Desde el punto de vista del desarrollo intelectual y artístico, el período comprendido entre los años 1835 y 1875 no constituye un continuo homogéneo en los países del sudeste de América del Sur. En Paraguay, la muerte del doctor Francia, en 1840, significó un cambio sustancial en la situación política y también en la situación cultural. Cosa semejante ocurrió en la Argentina y Uruguay con la caída de Rosas en 1852. El cambio cultural fue en los tres casos muy importante. En la Argentina y Paraguay consistió en pasar de una situación de enclaustramiento a una situación de apertura hacia el exterior. En Uruguay, la ciudad de Montevideo fue durante ese lapso un activísimo centro cultural en el que circularon libremente las ideas europeas. Pero el período inmediatamente posterior fue sumamente agitado. Todo aconseja, pues, subdividir el período en dos: uno desde 1835 hasta 1852 y otro desde 1852 hasta 1875.
Con respecto al conjunto del período 1835-1875 conviene hacer una indicación preliminar. A lo largo de esos cuarenta años, la vida política de los tres países fue sumamente agitada, y el relato de las distintas contingencias revela la inestabilidad de las relaciones socioeconómicas y de las tendencias políticas. En el orden cultural, en cambio, las alternativas y los cambios fueron muy tenues. Esta circunstancia, así como la brevedad del período, permitió la perduración de las ideas y actitudes que predominaron durante el momento revolucionario y que solo se extinguieron poco a poco, dejando entretanto una secuela más o menos vigorosa que impregnó la cultura del período en estudio y le confirió un matiz confuso e indeciso.
La filosofía predominante en el Río de la Plata durante la década de los veinte fue la de Condillac y la “ideología”. Juan Crisóstomo Lafinur y Juan Manuel Fernández de Agüero fueron sus más altos representantes. Esta corriente filosófica —y sus supuestos— se perpetuó en el período en consideración a través de la enseñanza universitaria de Diego Alcorta, hasta su muerte en 1842, y quedó flotando en el ambiente por todo lo que significaba a causa de haber sido la primera corriente intelectual laica y moderna que, en el campo doctrinario, se enfrentó con la tradición escolástica colonial.
Cosa semejante, aunque en menor escala, ocurrió con las ideas científicas. Estimuladas por Rivadavia, comenzaron a desarrollarse muy tenuemente y muy pronto desaparecieron de la enseñanza. Pero esa breve luz quedó en el ambiente como un signo de modernidad que pareció necesario recuperar.
También tuvo ese destino el pensamiento político liberal y progresista. Sostenido por los políticos de formación europea y por los grupos urbanos, sufrió los embates de la acción desencadenada por los caudillos y los grupos rurales, así como el impacto del pensamiento, a veces muy explícito, de los corifeos del criollismo. Las instituciones que el pensamiento liberal había inspirado sucumbieron en la práctica, pero los principios en que se fundaban fueron tan solo postergados, sin que cayera sobre ellos otro estigma que el de su mala aplicación o el de su inadecuación a las circunstancias del momento. Quedó, pues, el pensamiento liberal y progresista como un trasfondo de toda política, impregnando también las actitudes opuestas.
Finalmente, también perduró, sordamente, la influencia del neoclasicismo. Consustanciado con el espíritu de la Revolución —por la fuerza de la tradición francesa— pareció el estilo propio de los sentimientos republicanos, con todo su sistema expresivo y sus particulares símbolos. Como ocurrió en Europa, el neoclasicismo restauró y consolidó la tradición académica, tanto en literatura como en plástica. Y por entre los cambios de sensibilidad, conservó el prestigio de una ortodoxia expresiva que nunca pareció lícito abandonar del todo.
Esta perduración de corrientes tradicionales da al período que vamos a examinar un carácter singular. Las novedades no adquieren un carácter muy definido ni rotundo, sino que se combinan en proporciones diversas con formas tradicionales o encubren con distintas apariencias actitudes tradicionales.
De 1835 a 1852
En 1835, precisamente, comenzó en Buenos Aires el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas. Su influencia se extendió hacia Uruguay, y sus objetivos se dirigieron hacia Bolivia y Paraguay. En la Argentina, el período que transcurre entre 1835 y 1852 se caracterizó por la acción de un gobierno fuerte, que persiguió violentamente a sus adversarios y obligó a expatriarse a los más activos. El agresivo criollismo de Rosas adoptó las formas de la xenofobia; de aquí una política de enclaustramiento y de rechazo de las formas cultas de la influencia extranjera. En Uruguay la política de Rosas desencadenó la guerra civil, como una prolongación de la que consumía a la Argentina. Montevideo, en manos de uruguayos enemigos de Rosas unidos a emigrados argentinos y europeos, permaneció sitiada por tierra desde 1843 hasta 1851. Pero su puerto se abrió sin restricciones a la influencia europea, que arraigó sobre todo gracias a la numerosa población de ese origen que poblaba la ciudad. Entretanto, en Asunción, la muerte del doctor Francia, en 1840, había puesto fin a un período de estricto enclaustramiento y permitió una moderada penetración de ideas europeas.
Una caracterización sumaria de la situación social del período puede hacerse alrededor de la oposición entre los grupos urbanos y los grupos rurales. Los primeros habían sido los responsables y sostenedores del movimiento de la independencia; pero los segundos no aceptaron el tipo de organización económica y política que aquellos propusieron y se enfrentaron con ellos desencadenando las guerras civiles. En términos generales, la oposición entre campo y ciudad, tal como la explicó Sarmiento en el Facundo, fue el motor de la vida política. Pero el conflicto entre las formas de mentalidad que entrañaban la vida urbana y la vida rural, condicionó la vida de la cultura. Durante este período, solo la ciudad de Montevideo, sitiada, pero abierta por mar a la influencia de Europa, fue un activo centro de renovación cultural. El campo —bajo la autoridad de los “caudillos” y la presión de las masas rurales— dominó a Buenos Aires y a las demás ciudades argentinas.
Reflejo de esa avasalladora influencia de las masas rurales fue el desarrollo de la literatura gauchesca. Literatura comprometida, ligada a la guerra civil, se difundió tanto entre los federales como entre los unitarios, pese a la vocación cultista de estos últimos. Expresaba sentimientos populares y su difusión entre los unitarios revela hasta qué punto estaban todos influidos por este ascenso de las masas rurales, por el prestigio de la sensibilidad criolla, por la difusión del habla popular. Fue poesía anónima en gran parte, a veces improvisada; pero Hilario Ascasubi alcanzó una expresión individual de cierto encanto poético. Puede decirse que la literatura gauchesca —y su éxito— revela una irrupción de lo popular y una asignación de valor a los grupos sociales que lo representaban.
Por la misma época, y a su vuelta de Europa, Esteban Echeverría introduce en el Río de la Plata la estética del romanticismo. En 1837 publica La cautiva, un poema en el que, a través de una evocación del desierto, intenta una descripción del paisaje de la pampa. El uso de las mismas formas poéticas que usaban los “payadores”, esto es, los improvisadores populares, prueba la identificación de los elementos típicos del romanticismo. Paisaje, alma popular, sentimiento íntimo, todo aparece y permanecerá mezclado.
A la irrupción de un sentimiento espontáneo de valorización de lo popular acompañó, pues, una estética de notoria raíz europea que precisaba de ese elemento. Pero a la valorización espontánea de lo popular acompañó también una teoría de la sociedad que intentó sistematizar y comprender intelectualmente el significado de los caudillos y de los grupos rurales dentro del complejo social rioplatense. Ese intento se hizo, sobre todo, a la luz de las teorías del romanticismo social, particularmente de las ideas de Saint-Simon. Centro de esa renovación intelectual fue el “Salón Literario”, que Marcos Sastre organizó en Buenos Aires en 1837.
Textos significativos de esa dirección son el Fragmento preliminar al Estudio del Derecho de Juan Bautista Alberdi, de 1837, y el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, de 1845. En ambos casos, los autores, enemigos jurados de Rosas, prefieren sustituir la simple execración del dictador por un estudio minucioso y comprensivo de las situaciones sociales que permitieron su ascenso político y un análisis de las actitudes y formas mentales de los grupos que lo seguían y le prestaron su incondicional apoyo. Era, pues, la de Alberdi y Sarmiento, una actitud claramente encuadrada dentro de los criterios del romanticismo social. La realidad se imponía a sus ojos por debajo de los esquemas intelectuales, y era la realidad lo que se necesitaba comprender. En el mismo sentido se expresó, precisamente, el propio Juan Manuel de Rosas cuando intentó explicar su política contraria a la organización institucional —que juzgaba prematura— en la llamada “Carta de la hacienda de Figueroa”, que redactó en 1834. Su análisis subordinaba los esquemas políticos a las fuerzas sociales.
Así, como en el caso de la literatura, también en el campo de las ideas ciertas corrientes difusas provenientes de la experiencia político-social de los últimos decenios se mezclaron con algunos conceptos que el pensamiento político sistematizaba en Europa. Este curioso conjunto de ideas presidió la imagen de la realidad. Se desarrolló en los círculos cultos de Montevideo, entre los emigrados argentinos y los ciudadanos uruguayos; pero a su lado se desarrolló en la capital uruguaya, por una parte, el estudio de la ideología —llevada por emigrados argentinos—, y por otra —en el Gimnasio Nacional creado en 1848—, el estudio del eclecticismo espiritualista, que enseñó Luis José de la Peña. Poco antes, al caer el doctor Francia, se había inaugurado en Asunción la Academia Literaria, pero el magisterio fue confiado allí a los jesuitas, que mantuvieron la enseñanza escolástica. En cuanto a las ciencias físico-matemáticas y naturales, que Rivadavia había procurado impulsar en Buenos Aires, la enseñanza se desvaneció a causa de la indiferencia del ambiente, las dificultades prácticas y la inequívoca hostilidad del gobierno de Rosas.
Esa fue la época en que desapareció de la Universidad de Buenos Aires la enseñanza del dibujo; la escuela, inaugurada en 1821, fue cerrada en 1835. Pero ya habían concluido sus estudios Carlos Morel y Fernando García del Molino, discípulos de varios pintores extranjeros que enseñaban en aquella. De formación academicista, no les faltó alguna influencia renovadora, como la de Goya, algunas de cuyas obras habían podido ver en Buenos Aires. El uruguayo Blanes y el francés Pellegrini, radicados en la Argentina, pintaban retratos y cuadros de batallas. Pero todos ellos comenzaron a interesarse por las escenas de costumbres, por las escenas de campo, por los tipos populares, tal como lo hicieron otros viajeros, en particular D’Hastrel, Bacle y Monvoisin, este último condiscípulo de Delacroix en París. El romanticismo se filtraba a través del interés por los temas populares y por el paisaje.
De 1852 a 1875
La caída de Rosas en 1852 transformó sustancialmente la situación en el Río de la Plata. Bloqueado el puerto de Buenos Aires por las escuadras extranjeras en los últimos años de su gobierno, su xenofobia y su repugnancia por la cultura europea fueron en aumento. Pero otras fuerzas sociales, movidas por las perspectivas que abrían los mercados europeos, manifestaron una actitud contraria, y fueron ellas, precisamente, las que contribuyeron a su caída. En Uruguay, el sitio de Montevideo había sido levantado en 1851. Comenzaba, pues, una época de apertura hacia el exterior en todo el Río de la Plata, en tanto que tal actitud, siempre con algunas limitaciones, se mantenía en Asunción.
En la Argentina, la orientación de la política económica hacia los mercados internacionales se mantuvo inalterable desde 1852 en adelante, y en los años que ahora estudiamos se echaron las bases de la organización nacional. Aunque tempestuoso por momentos, el proceso fue continuo y coherente. Tuvo éxito y se consolidó la posición de una élite de pensamiento político muy claro. Una constitución establecida en 1853 y adoptada definitivamente en 1862 creó los cuadros de la vida nacional argentina, dentro de los cuales el desarrollo de la cultura superior adquirió notable importancia.
En Uruguay, en cambio, predominó, entre 1851 y 1876, la lucha entre las facciones. Al levantarse el sitio de Montevideo, la hostilidad entre los grupos urbanos y los grupos rurales se hizo tan violenta que las clases sociales se agruparon como tales por encima de los partidos tradicionales. La aglutinación de los “principistas” —expresión de los grupos urbanos de los dos partidos: blanco y colorado— dio nacimiento al gobierno ilustrado del doctor Ellauri y a las cámaras llamadas “bizantinas”, precisamente por la alta cultura intelectual y política de sus miembros; pero la inestabilidad se acentuó y concluyó en la dictadura de Latorre. En Paraguay, entretanto, Carlos Antonio López gobernó desde 1844 hasta 1862, y traspasó ese año el poder a su hijo Francisco Solano López. La guerra del Paraguay con la Argentina, Brasil y Uruguay duró desde 1865 hasta su muerte en 1870 y, en su trascurso, el país recayó en el enclaustramiento más riguroso.
Los “principistas” uruguayos no pudieron imponer sus principios. Eran, sin embargo, los mismos que lograron hacer triunfar los liberales argentinos después de la caída de Rosas, y los que durante breve tiempo quiso imponer en Paraguay, con limitaciones, el gobierno de los López. Eran principios económicos, sociales y políticos que se consideraban válidos para transformar la estructura de las antiguas colonias a fin de convertirlas en países modernos y capaces de incorporarse al juego de la economía internacional. Se sustentaban en las doctrinas generales del liberalismo económico y político, pero contenían, además, una teoría acerca de las necesidades reales de cada país y de los mejores medios para satisfacerlas. La atracción de capitales extranjeros para realizar grandes obras públicas —ferrocarriles, puertos, puentes, obras sanitarias, edificios, etc.— y la promoción de una corriente inmigratoria de origen europeo que permitiera modificar la fisonomía de la vida rural, fueron los puntos fundamentales del programa.
Los grupos liberales creyeron, además, que era fundamental el afianzamiento definitivo del orden constitucional y legal del país. Al funcionamiento riguroso de la Constitución debía acompañar la sanción de un conjunto de leyes orgánicas, relacionadas con las actividades básicas del país: la administración pública, la justicia, la moneda, etc. Un inmenso esfuerzo para dar forma al país caracterizó la labor de esos años, especialmente en la Argentina.
Sobre todo, se consideró necesario atender a la educación popular y superior. La preocupación más urgente pareció ser la de enseñar a leer y escribir a las grandes masas cuyo ascenso social se procuraba estimular con las nuevas medidas económicas. Esta preocupación se vinculó estrechamente con la introducción del pensamiento de Spencer y de Comte, con el cientificismo y el positivismo, que fueron las doctrinas de las élites políticas. Si el progreso fue la fórmula que sintetizó los fines de su acción, la educación popular fue el medio indispensable para lograrlos. En 1874, el uruguayo José Pedro Varela publica su obra La educación del pueblo, y en 1876, fundada en los principios de otra obra suya, La legislación escolar, promueve la sanción de la ley de educación común en Uruguay. El argentino Sarmiento había publicado en 1849 La educación popular, y dedicó todo su esfuerzo, desde que tuvo acceso al poder, a llevar a la práctica su doctrina educacional. Pero el hecho de mayor resonancia —en cuanto significó un pensamiento filosófico en acción— fue la fundación de la Escuela Normal de Paraná (Argentina) en 1870. Se inició allí una campaña metódica de formación de maestros, que continuarían poco después otros establecimientos similares en todo el país. Es en Paraná, sin embargo, donde tuvo su centro la difusión del positivismo comtiano, que enseñó por primera vez Pedro Scalabrini en 1872. Materialismo, darwinismo y positivismo es el título de un trabajo suyo publicado en 1889, en el que resumía los fundamentos de su enseñanza. Complementó esta labor la incesante prédica de Sarmiento, su obra múltiple como pensador y como político, y la influencia que a través de él ejerció el pensamiento pedagógico de Horacio Mann.
Junto a la influencia filosófica del positivismo, se advirtió la del racionalismo de Quinet y de Renán. La Vida de Jesús, de este último, fue traducida en Montevideo en 1864 e inspiró una singular actitud intelectual de las élites de ambas márgenes del Plata. Pero sobre todo ejercieron fuerte influencia renovadora los estudios científicos. En Asunción, la apertura que se observó durante el gobierno de Carlos Antonio López permitió la creación, en 1857, de un grupo de institutos destinados a echar las bases de la universidad. Allí se enseñó matemáticas y medicina, además de filosofía, latinidad y derecho. En la universidad de Montevideo, solo en 1874 se establecieron cursos de física e historia natural. Pero en Buenos Aires tales estudios tuvieron mayor desarrollo. Desde 1861 hasta 1873 ejerció el rectorado de la Universidad de Buenos Aires Juan María Gutiérrez, espíritu renovador a quien se debe la creación del Departamento de Ciencias en 1865. Una idea del vigor que para entonces tenían tales estudios puede darla el hecho de que se crearan poco después dos instituciones de alto nivel: en 1872 la Sociedad Científica Argentina y en 1873 la Academia de Ciencias de Córdoba (Argentina).
El signo de todas estas tendencias fue la europeización. Hubo, naturalmente, una reacción inversa, de afirmación del criollismo, cuyo símbolo fue la publicación de Martín Fierro de José Hernández, en 1872. De todos modos, el campo perpetuaba todavía los rasgos tradicionales y la pintura siguió buscando en él su inspiración. Lo hizo el más representativo pintor de la época, Prilidiano Pueyrredón, sin dejar por eso de ejercitarse en el retrato, en el que sobresalía. Es la época de Cándido López, pintor de la guerra del Paraguay, del francés Pallière, de los italianos Manzoni y Verazzi.
De 1875 a 1910
El normal proceso de desarrollo interno de cada país y, además, el auge de la economía europea, promovieron la estabilidad y la organización de la zona sudeste de América del Sur en las últimas décadas del siglo XIX. Al salir de la guerra de la Triple Alianza, Paraguay dictó la constitución de 1870, muy semejante a la argentina de 1853, y dentro de sus marcos se sucedieron los gobiernos que procuraron sacar al país del aniquilamiento en que había caído. En la Argentina, el presidente Roca inauguró su gobierno en 1880 bajo el lema de “paz y administración”, que revelaba la actitud de la élite gobernante, partidaria del progreso material y del refinamiento intelectual al modo europeo. La política de Mitre, Sarmiento y Avellaneda se había impuesto definitivamente, como en Uruguay se impuso una actitud semejante a través de Latorre, Santos, Tajes y Herrera y Obes. Como otrora en Francia, la consigna fue: “¡Enriqueceos!”. Podría agregarse: “Y gozad”, porque las burguesías en ascenso revelaron un fuerte hedonismo.
Desde el punto de vista de las ideas que presidían la acción pública, pocas novedades se advirtieron en este período. El liberalismo tradicional seguía siendo eficaz y se persistió en la aplicación de sus principios. En la Argentina se dictó en 1889 la Ley de Matrimonio Civil y en Paraguay una semejante en 1898. La política económica fue ambiciosa y, aunque condujo a la crisis de 1890 en Uruguay y la Argentina, abrió amplias posibilidades de desarrollo. Los barcos seguían volcando en los puertos del Plata cantidades inmensas de inmigrantes europeos, muchos de los cuales se radicaban en los campos, en tanto que otros engrosaban la población urbana. Montevideo, Buenos Aires, Rosario, La Plata, Bahía Blanca, crecieron como importantes centros de comercialización de los productos agropecuarios. Los medios de transporte se desarrollaron considerablemente y las comunicaciones y servicios públicos alcanzaron un nivel semejante al de los países europeos.
La política educacional se intensificó en todas partes. En 1884 se dictó en la Argentina la Ley de Educación Común y al año siguiente la ley que organizaba el gobierno de la universidad. En Paraguay se dictó la Ley de Educación Común en 1887 y se creó en 1889 la Universidad Nacional, fundándose más tarde, en 1896, la Escuela Normal y el Instituto Paraguayo. Una crisis institucional determinó en 1885 una reorganización profunda de la Universidad de Montevideo, que se modernizó.
En el campo de la filosofía y las ciencias, las doctrinas de Comte y Spencer, el darwinismo y otras corrientes afines siguieron predominando. Florentino Ameghino realizó por entonces intensos estudios de paleontología y antropología en la Argentina, y precisó su credo cientificista. Pero en los comienzos del siglo no dejaron de percibirse algunos signos de la receptividad de ciertas reacciones que se operaban en Europa frente a aquellas doctrinas. En 1896 se fundó en la Universidad de Buenos Aires la Facultad de Filosofía y Letras, donde Rodolfo Rivarola intentaría una “vuelta a Kant”. En Uruguay, la disidencia se señaló hacia 1890, encabezada por Julio Herrera y Obes, pero se acentuaría luego a través del pensamiento de José Enrique Rodó y Carlos Vaz Ferreira. Durante todo el período en examen adquirió importancia la lucha religiosa, cuyo pretexto fue a veces el problema de la educación, pero que alcanzó todos los estratos del pensamiento. La concepción laica del Estado fue muy definida y enérgica durante estas décadas, de modo que su acción planteaba reiteradamente cuestiones de hecho que arrastraban la polémica hacia los fundamentos doctrinarios. Católicos militantes como los argentinos José Manuel Estrada y Pedro Goyena reeditaron todos los tópicos de la polémica europea de la época contra el liberalismo. El movimiento liberal anticatólico alcanzó más virulencia todavía en Uruguay, donde fue recogido por grupos políticos que obtendrían —más tarde, en 1917— la separación de la Iglesia y el Estado.
Una consecuencia decisiva del auge del pensamiento spenceriano y positivista fue el desarrollo de las preocupaciones por los problemas sociológicos. Ciertamente, el vasto experimento demográfico que se había realizado en Uruguay y especialmente en la Argentina, ponía en evidencia ciertos problemas reales que suscitaban la curiosidad por las indagaciones de los sociólogos positivistas. La coexistencia de grupos indígenas y criollos con los sectores de origen europeo recién llegados determinaba conflictos evidentes que se traslucían sobre todo en conflictos de actitudes y formas mentales, de normas y valores. Al mismo tiempo, el espectáculo de una sociedad cosmopolita, nacida por la acción de las últimas generaciones de dirigentes, planteaba el problema de la dinámica social y llamaba a la reflexión, precisamente no mucho después que otros conflictos contribuyeran a echar las bases de la disciplina sociológica en Europa.
Un signo claro fue la apertura de la polémica sobre la historia argentina. Bartolomé Mitre y Vicente F. López —políticos de antigua militancia antifederales— escribieron sus grandes obras históricas en estas décadas y en ellas fijaron un concepto de la historia argentina. Según ellos, la nación, la comunidad nacional argentina, era el resultado de la acción de los grupos revolucionarios de las ciudades, de clara mentalidad liberal. Pero no mucho más tarde, Adolfo Saldías refutó este planteo e intentó una explicación de la historia argentina en la que las masas populares rurales —que para Mitre y López eran solamente elementos negativos y obstáculos del progreso— representaban un valor positivo. Este enfrentamiento adquirió cierta trascendencia, a medida que la nueva aristocracia se consolidaba en el poder y se distanciaba del abigarrado conjunto social que quedaba por debajo y en el que se distinguían nítidamente el sector criollo, por una parte, y el sector inmigrante, por otra. Pese a esa heterogeneidad, las clases populares veían en la aristocracia un grupo separado, un poco soberbio, y a medida que cobraban conciencia política, se acercaban a un concepto de la historia argentina que entrañaba un valor positivo en las clases populares.
Junto a la polémica de la historia argentina, surgió la polémica acerca de la peculiaridad de la sociedad argentina. El tema del gaucho fue uno de los predilectos y Carlos Octavio Bunge, el autor de Nuestra América, lo analizó con cuidado. También fueron analizados los problemas de lo que Ramos Mejía llamó “las multitudes argentinas”, de acuerdo a los criterios más ceñidos de la sociología positivista. Las multitudes eran, a la luz de la historia, las masas rurales y acaso las muchedumbres indiferenciadas de los suburbios. Pero a la luz de la realidad viviente, aparecieron las nuevas multitudes, las que constituían los grupos de inmigrantes, algunos de los cuales se esforzaban por mantener sus vínculos nacionales formando colectividades cerradas que procuraban no abandonar la lengua vernácula. Este fenómeno fue el que más preocupó a Ricardo Rojas, cuyo libro La restauración nacionalista constituyó, en 1910, una denuncia del grave problema que afrontaba el país.
La situación social había servido, pues, para estimular los estudios sociológicos, aplicando los métodos de las escuelas positivistas en boga. Pero no solo había suscitado una preocupación doctrinaria. Los grupos inmigrantes, especialmente los grupos de artesanos y obreros industriales, habían introducido, en las últimas décadas del siglo, las doctrinas del anarquismo y del marxismo. En la última década del siglo, Juan B. Justo inició el análisis de la historia argentina desde un punto de vista marxista y fundó el Partido Socialista. En los grupos intelectuales, poetas como Leopoldo Lugones profesaban un anarquismo agresivo. Ese espectáculo permitió una curiosa reacción en las aristocracias tradicionales: la identificación de la xenofobia con la defensa del criollismo y la hispanidad. Esta agitada atmósfera social permitió un vasto desarrollo de las ideas y una sensible alteración de los criterios para evaluar los fenómenos de la realidad.
Es innegable que el proceso de desarrollo de estos países —como de otros de América Latina— suscitó una polarización social: las aristocracias se sintieron más aristocráticas, se retrajeron y comenzaron a cultivar deliberadamente sus sentimientos minoritarios, en tanto que, por otra parte, se desarrollaba una política de contenido popular y, en algunos sectores, de carácter obrero y revolucionario. Respondió al refinamiento de las nuevas burguesías la estética del modernismo, que triunfó en Buenos Aires con la publicación, en 1896, de Prosas profanas, de Rubén Darío. El uruguayo Julio Herrera y Reissig y el argentino Leopoldo Lugones se encaminarían por esa vía. Pero fue José Enrique Rodó quien definió más precisamente una actitud aristocrática y estetizante como postura espiritual frente a la turbulenta aparición de las masas populares. Su Ariel, publicado en 1900, adquirió tal importancia que el “arielismo” fue considerado como la doctrina propia de los círculos cultos. Era una afirmación del valor del espíritu frente al materialismo triunfante, pero no solo el de las turbas groseras sino también el de las burguesías enriquecidas y obsesionadas tan solo por la conquista de groseros goces y de bienes tangibles. Era, por lo demás, una afirmación del valor del espiritualismo latino frente al pragmatismo anglosajón.
Entretanto, la burguesía en ascenso y las clases populares abrumadas por la miseria habían encontrado quienes expresaran su presencia: su concepción de la vida y sus problemas. El realismo comenzó a hacerse presente en el sudeste de América Latina en las últimas décadas del siglo, tanto en la literatura como en la plástica. Como actitud intelectual, el realismo tenía estrecho parentesco con la actitud sociologista del positivismo. Su preocupación era poner al desnudo la realidad sin preocuparse por la belleza o, por el contrario, desafiándola con la exaltación de lo grotesco. Tal fue el caso de Eugenio Cambaceres, el novelista argentino de Sin rumbo y En la sangre. Aunque con matices, perteneció a la misma tendencia toda la novela de la “generación del 80”, representada, con Cambaceres, por Lucio López, el autor de La gran aldea, y por Julián Martel, el autor de La Bolsa. Cosa semejante podría decirse con respecto a los cuentos de Eduardo Wilde o a las obras teatrales de Gregorio de Laferrère. Por la misma época, aunque con menos intensidad, aparece la misma tendencia en Uruguay con Daniel Muñoz y en las primeras obras de Carlos Reyles.
El realismo fue la tendencia renovadora que polarizó en Buenos Aires el entusiasmo de los fundadores de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, en 1876, que tanto hizo por el desarrollo de las artes plásticas. Eduardo Sívori y Eduardo Schiaffino fueron, entre los propulsores, los que más se destacaron en la pintura. El desnudo, provocativo a veces, hizo irrupción en la cultura argentina, desafiando los prejuicios de una sociedad provinciana. Pero también hizo irrupción, con Ernesto de la Cárcova, el tema social de fuerte contenido polémico. Del año 1894 —precisamente el año en que Juan B. Justo fundó La Vanguardia, el periódico socialista— es su cuadro Sin pan y sin trabajo. Vinculada a aquella sociedad estuvo la fundación del Círculo Fomento de Bellas Artes, en Montevideo, en 1905. Carlos María de Herrera y Pedro Blanes Viale cumplieron papel semejante al de los citados pintores argentinos. Y también por esos años se fundó el Partido Socialista Uruguayo bajo la inspiración de Emilio Frugoni. Pocos años más tarde —y acaso en relación con el esteticismo finisecular— el pintor argentino Martín Malharro introdujo el impresionismo en el Río de la Plata.