Situado entre el pasado y el futuro, Sarmiento cobra a mi juicio su verdadera perspectiva. Si de otros puede decirse con certeza que pertenecen solamente al pasado, de Sarmiento no es posible afirmar lo mismo. Algo hay en él que no ha muerto, y acaso pudieran repetirse pensando en él las palabras que escribió sobre Quiroga: “No, no ha muerto. Vive aún. Él vendrá”. No se requiere apelar a la vana esperanza de su regreso para descubrir su proximidad y su permanencia. Sarmiento no tiene necesidad de que se anuncie su retorno porque no ha desaparecido de la vida argentina. Pero no porque obraran en él misteriosas fuerzas, sino por la peculiaridad de su genio, cuyas incitaciones recobran en cada circunstancia actualidad, eficacia y dimensión contemporánea.
Hay, sin duda, un Sarmiento muerto. Hombre de su tiempo, acogió lo que las circunstancias le impusieron. Descubrió los interrogantes y las exigencias de su contorno, y respondió a unos y otras con las respuestas y las actitudes que las circunstancias le aconsejaron. Si buscamos en Sarmiento el conjunto de las ideas que expuso frente a aquellos problemas, las obras en que cuajaron sus preocupaciones, hallaremos un hombre de su tiempo, sin más resonancia para nosotros que la que desencadene la admiración de una existencia combativa que no se sustrajo a los compromisos a que lo obligaba su propia grandeza. Pero hay al lado de ese un Sarmiento vivo. Ese a cuya imagen se ofende cada día y cuya memoria se reivindica cada día, porque ni para atacarlo ni para defenderlo pensaríamos tanto en él si no descubriéramos que es algo vivo que está unido a nuestra propia existencia. Y ese Sarmiento vivo no es el de sus obras ni el de sus ideas, sino el del impulso creador, capaz de suscitar no sólo esas obras y esas ideas que creó, sino otras muchas, para su tiempo y para otros tiempos, en sus circunstancias y en las que se presentan renovadas cada día. Porque Sarmiento está unido a la idea de cambio y al desdén de la maraña de intereses y prejuicios que suelen ser considerados indiscutibles o sagrados. Y por esa virtud sobrepasa su propia obra y se asocia a todas las obras de quienes aprenden en su ejemplo.
Sarmiento tiene la figura del disconformista. Así aparece a través de su estilo literario, de su estilo de pensamiento, de su actitud polémica, de su actitud demoledora. Desde cierto punto de vista es un romántico; pero el disconformista se torna constructivo en cuanto tiene en la mano el cincel y el martillo, y se muestra obsesionado por la fruición de crear formas nuevas con los mismos instrumentos, acaso, con que destruyó otras que le parecían caducas y opresivas. Fiel a su condición, mantuvo hasta el fin su disconformismo, y culminó su hazaña en su vejez rebelándose contra sí mismo, contra sus ideas y sus obras, lleno de dudas y de preocupaciones, acaso ansioso de empezar de nuevo a demoler y a crear.
Su disconformismo se extremaba frente a las verdades convencionales, monstruos sagrados que excitaban su vehemencia y lo tornaban pugnaz e implacable. Tenía la intuición de que las verdades convencionales constituían el obstáculo más vigoroso para el triunfo de la verdad, porque sabía, como Tertuliano, que “todo lo que se ha edificado contra la verdad, se ha edificado sobre la verdad misma”. Pero tenía también la intuición de la verdad radical, o al menos la intuición de que su vida cobraba sentido en la medida en que la consagrara a su conquista. Y se empeñó en esta persecución infatigable, a través de todas las oposiciones y todos los intereses, dejando, ciertamente, en cada embestida pedazos de la piel. Si a veces parecía un iluminado —pese a la sustantiva humanidad de su palabra, pese a la inexorable adhesión de su pensamiento a la realidad sensible—, era porque comprometía la totalidad de su personalidad en cada combate, como si fuera el último y decisivo y porque su apelación a la verdad radical reposaba en cierta confianza trascendente en su capacidad de triunfar contra las engañosas apariencias y las verdades convencionales.
Él sabía muy bien la fuerza de la verdad convencional. Sabía que constituye una casirealidad sostenida, vigilada y alimentada por unos y por otros, fariseos de todas las especies y celadores de todas las ortodoxias. Pero sabía también que poseía una rara capacidad para desnudar la mentira, a manotazos, sin que lo contuvieran falsos pudores. Su palabra desvanecía la verdad convencional como espectro ante la conjuración del exorcista, y quedaba ante los ojos de quienes lo escuchaban desnuda la mentira, horrible y despreciable en su desnudez, y alcanzaba la vergüenza de su fealdad a quienes habían procurado recubrirla con ropaje que no le convenía y embellecerla con el reluciente brillo de la verdad. Y no era extraño que así sucediera. La verdad está más cerca de quien está más cerca de las cosas, y Sarmiento tenía una sensibilidad táctil para el mundo que lo rodeaba, gracias a la cual podía llegar desde el primer contacto a la materia de las cosas. Así alcanzaba la materia íntima de la verdad, la más elemental y primaria acaso, pero la que es inexcusable haber conocido para saber, sin pensar en ello, cuándo lo que se dice de la cosa comienza a desviarse hacia la pérfida traición de las palabras, cómplices sobornables de quienes necesitan edificar sobre la verdad lo que quieren edificar contra la verdad. Era en el fondo un español unamunesco, este Sarmiento que renegaba de España como un verdadero español, en el que se escondía la vigorosa contextura interior del romano, fiel a la enseñanza de la experiencia. Sarmiento había descubierto, como ellos, la grandeza de lo contingente, y atesoraba su experiencia y la ajena en el odre nuevo que era él mismo, en el que cobraba nuevo sabor. Y algo en la yema de los dedos le advertía lo que era realidad y lo que era sólo sombra, palabra sobornable, interesada construcción erigida sobre la verdad.
Sarmiento buscó la verdad radical en la realidad del mundo sensible, con el que sentía que se comunicaba fluidamente, sin vacilaciones metafísicas. No le atraía la especulación sobre la verdad, ni la formulación abstracta de la verdad, ni lo azoraba el espectro del realismo ingenuo. Poseía una fe inalterable —fe de romano— en la experiencia y la buscaba en la realidad sensible, que era para él contorno y paisaje, y en lo contingente, que era para él historia. Si alguien ha llegado a la entraña de la historia —aún más allá de lo que él mismo alcanzó a formular— ese es Sarmiento, historiador nato, ajeno a las escuelas, pero agudamente sensibilizado para la percepción de lo contingente y de su grandeza.
Por eso tuvo una clara idea de la vida histórica. Sarmiento rechazó no sólo la historia convencional que se le ofrecía elaborada y oficializada, sino también la idea de la vida histórica que esos esquemas entrañaban. La rechazó como rechazaba toda verdad convencional, y se aplicó a la busca de una historia radical que fuera auténtica expresión de la experiencia del hombre argentino, una historia cuya expresión verbal no fuera un collar de convenciones, sino una traducción exacta de la sucesión de las situaciones en cuyo fin pudiera hallarse coherentemente la red inconfundible de la situación de su tiempo. Ciertamente, creyó haberla hallado en un dramático juego de antinomias, perceptibles unas como fenómenos y otras como idea, no expresado en una combinación dialéctica sino en simple oposición de contrarios cuyos términos parecen excluirse.
Al fin de cuentas, la clásica antinomia “civilización y barbarie” oculta la antinomia “libertad y necesidad”. Pero para Sarmiento la historia es cosa de los hombres de carne y hueso —por eso prefería la biografía como género— y no puede agotarse en la descripción de antinomias abstractas. Las antinomias se resolvían en su espíritu en personalidades, porque quería percibirlas a través de fenómenos y quería traducirlas como tales fenómenos. En la situación de su tiempo, Sarmiento quiso resolver la antinomia “libertad y necesidad” en elementos de experiencia, y lo logró, acaso sin mucha conciencia de ello, y gracias al recto funcionamiento de una eficaz intelección del funcionamiento del mundo real. “Necesidad” fue para él una combinación de naturaleza y cultura y se manifestó en una combinación de elementos telúricos y de elementos históricos, que podría reducirse a la interacción de paisaje y tradición: tales son los elementos dados al hombre. “Libertad”, en cambio, era la posibilidad de la acción del hombre para sobreponerse a esas determinaciones, siempre que la acción creadora fuera capaz de moverse dentro de los fines posibles. La vida histórica, parecería decir, es el resultado de la acción creadora sobre la necesidad. Eso es, en última instancia, la traducción de “civilización y barbarie”.
Dentro del pensamiento de Sarmiento, este papel decisivo concedido a la acción creadora en constante lucha y permanente esfuerzo acentúa el carácter dinámico de la vida histórica. Acaso sea oportuno recordar aquí que la concepción que presidía la obra de Mitre tenía un signo diverso. Obsesivamente, Mitre aspiraba a conocer y sistematizar el pasado para establecer los esquemas inconmovibles de la vida argentina. Su fin era definir los elementos permanentes en el flujo del cambio; y en el proceso de formación de una entidad política que se desgajaba revolucionariamente del orden virreinal, procuraba atisbar las prefiguraciones de la idea de nación, que esperaba ver cuajar en la historia y que, por cierto, él ayudó a realizar. Era un esquema propio de la historiografía del siglo XIX, pero era, sobre todo, el esquema necesario para dar forma al informe complejo que se había desgajado del orden virreinal y transcurría en medio de desesperadas aventuras hacia la conquista de su propia personalidad. Mitre aspiraba a acelerar ese proceso, definiendo lo que en el cambio perduraba, lo que quedaba decantado a lo largo de las transformaciones. Por eso sus arquetipos fueron San Martín, Belgrano y Rivadavia, autores de la organización y conformación de entidad nacional. Y él mismo se comprometió en la misma obra, y formuló en el campo de la política el principio que presidía su concepción historiográfica: “Hay una nación preexistente”, según dijo en la legislatura de 1854 al discutirse la Constitución del Estado de Buenos Aires. La “nación preexistente” adquiría la forma de lo inamovible, casi de lo sagrado, como se hizo sagrado con él el culto de los héroes. En rigor, era todo el pasado el que, en su pensamiento, se fijaba hasta adquirir una grandeza carismática, que ponía sus creaciones y sus contenidos a cubierto de la crítica y de la revisión.
Así surgía de la concepción de Mitre un pasado estático. De la de Sarmiento, en cambio, se desprendía una noción más imprecisa del pasado argentino, pero más atenta a las fuerzas primarias que operaban en él. Si los héroes preferidos de Mitre fueron Belgrano y San Martín, los de Sarmiento fueron Facundo Quiroga, Aldao y el Chacho, caudillos bárbaros a quienes odiaba y admiraba a un tiempo, seguramente porque reconocía en ellos cierta extraña potencialidad que jugaba decisivamente en la vida argentina. La preocupación de Sarmiento no fue establecer y estimar el saldo permanente que iba quedando de la sucesión de los avatares de nuestra historia. Por el contrario, eran los avatares mismos los que le atraían, y el objeto de sus reflexiones fue establecer el sentido de los cambios constantes, los secretos de su sucesión, las fuerzas que los provocaban una vez tras otra. En última instancia, Sarmiento perseguía la huidiza fisonomía de las diversas respuestas que los cambios significaban a las incitaciones del paisaje y de la tradición. Y en cada una de ellas veía un momento, valioso en sí mismo pese a su contingencia, porque, al fin, toda la historia y la vida misma no eran para él sino contingencia.
El pasado contingente creaba a sus ojos un presente contingente también, y como tal, apto para recibir la impronta de la acción, elástico, versátil y fugitivo. Frente al presente, Sarmiento no erigía un sistema hierático ni una estructura rígida, ni ningún estilo de absolutos que limitara la posibilidad de la acción. Por el contrario, lo imaginaba como un conjunto de situaciones primigenias que requerían respuesta y exigían el pronunciamiento vital y la acción comprometida. Sarmiento opone el hombre al héroe. Advierte las miserias pero reconoce la pujanza de sus personajes. Y cree en la biografía como el mejor de los caminos para la comprensión de la historia, porque identifica y dibuja la acción del individuo, y señala con precisión el impacto que produce sobre el conjunto de las situaciones dadas.
Así dibuja Sarmiento un pasado dinámico, activo, cambiante, con el que se integra el presente en una unidad plenamente coherente: porque el pasado contingente se enlaza con un presente contingente, sin que ni uno ni otro admita o tolere la erección de cuadros rígidos que lo inmovilicen. En esa ecuación, el futuro se integra libremente, y Sarmiento se proyecta sobre él, no a través de la imagen preconcebida, necesariamente estática, sino a través de una línea de movimiento que ofrece innumerables perspectivas. ¿Por qué es sensible Sarmiento a esta vaga esperanza que hacía decir a algunos: “No ha muerto”, pensando en Quiroga? Sarmiento sabía que el pasado no muere, porque está en la raíz misma de cada presente, pero estaba convencido de que la acción podía reorientar la vida histórica, rompiendo la necesidad, venciendo al hado, desvaneciendo los destinos. Si el hombre parte en cada instante de un orden dado, el futuro es suyo. He aquí la libertad: venir de la necesidad y disponer del futuro.
Este problema del futuro nos enfrenta con dos imágenes distintas de Sarmiento. Porque así como Sarmiento fue hombre de su tiempo, se enfrentó con sus circunstancias, rechazó su necesidad, proyectó su acción y construyó a su manera y dentro de sus límites su futuro, del mismo modo dejó propuesto a cada instante de la vida argentina un futuro posible que no está atado a la necesidad. Nada tan negatorio de la actitud sarmientina como identificar “su” futuro con nuestro futuro, porque identificarlos sería hieratizar su creación y someternos a un mandato que él no quiso admitir para sí ni postuló para los demás.
Sería obvio desplegar aquí la imagen que Sarmiento elaboró de su pasado, su presente y su futuro. Baste decir que la presidía el principio de cambio. Rechazó explícitamente el pasado colonial como mandato intangible, porque lo veía subsistir y obrar a través de las formas de la sociedad y la cultura pese a la independencia política; y allí veía hundirse las raíces de una estructura económicosocial tradicional que se oponía a todos los estímulos internos y externos que incitaban al cambio. Sarmiento no vaciló en arriesgar el diagnóstico de la situación contemporánea, con todos sus riesgos, en pleno conflicto. El juicio de valor que acompañaba el diagnóstico objetivo fue inflexible y formalizó el combate personal entre quien intentaba el diagnóstico y quienes representaban las fuerzas que el diagnóstico declaraba comprometidas en la perpetuación de la situación tradicional. Quiroga, Rosas, Aldao, el Chacho, sus lugartenientes y sus partidarios fueron sus enemigos personales porque representaban la personificación de una fuerza intelectualmente introducida en su esquema. Pero Sarmiento no desafió solamente a la fuerza abstracta e intelectualizada, sino también a quienes la encarnaban y procuraban llevar hasta sus últimas consecuencias su representación. Frente a ellos, Sarmiento postuló un cambio, cuyo primer signo vio en la Revolución de Mayo, pero que creyó necesario que, en su tiempo, se operara en estratos más profundos que los que había alcanzado hasta entonces. La Revolución de Mayo había sido esencialmente un movimiento político; ahora era necesario hacer otra revolución que arrancara de cuajo las raíces coloniales de la vida argentina y que modificara la estructura económicosocial: no otra cosa significaba la política inmigratoria, la transformación del desierto y la renovación de los sistemas de producción. En este cambio la educación cumpliría un papel decisivo, acompañando el proceso de cambio económicosocial.
Tanto el diagnóstico de la situación contemporánea como su prefiguración del futuro a través del cambio postulado y promovido lograron imponerse en la conciencia de su tiempo. Sarmiento y quienes compartieron sus puntos de vista triunfaron, acaso a favor de las predisposiciones que se suscitaron a raíz de Caseros. Y su triunfo consistió en desencadenar el cambio que postulaba. Poco después el cambio comenzó a institucionalizarse y, naturalmente, sus consecuencias a suscitar nuevas situaciones antes imprevisibles. El momento de la prueba había llegado.
Viejo y enfermo, Sarmiento se sintió capaz de revisar su obra, de modificar sus esquemas, acaso de realizar un nuevo diagnóstico de la situación, acaso de arriesgar una prefiguración del futuro. Su vejez es acaso más singular que su mocedad o su madurez. A esta altura de su existencia probó mantenerse fiel a su pensamiento, porque su pensamiento no lo encadenaba a ninguna realidad hieratizada y constituida, sino a una concepción dinámica que integraba en una sola línea las formas diversas y sucesivas de realidades. Con ello, Sarmiento afirmó la primacía vital del presente, su contingencia y la contingencia del pasado; pero sobre todo afirmaba la primacía de las fuerzas creadoras sobre las fuerzas conservadoras, y el derecho natural al cambio. Su fisonomía de historiador nato se precisaba y definía a medida que sus convicciones se ponían a prueba.
Sarmiento vivió una historia pensada, y en esa medida fue historiador más que por lo que escribió, pese a su encanto, su profundidad y su finura interpretativa. Fue la suya una historia entrañable, porque el pasado obró en su espíritu como un legado intransferible, casi como una responsabilidad personal. Pero si algo le enseñó el pasado fue a no tratar de conservarlo incólume, rígido, inmutable. Sólo la vida y la creación le parecieron definitivas, eternas. Por eso Sarmiento está vivo y nos ilumina el futuro, el nuestro, que no se parece al de él sino en la invitación a la acción creadora. La suprema lección de Sarmiento fue aceptar esa invitación, y transmitírnosla para que nos sintiéramos frente al contorno como se sintió él mismo: hombre libre, creador.