Guía histórica para el Río de la Plata. 1951

Un breve examen del desarrollo histórico de los países del Plata es tarea que puede parecer tentadora en estos tiempos. Mientras más compleja y enigmática es la realidad, más parece fructífero el análisis genético para entenderla. Y aun a riesgo de tener que sacrificar muchos matices, vale la pena esforzarse por adquirir una perspectiva de ese confuso y diverso desarrollo que ha conducido a estas inusitadas situaciones históricas que sería imperdonable error considerar como puramente episódicas. No un prolijo relato sino más bien un sucinto elenco de ideas fundamentales constituye la mejor guía para una comprensión histórica de la situación contemporánea del Río de la Plata. Y si consiguiera ofrecerlo en este ensayo, creería haber cumplido una labor útil.

I

No bien concluida la anexión del reino moro de Granada al finalizar el siglo XV, la corona de Castilla —unida ya su suerte a la de Aragón— se encontró, un poco por obra del azar, en posesión de vastos territorios ultramarinos que parecían ofrecer incalculables posibilidades. Algunas sospechas más o menos fundadas y múltiples leyendas de vario origen aplicadas al caso en virtud de cierta explicable alucinación hicieron esperar de las comarcas localizadas por el almirante Cristóbal Colón un alud de riquezas acerca de cuya especie sólo podía decirse que acaso fuera la más preciada el oro. En toda Europa ascendía rápidamente por entonces la burguesía; y toda Europa miró con envidia a España, en la que inesperadamente se descubría la feliz poseedora de un misterioso tesoro virtual. Ateniéndose a los principios de la concepción mercantilista, toda la burguesía europea tuvo por seguro que España llegaría a ser en poco tiempo una de las potencias más temibles y vigorosas, pese a no haber desarrollado hasta esa época una actividad manufacturera y comercial como la que caracterizaba ya en ese momento a otras regiones. La aparición de la “leyenda negra” no haría sino revelar la intensidad de ese sentimiento en el transcurso del siglo XVI.

España abrigó también aquella esperanza. El espíritu de aventura caracterizaba a los hidalgos que, generación tras generación, luchaban contra el moro en tierra firme o en las aguas mediterráneas, pero caracterizaba también a otros sectores sociales de más baja extracción cuyos miembros no desdeñarían seguir las huellas de aquellos que habían luchado por los casi irreales dominios que se ofrecían en el mar Egeo. El llamado espíritu renacentista —un medievalismo hibridado— difundíase por la Europa occidental y alcanzaba a aragoneses y castellanos, inspirándoles irreflexiva e ilimitada confianza en la capacidad del esfuerzo individual. No por héroe, sino simplemente por hombre, podría uno cualquiera alcanzar el vellocino de oro. Y fueron numerosos los que teniéndose por tales se aprestaron a conquistarlo.

A bordo de las naves nadie perdió tiempo en consultar cartas geográficas, oscuras memorias o viejos manuscritos que pudieran revelar los secretos del mundo recién descubierto, porque nada de todo eso poseía suficiente valor. Lo mejor que el conquistador llevaba consigo era su decisión inquebrantable de llegar a alguna parte desconocida donde quizás encontrara algo que escapaba a su imaginación. Eso era todo. Y unos encontraron las viejas ciudades de Anahuac, otros las antiguas poblaciones mayas, otros el Imperio quichua, y todos ellos oro y plata, como si su irrazonado designio hu-biera tenido fundamento cierto. Nada menos maravilloso que aquella maravilla; tanto que la maravilla pareció formar parte del orden natural de las cosas, en el que casi todos opinaron que estaba ínsita la legitimidad de la conquista, el avasallamiento de los indígenas y la despreocupada apropiación de las riquezas: gruesos lingotes o enseres domésticos acerca de cuya propiedad pareció superflua y digresiva cualquier argumentación basada en los principios del derecho. Aquello era la realización de un sino, la victoria de la voluntad del hombre.

Pero esta euforia no duró mucho tiempo. La voluntad del hombre fue empleada en otras muchas empresas similares a la conquista de Tenochtitlán o del Cuzco, y sólo dio por resultado el hallazgo de miserables aldeas donde el oro estaba ausente y en las que, en cambio, solían aparecer pobladores enérgicos y valientes que resistían a aquella voluntad con voluntad no menos resuelta. Muchos cayeron. Pero el orgullo y la esperanza empujaron a otros tras de ellos, y la conquista de la tierra se consumó inexorablemente en virtud de la superioridad técnica de los conquistadores. La aventura, peligrosa y todo, seguía pareciendo tentadora. El oro y la plata podían aparecer en cualquier parte. Pero entretanto, las tierras de las que se había tomado posesión —y virtualmente aun las demás— eran ya dominios del rey. Había aspirantes a la concesión de nuevos señoríos —aunque fuera a seis mil millas de Sevilla—, indios para catequizar y un patrimonio que defender frente a la codicia, harto justificada por cierto, de los demás países de Europa. Carlos V agregó las Indias a su corona y a su imperio y estableció dentro de ellas distintas zonas jurisdiccionales como si efectivamente alguien las conociera a fondo. La conquista estaba en marcha y fue la gran aventura —económica y espiritual— del viejo mundo.

En busca del metal precioso llegaron también los conquistadores a las costas meridionales de América del Sur, y llamaron Río de la Plata al ancho estuario que descubrió Juan Díaz de Solís. El nombre era expresivo; y aunque sus orillas no atrajeron de momento la atención de quienes surcaban por primera vez sus aguas, el vasto caudal anunciaba el misterio oculto en las entrañas del territorio, cuencas lejanas donde se reunían tantas aguas y en las que acaso se escondiera tanto oro como encontraron Cortés o Pizarro. El sino de quienes remontaron el Paraná y el Paraguay sería no alcanzar nunca la riqueza. Pero Asunción y Buenos Aires quedaron levantadas en las orillas de los grandes ríos, y en ellas, y en las otras poblaciones que fueron surgiendo, se desarrolló poco a poco un proceso de radicación de colonizadores españoles, en cuyas mentes la aventura comenzó a adquirir una fisonomía distinta de la que tenía para los que llegaron a otras partes de América.

El primer problema fue el sustento, y a través de él comenzaron a establecerse relaciones precisas entre los aborígenes y los recién llegados. Hubo unas veces entendimiento y otras diferencias y conflictos; y no tardaron en aparecer los primeros mestizos, hijos de la tierra para quienes muy pronto la vida americana tendría un tono peculiar. Para sus padres la india fue la mujer ocasional en la que tardarían mucho tiempo en acostumbrarse a ver una compañera; para los hijos la india fue la madre y el símbolo de su dependencia social, condición esta última que caracterizaría al nuevo mundo, su naciente patria. Dos concepciones entrarían muy pronto en conflicto, agudizado por la renovación de sus términos con cada ola de nuevos españoles que llegaba de la metrópoli; frente a este conjunto se oponía, pese a su humilde condición, el conjunto de los criollos.

En misiones y reducciones organizaron los colonizadores a fuertes núcleos de indígenas en zonas en las que el trabajo organizado pudo parecer —y fue, en efecto— provechoso para la corona o para las órdenes religiosas que habían adquirido algún predominio. Pero esas áreas sociales y económicas quedaron enquistadas, en tanto que, aunque lentamente, el intercambio removía el ambiente en otras regiones. El mestizaje es el fenómeno fundamental de la conquista, y su resultado fue la lenta pero progresiva transformación de la población, en la que se diferenciaban indios, criollos y españoles. Esta diferenciación escondía el germen de las peculiaridades del proceso histórico rioplatense en su primera faz.

En su transcurso, el autoritarismo fue la tónica general de la convivencia. Se derivaba del tipo de autoridad que ejercía —a millares de leguas de la metrópoli— el funcionario colonial; de la misión que se había asignado al clero y, finalmente, de las condiciones que prevalecían en la vida económico-social. Surgió la gran propiedad territorial, y en ella el amo fue todopoderoso porque nadie había capaz de vigilarlo cuando se apartaba de los centros poblados. El cuidado de la hacienda, de la que se sacaban los cueros que constituían la principal riqueza, se confió a un tipo de pastor que era casi un nómada y vivía sujeto a la ley del desierto. El amo no tenía sobre él más autoridad que la que le proporcionaban su fuerza y su prestigio, y si los mantenía era porque podía demostrar en los hechos que su autoridad era eficaz. Hubo autoritarismo porque en el desierto estaba la fuente de riqueza, y el autoritarismo del desierto, acentuado por las reminiscencias de los principios políticos y sociales que obraban en el ambiente, constituyó la primera ley de la colonia.

Sólo comenzó a parecer objetable el autoritarismo cuando empezaron a cambiar las condiciones de la vida rioplatense en el curso del siglo XVIII. La riqueza agropecuaria habíase acrecentado poco a poco y los núcleos urbanos, sobre los que repercutía la riqueza, habían aumentado en número y en magnitud. En la costa oriental se fundaron la Colonia del Sacramento y Montevideo, plazas establecidas como consecuencia de la contienda que sostenían España y Portugal por los territorios al este del Río de la Plata. En él tenía España uno de sus límites, y a través de él llegan los sacudones que conmovían el régimen fiscal español, pues en beneficio de la metrópoli —y según las ideas predominantes por entonces en todas partes— se había establecido un riguroso monopolio para el comercio de la colonia. Pero las necesidades obligaban, y el contrabando se convirtió en la principal actividad económica de la época y la industria más productiva. Lo hacían imprescindible las exigencias de los crecientes centros poblados y lo facilitaban las condiciones de la vida rioplatense, en la que las distancias constituían el principal enemigo del fisco. Por esa vía comenzaron a hacerse nuevas fortunas, a modificarse las estructuras sociales y económicas, y, prontamente, a debilitarse las convicciones que estaban adheridas al orden tradicional, transformado en un orden violable. Portugal —y tras él toda la Europa antiespañola— trató de ensanchar las brechas que se abrían en la organización económica de la colonia. Y ante el jaqueo portugués —que coincidía con el progreso de la región rioplatense y el desarrollo de las ideas fisiocráticas— España creó el virreinato, señalado desde el principio como un intento de adecuar el orden legal a la realidad económica de la comarca.

Mientras se llevaba la guerra a Portugal, comenzaba a esbozarse una política más liberal, aunque limitadísima por diversas situaciones concretas: intereses de comerciantes españoles, intereses fiscales, e intereses de Buenos Aires contrapuestos a los de las ciudades de la ruta altoperuana o los de Montevideo. De aquella acción quedó, sin embargo, algún saldo favorable, pues sirvió de estímulo para que germinasen en algunas cabezas las simientes que comenzaban a llegar en las postrimerías del siglo XVIII desde Europa, desprendidas de la Enciclopedia o de las obras de filósofos y economistas. Algunas de esas ideas cundieron hasta entre los representantes del orden tradicional, hombres de iglesia que no desdeñaban a Rousseau, a Diderot o a Montesquieu. Pero una predisposición aun más favorable hallaron entre los jóvenes de familias acomodadas de las ciudades, criollos que deseaban ascender por la vía de las profesiones liberales o la actividad comercial. El pensamiento liberal fue acogido —abiertamente o a escondidas— en Chuquisaca y Buenos Aires y se difundió por otras ciudades a través de pequeños grupos. Las tendencias que entrañaba se fundían, aunque de manera imprecisa, con el vago impulso de libertad que se advertía en las zonas rurales, entre la plebe criolla. Si más tarde esas dos concepciones se tornarían hostiles, por el momento se manifestaron solidarias en un mismo afán de quebrar las rígidas restricciones que el orden fiscal y político de la colonia imponía a la actividad económica y al ascenso social de la población nativa.

II

El antagonismo entre la libertad civil sometida a fórmulas políticas ya experimentadas en otros países y la libertad de tendencia anárquica propia de quienes soñaban con ella para sacudir el autoritarismo de la vida rural habría de ponerse de manifiesto cuando las poblaciones de las colonias se enfrentaran con el problema de darse un régimen propio. Esta condición se cumplió al triunfar el movimiento emancipador de 1810.

Por esta fecha llegó a su más alto grado la crisis del imperio español. Insinuada desde fines del siglo XVI, manifestada en el curso del XVII y contenida en parte en el XVIII, la crisis adoptó formas catastróficas para España al producirse la conmoción que sacudió a Francia al finalizar esa centuria. La solidaridad monárquica y borbónica alineó a España entre los enemigos de la revolución, pero nada grave ocurrió por entonces; las dificultades surgieron cuando su vecina se transformó en brevísimo tiempo en la mayor potencia militar del continente y adoptó, con Napoleón Bonaparte, un programa inter-nacional frente al que no cabía la neutralidad.

A partir de 1808 —cuando Napoleón se corona emperador— el problema se tornó para España gravísimo. En rigor, disputaban la hegemonía europea dos imperios, territorial el uno y marítimo el otro. En esa disputa entraba en juego el vasto imperio ultramarino de España, que ésta no podía ya asegurar ni defender, y al que Francia, sin duda, aspiraba. Pero las aspiraciones de Inglaterra no eran menos vehementes desde hacía mucho tiempo, aun cuando pudiera entreverse que el tipo de peligro era distinto en uno y otro caso. España debió elegir, y su debilidad la obligó a unirse al más efímero de los dos imperios porque era el más próximo y el más amenazador de sus vecinos. Inglaterra derrotó en Trafalgar a las flotas unidas de Francia y España (1805) y desde entonces el destino del imperio hispánico quedó sellado. No mucho después comenzó a resquebrajarse la inestable creación política de Bonaparte y se diseñó poco a poco una nueva situación dentro del área atlántica, en la que el predominio inglés resultó indiscutible.

En esta coyuntura, el imperio ultramarino de España no podía mantenerse unido. La disgregación era inevitable y el potencial de cada una de sus diversas partes no era suficiente para asegurar su soberanía; pero las colonias españolas tenían manifiesta vocación emancipadora y Gran Bretaña, por su parte, no se inclinaba hacia la conquista territorial. Lo inesperado pudo realizarse en aquella sorprendente mutación del sistema político-económico del mundo occidental y el Virreinato del Río de la Plata —como las otras regiones del imperio español— alcanzó su independencia en 1810.

La decisión emancipadora fue tomada por Buenos Aires y se proyectó luego hacia el interior, obteniendo repercusión diversa. Hubo apoyo incondicional unas veces, reticencias otras, y en algunas regiones prevalecieron los sentimientos de lealtad monárquica; pero fue un esfuerzo inorgánico y sin trascendencia, aunque reveló la virtualidad de una resistencia enérgica a medida que la revolución se insinuaba dentro de la zona de influencia de Lima. Fuera de eso, otras resistencias obedecieron a otras razones. El nuevo estado dio por resuelto que sus fronteras eran las del antiguo virreinato y Buenos Ai-res no admitió que se discutiera su autoridad de capital. Por eso reaccionó violentamente contra los movimientos secesionistas que se manifestaron en el Paraguay primero y en diversas regiones del litoral después, pero carecía de fuerza para superar esas reacciones precisamente cuando debía atender más celosamente el afianzamiento de la emancipación y la organización de un nuevo estado. Buenos Aires vio reducirse poco a poco su zona de influencia, y del antiguo perfil del virreinato no quedó sino una sombra que, en 1820, llegó a desvanecerse del todo.

En rigor, el Virreinato del Río de la Plata —como casi todos los territorios españoles de América— carecía de las condiciones mínimas requeridas para poder asegurar su existencia independiente. La emancipación fue el resultado de un esfuerzo titánico de sus hijos y de algunas circunstancias externas que resultaron favorables. Carecía el virreinato de suficiente riqueza y, sobre todo, de suficiente población como para constituir un país autónomo. Sus centros poblados eran escasos y reducido su número de habitantes, con amplias perspectivas, sin duda, pero que no podrían tornarse realidad si no se salvaban los difíciles obstáculos que se oponían a su desarrollo. Las inmensas distancias, las malas comunicaciones, los desiertos inmensos, la producción insignificante y una desconexión de todo otro mercado que no fuera el español, eran las condiciones dentro de las cuales se había desarrollado la existencia colonial y debía desarrollarse la existencia independiente. En las primeras horas, esa situación, apenas remediada por los resultados del activo contrabando y por las vinculaciones comerciales rápidamente establecidas a través de algunas naves inglesas, entrañaba insuperables dificultades frente a la responsabilidad que imponía la soberanía. Sólo la tenacidad de los grupos criollos y el ambiente favorable que proporcionaba la dislocación del orden internacional pudieron permitir el desvanecimiento de esas dificultades que, empero, dejarían sus huellas en el desarrollo ulterior.

Gran Bretaña vigiló y garantizó la independencia del Río de la Plata en virtud de sus propios intereses económicos y estratégicos, que la vinculaban a los dos puertos que se levantaban sobre sus orillas, Buenos Aires y Montevideo, y más aún con el primero. Buenos Aires se creyó en posesión de la clave de la independencia rioplatense, y consideró que sólo bajo su autoridad era viable la emancipación; en consecuencia exigió el reconocimiento de su hegemonía y se dispuso a organizar la nueva nación dentro de una estructura política que se apoyara en los principios liberales que sus minorías cultas preferían. Algunas regiones del interior y la Banda Oriental opusieron a esos principios otras reivindicaciones: autonomía regional, federalismo, y, en la práctica, el respeto a su propia actitud vital, que no era sino la de las masas rurales frente a las minorías urbanas. Estas últimas calificaron a esa tendencia de “democracia inorgánica” y de “caudillismo”. Artigas representó de manera eminente esta actitud política y social, con su fidelidad a los impulsos e intereses de las masas rurales, su anhelo de independencia sin claudicaciones ni compromisos y su firme voluntad republicana, todo lo cual se unía a una concepción del poder que suponía, en efecto, la autoridad de hecho e incontrovertible que caracterizaba al auténtico caudillo popular. Esa combinación de factores explica el conflicto que se suscitó entre Buenos Aires y el interior y que culminó en 1820, con la disolución del vínculo nacional preexistente entre las diversas regiones del antiguo virreinato.

Entretanto, el nuevo Estado hacía ingentes sacrificios para asegurar la emancipación. Una y otra vez había armado ejércitos y flotillas para defender las fronteras, y había organizado, finalmente, la vasta campaña de San Martín para aniquilar en su propio reducto la reacción española. Otros enemigos tuvo que afrontar al mismo tiempo, pues Portugal había aprovechado la coyuntura para satisfacer su vieja aspiración de alcanzar las orillas del Plata y anexar su costa oriental. Y el Brasil, independiente desde 1822, mantuvo anexada la que se llamó Provincia Cisplatina hasta que estalló en ella una insurrección movida por el afán de retomar al seno de las Provincias Unidas.

Inminente la guerra con el Brasil y crecido el prestigio de Buenos Aires, una constitución unitaria restauró el antiguo estado nacional, a cuyo frente se puso Bernardino Rivadavia. Su obra ciclópea sobrepasó las posibilidades del país de asimilar sus iniciativas renovadoras, y la amenaza de desintegración volvió a aparecer precisamente cuando más se necesitaba el esfuerzo mancomunado para afrontar la guerra con el Brasil. La paz arrebató a las Provincias Unidas ventajas que habían conquistado legítimamente en el campo de batalla, y la Banda Oriental estuvo amenazada por un momento de volver a formar parte del Imperio del Brasil. Se opuso a esa solución Gran Bretaña, que exigió su independencia. Así surgió la nueva República Oriental del Uruguay, como prenda del equilibrio internacional en la cuenca del Plata.

Hasta ese entonces Uruguay y Argentina habían tenido una misma historia y podían confundirse en uno solo sus respectivos procesos de desarrollo social y político. Montevideo había representado, frente a la campaña oriental, un centro de reacción europeizante, como Buenos Aires frente a las comarcas del litoral; y ambas ciudades defendieron principios políticos que en verdad sólo podían realizarse a través de una técnica y un sistema institucional ajenos a las condiciones de vida de sus respectivas áreas de influencia.

Pese a la independencia, consagrada en 1830, Uruguay siguió teniendo por mucho tiempo un destino común con Argentina. No en balde había sido un oriental quien levantó la bandera del federalismo en el Plata, dejando planteado el problema que dividió a los pueblos durante varias décadas. Federalismo y unitarismo no eran por entonces meras nociones académicas. Eran soluciones fecundas que se ofrecían para los problemas capitales, aunque se desconocieran el alcance y, sobre todo, las posibilidades prácticas de su realización. Pero fueron además, muy pronto, dos rótulos que agruparon a otros tantos sectores que, poco a poco, dejaron de corresponder a definidas clases para configurar banderías políticas y facciones lugareñas que arrastraban legados de odio y de desquite de generación en generación.

La antigua rivalidad entre los porteños —los “doctores”— y las gentes de las campañas —y no faltaban unitarios en las ciudades del interior— alcanzó su mayor dramaticidad en 1828, cuando el general Lavalle, al regresar del Brasil, se sublevó contra el gobierno de Buenos Aires y ordenó el fusilamiento del gobernador Dorrego. Ya por entonces asomaban en las campañas Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas. Poco tiempo después los esfuerzos de Lavalle y Paz fueron frustrados por sus rivales, y el último cayó prisionero a fines de 1831. Rosas, gobernador de Buenos Aires, llegó a ser el más poderoso de los caudillos y constituyó con los demás una suerte de alianza que, asegurando su hegemonía, le permitía cumplir los planes que acariciaba respecto al puerto de Buenos Aires, cuyos beneficios quería acreditar solamente a su provincia.

También se introdujo Rosas en el entredicho suscitado en Uruguay entre Oribe y Rivera, prometiendo ayuda al primero, de quien esperaba que consintiera en la anexión de la Banda Oriental a la Confederación. Y como Rivera se unió a su vez a los proscriptos argentinos e hizo causa común con los unitarios, los dos caudillos orientales se vieron muy pronto frente a frente como jefes de sendos cuerpos que defendían simultáneamente en una y otra banda del Plata idénticos intereses e ideales. Asilo de los emigrados argentinos, Montevideo se constituyó en el bastión de los enemigos de Rosas y de Oribe, y el largo sitio entablado en 1843 constituyó la acción más importante que se libró entre una y otra fuerza. La acción del Ejército Grande, mandado por Urquiza, puso fin a la dictadura de Rosas y abrió a cada uno de los dos países del Plata nuevas y diferentes perspectivas.

III

Al caer Rosas en la batalla de Caseros, habían transcurrido poco más de cuarenta años desde la independencia. La experiencia política acumulada era abundante, porque se había trabajado sin descanso en busca de fórmulas diversas que pudieran conciliar los distintos y opuestos intereses de las diversas clases y zonas del país. Esa experiencia constituía, en el momento de la crisis, su mejor riqueza.

Entre 1810 y 1820, Buenos Aires había sostenido con vehemencia el principio de que subsistía una unidad política correspondiente al viejo virreinato, en la que le correspondía la autoridad hegemónica. Sus hombres eran, en general, de formación europea, lectores de los filósofos políticos del siglo XVIII, de los utilitaristas y radicales ingleses y admiradores de los Estados Unidos, cuyas grandes figuras veneraban. Diez años de gobierno bajo la autoridad de Buenos Aires no significaron otra cosa que la estéril persecución de soluciones políticas para evitar una guerra civil que, sin embargo, no tardó en llegar.

Cuando sobrevino la crisis del 1820 el país se disgregó y dejó de existir como unidad política. Cada provincia siguió su propio rumbo y Buenos Aires —conviene recordarlo— aprovechó la ocasión para realizar, libre de ataduras, un verdadero experimento de gobierno progresista bajo la inspiración de Martín Rodríguez, de Rivadavia y de Las Heras. El Estado adquirió una sólida organización, sus órganos administrativos alcanzaron inusitada eficacia y se intensificaron la vida económica y las obras públicas; la vida intelectual entró en una etapa de decidido avance gracias a la llegada de algunos hombres de ciencia extranjeros y a la creación de algunas instituciones de enseñanza, entre ellas la Universidad de Buenos Aires; las doctrinas lancasterianas y las de Bentham y Destutt de Tracy orientaron el pensamiento y la acción de quienes, a su vez, orientaron al estado de Buenos Aires durante aquellos años ejemplares.

Tan altos fueron los resultados obtenidos en breve tiempo que Buenos Aires recuperó la simpatía y el respeto que había perdido poco antes. Y frente a la inminencia de una guerra con el Brasil, los partidarios de la centralización se sintieron suficientemente fuertes como para imponer en 1826 la creación de un gobierno nacional, que se confió a Rivadavia. Pero la sanción de una carta constitucional que restauraba los principios unitarios, modificándolos sólo en los detalles, suscitó de nuevo la discordia, y el gobierno de Rivadavia, brillante pero efímero, halló su fin poco después en medio de las complicaciones que trajo la guerra con el Brasil. Una vez más quedaba desintegrado el país y las provincias recuperaban su autonomía.

El ámbito rioplatense tuvo, desde 1830 aproximadamente hasta 1852, una historia singular. Cada antigua provincia quedó bajo la autoridad más o menos firme de un jefe popular —un “caudillo” que si mostraba alguna debilidad solía ser reemplazado prontamente por quien supiera estar a la altura de las circunstancias. Tal situación política —de casi total autonomía— significó, naturalmente, un notable retroceso económico, pues diversas cir-cunstancias contribuyeron a estancar las corrientes de intercambio que habían comenzado a establecerse desde los primeros tiempos de la independencia. A ese letargo económico acompañó un marcado ascenso de las clases menos ilustradas en tanto que, en las más cultas, comenzaron a abundar los claros debidos a las persecuciones políticas. Todo ello contribuyó a provocar una acentuada declinación del nivel social y cultural del Río de la Plata, que acusó aun más su retardo con respecto al grado de desarrollo técnico y civilizatorio que por entonces se alcanzaba en Europa y en los Estados Unidos. Un estado de permanente guerra civil caracterizó también a esos veinte años, en los que predominaron los ideales criollos, aunque bastardeados a veces y utilizados para servir a empresas de mero servicio personal de los caudillos.

Desde muchos puntos de vista, la incomunicación efectiva con Europa constituye el hecho fundamental de este período. En guerra con las potencias europeas, el Río de la Plata conoció el asedio de las flotas enemigas, entendidas por cierto con los emigrados políticos que buscaban toda suerte de apoyo para librarse de la opresiva autoridad de Rosas. Y esa incomunicación, en países que no habían comenzado a desarrollar su transformación técnica, y en un período de tan notables mutaciones en ese terreno, significó para el Río de la Plata un retardo que influiría notablemente en su desenvolvimiento.

La disgregación política es, sin duda, el hecho que sigue en im-portancia a aquél entre los que caracterizan ese período de la vida rioplatense. Rivadavia había realizado el último intento de unificación con un criterio que revelaba ya cierta plasticidad y la posibilidad de hallar un camino para conciliar los intereses encontrados de las provincias y Buenos Aires. Pero para entonces las provincias no eran ya solamente unidades políticas celosas de su autonomía y de sus tradiciones, sino más bien los feudos de ciertos caudillos que tenían en ellas el centro de su poder y que se resistían a cualquier li-mitación de su autoridad. Esta situación, sumada a la creciente acumulación de los odios facciosos, hizo inevitable la prueba que soportó el país durante veinte años.

Rosas declaró categóricamente que nunca tuvo la intención de realizar la unificación del país. En famoso documento, conocido bajo el nombre de “carta de la hacienda de Figueroa”, había explicado sagazmente su opinión sobre los problemas políticos argentinos, y explicado también el fracaso de los intentos de organización constitucional por medio de muy convincentes argumentos de realidad. Hacia la misma época Alberdi y Sarmiento aportarían ricas y fructíferas observaciones acerca de la situación social del país, que en última instancia coincidían con los puntos de vista del sagaz caudillo bonaerense, pues tanto éste como aquéllos trataron de explicar los fenómenos políticos partiendo de las peculiaridades de la realidad económica y social. Pero a pesar de no proponerse ningún plan formal ni tener, seguramente, ideas claras acerca de cómo realizarlo, Rosas trabajó indirectamente por la unidad en la medida en que trabajó por la supremacía de su autoridad, y preparó el camino para la eliminación de ese localismo feroz que caracterizó a algunos caudillos. Así, al producirse la batalla de Caseros y la caída de Rosas, se había dado un paso importante hacia la futura ordenación de los dos países que sufrieron su dictadura. Aún subsistirían por algún tiempo retoños del viejo caudillaje que en ocasiones pretendería, oculta o desembozadamente, imponer su autoridad. Pero las largas luchas civiles desarrollaron los gérmenes de una conciencia nacional, despertando el sentido de la responsabilidad en las minorías ilustradas que habían comenzado a imponer sus puntos de vista en los consejos áulicos. A ellas les tocaría ahora echar las bases del orden institucional apropiado para encauzar la vida de un pueblo que había sufrido una larga y profunda experiencia en el campo de la vida política.

IV

Si los problemas pudieron plantearse fácilmente, las soluciones fueron más difíciles de alcanzar. ¿Quién había ganado la guerra contra Rosas, en ambas márgenes del Plata? El Ejército Grande era, sin duda, una fuerza internacional cuyos contingentes correspondían, en última instancia, a los países y regiones interesados en la libre navegación de los ríos de la cuenca del Plata. Su jefe era un antiguo oficial de Rosas, convertido en su enemigo por la doble acción de los intereses de la región mesopotámica y de los principios políticos, sociales y económicos que difundieron los unitarios y que él recibió con beneficio de inventario para sazonarlos con su sentido directo y realista de las cosas. Y los grupos que alcanzaron el poder tras las jornadas libertadoras fueron los que poseían la fuerza, en el seno de todos los cuales quedaban elementos que de una u otra manera habían estado en relación con el orden derrotado. En fin, ganó la guerra no el adversario tradicional e irreductible de Rosas y el rosismo, sino un movimiento en el que se mezclaban con esa oposición convertidos y disidentes; estos aportaban a la interpretación de la realidad ciertos criterios realistas, que sirvieron en su momento para hacer viable la operación militar y política que suplantó un régimen por otro.

Ese movimiento logró el apoyo de las poblaciones de la campaña y de algunos caudillejos locales y, una vez triunfantes, se suscitó otra vez en su seno la divergencia entre transigentes e intemperantes; eran estos últimos preferentemente los miembros de las minorías ilustradas, “doctores”, “principistas”, “unitarios”, nombres todos estos con que los transigentes designaron a aquellos que temieron que Urquiza asumiera a su vez la dictadura y que querían ignorar los veinte años transcurridos y restaurar el poder de Buenos Aires y lo que Buenos Aires significaba, como en época de Rivadavia.

La consecuencia de aquella divergencia fue que, durante diez años, Buenos Aires estuvo separada de las demás provincias de la Confederación por obra de un movimiento secesionista en el que se repitió una situación análoga a la de 1820. El Estado de Buenos Aires pudo realizar una obra constructiva y progresista. Pero, contra las previsiones de los porteños, Urquiza y luego Derqui se esforzaron honestamente por hacer también de la Confederación un Estado moderno y progresista, al que proporcionaron la carta constitucional de 1853, y en el que procuraron sortear las dificultades provenientes de la orfandad económica en que lo dejó la pérdida del puerto de Buenos Aires. Uruguay, por su parte, oscilaba entre los partidos rivales, pero más aún entre las facciones urbanas y rurales, pues la oposición entre éstas llegó a ser tan profunda que se unieron los grupos urbanos blancos y colorados para tratar de impedir el acceso al poder de los caudillos de la campaña. Aquéllos se sentían estimulados por la eficacia de la resistencia durante el asedio y el prestigio alcanzado por Montevideo; pero estos últimos poseían por el momento la fuerza.

Cuando en 1862 se constituyó por fin la República Argentina mediante la anexión de Buenos Aires a la Confederación, Mitre y Sarmiento procuraron neutralizar los resabios del caudillaje que aún subsistían en el interior del país. En cambio, un típico caudillo, el general Flores, lograba apoderarse del poder en Uruguay mediante una “cruzada” que había organizado en la vecina orilla y cuyo resultado fue instalar al partido colorado en el gobierno. Era un esfuerzo radical que suscitó enconada resistencia y terminó con el asesinato de Flores, de modo que pareció oportuno intentar una conciliación entre los intereses de una y otra parte del país. Tal fue el programa de Lorenzo Batlle.

Pero aquí ya empezaron a diferenciarse los destinos de Uruguay y la Argentina. Mientras en el primero se iniciaba un período de profundas convulsiones, en la segunda las minorías ilustradas gobernaron desde 1862 en un clima político que tiende a la pacificación. No faltará el levantamiento provocado por un bando contra el oficialismo acusado de parcialidad, pero el orden institucional tiende a consolidarse y cualquiera sea el grupo que alcance el poder, el programa de acción frente a los grandes problemas nacionales es aproximadamente el mismo.

Reposa ese programa sobre dos o tres principios elementales acerca de los cuales el consenso es unánime. Parece fuera de discusión que lo más urgente es modificar la fisonomía social y económica del país, del que se tiene, en general, una opinión que no difiere en lo fundamental de la que Sarmiento había expuesto en Facundo. Y esa modificación constituye la meta de toda la acción estatal.

Para las minorías ilustradas resultaba evidente que el país requería una población mucho más numerosa que la que contaba por entonces, en la que se deseaba que entrara en mayor proporción el elemento blanco y, de ser posible, una cierta proporción de elementos anglosajones. Esta renovación demográfica no era utópica y podía alcanzarse mediante la inmigración, fenómeno que por entonces era muy fácil estimular pues diversas circunstancias favorecían el éxodo de los países europeos; y la renovación demográfica operaría —así se esperaba— una rápida transformación en los caracteres generales del conglomerado social argentino, en sus hábitos de vida y, consecuentemente, en sus tendencias políticas. Para llegar a esta última etapa parecía necesario emprender además una vasta obra educativa. Sus postulados eran simples: se trataba de arraigar al hijo del inmigrante familiarizándolo con el idioma y con la tradición vernácula al tiempo que se lo proveía de la instrucción fundamental para la vida práctica.

Tal era, en lo fundamental, el programa de las minorías ilustradas. Su éxito residía, sobre todo, en que el nuevo conglomerado social lograra, efectivamente, transformar en breve plazo la vida económica del país e indirectamente la fisonomía social de las poblaciones rurales y sus tendencias políticas. Era necesario yuxtaponer a la predominante actividad ganadera una equivalente actividad agrícola, porque se esperaba neutralizar las tendencias del pastor nómade con las del labrador sedentario. Y era necesario también acrecentar la riqueza nacional mediante una adecuación de los productos exportables a las exigencias del mercado europeo, pues formaba parte de este programa un vasto esfuerzo civilizador que dotara al país de todos los progresos técnicos que se habían alcanzado en Europa en los últimos tiempos. Un nuevo factor iba a incorporarse así a la vida rioplatense, destinado por cierto a influir en ella de modo decisivo: el capital extranjero.

Comenzaron a poner en práctica este plan hombres como Mitre, Sarmiento y Avellaneda en la Argentina, y como Latorre en Uruguay, figura ésta muy contradictoria, llegada al poder mediante una revolución que desalojó a las minorías montevideanas en nombre de los caudillos de campaña, pero que encauzó la acción de gobierno guiado por los principios progresistas que por entonces representaban, generalmente, aquellas minorías. Al mismo tiempo se esforzaban todos en ambas márgenes del Plata por acelerar el proceso de unificación de la nación y en especial de la organización del Estado, sobre el principio federal en Argentina, sobre principios unitarios en Uruguay.

V

Las dos últimas décadas del siglo XIX constituyen el período en que se intensifica en ambas márgenes del Plata la política social y económica basada en la inmigración. Simultáneamente con ella, y respondiendo a los mismos supuestos, comenzó a desarrollarse otra de vastas consecuencias también, consistente en la atracción del capital internacional para intensificar la explotación de los recursos naturales y para dotar al país de los nuevos elementos técnicos con que se trabajaba ya en Europa y Estados Unidos. Sumados, la inmigración y el capital extranjero debían provocar una mutación profunda en los países rioplatenses. En 1889 —durante la presidencia de Juá-rez Celman— entraron en la República Argentina 261.000 inmigrantes, y el censo de ese mismo año reveló en el Uruguay —durante la presidencia de Tajes— que la ciudad capital tenía 100.000 extranjeros sobre un total de 214.000 habitantes. Este aflujo de población extraña modificó, efectivamente, las fisonomías nacionales y dio lugar en ambos países a lo que, refiriéndome a Argentina, he llamado en otra ocasión la “era aluvial“.

En su transcurso las condiciones tradicionales de vida y las pers-pectivas económicas, sociales y políticas se alteraron aceleradamente, y esas alteraciones provinieron fundamentalmente de las consecuencias entrecruzadas de la renovación demográfica y de la incorporación del capital extranjero a la economía rioplatense. Ya se ha señalado cómo el largo período de las guerras civiles trajo consigo una efectiva incomunicación con Europa, precisamente en la época en que se cumplían allí las etapas decisivas de la revolución industrial. La diferencia del nivel técnico entre Europa y el Río de la Plata se acentuó por entonces marcadamente y, al comenzar la era de la organización, resultó imprescindible atraer los medios económicos para emprender rápidamente la modernización que en el campo de la técnica exigían los nuevos programas que se formulaban para la vida nacional y las nuevas condiciones en que la producción debía desarrollarse para cumplir con ellos. Las obras portuarias, los ferrocarriles, los puentes y caminos, las construcciones, las obras de salubridad y el aprovisionamiento de maquinarias para la producción agropecuaria, exigieron en poco tiempo crecidas inversiones para las que no estaban preparadas las minorías terratenientes que constituían las clases acaudaladas. Se requirieron, pues, empréstitos o se otorgaron concesiones a grupos financieros extranjeros en condiciones variables, gracias a los cuales pudo realizarse una gigantesca labor constructiva y una modificación fundamental en las condiciones de la producción y del transporte, y la consecuencia fue una rápida elevación de los niveles de la producción y la riqueza.

Como era inevitable, estas transformaciones económicas, combinadas con la renovación demográfica, tuvieron una rápida y profunda trascendencia en la vida social. Las minorías dirigentes eran, en general, las poseedoras de los grandes latifundios, forma que adoptaba preferentemente la propiedad raíz; de aquí que su política de atracción tanto de inmigrantes como de capitales extranjeros se orientara hacia la satisfacción de las necesidades que suponía la gran propiedad. Se postergó la posibilidad de estimular una sistemática radicación de la masa inmigratoria sobre cuya base se hubiera podido crear rápidamente una nueva clase de pequeños propietarios rurales, con lo cual se hubiera satisfecho uno de los principios básicos del programa político-social de quienes habían inspirado la política de renovación demográfica; y por el contrario, se trató por todos los medios de que la masa inmigrante sirviera a los intereses de los terratenientes, para quienes el incremento de la actividad pecuaria, desarrollada en alto grado, significaba la ampliación de las expor-taciones de los productos derivados de la ganadería a los países importadores, aquellos precisamente que introducían los capitales y explotaban los métodos industriales de conservación de la carne. La consecuencia de esa política fue la constitución de un proletariado rural socialmente híbrido, cuyas perspectivas radicaban fundamentalmente en el abandono de los campos y en las tentativas que pudiera hacer en los grandes centros urbanos. Sólo en menor medida se desarrolló la agricultura, con preferencia explotada por los grandes propietarios mediante el sistema de arrendamientos en las zonas de tierras fértiles, y en escala incluso mucho menos desarrollada bajo la forma de colonias o pequeñas explotaciones individuales. De este modo, aunque se consiguió acrecentar la producción y el volumen de las exportaciones, con el consiguiente equilibrio progresivo de la balanza comercial, se echaron las bases de un disconformismo social que crearía un principio de inestabilidad entre los propietarios, los arrendatarios y los asalariados rurales, cuya consecuencia sería el continuo éxodo hacia los centros poblados.

Buenos Aires, Montevideo y Rosario fueron las que atrajeron mayor número de personas deseosas de probar fortuna al calor de la vigorosa actividad portuaria y comercial, pero otros muchos centros urbanos recogieron en menor medida numerosos núcleos de población, como Bahía Blanca, Córdoba y Mendoza; y constituye un curioso fenómeno económico-social la fundación en la Argentina de la ciudad de La Plata, en 1882, en la que se operó una artificial concentración de población y riqueza, efímera por la imposibilidad de competir con el puerto de Buenos Aires. En todas ellas se constituyó rápidamente un proletariado urbano adscripto a actividades económicas no productivas y caracterizado por un alto nivel de consumo; y como aprovechaba el necesario tránsito de la riqueza hacia los puertos, insertándose en la actividad comercial derivada, obtuvo múltiples ocasiones que pudieron utilizar individualmente muchos de sus miembros para operar su ascenso hacia las clases medias. La inestabilidad social fue, pues, en las ciudades, un fenómeno tan típico como el de los campos.

Esos grupos sociales —urbanos y rurales— caracterizados por su dependencia y su inestabilidad, constituyeron durante algún tiempo la clientela política de las minorías dominantes, pero buscaron poco a poco su propio nivel a través de otras organizaciones políticas que supieron ofrecerles satisfacción para sus anhelos: el partido Colorado en Uruguay y la Unión Cívica Radical en Argentina.

Partido de larga tradición, el Colorado había representado en el Uruguay la fuerza renovadora y liberal frente al nacionalismo blanco. La mayoría de la inmigración, especialmente la de origen italiano, se incorporó a sus filas y engrosó su número al mismo tiempo que tonificaba su actitud popular, actitud que robusteció José Batlle y Ordóñez desde el momento en que comenzó a dirigir el partido y el país. Las circunstancias fueron dramáticas. Batlle Ordóñez alcanzó la primera magistratura dentro de un régimen de compromiso con el partido Blanco, y se evadió de él tras una guerra civil en la que consiguió derrotarlo y eliminar a su caudillo, Aparicio Saravia, en 1904. A partir de entonces, inicia Batlle una política que, de liberal, pasa a ser socialista. Si en lo político alcanza su más alto punto con la reforma constitucional de 1917 que consagra —aunque muy limitada— la tesis del Poder Ejecutivo colegiado, en lo social logra imponer una legislación avanzada en lo referente a la previsión y las relaciones entre el capital y el trabajo, que acaso exceda a las demandas y a las necesidades de su época pero que, sin duda, ha prevenido los conflictos que, inevitablemente, debían suscitarse con el correr del tiempo.

La política de Batlle llevó al poder a una clase media de orientación democrática y popular que, al mismo tiempo, manifestó cierta tendencia al estatismo, preconizado por el jefe colorado. Era un signo más de la evolución de su pensamiento hacia la izquierda, y de la flexibilidad y previsión de su política, que aspiraba a ajustarse a la realidad adivinando el sentido de su transformación. Algo muy distinto debía ocurrir en Argentina con el movimiento que encabezó Hipólito Yrigoyen.

Los primeros signos de la inadecuación entre el régimen de las minorías dirigentes y la nueva sociedad plasmada, en gran parte, como resultado de su política, comenzaron a advertirse a lo largo de la presidencia de Juárez Celman e hicieron crisis en la revolución de 1890. Encabezaron el movimiento hombres de tendencia democrática de diversas capas sociales y distintas orientaciones políticas, concordes todos ellos en repudiar el fraude electoral, el “unicato” o prepotencia presidencial y la administración dispendiosa y sin escrúpulos. Pero si el movimiento tuvo eco y pudo finalmente canalizarse en un partido político fue porque aglutinó la masa descontenta de los que se sentían manejados políticamente como mera clientela electoral e ignorados en sus derechos fundamentales. El movimiento —que encarnó pronto la Unión Cívica Radical— fue eminentemente político y exigió sobre todo el libre ejercicio del derecho del sufragio. La cuestión social apenas había aparecido y nadie sospechó que pudiera llegar a ser grave en un país en el que las condiciones de la vida económica eran excepcionalmente favorables para las clases trabajadoras dada la abundancia de los géneros alimentarios. Esta circunstancia hizo que el naciente movimiento soslayara desde el primer momento los problemas económicos y sociales y se transformara pronto en partido mayoritario en virtud de no haber deslindado las posiciones acerca de los puntos fundamentales de la acción de gobierno, con lo cual tuvieron acceso a él todos los que coincidían vagamente en ciertos anhelos primarios de honestidad política.

Encarnó esos ideales Hipólito Yrigoyen, que pretendió forzar a la oligarquía unas veces mediante los movimientos militares y otras con la abstención electoral, que entendía como una sanción moral. Esta última obró en el ánimo del presidente Sáenz Peña, que satisfizo las exigencias de la oposición mediante una ley electoral que establecía el sufragio universal, secreto y obligatorio, bajo cuyo imperio se realizaron las elecciones en que triunfó Yrigoyen en 1916.

Su gobierno renovó los equipos administrativos y políticos, pero no renovó la situación económico-social del país, de modo que nada cambió fundamentalmente. El paternalismo del presidente pudo ser simpático a muchos, pero no constituía una actitud capaz de resolver los nacientes problemas del país en los que no era difícil adivinar —como lo señalaban ya por entonces el socialismo y los movimientos obreros— los conflictos que se preparaban para el futuro. Pero el radicalismo no podía afrontar aquellos problemas porque integraban sus filas hombres de muy distintas orientaciones, oscilando desde la extrema derecha hasta una izquierda ligeramente demagó-gica; y prefirió la inmovilidad, acompañada, por cierto, en el segundo gobierno de Yrigoyen, de inmoralidad administrativa y política.

VI

Dos golpes de Estado interrumpieron la normalidad constitucional en Argentina y en Uruguay; en 1930 un movimiento militar depuso al presidente Yrigoyen en Argentina, y en 1933 dio el presidente Terra un golpe de Estado que suprimió el Consejo de Administración y le entregó la suma del poder. En ambos casos puede advertirse la repercusión de los movimientos autoritarios que por entonces habían aparecido en Europa; pero el desarrollo posterior de la vida política en uno y otro Estado revela la fuerza de las condiciones con que los regímenes anteriores habían moldeado la realidad. En Argentina, en efecto, prosiguió la misma tendencia a ignorar los problemas sociales, agravada ahora con un régimen político en el que la minoría reaccionaria pugnaba por sostenerse en el poder mediante el más descarado fraude electoral. Así se explica el creciente escepticismo político de las masas, que un día irrumpieron violentamente cegadas por las promesas de la demagogia. En Uruguay, en cambio, el episodio dictatorial se diluyó poco a poco, y la presión de la opinión pública forzó a los herederos del “terrismo” a volver al cauce constitucional, para proseguir dentro de un régimen democrático y al mismo tiempo socialmente avanzado.

Ambas crisis —las de salida de los regímenes del golpe de Estado en Argentina y Uruguay— se operaron al promediar o finalizar la Segunda Guerra Mundial. Un clima de revisión predominaba en el mundo con respecto a los saldos políticos de la primera posguerra. Y la diversidad de las situaciones creadas por el radicalismo y el coloradismo en uno y otro país, impusieron finalmente su signo sobre el destino político de cada uno.