo considerada en su absoluta y radical singularidad; es su hacer y su pensar lo que se quiere reconstruir, sin atender a las referencias que en ellos pueda haber a los de la comunidad; es su intimidad extravertida en el hacer y en el pensar lo que se quiere recomponer en la sucesión del relato de su peripecia personal, para el que no interesarán sino los valores propios de su mundo interior, tan heterodoxos como parezcan con respecto a los valores de vigencia colectiva. También hay en este polo individualista —como en el arquetípico— una definida concepción historiográfica que parte de la intuición del individuo como sujeto histórico, pero que sólo se quiere referir al microcosmo individual. Y en esa tendencia subyace una dimensión que puede alejarlo de la pura actitud histórica para confundirlo con otras formas de reflexión y aun para sumirlo en el ámbito de la creación estética. Pero, como el polo arquetípico, el polo individualista de la biografía constituirá una forma límite hacia la que se aproximará a veces la biografía sin alcanzarla nunca, so pena de desvirtuarse, del mismo modo que la total identificación con las estructuras arquetípicas la desfiguraba.
Como siempre que se describen estructuras formales, las dos que ofrecemos aquí como extremos del tipo biográfico no suelen darse como formas puras sino excepcionalmente. Su caracterización constituye un aporte para la interpretación de cada obra particular, en la que suele realizarse una combinación de ambas estructuras en proporciones variables. El tono peculiar de la existencia del personaje impone a veces la preferencia por una u otra forma: un poeta o un filósofo incitan a ahondar en el microcosmo individual, en tanto que un político predispone a derivar la atención hacia el contorno social, del que recibe la materia para su acción y las influencias más profundas. Pero más aun que las exigencias del tema mismo invitan a acercarse a uno u otro polo las preferencias estimativas del biógrafo y del ambiente espiritual que lo circunda. Porque, dentro de las posibilidades que ofrece el cúmulo de los datos, no hay personalidad cuyo estudio no permita referirla a ciertos arquetipos colectivos o aislarla en el hermetismo de su irreductible individualidad. Y esta preferencia suele ser un expresivo signo de los tiempos, que el estudioso de la historia no debe olvidar en su análisis.
No sería posible intentar —dados los forzosos límites de este estudio y el estado actual de mi investigación— una descripción detenida y profunda de cómo se ha dado en la historia de la biografía este juego sutil entre sus dos formas extremas. Pero será útil, por vía de ejemplo, señalar las líneas fundamentales que deberá seguir un examen más minucioso. Aún está por hacerse la historia de la biografía como tipo historiográfico y habrá que excusar en este planteo lo que requiera ulterior rectificación.
Es tarea fácil hallar en la tradición griega testimonios abundantes de la concepción arquetípica: ella la ha forjado y de ella provienen los caracteres con que luego la encontramos en la historiografía occidental. En cambio, será menos fácil encontrar ejemplos de estructura literaria y narrativa acabada. Se la adivina, y puede reconstruirse a través de numerosos pasajes de Homero, de Hesíodo(4), de Píndaro(5), de los trágicos(6) o de los historiadores.(7) Esta concepción llega hasta Cornelio Nepote —ya en el siglo I a. de C.— casi con la plenitud de su fuerza. Se advierte con nitidez allí donde las fuentes utilizadas conservaban los rasgos arquetípicos(8), pero cuando la cercanía del personaje y de los testimonios le permiten intentar una aproximación a lo individual —como en el caso del Attico(9)—, Cornelio acusa las influencias helenísticas y construye una biografía que insinúa el alejamiento del ideal arquetípico, tan débilmente como se quiera, con tendencia innegable a la biografía individualista.
Esta marcha hacia el examen de la singularidad humana se acentúa en Plutarco y en Tácito y más aún en Suetonio. Merece observarse cómo el biógrafo comienza a prescindir de la rigurosa ordenación cronológica para poder detenerse con mayor libertad en el análisis del personaje cuando interesa más que los hechos objetivos. Como Cornelio, también Plutarco mantiene su fidelidad a los arquetipos cuando la lejanía del personaje incita a conservar el aura legendaria y, sobre todo, cuando las fuentes no le permiten obtener otros datos que los que lo configuran con esos caracteres. Si Solón(10) o Numa(11) aparecen encuadrados todavía dentro de los esquemas arquetípicos, la biografía de Antonio, por ejemplo, nos muestra cuánto ha girado Plutarco para acercarse a la otra posibilidad del género.(12) Suetonio, en cambio, rompe casi totalmente con el esquema cronológico para intentar otra organización de sus materiales. Procura ajustarlo a un sistema de motivaciones interiores cuyo conjunto proporciona una imagen más fiel de la individualidad singular(13), y el hecho es más significativo si se tiene en cuenta que por la categoría de los personajes —los Césares— debía estar tentado por la posibilidad de confundir el relato biográfico con la historia del principado. Hay, pues, en Suetonio una deliberada preferencia que acusa una concepción clara de las posibilidades que ofrece el tipo biográfico.
En el siglo III, Diógenes Laercio muestra una nueva faceta de la biografía al seleccionar sus personajes según un nuevo y definido esquema. Los filósofos, los sabios cuyas existencias se mueven en un plano notablemente desconectado de la historia general, merecen la atención del biógrafo, inaugurando una ruta que continuará luego, en el siglo IV, Eunapio de Sardes. Para ambos, el devenir del individuo se ordena según su propia modalidad, y el hacer y el pensar se complementan como formas de exteriorización de una individualidad singular. Entretanto, Aurelio Víctor o los biógrafos de la Historia Augusta mantendrán, pese a su variable calidad y propósitos, el esquema de Suetonio, aunque alterado por ciertas circunstancias objetivas.(14)
Pero ya surge por entonces una nueva línea de interés que interrumpe el proceso de alejamiento del esquema arquetípico. A fines del siglo IV San Jerónimo inicia la serie de los De viris illustribus cristianos, que continuarán luego —entre ese siglo y el VII—, Gennadio, San Isidoro de Sevilla y San Ildefonso.(15) Formas paralelas aparecen en la biografía aislada; San Atanasio —con su Vida de San Antonio— y Sulpicio Severo —con la Vida de San Martín de Tours— echan las bases de una nueva forma biográfica, las vidas de santos, construidas ahora según un nuevo arquetipo cuya fuerza borra todo rasgo de individualidad. Ni San Antonio ni San Martín son para sus biógrafos personalidades cuya originalidad interese, como no lo es San Benito para San Gregorio el Grande. El tema de la hagiografía medieval es siempre el mismo, pese a la diversidad del personaje y del ambiente en que actúe, y lo será por mucho tiempo: una existencia cualquiera señalada por la excelsitud de la fe se orienta hacia la vida ascética —o a veces hacia la vida activa y misional— y sus obras no son sino el ejemplo de una virtud de validez universal dentro del ámbito cristiano, acentuada por la presencia de la voluntad divina significada en el milagro.
Han desaparecido, bajo la acción dominadora del cristianismo, las fuerzas individualistas que actuaban en el período helenístico y señalaban el rumbo de la preocupación por la singularidad humana. En el orden medieval la comunidad se estructura sólidamente bajo el signo de la fe y sólo adquiere significación lo que interesa a la comunidad cristiana —restringida o total— y lo que refleja sus ideales. Pero por debajo de esa inmensa comunidad —la cristiandad— pueden mantenerse disgregadas las comunidades políticas. Así ocurrió durante mucho tiempo; pero cuando se constituyeron, tras la decantación de las migraciones, los grupos politicosociales bien definidos, el individuo volvió a adquirir una nueva significación referida a ellos, aunque no desconectada, sin embargo, de la comunidad universal cristiana. Así aparece de nuevo el héroe guerrero, que la epopeya recoge y elabora. Como el santo, el héroe medieval ofrece todos los caracteres del arquetipo; no significan, uno y otro, sino lo que la comunidad ve en ellos. La epopeya —como la hagiografía— eleva los individuos hasta la categoría de arquetipos cuando puede constituir sobre algunos elementos de su historia real un relato que refleje el proceso histórico de la comunidad y los ideales cristianos. Así se nos aparece Rolando, para no citar sino el más característico. Y alguna vez, como en la tardía Vida de San Luis de Joinville, el tipo de santo y el del héroe nacional se combinan, creando uno de los ejemplos más característicos del tipo biográfico medieval. Ya, sin embargo, comienzan a insinuarse nuevas fuerzas individualizadoras que harán muy pronto su aparición.
En efecto, el absoluto predominio del tipo arquetípico vuelve a entrar en crisis con el Renacimiento, cuando comienza a afirmarse nuevamente la significación del individuo como tal, bajo el doble influjo de circunstancias sociales —el ascenso de la burguesía— y de doctrinas filosóficas de raíz clásica. Ya en su Vida de Dante insinúa Boccaccio un intento de aproximación al intransferible universo del poeta; porque el poeta es, dentro de la multiforme personalidad de su personaje, lo que estima superior y característico; sin embargo, pese a esa tendencia general, el Renacimiento tratará de elaborar sus propios arquetipos. El sabio humanista, el artista creador, el hombre de Estado, el prelado y el cortesano comenzarán a erigirse como formas de vida dentro de las cuales aspira el biógrafo a encuadrar su personaje. Pero al mismo tiempo concurre a limitar el predominio de esa tendencia la vigorosa percepción del individuo como ámbito irreductible, cuya presencia señalan la realidad, con sus ejemplos de innegable vigor, y la doctrina filosófica, con su aporte platónico. Así se logra un nuevo equilibrio en la biografía renacentista; Maquiavelo se aleja con esfuerzo del arquetipo del político para destacar la vigorosa y convulsionada personalidad de Castruccio Castracani, y del mismo modo oscila Vasari frente a Miguel Ángel, o Brantomme frente a las damas cortesanas o Vespasiano frente a los poderosos prelados humanistas. Curiosa perduración de los arquetipos medievales muestran los biógrafos españoles como Pérez de Guzmán y Hernando del Pulgar, esforzados en la tarea de conciliarlos con los ideales renacentistas cuyo rumor llega a sus oídos; y por las rendijas de sus esquemas, el microcosmo individual se introduce —a veces parece que a pesar del biógrafo— para quebrar la sólida trabazón del paradigma.
Es un hecho significativo que la Edad Moderna no haya sentido particular predilección por la biografía. En efecto, la historia nacional constituye una tendencia dominante de la historiografía, y los pocos ejemplos que adoptan la forma biográfica muestran el predominio de una concepción arquetípica fundada en los rasgos nacionales; así se advierte en los Varones ilustres del Nuevo Mundo de Pizarro y Orellana y en las biografías de Quintana. Del mismo modo se ajustan a esquemas arquetípicos las presuntas biografías del siglo XVIII, ejemplificadas en la Historia de Carlos XII de Suecia de Voltaire. Y cuando más claramente se advierte esta tendencia es cuando se observa la fuerza que tiene la teorización del arquetipo. Como Antonio de Guevara en el siglo XVI, Gracián desarrolla en el siglo XVII el análisis del tipo del político —en El político Fernando— y luego otros subsidiarios en El héroe y en El discreto. Nuevamente aparecen estos esfuerzos en el siglo XIX con Carlyle y Emerson, y aun podrían citarse los sagaces intentos de Sarmiento sobre la base de las figuras de Facundo, Aldao y Lincoln.
Ya bien entrado este siglo —después de la Primera Guerra Mundial— se produce la aparición y el apogeo de la nueva biografía novelada a cuyo éxito aludíamos antes. Muy pronto se advirtió que su meta era alcanzar los abismos secretos del alma individual y detenerse solazadamente en las formas intrascendentes de la existencia del personaje. Era, así, un giro decidido hacia la forma individualista en el que se advertía un esfuerzo deliberado y firme por desprenderse de toda coacción arquetípica; y el fruto de ese esfuerzo fue llegar a constituir un caso límite que muestra al desnudo un elemento antes escondido en las formas tradicionales de la biografía.
Quizá sea prematuro querer discriminar las causas que explican esta curiosa derivación del tipo biográfico. Sin duda se dan ahora aquellas circunstancias que señalábamos como propicias para ese giro hacia la biografía individualista: la disgregación de la comunidad y las influencias filosóficas favorables al interés por la persona. Pero acaso podría ahondarse en algunas otras peculiaridades del tiempo actual y encontrar nuevos datos para una futura explicación integral del fenómeno.
Por una parte, no es poco significativo el hecho de que pueda afirmarse —a la luz de las preferencias del lector culto— que hay una crisis radical de los arquetipos. Quien no busca la exaltación de ciertos ideales es porque carece de ellos y no sabe a qué valores eternos adscribir su existencia. Así se produce el retorno a la pura individualidad. La línea estaba señalada desde Rousseau y, si se perdió el rastro durante gran parte del siglo XIX, debía volver a aparecer con atormentadora plenitud hacia su final con Proust y la dirección que su genio imprimió a la novela. Muy pronto la biografía se adhirió a esa tendencia y encontró en ella un modelo cuya estructura ofrecía una clara orientación para el delineamiento de su propio tema.
Hasta aquí, cuáles son las razones del apogeo de la biografía individualista. ¿Pero no queda también en pie explicarse por qué se ha producido la deserción del lector culto que antes frecuentaba la historia? Sin duda porque la historia lo rechaza con su estructura cada vez más erudita, sin condescendencia para quienes aman el hallazgo y no la búsqueda.
De este modo, tras mostrar al desnudo cierto secreto de la estructura del tipo biográfico, la biografía contemporánea puede servir como documento para el análisis de otros problemas que deben atraer la atención del historiador, en cuanto al hombre que vive y que piensa, y que no olvida que sigue en pie el orden jerárquico señalado por el aforismo latino: primum vivere.
NOTAS
1. Montaigne, Essais, II, 10.
2. Plutarco, Alejandro, I. Plutarco funda el distingo no en la distinta calidad de historia y biografía, consideradas como dos aspectos de una misma cosa, sino en la diversidad de los puntos de vista. Supone, pues, que la biografía no es, en lo esencial, una forma estrictamente historiográfica sino más bien literaria y moral.
3. Ver el trabajo “Sobre los tipos historiográficos”, en este volumen.
4. Véase El escudo, en el que se recoge el mito de Heracles.
5. Véanse las leyendas de Pelops y Tántalo en Olímpica, I; la de Triptolemo en Olímpica, VII; la de Jasón en Pítica, IV; la de Adrasto en Nemea, IX.
6. Puede tomarse como ejemplo el pasaje de Sófocles, Edipo Rey, v. 774-833.
7. Puede considerarse Jenofonte, Ciropedia, como muy representativa.
8. Considérese, por ejemplo, la vida de Milcíades o la de Temístocles.
9. Obsérvense especialmente los parágrafos XIII y XVIII.
10. Puede observarse, estudiando el testimonio de Plutarco en relación con el de Aristóteles, Constitución de Atenas, cómo el legislador aparece en el primero guiado por una sabia prescindencia que el segundo contradice con curiosos datos sobre los intereses de la clase a que pertenece Solón. Puede verse un análisis del problema en mi trabajo “Imagen y realidad del legislador antiguo”, en Humanidades, tomo XXV, segunda parte, 1936.
11. Véase, en Numa, y en la Comparación de Licurgo y Numa, la estrecha sujeción de Plutarco a la explicación tradicional sobre el origen divino de la inspiración del legislador.
12. La vida de Antonio, como la de Demetrio Poliorcetes y muchas otras que fuera obvio citar, ofrecía a Plutarco abundante material para detenerse en el individuo. Se cumple allí el programa que él mismo se propone al definir el género en el pasaje citado de la vida de Alejandro.
13. Se ha señalado la uniformidad que revela Suetonio en la agrupación de los materiales: la juventud del emperador, los actos de gobierno clasificados por géneros, la muerte y los signos premonitorios.
14. La Historia Augusta, como más directamente vinculada a los ambientes cortesanos, ofrece características de crónica, que sin embargo no alcanzan a desfigurar el carácter biográfico.
15. La estructura de los breves capítulos que componen estas colecciones es muy simple; como la obra estaba destinada a demostrar la existencia de espíritus cultos e ilustrados entre los cristianos, suele limitarse a citar sus obras. Circunstancialmente se agregan algunos datos sobre su actividad religiosa.