Bien sentado en su caballo, Anastasio el Pollo, gaucho criollo, avanza despaciosamente por las calles que conducen a la plaza Mayor de Buenos Aires. Casas, gentes, vestimentas, todo es sorpresa para el paisano. Así es “la ciudá”, a la que llega desde lejos, quizá para cobrar unas lanas, él también, como su compañero Laguna. Desocupado, busca una distracción ciudadana, y se encamina hacia el Teatro Colón, ante cuya fachada le sorprende una larga hilera de coches. La función está por comenzar, y el gaucho se decide a entrar, naturalmente al paraíso. El espectáculo lo sorprende. Desde arriba contempla las elegantes vestimentas de damas y caballeros, ceremoniosos y cumplidos. Contempla los cortinados, las luces, las joyas que brillan, los músicos con sus variados instrumentos; y contempla a esta gente que está sentada próxima a él, vestida como corresponde a la gente urbana en contraste con su ropa paisana. Avivada su curiosidad, se entera de lo que va a ver cuando se levante el telón: el Fausto de Gounod. Y se prepara a sumergirse en el espectáculo, entre cazurro y desconfiado.
Finalmente la función empieza, y con ella el drama del pobre viejo sabio atormentado por el amor de “la rubia”. Anastasio el Pollo mira y escucha, y entiende lo que puede. Pero una cosa queda grabada en su memoria: con destellos y mucho olor a azufre aparece el propio diablo con su largo sable y su cara de chivo, que ofrece la juventud y el amor al doctor Fausto a cambio de su alma. No podía ser que allí estuviera el propio Mandinga. Pero había que creer, porque el viejo rejuveneció de repente y Margarita cayó enamorada ante él. ¡Cosas del Malo! Y todo terminó como tenía que terminar cuando el diablo mete la cola. Valía la pena haber venido a la ciudad para ver tanto misterio, con tanta música y tantas luces, entre gentes desconocidas que tenían tan distintas costumbres. Pero Anastasio el Pollo prefería el campo y su tranquila vida, su pausada conversación con su compadre Laguna, el espectáculo de la naturaleza que le hacía decir: “¿Sabe que es linda la mar? / La viera de mañanita / cuando a gatas la puntita / del sol comienza a asomar”. No, la ciudad no era su mundo, y eso fue lo que quiso mostrar el poeta argentino Estanislao del Campo cuando compuso su Fausto, en el que cuenta la sabrosa experiencia del gaucho en la ciudad.
Este contraste entre la vida rural y la vida urbana se acentuó y se puso de manifiesto en Latinoamérica sobre todo después de la Independencia. Fue entonces cuando esos dos mundos entraron en estrecho contacto y chocaron con violencia, disputándose el derecho de imponer a los nuevos países su propio estilo de vida.
Campo y ciudad: un descubrimiento recíproco
Para los conquistadores y colonizadores, el mundo americano fue un mundo de ciudades: en ellas se concentraron para conservar su fuerza, su religión y sus costumbres; y en ellas actuaba la autoridad de la metrópoli para que las colonias rindieran los frutos que se esperaban de ellas. Imitación de las europeas, las ciudades coloniales no sólo repitieron su aspecto físico, con el trasplante de su arquitectura, sino que repitieron también las formas de vida: México o Lima quisieron ser cortes como las españolas; Bahía o Río de Janeiro, como las portuguesas. Y cada europeo trasplantado trató de reconstruir su ambiente originario en la iglesia suntuosa que se erigía, en el mobiliario con que adornaba su morada y en los modales que adoptaba para no ceder a la tentación de lo que consideraba la barbarie circundante. Fuera de la ciudad, las inmensas extensiones de las que los conquistadores se apropiaron sólo contaron como zonas de producción, fuentes de riqueza, en las que una naturaleza rica pero desmesurada amenazaba con absorber al recién llegado.
Sólo con el tiempo –casi en el siglo XVIII-, cuando ya vivían en las ciudades varias generaciones de criollos, empezó a descubrirse el mundo rural. Para entonces muchas zonas habían sido domesticadas: la población aborigen estaba doblegada e incorporada mansamente como mano de obra en compañía de los esclavos negros, y las unidades de producción se habían delimitado y sistematizado. Entonces empezó a percibirse el sabor de la naturaleza: los de Bogotá, el de la sabana; los de México, el de la sierra; los de Buenos Aires, el de la pampa. Los poetas neoclásicos, primero, y los románticos, después, empezaron a describir el paisaje: la zona tórrida, como hizo el caraqueño Andrés Bello, o la llanura, como hizo el bonaerense Esteban Echeverría. Y hasta se advirtió una idealización de su belleza.
Pero el mundo rural no era ya puro paisaje: poco a poco se había constituido en él una sociedad singular, muy diferente de las sociedades urbanas. Tipos humanos y sociales rigurosamente típicos habían surgido en los llanos y en las sierras, con costumbres singulares y tendencias definidas. Fue la gran sorpresa de los viajeros europeos de los últimos tiempos de la colonia y los primeros de la Independencia. Y hasta en las aldeas y en las pequeñas ciudades alejadas de las capitales advirtió el hombre que provenía de ellas un estilo de vida que no era el suyo.
Pero hasta la Independencia, la gravitación de las ciudades fue decisiva. Sólo cuando se desplomó el imperio español y se constituyeron, por la fuerza de las armas, las nuevas naciones, adquirió el mundo rural una nueva significación. La Independencia nació en las ciudades, pero los países que se constituyeron se integraron no sólo con ellas sino con vastas regiones rurales a las que fue necesario convocar a la lucha y ofrecer un papel en la nueva vida que se inauguraba. Para los doctores de las ciudades parecía suficiente una representación de los cabildos para constituir la nueva nación; pero las zonas rurales acudieron al llamado y exigieron sus derechos. En ese momento empezó el enfrentamiento entre el campo y la ciudad.
En ese momento, precisamente, el mundo rural descubre la ciudad. Antes la padecía y su presencia lejana era la de un poder absorbente y dominador. Sin duda la conocía el peón arriero que llevaba la hacienda hasta los mataderos o los saladeros, o el carretero que transportaba mercancías. Pero después de la Independencia empezaron a llegar los hombres en armas, convocados a veces por los ejércitos libertadores o lanzados atrás de sus caudillos para tomar posiciones en la áspera lucha por el poder. Fueron los llaneros de Páez en Venezuela o los montoneros de López y Ramírez en Argentina. Y no llegaron en son de paz sino en son de guerra, orgullosos de su fuerza viril, conscientes de su papel, firmes en sus convicciones tradicionales que juzgaban más valiosas que las ideas aprendidas por los letrados de las ciudades.
De todos modos, Latinoamérica seguía siendo un mundo de ciudades, y los hombres rurales que llegaban se azoraban frente a sus misterios. Embestían, pero caían al poco tiempo seducidos por el poder de los engranajes que funcionaban en las ciudades. Parecían odiarlas, pero en cuanto las descubrían y las conocían a fondo, pretendían dominarlas, someterlas a sus dictados, transformar su vida para que fueran menos urbanas, un poco más rurales, y para que se respetara en ellas la ley de las sociedades formadas en los campos. Fue un duelo tremendo, que el argentino Sarmiento definió con la fórmula “civilización y barbarie” que sirve de subtítulo a su obra Facundo. Fue una confrontación de dos estilos de vida, en la que se ocultaban dos concepciones diferentes de lo que era y debía ser la sociedad de los países que nacían, del destino que cada uno debía forjar.
La vida urbana
Estimuladas por la libertad de comercio, las ciudades latinoamericanas iniciaron un proceso de acentuado desarrollo en los últimos tiempos de la Colonia. No todas, ciertamente, sino en particular los puertos, las capitales y aquellas que por su posición o su riqueza quedaron incluidas en los principales circuitos comerciales. Pero, de todos modos, aun las más modestas sintieron el reflejo de esa actividad, excepto las que, por esa misma causa, vieron desaparecer sus posibilidades de competir con los grandes centros económicos. Pero esta situación se modificó de diversas maneras con la Independencia. Mientras algunas ciudades, como Buenos Aires y México, acrecentaron su poder y su riqueza, otras, como Caracas, sufrieron los embates de las guerras y vieron reducidos su población y sus medios económicos.
Por lo demás, en casi todas ellas se produjo un cambio en la estructura de su sociedad. Una excepción fue la de las ciudades brasileñas, en las que el Imperio mantuvo la sociedad tradicional o, por lo menos, moderó la profundidad de los cambios. En las ciudades hispánicas, el nuevo patriciado republicano desalojó a las antiguas aristocracias coloniales, en algunos lugares menos –como en México y América central– y en otros más, como en el Río de la Plata y en los países que se desprendieron de la Gran Colombia.
Ese patriciado fue el que fijó las pautas de las nuevas formas de vida en las ciudades latinoamericanas. En los puertos y en las capitales, la tradición hispánica y las costumbres criollas sufrieron el embate de los modelos europeos, especialmente franceses e ingleses. Comerciantes, diplomáticos y viajeros animaron las tertulias de las clases altas, e impusieron nuevos hábitos y normas. Signo de distinción fue adoptarlos. El conocimiento del francés pareció imprescindible para quien quisiera sostener una elevada posición, y la lectura de las obras literarias y de doctrina alimentó las mentes. Una tertulia de cierta categoría era impensable sin un piano en el que las niñas de la casa ejecutaran las arias de moda o las piezas de los músicos más conocidos: el chileno Blest Gana describió, en su novela Martín Rivas, estas tertulias de clase alta, en las que se hacía gala del más fino esprit, aunque a veces se notara excesivamente la imitación servil de los modelos.
Una educación esmerada suponía un viaje al viejo mundo, que era como decir a París. Los jóvenes de familias acomodadas pasaban su temporada europea recorriendo los bulevares, los teatros y los cafés, y volvían trayendo las últimas novedades a sus ciudades, que desde entonces, y en comparación con París, empezarían a encontrar insoportablemente provincianas, groseras y aburridas. Pero pronto atrapaban a los jóvenes de la clase rica los compromisos económicos, las tentaciones políticas, los compromisos de familia, y la vieja experiencia bohemia se tornaba un lejano recuerdo. Empero, los gustos, las ideas, los hábitos solían perdurar en ellos hasta imprimir a su clase social un marcado tono que la gente del campo consideraba extranjero y sofisticado. En eso radicó el conflicto entre la vida rural y la vida urbana: en un contraste entre una manera extranjerizante y sofisticada de vivir, y lo que se consideraba una manera “natural” que no era sino la vieja tradición hispanocriolla.
El argentino José Mármol presentó en su novela Amalia un cuadro de ese enfrentamiento, tal como se manifestó en la ciudad de Buenos Aires durante la época de Juan Manuel de Rosas. La ciudad de la época de Rivadavia había brillado bajo el influjo de una minoría europeizante; pero el triunfo de Rosas significó la ruralización de la ciudad, esto es, el predominio de las formas hispano-criollas de vida. El frac y el sombrero de copa, los uniformes imitados de los ejércitos extranjeros parecieron afrentas a la tradición y resultó de buen gusto adoptar el poncho y el chiripá. Eso, y el culto del coraje –a veces cruel– signó la vida de la ciudad durante la época en que se quiso hacer de ella un símbolo del pasado restaurado.
En rigor, Rosas quiso aniquilar a sus enemigos políticos apoyándose en las clases populares, y tales costumbres eran, efectivamente, populares. Porque el abismo que separaba a esas clases de las otras, ricas e influyentes, fue en todas las ciudades muy profundo y se notaba exteriormente en las formas de vida. En Martín Rivas, la novela de Blest Gana, aparece una vigorosa diferenciación entre las tertulias de clase alta y las de “medio pelo”. Las formas de trato, el lenguaje, las comidas y bebidas, los instrumentos musicales, las piezas musicales: todo está señalado con su correspondiente símbolo indicador de la posición social. Y en las descripciones de la vida mexicana que hicieron José Joaquín Fernández de Lizardi en el Periquillo Sarniento y más tarde la señora Calderón de la Barca quedó patente la presencia de unas clases altas que se esforzaban por parecer “civilizadas” –esto es, europeas– y unas clases populares que conservaban sus modos tradicionales de vida.
Quizá las “cortes” que organizaban los presidentes republicanos y, sobre todo, los dictadores omnipotentes fueran las más altas expresiones de un boato rebuscado y artificial. Pero sin duda fue en los teatros donde brilló todo el afán de las clases altas de lucir su capacidad de comportarse como un grupo social a la europea. La ópera y el drama, sobre todo, convocaban a las familias distinguidas, y no sólo por el interés de la obra sino por ser el tipo de espectáculo que caracterizaba la vida de las grandes ciudades.
Cosa distinta era la vida de las pequeñas ciudades provincianas. El argentino Sarmiento la ha descripto en Recuerdos de provincia, para destacar la permanencia en ella de ciertas virtudes tradicionales hispanocriollas, posibles en pequeñas sociedades que no habían sido alcanzadas por la nerviosa influencia de las grandes capitales. Pero aun en ellas se advertía la presencia de grupos ilustrados que pretendían remover el manso cauce de las ideas tradicionales, provocando dramáticos conflictos que tenían quizá más dramatismo que en las grandes ciudades.
Las ideas –y las ideologías– fueron las que conmovieron más la vida urbana. La influencia europea no sólo se tradujo en la importación de productos manufacturados y en la adopción de normas y costumbres no tradicionales. Se tradujo también en la difusión de las corrientes de pensamiento y de las tendencias literarias que renovaban por entonces la vida europea: las que provenían del romanticismo, saturadas de nuevas ideas sociales, o las que provenían del progresismo que estimulaba la renovación de la vida económica y política. Los cafés, los clubes, las tertulias se agitaban por el juego de las ideas y oponían a liberales y conservadores, a progresistas y tradicionalistas, con una vehemencia que transformaba a las ciudades en un hervidero cuya temperatura se transmitía poco a poco a todo el país. Como en Europa, la ciudad latinoamericana comenzaba a ser un foco de alta tensión.
La vida rural
Ese intenso cambio que caracterizó la vida de las ciudades latinoamericanas durante las décadas que siguieron a la Independencia no se manifestó en la vida rural, cuyos rasgos se conservaron semejantes desde la época de la Colonia. Por eso el contraste fue tan vivo. Las ciudades respondían al llamado del cambiante mundo industrial, en tanto que las áreas rurales apenas recibían ese estímulo.
En rigor, los establecimientos donde se desenvolvía la actividad rural mantenían los caracteres originarios. Eran las explotaciones mineras, más o menos decaídas algunas veces, los pueblos constituidos sobre antiguas comunidades aborígenes y, sobre todo, las grandes haciendas, unas dedicadas a plantaciones y otras para cría de ganado. Pero en las márgenes de las zonas metódicamente pobladas y explotadas había vastas regiones que estaban más allá de esas fronteras, en las que vivía y crecía una población indiferente a los controles del sistema social y político, indígena algunas veces y la mayoría mestiza y criolla. Algunos rasgos comunes caracterizaban todo ese conjunto: un apego a la tradición hispanocriolla, a las costumbres nacidas en la dura lucha contra la naturaleza y a las normas creadas por la autoridad señorial de los dueños de la tierra.
Donde la autoridad del amo perduró plenamente fue en los establecimientos tradicionales. Una plantación constituía un mundo cerrado que, muchas veces, parecía patriarcal, como el que describió el colombiano Jorge Isaacs en su novela María. La familia, sólidamente unida bajo la autoridad paterna, era el centro de una comunidad constituida por esclavos y peones, a los que los amos brindaban su protección a cambio de una total sujeción. El trabajo duro y ordenado era la regla, desenvuelto dentro de rígidos principios que el amo hacía cumplir inexorablemente. Pero la coincidencia de señores y peones tanto en las faenas como en el sistema de normas y creencias creó una vigorosa solidaridad entre ellos. Un día el amo podía salir en tren de guerra y su peonada constituía su hueste, fiel y resuelta. Así se vio, sobre todo, en las haciendas ganaderas, donde el peón –gaucho rioplatense o llanero mexicano– se convertía fácilmente en soldado, hábil en el manejo de la lanza y, sobre todo, jinete insuperable.
En la paz, la vida rural transcurría monótona para el peón y su familia. Tras la dura jornada de trabajo, la comida y el descanso en el rancho familiar o en el vasto cobertizo de los hombres solos; y a veces la rueda alrededor del fogón, donde solía oírse una guitarra o el murmullo del narrador que reinventaba los cuentos tradicionales con aparecidos y prodigios que asombraban al auditorio. Las fiestas religiosas quebraban la monotonía cotidiana; pero más aún las fiestas rurales, en las que se mostraba la destreza y el valor de los competidores; y algún viaje al pueblo para un privilegiado ponía en contacto al hombre de campo con otra manera de vivir.
Pero el hombre de campo amaba la suya. Si escapaba de la dura sujeción de la hacienda, era para buscar más libertad, en las zonas donde la civilización –y la opresión– no llegaba. Algunos –como el rastreador o el baqueano que describe Sarmiento en Facundo– ponían sus habilidades al servicio ocasional de un patrón sin sujetarse a él. Otros elegían la libertad del nómade y no faltaron, en las pampas argentinas, quienes optaron por agregarse a una tribu indígena.
A este último tipo de rebeldes que reaccionaron contra la penetración pertenecen los bandidos –con o sin ideas sociales– que retratan los mexicanos Ignacio Altamirano en El zarco y Manuel Payno en Los bandidos de Río Frío: temerarios y crueles pero animados en el fondo por un instinto que los llevaba a defender a su manera un mundo que veían amenazado por la civilización. Y a esa estirpe pertenece el gaucho “matrero”, del que Martín Fierro, el héroe del poema del argentino José Hernández, es el arquetipo insuperable.
Durante muchas décadas el mundo rural sintió que la civilización era su enemigo: la civilización de las ciudades, europeizante, impuesta y defendida con toda la fuerza del estado. Y no era sólo porque la civilización fuera más cruel en la explotación de los peones, sino porque tanto los peones como los señores rurales veían prosperar y triunfar un sistema de ideas que quebraban sus viejas creencias y sus hábitos seculares. “Religión o muerte” fue la bandera de un caudillo que luchó contra la ciudad y las ideas de los doctores.
Los suburbios
En un lugar se encontraban y confrontaban directamente las formas de la vida rural y las formas de la vida urbana: en los suburbios de las ciudades, y especialmente de las más importantes. Allí coincidía el que arreaba el ganado o el que traía sus cestas de productos para mercarlo con el avisado comerciante, con el cliente, con el funcionario o con el policía. Generalmente silencioso, el hombre de campo sobrellevaba su inferioridad; algunos se fortalecían en sus convicciones pero otros se incorporaban poco a poco, al tiempo que transmitían a sus interlocutores parte de lo que contenía su espíritu: la sabiduría de sus dichos, la maestría de sus manos, la música que habían aprendido de sus abuelos, las virtudes de las hierbas; y no sólo eso, sino también su sentimiento del honor y su experiencia de la vida. En cambio recibían nuevas ideas y cierto gusto por formas más suaves de vida que conocían y elaboraban.
Ese intercambio no fue el único. Los señores rurales comenzaron a radicarse en las ciudades, y tras ellos comenzaron a escapar de los campos las nuevas generaciones que descubrían la posibilidad de prosperar. El mundo mercantil les ofreció cabida, y poco a poco la vida urbana afianzó su triunfo sobre la vida rural.