Ciudades en transformación, 1880-1930. 1972

Algunas ciudades latinoamericanas habían comenzado cierto proceso de desarrollo y transformación edilicia antes de 1880: Río de Janeiro, capital imperial, o Caracas en la época del presidente Guzmán Blanco. Pero a partir de 1880 el cambio se hizo general, y llegó a constituir un rasgo característico de muchas de ellas. Las ciudades veían crecer su población, diversificarse sus actividades, mudarse su fisonomía, alterarse los modos de pensar y las costumbres de sus ciudadanos. El viajero europeo se sorprendía de estas transformaciones que hacían irreconocible una ciudad en veinte años; y fue eso, precisamente, lo que dio a la imagen de Latinoamérica el carácter de un mundo vertiginoso, de un mundo en desenfrenado cambio.

Un examen más atento hubiera permitido ver que el juicio no era exacto. Mucho era lo que en Latinoamérica no cambiaba, sobre todo en las zonas rurales, pero también en las aldeas y en las ciudades provincianas. Fueron las ciudades las que cambiaron, y en particular, las grandes ciudades. Porque el cambio estaba relacionado profundamente con cierta transformación sustancial que se operó por entonces en la estructura económica de casi todos los países latinoamericanos, y repercutió particularmente sobre las capitales, sobre los puertos, sobre las ciudades que concentraron y orientaron la producción de algunos productos muy solicitados por el mercado mundial; fue, ciertamente, la preferencia del mercado mundial por los países productores de materias primas y consumidores de productos manufacturados la que concentró en ciertas ciudades mucha población, la que creó nuevas fuentes de trabajo y nuevas formas de vida, la que inyectó en ellas mucha vida y ciertas formas de modernidad.

Para entonces, los países industrializados –los de Europa y Estados Unidos– comenzaban a alcanzar su plenitud. Habían acumulado fuertes capitales, poseían industrias en pleno crecimiento, y necesitaban tanto materias primas abundantes como mercados para sus productos. También en ellos crecían desmesuradamente las ciudades, cuyas poblaciones requerían una cuota de productos alimenticios que sus países no producían. Y tanto las exigencias de los grandes capitales y de las pujantes industrias como los requerimientos de las nuevas concentraciones urbanas promovían una acción indirecta sobre los países que no habían comenzado a desarrollarse industrialmente.

Esa acción se advirtió –dramáticamente– en la incentivación forzada de cierto tipo de producción: en las zonas rurales de Latinoamérica se estimuló el trabajo con un criterio empresarial, para que un país produjera más café; otro, más caña de azúcar; otro, más metales; otro, más cereales, lanas o carne para consumo; otro, más caucho; otro, más salitre. Las empresas eran, casi siempre, de capital extranjero, y extranjeros fueron sus gerentes, sus ingenieros, sus mayordomos y a veces hasta sus capataces; la mano de obra, en cambio, era nacional; y nacional fue también todo el mundillo de intermediarios que la producción y su comercialización engendraron. Ese mundillo fue el que creció en las ciudades, que se llenaron de oficinas y de bancos, de negocios mayoristas y de pequeñas tiendas, de gentes que medraban con lo que sobraba de tanta riqueza concentrada en lo que era el viejo casco urbano colonial y que empezaba a transformarse, imitando a las grandes capitales, como Londres o París. Una suntuosa avenida, un parque, o acaso la costumbre de reunirse en un club, o la de adoptar ciertas modas, parecían garantizar a la antigua aldea su paso hacia la condición de metrópoli.

Transformación o estancamiento

Dos palabras parecieron obsesivas para el hombre de las ciudades: exportación e importación. Eran dos palabras que sintetizaban las corrientes de una actividad comercial en la que desembocaba la nueva economía; y en aquellas ciudades donde esa actividad se localizaba, el dinero corría, las especulaciones calentaban la cabeza de grandes y pequeños ahorristas, y las esperanzas del enriquecimiento o, al menos, del ascenso de clase terminaban por convertirse en una obsesión de todos. Esas ciudades prosperaron.

Entre todas, aquellas donde más claramente se advirtió la prosperidad y la transformación, tanto de la sociedad y sus costumbres como de la fisonomía edilicia, fueron las capitales que eran, al mismo tiempo, puertos: Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires, Panamá, La Habana, San Juan de Puerto Rico, todos puertos marítimos que desarrollaban su actividad al lado de las que eran propias de una capital, centro de decisiones políticas y también económicas; y aun Asunción, puerto fluvial; y aun Caracas o Lima que, aunque eran ciudades interiores, formaban pareja con sus puertos vecinos, La Guaira o El Callao. Una economía pujante, despertada por la incitación del mercado exterior, acompañaba ahora a la tradicional actividad que derivaba del ejercicio del poder político, del juego de la burocracia, del ejercicio de las influencias para obtener tales o cuales beneficios. Aunque sin puerto, México brillaba por su vitalidad y su riqueza bajo la égida de Porfirio Díaz, alojado en el castillo de Chapultepec.

Las capitales aprovecharon la riqueza del país, y generalmente modificaron su fisonomía; y no sólo porque se supuso que debían dar la imagen de un país próspero, sino porque en ellas se alojaron los grandes intermediarios, los banqueros, los exportadores, los financistas, los magnates de la bolsa. Pero en realidad la riqueza entraba y salía por los puertos, que ya habían crecido mucho en las últimas décadas. Algunos, como Buenaventura, no consiguieron sobrepasar su medianía. Pero otros concentraron una burguesía mercantil de sólidos recursos, aunque no siempre tuviera la ostentosa preocupación de las capitales que remedaban las viejas cortes. Valparaíso o Guayaquil fueron prósperas, como Santa Marta y Cartagena y la floreciente Barranquilla; Rosario, Santos, Belém reflejaron las nuevas formas de la riqueza –el trigo, el café, el caucho-; y Cartagena, Bahía, Veracruz y Puerto Cabello conservaron o mejoraron su condición de centros comerciales, como empezaron a serlo Antofagasta, Iquique, Maracaibo o Matamoros. En poco tiempo comenzaron muchos de ellos a exhibir sus nuevas instalaciones –los muelles, los depósitos, las vías férreas, las grúas– y todo un mundo de gente conformaría su nueva sociedad: desde el poderoso importador o el representante de una empresa inglesa hasta el lustroso mestizo que aportaba al progreso la fuerza de su espalda desnuda.

También prosperaron las ciudades que se constituyeron en foco de una zona productora en proceso de expansión, como Manaos, San Pablo o Manizales. Surgida en el corazón de la Amazonia, Manaos se transformó en la capital del caucho, y hacia ella concurrieron todas las corrientes que suscitó la nueva riqueza: repentinamente se congregó allí una sociedad abigarrada que quiso poseer las comodidades y el lujo de las grandes ciudades, y su suerte quedó atada a las alternativas del mercado internacional del caucho. San Pablo y Manizales, en cambio, crecieron con la demanda del café, que se producía en las zonas circundantes; y también acrecentaron rápidamente su población, desarrollaron sus servicios y modernizaron su fisonomía hasta adquirir el ritmo de las ciudades modernas.

Algo parecido ocurrió, en otra escala, con las ciudades que quedaron adscriptas a zonas de expansiva riqueza agropecuaria, como las que fueron fundadas o crecieron en las áreas argentinas del cereal y del ganado, entre las que cobraron particular significación La Plata y Bahía Blanca; o con las que adquirieron pujanza en las regiones mineras, como Oruro, Antofagasta, Belo Horizonte –fundada en 1897-, Monterrey; o con las que adelantaron la frontera de las áreas productivas, como Temuco o Punta Arenas en Chile, Tres Arroyos, Villa María o Resistencia en Argentina, Chihuahua en México; o con las que aprovecharon el intercambio fronterizo, como Rivera, Encarnación o Ciudad Juárez. Un vigoroso tráfico mercantil y una creciente infraestructura de servicios proporcionó creciente desarrollo a su vida económica y las puso en camino de convertirse en importantes centros urbanos.

Pero donde esas condiciones no se dieron, las viejas ciudades mantuvieron su actividad y su aspecto tradicionales que, en contraste con el desarrollo de las otras, pareció significar un estancamiento y, en ocasiones, un retroceso. Así ocurrió con las ciudades que quedaron al margen del sistema ferroviario, o con las que estaban emplazadas en áreas cuya economía no se dinamizó. Hasta algunas capitales, como Quito y La Paz, enclavadas en la zona andina, sufrieron un retardo en su desarrollo que las hacía parecer estancadas. Cuzco y Potosí, Cuenca y Trujillo, Popayán y Sucre, Mérida y Cochabamba conservaban las apacibles formas de vida sin que las sacudiera lo que orgullosamente se llamaba el progreso. Y algunas se resistían hasta a abandonar su fisonomía colonial y parecían ciudades dormidas, como Cajamarca o Cholula, Villa de Leyva o Maldonado, Ouro Preto o La Rioja, Coro o Guatemala la Antigua. Muchas de ellas mantendrían ese aspecto, en tanto que se aceleraba la transformación de las otras, incluidas de lleno en la renovación económica de la época.

Las sociedades urbanas

Lo típico de las ciudades estancadas y dormidas no fue tanto la permanencia de su trazado urbano y su arquitectura como la perduración de su sociedad. De hecho, se conservaban en ellas los viejos linajes y los grupos populares tal como se habían diseñado en el mundo colonial o en la época patricia. Poco o nada había cambiado, y ciertamente nada estimulaba la transformación de la estructura de las clases dominantes, ni la formación de nuevas clases medias ni la diversificación de las clases humildes.

Todo lo contrario ocurrió en las ciudades que quedaron incluidas en el sistema de la nueva economía. Las viejas sociedades se vieron desbordadas por nuevos contingentes que se incorporaban a la vida urbana, resultado unas veces del éxodo rural y otras veces de la aparición de grupos inmigrantes. El mayor número –acentuado por un decidido crecimiento vegetativo– alteró también cualitativamente la vieja estructura demográfica, favoreciendo las posibilidades de movilidad social que ofrecían las nuevas perspectivas ocupacionales y provocando muy pronto una ruptura del sistema de las relaciones sociales. Donde antes había un sitio preestablecido para cada uno, comenzó a aparecer una ola de recién llegados con vocación por la aventura que destruyó la armónica y convencional sociedad tradicional. El “nuevo rico”, el pequeño comerciante afortunado, el empleado eficaz, el obrero habilidoso se abrieron paso entre los recovecos del armazón social y consiguieron dislocarlo. De pronto, el viejo patriciado descubrió que la “gran aldea” se transformaba en un conglomerado en el que se perdían las posibilidades del control de la sociedad sobre el individuo a medida que desaparecía la antigua relación directa de unos con otros. En rigor, comenzaba a constituirse en Latinoamérica la ciudad multitudinaria.

Acusaron el golpe las clases tradicionales, ese viejo patriciado que parecía consustanciado con la tradición republicana y que había envejecido en el ejercicio tanto del poder político como del poder económico. De pronto apareció a su lado una nueva burguesía, acaso compuesta en parte por sus propios miembros, pero de la que formaban parte también otras gentes: el financista improvisado, el representante de una compañía extranjera, el técnico contratado para las minas o para las obras del ferrocarril, del puerto o de salubridad, o simplemente el comerciante enriquecido que había abandonado la venta al menudeo para dedicarse a las importaciones, y que acaso dejaría muy pronto esa actividad para especular en la bolsa, establecer una sociedad financiera o fundar un banco. Con todos ellos se encontraba ahora el viejo patriciado en los clubes –nuevos, muchos de ellos, a imitación de los ingleses– y hasta en las reuniones exclusivas de su clase, que se abría poco a poco ante el prestigio de la nueva riqueza.

Ese prestigio adornó, sobre todo, a los grandes aventureros de la finanza y de la industria: Emilio Reus en Uruguay, José María Menéndez en el sur patagónico, Waldemar Scholz en Manaos, Ernesto Pugibet en México. Efímera o duradera, su fortuna casi inconmensurable parecía el símbolo de las esperanzas que se abrían para todos. Y en los salones de las nuevas residencias que construía para ellos un arquitecto llegado de París, se iniciaba el ejercicio de una forma de vida que imitaba la de la alta burguesía victoriana o napoleónica. Su ejemplo fue imitado, porque el viejo patriciado perdió su prestigio ante el avance de esta nueva burguesía moderna y europeísta; y no sólo porque fuera más rica y más audaz, sino también porque expresaba más fielmente las necesidades de los nuevos tiempos y asumía con más clara visión las funciones de minoría directora.

Por lo demás, el viejo patriciado no contaba ya con la forzosa dependencia de las clases populares. Nuevas fuentes de trabajo aparecían, y el que quería labrarse una posición tenía abierta toda la escala de posibilidades. A las antiguas tareas, la vida urbana agregaba otras nuevas: en los puertos, en los comercios, en las instituciones, y también en el campo de las manufacturas, de la construcción, de las obras públicas, sin contar los nuevos servicios subsidiarios que crean las ciudades populosas, desde mensajero hasta guardián del orden público o cochero. Esta apertura en las posibilidades del trabajo modesto no sólo sirvió para canalizar las expectativas de las nuevas clases populares, acrecentadas en las ciudades por causa del éxodo rural o de las migraciones extranjeras, sino también para sacudir la modorra de las clases populares tradicionales, cuyos miembros, antes contentos con su suerte, veían ahora prosperar al imaginativo vecino que abandonaba el servicio doméstico para vender baratijas por la calle y terminaba como tendero establecido y con buen pasar.

Además, las nuevas manufacturas e industrias dieron nacimiento a una suerte de proletariado industrial, ajustado a un salario y sometido a la disciplina impersonal de la empresa. No había para sus miembros el despreocupado solaz del vendedor callejero o del mayoral del tranvía que siempre encontraban una pausa para la conversación. Pero adquirían poco a poco la modalidad de una clase combativa, disconforme y capaz de expresar su rebeldía. Poco a poco, las clases populares escapaban del viejo sistema, un poco patriarcal, y se ajustaban al nuevo que se elaboraba sordamente en las plantaciones y en las minas pero de una manera visible en los centros intermediarios que constituían las ciudades. Y a medida que la ciudad crecía, crecía también el mundo de los marginales, con sus mendigos resignados y acaso filosóficos, con sus prostitutas y sus borrachos, con los ladrones de bajo o de alto vuelo, que ensayaban en las calles de Santiago o Buenos Aires, de México o Caracas, las artes de un oficio que prosperaba al calor del ambiente cada vez más multitudinario.

Pero lo más sorprendente de las ciudades que se transformaban al calor de los cambios económicos fue la aparición de nuevas y nutridas clases medias. Ciertamente, no faltaban antes. Las constituían quienes poseían un comercio, quienes ejercían una profesión liberal, los burócratas, los militares, los clérigos, los funcionarios. Pero en todos esos niveles hubo una expansión que creó nuevas expectativas. La ciudad era, fundamentalmente, un centro intermediario, y las necesidades de esa función multiplicaban las de la producción misma. Más burocracia, más servicios, más funcionarios, más militares, más policía. Quienes eran originarios de la ciudad tenían más posibilidades de alcanzar esas posiciones; pero quienes llegaban a ella y hacían su carrera desde los primeros peldaños podían subirlos en breve tiempo a fuerza de capacidad o de vinculaciones. Y luego podían hacer fortuna, o incorporarse a una clientela política o a la suerte de un grupo de poder. Así, el tránsito desde las clases populares a la clase media fue frecuente y a veces rápido, al tiempo que en las capas superiores aparecían posibilidades de trepar a los altos estratos de la burguesía por la vía de la fortuna, o del padrinazgo de un poderoso, o de las alianzas afortunadas. Fue esta nueva clase media la que caracterizó la transformación de las ciudades, y no sólo porque reflejó la intensa movilidad de la sociedad, sino porque sus miembros permitieron la renovación de las formas de vida: eran los que compraban los periódicos, los que discutían sus opiniones en los cafés, los que se proveían en los nuevos almacenes que ofrecían la moda de París, los que llenaban las aceras de la bolsa y los bancos, los que empezaron a pensar que también ellos tenían derecho a participar del poder.

En pocos años, veinte o treinta ciudades latinoamericanas vieron transformarse sus sociedades y arrinconar las formas de vida y de mentalidad de las clases tradicionales. En su lugar, las nuevas sociedades elaboraron otras formas de cultura urbana.

Los marcos de la vida urbana

En esas ciudades, las nuevas culturas urbanas aparecieron enmarcadas por las condiciones que el nuevo sistema económico imponía. Ciertamente, en las ciudades estancadas pudo perpetuarse el estilo de vida tradicional; pero en estas otras las cosas cambiaron. Lo primero que se modificó fue el ritmo de la existencia, porque era difícil mantener el hábito de la siesta cuando a esa hora funcionaban los bancos y la bolsa.

Algunos bancos existían; desde la década del sesenta funcionaba en Brasil el Banco de Londres y Brasil, y en la Argentina, el Banco de Londres y Río de la Plata; y en el otro confín de Latinoamérica funcionaba el Banco de Londres y México. Pero en la década del ochenta empieza a crecer el número de los bancos extranjeros: ingleses, alemanes, franceses y, en México sobre todo, norteamericanos. Mucho más débiles, no faltaban los bancos nacionales. Fundados aquéllos para atraer a los inversores extranjeros, fueron árbitros de cuanta empresa o aventura económica surgió en la mente de empresarios o aventureros. Y en la vida de la ciudad, giraba alrededor de sus despachos y de sus ventanillas una maraña de operaciones que implicaba no sólo a los sectores poseedores, sino también a los medianos y al gobierno mismo. El crédito era la condición de toda iniciativa, y la esperanza de un lucro rápido obtenido sin capital caracterizó la mentalidad de todos los grupos en situación de ascenso económico.

La bolsa atraía la atención de los especuladores tanto o más que los bancos, y por eso fue el símbolo de la nueva mentalidad económica. El argentino Julián Martel describió, en su novela La Bolsa, el ambiente febril de la de Buenos Aires; pero el fenómeno se repetía en muchas partes, porque ella también ofrecía la perspectiva de un lucro rápido obtenido sin capital. Unicamente se necesitaba imaginación, audacia y, preferentemente, socios y amigos encumbrados no sólo en los círculos financieros sino también políticos. Pero la bolsa no sonreía siempre ni a todos. Frente a las pizarras de las cotizaciones se definían los destinos individuales de quienes apostaban lo que tenían y lo que no tenían a una aventura, unas veces real y otras imaginaria. Se especulaba con los títulos del estado, con el oro, con las tierras, con las acciones de compañías que se fundaban a cada instante con capitales fantasmas, y también con las de compañías sólidas a las que se jaqueaba con la especulación desmedida. Y al calor de esas especulaciones se hacían y se deshacían fortunas, con las cuales ascendía o descendía la posición de las familias alterando el cuadro social de la ciudad.

Unos pocos centros comerciales donde se concentraba el tráfico de exportación e importación completaban el sistema básico de la economía regional, que la ciudad administraba. Por los puertos salían el café, el trigo, el salitre, la carne, el oro, la caña de azúcar; y entraban gruesas cantidades de productos manufacturados. Pero el dinero en que todo eso se convertía, y el dinero obtenido de los inversores extranjeros para desarrollar esos negocios o financiar la infraestructura moderna, corría por aquellos canales que, finalmente, no concluían en la ciudad sino que seguían su curso hasta desembocar en las grandes metrópolis financieras e industriales de Europa o Estados Unidos. La ciudad que se transformaba, que veía cambiar la estructura de su sociedad y su fisonomía edilicia, que veía circular el dinero y obtenía ciertos réditos no era, en rigor, sino una avanzada de un sistema cuyos controles estaban fuera de ella. Por eso la ciudad patricia adquirió un marcado aire de factoría que la convirtió en típica ciudad burguesa.

Al crecer, la ciudad misma ofreció un nuevo género para la desenfrenada tendencia a la especulación: la tierra urbana. Perspicaz y decidido, el especulador en tierras compra –con o sin dinero– la quinta suburbana, el predio abandonado, calculando que allí se dirigirá la gente que no puede comprar en el viejo centro de la ciudad. El especulador se erige en urbanista y traza calles y plazas, reserva lugares para edificios públicos y hasta se arriesga a construir alguna casa o al menos unas paredes que sirvan de anzuelo. Entonces convoca a un remate, que suele ser una especie de fiesta popular animada por una banda de música, para un domingo por la mañana. Y el rematador –especulador y urbanista– asciende al podio y comienza con un largo y animado discurso sobre las ventajas del lugar y, sobre todo, sobre su brillante futuro. Porque el rematador sabe que muy pocos de los que vienen a comprar se proponen edificar para vivir: los más son también especuladores, aunque en otra escala, que esperan que la tierra se valorice y haga que se reproduzca el dinero invertido. Pero al fin el nuevo barrio queda hecho, y quizá muchos han ganado dinero. Allí florecerá un nuevo género de pequeño comercio, ejercido por los adelantados del menudeo, cuyas tiendas serán los focos tanto de la compraventa como de la sociabilidad del nuevo distrito. Así extendida, la ciudad necesitará servicios públicos, que nuevas empresas proveerán: el alumbrado, el tranvía, el gas y la electricidad más tarde, el agua y las obras sanitarias. Sobre la expansión física de la ciudad, una vasta inversión financia la infraestructura.

Pero las clases tradicionales preferían el viejo centro o, en todo caso, los nuevos barrios próximos a él que surgieron también como resultado de una especulación en alta escala. Son los barrios residenciales, que conviene que no estén muy lejos de donde está situado el palacio de gobierno. Por mucho que los bancos, la bolsa, las sociedades financieras y las grandes casas exportadoras e importadoras se constituyeran en centros decisivos de la vida urbana, el palacio de gobierno conservaba y aun acrecentaba su importancia. Allí residía el poder político, que no era desdeñable ni siquiera para el poder económico.

En las capitales ejercieron funciones políticas, directas o indirectas, no sólo los antiguos sino también los nuevos factores de poder. Y en diversa escala, en todas las ciudades que se transformaron por quedar inscriptas en el nuevo sistema aparecieron los nuevos factores de poder para competir con los antiguos. Eran éstos los viejos linajes patricios, las clases altas tradicionales, los jefes militares y los prelados, algunos ricos comerciantes y algunos círculos ilustrados que merecían consideración especial. Pero poco a poco el número comenzó a crecer. Otros grupos sociales, especialmente las clases medias en ascenso, canalizaron un cuerpo de opiniones políticas que se transformó en respetable. Y con el tiempo, empezarían a aparecer grupos obreros organizados en sindicatos con los que había que contar. Pero los nuevos grupos de poder importantes fueron los que expresaron el poder económico. Lanzado a la tarea de la modernización del país y a una explotación más intensiva y organizada de las riquezas naturales, el poder político descubrió que necesitaba capitales: y quienes lo ofrecieron o, finalmente, lo invirtieron se sintieron solidarios en la conducción del país, de modo que su consejo fue escuchado y sus aspiraciones generalmente satisfechas. El inversor quiso privilegios y garantías, y las solicitó al poder político que procuraba atraerlo. En el juego de toma y daca muchos se enriquecieron ilícitamente, y todos los que representaban de alguna manera al capital extranjero adquirieron una inusitada personería que gozaba de valimiento en los estrados oficiales. Privilegios y garantías quedaban establecidos en leyes que sugerían gestores, estudiaban ministros y funcionarios, votaban diputados y senadores, ponían en funcionamiento burócratas. El vínculo quedó establecido, y poco a poco el poder político se encontró apresado en esa red.

Con todo, los principales factores de poder fueron, en apariencia al menos, los partidos políticos. Algunos eran tradicionales, y su pensamiento solía corresponder a una problemática ya envejecida. Pero en su seno mismo se formaron grupos que se adecuaron a las nuevas circunstancias, y la teoría del progreso sirvió a veces de escudo para esconder sus aspiraciones. Salvo algunos sectores que perpetuaron una imagen tradicional de la economía, tanto liberales como conservadores procuraron canalizar en su provecho las nuevas circunstancias.

Algo nuevo pasó, sin embargo, después de desencadenarse el proceso de transformación económica. Las nuevas clases medias y ciertos sectores de las clases populares comenzaron a organizarse políticamente y reclamaron sus derechos a participar en la vida política del país. O en el seno de los viejos partidos o a través de partidos nuevos, estas nuevas masas urbanas se hicieron presentes exigiendo que se hiciera efectiva la democracia. Las ciudades vieron de pronto formarse esos nuevos nucleamientos políticos –liberales avanzados, radicales, socialistas-, y contemplaron la aparición de nuevas formas políticas. Los mitines de varios millares de personas reunidas en la plaza pública, el orador exaltado, las consignas reformistas o revolucionarias conmovieron a las ciudades y sacaron a la política de las tertulias y los cenáculos donde tradicionalmente se hacía. Hubo revoluciones populares, llamadas así, pero que en realidad estaban movidas por las clases medias aunque contaran a veces con el apoyo de sectores más humildes. Y los periódicos, que acrecentaban su tiraje, canalizaban sus opiniones.

La vida política se hizo más vivaz en las ciudades que se transformaban, y el poder político más difícil de ejercer. Hasta entonces había sido cosa de unas pocas familias; pero para que siguiera siendo así comenzará a parecer imprescindible que el poder político fuera más fuerte, a veces dictatorial. Y no sólo para que siguiera en manos de unas cuantas familias, sino para que no se escapara de los nuevos grupos de poder que se estaban constituyendo. Oligarquías y dictaduras fueron las formas típicas de gobierno que se ejercitaron desde las capitales.

En ellas reinó “el señor Presidente”, según la feliz fórmula acuñada por Miguel Ángel Asturias, que pensaba en los días del gobierno guatemalteco de Estrada Cabrera. Rafael Núñez y Rafael Reyes en Bogotá, Porfirio Díaz en México, Eloy Alfaro en Quito, Cipriano Castro o Juan Vicente Gómez en Caracas ejercieron el poder dentro de una concepción autocrática, que no difería mucho, por lo demás, de la que caracterizó a los presidentes que representaban a las poderosas oligarquías asentadas en Río de Janeiro o Buenos Aires. El “señor Presidente” poseía extensos poderes, y la capital era su corte, a la que era necesario encaminarse para resolver cualquier problema, sin perjuicio de que sus delegados tuvieran también sus cortes en las ciudades provincianas. Pero, en rigor, la corte era el “palacio”, tan suntuoso como era posible, en el que funcionaba un protocolo a veces grotesco y en el que no faltaban los pechos cubiertos de generosas condecoraciones ni los servidores con librea. Ese espíritu reflejaba el de las nuevas oligarquías, alucinadas por el lujo de los salones y de los parques, por el prestigio del champaña y de las aristocracias europeas de la belle époque, burguesas, por lo demás, como ellas mismas.

Pero el “señor Presidente” no siempre era prisionero y representante de la oligarquía; tenía su propio estilo, y hasta podía ser austero como Porfirio Díaz, recluido en el castillo de Chapultepec. Lo importante era que no perdiera ni un instante el control del poder, y en eso confiaban sus mandantes. El “señor Presidente” tenía su pequeña nobleza de incondicionales que lo rodeaba, todo el mundillo palaciego que se interponía entre él y los demás; tenía sus ministros, que estaban en contacto con lo que la calle decía, sus funcionarios, sus amigos predilectos, a quienes invitaba “a palacio”. Y tenía a sus generales, y a su jefe de policía, y a sus esbirros y a sus soplones, todos encadenados a los favores del “señor Presidente”, cada vez más rico, cada vez más poderoso y cada vez más prisionero en su corte, en su capital, que se transformaba con amplias avenidas y paseos, con vistosos edificios públicos, con lámparas de gas o de electricidad, con tranvías a caballo primero y eléctricos después. Prisionero de los grupos de poder, a los que daba imperiosamente aquellas órdenes que ellos esperaban y querían cumplir.

El “señor Presidente” solía llegar al poder mediante elecciones, generalmente amañadas, luego de largas deliberaciones entre los notables, entre los que no faltaba el banquero que decía las medias palabras decisivas. Siempre había un club en el que se tomaban las decisiones –el del Progreso, el Nacional, el de la Unión-, o algún hotel cuyos salones frecuentaban los iniciados, o alguna redacción de periódico en cuyos despachos se anudaban las voluntades. Después, el acto eleccionario consagraba al candidato, y para más adelante bastaba con el aparato del estado. Pero las clases medias crecieron en número, en poder, en claridad de ideas, y vastos sectores de las clases populares coincidieron con ellas, aunque algunos grupos propusieran sus propios objetivos. La política empezó a complicarse y no bastó con meter preso al opositor sino que fue necesario que la policía –o el ejército– reprimiera a los manifestantes que inundaban las calles. Junto a las oligarquías, nacidas del cambio económico y el “señor Presidente”, hacía su aparición, a veces triunfante, una clase social antes desdeñada. Era, precisamente, la que estaba haciendo las nuevas ciudades, la que leía periódicos, la que usaba el tranvía, la que conversaba en los cafés o en los clubes políticos, la que empezaba a ir al cine. Entretanto, había habido una revolución triunfante en México y otra en Rusia.

Esa clase también empezó a leer libros, pero no para distraerse, como hacían frecuentemente las clases altas, sino para aprender, para adquirir “conocimientos útiles” y para compenetrarse de las “ideas modernas”, relacionadas con la ciencia y con la política. El fenómeno era general en Europa y, en consecuencia, no faltaron libros, como los españoles de la Biblioteca Sempere y los que luego empezaron a editarse en algunas ciudades. Además estaban las revistas y los periódicos doctrinarios de los grupos anarquistas y socialistas. Así alcanzó rápidamente la clase media un nutrido bagaje de conocimientos que le permitió opinar y discutir hasta organizar una cierta actitud ante los problemas del mundo: una opinión, ciertamente muy intelectual, muy ideológica, que por eso mismo la separó cada vez más tanto de las clases altas como de las clases populares, ambas unidas en una apreciación espontánea e inmediata del mundo.

Del seno de las clases medias salieron los nuevos profesionales –médicos, ingenieros, abogados– que gracias a su profesión ascendieron de clase, y un nuevo tipo de hombre de letras que no era el caballero distinguido y refinado que distraía su ocio con la literatura: era menos esteticista, más comprometido y, generalmente, más utópico. Se lo veía, junto con los pintores y escultores, en los cafés bohemios, en las tertulias literarias y artísticas, en los estrenos de los dramas o sainetes de sus compañeros, o en los talleres o en las exposiciones donde trabajaban sus amigos. Así se constituyó una especie de nueva cultura intelectual, sin que desapareciera, por cierto, la tradicional. Tenía ésta sus hogares: la Academia, las sociedades sabias, las universidades; y también las tertulias literarias de alto rango, muy exquisitas y un poco puristas, que se desarrollaban en los salones. El contraste fue percibido, y como las nuevas luchas políticas y sociales, agitó la vida urbana de las ciudades que se transformaban por la vía de polémicas o de enfrentamiento de grupos, que llegaban al público a través de periódicos o revistas. La renovación estética posterior a la primera guerra acentuó el contraste. Tanto los que promovieron la “Semana de arte moderno” en San Pablo como los que animaron el grupo Martín Fierro en Buenos Aires tenían un cierto sentimiento minoritario; pero en ambos casos surgió al lado un movimiento militante de vocación izquierdista que aspiraba a un arte de masas. El cine, los periódicos y revistas de creciente tiraje estimulaban esta tendencia, en busca de nuevos lectores que escondían preocupaciones distintas a las de los reducidos sectores que antes tenían el privilegio de la lectura.

Cosa semejante ocurrió con los deportes. Mientras subsistía la aristocrática devoción por la esgrima y por el tenis, deportes populares como el fútbol empezaban a congregar muchedumbres en los estadios deportivos, acaso los primeros testimonios de ese fenómeno urbano que muy pronto se llamaría “la rebelión de las masas”. Como algunos movimientos políticos, eran expresiones de un sentimiento multitudinario que se constituía poco a poco en las ciudades: y un campeón de box podía transformarse en un héroe popular.

El cine y el deporte fueron, efectivamente, los signos más típicos de la transformación de las ciudades, por cuanto revelaban la presencia de unas clases populares con fisonomía distinta de la tradicional. Ahora, no sólo la procesión del Señor de los Milagros o la peregrinación al santuario de Guadalupe congregaban multitudes: también el partido final entre dos equipos que disputaban un campeonato reunía millares de personas que, evidentemente, querían escapar de la rutina del trabajo y gozar de la vida, expresar sus sentimientos y sus opiniones y acaso dar rienda suelta, un domingo, a cierta oculta cuota de rebeldía. Era como los toros, cada vez con más gente en las plazas, y más apasionada. Y luego en los cafés suburbanos y en las esquinas de los barrios cada uno defendía su opinión multitudinaria como si fuera su opinión personal. Una creciente tendencia de las clases populares hacia su integración y un marcado propósito de cada uno de sus miembros de afirmar su personalidad estaban latentes en este cambio social y cultural que desencadenó la transformación de las ciudades.

Por lo demás, la vida cotidiana cambió poco para esos sectores. Gozaron ciertamente de algunas comodidades –el agua corriente, el alumbrado a gas o la electricidad, las obras sanitarias-, pero no siempre, puesto que el crecimiento de la ciudad y el alto costo de la tierra urbana desplazaban en general a los sectores de bajos ingresos hacia áreas que no siempre se beneficiaban con ellas. Y fue más fácil la educación de los niños, porque la educación pública fue una creciente preocupación, o la atención de los enfermos, porque aumentó el número de hospitales y mejoró la atención que se prestaba en ellos. El más grave problema fue la vivienda. El conventillo –que Aluysio de Acevedo describió en Río de Janeiro y Nicomedes Guzmán en Santiago de Chile– fue un signo de degradación del que quisieron huir muchos, adquiriendo el lote prometido por el elocuente rematador de los suburbios para levantar allí su casa: un cuarto y la cocina primero, y luego, poco a poco, al compás del ahorro, el resto. Un cromo de la virgen o una fotografía de un torero o boxeador podían ser los únicos adornos de la morada, provista de elementales muebles. Y acaso flores, en las que se depositaban todas las aspiraciones sentimentales de las clases populares.

Otra cosa fue el cambio que experimentaron las formas de la vida cotidiana de las clases medias. Si algo las caracterizó fue su vehemente deseo de ascender socialmente y, sobre todo, de conservar su decoro y mejorar su apariencia. Esto llevó a sus miembros a aceptar todas las incitaciones de la naciente publicidad, a consumirse en la fiebre de poseer objetos y a envanecerse por su conocimiento de “las últimas novedades de París”. Al compás de los objetos aceptaron las costumbres y las convenciones, cada uno en la medida de sus posibilidades o, mejor, un grado más de lo que ellas le habrían permitido. En rigor, la vida del hogar no fue la que cambió más. Fue la vida de los hombres fuera de su casa la que reveló transformaciones más profundas, porque más aún que en las clases populares, creció el afán de participación en las clases medias. Para satisfacer ese designio era necesario estar en todo, y la calle se hizo más importante que la casa. Todos notaban que la vida se hacía poco a poco vertiginosa, y deseaban estar en el vértigo porque sospechaban que, de lo contrario, retrocederían en lugar de avanzar. La calle eran los cafés y los restaurantes, los teatros y los cines, pero también eran las oficinas y los bufetes, los clubes, los centros políticos y los sindicatos. Si la familia quería progresar, empezó a ser imprescindible que su jefe cultivara sus relaciones y procurara extenderlas. Y “progresar” era la ley de las ciudades que empezaban a transformarse al quedar incluidas en el nuevo sistema económico.

No ocurrió así con las pequeñas clases medias, generalmente agobiadas por el peso de sus obligaciones. Ni el empleado de tienda ni el burócrata tenían muchas esperanzas, porque el mundo era de los que tenían iniciativa para buscar aventuras. Pero ocurrió mucho más todavía en las clases altas, cuyos miembros sentían casi como una invitación personal las nuevas posibilidades que se ofrecían. Pocos fueron los que se retrajeron y perseveraron en su tradición más o menos hidalga. Los más cedieron al envite y arriesgaron su cuidada apostura en el juego de la política o de los negocios, y más frecuentemente, en los dos al mismo tiempo.

Era mucho lo que un señor de la política y los negocios debía hacer fuera de su casa; pero no era poco lo que tenía que hacer en ella. El palacio –o por lo menos, el palacete– constituía un ideal urgente; y los criados, y el mobiliario y el juego de mesa. Porque la tertulia frecuente y la gran fiesta ocasional debían servir a los ambiciosos planes del propietario que aspiraba a lograr una concesión o a cerrar un negocio o, acaso, a casar a una hija con alguien que lo ayudara a escalar posiciones. El argentino Julián Martel en La Bolsa y el venezolano José Rafael Pocaterra en La casa de los Ábila han descripto, entre otros, estas fiestas suntuosas de las familias ricas que aspiraban a constituir una aristocracia de imitación, que fue cruelmente calificada por sus modelos como “rastacuera”. Y de imitación fueron los modales y las costumbres, y hasta las opiniones y las ideas. Pero cuando se encontraban unos y otros en el club, en la Ópera o en el paseo de carruajes, no parecían sospechar la profunda inautenticidad de sus vidas.

La transformación edilicia

Las últimas décadas del siglo XIX vieron renovarse la fisonomía de muchas ciudades latinoamericanas. Las nuevas burguesías se avergonzaban de la modestia del casco antiguo de la ciudad, en muchos casos aún colonial. Pero, además, el crecimiento demográfico requería cambios espaciales, las nuevas actividades exigían una nueva infraestructura y, por su parte, tanto la técnica como los capitales extranjeros estaban en condiciones de resolver todos los problemas físicos de las ciudades.

Hubo un ejemplo. Más que la moderada transformación victoriana de Londres, obsesionó a las burguesías latinoamericanas la remodelación de París imaginada por Napoleón III y realizada por Haussmann. El principio fue la ruptura del casco antiguo y la comunicación con las nuevas áreas edificadas; pero dentro de ese esquema se introducía una vocación barroca –un barroco burgués– por los edificios públicos monumentales y la edificación privada de aire señorial. Extensos parques, grandes avenidas, servicios públicos modernos debían “asombrar al viajero”, según una reiterada frase finisecular.

Fue en Buenos Aires y en Río de Janeiro donde más audazmente se quebró el casco antiguo, comenzando con la avenida de Mayo en la primera y con la avenida Río Branco en la segunda, y seguidas por otras. Pero allí donde aquél se conservó, se trazaron o perfeccionaron otras que arrancaban de él o lo bordeaban: la avenida Juárez y el Paseo de la Reforma en México, la avenida Nicolás de Piérola y el Paseo de Colón en Lima, 18 de Julio en Montevideo, las avenidas Paulista e Higienópolis en San Pablo, la avenida Colón en Bogotá, la avenida Bolívar en Caracas. Eran vías destinadas a comunicar nuevos barrios, de los cuales algunos adquirieron muy pronto un aire aristocrático y en los que se afincaron las clases altas: en el Prado montevideano, en la Altagracia caraqueña, en la Alameda santiaguina, en Catete o Laranjeiras en Río de Janeiro, en las colonias Roma o Juárez en México, en el barrio Norte de Buenos Aires. Pero también comunicaban con los nuevos barrios de clase media y popular que nacían de los loteos de viejas quintas. Y en tanto que en los primeros predominaba un estilo francés en las residencias lujosas, se desarrolló en las modestas una arquitectura casi sin estilo o, en algunos casos, con un estilo elemental que llevaba la impronta de los maestros de obra italianos.

Plazas y paseos fueron el orgullo de las nuevas burguesías. El paseo de carruajes se hacía en la Lima finisecular por el Paseo de Colón, por Chapultepec en México y en Buenos Aires por la avenida de las Palmeras en el bosque de Palermo, inspirado en el Bois de Boulogne parisiense. Pero las gentes que paseaban a pie tuvieron plazas numerosas en todas las ciudades, y en muchas de ellas, sus jardines, que a veces reunían colecciones botánicas o zoológicas, sin que faltaran los entretenimientos para niños. Con esa perspectiva solían edificarse los grandes edificios públicos, teñidos de monumentalidad neoclásica, los “capitolios”, como el de La Habana o el de Caracas, los palacios de Gobierno, los palacios de Justicia, desentonando a veces con las iglesias coloniales y con la achaparrada edificación circundante. Y en el medio de las plazas, los monumentos a los héroes, de mármol o de bronce, hechura casi siempre de escultores italianos o franceses. Sólo muy lentamente empezaban a levantarse casas de departamentos de varios pisos en las zonas céntricas, donde comenzaban a fijar su residencia quienes se hastiaban de las viejas casonas de dos o tres patios. Y los comercios que se modernizaban solían renovar su fachada para abrir vistosas vidrieras, estableciendo con frecuencia un curioso contraste entre la planta baja y los pisos altos de los viejos edificios.

En medio del eclecticismo arquitectónico, las ciudades latinoamericanas mostraron cierta predilección por el art nouveau, cuyos modelos, especialmente catalanes, parecieron expresar no sólo la novedad del momento sino también cierta tendencia al lujo rebuscado que agradaba a las clases opulentas. Pináculos abigarrados y estatuas imponentes jugaban en las fachadas con las atrevidas cornisas, en un alarde de irrealidad y como un desafío a las reglas clásicas de la arquitectura. De buena factura, algunas cabecitas o algunos florones provocaban el éxtasis de los entendidos; pero para los más, lo importante era aquella ostentación de la decoración superflua, lo que concitaba el interés y la admiración. Y en contraste, las estaciones ferroviarias que seguían el modelo de la Victoria londinense exhibían sus estructuras de hierro como si fueran monumentos al Progreso y a la Industria.

Signos de progreso fueron las obras sanitarias, que proveyeron de aguas corrientes y de cloacas a las ciudades que crecían. Ríos y arroyos fueron entubados, y sobre algunos de ellos correrían importantes avenidas, como la Jiménez de Quesada en Bogotá o la Juan B. Justo en Buenos Aires. La iluminación pública a gas deslumbró a quienes estaban acostumbrados al aceite, y la eléctrica sobrepasó el asombro el día que se encendieron los primeros focos. Un día aparecieron los tranvías a caballo, y más tarde los reemplazaron los tranvías eléctricos que contemplarían la aparición de los autobuses. En alguna ciudad apareció un aeródromo. Y cuando ya todos se habían acostumbrado al uso del telégrafo y del teléfono, se levantó en algunas ciudades una antena transmisora de radiotelefonía. Año más, año menos, como en Europa, porque el trasvasamiento de las innovaciones técnicas fue en Latinoamérica casi instantáneo.

En medio del creciente trajín urbano, la Ópera se constituyó en el símbolo del arte. Teatros más o menos lujosos aparecieron en casi todas las capitales: el Municipal de Río de Janeiro, el Colón de Buenos Aires, el Palacio de Bellas Artes de México. Pero no sólo en las capitales: muchas ciudades poseyeron su teatro, como el de Juárez en Guanajuato de México, el Argentino de La Plata y, sobre todo, el Amazonas de Manaos, Brasil, el más estupendo ejemplo de una sociedad que elegía sus formas de vida impostando en el corazón de la selva ese “templo del arte” que inauguraría Caruso.

El teatro –el dramático tanto como el operístico– atrajo a las burguesías urbanas de las ciudades que se transformaban, porque significaba, al mismo tiempo, una reunión social y un solaz del espíritu. Pero también fue vehículo de ideas: “Es así como haremos teatro, ¡el verdadero teatro de ideas!… Basta de sainetes vacíos y huecos, ¡tesis, tesis!”, hacía decir, no sin ironía, a su personaje el argentino Gregorio de Laferrère en Locos de verano, estrenada en Buenos Aires en 1905. Era el teatro que preferían los jóvenes intelectuales, pero también todos aquellos que se preocupaban por los problemas sociales y políticos y los que creían en el Progreso.

El progreso y la religión de la ciencia conformaron una ideología que dividió a las clases altas. Mientras algunos de sus miembros permanecían adheridos al tradicionalismo de sabor hispánico, otros, cada vez más, se volcaron a las nuevas ideas que acompañaban el desarrollo industrial y capitalista. Y no sólo el teatro de tesis difundió esas ideas: los periódicos y revistas, los libros de Spencer y otros de variados divulgadores contribuían a formar una nueva mentalidad de clase dirigente, que se inspiraba en el liberalismo y tonificaba sus convicciones en la masonería.

Las polémicas entre partidarios del laicismo y aquellos que defendían la tradicional influencia de la iglesia sacudieron la paz de muchas ciudades, en cuyos foros discutían los prohombres. A medida que pasaba el tiempo, las clases medias en ascenso se inclinaban más decididamente por las ideas liberales, ensanchando el plano de su sustentación. Una creciente indiferencia religiosa parecía advertirse en algunas ciudades, cuyos templos vieron disminuir considerablemente el número de practicantes del sexo masculino. Y el tradicionalismo, que sólo para las clases medias tradicionales constituía una herencia, fue mirado por las nuevas clases medias en ascenso con una mezcla de desprecio y burla.

Algo semejante ocurrió con las clases populares. Los sectores vernáculos se mantuvieron adheridos a sus viejas ideas, como se mantenían adheridos a sus viejas costumbres. Pero los grupos migratorios, y sobre todo los externos, no sólo se sentían ajenos a los contenidos del tradicionalismo sino que se sentían atraídos por las ideas que alimentaban la corriente económica que los había llevado a la ciudad, sobre todo en la medida en que servían de fundamento a una justificación de la intensa movilidad que caracterizaba la vida urbana. Una cierta anomia comenzó a caracterizar la yuxtaposición de grupos sociales de distinta mentalidad.

La anomia fue considerada por muchos temperamentos nostálgicos como un signo de decadencia. La ciudad que comenzaba a ser multitudinaria contemplaba la quiebra del viejo sistema de normas morales sin que ningún otro lo reemplazara, y en cambio comenzaban a proliferar insólitas doctrinas sobre la educación, sobre la familia, sobre las actividades económicas –relacionadas con el lucro y la competencia-, sobre las relaciones sociales y políticas y hasta sobre los criminales, a quienes algunos consideraban víctimas de la sociedad. Para muchos, las viejas costumbres parecían ridículas y no vacilaban en calificarlas de prejuicios. Y como el anonimato crecía a medida que crecía el volumen de la población, fueron cada vez más los hijos de buenas familias que se dedicaban a la vida alegre y no faltó quien quisiera redimir a una prostituta mediante el vínculo matrimonial. La prostituta –la que el mexicano Fernando Gamboa retrató en su novela Santa– pasó también a ser un símbolo de la perversidad de la ciudad que se transformaba, como ya lo había sido, por otra parte, en Europa.

Por lo demás, la prostituta era una mujer, y su suerte estaba vinculada de alguna manera a la condición que la sociedad le reservaba a todas. La protagonista de la novela de Gamboa había sido expulsada de su casa por obra de una maniobra sórdida; pero muchas mujeres empezaron a pensar que había pasado el tiempo de la “tapada” limeña y que había llegado la hora de que la mujer alcanzara su liberación. De hecho, poco a poco, se la vio salir a la calle sin acompañantes, y después de la Primera Guerra Mundial comenzó a frecuentar lugares públicos y a ejercer ciertos empleos. Hubo mujeres escritoras, como las limeñas Mercedes Cabello de Carbonera y Clorinda Matto de Turner o la argentina Emma de la Barra, que constituyeron arquetipos de una forma de liberación; y otra argentina, Julieta Lanteri, sacudió el ambiente porteño proclamando vehementemente los principios del feminismo.

Con todo, las ideas que más agitaron a las ciudades que se transformaban fueron las que se relacionaban con los grandes problemas sociales y políticos. El conservadorismo se escindió entre los partidarios de una concepción tradicional con resabios feudales y los partidarios de un conservadorismo moderado, liberal y moderno. Pero el liberalismo democrático y progresista arraigó sobre todo en las clases medias populares, al menos hasta que aparecieron fórmulas más avanzadas. En Lima, Manuel González Prada pronunció en 1888, en el teatro Politeama, un discurso en el que sostuvo una audaz fórmula revolucionaria: “Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”. Sus esfuerzos cristalizaron en la formación del Partido Unión Nacional, que se asemejaba a la Unión Cívica Radical que organizó en Buenos Aires Leandro N. Alem. Eran partidos populares que intentaban ofrecer una salida a las nuevas mayorías preferentemente urbanas y, como en el caso de González Prada, movilizarlas en favor de los grandes problemas sociales del país. También en otras ciudades la politización de esas mayorías fue importante, como en Montevideo y en Santiago de Chile. Pero algunos de sus sectores prefirieron soluciones más avanzadas.

Buenos Aires vio constituirse un Partido Socialista bajo la inspiración de Juan B. Justo; y de sus filas salió Alfredo L. Palacios, que logró en el popular barrio porteño de La Boca la primera banca que un socialista latinoamericano ocupara en el Congreso. A su lado luchaban los anarquistas y los sindicalistas, en tanto que los católicos constituían los primeros Círculos de Obreros siguiendo las enseñanzas de la encíclica Rerum Novarum. Hubo luchas por las ideas; pero como el movimiento obrero pareció subversivo, hubo huelgas violentas y represiones despiadadas. Algunos empezaron a pensar en la dictadura. En Lima, al celebrarse el centenario de la batalla de Ayacucho, en 1924, el poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó la llegada de “la hora de la espada”. Y se vio a algunos pequeños sectores incorporarse a las corrientes del fascismo italiano.

Para los espíritus temerosos, la agitada vida de las ciudades que se transformaban pareció indicar el comienzo de una grave crisis. Y lo era. Las ciudades empezaban a dejar de ser lo que habían sido. Junto a la cultura tradicional de las clases privilegiadas se constituía en ellas una cultura popular, de raíces heterogéneas, todavía sin estilo, más visible sin duda en las ciudades que, como San Pablo, Buenos Aires y Montevideo, acusaban la presencia de una fuerte corriente inmigratoria. Era el fruto del cambio. El modelo de esas ciudades empezaría a operar poco después sobre las demás, y después de 1930 la transformación urbana se precipitó en un proceso de tremendas proyecciones.