El cambio social en Latinoamérica. 1963

Las ideas que expongo a continuación —de una manera casi geométrica— están destinadas a servir a la comprensión del problema total de la cultura latinoamericana, caracterizada hasta ahora a mi juicio por el predominio de los fenómenos de transculturación. Teniendo en cuenta la finalidad de estas notas, circunscribo el tema al examen de las corrientes ideológicas que se intensifican más claramente en el siglo XIX[1], relacionándolas con las situaciones reales.

El problema de la transculturación

Para entender la situación sociocultural de Latinoamérica es imprescindible, en mi opinión, no perder de vista ciertas características que configuran la historia del hemisferio desde fines del siglo XV. Antes de esa época tiene una densa historia; si la conocemos mal, no por eso dejamos de percibir su legado. Y cada vez que se repite ingenuamente que América es un mundo joven, se comete, además del error conceptual propio del naturalismo, un error de hecho. La historia anterior a las postrimerías del siglo XV configura una realidad socio-cultural de cierto tipo; y la llegada de los europeos provocó una crisis de cambio que, aunque en algunas partes llegó a exterminarla, en otras muchas se limitó a alterarla provocando un fluido y complejo proceso de transculturación.

Lo que nuestros historiadores llaman la “conquista” y la “colonización” son los primeros experimentos de cambio social y cultural en la serie de los que analizaremos después. Sin duda, ha habido cambios en la historia americana anterior a las postrimerías del siglo XV. Pero el que se inició con la “conquista” y la “colonización” fue de otro tipo. Se trata de un experimento parecido al de la conquista de España o de Galias por los romanos. En el caso de la conquista del mundo griego[2] y oriental, los romanos obraban persuadidos de la superioridad cultural de los vencidos, y lo mismo ocurrió en el caso de la conquista del Imperio Romano por los germanos. Pero cuando los romanos se enfrentaron con los celtas, por ejemplo, ignoraron su cultura y optaron por superponerse a los vencidos: no sólo como clase conquistadora sino también como elite colonizadora para impostar una nueva estructura socio-cultural en el ámbito de la conquista. Ésta fue también la actitud de los europeos en América desde las postrimerías del siglo XV.

Un largo proceso —al que no es oportuno referirse aquí[3]— condujo a la Europa occidental a operar en el siglo XV una nueva expansión hacia la periferia, de radio más vasto que la que había operado entre los siglos XI y XIV. América fue la más importante de las zonas ocupadas porque diversas circunstancias facilitaron la penetración europea y la estabilización de la nueva estructura. Para los europeos, América fue una zona marginal de Europa. Explícitamente o no, el designio fue sustituir en América una sociedad por otra: esto es, por otra en la que los conquistadores constituyeran la nueva aristocracia terrateniente y militar. Pero, además, el designio fue sustituir una cultura por otra, sin detenerse a conceder a la autóctona otro valor que el del exotismo. La actitud catequística fue tan categórica como la actitud conquistadora y colonizadora.

En comparación con todos los otros fenómenos de contacto de culturas que puedan observarse, el que se produjo entre las culturas americanas y la cultura europea desde las postrimerías del siglo XV parece ser el más contrastado y conflictivo. No me atrevo a decir que, como tal contacto de culturas, sea el mejor conocido, porque me parece que no se ha reparado suficientemente sobre este aspecto del problema. Pero en todo caso es visible que el cambio socio-cultural con que se inicia la era colonial en América es radical y se desencadena a partir de un sistema de ideas elaborado en Europa y esencialmente disímil con respecto a la situación autóctona. Este hecho —que podría ser considerado como un impacto medieval europeo sobre las culturas americanas– abrió un período en el que el ritmo del cambio, dramáticamente veloz al principio, disminuyó luego poco a poco. Los elementos de la estructura socio-cultural sometida comenzaron a recuperar valor y vigencia. Quizás nunca podamos conocer con exactitud la densidad del mundo de ideas y la complejidad de las situaciones que se escondían detrás de las rebeliones indígenas, signos de aquella recuperación. Acaso Ercilla las intuyera más que ningún otro. Pero sí podemos medir los efectos del mestizaje y la perduración de ideas y creencias, costumbres y actitudes que pudieron sobrevivir a la terrible presión conquistadora.

En esa situación general de transculturación, operada por grupos conquistadores y catequizadores que se superpusieron definitivamente a las poblaciones sometidas, se produjo luego la penetración de sucesivas corrientes de ideas. Nuevas olas de población europea, de distinta extracción social y con distinta actitud cultural, renovaron la estructura social latinoamericana y, en alguna medida, la estructura cultural. De cómo las ideas operaron en relación con las situaciones reales dependió el sesgo que las ideas tomaron y, en última instancia, su eficacia y vigencia, configurando un proceso cuyos rasgos se reiteraron insistentemente y que, en cierto modo, caracterizan la vida latinoamericana.

Los casos de tres grandes corrientes de ideas —la Ilustración, el positivismo liberal y el socialismo–, observados desde el punto de vista de su impacto y su proceso posterior, pueden ayudar a entender aquellos reiterados caracteres.

Los caracteres de la situación latinoamericana

Para comprender cómo penetran, cómo se difunden y cómo se transforman las ideas europeas en Latinoamérica, convirtiéndose con frecuencia en típicas ideologías, conviene señalar ciertos caracteres de la situación real latinoamericana, que se origina con la conquista.

El primero es la aparición de la ciudad americana. Se trata de una prolongación de un fenómeno que, como es sabido, se manifiesta en Europa desde el siglo XI[4], pero que tuvo en Castilla, especialmente, ciertos rasgos singulares –análogos, por lo demás, a los de otras zonas de frontera como la del este de Europa–. La ciudad fue el reducto de los conquistadores y el centro de la colonización económica tanto como de la catequesis cultural. Mira hacia dentro, hacia la tierra otorgada al conquistador; pero no puede dejar de mirar hacia Europa, que no es ya la Europa medieval del descubrimiento sino la Europa burguesa del desarrollo mercantil. La ciudad americana quiso ser la ciudad hidalga pero concluyó siendo la ciudad burguesa, cuyas capas superiores estaban constituidas por los sectores administrativos, eclesiásticos, mercantiles y en cierta medida por el de las profesiones liberales. Con una intensa actividad mercantil, con escaso artesanado urbano y con un contorno social muy complejo compuesto de la nueva y creciente clase de los mestizos y de la clase indígena sometida, con el tiempo la ciudad se transformó —como era inevitable— en el reducto de una especie de clase media, en cuyo seno comenzó a constituirse un sector criollo.

Los grupos terratenientes, los propietarios de las minas, los beneficiarios del comercio monopolista, todos los que detentaban el poder económico eran españoles y conformistas, en cuanto aceptaban total y vehementemente el orden constituido sobre la base de la servidumbre de las poblaciones autóctonas. En las áreas rurales perduraba el esquema social que había prevalecido en Europa durante la Edad Media y que aún persistía en muchas partes durante la Edad Moderna. La ciudad, en cambio, aun cuando contara en su seno vigorosos sectores conformistas, alojó y fomentó los gérmenes del disconformismo burgués, en términos análogos, por lo demás, a los de las burguesías españolas. La Independencia de las colonias inglesas de América del Norte y la Revolución Francesa de 1789 avivaron ese disconformismo y desencadenaron en ciertos grupos urbanos –criollos en su mayoría— una fuerte tendencia al cambio de acuerdo con las ideas de la Ilustración.

Es evidente que en las áreas rurales estas ideas no habían llegado a penetrar. Decirlo es obvio. No había allí clases medias sino dos grupos sociales extremos, sin posibilidad alguna de conciliación; ni había posibilidades humanas o técnicas de comunicación. Por el contrario, largos siglos de dependencia habían logrado constituir un sistema pasivo de consentimiento por parte de los grupos sometidos, que veían en la protección del señor la única posibilidad de sobrevivir o de mejorar. Tradicionalismo, actitud mágica más que religiosa, obediencia espontánea y, sobre todo, una actitud inerte frente al contorno y frente al futuro caracterizaba el comportamiento de los grupos rurales. Sólo el mestizo —en algunas regiones, por lo menos– buscó liberarse de la dependencia por la vía indirecta de la marginalidad. El “gauderio” o gaucho de las planicies que arreaba o cuereaba hacienda recuperaba su libertad en la soledad de la naturaleza, inalcanzable para quienes ejercían la autoridad. En la pampa o en la sabana, en las sierras o en las selvas cerradas, el hombre solitario lograba escapar a la dependencia a costa de excluirse de la sociedad. Todo retorno a esta tradición de indómita soledad, amparada en una concepción telúrica de la vida, escondería en el futuro un signo de disconformismo social.

El impacto de las ideas de la Ilustración

El caudal de las ideas de la Ilustración penetró en Latinoamérica a través de los grupos urbanos de la clase media disconformista. Pero antes de señalar las consecuencias de este hecho, conviene indicar qué peculiaridades mostró ese caudal de ideas; sería un error suponer que penetraron indiscriminadamente y que todas tuvieron la misma aceptación y la misma influencia.

En general, las ideas de la Ilustración se elaboraron despaciosamente en Europa[5], a través de múltiples experiencias que hizo la burguesía desde la Edad Media y a lo largo de un proceso intelectual que fijó la concepción racionalista. Sólo después de tan larga elaboración el pensamiento burgués y racionalista logró integrarse en un sistema no sólo de gran coherencia sino también de creciente simplicidad. Sin embargo, la síntesis no fue universal. En cada circunstancia entraron en ella diversos elementos y en diversos grados, unas veces según la predilección de los autores y su influencia en los ambientes intelectuales y políticos, y otras veces según las limitaciones que, espontánea o coactivamente, imponía el ambiente. Pero en todos los casos, cualesquiera fueran los términos de la fórmula y cualesquiera sus contenidos, el sistema arrastraba un conjunto de experiencias reales previas a su elaboración intelectual y un nutrido contexto de supuestos que anunciaban su presencia cualquiera fuera el esfuerzo que se hiciera por ocultarlo.

Hubo una síntesis, una fórmula española del pensamiento de la Ilustración. En ella entraba en muy pequeña escala la especulación política y no alcanzaban mayor significación las reflexiones religiosas ni aun las filosóficas, por lo que tenían de vecinas con aquéllas. El acento, en cambio, fue puesto sobre las cuestiones económicas y sobre ciertos campos de costumbres y de creencias. Ambos temas suscitaban singular interés en el seno de una corte que viraba hacia el “despotismo illustrado” y en el seno de una pequeña burguesía que se constituía trabajosamente y encontraba entonces —acaso por primera vez— un clima favorable para su expansión.

Esa fórmula fue la que se difundió más vigorosamente en Latinoamérica, porque en el área colonial pesaba aún más que sobre la metrópoli el condicionamiento y la coacción de una sociedad tradicionalista que transmitía su sensibilidad al poder político. Empero, precisamente por las condiciones locales de dependencia, comenzaron a incorporarse a los términos de la fórmula española algunas ideas concernientes a la realidad social y política a través de autores franceses que sólo podían circular subrepticiamente.

Ésta fue la fórmula latinoamericana. La recibieron y la elaboraron –dijimos– los grupos urbanos de la clase media disconformista, esto es, sectores burgueses, acaso juveniles y por eso más disconformistas aún, o acaso más disconformistas por ser ajenos a los intereses monopolistas. Con ese bagaje de ideas imaginaron ante todo la posibilidad de modificar el régimen económico vigente para sobrepasar el estrecho horizonte impuesto por el sistema monopolista y provocar una vigorosa expansión de la riqueza al calor de los principios de la libertad de comercio. En este sentido, los economistas españoles respaldaban la decisión de los grupos disconformistas de las colonias. Pero a medida que crecía la influencia del ejemplo de los Estados Unidos y de Francia, luego de la revolución de 1789, y a medida que se desvanecía el temor, los principios políticos relacionados con la soberanía popular y los principios filosóficos relacionados con el racionalismo comenzaron a atraer la atención y a provocar la adhesión. Poco después, la coyuntura favorable para la emancipación se produjo: la batalla de Trafalgar, la crisis dinástica española, la invasión napoleónica y el apoyo inglés; y una vez producida, los grupos urbanos, criollos y disconformistas, lanzaron la ejecución del programa de cambio en términos rigurosos y a la luz de la Razón.

Si se considera en conjunto el proceso económico, social y político que siguió a la emancipación, acaso podría concluirse que la consecuencia de la aplicación del programa de cambio propuesto por los grupos urbanos, criollos y disconformistas, fue la anarquía y la guerra civil. Esta contraposición de los dos términos extremos tiene algún significado. A mi juicio, prueba que los grupos urbanos, criollos y disconformistas, elaboraron con el caudal de las ideas de la Ilustración un programa de cambio que sólo podía cumplirse sobre la base del sistema autoritario propio del “despotismo ilustrado“; pero si ese sistema era una aspiración máxima dentro del régimen colonial, resultaba intolerable e inaplicable dentro del nuevo régimen de libertad republicana que la emancipación debía crear. En efecto, dentro de él cobraban significación los grupos rurales, y al otorgársele representación y al suscitarse su participación activa en la vida política, se desencadenaron todos los factores de oposición al cambio. Pueden señalarse los signos de esa oposición.

El programa de cambio elaborado a la luz de las ideas de la Ilustración suscitó en Latinoamérica el mismo tipo de oposición que halló en Europa y desencadenó allí la actitud que luego, elaborada y formulada con cierta precisión, se conoce como Romanticismo. El Romanticismo fue un movimiento espontáneo en Europa; pero también lo fue, y al mismo tiempo, en Latinoamérica. A la idea de la Razón se opuso la tradición, la costumbre, el alma nacional[6]. A la idea de nación, constituida sobre el principio del uti posidetis, sobre la idea de la soberanía y sobre el conjunto institucional de Montesquieu y de la experiencia de Estados Unidos y de Francia, se opuso la idea de región, que nacía de una experiencia inmediata del hombre de las zonas rurales, atado a una experiencia cotidiana, sumergido en la naturaleza y consustanciado con los valores espontáneamente creados en la vida rural. Al saber racional se opuso la intuición; al “doctor” de la ciudad, el varón eficaz en las contingencias de la vida primitiva; al europeísmo, el criollismo; a la democracia orgánica, representativa e institucionalizada, las democracias igualitarias, paternalistas e inorgánicas.

Sólo un esfuerzo de muchos años permitió hallar un principio de conciliación, y una fórmula en virtud de la cual los esquemas y relaciones de la Ilustración se llenaran con los contenidos espontáneos de la vida social. Cuando ese proceso hubo terminado, concluyó un período histórico y con él la vigencia de un sistema de ideas.

El impacto del positivismo liberal

Como doctrina, el positivismo liberal está indisolublemente unido a la difusión de la revolución industrial. En Latinoamérica no hubo hacia mediados del siglo XIX revolución industrial, pero hubo una modificación sustancial de las condiciones económicas en relación con la situación que la revolución industrial creó en Europa. Si en el marco de la economía mercantil era importante, Latinoamérica pasó a ser mucho más importante en el marco de la economía industrial. Sus materias primas adquirieron más importancia aún, y sobre todo las materias primas alimenticias, que se tornaron imprescindibles frente a las exigencias de las grandes concentraciones urbanas que empezaron a constituirse hacia mediados del siglo. Para esos mercados, Latinoamérica comenzó a producir de una nueva manera. Lo que en cada país se producía según la tradición, debió ser producido según ciertas exigencias y según nuevas normas. Y en las ciudades, especialmente, las nuevas posibilidades de ganancia se transformaron en estímulo para nuevas aventuras económicas y para ciertos cambios sustanciales en las condiciones de vida que suponían la adquisición de bienes de consumo de origen extranjero.

La perspectiva de esta mutación económica primero y luego la mutación misma produjeron un cambio sustancial de actitud en ciertos sectores ilustrados. Antes de formularse en Europa las teorías positivistas ya había positivistas en América. Eran los que proponían un cambio radical que ajustara la realidad a las nuevas posibilidades que se abrían a los países latinoamericanos en el mundo. Pero en cuanto se constituyó esta actitud, y en cuanto esta actitud dio sus frutos, todo el conjunto de pensamiento que el cambio había suscitado en Europa llegó por vía intelectual a las minorías progresistas.

Tal fue el carácter de los sectores promotores del cambio. El progreso fue la voz de orden. La instauración de una legislación laica y liberal y, sobre todo, el desarrollo de la instrucción primaria para alfabetizar a las masas ignorantes se constituyeron en objetivos fundamentales. Eran los dictados del progreso y de la razón. Pero el respaldo de toda esa actitud era, en el fondo, el “enriqueceos” de Guizot. La preocupación por las instituciones liberales, por la educación, el gusto por la literatura y por las formas refinadas de vida, todo ello no era sino la espuma de una vehemente preocupación por la riqueza. Promoverla fue la ocupación cotidiana de quienes, por las noches, hacían alarde de fina espiritualidad en los clubes conversando sobre literatura y filosofía. Y al cabo de poco tiempo, y sin que fuera forzoso e inevitable, la actitud positivista se transformó en propiedad de las oligarquías que controlaban la riqueza. Vastos sectores de las clases medias y populares comenzaron a reaccionar sordamente en nombre de cierto genio telúrico que repudiaba la conjunción de privilegio y soberbia racionalista que caracterizó a las nuevas minorías. La expresión política de esa reacción fueron partidos policlasistas, románticos en buena medida, que apelaban a sentimientos primigenios e indiferenciados en relación con las clases humildes y, en particular, con los grupos autóctonos sometidos a las duras condiciones de trabajo impuestas por el nuevo orden económico; y como éste estaba visiblemente vinculado al capital extranjero, apelaban también a cierta elemental xenofobia disfrazada de nacionalismo constructivo.

La respuesta al sistema del positivismo liberal opuso al institucionalismo político un caudillismo intuicionista y carismático, que pudo tomar caracteres de autocracia paternalista y, finalmente, de desenfrenada dictadura. La restauración católica tuvo su lugar en esa reacción, desencadenada contra un pensamiento laico, contra una concepción laica del Estado y de la educación. Y el vago tradicionalismo de quienes querían aferrase a lo vernáculo frente a los intentos de europeización agregó un matiz restrictivo a la respuesta ofrecida al positivismo.

Algo quedó del vigoroso impacto del positivismo liberal: un vago cientificismo, una idea genérica del progreso y, sobre todo, una filosofía de la vida que había encontrado en el positivismo cierta apropiada formulación, pero que era anterior a él. Sus finalidades se deslizaban hacia una típica filosofía del bienestar; pero por expresar una actitud individualista y por fijar los objetivos de la vida en la satisfacción de aspiraciones muy inmediatas, el positivismo expresó fielmente la mentalidad de la burguesía; y no sólo de las clases altas muy enriquecidas sino también de las clases medias en ascenso.

El impacto del socialismo

Como doctrina revolucionaria, destinada a ofrecer una solución económica, social y política justa a las clases desposeídas, el socialismo se elaboró simultáneamente como una especulación filosófica y como un análisis histórico-social. Como especulación filosófica, el socialismo tenía remotos antecedentes; pero la formulación estricta que llegó a Latinoamérica hacia fines del siglo XIX era la que se había elaborado en Europa en relación con las situaciones sociales creadas por la revolución industrial. Consistía en un conjunto de fines, pero también en un conjunto de soluciones concretas para problemas reales. La doctrina implicaba la existencia de un vigoroso proletariado industrial, desarrollado al calor de una irreversible transformación económica y técnica, y enfrentado luego, cuando hubo adquirido volumen y organización suficientes, con las estructuras vigentes en cuanto constituían sistemas coercitivos. Como vago supuesto, funcionaba también la evidencia de una sociedad con una economía en expansión pero estratificada tradicionalmente, que cerraba el horizonte del proletariado industrial más allá de ciertos límites. De esta circunstancia derivaba cierta tendencia hacia la salvación, que el anarquismo buscaba en la escapatoria del individuo aislado y el socialismo en una acción compacta de las clases asalariadas, cuyos miembros debían adquirir, a la luz de la doctrina, una “conciencia de clase” y cierta convicción definitiva de que no había salvación para el individuo aislado.

De las condiciones económicas y sociales que habían suscitado las formulaciones modernas de esas doctrinas, ninguna se daba en Latinoamérica hacia fines del siglo XIX. En algunos países se empezaban a constituir muy lentamente situaciones análogas —no idénticas–, caracterizadas no por las consecuencias de una transformación interna sino por el impacto indirecto que sobre la vida económico-social de Latinoamérica hacía el desarrollo de otros países que exportaban a ella sus productos y buscaban en ella materias primas. No había, pues, proletariado industrial que pudiera sentirse protagonista de la acción necesaria a que se veía forzado el proletariado industrial europeo. Pero, además, la relativa expansión económica que se produjo en Latinoamérica, como reflejo de la que se operaba en Europa, acentuó la vastedad de los horizontes económico-sociales que eran característicos de la vida latinoamericana. Si los sectores rurales asalariados se mantenían en un estado casi de servidumbre, los sectores urbanos y ahora muy especialmente los pequeños sectores industriales descubrieron un horizonte inmenso, y la primera reacción de esos grupos fue aprovecharlo buscando –con muchas probabilidades de éxito— el ascenso individual. La convicción predominante en los grupos asalariados urbanos no fue la de pertenecer a una clase definida y definitiva, sino la de hallarse en una situación transitoria de la que se podía salir para mejorar sin demasiados obstáculos. De modo que la idea de la necesidad de una acción clasista chocaba contra la propia experiencia tanto como contra las más recónditas esperanzas de cada individuo, en la medida en que suponía persistir voluntariamente en una posición marginal de la que, en realidad, se aspiraba vehementemente a salir.

En esta situación, se dio en algunos países latinoamericanos la penetración de las ideas socialistas. Arraigaron en pequeños grupos de obreros, generalmente extranjeros y con experiencia en la lucha sindical, que procuraron reproducir en sus países de adopción el sistema de asociación y las formas de acción política que eran propias de los países donde la revolución industrial había configurado ya situaciones diferentes. El principio fue la ortodoxia según las fuentes; y aunque no faltó quien estableciera con rigor los síntomas que revelaban la progresiva incorporación de Latinoamérica a la esfera de la nueva economía, el abismo entre las situaciones reales y una doctrina que consistía en la explicación de otras situaciones reales diferentes no se colmó nunca suficientemente.

La reacción de los sectores asalariados frente al principio de que era urgente un cambio en las estructuras económico-sociales fue negativa: su aspiración —como había sido la de las clases medias y lo seguía siendo— era insertarse en la estructura económico-social vigente y ocupar en ella un lugar de privilegio mediante un ascenso individual de clase, azaroso pero siempre posible. Este rechazo significó escasa difusión de las doctrinas socialistas y, en cambio, su mantenimiento más o menos ortodoxo en el seno de reducidos grupos. Un largo forcejeo empezó entonces entre dos concepciones de la actitud a asumir por las clases asalariadas: una científicamente madura pero escasamente adecuada a la situación real, y otra, mejor adecuada por ahora, pero ingenua en relación con el proceso de desarrollo técnico-económico.

Proposiciones generales

En mi opinión, y tal como he pretendido señalarlo en estas notas sobre tres ejemplos, los rasgos del impacto ideológico europeo en Latinoamérica pueden exponerse con los siguientes puntos:

a) El problema de cómo arraigan y se modifican las corrientes de ideas europeas en Latinoamérica no puede estudiarse sino en relación con las situaciones reales, sobre todo si se trata de ideas que pretenden operar sobre la realidad.

b) Las corrientes de ideas europeas arraigan en Latinoamérica a través de grupos urbanos ilustrados y disconformistas.

c) Las corrientes de ideas europeas, trabajosamente elaboradas en Europa sobre la base de una especulación teórica y de intensas experiencias históricas, aun cuando sigan evolucionando y modificándose en Europa, tienden a fijarse en Latinoamérica, en alguna medida, constituyéndose en una suerte de ortodoxia por razones de prestigio.

d) Contribuye a esa fijación también la inadecuación de las ideas en relación con las situaciones reales, con motivo de la cual las ideas se transforman en monopolio de pequeños grupos marginales en alguna medida.

e) Las ideas europeas se elaboran luego de una manera viva, tras los enfrentamientos, en el juego con las situaciones reales, pero con escasísimo carácter especulativo.

f) Las ideas europeas entran en contacto y conflicto con un sistema de ideas autóctonas, en el que entran ideas de origen europeo muy trabajadas y combinadas con otras que han nacido de las situaciones reales.

Notas

1 Cf. supra, pp. 126-128.

2 Cf. supra, pp. 45-47.

3 Cf. supra, pp. 68-69 y 105-107.

4 Cf. supra, pp. 108- 111.

5 Cf. supra, pp. 125-126.

6 Cf. supra, pp. 73-80 y 126-127.