Las ciudades y la guerra: un ensayo sobre dos clásicos

XIMENA ESPECHE
(UBA-Conicet)

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

Konstantin Kavafis, “Esperando a los bárbaros”

En dos clásicos de la ensayística latinoamericana, Latinoamérica: Las ciudades y las ideas del historiador argentino José Luis Romero y La ciudad letrada del crítico literario Ángel Rama hay una marcada ausencia: la guerra.1 La ausencia de la guerra implica aquí dos cosas al mismo tiempo. Por una parte, se trata de una paradoja: los textos de Rama y Romero hicieron de la guerra ausente un tópico central: ya fuera como denuncia a los modos de ocultamiento de las razones en que la “ciudad letrada” tomó posesión de la “ciudad real” (mal escondiendo siempre sus pudibundas armas y sangres), ya fuera como denuncia de una guerra soterrada -en las figuras del conflicto, el enfrentamiento, la falta de integración- que para ganarse definitivamente debía ser expuesta como cada vez menos necesaria. Pienso la guerra aquí tanto en los términos de un enfrentamiento que busca la eliminación pero, sobre todo, la dominación de un enemigo, cuanto la serie de metáforas asociadas a la guerra: enfrentamiento violento, conflicto siempre a punto de ser desatado, y también por contrapartida, lo que el supuesto ejercicio de una razón y una palabra no logran evitar.

Y, por la otra, ese tópico de la ausencia de la guerra dirige la mirada desde esos escritos hasta otros dos que les han sido fundamentales. Para el primero, Facundo. Civilización y barbarie de Domingo F. Sarmiento; para el segundo, la Historia de los partidos políticos en el Uruguay de Juan E. Pivel Devoto.2 En cualquier caso, la guerra es central en Facundo y en la Historia de los partidos…. Y lo es, también, como si dijéramos mucho más que por “interpósita persona” en los ensayos de Rama y de Romero. Sobre los modos en que juega esa ausencia tratarán estas páginas.

I.

Primero fue el ensayo de José Luis Romero. Publicado en junio de 1976, muy poco después del golpe militar en Argentina, el estudio fue haciéndose un clásico por el trabajo artesanal con el que colegas, amigos y estudiantes de Romero le dieron de a poco un lugar en una biblioteca que para ser llamada así debería contarlo entre sus principales volúmenes.3 El ensayo planteaba un estudio sobre la formación de las ciudades en América Latina como un modo de explicar el hálito que las había hecho posibles: las ciudades latinoamericanas eran la confirmación íntima de que la ciudad era, o debía ser, un mundo público, la expresión de una cuerda tensionada entre lo público y privado, de que ese mundo no estaba sometido a otro, el de la “necesidad”. El libro así era el trabajo de un historiador y de un ensayista, pero también era parte de las reflexiones de un hombre preocupado por su presente, en esa “misión de educador que cree firmemente en la palabra pública”.4 Además el libro venía a confirmar allí lo que estudiaba sobre otros ámbitos, el modo en que la burguesía había traído un nuevo mundo y la manera en que había que interpretar ese origen: se trataba de una crisis mayor de larga duración.5 Sabemos que Romero era un medievalista y que, sobre todo, le interesó historiar la cultura, en una tradición que se había ocupado de seguir de cerca y reformular desde Buenos Aires, Argentina y América Latina. Pero, también, que lo que primó en el ensayo fue una mirada porteñocéntrica, una perspectiva que no escapaba al peso de la palabra (y de aquellos/as que la hicieron centro de sus funciones, roles, advenimientos); una mirada que finalmente terminó reduciendo sus intereses bajo un prisma rioplatense y, que en términos analíticos, quedó demasiado expuesta a los vaivenes de la letra y poco a los vaivenes de las transformaciones materiales de las ciudades.

En este ensayo esgrimió, aunque no solamente, una explicación de la historia argentina buscando una conexión con una supuesta “historia profunda”, una “psicología profunda”. Así lo afirmaba en una carta a Javier Fernández -declinando participar en un número de la revista Sur sobre Sarmiento, carta que fue incluida en el número de julio de 1977- y poco tiempo después en un prólogo inconcluso al Facundo. Se trataba de que “ese libro mío que están leyendo es hijo del Facundo“.6 De hecho, en unas conversaciones con Félix Luna aclaró que seguía de cerca el análisis de la formación de ese “mundo urbano” bajo el presupuesto del enfrentamiento entre la civilización/barbarie que Sarmiento había postulado como central a la hora de explicar el desarrollo político del Río de la Plata pero, sobre todo, entre el campo y la ciudad.7

La pregunta que surge aquí es de qué manera es “hijo del Facundo”, sin desconocer hasta qué punto fue una suerte de hijo anacrónico: al retomar los presupuestos de Sarmiento tenía en cuenta que esas discusiones -sobre todo las que trataban de explicar los conflictivos vínculos entre campo y ciudad- eran centrales en los estudios urbanos.8 Así, se trató de un gesto (ser heredero) que implicaba al mismo tiempo disponer -como lo ha estudiado Adrián Gorelik- una operación sobre las discusiones del presente en los temas que el libro trataba, pero con la salvedad de que Romero definió sus intereses desde el ámbito de un estudio cultural y, podríamos agregar, sistémico; sin abordarlas de modo explícito, esas discusiones del presente ingresaban bajo el prisma de Sarmiento: teniendo en cuenta que las reflexiones sobre la ciudad en Romero se retrotraen al menos hasta mediados de los años cincuenta, hablamos, entre otras, de las apuestas del “reformismo modernizador” de “matriz funcionalista” que entroncaban el análisis del desarrollo urbano en América Latina explicando los modos de la transición entre las sociedades tradicionales a las modernas (vgr. el desplazamiento espacial/temporal concentrado en el trayecto del campo a la ciudad). El trabajo de Romero tenía muy presente, aunque más no fuera para revisar el par tradición/modernidad y los problemas de toda transición de las sociedades tradicionales a las modernas, los estudios del sociólogo Gino Germani. Además también debía tener en consideración las posiciones como las del populismo crítico y la del marginalismo radical; en un caso críticas del funcionalismo, explicando que las transiciones y las migraciones se realizaban de acuerdo a lógicas que debían considerar las “propias condiciones” de integración de los migrantes (esto es, problematizando el dualismo sociedades tradicionales-sociedades modernas) y, en el último caso, definían la marginalidad como expresión del vínculo dependiente de los países llamados subdesarrollados respecto de los desarrollados inherente al sistema capitalista.9

Es “hijo del Facundo”, entonces, porque el par civilización/barbarie pero, sobre todo, el par campo/ciudad organizan un modo de revisar el tránsito hacia las ciudades una vez que ellas ya habían sido mucho más que el sueño realizado -ya con la potencia de lo monstruoso, ya con la de lo divino- del damero español. También lo es porque en su explicación sobre las migraciones campo/ciudad repite una hermenéutica sarmientina (aunque condicionada por el anacronismo y una revisión sobre el conflicto de tipo sistémico). Para Sarmiento la revolución de Mayo había abierto el camino a una “tercera entidad”, proveniente del campo, sin ley ni patrón; un elemento que no era ni español ni patriota, una potencia plebeya que no se volvería a la casa. Y que, entonces, había que saber domeñar. Romero utilizaba el mismo esquema para explicar el arribo de las migraciones del campo a la ciudad (sobre todo para explicar el andamiaje de las “ciudades masificadas”, con la crisis de 1929) y, también, estudiaba la capacidad de estar “en disponibilidad” para líderes que, como Perón, supieran tocar ciertas fibras de la necesidad de las masas. Reconocía, sin embargo, la posibilidad de que la integración fuera, finalmente, un modo menos oneroso para los valores republicanos de incorporación de nuevas ciudadanías. En este sentido, también fue, al decir de Omar Acha, un “Facundo para el siglo XX”: esa “tercera entidad” no habría estado en realidad en el enfrentamiento entre campo y ciudad sino, por el contrario, dentro de la propia ciudad: el enfrentamiento era otro, entre masas y élites.10 Podríamos agregar que el enfrentamiento también fue entre nuevos y viejos migrantes, y entre sectores populares y clases medias.

Pero el “hijo del Facundo” es algo más. Si siguiésemos aquí las hipótesis que despliega Dardo Scavino, Sarmiento en su Facundo -pero también en el derrotero más amplio de otros escritos y prácticas políticas- redefinió una condición que había sido singular en el gobierno rosista. Esta es la de la relación entre guerra y política: en Rosas se trataba de hacer política con el terror, imponiendo la guerra por los mismos medios. La guerra en Sarmiento “dirige sus reflexiones políticas, económicas, educativas. Hasta la paz se piensa según el modelo de la guerra” pero, continúa, “Aun así, esta guerra no es sólo un enfrentamiento entre dos formas estratégicas y tácticas de hacer la guerra”. Es difícil olvidarse, entonces, que el folletín de Sarmiento tiene entre sus subtítulos el de Guerra social. Hasta diríamos que hace abuso del tópico. Esa guerra social establece un pensamiento sobre la guerra y sobre la sociedad: “un instrumento de violencia para alcanzar una finalidad política: la guerra será un acto de fuerza para imponer una voluntad a un adversario”. Para Scavino, entonces, la política sarmientina estaba en extender la militarización “a todas las combinaciones intra o inter-corporales de la vida social: una permanente e incongruenta guerra sin combate”.

Pero, ahondando un poco en las palabras de Scavino, diría que en realidad, de lo que se trata en Sarmiento es de que no hacía falta hacer la guerra para hacer de la guerra el principio constructor de la ciudadanía, porque la modalidad de dominación que Sarmiento opone al terror rosista es acabada en un tipo de intervención específica: “poner el pueblo en marcha”, administrar el movimiento, porque la guerra entonces “sólo secundariamente será estratégica de clase o de grupo económico, agonística de las fuerzas; su función es antes que nada táctica, disciplinaria, la de una militarización ubicua de lo social”.11

Hagámosle caso a Romero y sigamos el legado que hace propio: la ciudad es primero ciudad amurallada, ciudad fuerte, ciudad que permite conquistar las periferias, “instrumento perfecto de dominación”, “protagonista de la ocupación del territorio”, y si bien ya con las “ciudades criollas” se transforma en una que “nace bajo el signo de la ilustración y la filosofía” después va siendo conjurada por las batallas de la palabra, por los artilugios de una clase como la burguesía que define otros modos del intercambio. La guerra en Romero es -o debería ser- la ausencia de la guerra: porque infiere de allí, justamente en la forma que da la palabra, la capacidad de una paz duradera, realizada en los trayectos y flujos de la ciudad. O, como decía Javier Trímboli, ese es el drama: estructurar una obra cuyo motivo principal es el de la integración a partir de narrar los conflictos una y otra vez reeditados.12 No se trata de anular el conflicto ni mucho menos. Se trata de que la ciudad debe dejar la guerra extra-muros.

Tampoco es posible olvidar que la escritura y publicación y lectura primera del libro de Romero coincidió con el aumento de la violencia política en la región, y específicamente en Argentina el gobierno militar desplegó un terrorismo de unas razones explícitas que, paradojalmente, también hacían suyas el reino de la necesidad; y fue común la consideración de un enemigo tildándolo de “interno”. Como dice Graciela Silvestri, Romero “Había apostado a las palabras, las maestras que otorgarían conciencia histórica y comprensión del presente, y lo que vio emerger fue la muda violencia”.13 Pero, quizá, lo que también vio emerger fue más que la violencia muda. Fue uno de los modos posibles de la violencia de una guerra que siempre había sabido presente (fue campo contra ciudad, fue élite contra masas, sectores populares contra clases medias, viejos migrantes contra nuevos migrantes), y que la letra -el modo de la letra que Romero hacía suya, el modo letrado, iluminista de la letra- era insuficiente para conjurar: que la violencia no era muda, que tenía sus propias palabras y que esas palabras estaban ganando. En definitiva, que como la ciudad, esa violencia tenía una lógica. Y, aunque ya lo sabía, que no era posible explicar sólo como efecto del reino de la necesidad, ni de la barbarie.

II.

El ensayo de Rama fue publicado después de su muerte. Es un trabajo incompleto, y por ello tiene el peso de lo que pudo haber sido. Pero es lo que ha sido publicado y lo que podemos reconstruir de trabajos previos.14 Como es bien conocido, en ese trabajo se propuso analizar cinco momentos en los que un contingente más amplio que el de los sectores literarios y académicos, al incluir también a sacerdotes, escribas y abogados cultivó un poder específico, el de “ejercer (interpretar) la palabra en un medio señalado por su rechazo y su temor de la letra escrita y su desconocimiento de las fórmulas jurídicas”, según la expresión de Carlos Monsiváis.15 Frente a otros trabajos de Rama, como por ejemplo el conocidísimo La generación crítica -una caracterización explicativa del valor y fundamento de las funciones del intelectual uruguayo del medio siglo XX hasta los años 70 y de su capacidad para enfrentar crisis de todo tenor-, La ciudad letrada fue una suerte de “gesta anti-épica”, como la llama Beatriz Colombi; 16 y sobre todo, en su escritura pesó el modo en que Rama -como muchos otros intelectuales no sólo uruguayos- reivindicaron “el suelo „bárbaro‟ sobre cuya represión la cultura [en Uruguay] se habría edificado, en una crítica masiva a la modernidad y sus logros”.17 Esto es, a la modernidad de un Uruguay que había creído ser una “Suiza de América”.

La ciudad letrada construye una dinámica de la ciudad latinoamericana que es material y metafórica al mismo tiempo. Se trata de la diglosia entre la ciudad real y la letrada, entre la palabra escrita y la oralidad. Como si se tratara de la relación tensionada siempre entre formas del poder y formas del saber. Aunque el ánimo del ensayo fuera latinoamericano, es indudable que el peso local, específicamente de una ciudad como la Montevideo de Rama (la de su formación entre los años cuarenta y cincuenta, pero también la de sus polémicas, entre los cincuenta y principios de los setenta) hace de este ensayo uno muy montevideano; dicho de otro modo: ese “sustrato bárbaro” a reivindicar tiene una tradición nacional. Esto es posible advertirlo en los dos últimos capítulos del libro en los que recupera un tópico caro a la ensayística de la Banda Oriental. Me refiero a la que es deudora del trabajo del historiador Juan E. Pivel Devoto, la Historia de los partidos políticos de Uruguay, y estoy haciendo referencia entonces al tópico de caudillos/doctores. El ensayo fue publicado en 1942 y tuvo enorme peso de allí en más en el análisis e interpretación de la historia uruguaya como una historia de sus dos partidos llamados tradicionales, el Blanco y el Colorado.

Pivel Devoto explicaba con caudillos/doctores los enfrentamientos y acuerdos de los liderazgos rurales y urbanos de las guerras civiles del siglo XIX rioplatense. Y al hacerlo, definía también que desde el siglo XIX dos partidos habían configurado, finalmente, la paz de la nación: ambas divisas tenían sus propios caudillos y doctores; el enfrentamiento había sido entre ambos, cruzado a su vez por la pertenencia a divisas que, finalmente, deberían verse como signadas a rezumar una “savia” común: la nacional. La caracterización de las divisas también estuvo signada por el modo en que se relacionaron con el campo y con la ciudad, con el ámbito americano y con el cosmopolitismo capitalino. Así, en el sitio que los Blancos pusieron a los Colorados en Montevideo en 1843 pareció definirse esa divisoria
que tuvo muchísimo legado. Los Colorados estuvieron sitiados en la ciudad-puerto, y allí reforzaron sus vínculos con la “civilización” y con “Europa”, en tanto que los Blancos, desde el Cerrito (a las afueras de la ciudad y sus murallas) se vinculaban con el ámbito rural, que además verían como central para el desarrollo del país. En esa divisoria, los Colorados serían asociados con el cosmopolitismo urbano, al que también harían coincidir el desarrollo del carácter uruguayo, mientras que los Blancos referían ese carácter asumiéndolo en relación con lo americano y lo criollo.

Aunque el relato piveliano argumentaba una continuidad de consensos entre partidos políticos, que fue construyéndose y afianzándose con el correr del siglo XIX, también explicaba y elegía valorar con mayor fruición lo espontáneo, natural, de la tierra, que se rige por la palabra dicha más que por la palabra escrita. En esta otra divisoria, para Pivel Devoto los caudillos no necesitaban de la constitución escrita para habitar y ordenar la campaña, mientras que los doctores concibieron la constitución como una fórmula abstracta de un vivir que no habían experimentado y que, por ello mismo, terminó por ser falso, perdiendo por ende su legitimidad. Bajo este presupuesto, los “doctores” quedaban así identificados con la clase política que, en el siglo XIX, tenía su lugar de residencia en las zonas urbanas. Es notorio cómo Pivel Devoto insistió en desarmar el dualismo sarmientino de civilización/barbarie, cuestión que hacía explícita en el capítulo IV de su exposición aclarando que en definitiva, dentro de Montevideo habían buscado asilo “todos los hombres que en guerra contra Rosas no compartían sus ideas y la orientación americanista de su política”, y que en el Cerrito “los actos del Gobierno allí instalado guardaban una identidad de miras con los del gobierno de Buenos Aires”. En esa divisoria, decía Pivel Devoto, “lo que no se ha querido ver es que, más poderoso que esas dos fuerzas, alimentadas por energías externas, fue el partido de los orientales que durante toda la guerra luchó por darse un abrazo por encima de las líneas amuralladas, mantenidas en pie por influencias ajenas al sentimiento nacional”. Pivel Devoto desplazaba la divisoria civilización/barbarie hacia caudillos/doctores invirtiendo, en parte, sus supuestos: eran los caudillos una suerte de verdaderos intérpretes de un sentir oriental que, igualmente, frente a divisorias externas (vgr. si se tomara como cierta la sarmientina civilización/barbarie) debía recuperar una unidad que atravesaba las murallas de la ciudad sitiada.

Si cada partido podía tener caudillos y doctores, la guerra era siempreviva. Era una guerra civil en todos los ámbitos. Pero el seguimiento de Pivel Devoto sobre la guerra civil la rearma en una tendencia que define una teleología particular: la paz de la nación (ese abrazo en perpetuo movimiento). Bajo su mirada, las guerras civiles terminaban en divisas institucionalizadas en partidos políticos y acuerdos que los harían entonces duraderos en el siglo XX. Eran la nación porque representaban el consenso, la coparticipación y, finalmente, daban ánimo al entramado que en ese siglo había hecho de Uruguay un país de alta participación ciudadana.18 La guerra no era del todo guerra sino una teleología nacional: tenía un consenso intrínseco, sólo posible cuando los partidos desarrollasen sus capacidades que les eran inherentes. Si volviésemos a las consignas de Scavino sobre el Facundo, podríamos decir que bajo el haz de Pivel Devoto, las divisas –qua partidos políticos- no eran otra cosa que esa modulación de un dominio particular: el del orden. Y ese orden podía ser llevado a cabo, también, por esa suerte de cualidad natural de los caudillos que, representantes de cualquier partido, hacían constituciones sin escribirlas.

Decía que en La ciudad letrada de Rama hay, además de un hálito latinoamericano, uno muy suscrito a la Banda Oriental: en su ensayo insiste en dos ciudades, la real y la letrada, y desarrolla esa diglosia a través del tiempo; y tal como describe el fin del siglo XIX, éste trae aparejado una flexión de la relación real/letrado que se acerca a la dualidad piveliana de caudillos/doctores. Y no sólo eso: el tópico de caudillos/doctores se superpone con otro, que emparenta a los doctores con las funciones intelectuales y a los caudillos con la política (desplazamiento que valdría la pena historizar). Es de este modo como Rama lo presenta cuando, en el apartado titulado “La ciudad modernizada”, refiere la crítica que el decimonónico educador uruguayo José Pedro Varela hizo tanto a caudillos como a doctores “universitarios”. Citando a Varela, Rama hacía suyas las palabras de que “los universitarios no interpretaban ni representaban en sus escritos la realidad, sino que la cubrían de dorados”.19

Rama toma la crítica de Varela y, en parte, la hace propia. Refrena, así, el motivo de la legitimidad de los caudillos por sobre los doctores (que podría leerse sin dificultad en el texto de Pivel Devoto respecto a la cualidad de los caudillos de dominar y ordenar una campaña sin necesidad de la letra escrita, vgr. la constitución). Pero al mismo tiempo, la fundamental oposición a la letra que, en el texto de Pivel, les daba a los caudillos mayor legitimidad frente a los doctores, recupera fuerzas en La ciudad letrada porque se recompone en la diglosia de la ciudad y, sobre todo, en su carácter de marca positiva -más que descriptiva- para definir a la ciudad real en constante transformación, en el no dejarse “constreñir”. La letra así es letra muerta (como el dorado de una joya).

De este modo, el trabajo de Rama incorpora la guerra haciendo suya la manera en que existe un enfrentamiento que va constituyéndose como inherente a la dinámica de la formulación de las ciudades en América Latina pero, sobre todo, porque lee esa formulación a partir del prisma del enfrentamiento entre caudillos y doctores. Si la avanzada de la conquista se dio a través de la instauración de poblados, transformando “violentamente a quienes habían sido campesinos en la península ibérica, en urbanizados”, la avanzada de la ciudad “modernizada” será a través de una escritura particular, donde la “escritura de los letrados es una sepultura donde es inmovilizada fijada y detenida para siempre la producción oral”: sin necesidad de la guerra, se escribe para sepultar.20

Cuando nos acercamos a los dos últimos capítulos del libro, los enfrentamientos entre caudillos y doctores -y sus sensibles acercamientos- se vuelven protagonistas de La ciudad letrada en la flexión que marcaba más arriba: caudillos como líderes políticos y revolucionarios, doctores como intelectuales y/o universitarios. Aunque me detengo en el caso uruguayo, Rama hace sus apuestas para pensar en esos términos las relaciones entre caudillos y doctores en la Revolución Mexicana.

Es en 1904 cuando el uruguayo José Batlle y Ordóñez, que pisa fuerte dentro del partido Colorado y que además es el líder de una de sus facciones hegemónicas que llevará su nombre (batllismo) vence ya con la investidura presidencial el levantamiento del caudillo Blanco Aparicio Saravia. Pone el principio del fin a las guerras civiles y erige el comienzo de un proto-Estado de Bienestar que de allí en más parecerá definir la condición sine qua non del ser uruguayo, definición que será fundada en el primer centenario: un país socialmente calmo, económicamente estable, institucionalmente confiable, culturalmente cosmopolita.21 La victoria encabezó el fin del ciclo de guerras civiles porque, además, dentro del mismo partido Blanco los miembros del Directorio desconocían la legitimidad del levantamiento. No había lugar para esa guerra. La política, para utilizar el muy citado aforismo de Foucault, entonces, era la guerra librada por otros medios.22

Rama ponía de manifiesto ese aforismo en su interés por explicar los límites de la participación de los intelectuales en la recuperación de tradiciones orales, en el gobierno, los límites de la criticidad de los intelectuales modernizados, las sospechas también siemprevivas en los imaginarios populares respecto de las valoraciones sobre los intelectuales, como si estuvieran signados por la desconfianza. Como si en una paradoja atroz hubiera asumido el rol del intelectual antiintelectual tan desarrollado a fines de los años sesenta como propio, y hubiera caracterizado la conquista de la ciudad letrada por sobre la ciudad real del mismo modo que el Directorio del partido Blanco había elegido otro modo de ganar esa guerra.23 Si el valor de la “ciudad real” era no dejarse constreñir, la argucia de la “ciudad letrada” era una lenta pero inflexible conquista, una expansión a partir de una suerte de educación que daba tanto como quitaba -otra paradoja: Uruguay, según afirmó el propio Rama, era un ejemplo de alfabetización pero no lo era si encaraba el mismo diagnóstico en el ámbito rural-.24 En la inscripción de la letra lo que había para Rama era el testimonio de una sepultura.

III.

Como es notorio, el trabajo de Rama se encuentra encabalgado al de Romero. Es notorio porque si Romero afirma que las ciudades latinoamericanas fueron primero letra y plano y luego realidad, Rama repite esos argumentos sobre los modos de componer y habitar la ciudad. Y Rama, también, escribe un ensayo cuya enunciación está tramada por las desapariciones y exilios y violencias diversas a las que la población del Cono Sur se veía expuesta. Pero quizá el valor de la palabra frente a la noción de muda violencia estaba más presente en Romero que en Rama, como si la integración buscada por Romero (a costa de hacer del conflicto y del enfrentamiento un leitmotiv de su libro) fuera una separación irreductible en Rama, una diglosia tal que la integración fuera imposible (porque si existía tal como venía fungiendo en la historia del subcontinente lo era a costa de la reducción de un mundo sobre el otro, era más aculturación que, como en parte había explicado en otro de sus libros, transculturación);25 y ambos autores exploraron esos enfrentamientos, también, con un halo que -si se quiere- en sus últimos capítulos nacionalizaba las reflexiones. Si el escenario central de los conflictos era la ciudad, si además era el artefacto que los volvía posibles, si la ciudad era también una cualidad del pensamiento (civilización/barbarie o su inversión, entonces valorizar el sustrato “bárbaro”), era también el espacio de la conjura del pasado. Y, como toda conjura, es posible que parta de la invocación de fantasmas: Facundo y los partidos políticos, dos modulaciones sobre la guerra.

Notas

1 Este ensayo se encuentra publicado en El Río sin orillas. Revista de Cultura, filosofía y política, Vol. 8, 2015. Agradezco la generosidad de los comentarios que a este trabajo hicieron Matías Farías y Ricardo Martínez Mazzola.
Romero José Luis, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976; Rama Ángel, La ciudad letrada, Montevideo, Arca, 1995. Quien advirtió en Romero la tensión dramática entre -como veremos- las necesidad de integración y la imposibilidad de que ella se realice del todo, abriendo el conflicto como una constante en la sociedad Argentina fue Javier Trímboli en “José Luis Romero o la Argentina como drama”, El Rodaballo Año 3, Nro. 5, 1996-1997. Para un trabajo que aborda de otro modo la “ausencia de la guerra”, en particular en la construcción del Estado en América Latina: Uriarte, Javier, “Introducción”, Fazedores de desertos: viajes, guerra y Estado en América Latina (1864-1902), Tesis doctoral, New York University, 2012 (inédita).

2 Durante su segundo exilio chileno, Sarmiento publicó como folletín Facundo. Civilización y barbarie en el diario El Progreso durante el mes de mayo de 1845. Era un panfleto político contra el gobierno de Rosas, un ensayo “sociológico” que decía explicar las razones de porqué, luego de una revolución como la de Mayo de 1810, se había llegado al despotismo rosista. Luego fue editado como libro (y en diferentes ocasiones con modificaciones ajustadas a la coyuntura política en la que Sarmiento buscaba intervenir). Historia de los partidos políticos en el Uruguay fue, antes de ser publicado en 1942, un ensayo ganador de un concurso realizado por la Universidad de la República (cuyas bases fueron aprobadas en 1939). Pivel Devoto (Paysandú, 1910-Montevideo, 1997) además de historiador, fue profesor, funcionario y militante en el partido Nacional (o Blanco; aunque no sean exactamente sinónimos así los utilizaré aquí), muy ligado a su fracción hegemónica, la liderada por Luis Alberto de Herrera. En su producción historiográfica, Pivel Devoto atendía a lo que Carlos Real de Azúa llamó la “tesis independentista clásica” para explicar el devenir de la nación como resultado y afianzamiento de una ya prefigurada antes o durante las guerras de la independencia. Véase Real de Azúa Carlos, Los orígenes de la nacionalidad uruguaya, Montevideo, Arca, 1995 e Iglesias Mariana, “La historia política del Uruguay según Juan E. Pivel Devoto” en Boholavsky, Ernesto (comp.). Las derechas en el Cono Sur, siglo XX, Actas del Taller de discusión, Buenos Aires, UNGS, 2011.

3 Romero Luis Alberto, “Prólogo”, Romero José Luis, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 8-9.

4 Silvestri Graciela, “Buenos Aires o el sueño de la razón”, Burucúa, José Emilio, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds.), José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, Buenos Aires, UNSAM Edita, 2013, pp. 247-270.

5 Barbero Jesús Martín, “El poder de las masas urbanas. En diálogo con Latinoamérica: las ciudades y las ideas de José Luis Romero”, Nueva Sociedad. Democracia y política en América Latina Nro. 238, Marzo Abril 2012, pp. 41-53.

6 Halperin Donghi menciona que ya para esa época Romero habría abandonado una visión mitrista de la historia argentina, planteada como un desarrollarse siempre excepcional. Digamos que incorporó una sombra que estaba en varios de sus trabajos, la conciencia de que la marcha del país siempre adelante podía no llevar a ningún lado deseable. Y en Latinoamérica: las ciudades y las ideas habría entonces abandonado el planteo de Mitre, y por ello Argentina como tema se desvanece porque ya no podía asegurarse más que la cohesión como nación, esa “idea de Argentina” de la que habla Halperin, estuviera en el compartir un futuro. Y “Era ese futuro el que se había desvanecido del horizonte…”. Halperin Donghi, “José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina”, Burucúa, José Emilio, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds.), José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, Buenos Aires, UNSAM Edita, 2013, pp. 13-35, p. 35. Agradezco a Ricardo Martínez Mazzola la referencia.

7 Romero, José Luis, “Facundo o la historia profunda (1977)”, Romero José Luis, La experiencia argentina y otros ensayos, compilado por Luis Alberto Romero, estudio preliminar de Carlos Altamirano, Buenos Aires, Taurus, 2004, pp. 245-248 (Fragmento de un prólogo inconcluso para una edición de Facundo publicado en Tribuna Cultural, año II, Adrogué, febrero de 1978), y “Sarmiento, un homenaje y una carta (1976)”, pp. 244-245 (Carta a Javier Fernández declinando participar en el número de Sur dedicado a Sarmiento e incluida en él (nro. 341, julio-diciembre de 1977)), ídem. Luna Félix, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia, 2ª ed., Editorial de Belgrano.

8 Gorelik Adrián, “José Luis Romero y el pensamiento urbano latinoamericano”, Burucúa, José Emilio, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds.), José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, Buenos Aires, UNSAM Edita, 2013, pp. 221-246.

9 Gorelik Adrián, op. cit, pp.242-243.

10 Acha Omar, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, Ediciones El Cielo por Asalto. Imago Mundi, 2005.

11 Scavino Dardo, Barcos sobre La Pampa. Las formas de la guerra en Sarmiento, Buenos Aires, Ediciones El Cielo por asalto. Imago Mundi, 1993, pp. 11, 17, 21,73 respectivamente.

12 Trímboli Javier, op. cit.

13 Silvestri Graciela, op. cit, p. 270.

14 En los “Agradecimientos” que figuran en la publicación del ensayo en 1984, Rama había presentado una primera versión de este texto en una conferencia que dictó en Harvard en 1980. Una segunda versión fue presentada en el “VII Simposio sobre Urbanización en América, desde sus orígenes hasta nuestros días”, organizado por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Stanford, California, en 1982. Post-mortem se publicaron en 1984 y 1985 dos versiones (la de 1985 responde a la presentación en el coloquio en Stanford). Aquí no se realiza un trabajo comparativo entre ambos textos, limitándonos a analizar la versión de 1984, reeditada en 1995. Asimismo, en este apartado retomo algunas de mis reflexiones que trabajé ya en “La ciudad letrada de Ángel Rama o la cuestión de los doctores, los caudillos y la excepción, Mahile Alejandra, (comp.), Pensar al otro/pensar la nación. Intelectuales y cultura popular en Argentina y América Latina, en prensa.

15 Monsivais Carlos, “La ciudad letrada: la lucidez crítica y las vicisitudes de un término”, Rama Ángel, La ciudad letrada, Santiago de Chile, Tajamar, p. 6.

16 Rama Ángel, La generación crítica, Montevideo, Arca, 1972.

17 Gorelik Adrián, “Intelectuales y ciudad en América Latina”, Prismas, Nro. 10, Bernal, UNQ, p. 165.

18 Para un estudio que historiza la configuración de los partidos tradicionales uruguayos como “partidos de la nación”, véase Demasi Carlos, “Los partidos más antiguos del mundo” en Revista Encuentros Uruguayos, año I, nº 1, Montevideo, Facultad de Humanidades, Universidad de la República, 2008.

19 Rama Ángel, La ciudad letrada, op.cit, p. 61.

20 Ibíd, pp. 26 y 71 respectivamente.

21 En efecto, un nuevo levantamiento del partido Blanco tuvo lugar en enero de 1910; pero el de 1904 constituyó la muestra de que parecía imposible volver a la lógica anterior de las guerras civiles decimonónicas.

22 Foucault Michelle, Genealogía del racismo. De la guerra de razas al racismo de estado, Madrid, Ed. de La Piqueta, 1992.

23 Gilman Claudia, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI.

24 Rama Ángel, La generación crítica, op.cit.

25 Rama Ángel, Transculturación narrativa en América Latina, Buenos Aires, Ediciones El Andariego, 2008.