Los problemas de la historia social en América Latina. 1965

Los estudios historiográficos tienen una antigua y sólida tradición en casi todos los países de América Latina. Durante la segunda mitad del siglo XIX se trabajó incesantemente en muchos de ellos para reunir y organizar materiales de acuerdo con las mejores técnicas eruditas, y aparecieron numerosas obras —parciales unas y de conjunto otras— que intentaron, y lograron a veces, establecer ciertos criterios que se consideraron fundamentales para la comprensión de los procesos históricos nacionales. Esta tarea se prolongó con los mismos caracteres durante las primeras décadas de este siglo. Se continuó, acaso con más intensidad, la publicación de fuentes documentales y no faltaron los ensayos rigurosos y lúcidos que han agotado ciertos temas concretos. Pero la problemática predominante ha sido la misma, y son escasos —y acaso por eso más meritorios— los esfuerzos hechos para ampliar el horizonte de los temas que se ofrecen hoy al historiador.

Entre estos esfuerzos, deben señalarse los que se han intentado para enfrentar algunos de los grandes problemas de la historia social latinoamericana, problemas de pasado oscuro y complejo y que desembocan en el presente bajo la forma de candentes cuestiones inocultables. Acaso esta urgencia de los problemas latinoamericanos contemporáneos haya sido el móvil indirecto de la preocupación creciente por los temas de la historia social; y se explica que así sea, porque es innegable que los problemas sociales son de tal naturaleza que el conocimiento del proceso que los ha engendrado encierra los datos fundamentales para su comprensión actual. Pero a pesar de todo ello, la historia social no ha tenido en las últimas décadas el desarrollo que hubiera podido esperarse, y aún aparece agobiada por la tradicional gravitación de la historia política. Este hecho merece cierto análisis.

En los países latinoamericanos —tan distintos, por cierto, y tan difícilmente comprensibles como una unidad más allá de ciertos límites— los estudios históricos se desarrollaron intensamente en la segunda mitad del siglo XIX como consecuencia de causas encontradas y diversas. Sin duda los cultivaron y desarrollaron ciertas minorías cultas, de muy fina formación intelectual e impregnadas de pensamiento europeo. Pero sólo en parte fue una pura actitud científica la que las movió a dedicarse a la investigación histórica, como se advierte si se observa que ninguno de los miembros de esas minorías cultas se sumió exclusivamente en ella. Tanto como la pasión del conocimiento, o acaso más, las movió cierta militancia política, tanto en sentido lato como en sentido estricto. Y de esa confluencia de motivaciones obtuvo el saber histórico cierta inobjetable gravitación.

En Juvenilia, publicada en 1882, cuenta el novelista argentino Miguel Cané que un viejo condiscípulo fracasado justificaba su oscuro destino sosteniendo que, aunque tenía disposición para las matemáticas, su ignorancia de la historia le había impedido progresar. “Desengáñate, el que no sabe historia no hace camino”, decía; y agregaba: “Mi hijo, que tiene seis años, empieza a deletrear un Duruy. No hay como la historia, y si no, mira a todos los compañeros que han hecho carrera”. La observación de Cané —uno de los miembros más representativos de la generación argentina del 80, progresista y liberal— recogía un hecho tan exacto como significativo. Saber historia era, en los países latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XIX, tener opinión acerca del proceso de constitución del país o, mejor aún, participar en alguna medida en el arduo proceso de definición de la nacionalidad. Porque esta era, en el fondo, la motivación sustancial de la pasión que suscitaban los estudios históricos.

El problema no era absolutamente original. También en Europa y en Estados Unidos la historiografía romántica había estado movida por el afán de definir las nacionalidades. La búsqueda del “espíritu nacional”, del Volksgeist, había originado nuevas preocupaciones científicas que tenían, sin embargo, una vertiente política. Pero en los países de América Latina esta vertiente era mucho más acentuada, y con razón. El movimiento emancipador había creado a principios del siglo XIX un conjunto de países de idéntica raíz, constituidos al calor de situaciones muy semejantes y con un futuro que se insinuaba con problemas muy parecidos. Hallar la peculiaridad de cada uno de ellos era empresa difícil, y, sin embargo, fundamental no sólo para afirmar su independencia del poder español, sino también para justificar su segregación de vastas áreas tradicionales, como los antiguos virreinatos, o de nuevas áreas políticas como la Gran Colombia creada por Bolívar y de la que se desgajaron tres países. Fue esa dificultad la que desencadenó el afanoso análisis del pasado, la exploración cuidadosa de los nimios detalles propios de cada desarrollo regional y, además, la sobreestimación de un patrimonio legendario y heroico que se trataba de exaltar envolviéndolo en una atmósfera carismática.

Esta fisonomía particular de la historia concebida como historia comprometida en relación con un problema vivo, pero exclusivamente como historia del desarrollo político, configuró los estudios históricos tradicionales. Frente a ellos, en cierto modo, la historia social nació también al calor de problemas vivos, antes apenas percibidos, pero que hicieron irrupción ya en la última década del siglo XIX en algunos países, y más tarde en otros. Su naturaleza es, pues, semejante. Y así como los problemas vivos que alimentaron la historia tradicional siguen siendo vivos, del mismo modo parece evidente que la historia social no podrá desprenderse de su compañía y deberá hallar un planteo temático y un método que no los separe. Acaso en esto consista la mayor dificultad.

Quizá pueda afirmarse que en todas partes la historia social es inseparable de la historia política. En mi opinión es así. Pero quizá en el campo de la historia de los países de América Latina esta relación sea más estrecha y acaso más inseparable que en otros. El plazo de cuatro siglos y medio que cubre la historia del proceso de mestizaje y aculturación desarrollado en América no ha sido, ni podía ser, suficiente para otorgar estabilidad a las situaciones sociales y culturales, y, en consecuencia, los conflictos no pudieron resolverse de otro modo que acudiendo a actos de poder que aseguraran el predominio de ciertos grupos. Esta circunstancia frecuente en todas partes, pero más característica en la situación latinoamericana, enlaza la historia social y la historia política, y torna peligroso un acentuado desdén por la última, pese a la ya visible insuficiencia de sus planteos.

Quizá, en rigor, corresponda una total reconsideración de la historia política, revisando sus criterios tradicionales y reemplazándolos, acaso, por otros más ricos y complejos. Si así se hiciera, podría obtenerse para la historia social un cuadro adecuado en el que se insertaran sus problemas legítimamente, y sin el cual, por cierto, ninguno de los grandes problemas de la historia latinoamericana podría entenderse cabalmente. Un ligero examen de alguno de esos problemas podría probar la exactitud de esta afirmación.

Un capítulo fundamental es el de la conquista y la colonización durante los primeros siglos de la dominación hispanolusitana. Los problemas que allí se originaron con motivo de la impostación de un núcleo conquistador y colonizador sobre la masa aborigen derrotada recibieron distintas y sucesivas soluciones; pero ninguna de ellas acabó con aquellos. Los problemas subsisten aún hoy, y si constituyen un tema histórico, constituyen también cuestiones de palpitante actualidad. ¿Cómo establecer los límites entre lo que es tema de investigación y de análisis y lo que es candente problema social y político? Con distinta intensidad y diferente aspecto, la cuestión del enfrentamiento entre los grupos blancos y los grupos indígenas, negros, mestizos, etc., ha asumido caracteres de problema decisivo en distintas épocas y en diferentes países. En cada una de esas circunstancias han podido advertirse a un tiempo, por una parte, una política destinada a asegurar el predominio de cierto grupo, y por otra, una renovación de los estudios antropológicos, sociológicos e históricos relacionados con el fenómeno de mestizaje y aculturación. Esta interacción de actitudes ha condicionado el estudio de los problemas de la historia social, puesto que, en la medida en que son problemas vivos que han originado y siguen originando actos de poder, se insertan inevitablemente en el cuadro de la historia política y responden en sus planteos a las incitaciones de la política misma.

Sin embargo, la historia social debe hacer un esfuerzo para trasladar sus temas al campo de la más estricta objetividad. Este esfuerzo, por cierto, no es fácil, y su obstinada dificultad es quizá lo que retarda el desarrollo de esa disciplina. Por lo demás, las casi inevitables implicaciones de tipo ideológico que entrañan esos temas hacen el esfuerzo aún más difícil. El análisis de los fenómenos de aculturación en México o en Perú deja filtrar una teoría acerca de la legitimidad de las influencias extranjeras; y si suscita una determinada actitud con respecto a Cuauhtémoc o a Hernán Cortés, muy pronto se ve envuelto, aunque sea de lejos e indirectamente, en la necesidad de cierta toma de posición con respecto a la influencia española; pero es evidente que, por extensión, roza el fenómeno del imperialismo y se ve cercado por ásperos problemas contemporáneos.

Cosa semejante ocurre con el capítulo de la emancipación política. Durante muchos decenios el tema se ha mantenido dentro de los marcos románticos. El acopio exhaustivo de documentación sobre cada uno de los distintos y minúsculos aspectos del episodio de la emancipación, y la indagación biográfica de sus actores, han servido para definir y afianzar la idea de las nacionalidades que durante algún tiempo ha sido una idea polémica. Pero una vez logrado ese propósito el lema comenzó a adquirir un carácter superabundante y retórico. Entre tanto, otros enfoques del mismo problema comenzaron a surgir desde el campo de la historia social. El problema de las influencias ideológicas se combinó con el de los grupos que promovieron o se opusieron al cambio, y el análisis económico social de esos grupos renovó de raíz el tema de la emancipación. Pero por esa vía, el problema perdió prontamente su carácter retórico y volvió a adquirir un tono polémico. Los grupos que fueron llamados “patriotas”, aun cuando siguieran considerándose como tales, comenzaron también a ser identificados de modo más preciso en términos económico-sociales. Se vio en ellos sectores de la burguesía urbana con intereses definidos y opuestos a los de otros grupos, se identificaron más precisamente los caracteres de su mentalidad y de sus actitudes, y en ellas se percibieron los puntos donde podían arraigar las influencias ideológicas extranjeras y favorables al cambio.

Este planteo renovó, naturalmente, toda la perspectiva del primer período independiente, generalmente caracterizado en muchos países por las guerras civiles. Los sectores regionales y sociales en pugna aparecieron muy pronto enfrentados no sólo por una concepción política y una idea acerca de la forma de organización del naciente país, sino también, y fundamentalmente, por intereses locales o de grupos que se favorecían o perjudicaban con la forma de organización política en discusión. A los grupos burgueses ilustrados se opusieron las masas campesinas insurrectas. A los ideólogos saturados de ideas europeas, los “caudillos” intuitivos que expresaban ciertos imprecisos anhelos colectivos de los sectores populares. Y por esa vía surgieron diversas interpretaciones que tornaron polémico el tema, antes retórico, de la independencia nacional, y enriquecieron un cuadro que comenzaba a hacerse lánguido.

Finalmente, deberían señalarse, entre los capítulos más importantes de la historia social, los que se relacionan con la adecuación del área latinoamericana a las transformaciones que produjo en el mundo la Revolución Industrial. En rigor, buena parte de los cambios operados desde la segunda mitad del siglo XIX tienen que ver con ese proceso en alguna medida. Pero esos cambios adoptaron en cada país formas diversas. La “Reforma” mexicana apeló a ciertas raíces indígenas y criollas frente a la explícita ofensiva del capital europeo personificado en los ejércitos invasores; pero por otra parte aceptó e impuso ciertas tendencias del progresismo europeo que al cabo de cierto tiempo impregnaron el movimiento con su propio contenido. Un examen de lo que ocurrió en México desde Juárez hasta Justo Sierra ofrece, en el campo de la historia de las ideas, alguna pista para entender un proceso que puede trasladarse al terreno de la historia social. En la Argentina, en cambio, la generación que promovió la “organización nacional” después de 1852, y sobre todo la generación de 1880, que llevó hasta sus últimas consecuencias esos puntos de vista, fueron europeizantes desde el primer momento y procuraron adaptar el país rápidamente a las nuevas condiciones creadas en el mercado internacional por la Revolución Industrial. Frente a la demanda de materias primas alimenticias desencadenada por la concentración urbana europea, la Argentina decidió modificar todo su sistema de producción de carnes y cereales, para lo cual decidió al mismo tiempo modificar toda su estructura social atrayendo una inmigración masiva que operó cambios sustanciales en la composición social y demográfica del país. Pero no fue la Argentina: fue un sector de propietarios de tierras para el que esa operación significaba aprovechar una coyuntura excepcionalmente favorable. Esta actitud de ciertos grupos desencadenó, a su vez, una actitud inversa. Cuando José Hernández reivindica al “gaucho malo” en la figura de Martín Fierro, y al viejo caudillo en la de Peñaloza, llamado “el Chacho”, reacciona contra la ola inmigratoria europea, contra la nueva economía intensiva que había comenzado a oponerse a la pura economía de consumo propia del pastor nómada y contra las ideas europeas que presidían la “organización nacional“. El tipo de “pulpero”, del comerciante italiano o español establecido con un negocio de “ramos generales” en las zonas rurales, cobra el valor de símbolo para el poeta que evocaba nostálgico la antigua libertad errabunda de los pobladores de la pampa. La minuciosa actividad del comerciante que compraba y vendía con un estrecho sentido de la ganancia y del ahorro parecía despreciable a quien consideraba que la antigua grandeza del hombre libre de los campos, ajeno a toda preocupación económica y capaz de matar una vaca para comer la lengua, constituía el rasgo predominante de la vida argentina. Pero comprobaba que la “civilización” —como llamó Sarmiento a la nueva forma de vida por oposición a la “barbarie” tradicional— empujaba inexorablemente hacia la marginalidad a esos sectores rurales que, por lo demás, no tenían más apoyo que la actitud paternalista de los propietarios de la tierra.

Estos problemas adquirieron importancia decisiva en los países monoproductores, cuya economía y cuya sociedad estaban fundadas exclusivamente sobre el café, la caña de azúcar, el banano, el guano, el salitre o el estaño. Un pequeño grupo social —a veces un pequeño grupo familiar— controlaba toda la riqueza, y la necesidad de ajustar las exportaciones a las demandas del mercado internacional y, naturalmente, la política interior, en la cual la regulación de los grupos sociales era un punto fundamental. Para esas minorías, el problema fundamental era el mantenimiento de la mano de obra barata, y toda otra consideración cedía frente a esta exigencia de sus planes.

No es difícil imaginar las dificultades que entraña, en el orden científico, plantear rigurosamente tales temas, tan comprometidos. ¿Quién podría abordar el problema de la historia de la “estancia” argentina sin sacar a luz todo el proceso de la ocupación indebida de la tierra, de la utilización del poder político para lograrla y conseguir buenos frutos de ella, de la sumisión a los poderosos grupos financieros que controlaban la colocación de sus productos en el mercado internacional? Y, sin embargo, es visible que una historia de la “estancia” argentina constituye uno de los temas vitales de la historia social de ese país, como la historia de la explotación del salitre y el cobre lo es de la de Chile y Perú, o la de las plantaciones de caña de azúcar y de café lo es de la de Brasil.

El examen de estos y otros capítulos de la historia social de los países del área latinoamericana, tan compleja como sea la investigación de los datos y tan arriesgada como sea la elaboración objetiva de las hipótesis de trabajo, comienza a renovar en sus raíces la comprensión del proceso histórico de esta zona tan diversa en su fisonomía y tan compacta si se considera su situación frente a las áreas de pleno desarrollo económico. Pero con ello, no sólo podrán aclararse los problemas de la historia social sino también los de otros planos de la vida histórica aparentemente mejor conocidos.