Nueva York: fascinación del caos. 1970

Hay quienes creen que existen organizadores del caos. Quizá tengan razón, pero en todo caso, el caos que ha creado espontáneamente la sociedad industrial es mucho más profundo y, en rigor, más auténticamente caótico que el caos que algunos pretenden organizar. Un testimonio elocuente y fidedigno es la ciudad contemporánea, y especialmente las megalopolis modernas. Todas, sin duda; pero algunas son ejemplos más extremados, en parte por la presencia de factores singulares y, a veces, por tratarse, precisamente, de expresiones extremas de la sociedad industrial. Un viajero toma un avión para dirigirse a Nueva York. Llega, la contempla desde el aire, desciende en el aeropuerto, sobrepasa las vallas de la oficina de inmigración y de la aduana, esquiva las multitudes que le disputan el taxi al que aspira y llega finalmente a su hotel. Supongamos que todo ocurre un sábado. Al día siguiente empieza su inspección de esta suerte de capital del mundo que es Nueva York. ¿Con qué se encuentra?

Un domingo de invierno, Nueva York, como cualquier ciudad del mundo, puede parecer triste, pero el observador puede hacer ese día algunas comprobaciones provechosas; y entre todas, hará una que le servirá de pauta para cuando el lunes reinicie su paseo: Nueva York, un domingo de invierno, se impone como una ciudad con estilo.

Hoy no es un hecho frecuente que las grandes ciudades tengan estilo: cambios y modificaciones han alterado la vieja fisonomía de las ciudades sin haber logrado imponer una nueva y predominante. Pero Nueva York es un caso especial. En buena parte de su extensión predomina un estilo acuñado en las primeras cuatro décadas del siglo, cuya expresión más armoniosa puede ser Park Avenue, pero que ofrece su masa más visible en los barrios del West Side o en Harlem. Un barrio puede parecer sórdido pero tener estilo. Por el contrario, en otras zonas de la ciudad el cambio ha sido acelerado y las modificaciones profundas, dando por resultado una nueva fisonomía urbana impuesta por la arquitectura moderna. Recórrase Wall Street, Sutton Place o Lincoln Center, contémplese los alrededores de Central Station desde la esquina de Park Avenue y la calle 48 o paséese por muchos otros lugares del East Side, y se verá confirmada la imagen que Nueva York ofrece desde el aire o desde las alturas de Brooklyn Heights: una ciudad en la que la fisonomía finisecular ha dejado paso a otra, ya bien definida y caracterizada por la arquitectura moderna.

En todo caso, Nueva York ofrece, un domingo de invierno, el espectáculo de una ciudad coherente, de estilos definidos, uno de los cuales se expresa allí con más grandeza y vigor que en ninguna otra ciudad del mundo. El estilo moderno impresiona allí por su belleza y su vastedad a un tiempo y da, sobre todo, la impresión de que la civilización industrial se ha reflejado en él con cuanto tiene de esencial y creador. Todo haría suponer que la civilización industrial ha creado un orden.

Otra cosa es el lunes. El lunes el observador comprueba que el orden que reside en el aparato físico de la ciudad no se corresponde con el de la vida. Puesta en acción, la ciudad disipa la sensación de orden, de equilibrado sistema, e inspira un vago sentimiento de desasosiego. Todo lo que pasa en cualquier ciudad moderna ocurre en Nueva York de manera extremada, como si los problemas crecieran sin que la civilización industrial pudiera alcanzar a ofrecer oportunamente las soluciones. En todas partes el rush desencadenado por el fin de las ocupaciones cotidianas constituye una hora singular del día; pero el espectáculo de las cinco de la tarde en Nueva York alcanza caracteres inhumanos y aterradores.

Es triste ser peatón. A la temible agresividad de los automóviles se agrega la despiadada agresividad de los peatones entre sí, que parecen enloquecidos por la urgencia de llegar a sus casas a través del largo peregrinaje por calles y rutas saturadas, ensanchadas una y otra vez y nunca suficientes para un flujo de vehículos que crece desmesuradamente en relación con el tamaño de la ciudad, con el ancho de las calles, con las posibilidades del estacionamiento, tan reducidas estas últimas que hacen inútil el automóvil por el que se desvive todo ciudadano que sobrepasa cierto límite de ingresos. Quizá en ese momento haya cesado el rugido de las obras en construcción o las perforadoras eléctricas, pero subsiste sin duda el ulular de las sirenas de los automóviles policiales, de las ambulancias, de los camiones de bomberos. Y puede ocurrir que el peatón despavorido tropiece en la acera con las montañas de basura que empiezan a acumularse por la tarde, si es que un azar no las conserva desde días antes.

Nada de todo esto es específico de Nueva York, pero en la más grande de las ciudades del mundo industrial ocurre en escala mayor, y el observador se pregunta si la magnitud de esa escala no acaba, precisamente, por sobrepasar las posibilidades psicológicas del hombre común transformándolo inevitablemente en un neurótico. En todo caso, la dramaticidad de los problemas de la vida urbana ha crecido en Nueva York a un ritmo más intenso que en otras ciudades, y no parece que la capital tecnológica del mundo tenga respuestas inmediatas y adecuadas a la magnitud de los problemas. Más aún, parece evidente que los problemas tecnológicos que afectan a la vida urbana sólo engendran soluciones que provocan nuevos problemas tecnológicos. Cabe preguntarse si no hay un contraste dramático entre el orden estilístico de la ciudad dormida y esta forma de caos que es la vida de la ciudad.

Todavía cabe preguntarse si, aun hallándose soluciones tecnológicas para los problemas prácticos de la vida urbana, tendría recursos Nueva York para resolver sus problemas sociales. La vida de la ciudad depende de sus gentes, y las gentes de Nueva York constituyen también un cuadro caótico. Déjese de lado el problema de los guetos, prohibidos para los de afuera, y estructurados como una sociedad aparte. Déjese de lado el problema de las “esquinas peligrosas” —como la zona que rodea a la esquina de Broadway y la calle 42— por las que se aconseja no circular a ciertas horas, o barrios enteros que caen bajo la misma prescripción. Pero aun dejando de lado estos problemas extremos, queda en pie el de la singular composición social de la población de la ciudad, caótica por razones específicas de la urbe, pero también por circunstancias propias del desarrollo de una megalopolis moderna.

Aun hasta la Primera Guerra Mundial, el proceso de crecimiento y desarrollo de la sociedad neoyorquina transcurrió dentro de los cauces normales y operó cambios coherentes. La ciudad desbordó la isla de Manhattan, constituyó su alta burguesía financiera y dio ocasión para que se desenvolvieran las clases medias y populares dentro de múltiples y promisorias actividades económicas que impulsaba vigorosamente. Fue la Primera Guerra Mundial la que cambió la posición de Nueva York en el mundo y, consecuentemente, en el país. Su condición de polo de atracción se acrecentó mucho y no sólo atrajo la población que normalmente cae bajo la seducción de las grandes ciudades, sino que, con el tiempo, atrajo los dos grandes sectores que hoy la integran, gentes de color provenientes del sur y portorriqueños que abandonan su isla.

El problema se agravó después de la Segunda Guerra Mundial. El número de la población creció desmesuradamente y la urbe se transformó en el arquetipo de la megalopolis moderna. Tal es su condición actual, y el repertorio de los sectores sociales que integran la sociedad neoyorquina constituye un espectro completo y representativo de una gran ciudad del mundo industrial. Por eso vale como ejemplo, pues indica el sentido de la marcha de todos los grandes conglomerados urbanos del mundo actual.

Nueva York no posee una vieja aristocracia señorial —o con apariencia de tal— como la que se encuentra en Boston o en Charleston. Tiene una clase alta vinculada a las grandes fortunas industriales y financieras, de cuyo seno se destaca un sector esnob que se deja arrastrar por la beautiful life. Pero aun esta clase —radicada en Sutton Place, en Beckman Place, en Park Avenue— sufre en Nueva York el proceso de masificación de las elites que es propio de las megalopolis modernas. También a ellas les está vedado ingresar en Harlem y están sometidas a los embotellamientos de las horas de rush. Pero la masificación parece ser, sobre todo, el destino de las clases medias. Son éstas las que sufren más dramáticamente la presión de la sociedad de consumo, de los medios de comunicación de masas, y de su seno se desprenden los sectores disconformistas que buscan refugio en Greenwich Village, a veces transmutados en hippies o, simplemente, en consumidores de drogas, aparentemente, al menos, para escapar a la alienación que provoca la civilización tecnológica.

Quizá no haya una ciudad más dura que Nueva York. La experiencia de su vida social es la que ha creado la figura de la “multitud solitaria”, que es ya un paradigma de la sociedad contemporánea. En el escenario de una sociedad poseedora de un estilo moderno y provista de todos los recursos de la tecnología, el espectáculo que se ofrece al observador es el de un caos profundo y medular, tanto en el campo de las formas de vida y de convivencia como en el de la estructura misma de su sociedad. Nadie puede escapar a cierta sensación de pavor frente a esta creación desmesurada y casi diabólica de la civilización industrial.

Y, sin embargo, Nueva York ejerce sobre el observador una fascinación indescriptible. Es la fascinación del caos, del caos del mundo contemporáneo ejemplificado de manera extremada en la ciudad que es hoy su máxima creación. ¿Será un caos creador? Acaso ésta sea la única explicación de esa atracción fascinante que la ciudad ejerce. El caos es la situación propia de un mundo en cambio, del que todo puede esperarse. Todas las posibilidades están a la vista en Nueva York, y un recorrido por sus cinco distritos es como un paseo por el mundo contemporáneo, agitado mundo que espera aún un orden para la civilización industrial.