El objeto de este estudio es integrar sistemáticamente un vasto conjunto de fenómenos dentro del concepto de “mundo urbano”, e intentar el análisis de su “estructura histórica”. Son dos nociones que a lo largo de sus páginas se precisarán adecuadamente. Parte, o quizá escolio, de una vasta investigación sobre el mundo burgués, el campo de este estudio está limitado a Europa y a las áreas europeizadas, donde los procesos históricos de urbanización son los fundamentales y se desenvuelven de manera homogénea.
Ciertamente el mundo urbano no se confunde con el mundo burgués, puesto que éste integró en su seno sectores no burgueses a los que redujo a sus propios esquemas: el mundo urbano es la red de focos activos del mundo burgués, en la que las burguesías urbanas han desempeñado, directa o indirectamente, el papel hegemónico. Y de ese mundo urbano es del que se postula que tiene una estructura histórica, esto es, un ordenamiento dinámico hecho en el proceso, en la que están instaladas las sociedades urbanas y contra las que se desenvuelve la vida histórica. estructura real, estructura ideológica, sociedades urbanas y vida histórica son también nociones que se precisaran a lo largo de este estudio.
El análisis del mundo urbano y de su estructura histórica debe conjugar diversos campos tradicionales de análisis y variados puntos de vista. En la raíz de este intento está una pregunta acerca de en qué consiste la historia de una ciudad. Esa pregunta no está contestada ni es obvia, puesto que el examen de la historiografía urbana muestra una notable disparidad de criterio acerca de su propio campo.
Dos clases de problemas parecen los fundamentales. El primero es el concepto mismo de ciudad; no es su definición, por cierto, sino su concepto básico. Este estudio procura mostrar que una ciudad es, fundamentalmente, vida histórica, o mejor, una forma de vida histórica, y no un recinto físico, ni una sociedad sorprendida en un determinado momento de su desarrollo, ni un cierto espíritu o tradición, ni una estructura rígida. La ciudad existe como una continuidad en el cambio porque es, fundamentalmente, vida histórica.
El segundo es el del ámbito en el que la ciudad debe inscribirse. La historiografía urbana no tiene problemas cuando se trata de la historia de una ciudad independiente, porque entonces aplica a la ciudad los criterios utilizados para la historiografía nacional; pero la ciudad dependiente –la mayoría, y aun la mayoría de las independientes en cierta etapa de su desarrollo– parece un campo difuso y suele reducirse su historia a una crónica municipal, a menos que, como en el caso de las capitales, se identifique la historia de la ciudad con la historia de la nación. Este estudio, que está referido a Europa y a las áreas europeizadas, no integra las ciudades en los ámbitos regionales o nacionales a que pertenecen sino en un segundo grado, partiendo de la base de que, en el mundo burgués, tal como se constituye desde el siglo XI y llega hasta hoy, la integración fundamental se da en el mundo urbano, por debajo de las determinaciones concretas e institucionalizadas.
El análisis del mundo urbano parece ofrecer una clave para la comprensión de un vasto problema. Ciertamente, un cuadro inteligible de Europa y las áreas europeizadas –lo que habitualmente se llama el mundo occidental, más los enclaves occidentales– no puede hacerse a partir de su conjunto heterogéneo y difuso, ni tampoco partiendo de la significación de sus partes yuxtapuestas, esto es, de las unidades políticas hoy constituidas y cuya formación y desarrollo suponen procesos muy diversos. Si existe como una unidad ese ámbito que llamamos Europa y las áreas europeizadas –y ciertamente existe como antes había existido el Imperio romano– no es por la mera yuxtaposición de unidades políticas ni por cierta vaga comunidad de contenidos culturales.
Europa y las áreas europeizadas constituye, en efecto, una unidad que, desde cierto momento, ha operado y opera como tal, y requiere, en consecuencia, un análisis histórico unitario. Pero esa unidad no puedo ser solamente postulada a partir de su acción: debe buscársela en la raíz de su acción y allí donde realmente se constituye. Este estudio parte de la hipótesis de que esa unidad se apoya en una estructura común montada sobre una totalidad territorial y socioeconómica, y en un estrato más profundo que aquel en el que se establecen las unidades políticas. Esa estructura es la del mundo urbano, el mundo de las ciudades y las sociedades urbanas, constituido con una dinámica propia que presta a esa estructura un carácter radicalmente histórico.
Las ciudades creadas por la revolución burguesa desencadenada a partir del siglo XI se desarrollaron como polos de actividad múltiple; semejantes en sus rasgos externos a las que surgieron antes en áreas diversas, se diferencian de ellas –incluso de las romanas– por algunos rasgos que no por sutiles son menos fundamentales. Cada una de ellas constituyó un pequeño universo, aun cuando desde el primer instante funcionaran como focos de una red. Cada una de ellas organizó su propia estructura, aunque por sus caracteres fueran estructuras análogas en todas ellas. Y cada una de ellas elaboró un matiz individual dentro de una concepción de la vida que fue común a todas las sociedades urbanas, cuyo núcleo activo fueron las nuevas burguesías. Tal fue la primera expresión de esa gigantesca creación, a partir de la cual se constituyó y organizó la Europa burguesa, transferida luego a las áreas europeizadas.
Pero la creación urbana fue un proceso mucho más complejo de lo que se tiende a imaginar cuando se piensa en la fundación formal o en la restauración de una ciudad. Consistió, ante todo, en la creación de un tipo de sociedades basadas en la preferencia del grupo por un estilo de vida y en el establecimiento de una suerte de contrato, tácito o expreso que regulaba su funcionamiento de manera convencional. Sus miembros aspiraron a realizar un proyecto común, fundamentalmente económico pero con otras decisivas implicaciones, basándose en las vigorosas formas de solidaridad nacidas de un vínculo primario no natural, que se conservaba y fortalecía por la concentración del grupo dentro de un estrecho ámbito territorial, generalmente amurallado, que aseguraba el control social del individuo.
Pero la creación urbana no se agotó en eso. Las nuevas sociedades surgieron de una revolución estructural, y ese surgimiento es el hecho primordial de la revolución burguesa. Quienes constituyeron esas sociedades escaparon o renunciaron a la antigua estructura en la que estaban inscriptos y al constituirse comenzaron a crear otra nueva. Ciertamente, la estructura histórica que se dieron las sociedades urbanas constituyó una creación, y los primeros siglos de la vida de las ciudades nacidas de la revolución burguesa tuvieron el signo inequívoco de la creación: todavía no se percibía el peso del sistema porque aún este era plástico, flexible, incompleto, abierto.
Las sociedades urbanas, en dramático conflicto, experimentaron, bosquejaron, perfeccionaron y reemplazaron sus creaciones sucesivas: normas, formas de vida, sistemas de relaciones, costumbres, ideas, valoraciones, objetivos, ceremonias, todo lo que más tarde se ordenaría en trabados sistemas caracterizados por una acentuada tendencia a la institucionalización y a la inmovilidad, pareció durante esos siglos provisional y legítimamente susceptible de ser modificado. Puede ser considerada regla general la apreciación de Dante, cuando decía refiriéndose a Florencia “… que inventas tan sutiles providencias y que las que urdas en octubre no llegan a mitad de noviembre. ¿Cuántas veces en el tiempo de que te acuerdas has cambiado de leyes, de moneda, de oficios y de costumbres? ¿Cuántas has variado y renovado a tus ciudadanos?” (Purg, VI, 127 y s.).
Tal fue la ciudad originaria. En ella, la vida histórica tuvo como finalidad y preocupación primera lograr la creación de una nueva estructura histórica, en tanto que luego, en la ciudad consolidada, la vida histórica consistiría primariamente en luchar contra ella, contra su rigidez, contra las constricciones que imponía. Este estudio parte de la hipótesis de la existencia de un tránsito fundamental de la ciudad originaria a la ciudad consolidada.
La creación de una estructura histórica es, en rigor, una doble creación, puesto que ella misma es dual. Este estudio parte de la hipótesis de que, en la estructura histórica, se distingue una estructura real y una estructura ideológica, ambas en relación dialéctica y de cuyo juego nace la vida histórica. Configuran la estructura real el cuadro de funciones preestablecidas, de los sistemas de relaciones vigentes y de los objetos creados; y configuran la estructura ideológica el cuadro de los modelos interpretativos y proyectivos. Las sociedades urbanas crearon una y otra, según un estilo desusado.
La estructura real se ordenó sobre la base de nuevos sistemas de relaciones vigentes, por una parte entre individuos y por otra entre individuos y cosas, a partir de las nuevas formas de actividad económica, de las nuevas situaciones sociales, de las nuevas necesidades políticas y de las nuevas tendencias culturales; y además, sobre la base de los objetos creados en el flujo de la vida histórica e instalados objetivamente como un patrimonio de la comunidad: utensilios, instituciones, obras de arte, tradiciones.
Pero en el orden de los objetos creados, las sociedades urbanas produjeron la más vasta de las creaciones y también la más entrañable, y por eso la más singular: la ciudad física, que fue como un diseño de toda la estructura real, y en la que se vieron instaladas las generaciones sucesivas de las sociedades urbanas.
La ciudad física es un reducido espacio delimitado de algún modo y subdivido para su uso; hay trazadas en él calles y espacios libros, y construidos sobre él numerosos edificios de uso diverso, fuentes, monumentos, puentes, sin olvidar los cementerios o las zonas de huertas. La ciudad física puede ser grande o pequeña, opulenta o miserable. Pero lo importante es cómo un grupo social se integró en un delimitado espacio urbano y se consustanció con él. El recinto pudo ser sagrado o no, pero las mismas obligaciones de lealtad que contrae frente al grupo cada uno de sus miembros las adquiere también con respecto al espacio donde está instalado.
Poco a poco, cada lugar, cada rincón dentro del recinto acumula una inmensa suma de recuerdos, una tradición, y ese enriquecimiento cultural del espacio urbano es uno de los factores que más contribuye a que, más que ninguna otra, la sociedad urbana no sólo sea sino que se sienta, además, una sociedad conscientemente histórica. Como todo lo que constituye la estructura real, pero de modo más vehemente quizá, la ciudad física objetiva el legado cultural que se trasmite de generación en generación, trasmutando el vínculo biológico en vínculo cultural, éste menos renunciable aún que aquél.
La estructura ideológica, a su vez, se ordenó sobre la base de nuevas actitudes y formas de comunicación. Los actos de conciencia adquirieron formas inusitadas a causa de los singulares mecanismos que la ciudad ofrecía para la formación del consenso y el disenso. La plaza, el mercado, la taberna, el atrio ofrecían la oportunidad para un nervioso ajuste de las opiniones individuales hasta llegar a una aproximativa coincidencia colectiva.
Del juicio y la valoración de los actos y accidentes de la vida histórica, de las situaciones y las opciones abiertas, de los procesos elaborados, surgían actitudes que creaban hábitos interpretativos y conducían, en principio, a un estilo de mentalidad, esto es, a cierto estilo de interpretación de la realidad y de juicio y valoración sobre ella, de la que no participa solamente el ejercicio intelectual sino muy vivamente las formas de la sensibilidad.
Hubo una mentalidad burguesa genérica y abstracta, pero hubo innumerables estilos de mentalidad burguesa en las innumerables sociedades urbanas, cada una de las cuales, frente a su peculiar realidad, frente al mundo circundante, elaboró una estructura ideológica que funcionó como marco de referencia con respecto a la estructura real de su ciudad, del mundo urbano y del mundo feudoburgués primero y burgués después. Esos estilos de mentalidad urbana se condensaron en modelos interpretativos de la realidad y, sobre todo, en modelos proyectivos, porque la mentalidad burguesa se caracterizó por su fuerte tendencia a volcarse hacia el futuro, indefinido lapso llenado intelectualmente con un proceso de transformación del presente, esto es, de la estructura real.
Esa vocación de cambio mueve la vida histórica, puesto que su raíz es la vida misma, que es fundamentalmente cambio biológico. La vida histórica suma a la vida biológica una sucesión indefinida y múltiple de acciones y creaciones que operan sobre la sociedad y sobre las estructuras, enriqueciéndolas y transformándolas, unas veces a un ritmo lentísimo –que permite pensar en la inmovilidad– y otras veces a ritmo acelerado.
La vida histórica de las sociedades urbanas cobró particular intensidad a causa de la estrecha contigüidad de sus miembros. Caracterizada siempre por cierto índice de sofisticación, crece éste en mayor o menor escala según las contingencias; pero la sofisticación opera siempre, manifestándose en una fuerte tendencia a cuestionar o problematizar las acciones y creaciones, a cobrar conciencia de sus causas y fundamentos, a analizar y a medir sus repercusiones sobre la sociedad y sobre la estructura, a calcular su intensidad en vista de determinados efectos que se persiguen. Mientras más crece el índice de sofisticación, más caracter histórico tiene la vida, puesto que la historicidad proviene de la interpenetración de temporalidad y conciencia situacional. La expresión más aguda de la sofisticación es la proyección hacia el futuro, la tendencia consciente a modificar tanto la estructura real como la estructura ideológica.
Pero el signo más alto de sofisticación se advierte cuando se produce la galvanización o polarización del vínculo, creando un tipo de experiencia –la experiencia urbana– en la que se combinan intensamente la conciencia del vínculo del grupo urbano, la conciencia de la situación y la conciencia de su proyección hacia el futuro. La experiencia de la ciudad sitiada constituye la forma simbólica más expresiva de la vida histórica urbana.
Este estudio parte de la hipótesis de que la vida histórica urbana no concluye en si misma, ni se integra solamente dentro de las áreas más o menos institucionalizadas en que está inserta. Sin duda, la ciudad esta incluida en una región, y la sociedad urbana forma parte de la sociedad global. Pero la integración más vigorosa, la que condiciona más vivamente la vida histórica urbana, es su integración en el mundo urbano. La creación urbana delinea, con la ciudad misma, un sistema de relaciones, directas o indirectas, entre ciudades, acaso apoyado en el juego de correspondencias económicas y políticas, pero fundado, en lo profundo, en la coherencia de los grupos burgueses que predominan en el seno de las sociedades urbanas, en sus formas de vida y en sus formas de mentalidad.
El ordenamiento del mundo urbano significó la instauración de una red de focos activos de vida histórica. En esa red se compenetraron, se interfirieron y se neutralizaron múltiples matices propios de las distintas sociedades urbanas, y revelados en sus acciones y creaciones, en sus estilos de vida y sus estilos de mentalidad. Si cada ciudad tiene su propia estructura histórica, del juego recíproco de todas ellas nace una estructura secundaria, una compleja y difusa estructura del mundo urbano en su conjunto, sólo ocasionalmente institucionalizada dentro de ciertos ámbitos, pero vigorosamente operativa en la medida en que la coyuntura ofrece posibilidades reales.
La tendencia a constituir y consolidar esa estructura es tan vigorosa que sobrepasa los límites de las áreas institucionalizadas. Las ciudades se insertan en ella, pero escapan a las determinaciones del área regional o política a la que pertenecen, y a veces, a las determinaciones de las áreas culturales y religiosas. El funcionamiento de la estructura histórica del mundo urbano es tan eficaz que, sobre el modelo de las que se han constituido espontáneamente, se inventan y crean otras cuya organización está programada junto con la creación de ciudades, hasta el punto de que ciudad y mundo urbano se transforman en conceptos inseparables.
Es en el mundo urbano donde se han constituido –desde el siglo XI hasta hoy, y en un proceso continuo– los estilos de vida y los estilos de mentalidad predominantes en el mundo actual. Casi todos los problemas que hoy acusamos como característicos de nuestro mundo y de nuestro tiempo han surgido en su seno, como una consecuencia del singular estilo de vida histórica que allí se elaboró. La sociedad de consumo, la sociedad de masas, la sociedad competitiva, para poner algunos ejemplos, son formas ocasionales de puntualizar aspectos que son propios y exclusivos del mundo urbano. La soledad multitudinaria, las neurosis individuales y colectivas, la alienación, la conciencia revolucionaria, el disconformismo, el esteticismo, la insatisfacción, el anhelo de realización individual, y tantos otros fenómenos señalados como reveladores de un área cultural o de una época, son expresiones del mundo urbano.
No parece necesario agregar los problemas inequívocamente relacionados con él: la vivienda, los transportes, los suburbios aristocráticos, las ciudades y barrios precarios, el humo, los residuos, las colas. Podría agregarse que buena parte de los problemas que no son del mundo urbano se definen en alguna medida con relación a él, empezando por el problema del éxodo rural. Son problemas de cada ciudad, pero la escala en que se comprenden y en la que puede vislumbrarse su desarrollo futuro es la del mundo urbano, la más ingente de las creaciones y en la que se expresa el más alto índice de sofisticación que el hombre haya alcanzado.