Metrópolis y rancheríos, 1930-1970. 1972

Dos guerras mundiales y, entre ellas, un tumultuoso período de crisis total, fueron factores suficientes para explicar las transformaciones de toda índole que se operaron en Latinoamérica, especialmente después de 1930. Las relaciones de cada uno de los países que la componen con los grandes centros de poder económico y político cambiaron sucesivamente: ajustándose unas veces, relajándose otras, sustituyéndose los términos de la dependencia en algunos casos. La consecuencia fue una alteración profunda de las economías latinoamericanas.

Fueron claros los síntomas de esa alteración. Productos que antes se vendían mucho en el mercado internacional dejaron de venderse tan bien, en tanto que otros encontraron nuevos clientes, quizá en otros mercados. El sistema tradicional dejó de funcionar y fue reemplazado por otro que, poco a poco, resultó satisfactorio, aunque muchas piezas fueran nuevas. Todo el mecanismo intermediario de la exportación y la importación fue sometido a un importante ajuste, tanto en el sistema comercial como en el económico y financiero. La regulación por parte del estado complicó el mecanismo. Entretanto, una producción industrial aparecía, tímidamente primero en algunos países, luego más decidida e intensa, hasta adquirir un inequívoco vigor. Fue inevitable que crecieran las ciudades.

Tal fue, quizá, el rasgo más característico de la sociedad latinoamericana después de 1930: su creciente e irreprimible urbanización. Los hechos se produjeron ante los ojos de los observadores. Familias y familias, día tras día, se acercaban a las estaciones de los ferrocarriles para dejar sus pueblos campesinos en busca de las ciudades, porque se decía que en ellas no faltaba el trabajo, que los jornales eran altos, que se vivía bien. Lo que se llamó después el “éxodo rural”. En algunos países, como en Chile, se había producido inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial; pero en otros comenzó a producirse después de 1950 y en otros a partir de 1940, acentuándose al terminar la Segunda Guerra Mundial. Unas veces la gente se lanzaba desde las aldeas rurales hacia las grandes capitales; otras, en etapas intermedias, marchando hacia los pueblos o las ciudades vecinas, las capitales provinciales. Se marchaba trás de una esperanza, de otro modo de vida.

Las nuevas sociedades urbanas adquirieron caracteres muy distintos de las tradicionales: fueron heterogéneas y, sobre todo, multitudinarias. En las ciudades donde el cambio se operaba, nadie, al cabo de poco tiempo, conocía a nadie. Y en las formas de comportamiento colectivo, la irresponsabilidad individual predominaba con la consiguiente irrupción de actividades elementales de los menos adaptados a los usos urbanos.

Pero lo más importante era el número. Las ciudades estallaban de gente. Sobre todo en los barrios populares, donde ya no cabían los recién llegados. Entonces aparecieron los barrios nuevos con viviendas misérrimas de cartón o de lata, que crecieron como hongos en los lindes de las ciudades, en tanto que en el centro y en los suburbios residenciales crecían las torres de lujosos departamentos. El contraste se hizo patente.

Pero nadie quiere renunciar a la ciudad. Vivir en ella es un derecho: el derecho a vivir bien y a gozar de los beneficios de la civilización. Las ciudades crecen; los servicios públicos se hacen cada vez más deficientes; las distancias, más largas; el aire, más impuro; los ruidos, más ensordecedores. Pero nadie quiere renunciar a la ciudad. La inmensa masa urbana adquiere cada vez más gravitación en cada país, y puede decidir su destino saliendo, simplemente, a romper vidrios y a incendiar vehículos en la capital. La ciudad es el país, y las masas –populares y de pequeña clase media– dominan las ciudades. La urbanización entraña una revolución latente. O acaso es la forma en que se manifiesta cierta tendencia espontánea a la revolución, ajena a cualquier ideología.

El despliegue de las metrópolis

El éxodo rural y el desarrollo industrial no fueron fenómenos ciegos. Aun cuando dieran sus primeros pasos a tientas, conocían sus objetivos; y entre ellos estaba encontrar el sitio mejor para desarrollar lo que potencialmente eran. El sitio fue, naturalmente, la ciudad. Pero no cualquier ciudad, sino aquella que, en determinado momento, poseía ya ciertas condiciones básicas que constituyeran un atractivo y funcionaran como punto de partida. Quienes salían de las áreas rurales para intentar otro modo de vida no soñaban con el pueblo vecino o la modesta ciudad regional. Buscaban la imagen de la metrópoli, que se manifestaba sobre todo en dos cosas: el trabajo urbano –trabajo en compañía, con compañeros, con gente alrededor– y el ambiente urbano –luces nocturnas, abigarradas diversiones populares de los domingos-; pero también un lugar para vivir que permitiera el derecho de reclamar los beneficios de la vida urbana que no podían pretender en el ámbito rural, y los beneficios de los bienes de consumo del mundo contemporáneo, difíciles pero no inaccesibles. Y todo esto no lo daba una ciudad cualquiera, sino una que tuviera ya un alto nivel de población y de vida, preferentemente una capital, un puerto, una ciudad lanzada al salto industrial.

Igualmente, el desarrollo industrial buscaba una infraestructura favorable: agua, energía, comunicaciones y transporte, y también la posibilidad de mano de obra capacitada y la organización del aparato de la intermediación; y ocasionalmente, la participación de los privilegios acordados a ciertas zonas para localizaciones industriales o la proximidad de los grandes centros financieros y políticos.

Donde se daban estas condiciones, la concentración de población y de actividades se vio multiplicada por diversos factores, y esa multiplicación hizo de una ciudad una metrópoli. Quedaron rezagadas las ciudades dormidas, aquellas que sólo avanzaban lentamente al compás de su crecimiento vegetativo, y aun aquellas que crecían aceleradamente desde su condición originaria de pueblos o aldeas: ciudades fronterizas, como Tijuana, Mexicali, Encarnación, Rivera, Cúcuta; o centros petroleros o minerales, como Talara, Chiclayo, Piura, Huachigato, Comodoro Rivadavia; o industriales, como San Nicolás o Villa Constitución. Las metrópolis, en cambio, crecieron a un ritmo inusitado, superando todas las posibilidades de afrontar los problemas que suscitaban, tanto el acrecentamiento de población como el de actividades secundarias y terciarias. Las calles céntricas se vieron inundadas de personas que, por su atuendo y por sus maneras de hablar y comportarse, denotaban que no pertenecían a la tradicional población de la ciudad; y cuando se averiguaba dónde vivían, se advertía tanto la invasión de zonas céntricas decaídas como la ocupación de zonas del deslinde de la ciudad en las que los forasteros del éxodo habían levantado sus barrios de emergencia. A veces eran unos pocos. Pero en algunas ciudades crecieron tanto que la ciudad tradicional quedó desfigurada por la presencia de este anillo de miseria que no podía esconderse, aunque algunas veces fue intentado; allí estaba, sobre los cerros que rodeaban la ciudad, o al borde de las carreteras de acceso. Aquello –que avergonzaba a los pulcros ciudadanos de raigambre local– denotaba la formación de la metrópoli. Era un anillo de miseria, pero en su centro crecía la urbe rica, la de los rascacielos y la de los suburbios residenciales, la de los country clubs y de los hoteles y restaurantes de lujo en puntos estratégicos desde los que se divisaba la ciudad y, a veces, se escondían los rancheríos. Y más allá las fábricas, suntuosas y modernas unas, modestas otras, todas humeantes y productoras de los gases que comenzaban a intoxicar el ambiente o a hacer irrespirable el aire por los persistentes olores. Pero el ciudadano se acostumbraba, y se resignaba a pensar que el olor de las fábricas de harina de pescado era, en el fondo, el olor del progreso. Buenas autopistas, coches capaces de correr a ciento veinte kilómetros por hora en ellas, mucho neón, muchos ruidos. La metrópoli estaba en marcha.

Las multitudes solitarias

Para un provinciano sumergido en la paz pueblerina, la imagen de la metrópoli está dada, sobre todo, por la multitud que marcha apresurada por las grandes avenidas, entre el ruido de los automóviles y bajo las luces de los letreros luminosos. Pero sobre todo es la multitud misma. Se supone que donde hay multitudes hay animación, alegría comunicativa, estímulos. Sin embargo, las multitudes metropolitanas no ofrecen esa posibilidad, porque pasado cierto número desaparece la capacidad de comunicación, crece el sentimiento de hostilidad mutua –porque cada uno es el obstáculo para que el otro llegue antes a la boca del subte o a la caja del supermercado– y crece, sobre todo, el sentimiento del anonimato. Nadie es nadie en el seno de la multitud metropolitana, y sobre todo, nadie es nadie para su prójimo. Por eso se la ha definido como una “multitud solitaria”.

Tal es el carácter de la sociedad urbana de las metrópolis, más extremado aun en las grandes concentraciones que suelen llamarse “megalópolis”, como México o Buenos Aires. El anonimato y la incomunicación provienen fundamentalmente del número; pero también en parte del origen de los diversos grupos que integran esa extraña sociedad metropolitana. Porque el crecido número se alcanza agregando a los grupos tradicionales de la ciudad, ya integrados, una cantidad variable de individuos que emigran desde otros lugares hacia la ciudad y que durante cierto tiempo –quizá toda una generación– permanecen al margen de la sociedad tradicional, sin fundirse con ella, esto es, como grupos marginales. Integrados y marginales constituyen los dos grandes sectores de la sociedad urbana de las metrópolis.

Ciertamente, en las clases altas no podría hablarse de marginalidad. Quien llega a cumplir una alta función, cualquiera sea su origen, es recibido por sus pares o corresponsales e incorporado al grupo, al que por lo demás tiene fácil acceso a través de los clubes, restaurantes, etc., muy exclusivos sobre todo por sus altos precios. Quizá donde no tenga acceso sea al seno de las “rancias aristocracias”, reducido grupo de familias que forma parte de las clases altas pero mantiene cierta distancia con respecto a la alta burguesía. Al menos esa es su tendencia general, manifestada en acentuadas preocupaciones por los apellidos y parentescos y en un sostenido intento de restringir lo más posible el círculo dentro del que se mueven. Pero tanto el ambiente de la metrópoli como las condiciones económicas pueden modificar aquella tendencia. La “rancia aristocracia” subsiste como grupo sólo para sí misma, en tanto que sus miembros se vinculan a las nuevas actividades económicas según sus deseos y posibilidades.

Son las nuevas actividades económicas las que definen los caracteres de las altas burguesías. Muchos de sus miembros pertenecen a las formas tradicionales de actividad: la banca, las finanzas, el comercio de exportación e importación; pero otros buscan las nuevas posibilidades que ofrece la actividad industrial, y acaso esos mundos sutiles nacidos de la multiplicación del mercado que se vinculan con las relaciones públicas y, en general, con la publicidad. En todos ellos, los grupos de poder introducen sus tentáculos a través de personas vinculadas –políticos, militares, diplomáticos, ex funcionarios, eclesiásticos-, para incorporarse a los directorios de compañías, para establecer ocasionalmente contactos con los centros de decisión. Otros mundos nuevos tientan la imaginación de los inversores: el de las comunicaciones masivas, el del espectáculo, con sus ídolos prefabricados y sus empresarios aparentemente todopoderosos, o el del turismo, ligado a una red internacional que provee a la metrópoli de cierto perfume esnob de distinción o, al menos, de actualidad. Todo eso aglutina un sector cada vez más influyente; pero tanto por el hecho de que su número es exiguo como por la circunstancia de que el grupo quiere ser “exclusivo” y circula poco por ella, ese sector no da el tono visible de la ciudad.

Por el contrario, la metrópoli latinoamericana adquiere cada vez más el tono de sus clases medias y populares. Son ellas las que constituyen las “multitudes solitarias” de las ciudades, identificadas por la creciente proporción del color cobrizo en los grupos que se ven por las calles céntricas, por las estaciones y aeropuertos, por los restaurantes y clubes, por los cines y las tiendas, y más identificadas todavía, naturalmente, en los barrios o en los lugares de concentración multitudinaria. Y pese a la “animación” que se advierte en muchos lugares, se descubre que la heterogeneidad de la sociedad urbana se acentúa, y que los contactos humanos se hacen más difíciles hasta el punto de que la soledad de cada uno se transforma en el rasgo del conjunto.

Estimuladas por el desarrollo industrial pero, sobre todo, por el desarrollo de las actividades terciarias, las clases medias crecieron considerablemente en las metrópolis latinoamericanas. Su composición se alteró en alguna medida, gracias a la intensa movilidad social que permitió el crecimiento. Los cuadros medios crecieron en casi todas las actividades –mercantiles, industriales, educacionales, profesionales– y se multiplicaron los estratos al tiempo que se acentuaba la fluidez del tránsito de uno a otro. En rigor, era el creciente predominio de los hábitos de la sociedad de consumo lo que introducía un principio de homogeneidad en esos diversos estratos sociales: una escala de aspiraciones ofrecía un cuadro de posiciones a quienes sucesivamente las iban alcanzando.

Así se organizaban –bien trabados, por cierto– los cuadros medios de la sociedad tradicional, constituidos predominantemente por gentes que pertenecían ya a ella, pero a los que se incorporaban algunas que lograban romper el cerco y que provenían de sectores marginales. Los azares de la política, y especialmente de la política populista apoyada por sectores participacionistas de las clases populares, abrieron muchos caminos para el ascenso social en el ámbito de la administración pública, la educación y muchos otros sectores influidos por el estado; y la expansión de ciertas actividades económicas –comercio, publicidad, administración– facilitó la competencia en esos campos.

De cualquier manera, lo que identificó cada vez más a las clases medias fueron los signos externos de su posición, perseguidos anhelosamente: la vestimenta, el reloj, el departamento, los artefactos, el automóvil, todo en una sucesión urgente y casi desesperada. Los medios de comunicación de masas coadyuvaron a difundir lo que era in y lo que era out, y las clases medias masificadas se apresuraron a seguir los preceptos elaborados por los sutiles mandarines de las relaciones públicas y la publicidad comercial. Cierta uniformidad exterior empezó a encubrir la pluralidad de estratos que componían las clases medias.

Tampoco en las clases medias era ostensible la distinción entre grupos integrados y grupos marginales, puesto que, independientemente del origen, el solo ascenso a las posiciones de clase media implicaba de hecho un proceso de incorporación. Fue en las clases populares donde aquella distinción adquirió mayor relevancia.

Hubo, empero, algunos sectores populares en los que los cambios ocupacionales también disimularon el origen. En efecto, en el sector industrial, el rápido desarrollo y la creciente demanda de mano de obra calificada hicieron que quien alcanzaba este nivel pasara a formar parte de este sector que adquirió rápidamente un estatus especial. Ciertamente, el proletariado industrial, compuesto preferentemente de grupos tradicionalmente integrados, se vio robustecido por gentes provenientes del alud de las migraciones interiores; pero todos participaron del ascenso –y casi privilegio– que adquirió ese sector, vigorosamente sindicalizado dentro de una concepción de la política obrera cada vez más parecida a la del sindicalismo norteamericano, esto es, comprometida con el sistema empresario y dispuesta a negociar permanentemente en busca de nuevas ventajas. Correspondía a esta actitud una aproximación creciente a las formas de mentalidad y, sobre todo, al sistema de expectativas de clase media, aproximación que era fácil advertir en todos los sectores obreros calificados.

Calificados o no, los restantes sectores obreros denotaban su tradicional integración, sobre todo en la ubicación de su vivienda y en la conciencia de una larga radicación. Poseer varias generaciones de antepasados urbanos en la misma ciudad y, en especial, vivir en los barrios integrados, cualquiera fuera el grado de comodidad de que se dispusiera, acreditaban la fluida compenetración con el resto de la sociedad dentro de los cuadros de su estratificación. Pocas variantes introdujo la metropolización en estos sectores integrados, excepto aquellas dictadas por la tendencia incontenible a asimilarse a las pautas de clase media, tan distante como ese ideal pudiera parecer a primera vista.

La condición fue muy diferente para los grupos que habían emigrado hacia las ciudades desde las zonas rurales o las pequeñas poblaciones. Todo denotaba en ellos su tradición campesina o provinciana, su inadaptación a las pautas urbanas, su dificultad para orientarse en la confusión casi diabólica de la vida de la ciudad, a la que, sin embargo, debían adaptarse cuanto antes si querían sobrevivir. Estas dificultades los movieron a agruparse estrechamente por lugares de origen, en un movimiento de protección mutua, pero que con frecuencia retardó el esfuerzo de adaptación puesto que fortaleció las actitudes tradicionales y estrechó los vínculos originarios. Las comunidades inmigrantes trataron de perpetuarse en el seno de la sociedad urbana, y cuando lo lograron, constituyeron guetos cada vez más aislados de la sociedad global.

Ahora bien, pertenecer a uno de esos guetos, radicados en un rancherío o barrio de emergencia, era el signo inequívoco de la marginalidad. Todo contribuía a ahondar el foso que separaba a esos grupos del resto de la sociedad, incluso los esfuerzos humanitarios –o políticamente interesados– que ésta hacía para remediar las necesidades de quienes vivían a veces en condiciones infrahumanas. Tenían escuela propia, capilla propia, centro de salud propio, todos identificados peyorativamente cuando se mencionaba su ubicación.

Para el resto de la población urbana, ese sector funcionaba como un conjunto: “la gente de las barriadas, de los rancheríos”. Se le adjudican rasgos comunes pero, sobre todo, actitudes comunes, aquellas, precisamente, que derivan de la marginalidad, el resentimiento en particular, y cierta predisposición a abalanzarse sobre las clases integradas –y acomodadas– para dar libre juego a un odio contenido. Pero observado desde adentro es un conjunto heterogéneo, cuyos miembros acaso sólo coincidan en la necesidad de sobreponerse a la miseria, a la promiscuidad, al desempleo, a la incomodidad, al desamparo, necesidad inmediata y cotidiana que sólo origina actitudes elementales y se sustrae a toda posibilidad de una acción colectiva, organizada.

Sin duda se alojan en los rancheríos trabajadores que cobran buenos salarios, incluso obreros industriales que han ido a parar a las barriadas por la imposibilidad de resolver el problema de la vivienda; y acaso sean ellos los que introducen en los sectores marginales los mismos incentivos que en los demás produce la sociedad de consumo: un rancho de paja en una zona inundable que ostenta airosa su antena de televisión es uno de los monumentos de la ciudad contemporánea. Muchos no llegan a eso, puesto que no logran lo indispensable. Otros han perdido –o no han adquirido nunca– el hábito del trabajo, y aparecen resignados a la miseria. Y otros se deslizan por los caminos del delito o la prostitución, transformando su rancho y su barriada en un lugar sospechoso que la policía recorre de vez en cuando, deshaciendo cada vez más el precario sistema de normas mediante el cual se mantiene abierto el camino hacia la integración.

Un día, la población de las barriadas “baja” al centro; acaso todos los días, para ir al trabajo, o alguna vez para una fiesta o un acto político al que ha sido empujada, o acaso para irrumpir en son de protesta. A veces, también, en busca de un estadio deportivo. Entonces se ve cómo se integran estas “multitudes solitarias” que ambulan cada día, o las multitudes urbanas que se galvanizan en ciertas ocasiones transformándose en motores poderosos de la acción social colectiva.

El nuevo paisaje social urbano

La nueva sociedad urbana se aloja en una ciudad que cambia al compás de ella y se torna metrópoli de la sociedad de masas. Muchos factores contribuyen a que se produzca ese cambio; y cuando el cambio de la ciudad multiplica sus posibilidades, el alud de gente multiplica el cambio de la ciudad.

Sin duda es el número lo que más cambia el carácter de la ciudad: la habitación se torna insuficiente, comienzan a crecer los barrios de emergencia y empieza a sentirse la insuficiencia de todos los servicios; pero, indudablemente, lo que más la cambia es el comportamiento de la gente. Antes se podía ceder el paso; ahora, en cambio, es necesario empujar y defender el puesto, con el consiguiente abandono de las formas que antes caracterizaban la “urbanidad”, esto es, la forma convencional de trato propia de la gente educada que habitaba tradicionalmente la ciudad.

En efecto, la tradicional sociedad urbana integrada ha sido superada y suplantada por una sociedad escindida, puesto que a la tradicional se han agregado los grupos inmigrantes que han constituido importantes sectores marginales. La presión de estos grupos ha intensificado la tendencia a la movilidad social, ahora definida por ciertos abismos entre sectores que son más difíciles de sobrepasar, sin duda, pero que tientan más a la aventura. La creciente anomia de una ciudad dividida en guetos –de todas las clases– favorece esa aventura puesto que desvanece la presión del sistema tradicional de normas convencionales.

El número es lo que cambia también el sistema de movilización en la metrópoli. Las calles estrechas del casco viejo resultan insuficientes para la creciente concentración de personas, como son insuficientes los tradicionales medios de transporte. El subterráneo se transforma en una necesidad urgente y México lo pone rápidamente en funcionamiento. Hasta entonces, sólo Buenos Aires lo poseía desde 1914; pero en las últimas décadas casi todas las capitales han comenzado a estudiar su trazado. Entretanto, redes de vías de tránsito rápido –como el Periférico de México o las autopistas caraqueñas– procuran resolver el problema del tránsito, sin poder evitar una interferencia decisiva en el sistema tradicional de comunicaciones que correspondía a las viejas formas de convivencia. Ensanches, repavimentaciones, controles de tránsito procuran resolver los problemas creados por el crecimiento del parque automotor y los embotellamientos que se han transformado en parte del paisaje urbano en las metrópolis latinoamericanas.

El número altera también violentamente la densidad de población por hectárea. La fisonomía tradicional de la ciudad es reemplazada por la que confiere un predominio creciente de la casa de departamentos: en el centro, primero, y en los barrios, poco a poco. Nueva forma de vecindad, la casa de departamentos atrae a quienes quieren prescindir de las viejas casonas, con sus patios y sus exigencias de servicio doméstico; y por cada dos o tres casas demolidas surge un edificio de ocho o diez pisos con treinta o cuarenta departamentos. Pero la casa de departamentos no es sólo un tipo de vecindad: es también un tipo de arquitectura. Su altura disminuye el sol de las calles, y desplaza los árboles de las aceras; y las calzadas parecen más estrechas, y lo son de hecho al aumentar el número de vecinos que aspiran a estacionar sus automóviles. La ciudad toma un aire monumental, lo que se dice un aire “moderno”, con los altos prismas de la arquitectura del cemento.

El número es el que modifica el valor de la tierra urbana. Ante la posibilidad de que crezca la demanda, los terrenos grandes se subdividen, y en las afueras comienzan los loteos de viejas quintas. Los valores suben acentuadamente, sobre todo si aparece la amenaza de la inflación y cunde la tendencia a invertir en tierras. Entonces el valor se torna especulativo. Se supone que la tendencia es a poblar tal o cual barrio, o tal o cual calle, o tal o cual cuadra de una calle; entonces la tierra sube, en parte porque hay demanda y en parte porque sobre ese sector se lanza la especulación. Sobre el valor de la tierra suburbana –loteada y ofrecida como la tierra prometida– se carga el costo del loteo, la promoción de las ventas, la publicidad, y aun la tendencia especulativa de los primeros compradores que quieren repetir su negocio. Y los sectores de bajos ingresos que todavía aspiran a una vivienda normal deben alejarse cada vez hacia los anillos periféricos, donde todavía los precios no hayan entrado en la espiral especulativa.

Finalmente, el número es el que replantea el problema de los servicios públicos. Previstos e instalados –generalmente en una época en que los costos eran menores– para abastecer cierto radio con cierta densidad de población, la expansión de la zona edificada y, sobre todo, el aumento de densidad por hectárea someten a una prueba cotidiana a los servicios públicos. Complicados por la aparición de focos industriales de intenso consumo, los servicios de agua, de energía y de desagües empiezan a ser insuficientes y es necesario cambiar la red y ampliarla prácticamente sin pausa y sin límites, porque cada metrópoli tiene preanunciada a su alrededor un área metropolitana. Lo mismo pasa con el servicio de recolección de basuras, pesadilla metropolitana cuyo descuido permite acumular en dos días feriados montañas de desperdicios mal empaquetados en los lugares más céntricos y cuidados de la ciudad. Los teléfonos se saturan de llamadas, los bomberos se tornan impotentes y la policía es sobrepasada no sólo por el aumento de los delitos comunes, sino también por los nuevos que aparecen con la formación de las bandas de adolescentes agresivos o con la red de drogadictos. Ni las escuelas ni los hospitales ni los cementerios dan abasto.

Tantos y tan profundos cambios –resultado de tan diversos factores– no inciden de la misma manera sobre todos los ámbitos de la vasta metrópoli, generalmente una ciudad ya importante antes de que se desencadenen.

La expansión y la renovación de la metrópoli influyen mucho en el casco antiguo, pero no siempre de la misma manera. Unas veces el centro financiero, comercial y administrativo se desplaza rápidamente, y el casco viejo empieza a deteriorarse y a descender de categoría, quizá con la sola esperanza de que un día sea restaurado con criterio arqueológico; pero entretanto, los negocios descienden de categoría, las viejas casas quedan semiabandonadas o se transforman en vecindades, callejones o conventillos, y las calles otrora aristocráticas y sosegadas se transforman en bullicioso campamento de los grupos juveniles que practican fútbol o desarrollan sus peligrosas andanzas en las proximidades. Suelen quedar los edificios de los bancos, algunos negocios mayoristas, acaso algunas dependencias gubernamentales y quizá la propia Casa de Gobierno, cerca de la catedral y el antiguo cabildo, si subsiste. Y al acabar las horas de actividad el barrio queda desierto y adquiere el nivel de un barrio suburbano. Pero otras veces –como en parte en Buenos Aires, Santiago de Chile o Río de Janeiro– el casco viejo no perdió nunca su función y mejoró al compás del progreso de los barrios más avanzados: alojó buenos hoteles –si no los mejores– y conservó los centros de atracción para turistas y viajeros así como las buenas casas de departamentos y oficinas de aspecto señorial. Una continuidad se mantuvo entonces entre el viejo centro y las nuevas áreas de la ciudad.

En rigor, el progreso de la metrópoli trajo consigo el progreso de las zonas vecinas al viejo centro, integradas de antiguo y generalmente por barrios de pequeña clase media en los que alternaban las casas de familias de escasos recursos con las de vecindad y con los comercios modestos. Fueron, por lo menos, zonas de paso que se beneficiaron con la marcha radial del progreso y cuyo desarrollo aseguró la continuidad de una ciudad que tendía a extenderse periféricamente.

En efecto, diversos factores contribuyeron a la dispersión de la población de las metrópolis. Pero lo cierto es que, al cabo de poco tiempo, luego de iniciarse la expansión metropolitana, habían surgido nuevos centros, unas veces típicamente residenciales y otras mezcladamente residenciales y comerciales. Tal es el caso de Copacabana en Río de Janeiro, de Providencia y Tobalaba en Santiago de Chile, de Sabana Grande en Caracas, de Chapinero y Chicó en Bogotá, de Pocitos en Montevideo. En ellos coexistía el suburbio aristocrático con el centro comercial de moda. Al mismo tiempo crecían los barrios de clase media y popular en las zonas periféricas al calor de la política de construcción de viviendas económicas de los organismos oficiales; crecían las zonas industriales con los barrios aledaños, espontáneos o promovidos, y crecían, finalmente, las barriadas subproletarias en tierras inadecuadas, ocupadas casi con violencia por quienes preferían la vida urbana a los riesgos que su incorporación implicaba.

La contraparte de las barriadas subproletarias son los suburbios aristocráticos. Los sectores de mayores recursos deciden emigrar de la zona del casco viejo y aun de las primeras expansiones de la ciudad. Escapan de la Colonia Roma en México, del Prado en Montevideo, del Paseo de Colón en Lima, de las primeras manzanas del barrio Norte en Buenos Aires, como antes habían escapado de las manzanas aledañas a la plaza Mayor. Y, en busca de tranquilidad y reposo, de “exclusividad”, alientan el delineamiento de nuevos barrios lejanos, sólo accesibles por automóvil, en los que el precio de la tierra garantiza el alejamiento de la gente de clases consideradas inferiores. Así aparecen los suburbios aristocráticos: Olivos o San Isidro en Buenos Aires, Miraflores en Lima, San Ángel y el Pedregal en México, Carrasco en Montevideo, Chicó en Bogotá, Country Club en Caracas. Un suburbio aristocrático es, en principio, una zona de residencias de lujo; pero al cabo de poco tiempo nacen en ella los negocios apropiados para esa especial clientela: boutiques de lujo, restaurantes sofisticados, clubes nocturnos exclusivos, todo cuanto es necesario para que, finalmente, el suburbio se transforme en un centro residencial completo, en el fondo, un gueto siempre temeroso de la aparición de los recién venidos, esto es, enriquecidos una generación después de los que se avecindaron primero.

Pero no sólo hay suburbios residenciales de clase alta. En ubicaciones más modestas, empresas imaginativas han programado barrios suburbanos de clase media –alta y mediana– con el mínimo de comodidades y de aislamiento que se necesita para que esas clases tengan la comodidad que desean al precio que pueden pagar, siempre contando con la posibilidad del traslado hacia el centro por los medios públicos de transporte o por automóvil. Y cuando esos esfuerzos se emprenden en gran escala, y generalmente con intervención del estado, nacen las ciudades satélites –completas, cerradas en su ámbito– como la que se llama así –“ciudad satélite”– en México o como ciudad Kennedy en Bogotá. Siempre en expansión, la metrópoli escapa de su centro en todos los sentidos, y en cada uno revela su condición de complejo clasista.

También escapan los suburbios industriales. Necesitadas de la ciudad, las nuevas y complejas plantas se adosan a ella, rehuyendo el centro, sin duda, pero sin despegarse. En algunas ciudades –Buenos Aires, por ejemplo– los suburbios industriales constituyen un “cordón” que las rodea, y este esquema se repite en muchas otras; San Pablo, además, encadena las plantas preferentemente en el camino a Santos. Pero no hay modelos fijos: el valor de la tierra, los servicios instalados y muchos otros factores inducen a las empresas a localizar sus instalaciones donde más les conviene, aun cuando no faltan localizaciones preestablecidas, como las zonas reservadas a “parque industrial” en ciudades que quieren promover su industrialización y preparan la infraestructura necesaria para favorecer la elección.

La formación de una zona industrial, como la de Avellaneda, Alsina o San Justo en Buenos Aires, como la que se ordena alrededor de la avenida Vicuña Mackena en Santiago, como la que concentra la producción de harina de pescado en Lima o como la que se ha constituido en Medellín o Monterrey, supone no sólo la instalación de las plantas sino, inmediatamente, el surgimiento de barrios habitacionales y la red de negocios adecuados al medio. En poco tiempo, y luego cada vez más, el suburbio industrial adquiere caracteres definidos, que de ninguna manera implican su “zonificación”, esto es, su constricción y limitación a una sola función, sino, por el contrario, su versión restringida de un proceso social total, con sus fenómenos de diferenciación social, de ascensos y descensos, de elaboración de estilos de vida y de formas de mentalidad. Porque, a diferencia de los suburbios residenciales –en rigor, ciudades-dormitorio-, el suburbio industrial es una especie de subciudad en la que tienden a constituirse todos los rasgos de la ciudad misma dentro de ciertos caracteres.

En el fondo, los rancheríos son también ciudades-dormitorio, pero diversas circunstancias hacen que cada unidad –la “villa” o el “barrio”– se constituya como tal en un sentido casi exclusivamente social. El origen de sus habitantes y la persistencia de su carácter marginal prestan al rancherío rasgos singulares que hacen de él lo más característico del proceso de metropolización.

Sin perjuicio de algunos casos anteriores, el proceso de formación de los grandes rancheríos que hoy caracterizan a casi todas las metrópolis se inicia alrededor de 1940 y se acentúa durante la década del cincuenta. Reciben diversos nombres: villas miseria en Argentina, callampas en Chile, barriadas en Lima, favelas en Brasil, cantegriles en Uruguay, ciudades perdidas en México, y genéricamente “invasiones”, “construcciones paracaidistas” o “rancheríos”. El nombre tiene siempre implicaciones: suele entrañar una actitud irónica o una afirmación polémica de lo que, hasta entonces, sólo parecía merecer actitudes vergonzantes. Este último carácter tenía la población de los barrios pobres incluidos en la ciudad, constituidos por “callejones” o “conventillos”. Pero la formación de estos nuevos barrios modifica la actitud –o trae aparejado un cambio– de los “invasores”.

Los rancheríos no son patrimonio de las grandes metrópolis. Los hay en México o Buenos Aires, pero no faltan en Rosario o Monterrey, en Maracaibo o Arequipa, en Guayaquil o en Acapulco. Surgen del designio de ciertos grupos de radicarse en centros urbanos que ofrezcan trabajo y estímulos, y donde sea posible usar tierras fiscales o de propiedad dudosa para comenzar el establecimiento de grupos de viviendas. Construidas con materiales perecederos –muchas veces restos industriales, como cajones de autos, latas, chapas, etc.-, su elementalísima estructura apenas permite resolver los problemas primarios de la vida. La inexistencia total de servicios en un principio –agua, drenaje, energía– suele corregirse con el tiempo de manera precaria mediante la instalación de algunas bocas públicas de agua o soluciones semejantes. Idénticas soluciones se traen para los problemas de la salud o la escolaridad.

En algunos casos las villas se concentran y alojan inmensas cantidades de personas –como, en México, la ciudad perdida de Netzahualcoyotl en la que viven más de un millón– pero en general se dispersan por diversos lugares y llegan, finalmente, a constituir un cinturón compacto alrededor de la ciudad –como en el caso de Caracas– o un estrecho y creciente conglomerado en uno de sus extremos. En todo caso, el contraste entre la ciudad integrada y constituida y esta especie de ciudad flotante que la bordea constituye un espectáculo revelador de las tendencias que conducen a la concentración metropolitana. El paisaje urbano denuncia la presencia de fuertes tensiones sociales y, lo que es más grave, la aparente imposibilidad de dar soluciones materiales a los problemas planteados por la creciente aspiración a la vida urbana que alientan las poblaciones rurales y aun las de los pequeños poblados.

Las culturas urbanas

Las sociedades urbanas, estrechamente consustanciadas con su hábitat, siempre crearon formas singulares de cultura que se tradujeron en cierto estilo de vida y en una forma de mentalidad. Esa fuerza creadora provino, tradicionalmente, de que la sociedad urbana era una sociedad compacta, en la que la fuerza centrípeta predominaba siempre sobre la fuerza centrífuga o, dicho de otro modo, una sociedad en la que los fenómenos de diferenciación nunca sobrepasaban los límites que mantenían la cohesión del conjunto. Ahora bien, el proceso de metropolización de las grandes ciudades crea un nuevo tipo de sociedad urbana que escapa a aquella regla; en lugar de un grupo con tendencia a la cohesión, se constituyen esas “multitudes solitarias” que no llegan a integrarse; es claro, pues, que no crean una única cultura urbana, sino, en todo caso, varias yuxtapuestas dentro de los límites del mismo hábitat.

Tal es, ciertamente, el caso de las metrópolis. Bien analizadas, las multitudes solitarias no son tales. Aparecen así cuando en los focos de aglomeración se confunden gentes que provienen de distintos rincones de la ciudad y de distintos estratos. Entonces se descubre que son individuos que están uno al lado del otro con muy pocas cosas en común. Pero cuando esas multitudes se disgregan, y cada uno de sus miembros vuelve al seno del grupo al que pertenece y al rincón que habita, se descubre que las multitudes solitarias no se descomponen en individuos aislados sino en grupos aislados. Esto es lo característico de la metrópoli: la coexistencia de grupos que no se funden ni reconocen lo que, acaso, tienen en común.

Todo el mundo sabe lo que eran los guetos judíos en las ciudades medievales y aun modernas, o lo que es el gueto negro en Nueva York. Pero pocos latinoamericanos se acostumbran a la idea de que los rancheríos constituyen verdaderos guetos, zonas urbanas prácticamente incomunicadas en las que se alojan grupos sociales con escaso contacto –o, mejor, con contactos muy superficiales– con el resto de la sociedad. Cierto sistema de normas y valores tiene vigencia dentro del gueto, distinto del que prevalece fuera de él.

Pero el caso es que no es un solo gueto. Son varios en algunas metrópolis; muchos, porque sólo para el espectador que mira desde afuera el conjunto de las clases marginales puede parecer homogéneo. Quien mira de cerca las barriadas limeñas distingue las que se forman con gentes venidas de las sierras próximas y aquellas compuestas de inmigrantes de Ayacucho o Cajamarca; en México distinguiría las que reúnen gentes de Tepoztlán de las que se constituyen con gentes de Veracruz; en Buenos Aires, las que se componen de bolivianos o paraguayos de las que están integradas con correntinos o santiagueños. Y no es sólo el origen geográfico lo que las diferencia; es también la condición social originaria, la aptitud para incorporarse a la actividad urbana, o el grado de alfabetización, o la tendencia a dejarse arrastrar hacia formas delictivas de vida. Hay muchos guetos en el inmenso gueto de los marginales.

Pero hay más guetos en las metrópolis. En el otro extremo de la pirámide social, las clases altas que se refugian en los suburbios tienden a constituir guetos, con sus clubes exclusivos, sus restaurantes exclusivos, sus negocios exclusivos y, naturalmente, sus normas discriminatorias para impedir que se incorpore a ellos nadie que no sea considerado de su nivel social o su “círculo”. Y lo mismo podría decirse de los que se alojan en los barrios de monobloques de un sindicato de obreros calificados en relación con otro de pequeña clase media, o de los que forman parte de un barrio surgido de un loteo económico en el que cada uno levanta progresivamente su casa con el trabajo dominical. Y todavía quedan las colectividades extranjeras, y los viejos barrios que se aferran a su tradición, y los “conventillos” o “vecindades” que constituyen mundos cerrados.

Si cada gueto posee su sistema de normas, el conjunto carece de un sistema común: tal es el drama de la metrópoli latinoamericana, en que la situación predominante es la anomia, esto es, la carencia de norma. Tal es la explicación de las pandillas irresponsables que atacan, roban y hasta matan, de los grupos exaltados que producen motines callejeros con el pretexto de una agitación política o social, de las conductas llamadas “antisociales”.

La metrópoli no crea una cultura urbana, pero suele crear varias. Quizá la más visible sea la cultura cosmopolita que predomina en ciertos sectores y que muchos se esfuerzan por imitar; pero esa no es exactamente la creación de una metrópoli, sino la creación de una capa común a muchas de las metrópolis que constituyen el mundo urbano. En todas las ciudades hay grupos que se envanecen de ser cosmopolitas, de hablar varias lenguas o intercalar palabras de las más prestigiosas en el habla cotidiana, de vestir como en las grandes capitales, de deslizarse durante toda la jornada a través de un sistema de actividades que suponen su inserción en el mundo y no en su país o su ciudad. Esta cultura cosmopolita es, sin duda, propia de las metrópolis, pero no es específica de cada metrópoli: es la que han creado entre todas y es la que viven los empresarios y las modelos, los científicos enloquecidos con las relaciones públicas, los gestores de las grandes empresas multinacionales, los turistas mientras son turistas, los artistas de éxito y los gerentes de publicidad. Y además el enjambre de quienes se mueren por imitarlos. Esta cultura cosmopolita es la que encandila a quien no tiene acceso a ella y cree que puede hallar la felicidad en el estatus y en la exhibición de sus signos.

Pero entretanto, los otros guetos de la metrópoli elaboran su propia cultura. En el conjunto no es difícil discernir dos grandes formas de creación cultural: la de los grupos integrados y la de los grupos marginales. Cada uno tiene su típica forma de cultura –y sus subculturas-, y todas ellas constituyen el mosaico metropolitano.

Hay en los grupos integrados, esto es, tradicionales, un cierto estilo que subsiste a pesar de la influencia de la cultura cosmopolita. Pero es un estilo con matices. Las clases altas tienen el suyo, hecho de auténtica o pretendida señorialidad, de conservación de ciertas tradiciones, manifestado en el ejercicio de ciertas formas de comportamiento que quieren conservar el legado de las viejas generaciones. Cierto esteticismo las caracteriza, porque en el fondo es una cultura del ocio que quiere conservar la apariencia, al menos, de una actitud antiutilitaria. Y para las clases medias, especialmente para sus niveles más altos, este modelo compite con el de la cultura cosmopolita, porque quien quiere exteriorizar su ascenso social tiene que elegir entre comportarse como un “ejecutivo” o como “un gran señor”. Dura elección que reside en el fondo en optar entre una concepción utilitaria y otra antiutilitaria de la vida.

Pero dentro de las culturas de los grupos integrados, la más sólida es la de las clases medias. Sólida, en efecto, como es la tradición burguesa. Su solidez depende del reconocimiento de que en la sociedad contemporánea no son incompatibles el ocio y el trabajo, ni está dentro de las posibilidades de las clases medias desdeñar el trabajo, pese a que toda su filosofía se dirija a alcanzar en alguna medida una cultura del ocio. De la cultura de la clase media nace todo el sistema de normas frente al cual ceden, finalmente, las clases altas, y sobre todo, nacen de ella todas las formas creadoras del mundo actual: tanto las espontáneas –los gustos refinados, los principios morales, incluso los prejuicios– como las sistemáticas en el campo de las artes y del pensamiento. Creadora de cultura, la clase media es la gran consumidora de cultura, y los topes de ese consumo son, precisamente, los de la clase media misma. Sin duda, la clase media de las metrópolis se ha masificado –como se han masificado en alguna medida las clases altas-, pero aun así sigue siendo la que crea la cultura singular de una metrópoli, la que hace que México sea diferente de Río de Janeiro o de Buenos Aires, o Montevideo de Bogotá.

Hay sin duda una cultura de las clases populares integradas, pero de escaso relieve. Y no porque en determinado momento no haya sido fuertemente creadora –como efectivamente lo ha sido en ciertas circunstancias y en ciertos aspectos-, sino porque su creación no llega a tener vigencia hasta que no se incorpora al caudal predominante de la cultura de las clases medias, en las que finalmente se canaliza: tal ha sido el caso de la música popular, del habla, de la vestimenta, de la cocina o de la mitología urbana. Y no es un azar la incorporación, sino la expresión de un sentimiento –casi una conciencia– de las clases populares integradas, que consiste en compartir anticipadamente las formas de mentalidad y el estilo de vida de las clases medias, a la espera de que el ascenso de clase se opere realmente en el orden de los ingresos y las condiciones de vida.

Pero lo que constituye una creación singular en el ámbito de las grandes metrópolis es la cultura de los grupos marginales, la que Oscar Lewis ha llamado “la cultura de la pobreza”. Sin duda no es posible describirla a través de formas acabadas y sistemáticas de creación. Pero para alcanzar la entraña de la vida y la cultura de las metrópolis, acaso nada haya tan sugestivo como este examen de cómo los grupos que no tienen nada, ni casi capacidad de obtenerlo, pueden sobrevivir en el seno de las grandes aglomeraciones multitudinarias organizadas según el poder adquisitivo de cada uno. Dentro de ese cuadro se asiste al espectáculo de todo lo que puede crearse con los desperdicios sin valor de la civilización industrial, de todo lo que puede lograrse con una mínima capacidad adquisitiva, de todo lo que se le puede sacar a la sociedad de consumo sobre la base del complejo de culpa que la embarga. Vivir es siempre una creación, pero vivir sin nada en una sociedad montada sobre la escala del valor del dinero es una creación estupenda. Por eso el desarrollo material de la cultura de la pobreza constituye una experiencia extraordinaria en el mundo de la civilización industrial.

No sería extraño que, más allá del plano de la civilización material, la cultura de la pobreza esté elaborando un mundo de símbolos del que no tengamos noticia. Difícil es averiguarlo por ahora. Pero todo hace pensar que, al menos, ha elaborado un pequeño sistema de normas en el que se ha restaurado un principio que, en otros guetos, no parece muy visible: el principio de la solidaridad. Es, sin duda, una piedra sobre la que puede reconstruirse ese sistema de la sociedad urbana tradicional, sociedad coherente que siempre reconoció tal principio como su núcleo fundamental.