La Universidad argentina está en deuda con la sociedad. 1956

Creo que lo que el país necesita urgentemente es que aprendamos todos a cumplir con nuestro deber. Esta es la consigna, y no otra, en toda clase de acción y más que en lo que concierne a la vida política y social del país, a la convivencia universitaria, y estoy seguro de que cumpliendo esta norma sencillísima se desvirtuarán definitivamente muchos de los males que aquejan a nuestra vida universitaria.

Yo tenía el convencimiento de que había cumplido con mi deber y agradezco profundamente que me lo hayan dicho. Pero estoy persuadido de que ese no es un mérito, y que es un mandato imperativo que debemos cumplir.

También considero un mandato imperativo ir allí a donde me invitan para exponer ciertas ideas, que parecen ya respaldadas lo suficiente como para que se pueda decir que ellas que no constituyen ideas puramente teóricas o insuficientemente arraigadas. Vengo con verdadera satisfacción a Paraná a hablar, sobre todo a los jóvenes estudiantes, a mis colegas y a todos aquellos a quiénes interesa el problema de la universidad y de la cultura argentina. Y aunque no estoy seguro de decir nada nuevo, me he esforzado por ordenar cierto conjunto de ideas que me parecen importante que hoy tengamos todos ante los ojos, sobre todo cuando se plantea el problema de la acción política o de la acción universitaria, o ambos juntos, en este vasto y trascendental problema que se llama la política educacional.

El problema de la política educacional constituye, sin duda alguna, uno de los problemas trascendentes de la vida argentina. Es importante que nos vayamos dando cuenta de la magnitud de esta cuestión. Están escondidos, detrás de los puntos fundamentales de la política educacional, problemas trascendentales también de la vida social y política argentina que hacen a nuestro destino, de una manera que acaso no solemos advertir con frecuencia.

Una política educacional supone una amplia concepción, una amplia visión de los fines que corresponden a la colectividad, Supone una clara visión de los medios que debemos utilizar para alcanzar esos fines. Supone, naturalmente, una idea de nuestra trayectoria histórica, una idea de lo que somos en este instante y una idea de lo que este instante constituye en el curso de la vida política de nuestro país. Sin todo esto no hay una política educacional.

No hay una política educacional si no descubrimos con absoluta precisión, y pensemos con absoluta ecuanimidad, cuál es el valor justo que tiene cada uno de los elementos, de los grupos sociales que constituyen nuestra colectividad. Si no somos capaces de hacer este esfuerzo intelectual, y si no somos capaces de poner al servicio de las ideas que surgen de este análisis nuestra voluntad, toda nuestra capacidad de acción, todo nuestro sentido ético, todo lo que es capaz de orientar nuestra militancia en nuestra vida pública, si no somos capaces de eso, no seremos capaces ni de diseñar ni de cumplir una política educacional.

La Argentina ha tenido una política educacional. Ha tenido más de una vez una clara y amplia política educacional, respaldada por todos estos fundamentos que acabo de describir. Puedo afirmar que, en estos instantes, la política educacional pasa por un momento de tremenda duda, que corresponde, por lo demás, a las tremendas dudas que carcome hoy a todo aquel que reflexione sobre el problema de nuestro destino nacional. Porque no todo es claro en nuestro panorama. Es imprescindible que reflexionemos sobre todo esto, y yo he venido a ayudar a cuantos reflexionan sobre este problema, sin otra pretensión que la de ayudar a cada ciudadano a pensar sobre el asunto, porque el asunto se lo merece.

La Universidad y la cultura

Yo quiero hablar hoy de la universidad y de la cultura argentina, porque siempre me ha parecido lastimoso que el análisis del problema universitario se haga pensando que el problema de la universidad puede desenvolverse en una cierta atmósfera purificada, encerrada, donde no contaminen el ambiente las influencias del medio cultural que circunda la universidad y donde no se noten las influencias de los graves problemas sociales que la afectan y que son propios de la colectividad, sobre la cual se realiza la obra educacional y en la que surge el desarrollo de la cultura.

No hay una universidad que constituya un problema aislado ni de la cultura ni de la sociedad. No hay un problema universitario que pueda plantearse y resolverse en términos tan esquemáticos, en términos tan técnicos que aísle finalmente el problema universitario de estos dos que le son tan próximos y que en realidad lo condicionan: el problema de la cultura y el problema de la sociedad.

La universidad es un instrumento de formación que surge de determinado medio social. No puede sino delatar las condiciones fundamentales de ese medio social; las refleja, las interpreta, se ajusta a sus directivas y a sus impulsos; y al mismo tiempo vive tonificada por las expresiones de la cultura que han surgido de ese medio social. De modo tal que podemos decir de manera categórica que la universidad no puede ser ni más ni menos que lo que la sociedad que la ha creado quiere que sea, y no puede ser ni más ni menos que lo que la cultura de ese medio es capaz de proporcionar.

La universidad argentina

Nuestra universidad, la universidad argentina, es una institución sui generis de vieja tradición medioeval, en la que se concentran los altos estudios y que se supone ser el más ardiente hogar para los trabajos del espíritu. Esa institución que se llama universidad, y que es la sede del saber superior, surgió en este país durante la época colonial en Córdoba, y desde ese primer momento estableció cierto criterio, ciertos principios acerca de su funcionamiento que correspondían exactamente a lo que podríamos llamar la mentalidad de la era colonial.

Durante los primeros tiempos de nuestra independencia surgió la Universidad de Buenos Aires, la universidad que inspiró Rivadavia, y recogió las inspiraciones del grupo republicano liberal que pensó en crearla y que anheló verla funcionar en la capital de la nación, oponiendo en cierto modo a la vieja universidad cordobesa una universidad liberal que representara el espíritu de la independencia, el espíritu de la emancipación.

No hay que olvidarse en la historia de la universidad argentina que durante mucho tiempo sólo hubo estas dos universidades, que por la época de su formación correspondieron a dos concepciones sociales, a dos situaciones sociales y a dos organizaciones culturales radicalmente diferentes. Y no quiero decir opuestas, pero que evidentemente, llevadas hasta sus últimas consecuencias, suponían dos concepciones tan distintas que casi podríamos llamar antagónicas.

Pero si precisáramos en estos términos el problema de los orígenes de la universidad argentina, acaso todavía nos faltaran algunos argumentos, algunos elementos para tener una idea clara de cómo se ha desenvuelto el problema cultural y el problema universitario en nuestro país.

Esta Universidad de Buenos Aires se constituye durante lo que yo he llamado en mis Ideas políticas en Argentina “la era criolla”. Es decir en ese período de nuestra historia que comienza con la independencia y que termina en una zona de tiempo un poco imprecisa, pero en la que ocurre un hecho al que yo atribuyo una importancia trascendental, que es el comienzo de la inmigración, Digamos, a partir o alrededor de la década del 80.

Hay un Argentina criolla, así como hubo una Argentina colonial con cierta mentalidad singular que, por lo demás, corresponde a cierta situación social. Hay después de esta Argentina colonial una Argentina que yo creo que es lícito llamarla criolla. La Argentina criolla, la Argentina nacida y reelaborada tras la independencia, en un ambiente de pequeñas sociedades constituidas por una población étnicamente homogénea, nutrida por una cultura homogénea también, en cuyo fondo había una fuerte tradición hispánica, sobre la cual empezaron a situarse poco a poco ciertos elementos que provenían de otras tradiciones y culturas, especialmente la tradición francesa, que gozó en nuestro país de una altísima estima.

Esta situación intelectual y social de la Argentina criolla le dio a nuestra universidad colonial, que era la de Córdoba, y a nuestra universidad liberal, que era la de Buenos Aires, una situación especial.

Córdoba mantuvo de su tradición colonial cierta reverencia por los estudios teológicos, cierta preocupación por determinado género de problemas especulativos, y cedió poco a poco, con gran parsimonia, a las influencias de otras culturas, de otras tradiciones. Y cuando llegó la época de la independencia y comenzó lo que llamamos la Argentina criolla, Córdoba mantiene esa preocupación por los problemas especulativos, desarrolla ampliamente los estudios jurídicos, recoge en cierto modo la tradición francesa en cuanto atañe a esta clase de problemas, e inicia su desarrollo profesional, como escuela profesional o como conjunto de escuelas profesionales, con gran parsimonia también, y bajo la égida, podríamos decir, de la Facultad de Derecho.

La Universidad de Buenos Aires, que no tenía tradición colonial -o mejor dicho, que podía resumir y hasta olvidar la tradición de los viejos colegios que le habían servido de antecedente, pero que como universidad no tenía tradición colonial-, se inició en la era criolla en una sociedad como era la del puerto de Buenos Aires, de tradición cultural hispánica, que comenzó a hibridarse con ciertos elementos de la tradición francesa, casi exclusivamente. Todo lo cual constituía un bagaje intelectual que correspondió a una sociedad que, por la circunstancia de desarrollarse en un puerto, tendía rápidamente a limpiar los viejos esquemas coloniales con mucha más rapidez con que lo hacía la Universidad de Córdoba. Y en el primer período de su existencia, o digamos entre su fundación y la época de Rosas, se la vio funcionar rápidamente como un centro muy sensible a las nuevas influencias europeas, a los cambios del pensamiento filosófico europeo, a las influencias de las técnicas profesionales, prometiendo para el futuro, ya en aquellos tiempos, una gran agilidad, y una gran densidad intelectual.

Durante toda la época de Rosas, la Universidad de Buenos Aires entró en un profundo declive, que en determinados instantes llegó casi a ser un precipicio. Es conocido el ensayo de Paúl Groussac sobre el maestro Alcorta, que conservó un grupo de alumnos al que todavía se le podía hablar de filosofía en la época de la tiranía. Es conocido el esfuerzo que hicieron muchos maestros para mantener las escuelas profesionales, y es sabido también la sordidez con que el gobierno de Buenos Aires trató en ese momento a la Universidad. Entre tanto la universidad de Córdoba ha sufrido menos. Su vieja tradición colonial, su predilección por los temas especulativos, el predominio de la Facultad de Derecho, todo eso se mantuvo sin que se alterara su fisonomía en demasía; y cuando se produjo Caseros y la restauración del régimen republicano, asistimos a una renovación muy en especial de la Universidad de Buenos Aires, y a un ligero remozamiento de la Universidad de Córdoba.

Todo esto transcurre todavía en la era que hemos llamado criolla. Comienza después del 52 una nueva vida para las dos universidades: la de Córdoba mantuvo su prestigio, especialmente en el área de lo especulativo, de lo jurídico; desarrolló sus escuelas profesionales con una dignidad que no excedía la medianía; y la universidad de Buenos Aires comenzó a desarrollar sus distintas escuelas, tratando de superarse y aprovechando el considerable desarrollo que a la ciudad le proporcionó la renovación de su régimen político. Presidieron aquella universidad Juan María Gutiérrez, Manuel Quintana, Nicolás Avellaneda, gente toda que trató de estimular el brillo de la cátedra, que trató de perfeccionar la enseñanza de las distintas escuelas profesionales. Y todo ello le dio a la universidad argentina, durante este período que llega hasta el ’80, el ’90, un cierto nivel que va a caracterizar ciertos rasgos generales, que me servirán para contraponer a lo que voy a decir acerca de lo que sucedió después.

Esta universidad argentina de la era criolla se caracterizó sobre todo porque ajustó su funcionamiento a ciertos principios fundamentales de la sociedad en la que surgió. Y esta sociedad criolla se caracteriza por una división muy profunda entre los grupos aristocráticos y no aristocráticos. Nosotros nos enorgullecemos de nuestra democracia, y es cierto. Ha habido en la vida argentina un fuerte sentimiento democrático. Teníamos una fuerte vocación por la democracia, pero por muchos decenios de nuestra historia las condiciones económicas y sociales en la vida argentina han favorecido considerablemente la formación de ciertas aristocracias en las que se ha desarrollado el sentimiento de su aristocracia y que han visto fortalecida su posición porque el esquema económico contribuía a darle esta noción de que constituía una clase separada, infinitamente más poderosa, infinitamente más rica e infinitamente más influyente.

Cualquiera que sea su concepción política predominante después de Caseros, lo cierto es que la universidad argentina de la era criolla ha sido la universidad de las minorías aristocráticas. Esta es la rigurosa verdad. Repásese los nombres de los rectores, repásese los nombres de los profesores, repásese las nóminas de los alumnos y se descubrirá que lo que digo es exacto. Pero no hay necesidad de hacer ninguno de estos repasos: piénsese en lo que era la vida argentina en el 60, en el 70, y se descubrirá que no podía aspirar a llegar a la universidad sino un determinado grupo social muy restringido y que correspondía fundamentalmente, necesariamente, a nuestra aristocracia, que era terrateniente, latifundista.

No podía ser de otra manera, y lo fue con dignidad, porque esa aristocracia conservaba esa hidalguía criolla que permitió durante este tiempo mantener la coherencia entre las minorías y las masas. Porque esas minorías que se sentían minorías poderosísimas económicamente, totalmente influyentes desde el punto de vista político, se sentían una sola cosa con las masas. Y si bien es cierto que apenas insinuaban en su política un plan para que las masas ascendieran en su condición, estaban por lo menos preocupadas honesta y seriamente por los problemas generales del país y concebían, dentro de su plan de desarrollo económico y social del país, también el desarrollo y progreso económico y social de esas masas.

Había pues una cierta legitimidad en estas minorías. Esa legitimidad en esta condición es algo que no puede demostrarse pero que se percibe, sobre todo, a la luz de lo que ocurrió poco después. Porque yo me propongo contrastar esta universidad argentina de la era criolla con la que la sucedió. La universidad de la era criolla se caracterizó por ser un privilegio de la aristocracia, por ofrecer una posibilidad de desarrollo intelectual solamente a los miembros de esas minorías; se caracterizó por ciertas inquietudes que no convenían y que no eran posibles sino a esas minorías y por cierto bagaje de ideas que correspondía a lo que en ese momento era la cultura ambiente, la cultura que en nuestras ciudades, en una Argentina que miraba hacia Europa y que recogía, con 20 o 30 años de retraso, el bagaje intelectual de Europa.

Pero la situación cambia sustancialmente después del ’80, para mencionar una fecha más o menos precisa. Después de la década del ’80 la situación cambia fundamentalmente. El plan de Alberdi y Sarmiento de civilizar el país poblándolo, el plan de modificar la estructura económica y social del país mediante la inmigración se fundaba en el principio de que sólo la población, que era en general de origen europeo, y sólo el desarrollo económico eran capaces de modificar las perspectivas argentinas e impedir que la barbarie volviera a apoderarse del país, repitiendo la aventura rosista. Esta concepción de nuestra historia y de nuestro destino es propia de los hombres que inspiran las grandes presidencias después de Caseros, después de la Organización nacional, en los años que llegan aproximadamente hasta el 80. Este plan había de tener, una vez en funcionamiento, consecuencias de incalculable trascendencia para la vida argentina.

La universidad en la Argentina aluvial

Dentro del plan de Urquiza, de Mitre, de Sarmiento, de Avellaneda, dentro de la concepción inspiradora de Alberdi, este país debía ser poblado, sus campos debían ser cultivados, su paisaje debía ser encauzado dentro de formas de vida civilizada; y todo esto debía operar la transformación del país y de sus estatutos sociales.

Hay una historia de la Argentina que no es la historia que nos habla de los presidentes, de las obras públicas que construyeron, ni de los decretos que firmaron ni de las leyes que hicieron sancionar. Hay una historia argentina que es la historia de la transformación de nuestra estambre étnica y de nuestra ordenación social. Porque las consecuencias de esta política que pusieron en funcionamiento quienes siguieron las aspiraciones de Urquiza, de Mitre, de Sarmiento, de Avellaneda, de Alberdi, trajeron como consecuencia esto que yo llamo la Argentina aluvial. Una Argentina que en dos o tres decenios se modificó substancialmente en cuanto tiene de profundo y creó una realidad social y espiritual que, al cabo de muy poco tiempo, podemos decir que tiene escaso parentesco con la Argentina criolla y en consecuencia plantea problemas realmente opuestos.

Esa historia es la historia de los campos que comenzaron a parcelarse, de los campos que comienzan a alambrarse y cultivarse; es la historia de nuestra exportación, es la historia de nuestro enriquecimiento, es la historia de nuestras grandes ciudades enriquecidas con el comercio, es la historia de cierto fortalecimiento inesperado, de cierto recrudecimiento de nuestra vieja aristocracia. Pero es también la historia de la aparición en la Argentina de ciertos elementos sociales que llegaron en proporción cuantiosa y que modificaron substancialmente nuestra fisonomía social. Es finalmente, diría, yo, más que todo la historia de la inmigración.

En el litoral conocemos muy bien el problema, pero actuó, como es bien sabido, en todo el país. Estas poblaciones de emigrados, que traía sistemáticamente nuestro gobierno, que invitaban a venir nuestros consulados, que llegaban a nuestro país atraídas por el señuelo del fraccionamiento de la tierra, hecho a campesinos que suspiraban por una pequeña extensión de tierra en el norte de Italia, en Hungría, en Polonia o España, donde no la tenían; estas poblaciones que llegaban con la esperanza de realizar su existencia bajo la forma de pequeños propietarios, a la manera del pequeño propietario europeo y venían invitados a nuestro país por nuestros consulados, se encontraron con una estructura agraria, con una estructura social que no les dejó otra posibilidad en principio que la de transformarse en peones o colonos de los grandes propietarios. En nuestro país, en las últimas décadas del siglo pasado y las primeras de éste, le requirió un esfuerzo enorme al inmigrante llegar a ser un pequeño propietario.

Para cada uno de ellos, lo que debió haber sido su destino resultó una gran aventura. Fue una posibilidad de salvación ofrecida entre muchas posibilidades y así como hubo efectivamente muchos colonos que consiguieron organizarse en esta provincia y en Santa Fe, así como hubo pequeños grupos reducidos de colonos que adquirieron sus tierras o que se esforzaron por trabajar alcanzando al mismo tiempo cierta dignidad humana, de la misma manera hubo en proporción infinitamente mayor grandes cantidades de inmigrantes que se desparramaron por todo el país, que sirvieron al desarrollo de la gran propiedad y sirvieron al desarrollo de las grandes ciudades, desde los más bajos peldaños y trabajando en los oficios más humildes.

La inmigración actuó económicamente al servicio de esa aristocracia tradicional poseedora de la tierra y contribuyó a crear la nueva aristocracia mercantil, que a veces fue distinta que la aristocracia agropecuaria y que a veces fue la misma, que se constituyó en motor de atracción inmigratoria. De esa manera fue creando, en algunas ciudades del país, un fenómeno de gran complejidad tanto desde el punto de vista étnico como desde el punto de vista económico. Se conmovieron las estructuras étnicas y se conmovieron también las estructuras económicas tradicionales.

Y al cabo de los años, el entrecruzamiento, el azar de la fortuna, que fue imprevisible, el azar de los que iban a trabajar como aparceros y terminaban en estancieros, el azar de los que iban y volvían y engrosaban el proletariado de la naciente ciudad industrial, el azar de orden social y económico que produjeron tantos cientos, millares, millones de inmigrantes que llegaron al país, el azar de todo esto producía en la sociedad una conmoción que no suelen contar las historias y que sin embargo es el capítulo más importante de nuestra historia.

Esa conmoción creó una Argentina nueva desde el punto de vista social y creó al mismo tiempo una cultura peculiar, la cultura de la Argentina aluvial. Sería largo que yo describiera sus caracteres. Sólo lo voy a hacer en cuanto importa esclarecer la situación que se esconde detrás del problema de nuestras universidades.

Naturalmente en una sociedad que se altera de una manera tan radical como se alteró la sociedad argentina entre 1880 y 1930, en estos cincuenta años de fusión de esos grandes sectores de inmigrantes, de cruzamiento, podríamos decir; en esta Argentina que se desarrolló bajo el signo de esta modalidad debía operar paralelamente un cambio social, cierto cambio fundamental en el desarrollo de su cultura. Y así ocurrió.

Empezó por modificarse fundamentalmente la composición de las minorías argentinas Esas minorías tenían una cierta fisonomía peculiar en la época de Rivadavia; tuvieron luego una fisonomía distinta en la época de Rosas, cuando el Estado fue puesto al servicio de ciertos grupos minoritarios que recibieron tierras y monopolios. Naturalmente, esas minorías volvieron a tener una fisonomía distinta después de Caseros. Y cuando sobrevino la inmigración se operó en este grupo minoritario una nueva transformación, esta vez de un signo distinto y de carácter mucho más profundo de los que se habían dado.

Porque la aristocracia de la época colonial, la de Rivadavia, la de Rosas, la de la organización nacional, esas tenían, en realidad, un factor común; era una aristocracia que correspondía a cierta cepa criolla, en la que variaban algunos nombres, pero que mantenía su cohesión como grupo. Pero a partir del ’80 las cosas cambiaron sustancialmente. Se suele decir que después de la presidencia de Avellaneda la aristocracia argentina, esa élite que podríamos llamar legítima, en cuanto mantenía su cohesión con la masa criolla, dejó de ser una élite legítima, una aristocracia, para transformarse en una típica oligarquía.

Y esto ocurrió porque, aun manteniendo la aristocracia tradicional ciertos caracteres étnicos peculiares, que no alteró, se retrajo y se resistió a tomar contacto con la masa inmigratoria, que por lo demás funcionó por mucho tiempo en la sociedad argentina como un grupo de clases. Esto ocurrió además, y sobre todo, porque esta aristocracia, que conservaba su estructura tradicional, empezó a descubrir que había un abismo con respecto a esta nueva masa constituida por elementos criollos y también por elementos inmigrados.

La cohesión que había antes entre la élite y la masa dejó de existir, no porque modificara la élite, sino porque se modificó la masa y la élite no fue capaz de ponerse en condiciones de reconstituir esa relación de legitimidad que había privado. Y así ocurrió que esta aristocracia pudo ser llamada oligarquía porque se empeñó en mantener ciertos privilegios que antes tenía legítimamente en una sociedad agropecuaria y que comenzaba ahora a mantener en forma ilegítima. Esto ocurrió en la medida en que esta masa que la respaldaba empezaba a alterarse, empezaba a mostrar ciertas inquietudes políticas, que naturalmente eran contraproducentes con respecto a la subsistencia de esa oligarquía. Empezaba a mostrar cierta apetencia, que parecía empañar el brillo de esa aristocracia solitaria, podríamos decir escéptica, despreciativa de la masa que se caracterizó también en la década del ’80 y del ’90. Cuando pensamos en un Lucio V. Mansilla, en un Eduardo Wilde, era toda gente de una cultura exquisita, pero munida de cierto escepticismo, que correspondió no sólo a cierta corriente elegante de escepticismo que predominaba en Europa, sino sobre todo a una cierta indiferencia, y yo diría cierto retraimiento y cierta reserva con respecto a lo que empezaba a constituir la masa de su propio país.

Esta minoría se retrae porque empieza a no sentirse solidaria con la masa de su país que ellos han creado, a la que ellos le han dado esta nueva fisonomía, porque ellos son los que han llamado a la inmigración, los que han necesitado la inmigración para estimular el desarrollo económico del país. Y sin tomar en cuenta algunos nombres, como Pellegrini, lo normal fue que los miembros de esta aristocracia tradicional descubrieran en esta Argentina algo diferente, algo que no era solidario con ellos, una especie de mundo ajeno, que yo me atrevería a decir que casi empezaba a repugnarle.

Al poco tiempo – no nos olvidemos que en el 90 estalló la primera revolución de tipo democrático- hace su primera aparición esta masa en cuanto masa preocupada por el destino político del país. En cuanto se produce esta transformación provocada por la inmigración, por la movilización de esta nueva sociedad creada por la inmigración, la cultura argentina adquiere un aire singular que yo podría caracterizar con una sola frase: profesionalismo.

Entiéndase bien qué quiere decir esto. La Argentina que había tenido tradicionalmente una economía extensiva, que despreciaba la riqueza que tenía potencialmente, comienza a transformarse en tierra de promisión para quienes venían completamente desguarnecidos a hacer la América, es decir a modificar su situación económica. Y el país cobra con la inmigración un sentido diferente del que tenía la Argentina criolla, que era una Argentina sin sentido económico, en tanto que en la Argentina aluvial se le da a lo económico un valor preponderante.

En el orden de la cultura el elemento que llamaríamos práctico, la dimensión práctica de la cultura que se traduce en dimensión profesional de los estudios, pareció la más ajustada a la naturaleza del país, la más ajustada a las exigencias de la sociedad. En tanto que algunas aristocracias retraídas y encerradas y empeñadas en mantener sus viejos hábitos se dedicaban a las letras, como lo hacían un Wilde, un Mansilla o un Cané, el signo del país estaba dado por la aventura económica. Esa cultura informada por esta preocupación substancial por la aventura económica, preocupada por lo que fuera práctico e interesada en el desarrollo técnico del país, fue la que comenzó a modelar de una cierta manera nuestra universidad, a imprimirle a la Universidad de Buenos Aires especialmente, y a la de Córdoba también, un carácter típicamente profesional, que en los años ’90, ‘900 y 1910 transforma la vieja universidad de la aristocracia preocupada por los estudios jurídicos, en una universidad profesional, con un sentido técnico, lo que constituye un extraordinario progreso como efectivamente lo era, en cierto modo.

La Reforma Universitaria

Esta universidad tocada por esta transformación que se va operando en la cultura ambiente es la que experimenta los efectos del movimiento del año ’18, que se conoce con el nombre de Reforma. Ese movimiento alteró a la Universidad de Córdoba, a la de Buenos Aires y a la naciente Universidad de La Plata, que tenía por entonces 12 o 14 años de vida. Se caracterizó porque intempestivamente acusó a la universidad de dos cosas que parecían contradictorias: acusó a la universidad de dogmatismo, acusó a la universidad de preocuparse solamente por cuestiones estériles y académicas, y ésta fue la palabra con que más fuertemente calificó a la universidad argentina: académica.

Académica, es decir ajena a la realidad, preocupada por reflexiones intemporales que no hacían al destino del país y menos a las inquietudes de la hora que eran muy marcadas después de terminada la Primera Guerra Mundial. Y al mismo tiempo que se acusaba a la universidad argentina de académica, se la acusaba de profesionalismo, de no preocuparse por la formación del hombre en forma suficiente, de no atender a las exigencias de la juventud idealista.

El movimiento de la Reforma no se equivocó en este doble y contradictorio reproche. Porque la universidad argentina había comenzado a ser profesional sin serlo suficientemente y sin atender sus deberes de manera acabada; y a mantener al mismo tiempo una especie de respeto por todo lo que fuera tradición especulativa, sin ponerla al día en relación a lo que constituía la atmósfera intelectual de Europa. Así comenzó esta terrible renovación de la universidad argentina, como un sino que no siempre se comprendió bien en cuanto a su significado profundo. Solía decirse del movimiento llamado reformista que aspiraba sobre todo a modificar el gobierno de la universidad, a remozar su organización, olvidando con frecuencia que el movimiento educacional tenía no sólo preocupaciones de carácter político, sino preocupaciones duraderas y permanentes en el orden de la cultura general del país.

La Reforma correspondió al movimiento político, de esencia democrática, que cundió por el país en ese momento, y que estaba informado por la preocupación democrática que en ese momento constituía el clima del país. Pero más fuerte que el mero traslado de concepciones democráticas a la organización universitaria, era un clima para que la universidad como tal aceptara la realidad del país, tal como era y como se perfilaba que iba a ser, y se pusiera en condiciones de servir a la sociedad y a la cultura argentina, tal como la sociedad y la cultura argentina se perfilaban en ese instante. Eran cosas muy distintas de lo que de la universidad se decía, porque por una especie de atavismo, de perpetuación de ciertas tradiciones, seguía manteniendo una estructura y una mentalidad que no correspondía en modo alguno a la Argentina de ese tiempo, que era la Argentina informada por este fenómeno de tipo social y económico y nutrido por una cultura con caracteres que he señalado.

Para servir a esa sociedad y a esa cultura, la universidad de 1918 era una universidad anacrónica y el clamor juvenil era que se pusiera al día. ¿Qué se le exigió? El enorme interés que existía en exigirle a la universidad del 18 proviene sobre todo de que ella no cumplió con ese clamor. Lo primero que se le pidió, a veces de manera concreta, a veces de manera difusa, era que la universidad recogiera, sirviera a la totalidad de la comunidad; que la universidad se transformara, de un ínsula académica que era, en una institución al servicio del pueblo, en una institución que empezara por acoger a las clases populares y que facilitara la manera de llegar a sus claustros y se les diera en esos claustros lo que los jóvenes de las clases populares aspiraban a recibir y tenían en la mente cuando comenzaba a esclarecerse la idea de poder ir a la universidad.

No era posible que la universidad de viejo cuño, concebida para pequeñísimos grupos que por diversas razones tenían el monopolio de ciertas profesiones, pudiera acoger a grandes masas de estudiantes, porque no podía crear voluntariamente una plétora profesional y porque además determinadas profesiones apenas tenían interés para los estudiantes de determinadas clases sociales.

Había que democratizar la universidad pero modificando su estructura pedagógica, su organización institucional, para que esa nueva población pudiera incorporarse a la universidad con provecho. Entonces se descubre que había que modificar lo que llamaríamos las carreras, que había que enriquecer las posibilidades profesionales, y hemos de advertir que la universidad que era en principio fundamentalmente profesional, era en el fondo muy mala desde este punto de vista.

La Reforma le pidió a la universidad que se democratizara en lo político y social, e inmediatamente que modificara su estructura para servir a esta concepción democrática de la universidad; le pidió pues, que atendiera al educando universitario en todos sus aspectos; le pidió que se preocupara de los jóvenes que ingresaban a sus claustros y que tratara de hacer de él un hombre, un hombre maduro, un hombre completo, un hombre que supiera cómo utilizar su mente, cómo situarse frente a los problemas del mundo; yo diría, un hombre educado.

Así como sabemos qué es lo que debemos hacer con el niño para que sea un niño educado; así como sabemos qué debemos hacer con el adolescente para que sea un adolescente educado, sabemos también que es lo que tenemos que hacer con un hombre para que sea un hombre educado.  Educado en cuanto a la posibilidad de manejar sus aptitudes, de establecer contacto con la realidad circundante, con posibilidad de actuar frente a la infinita variedad de problemas que el medio circundante le ofrece. Un hombre educado es un hombre que ha sido formado antes de ser deformado mediante una especialización prematura; un hombre formado es un hombre en el que se supone la plenitud de aptitudes, en el que se trata de cultivar la plenitud de sus aptitudes; en el que se trata de capacitar todas las posibilidades para que en una etapa posterior se opere en su mentalidad y en su espíritu una cierta información y pueda, utilizando esas aptitudes, alcanzar una extraordinaria maestría.

Función de la Universidad

Lo primero que debía hacer la universidad era capacitar al joven como hombre antes que capacitarlo como profesional; y se le pidió luego que, antes de capacitarlo suficientemente como profesional, lo hiciera de modo que no fuera solamente aquél que aspirara a ser médico o abogado el que encontrara una carrera en la universidad. Sino que hubiera suficiente número de carreras para todos aquellos que tenían la necesidad práctica de alcanzar cierto tipo de especialización, de manera análoga a la necesidad que la sociedad tenía de que sus individuos alcanzaran y desarrollaran ciertas aptitudes en determinada actividad de beneficio social.

Finalmente se advirtió, en el instante en que se adoptó una posición de crítica frente a la universidad, que siendo la universidad un centro de saber superior, era necesario, era absolutamente imprescindible que encontraran el lugar donde se hicieran las investigaciones de carácter superior, porque en ninguna otra parte mejor que en la universidad podría hacerse la investigación.

De esta manera se esbozó una especie de triple esperanza con respecto a la universidad. Esta triple esperanza fue formulada en un momento de verdadera crisis nacional. Crisis nacional que se produce después de la Primera Guerra y no tanto por la marejada que la Primera Guerra produjo en nuestro país, sino sobre todo porque en esos momentos comenzaban a aparecer en la sociedad argentina los primeros signos de que los hijos de inmigrantes alcanzaban la mayoría de edad y se incorporaban como un nuevo tipo o elemento de la sociedad argentina.

Había pues, una segunda renovación después de la inmigración. Y esa segunda renovación se operaba en uno de los momentos más confusos que ha vivido nuestro mundo, cuando se produjo la Revolución rusa después de la Primera Guerra, cuando se insinúan en Europa terribles movimientos sociales y en el orden de las ideas terribles convulsiones y profundos cambios que habrían de afectar nuestro sistema económico y social.

En ese momento se produce todo este clamor; en ese momento se le exige a la universidad una renovación de fondo, en el mismo momento que en el campo político se pedía al país que renovara su estructura para dar lugar a toda esta renovación social, para que permitiera que esta renovación social se acomodara legítimamente, sin tener necesidad de buscar salidas presurosas, sin tener que esperar finalmente que la violencia viniera a resolver esos problemas, ya que en el campo político y social la nueva composición de la sociedad argentina estaba exigiendo a gritos, y consiguiendo en parte, que el orden político e institucional se hiciera más flexible para permitir el juego de estas nuevas fuerzas sociales.

De esta manera, esta sociedad nueva, a través de la napa que aspiraba a incorporarse a la cultura, le exigía a la universidad que se ajustara a las nuevas necesidades y que diera cauce a las nuevas aspiraciones. Y así se suscita el movimiento reformista y así sientan ciertos principios que aún siguen hoy en vigencia.

Y siguen en vigencia porque muchas de esas aspiraciones no fueron satisfechas, porque la universidad argentina apenas ha llegado a satisfacer algunas de estas tres aspiraciones. Se ha acercado a ellas en algunas cosas, pero ha creado en otras problemas graves y yo me atrevería a decir que lo profundo de los problemas del clamor reformista siguen en pie.

Sin embargo, hay una reforma posible, hay una aspiración perpetua a la reforma. Hay una aspiración perpetua a que las instituciones se acerquen y se ajusten a las exigencias de realidad. Esto es innegable. Pero en este caso particular, además de esto que sería normal, hay una especie de exigencia surgida, me atrevería a decir, de cierta defraudación que la universidad ha hecho a la esperanza colectiva.

La universidad argentina está en deuda con la sociedad argentina. Yo no sé si está también en deuda con la cultura argentina. Quizá su deuda en este caso sea menor, pero de lo que estoy cierto es que la universidad está en deuda con la sociedad.

Han pasado en nuestro país cosas muy graves y han de seguir pasando, porque es inevitable que pasen cosas graves y profundas en una sociedad que tiene la composición que tiene la nuestra. Estas oleadas que se producen en nuestra estructura social son hijas de la inmigración y en cuanto se analiza el fenómeno se descubre que esas oleadas no han terminado.

La Argentina no se ha descubierto a sí misma todavía. En el campo de la cultura advertimos con absoluta claridad que la Argentina no se ha descubierto a sí misma. No se ha descubierto a sí misma porque su cuerpo es proteico y heterogéneo. Y como es obsesión humana descubrir que nada se descubre a sí mismo, podemos estar seguros de que la comunidad luchará para descubrirse a sí misma y en la medida en que luche por descubrirse a sí misma, luchará por establecer un principio de homogeneidad en su contextura social.

Para llegar a eso, han de pasar muchas cosas. No hay porque pensar en violencias; hay muchas clases de violencias y acaso las más graves sean las que ocurren en lo profundo de la vida de las comunidades. Mientras se produzca en la Argentina esta labor subterránea, misteriosa, secreta de encontrarse a sí misma para estabilizar los distintos elementos que constituyen su cuerpo social, mientras ocurra esto, todo este orden institucional tiene que estar adelante de los sucesos, porque si está detrás indudablemente le ocurrirán algunas catástrofes como hemos visto, porque los procesos que se desencadenan no pueden ser contenidos y cuando se le ponen diques donde no corresponden, los procesos se violentan.

Es absolutamente imprescindible, circunscribiéndonos al orden de la universidad, que la universidad se anticipe a las exigencias de la colectividad, que la universidad rompa esos esquemas inflexibles en que parece verse encerrada, para que ofrezcan al mayor número las mayores posibilidades.

Es necesario que descubra en la colectividad las exigencias absolutamente imperiosas, que sirva a la colectividad y al mismo tiempo se esfuerce por colaborar en esta magna empresa para que la Argentina se descubra a sí misma, y que mientras está haciendo esto contribuya de alguna manera a este esfuerzo universal en la búsqueda de la verdad.

Si la universidad argentina puede hacer esto, si puede servir al mismo tiempo a la colectividad nacional y a la vida universal del espíritu, la Argentina habrá alcanzado la universidad que se merece.