Que la cavilación empañe el gozo. Acaso, hoy más que nunca, convenga retornar al duro examen, hoy que el entusiasmo por tanto tiempo contenido parece asegurar que la reconquista ha terminado. Francia es Francia otra vez, pero no nos apresuremos a decir cuál es de las muchas Francias posibles en estos días de crisis decisiva. Y cuando la reconquista de su solar está cumplida, llega la hora de retornar a su historia para descubrir ese secreto.
Hay una empresa de reconquista que sólo empieza ahora, cuando tras la victoria comienzan a mirarse las caras los hombres en cuyas manos vuelve a estar el propio destino, y a escrutar en el fondo de los ojos qué pasado y qué porvenir alienta cada cual. Para esa reconquista acaso no sean ya suficientes los símbolos sagrados, ni el oriflama de San Dionisio, ni la venerable cruz de Lorena, ni el alegre gallo de oro, ni quizá el orgulloso gorro frigio de la libertad. Porque la reconquista que habrá de comenzar sacudirá el polvo de los tiempos y pondrá a la clara luz del amanecer ocultas realidades no contenidas en aquellos símbolos gloriosos. La reconquista que aguarda a la nueva Francia es la de sí misma, la de su fondo nacional, integrado en una ecuación no siempre acorde con aquel caudal de tradición; es la de su propio equilibrio interior, logrado por el ajuste de las fuerzas sociales olvidadas; es la del sentido director de su destino como comunidad, es, en fin, la de una fe en su misión que se apoye vigorosamente en la certidumbre de su coherencia íntima y de la validez de sus ideales.
Para la reconquista del solar milenario, acaso fuera lícito repetir la consigna de 1789; libertad, igualdad, fraternidad para los hijos de la patria; acaso sea útil no olvidarla, porque es cierto que muchos han querido negar su significación elemental; pero para la reconquista que aguarda a la nueva Francia habrá que descontar que nadie la discute y elevar la mirada hacia la realidad nueva, seguros de encontrar en ella los ingredientes con los que habrá de trabajar ahora y acaso también los nuevos símbolos con los que se polarice su fervor. Para realizar ese hallazgo, la historia de Francia ofrece su clara perspectiva y deberá retornar a ella quien quiera marchar con pie seguro.
A fines del siglo XVIII, realizó Francia el experimento decisivo para liquidar el proceso social y político, que, desde la Edad Media, se arrastró a lo largo de los tiempos modernos sin hallar solución cabal. La feudalidad evolucionaba y retrocedía desde el siglo XII, se resquebrajaba y cedía ante la doble presión de la monarquía y de la burguesía poderosa, pero su recio esqueleto, su íntima estructura –con la que, por cierto, había cuajado la cultura occidental– parecía resistir a todo embate y se torcía sin sucumbir. El esquema medieval de la sociedad en Europa occidental probaba una fortaleza extraordinaria y, aún después de haber abandonado los principales puestos de combate, conservaba reductos que sólo podrían batirse con sangre derramada. Francia dió la suya para ese golpe supremo en un combate secular, cuyas etapas marcaron en distinto tiempo y lugar Felipe el Hermoso, Luis XI, Felipe II, Cromwell, Luis XIV o Pedro de Rusia, sin que se hubieran secado los retoños tras cada lucha. Entonces, con la gran revolución, inició Francia un proceso de crisis que se cerró allí con las jornadas de 1830, cuando tras el imperio y la restauración, pareció suficiente volver al esquema de 1791, en el que se conciliaban las nuevas realidades y las viejas formas.
La crisis, de la que nadie podía ignorar la trascendencia, despertó en Francia una honda preocupación por el examen de la historia. Durante la restauración se advirtió un vigoroso desarrollo de esos estudios, de los que Thierry, Guizot, Mignet, Thiers y
Pero después de aquella etapa siguieron otras, que hubieran extrañado a Thierry historiador, como sorprendieron a Guizot ministro. Cayó la monarquía liberal, y los embates que la sacudieron, escondían su naturaleza y su origen a quieres se ceñían demasiado al viejo esquema cuyo ciclo se había cumplido en 1830. Bajo los golpes de nuevas fuerzas de aspecto proteico, disimuladas unas veces, notorias otras, cayeron también la segunda república y el imperio; quien quisiera ver, encontró en la Commune ocasión de descubrir cuál era el duende que comenzaba a dislocar la vieja y esquemática interpretación de la realidad; después surgió la tercera república y sus setenta años de vida aseguraron un juego normal de acomodación de las distintas fuerzas sin adormecer las que seguían creciendo y preparándose para el ascenso al primer plano. Llegó el 14 y fracasó Jaurés en su propósito de movilizar su potencial, pero siguió actuando hasta las vísperas de la invasión de 1940 y señalando cada día con más vigor, su existencia y sus aspiraciones.
Fue la inadaptación de esta fuerza cada día más notoria, a los esquemas estrechos de 1a vida política, fue su escepticismo acerca de las soluciones posibles dentro de ellos, lo que debilitó el frente interior y creó el clima de crisis espiritual y social que derrotó a Francia, que la derrotó antes de la aparición del primer tanque enemigo y antes del primer bombardeo premonitor. Sí se quiere de veras comprender el destino de la tercera república y abrir los ojos para el futuro inmediato, es imprescindible retomar el hilo de la historia de Francia y averiguar qué cosa ha sido el pueblo desde 1789 y cómo en el plazo de ciento cincuenta años se ha constituido bajo el símbolo común de ese nombre una compleja realidad que exige su discriminación. No se engañe el patriotismo ingenuo si quiere salvar el destino francés; porque el pueblo de 1789 era muy otra cosa que el de 1848, que el de 1871, que el de 1914, que el de 1940, y es forzozo responder con nuevas actitudes a los clamores nuevos.
He aquí que todo incita a sacudir los aldabones en el templo de Clio. El hilo conductor que guiaba a los historiadores de la restauración se pierde después de 1830 y los de ahora, los testigos del infortunio presente y del sombrío mañana, son los que deben elaborar e1 nuevo esquema que ilumine lo que ha quedado empalidecido en la sucesión de las etapas de la historia social de Francia. Y si la reflexión empaña el gozo, que se ejercite el más sutil de los heroísmos del espíritu, y se aparte la fácil ilusión para desplegar sobre el tapete del destino el haz de las posibilidades del futuro: y que queden allí, promisorias y amenazantes, para que si Francia quiere vivir sepa cuál elija, y si quiere morir no se pueda culpar, una vez más, a la inteligencia.