No ha sido frecuente entre nuestros historiadores la preocupación asidua por los problemas de la historia universal, ni parece, aún hoy, muy asentada la convicción de que ella constituye un clima que es necesario conservar para que los estudios históricos circunscriptos mantengan su significación justa y su proyección precisa. Una persistente dedicación a las labores documentales y acaso la exigencia —más noble y perentoria— de lograr una estructuración del curso de la historia nacional, han impedido que nuestros especialistas —y con ellos vastos sectores del público culto— elevaran su mirada desde el campo de lo inmediato hacia zonas más alejadas y de caracteres más complejos. No ha habido entre nosotros un foco o una etapa de rigurosa formación clásica que creara —como creó en Colombia, en Venezuela o en México, por ejemplo— una sólida tradición sobre cuya base se asentaran los estudios de los problemas de la historia general; por ello, y por las razones antes señaladas, podrían sufrir las disciplinas históricas un empequeñecimiento que, a la larga, habría de influir sobre la hondura y la amplitud hasta del propio y circunscripto panorama de la historia local. No es éste un problema intrascendente y valdría la pena que fuera meditado.
Acaso una de las excepciones sea Vicente Fidel López, historiador de dilatadas preocupaciones y lecturas, cuya comprensión de la universalidad del fenómeno histórico quedó probada en el trabajo que hoy reeditamos, por primera vez, creemos, desde su publicación en los Anales de la Universidad de Chile: bien merece esa cir-cunstancia —que tanto contribuye a fijar su fisonomía de historiador— el que se difunda su texto y llegue con facilidad a más amplios sectores del público lector, porque no cabe duda de que constituye un precioso elemento de juicio para captar los secretos del desarrollo de nuestra ciencia histórica.
Nacido en 1815 en el seno de una familia porteña de significación en los primeros tiempos de la Independencia, Vicente Fidel López fue educado desde un principio bajo la dirección de su padre y en un ambiente de gentes cultas; siguió luego estudios de latinidad con el presbítero don Mariano Guerra, a quien debió, en parte, el gusto por los autores clásicos, y más tarde, en 1830, asistió a las lecciones de filosofía del doctor don Diego Alcorta, cuya enseñanza, moderna y sugestiva, había de ejercer sobre él notoria y sostenida influencia.
Eran aquellos días de gran inquietud en Europa y en Buenos Aires; inquietud política aquí, donde los acontecimientos que siguieron al fusilamiento de Dorrego se sucedían anunciando oscuras perspectivas, e inquietud política allá, cuando las influencias liberales comenzaron a fructificar en Francia tras la caída de Carlos X; pero la agitación no se advertía solamente en la vida política sino que alcanzaba, por entonces, de manera muy viva el plano del espíritu; el liberalismo entrañaba un nuevo planteo de las concepciones sociales y arrastraba a los hombres de pensamiento hacia las preocupaciones por los problemas de la convivencia, en tanto que el movimiento romántico, que confluía con aquél en muchos aspectos, conmovía, además, todas las convicciones intelectuales. Ambas influencias —liberales y románticas— obraron en Buenos Aires una intensa renovación de las ideas; se divulgaron, especialmente en lo literario, por medio de la Revue de Paris, a través de la cual tomaban los jóvenes porteños contacto con el movimiento intelectual francés, y por su incitación se comenzaron a leer las obras de Hugo y Lamartine, de Sainte-Beuve y George Sand, de Delavigne y Dumas, así como los trabajos, densos en sugestiones y ejemplares por su modernidad, de Villemain, de Quinet y de
Fue por esos años, y al calor de esas sugestiones, cuando López esbozó sus convicciones y sus tendencias; era apenas un niño pero su labor de aprendizaje era activísima; leía a los poetas y a los novelistas, a los críticos y a los estetas, pero al mismo tiempo se apasionaba por la filosofía y se orientaba hacia los estudios históricos; muy pronto la lectura de Niebuhr, de
En Santiago, en efecto, formó parte del grupo de los proscriptos argentinos que tan activamente participaron de la vida culta; estuvo al lado de
La estada de López en Chile constituye una época de su vida intelectual tras la cual sigue una etapa de actividad pública. Ministro de Instrucción Pública en el gobierno provincial de su padre, en 1852, supo alternar las exigencias políticas del momento con las preocupaciones fundamentales de su cargo, y mientras atendía a las gestiones que lo llevaron a actuar en las jornadas parlamentarias de junio, concebía la creación de escuelas y reorganizaba los estudios universitarios. Su gestión pública, sin embargo, fue breve, y poco después se abre una nueva etapa de su actividad intelectual, de la que saldrá sólo en 1890, llamado por Pellegrini para la cartera de Hacienda del gobierno que surgió tras la revolución del ’90.
En el curso de ese período, López produce su obra más importante y densa. Atraído por la moda de la novela histórica que circulaba en Europa bajo la advocación de Walter Scott, López publica La novia del hereje; más adelante se orienta decididamente hacia los estudios históricos y publica en 1868 Las razas arias del Perú; a partir de 1872 comenzarán a aparecer en la Revista del Río de la Plata —que dirigía con Juan María Gutiérrez— los ensayos sobre historia argentina que luego, en 1881, reuniría en los cuatro volúmenes de La Revolución Argentina, y ese mismo año dará a luz la Introducción a la Historia de la Revolución Argentina. En 1882 López se empeña en la memorable polémica con Bartolomé
Bien podrían figurar al frente de sus obras históricas —para definir su posición— las palabras que López puso como sección preliminar en su Curso de Bellas Letras: “El epíteto filosófico suele mirarse algunas veces con prevención en razón de que supone algo de altamente conceptuoso, algo de oscuro y profundo que exige de la inteligencia una meditación seria y concentrada. Si es cierto que no pocas veces se piensa así con razón, también es cierto que, con respecto a las páginas de este libro, este epíteto no debe excitar temor alguno ni hacer suponer que él importa algún sistema de consideraciones abstractas sobre los misterios del alma o sobre algunos de esos secretos sutiles, fantasmagóricos, que los filósofos acostumbraban perseguir con la más tenaz circunspección.
“Sin embargo de esto, creemos esencial que para la exposición clara y exacta de toda investigación que ha de recaer sobre especulaciones intelectuales se ponga por base algún hecho primitivo y constante: primitivo, para que se le pueda reconocer por causa de aquello que se quiere investigar; y constante, para que, al sentarlo el que escribe, todo lector lo pueda verificar por su propia observación, examinarlo a su arbitrio, mirarlo por todas sus faces y seguirlo en todos sus movimientos.
“Ahora bien; si es cierto que todo trabajo intelectual adquiere una verdadera importancia cuando se halla encabezado por un hecho como éste, también es cierto que este hecho, para revestir las cualidades que le hemos pedido, no puede menos que ser un hecho filosófico; es decir, un hecho que nazca del alma, en primer lugar y que, por lo tanto, sea psicológico; y que, en segundo lugar, deba nacer, dadas las mismas condiciones, en todas las almas; así es como un hecho será primitivo y constante o general, y podrá merecer el título de fundamento filosófico de la materia, que es lo que nos hemos propuesto encontrar en estas investigaciones preliminares.”
En efecto, como historiador, López fue un espíritu preocupado por los problemas radicales y buscó los fundamentos filosóficos de la historia como los buscaba en la estética literaria. Todo contribuía a llevarlo por esa vía, por entonces: partiendo de las bases propuestas por el pensamiento iluminista, el Romanticismo había comenzado a reelaborar el problema de la filosofía de la historia y López conoció, directa o indirectamente, las tendencias y las ideas más significativas.
Animado por una cierta predisposición clasicista, acaso producto de su formación básica, López aceptó las sugestiones del pensamiento romántico sin consustanciarse con él, y ha sido correctamente señalado que su pensamiento es una expresión típica del duelo constante entre aquella y esta tendencia,[1] y en la filosofía de la historia, en cuyo campo se daba este duelo, fue donde López descubrió el núcleo de sus preocupaciones y donde ejercitó el repertorio de sus posibilidades intelectuales.
En ella, en efecto, encontró las influencias que habrían de ser directoras de su pensamiento; buen conocedor del pensamiento iluminista, sumó a tal dirección la influencia que por Edgard Quinet recibiera de Herder con las variantes y disidencias que el propio Quinet señalaba; pero, entretanto, por la vía de Cousin, se introdujo en las corrientes del idealismo alemán y especialmente en el pensamiento hegeliano, del cual daba también
Sobre estas lecturas y sobre la reflexión que ellas sugerían a su espíritu inquieto —acaso inestable—, Vicente Fidel López fue elaborando su posición de historiador. Puede decirse que, en general, formó en las filas de los filósofos de la historia, escuela que él llama —en el capítulo sobre las escuelas históricas del Curso de Bellas Letras que hoy publicamos en el apéndice— escuela fatalista. Esta designación ofrece un punto de partida para aclarar su postura historiográfica. En efecto, la filosofía de la historia suponía —y aún supone, pues ello constituye su núcleo— la vigencia de un principio de ne-cesidad en la trama del desarrollo histórico, principio que, fundamentado teológicamente por Bossuet, había sufrido con el iluminismo una reversión racionalista. Cuando el Romanticismo retomó el problema, insinuó, y desarrolló a veces, el principio de la libertad, pero ni en las más altas manifestaciones de esa tendencia ni aun en las eclécticas, halló la vieja —y eterna— antinomia una superación categórica y convincente: quedaron, pues, los términos del problema estructurados en tal forma, que precisamente ese planteo constituyó el tema fundamental de la filosofía de la historia. En esa articulación, precisamente, incide la reflexión de López en cuanto tiene de más interesante. Como uno de aquellos fundamentos filosóficos, López afirma la preeminencia del libre albedrío, y no vacila en afirmar su disidencia con la escuela fatalista en cuanto ésta lo niega en alguna medida; pero él mismo se contradice, primero cuando, según ciertas tendencias predominantes, admite una determinación del medio, luego, cuando yuxtapone al libre albedrío, como fundamento del desarrollo histórico, un instinto de perfectibilidad, que, como tal instinto, arranca de una raíz psicológica y crea una constricción de la libertad. De esta contradicción —que no es propia de él, por otra parte— se nutre toda su concepción, en cuanto tiene de firme y en cuanto tiene de insegura. De todos modos, la convicción del progresismo fue consustancial para su pensamiento y Echeverría pudo decir de la Memoria que estaba trazada “a la manera de Turgot y de Condorcet”.
Firmemente adherido a esta convicción, López concibe la historia como “la lucha recíproca que sostienen los que quieren detener el progreso con los que quieren desatar los lazos que le impiden volar sin obstáculo sobre las alas de la libertad”. Pero el progreso —verdadero instinto para él— es obra de los individuos, quienes, “como entes libres, somos los verdaderos autores de esa infinidad de hechos pequeños, insignificantes al parecer, que, con su fuerte y complicado encadenamiento, forman al fin la gran síntesis de los hechos sociales”. El
Fuera de este núcleo de ideas, hay en López algunos aspectos que merecen ser señalados. El interés por la historia proviene, para él, en cierto modo de su validez para el presente; y entonces se presenta como un pragmático que espera de ella lecciones para el patriota, para el ciudadano y para el hombre moral. Pero el presente sólo adquiere significación encadenado en la línea del desarrollo ininterrumpido, y, así como el pasado aclara el presente, también el presente ilumina el pasado y coadyuva a establecer su coherencia; López cree en la historia universal, y no sólo en cuanto proceso lineal, sino también en cuanto pluralidad de expresiones espirituales, porque “todos los progresos son solidarios, todos están atados entre sí”.
Y en esta afirmación de historiador genuino que escapa a veces a los planteos rigurosos pero que atina a percibir la raíz compleja del desarrollo histórico, encontramos, acaso, la clave para en-tender los principios sustentados, no sólo en la Memoria sino también en la Historia de la República Argentina, al intentar explicar los paralelismos y las concomitancias históricas. En rigor, los puntos de partida para su concepción historiográfica, que desarrollara en sus tiempos de madurez, están apuntados ya en el haz de reflexiones, que a los treinta años, entrelazaba al considerar la historia de la Antigüedad.
La Memoria sobre los resultados generales con que los pueblos antiguos han contribuido a la civilización de la humanidad fue elaborada por su autor como una consecuencia de la polémica que sostuvieran los proscriptos con el grupo chileno de El Semanario de Santiago, en el que predominaban los discípulos de Andrés Bello; tenía como finalidad obtener el grado de licenciado en Filosofía y Humanidades y, al mismo tiempo, demostrar en el plano académico su capacidad para ocuparse de los temas “sobre que alguna vez había escrito o hablado”. La lectura se realizó el 21 de mayo de 1845 ante el tribunal de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile y mereció un cálido elogio de quienes lo escucharon, como así también, luego, de
NOTAS
1 Esta observación es de Raúl A. Orgaz y desarrolla éste como otros aspectos de la obra de López en su Vicente F. López y la filosofía de la historia, acaso la única obra sobre el tema, a la que envió al lector que se interese por un desarrollo más extenso y fundado de estas ideas.↩