¿Quién no ha observado que Londres sufre un profundo cambio? Cualquiera que conociera la antigua capital del Imperio —o que tuviera presente su idealizada imagen— descubriría en la ciudad actual una fisonomía desacostumbrada. No es necesario que conozca los secretos del proyecto de planeamiento elaborado por M. Abercrombie. Basta con que haya visitado las nuevas remodelaciones de la ciudad —Barbican, por ejemplo—, y sobre todo que haya echado de menos las nutridas bandadas de white collars que antes cubrían las calles, especialmente a la hora de entrada y salida de las oficinas, revelando la tenaz permanencia de una clase media de arraigadas tradiciones, decidida a ignorar los cambios que desencadenó la Europa de la primera posguerra. Y si las echa de menos, se sentirá más profundamente tocado por las nuevas bandadas de hippies que abundan por Picadilly Circus o por King’s Road, y por la impronta que la nueva actitud humana va dejando en todos los sectores sociales.
Londres cambia de fisonomía, y no se trata de un cambio superficial que se agote en la remodelación urbana o en la transformación de las costumbres. Londres cambia de estructura social y mental, y su caso es, sin duda, uno de los más curiosos y apasionantes del mundo de nuestros días. Sobre todo porque su intensidad es proporcional a la de otros cambios que se escalonan en su historia de ciudad poderosa y metropolitana. Si hoy se modifica su fisonomía y su estructura, es porque se ha desmoronado todo un sistema que fue, ciertamente, no sólo el más vigoroso del siglo XIX, sino también su expresión más alta y significativa.
Pero conviene no apresurarse, porque el sistema que se desmorona no nació de un solo cambio, sino de varios escalonados, que conviene tener en cuenta.
Hay una larga historia de Londres; pero no la desfiguramos si olvidamos su remoto pasado y la observamos solamente desde el siglo XVII. Entonces fue cuando Inglaterra hizo las dos grandes revoluciones —en 1648 y en 1688— que ajustaron su régimen político a la nueva estructura burguesa de un país que llevaba hasta su más alto nivel el desarrollo mercantilista. Londres era no sólo la capital de Inglaterra, sino también su corazón; reunía medio millón de habitantes, en tanto que Bristol, que le seguía en orden de importancia, sólo tenía treinta mil; y era el primer puerto y el nudo de la vasta actividad económica del reino. Por eso tuvo un papel decisivo en las revoluciones políticas, y por eso acusó más que ninguna los cambios políticos y sociales que las revoluciones consagraron.
Londres cambió profundamente. Pero una circunstancia particular ahondó esos cambios. Entre las dos revoluciones, precisamente cuando se amasaba la profunda crisis social y política, Londres sufrió un cambio profundo como ciudad, un cambio que acentuó la transformación de su estructura urbana, su estructura social y su estructura mental. 1665 fue el año de la “gran plaga”, esa formidable epidemia de la que, entre otros, nos ha dejado un vivido recuerdo Daniel Defoe en un libro memorable. Además de los cien mil habitantes que murieron víctimas de la enfermedad, muchos abandonaron la ciudad, dejándola desierta y como condenada. Y al año siguiente, un descomunal incendio —el “gran fuego”— destruyó la mayor parte de la ciudad, tal como lo describiera Samuel Pepys, haciendo desaparecer prácticamente la ciudad medieval. Ambas catástrofes liquidaron el pasado físico de Londres, precisamente cuando se preparaba y consumaba el gran cambio institucional, y la extraña coincidencia tuvo extensas y profundas repercusiones. Hubo, repentinamente, una nueva Londres.
Esa nueva Londres sería la del siglo XVIII, la ciudad del doctor Johnson, cuyo ambiente reflejan Boswell, Sheridan, Jane Austin. La gente fue distinta, como distinta fue su manera de pensar y las relaciones que se anudaron en su seno. Londres fue la capital del reino de la monarquía constitucional, con una aristocracia aburguesada y una burguesía aristocratizante, con una extensa clase media muy fluida y, todos, con claros ideales burgueses que saturaban la vida social. Burguesas fueron las ideas del doctor Johnson y las de sus contertulios: las del actor Garrick, las del pintor Reynolds, las del novelista Goldsmith. Eran la expresión de los grupos triunfantes en la revolución de 1688, aquellos más comprometidos con el nuevo orden. Y la ciudad que se erigió después del gran incendio lo fue también. Un gran arquitecto, Christopher Wren, sancionó —desde la nueva catedral de San Pablo— el nuevo gusto arquitectónico de los grupos dominantes, un neoclásico imponente que exaltaba el poderío material de los londinenses y demostraba la grandeza de su ciudad capital, en cuyo puerto se concentraba la mayor riqueza del mundo. Fleet Street veía pasar cotidianamente el cortejo de los grandes comerciantes y en sus pubs se discutían los negocios y los problemas políticos de todo un mundo.
Este cambio de Londres proporcionó la fisonomía a la ciudad, quizá la más representativa del siglo XVIII. Pero no fue un cambio definitivo. A diferencia de otras ciudades, que perpetúan la fisonomía de su época de esplendor, Londres la alteró una segunda vez, precisamente porque aun alcanzó un esplendor mayor durante la época victoriana. Fue entonces cuando comenzaron a concretarse los resultados de la revolución industrial, y Londres fue la primera capital del progreso. En los años de la reina Victoria, la ciudad acusó el impacto de la gran transformación industrial. Primero fue la ciudad de Dickens, la de los ambientes sombríos que el novelista reflejó en su Oliver Twist, llenos de la nueva miseria que el progreso trajo consigo. Pero poco después el progreso cubrió la miseria —sin resolverla—, y más que la sordidez del East End gravitó sobre la imaginación de los londinenses y de sus visitantes el espectáculo absolutamente nuevo de la ciudad tecnificada. Londres sobrepasó los dos millones de habitantes y disfrutó de una paz social pocas veces turbada, gracias a la canalización de los conflictos sociales y, sobre todo, a la riqueza que afluía hacia ella desde todas partes del mundo. Todas las nuevas necesidades de una gran metrópoli se experimentaron allí por primera vez, y allí encontraron respuesta por primera vez, gracias a los recursos que proporcionó el desarrollo tecnológico. Los transportes, los servicios públicos, las exigencias del confort, todo —o casi todo— fue experimentado y resuelto en Londres por primera vez, según las nuevas posibilidades de la técnica. Londres fue la capital del progreso, y su omnipotente burguesía, que extendía sus negocios por todo el mundo, podía pasearse orgullosa por Whitehall o por Trafalgar Square sabiendo que vivía en la ciudad que era el modelo del mundo moderno.
Para vivir, la burguesía prefirió los barrios tranquilos que ordenó alrededor de cerrados jardines: Belgravia, Berkeley Square, Russell Square, y esas calles llenas de burguesa distinción de Mayfair. Y alrededor de la City concentró sus negocios, en un ambiente nervioso del que el buen londinense se retiraba temprano para acogerse a las delicias del home victoriano o del club que prolongaba la privacity del hogar. Severas reglas morales, arraigadas convenciones, criterios precisos acerca de lo que era lícito o no era lícito hacer, dieron a la burguesía londinense, educada en severos colegios, una formidable consistencia social y moral y una forma de mentalidad extremadamente coherente.
Tan fuerte fue la burguesía londinense y tan robusta su mentalidad que pudo sobreponerse al disolvente impacto que provocaron en todo el mundo las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Todo el mundo cambió, pero Londres pareció no cambiar. La crisis se produjo, y nadie fue más certero que Galsworthy para reflejarla en La saga de los Forsyte. Pero era una crisis contenida por la vigorosa estructura de la burguesía y por la casi férrea solidez de su mentalidad. Londres no conoció el desborde parisino, y a la salida de las oficinas seguían viéndose las bandadas de white collars como expresión de una clase y de un sentimiento mayoritarios.
Empero, una posguerra pudo ser sobrepasada, pero no dos. El bombardeo de Londres jugó como la plaga y el incendio del siglo XVII. Lo que se mantenía por la vigorosa fuerza de la inercia se desplomó, y al cabo de poco tiempo nadie pudo acudir al peso de la tradición para defender unas formas de vida que ya no correspondían a la realidad. Caído el Imperio, Londres dejó de ser la capital de un mundo que giraba a su alrededor y comenzó a vivir según los ritmos de la nueva vida. Eran ritmos de rock and roll y no se adecuaban al traje negro, a la galera y al paraguas. Un día aparecieron en el seno de la burguesía —no nos extrañemos— los hippies que revolvían los arcones para buscar las ropas que no siempre encontraban en Carnaby Street. Y cuando la reina consagró a los Beatles, autorizó a los buenos burgueses a comprender a sus hijos que emigraban de sus filas para “vivir su vida”, como se hubiera dicho en el París de los años veinte.
Enoch Powell, y muchos con él, se indignan ante la invasión de la gente de tez de color en Londres. Es un signo de los tiempos, y del cambio que los tiempos han traído a Londres, victoriano hasta ayer. ¿Cómo será la capital del reino inglés, nada más que del reino inglés? Acaso sea Londres la ciudad destinada a elaborar nuevos modos de vida, cruzados de modernidad y tradición.