El drama de la democracia argentina. 1946

Tienen los problemas de la vida histórica un curioso destino. Durante mucho tiempo, su investigación e interpretación parece ser un derecho exclusivo de los eruditos que escudriñan sus más recónditos secretos. Pero un día, uno de ellos, por la repentina aparición de un interés inmediato que lo provee de apasionante actualidad, toma estado público y conquista la atención general, atrayendo hacia sí el esfuerzo unánime para el desciframiento de su significado.

Esta suerte es la que ha corrido —y la que deberá correr en estas próximas etapas de nuestra historia— el problema del sentido de nuestra trayectoria política. Muchos de los jalones que la integran están aún insuficientemente aclarados y aún puede considerarse en cierto sentido prematuro abrir juicio sobre ellos, especialmente sobre los que corresponden a los últimos sesenta años. Pero es innegable que no podemos esperar más y que tenemos que realizar el esfuerzo de reconstruir, con los pocos materiales con que contamos, el curso de nuestra existencia institucional y ciudadana, ese extraño curso que nos ha conducido a la situación que hoy debemos afrontar tomando una u otra actitud. El historiador es, quizá, quien más reparos tiene para esta labor porque es quien mejor conoce sus limitaciones y los peligros de las generalizaciones prematuras. Pero el historiador es ciudadano también y no puede negarse a contribuir con su esfuerzo a esta labor —hoy urgente— de aclarar la conciencia política nacional y de aclarar su imagen para quienes nos contemplan más allá de nuestras fronteras. Este sentimiento del deber me mueve —con humildad y con temor— a esbozar este cuadro del drama de la democracia argentina.

La democracia constituye nuestra auténtica y perdurable tradición política: no tenemos otra; el hecho es tan notorio y tan característico del proceso americano que basta enunciarlo —como punto de partida— para estar eximido de prueba. La democracia fue el signo bajo el cual surgieron a la vida independiente los países americanos; era la llamarada que incendiaba a Europa desde fines del siglo XVIII y siguió brillando pese a la férrea resistencia que le opusieron las fuerzas políticas constituidas. Bajo ese signo se produjeron las circunstancias que favorecieron o determinaron el movimiento emancipador y bajo él se formaron las conciencias de los hombres que lo realizaron. Desde ese momento, el espíritu democrático quedó fundido en el alma argentina —como en la del resto de América— y le proporcionó uno de sus matices peculiares.

Los actos que sellaron la independencia argentina en 1810, en 1813 y en 1816, los carriles que se delinearon entonces para nuestro desarrollo político y el espíritu que se infundió a la nueva nación, todo ello conservó y aún conserva su fuerza y su vigencia. Aquellos actos de soberanía y de afirmación democrática a un tiempo desencadenaron el proceso de constitución de la nación, proceso que ha continuado su desarrollo acaso con oscilaciones, pero en ningún instante con la voluntad expresa y decidida de abandonar el impulso originario para sustituirlo por otro. Así, puede decirse de la Argentina lo que del resto de la América: nació democrática, y lo sigue siendo porque en el escaso siglo y medio de su existencia política no ha negado la preponderante significación de ese elemento —el espíritu democrático— que ha fundido en su naturaleza y es ya consustancial con ella.

Sin embargo, como la democracia es una mera forma de convivencia social, ha sido posible —de buena o mala fe— interpretarla de diversos modos a lo largo de nuestra historia. Concebida como vaga aspiración popular, se la ha realizado a veces según ciertos principios que convenían a determinados grupos, falseando su espíritu, pero sin que nadie se atreviera a negar su significación como orden jurídico consustanciado con la vida nacional. Otras veces, en cambio, se ha procurado perfeccionar los instrumentos legales y purificar los hábitos políticos para asegurar su más perfecta realización.

Así, puede decirse que hay en la Argentina —creo que como en todos los países americanos— una historia peculiar de la evolución democrática; a mi juicio, no es excesivamente difícil reconstruir las líneas de esa evolución, y estoy seguro de que su conocimiento ilumina a plena luz algunos fenómenos de nuestra vida social y política que, cada cierto tiempo, parecen sorprender a los argentinos.

Advirtamos desde ahora que esos fenómenos apenas sorprendieron antaño a muchos espíritus avisados y sagaces que quisieron ahondar en su secreto. No se sorprendieron José María Paz, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Agustín García, Aristóbulo del Valle, José Ingenieros, Juan B. Justo, Alejandro Korn o Lisandro de la Torre. Por el contrario, en algunas observaciones hechas al pasar sobre la vida argentina, ellos —y acaso también otros— pusieron de relieve cuáles eran las fuerzas que provocaban aquellos fenómenos sociales y políticos que parecían expresar un debilitamiento de la conciencia democrática. Pero los argentinos no hemos compuesto con ese caudal de observaciones una doctrina que explique las raíces y los secretos de nuestros problemas decisivos. Acaso ese hecho —que no es sino un resultado más de lo que constituye el drama de la democracia argentina— nos hace caer repetidamente en los abismos de la confusión, y nos lleva a una sorpresa que no es sino el fruto de la escasa resonancia que tiene la reflexión sobre esos problemas en la conciencia de nuestro hombre medio.

Que se nos perdone la temeridad de intentar reducir a un breve esquema el drama de nuestra democracia —que es la médula de nuestra historia— a la luz de esas y de otras observaciones sobre nuestra existencia política e institucional. Nuestra historia independiente, a mi juicio, se presenta como constituida por dos ciclos bien caracterizados, que corresponden a las dos únicas etapas que hemos recorrido en el proceso de formación de nuestro fondo étnico y social.

El primer ciclo —la Argentina criolla— corresponde al período que transcurre, aproximadamente, desde 1810 hasta 1880, esto es, desde el momento de la independencia hasta la época en que comienzan a funcionar las instituciones constitucionales y legales y empiezan a advertirse las primeras consecuencias de la política que esas instituciones estimulaban. El otro ciclo —la Argentina aluvial— se abre después de 1853 con el sordo proceso de elaboración de una nueva realidad étnica y social, proceso favorecido por el nuevo orden institucional y que llega hasta nuestros días sin haber cerrado su curva. En los dos ciclos, el proceso de la evolución democrática presenta algunas analogías. En ambos, fuerzas sociales y económicas poco conocidas en su secreta naturaleza y hasta entonces inoperantes han hecho irrupción en cierto momento en el campo de la vida política y se han encontrado con un armazón institucional que apenas respondía a sus nuevas exigencias y necesidades. Sin duda, estas exigencias y necesidades no eran ni graves ni urgentes, pero revestían caracteres de aspiraciones legítimamente fundadas y correspondían a realidades en proceso de evolución; frente a ellas, el sistema institucional comenzó a funcionar como una pura forma jurídica sin que los grupos que ejercían el poder por entonces procuraran ajustarlo oportunamente a aquellas demandas, quizá porque consideraban que no eran demasiado apremiantes. Pero las aspiraciones seguían obrando como fuerzas subterráneas y provocaron un marcado escepticismo con respecto a las instituciones.

Este esfuerzo por llegar a una acomodación de las instituciones preestablecidas con respecto a las nuevas formas que adopta la realidad social, esfuerzo prolongado por la singular circunstancia de no ser los problemas tan apremiantes como para prefigurar soluciones claras e incontrovertibles, constituye, a mi juicio, uno de los caracteres más importantes del drama de la democracia argentina. Los atentados contra las instituciones que se observan a lo largo de nuestra historia no son necesariamente resultado de sentimientos antidemocráticos ni revelan crisis alguna de la democracia; son, unas veces, ataques más o menos vigorosos contra algunas instituciones en que la democracia se realiza y que parecen ineficaces frente a la realidad, y otras, intentos facciosos para contener los esfuerzos destinados a lograr esa deseada acomodación, realizados por quienes temen perder los privilegios que el funcionamiento de ciertas instituciones les proporcionan. Durante la época de los proscriptos y de la dictadura de Rosas, el programa de la democracia consistía en demostrar que las instituciones republicanas y representativas permitían su ajuste a las necesidades económico-sociales que surgían de la realidad, siendo, al mismo tiempo, la mejor garantía de las conquistas obtenidas y la más elevada forma de convivencia social. Hoy, el panorama es muy semejante, y nuestro esfuerzo debe consistir en realizar un nuevo ajuste entre la realidad y el orden jurídico que cierre el ciclo de la Argentina aluvial. Un breve análisis de nuestra evolución histórica mostrará cómo se han desarrollado los dos ciclos que, en mi opinión, la integran, y acaso surja de ese examen un claro esquema para la interpretación de este momento de nuestra vida política.

La Argentina criolla

El hecho fundamental y decisivo en la estructuración de nuestra nacionalidad es la progresiva incorporación del pueblo a la vida política en la época de la independencia y su choque con los complejos cuadros institucionales que había preestablecido —como condición necesaria de la emancipación y de la organización democrática— el grupo revolucionario de Buenos Aires. Hasta ese momento, puede afirmarse que en la Argentina no existe el pueblo como entidad política: el régimen colonial, por la realidad económico-social que encubría y por su propia naturaleza institucional, no había fomentado la aparición de una fuerza cohesiva que amalgamara el complejo social.

En verdad, las colonias rioplatenses comenzaron a adquirir alguna importancia solo en el siglo XVII, el segundo de los Austria. Para ese entonces, España había ordenado el régimen colonial dentro del más cerrado absolutismo y con el férreo apoyo de una doctrina política y religiosa que confería carácter sacrílego a toda desviación de la obediencia al Estado. Ningún plano de la existencia social permitía —en circunstancias normales— el ejercicio de una acción que contribuyera a formar la conciencia política. Los grupos urbanos hicieron de su aparatosa fidelidad —esto es, de la total delegación de la voluntad política— su más alto mérito. Las poblaciones campesinas compartieron esta actitud, robustecida entre ellas por la tradición del régimen paternalista indígena que llegaba a través de indios y mestizos, y aunque vivían prácticamente al margen de la vida social, conviene destacar que amasaban en esa atmósfera política su sensibilidad gregaria.

Cuando en el siglo XVIII comenzaron a llegar las auras renovadoras impulsadas por los Borbones, el pensamiento liberal que nutrió la nueva burocracia —un Bucarelli, un Vértiz— empezó a chocar con la vieja casta burocrática y mercantil que predominaba en las escasas ciudades, apoyada en el clero. Sin embargo, debido a la inmensa fuerza del Estado, esa nueva sensibilidad pública comenzó a imponerse y llegó a contagiar a ciertos grupos que no pertenecían a la clase de antiguo privilegiada: los grupos criollos urbanos. Así se formaron los cuadros directivos de la futura revolución, a cuyos miembros inspirarán, abiertamente, los postulados del liberalismo económico y del despotismo ilustrado, mientras en el fondo los agitaban los viejos odios contra los peninsulares privilegiados y los principios del liberalismo político.

Entretanto, la masa campesina apenas se enteraba de esta transformación impuesta desde arriba, que interesaba casi exclusivamente a comerciantes y a ganaderos propietarios y se apoyaba en ideas cuya circulación estaba limitada dentro de un reducido círculo. Félix de Azara, que visita nuestros campos en el siglo XVIII, se sorprende del primitivismo de nuestra población rural; pero no se sorprende menos por hallar a los “españoles campestres” —o sea la población blanca de los campos— “más sencillos y dóciles que los ciudadanos, y que no alimentan aquel odio terrible que dije contra la Europa”. Esta peculiaridad obedece a que la población campesina no ha alcanzado un mínimo nivel de formación política, equiparable al que se va formando en las ciudades. La población campesina —formada por criollos y mestizos, preferentemente— no posee, según Azara, “ni sujeción ni amor patriótico”, virtudes que, por otra parte, el estado colonial no le exigía debido a que, en la práctica, su existencia transcurría al margen del orden social y jurídico; las leyes carecían para ella de toda eficacia, no solo por el carácter general de la legislación colonial, harto desvinculada de la realidad, sino porque su situación era de escaso contacto con los grupos que llevaban una existencia regular y se desarrollaba dentro del ambiente de las pampas desiertas. Así se fue creando entre la población campesina cierto sentimiento de libertad incontrolada y anárquica, enmarcado dentro de los principios del absolutismo político; este extraño contraste determinó la aparición y fortalecimiento de un espontáneo sentimiento igualitario, al que acompañaba un irreductible individualismo y una ausencia total de conciencia política. La forma extrema de esta actitud antipolítica y antisocial que aparece en las campañas está representada por los gauchos, que —en el siglo XVIII y antes de que se produjera su regeneración en las guerras de la independencia— no eran sino “escapados de las cárceles de España y del Brasil o los que por sus atrocidades huyen a los desiertos” (Azara).

En relación con la de las campañas, puede decirse que la población urbana había logrado capacitarse progresivamente para la vida política en el curso del siglo XVIII: la vieja oligarquía peninsular para defender los principios absolutistas y teocráticos junto con sus propios privilegios; los grupos peninsulares renovadores para afirmar las instituciones liberales en el plano económico; los grupos criollos para defender esos mismos ideales y luchar, luego, por la emancipación y los principios políticos del liberalismo.

El cotejo entre los caracteres de la población rural y de la población urbana revela las peculiaridades de la sociedad colonial; como masa homogénea, económica, social y políticamente considerada, el pueblo no tiene significación ni eficacia en las colonias rioplatenses. Al producirse el movimiento porteño del 25 de mayo de 1810, el grupo criollo liberal quiso imponer, junto con los ideales de emancipación, sus propios ideales institucionales constituidos sobre los escasos modelos existentes y sobre unos principios doctrinarios de la filosofía política del siglo XVIII. Para cumplir su plan, el grupo criollo liberal llamó al pueblo para que se incorporara al movimiento revolucionario, dentro del esquema establecido de hecho por los primeros actos de la revolución; pero cuando acudió el pueblo, quedó en evidencia la incompatibilidad entre su naturaleza y la del grupo dirigente, y se inició un conflicto entre dos formas diversas de democracia, con el que se inaugura el drama de la Argentina criolla.

Estadista más que político, Mariano Moreno, el inspirador de los actos de la junta revolucionaria, advirtió el problema sin descubrir su trascendencia. Al llamado de los hombres de Buenos Aires respondieron en seguida los cabildos del interior, en muchos de los cuales predominaban ciertos grupos afines; pero cuando el proceso revolucionario avanzó y se plantearon los problemas institucionales, surgieron a la escena las masas rurales y, con ellas, las disidencias regionales movidas por legítimos e innegables intereses económicos y sociales que se manifestaban bajo la forma de una aspiración federativa opuesta al centralismo político y económico de Buenos Aires, de inequívoca raíz colonial. Moreno acudió a un recurso pedagógico, útil pero impotente frente a las fuerzas de la realidad: quiso demostrar por vía racional los peligros de la federación y las ventajas del sistema que preconizaba. Pero la realidad alimentaba aquella espontánea reacción y las masas rurales —encabezadas muy pronto por caudillos simplistas y eficaces— opusieron al esquema institucional propugnado por Buenos Aires sus exigencias inmediatas: libre desarrollo económico, libre navegación de los ríos, libre existencia dentro de los ideales de la indómita libertad a que acostumbraba el desierto. Cuatro años después de la revolución todo el Litoral ardía en odio contra Buenos Aires; diez años más tarde, la llama ha alcanzado a todo el país y la disgregación de la unidad política es un hecho consumado.

Los personajes del drama de la Argentina criolla están perfectamente caracterizados. Por una parte, obra una masa campesina o semirrural, políticamente inexperta y de concepciones simplistas, cuyos ideales, nutridos en un vigoroso aunque elemental sentimiento democrático, oscilan entre la aspiración a la libertad incontrolada y anárquica y el atavismo del respeto y la sujeción al jefe eficaz y reconocido como representante eminente de sus propias virtudes y pasiones. A lo largo y a lo ancho del país, esta masa acusa algunas diferencias sensibles; pero se reveló como muy homogénea en cuanto a ideales políticos y sociales, ideales que no vaciló en defender con las armas porque los creía incompatibles —siendo análogos, en el fondo— con los de la burguesía de las ciudades. Por otra parte, y frente a la masa rural, actúan los grupos ilustrados —preferentemente urbanos y más especialmente porteños— para quienes emancipación y organización institucional centralista y representativa parecían una misma cosa. A medida que se ahondó la crisis, este grupo, más capacitado políticamente, se escindió entre los que creyeron que, en efecto, ambos ideales eran incompatibles y los que comprendieron que los unía en el fondo una misma aspiración de independencia y democracia, que era necesario encauzar dentro de formas políticas conciliatorias para salvar al país. El primer sector se mantuvo intransigente; algunos de sus hombres más significativos pensaron que no había otra solución que someter por la violencia a lo que consideraban como masas díscolas y anárquicas y no vacilaron en recurrir a las armas o gestionar un protectorado extranjero; otros, más auténticamente liberales, decidieron esperar que las masas rurales alcanzaran más alto nivel de comprensión política y, cuando creyeron que había llegado el momento, volvieron a intentar la imposición de sus principios; en esta labor fracasó Rivadavia —como Moreno, más estadista que político— en 1827. El segundo sector, en cambio, comenzó a descubrir que las masas rurales y los caudillos que las dirigían representaban una realidad que era inútil negar y con la que había que contar para hallar una solución a los problemas políticos; aceptó la espontánea actitud política y las exigencias económicas que caracterizaban a los grupos federales y comenzó a pensar en el futuro desde esta realidad, seguro de que los ideales de esos grupos coincidían, en el fondo, con los de los grupos ilustrados en cuanto a los problemas fundamentales: emancipación, unidad nacional y democracia. Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, entre otros, optaron por este camino, y ante el fracaso rivadaviano, tras el cual se inicia la era de las guerras civiles y de la dictadura de Rosas, estos moderados, desde el destierro, comenzaron a elaborar los principios de la conciliación.

Frente al reiterado fracaso de los intentos constitucionales —en 1819 y 1826— el escepticismo con respecto a las instituciones había alcanzado su más alto nivel; el escepticismo trajo la atonía del sentimiento democrático, y esta atonía preparó el camino de la dictadura. Rosas no propuso, en su largo gobierno, ninguna solución jurídica, sino que se limitó a llevar hasta sus últimas —y trágicas— consecuencias los ideales de las masas enceguecidas por la aspiración a la libertad incontrolada, estimulándola primero como peldaño para alcanzar la autoridad omnímoda y coartándola luego hasta establecer un régimen de absoluta sujeción, extremo inevitable de aquel extremismo. Así, ante el cansancio que produjo la larga dictadura, comenzó a germinar nuevamente la aspiración al orden jurídico, aspiración que Rosas no pudo satisfacer ya y en cuya satisfacción trabajaron lenta y reflexivamente los proscriptos.

Fue un converso, un caudillo de las masas rurales pasado a las filas de los que comenzaban a preconizar la necesidad del retorno a un orden institucional conciliatorio, quien derrotó a Rosas en Caseros en 1852. Justo José de Urquiza, antiguo oficial del tirano, fue entonces el adalid de la constitución porque era un político de penetrante agudeza para quien la realidad constituía la fuente primera de experiencia. Poco después, bajo su inspiración y a la luz de la rica reflexión acumulada por el pensamiento político, surgió la constitución de 1853 y con ella las nuevas instituciones de la nación unificada, las que habían nacido de la dura experiencia, las que querían no olvidar la dura realidad del inmenso desierto y las masas rurales, las que querían encerrar los núcleos disímiles del país en un marco elástico que accionara hacia el progreso sin ahogar los impulsos vernáculos. Diez años más fueron precisos para concluir la tarea de conciliar los elementos en pugna y perfeccionar el sistema institucional y legal hasta hacer posible la unificación de la nación. En 1862, el comienzo de la presidencia de Mitre significa la iniciación de una época de intenso desarrollo económico y de profundas transformaciones sociales, movidas por el impulso de las tendencias liberales y democráticas que triunfaron con la constitución de 1853.

No triunfaron absolutamente Mariano Moreno y Bernardino Rivadavia. Sus inspiraciones fueron decisivas porque rebosaban de buena doctrina y de elevados propósitos, pero constituyeron para el pensamiento de la organización solamente un polo ideal, del que había que apartarse con frecuencia para ajustarse a la realidad y a la experiencia. Triunfaron Sarmiento, el sociólogo del desierto; Alberdi, el jurista de la realidad; Urquiza, el político de la conciliación; Mitre, el historiador del proceso constitutivo de la nación. De su triunfo resultaron las instituciones transaccionales que pusieron fin a la anarquía y a la dictadura y en las que cuajaron, en estrecho acuerdo, las dos concepciones de la democracia que chocaron en los primeros tiempos de la nación. Así se cerraba el ciclo de la Argentina criolla augurando una larga paz; pero la política prescripta por las nuevas instituciones y estimulada por la doctrina que las animaba comenzó a originar una nueva realidad social que, muy pronto, plantearía nuevamente su duelo contra las instituciones que le eran dadas. De ese modo, al establecerse el equilibrio para la Argentina criolla, comenzaba a nacer la Argentina aluvial.

La Argentina aluvial

La nueva política tenía ya sus evangelios. Sarmiento había probado que todo esfuerzo por perfeccionar las instituciones sería estéril si no se transformaba la realidad económica y social del país, y tanto él como otros habían indicado los caminos que conducirían a esa transformación: poblar, educar, desarrollar las riquezas eran las obsesiones de los grupos ilustrados en cuyas manos estaba el gobierno.

En diversa escala, todas esas cosas se hicieron. Un conjunto de leyes dio cierto sistema a ese plan y la acción ejecutiva mostró su eficacia para las realizaciones. Poco a poco y con ritmo creciente, el país se pobló de inmigrantes y la fisonomía de la nación comenzó a cambiar a paso acelerado. A esa nueva fisonomía étnica y social correspondió un intenso desarrollo económico que provocó, a su vez, una profunda transformación espiritual, fenómenos todos ellos visibles ya hacia 1880. Así se incubaba, en el seno de la Argentina criolla, otra realidad harto diferente de ella, cuya irrupción en la vida política constituye el hecho fundamental en la estructuración de la Argentina aluvial.

La inmigración trajo a la Argentina un número crecido de extranjeros de diversos países europeos y aun de Asia, deseosos de incorporarse a los nuevos esquemas de vida que parecía ofrecer un país americano. “Hacer la América” no era solamente enriquecerse; era vivir de otro modo, ascender de categoría social, realizar una nueva aventura que solo parecía posible a quien animara un singular estado de espíritu. La Argentina pareció uno de los escenarios más atrayentes para esa aventura. El censo nacional de 1895 señala la presencia de más de un millón de extranjeros en nuestra población, casi todos ellos llegados en los últimos tiempos a nuestras playas. Gracias a este aporte, que estimuló el crecimiento vegetativo, el país duplicó su población en veinticinco años.

Esta ola inmigratoria alteró hasta la raíz la vida de la Argentina criolla, fenómeno que apenas fue advertido por las minorías gobernantes. Los grupos inmigratorios aprovecharon las mil posibilidades que el país ofrecía y hasta entonces había desdeñado; ellos se enriquecieron, pero el país vio crecer su producción y su comercio con un ritmo tan intenso que exigía a cada instante una nueva programación de su política. El enriquecimiento de los grupos inmigratorios comenzó a proporcionarles nuevas posibilidades; hubo ascenso social en muchos de ellos y, sobre todo, comenzó a producirse su entronque con la población criolla. Así comenzó a estructurarse un complejo social que muy pronto representó la mayoría del país, con algunas características definidas.

Este complejo alcanzó su primer grado de ordenación hacia 1880 y seguiría evolucionando indefinidamente. Su más notoria peculiaridad era lo heterogéneo de su composición; étnicamente, era el resultado del entrecruzamiento de la inmigración entre sí y con la población criolla, prevaleciendo todavía, sin embargo, los extranjeros mismos; económicamente, era una clase de trabajo movido por la sobreestimación del esfuerzo individual y de la riqueza; espiritualmente, era un grupo inasimilable a los ideales puros del criollismo del cual solían adoptar las apariencias aun despreciando los contenidos económico-sociales y espirituales.

Este contraste entre el nuevo complejo social y los grupos criollos —tanto aristocráticos como populares— originó en esa nueva clase social una peculiar actitud. Seguros de su significación económica, exaltaron esos valores y menospreciaron los que constituían el orgullo del criollismo: el valor individual, la destreza en las faenas pastoriles, el ocio elegante de los aristócratas. Eran —o podían llegar a ser— ricos, pero se sentían subestimados y colocados un poco por debajo de los grupos criollos, y en cierto modo, al margen de la vida política del país. Esta doble sensación de inferioridad por una parte, y de superioridad por otra, condicionaría la actitud del nuevo complejo social ante la vida pública.

También los grupos criollos advirtieron el contraste con esta clase que imponía —por la fuerza de su número y la eficacia de su acción práctica— un nuevo carácter a la vida del país: José Hernández lo señaló con aguda penetración en su Martín Fierro, conservando el acento de la reacción criolla ante la masa inmigratoria. Por su parte, la aristocracia gobernante pareció sorprenderse de los efectos de sus propios actos. Era ella la que había llamado a los inmigrantes, pero esperaba que su esfuerzo en el desarrollo económico no entrañara repercusiones sobre el panorama espiritual y político del país, acaso ilusionada con la capacidad de absorción de la tradición criolla. La aristocracia se sorprendió, pero no supo reaccionar; ningún plan para radicar a la inmigración en la tierra salió de su equipo gobernante, sobrepasado por el problema pese a su innegable capacidad en otros aspectos; la consecuencia fue, como era presumible, que el nuevo complejo social no se afincó definitivamente y conservó su naturaleza inestable, ajena a los problemas colectivos y atenaceada por sus propios problemas, de clase unos, puramente individuales otros. El único plan que discurrió ante la diversidad espiritual que notaba en la inmigración o ante el problema visible de su número, fue el de acentuar la vigencia oficial de los ideales de la Argentina criolla mediante una propaganda patriótica y tradicionalista cuyos efectos fueron escasos y, a veces, contraproducentes.

Este fracaso de la generación de 1880 es una página trascendental de la historia de nuestro país. Espíritus cultos y patriotas, sintieron la oleada del complejo social que se constituía por debajo de la aristocracia criolla, constituyendo una clase media y un proletariado, pero no supieron escapar a los esquemas políticos y sociales en que se habían formado y dejaron flotar la masa inmensa sin dar un paso para incorporarla hundiendo sus raíces. No supieron o no quisieron: porque para afincarla hubiera sido necesario abandonar algunos privilegios y prefirieron que el problema planteado fuera resuelto por las generaciones venideras. Ellos se limitaron a aceptar la situación de aristocracia gobernante cerrando sus filas, tratando de defender sus privilegios, sus intereses, su tradición criolla. Nos dieron una magnífica legislación liberal, pero, frente al grave problema que germinaba ante sus ojos, se constituyeron como oligarquía hermética y se negaron a replantear el problema político-social de la nación.

Así se produjo una terrible marea de escepticismo institucional. El nuevo complejo social comprendía que sus miembros no alcanzaban la situación de ciudadanos de pleno derecho, se sentían animados por un vigoroso sentimiento igualitario y democrático, pero advertían que las instituciones destinadas a asegurar la democracia estaban ahora más bien al servicio de la oligarquía, que no vacilaba en desvirtuarlas para no dejar escapar el poder ante los embates de la ola inmigratoria. Volvía, pues, a insinuarse un nuevo avatar del drama de la democracia, representado esta vez por dos grupos que parecían convencerse de la ineficacia de las instituciones vigentes para la satisfacción de sus encontradas aspiraciones.

Hacia 1880 el nuevo complejo social comenzó a incorporarse progresivamente a la vida política del país. Surgía la primera generación de hijos de inmigrantes, para quienes la ciudadanía de menor derecho resultaba ya justificadamente intolerable. Nuevos ideales cuajaban en esa masa, tan amorfa como se quiera, pero que empezaba ya a adquirir conciencia de su significación en la vida nacional, y no faltaron los hombres de la aristocracia criolla que descubrieran —en abierta oposición con el resto— que era necesario encauzarlos para vivificar la ciudadanía y realizar de verdad los principios de la democracia. Bartolomé Mitre, Leandro Alem, Aristóbulo del Valle y otros muchos encabezaron este movimiento que cuajó políticamente en la formación de un partido político: la Unión Cívica.

¿Cuáles eran los ideales de esas masas? Informe e inorgánico, el nuevo complejo social no podía alentar sino aspiraciones indefinidas y apenas formuladas. Como era igualitario y democrático, aspiraba a ser más de lo que era para que la oligarquía no fuera más que él y por eso luchaba por la pureza de las instituciones que, en sí mismas, constituían un excelente instrumento legal. Pero esta precaución no satisfacía a la totalidad del nuevo complejo social, en el que había grandes masas proletarias que no habían alcanzado un aceptable nivel de vida; eran los “pobres”, que tampoco sabían bien qué era lo que deseaban si no era el mejorar de alguna manera, aunque solo fuera mediante la inmediata satisfacción de algunas de sus muchas necesidades cotidianas; estos grupos querían algo más que la pureza de las instituciones, pero como constituían un conglomerado inconexo en el que se aglutinaban gentes de variada situación y posibilidades, urbanas y rurales, todas ellas coincidentes en la ausencia de conciencia política y social, la multiplicidad de sus aspiraciones se presentaba como un ideal difuso cuya conquista carecía de plan. La ilusión primaria de ese conglomerado era que un caudillo realizara el milagro de interpretar y satisfacer sus deseos y no vacilaron en seguirlo cuando apareció, en tanto que acogía con frialdad al Partido Socialista cuando empezó a plantear con rigor los problemas sociales y políticos del proletariado.

Esta masa crecía en número y en decisión. En 1890 hizo su primera irrupción en la vida pública, y aunque derrotada por las armas, hizo caer al gobierno oligárquico, aunque liberal, de Juárez Celman. Cuando más tarde quiere imponer a Mitre, la oligarquía logró impedirlo, aunque a costa de una nueva irrupción revolucionaria. Un día, al fin, un conservador ilustrado, Roque Sáenz Peña, decidió afrontar el problema y otorgó el instrumento legal —la ley de voto secreto y obligatorio— mediante el cual el partido que representaba el nuevo complejo social llegó al poder en 1916.

Con Hipólito Yrigoyen se inició la era radical, cuya misión histórica hubiera debido ser el ajuste del sistema institucional a la nueva realidad social que la Unión Cívica Radical representaba: perfección formal de la democracia para todos, legislación y política social para el proletariado. Pero el ideario radical era, como el del nuevo complejo social que lo nutría, indefinido y reacio a toda sistematización, porque frecuentemente las aspiraciones de ciertos sectores chocaban con los intereses de otros núcleos integrantes de la misma entidad; así ocurrió que las soluciones de la era radical resultaron ineficaces o frustradas, y los problemas quedaron en pie, madurando y recortando su perfil progresivamente. Entre tanto, la deficiente educación política del nuevo complejo social impidió que se realizara el más accesible de sus ideales: la perfección formal de la democracia, porque el sentimiento mayoritario trajo consigo una especie de “dictadura de mayoría” que entorpeció el funcionamiento de las instituciones, precisamente cuando hubiera sido fácil asentarlas definitivamente.

Una nueva ola de escepticismo ganó el país. El sentimiento democrático estaba indemne, pese a la aparición de los primeros admiradores del fascismo italiano; pero la duda acerca de la eficacia de nuestras instituciones comenzó a morder en muchos espíritus, cuyas convicciones tenían la inestabilidad característica del complejo social predominante en el país. Aprovechando ese estado de ánimo y el descrédito en que había caído el régimen del presidente Yrigoyen, la oligarquía decidió recuperar las posiciones perdidas catorce años antes; un golpe de mano le devolvió el gobierno en 1930 y desde entonces ejerció el poder con cierta prepotencia, socavando el régimen institucional con torpes maniobras mientras destruía, en los hechos, las pequeñas conquistas sociales que habían logrado las clases populares.

Luego, desembocamos en el presente. Durante quince años, la voluntad de la mayoría democrática ha sido sistemáticamente ignorada y el manejo del Estado ha sido privilegio de una estrecha oligarquía, orgullosa de ser reaccionaria y fraudulenta. En ese mismo tiempo, muchos problemas sociales que hasta hacía poco eran de escasa trascendencia han alcanzado considerable gravedad y las circunstancias de la guerra mundial han contribuido a que se hicieran patentes a los ojos de muchos.

Frente a esta situación, el nuevo complejo social que constituye la mayoría del país ha reaccionado de distinta manera. El hecho que ha causado más honda sorpresa ha sido la aparición de una masa sensible a los halagos de la demagogia y dispuesta a seguir a un caudillo. Este fenómeno —amargo y peligroso— no es de ninguna manera inexplicable. Medio siglo es poco tiempo para la evolución social y política de un conglomerado heterogéneo, y no debe sorprender que quede aún una masa que —siendo democrática en el fondo— conserve cierto justificado escepticismo frente a las instituciones de la democracia que no supieron afrontar a tiempo sus problemas y dejaron flotar sus indecisas pero innegables aspiraciones. Políticamente, esta masa es inexperta y simplista; como en el fondo es igualitaria y democrática, acoge con calor la propaganda demagógica que parece responder a sus anhelos, sin descubrir los peligros que entraña. Por ser radicalmente democrática, la aparición de esta masa en el primer plano de la política nacional no constituye un peligro duradero: solo seguirá siéndolo mientras los partidos políticos populares de programa orgánico no aclaren su conciencia y no afronten la solución de sus problemas.

Afortunadamente, esos partidos existen y parecen comprender la misión que les está reservada. La captación de esta masa de ideales flotantes e imprecisos constituye su más inmediata preocupación; es necesario formular con claridad cuáles son las soluciones a que deben aspirar y cuáles son los ideales políticos que están indisolublemente unidos a las grandes conquistas sociales. Mientras esta labor no se realice, los caudillos demagógicos tendrán siempre una base política para su acción contra las instituciones republicanas y representativas. Esos partidos, por otra parte, deben demostrar la posibilidad de afrontar los problemas sociales acomodando el régimen institucional a las nuevas realidades: solo así se podrá vencer el escepticismo que anida todavía en el espíritu de esa masa amorfa que perdura todavía como resto no evolucionado de ese complejo social; solo así podrá restablecerse, entre la realidad social y los esquemas institucionales, el nuevo equilibrio que requiere la Argentina aluvial, de cuya democracia virtual no podemos dudar.