La Enciclopedia y las ideas liberales en el pensamiento argentino anterior a Caseros. 1949

Quizá podría considerarse ocioso el esfuerzo de destacar la importancia que en el proceso de nuestra formación nacional ha tenido el caudal de ideas de la Enciclopedia y el liberalismo. Es tan evidente cuando ese proceso se considera con un mínimo de objetividad, que resulta menester una deliberada desviación del punto de vista para que no se imponga su significación eminente. Y sin embargo, no es inoportuno insistir en este tema por razones obvias, pues esa desviación parece merecer para algunos una extremada estima. Una ligera reseña de las etapas que jalonan el desarrollo del pensamiento enciclopedista y liberal en el ámbito hispanoamericano y luego en la Argentina resultará útil para apreciar su verdadera significación.

El mundo hispanoamericano se constituye en un momento singular del desarrollo espiritual de España. Iniciada la conquista y la colonización durante los reinados de los Reyes Católicos y de Carlos V, la organización del imperio muestra la vigorosa influencia de la política de Felipe II, que corresponde a la decidida dirección espiritual de la España postridentina. La decisión de constituir un centro de resistencia activa contra la Reforma y contra el avance del espíritu moderno condujo a España a decretar su clausura, su amurallamiento contra las influencias que venían de los otros países de Europa. Un ámbito hermético debía renovar y vivificar las concepciones medievales, para que pudieran trascender luego de él hacia el exterior con militante energía, y todos los recursos del Estado debían ponerse al servicio de ese objetivo de alta política. Felipe II organizó personalmente las líneas de batalla, y su impulso fue lo suficientemente poderoso como para que perduraran sus consecuencias durante los reinados de sus descendientes. A su lado, teóricos de la teología y la política elaboraron el sistema de ideas que correspondía a aquella orientación del Estado, y la neoescolástica y el antimaquiavelismo respaldaron con la solidez de sus planteamientos una conducta que sólo en cierta medida correspondía al genio nacional —manifestado por entonces también en otras direcciones divergentes—, pero que correspondía inequívocamente a la orientación de los Austria y de ciertos grupos hegemónicos dentro del Estado.

Para ellos el absolutismo político era el régimen que correspondía al antiguo reino, y sus instituciones debían prolongarse sobre el área imperial acaso aun más ajustadas y severas. Los funcionarios de la corona encarnaban la rigurosa concepción autocrítica, y quedaba confiada al clero la conformación del espíritu popular dentro de las normas que correspondían a esa actitud política. Así se constituyeron las bases del mundo colonial hispanoamericano, hasta que nuevas influencias empezaron a obrar al producirse la caída de los Austria.

En efecto, con el siglo XVIII se inicia cierta transformación en algunas de las nociones que regían la vida política y espiritual de España. El racionalismo progresista había realizado ya notables avances y había alcanzado una considerable expansión, hasta el punto de haber constituido cierto sistema de alcance general que divulgaron filósofos, juristas, escritores, políticos y economistas. Voltaire, Montesquieu, Diderot, Beccaria, Turgot, Smith y luego los numerosos epígonos difundieron no sólo los principios del nuevo sistema sino también sus consecuencias necesarias en el campo de la práctica, labor en la que alcanzó notable significación la Enciclopedia publicada en Francia y transformada en vehículo de las nuevas ideas. En alguna medida, el mensaje renovador llegó a España al calor de cierta simpatía que mostraron por él los Borbones y algunos de sus ministros, y por la acción de un grupo intelectual de marcada influencia dentro de ciertos círculos, a cuyos miembros, por cierto, se los acusó sistemáticamente de afrancesados: fueron economistas, políticos, escritores y artistas como Aranda, Jovellanos, Quintana, Moratín, el padre Feijóo, Goya, todos los cuales coincidían en lo que vagamente llamábase el progresismo, cuya expresión más cabal acaso fueran las Sociedades de amigos del país que se constituyeron en diversas ciudades para estimular el desarrollo económico de las respectivas regiones mediante el estudio y la solución de los principales problemas que las aquejaban.

Esta influencia renovadora que se hizo sentir en la metrópoli alcanzó naturalmente a las colonias, en cuyos principales centros urbanos se constituyeron grupos ansiosos de seguir las mismas rutas que los núcleos ilustrados de la metrópoli. Y como en ellos, su adhesión al pensamiento de la Enciclopedia se caracterizaba por una rigurosa limitación, que es imprescindible tener en cuenta para comprender el desarrollo ulterior de las ideas en los países hispanoamericanos. En efecto, el enciclopedismo excluyó tanto en España cono en las colonias todo aquello que tocaba el problema religioso, cuyo fondo parecía inconmovible. Lo mismo ocurrió con respecto a los problemas políticos fundamentales, acerca de los cuales subsistían las enérgicas restricciones impuestas por la tradición autocrática de los Austria. Por esa razón, en España y en sus colonias solamente aceptaron plenamente los grupos de tendencia enciclopedista los planteos que se relacionaban con las cuestiones jurídicas, sociales, educacionales y económicas, sobre los que se adoptaron puntos de vista que podían resumirse en la fórmula del progreso, que tan bien caracteriza el período de la Ilustración.

En el Río de la Plata las ideas del enciclopedismo se introdujeron lentamente, a través de algunas obras llegadas subrepticiamente y del contacto personal de algunos viajeros con los grupos renovadores de la metrópoli. Si quisiera señalarse una fecha para la irrupción de esas nuevas ideas en contraposición con las tradicionales, sería menester tomar la de la expulsión de los jesuitas (1767), que definió la presencia de dos grupos antagónicos: partidarios y antagonistas de la orden expulsada, acaso la más fiel expresión de la men-talidad tradicionalista. Si Bucarelli representó el principio regalista encarnado por los Borbones, Vértiz representó a las claras el progresismo tanto en el terreno económico y social como educacional. Sus ideas se tradujeron en iniciativas que dejaron expedito el camino para ulteriores desarrollos, y así apareció muy pronto la aspiración a una renovación de la vida económica por medio de la conquista de la libertad de comercio, por la que lucharon los defensores de los principios librecambistas (Cerviño, Escalada, Belgrano, Castelli), y en favor de la cual combatieron los primeros periódicos de la colonia: El Telégrafo Mercantil, El Semanario de Agricultura, Industria y Comercio y El Correo de Comercio. Estos grupos preocupados por los problemas económicos se correspondían en alguna medida con ciertas figuras relevantes en el plano del pensamiento, adheridas de manera más o menos explícita a nuevas corrientes: Maciel en el Río de la Plata, Villava y Terrazas en Chuquisaca. No eran muchas ni muy decididas. La vigilante reacción, en cambio, contaba con representantes enérgicos, entre los cuales debe destacarse la figura singular del obispo San Alberto, paladín del absolutismo y de cuantas ideas comportaba la tradición de la época de los Austria.

La crisis española durante la época napoleónica proporcionó la ocasión para que los grupos ilustrados se aglutinaran y operaran el movimiento que trajo consigo la emancipación. Formados en el ambiente de las últimas décadas, en que se contrapusieron renovadores y tradicionalistas, los hombres que escalaron en 1810 las posiciones dominantes llevaron a la acción pública las ideas que la Enciclopedia había difundido, eso sí, dentro de los límites propios de su desarrollo en el mundo hispanoamericano, con pocas excepciones. Excepciones fueron Monteagudo y Castelli, más exaltados que sus camaradas en cuanto al problema religioso. Pero la tónica general fue dada por hombres como Moreno y Belgrano que, aun dispuestos a sostener el regalismo defendido por los Borbones, no quisieron provocar una resistencia abierta del sentimiento religioso estimulado durante siglos por el clero, la única clase letrada durante la mayor parte del período colonial. Lo mismo puede decirse con respecto a las ideas sociales, económicas y educacionales, en las que los hombres de la emancipación se mantuvieron dentro de los carriles establecidos por los mentores españoles, Jovellanos especialmente. En cambio, el hecho de la emancipación debía provocar una modificación sensible desde el punto de vista político.

En efecto, la corriente enciclopedista española habíase mostrado sumamente cauta a ese respecto, y en ella apenas podían encontrarse elementos para afrontar y resolver el nuevo problema que a los nacientes Estados autónomos se les planteaba. Fue, pues, necesario que los hombres que tenían la responsabilidad de la conducción política recurrieran a las fuentes directas tanto inglesas como francesas, estas últimas especialmente. Rousseau fue, naturalmente, quien sedujo más las imaginaciones, y de él arrancaría la concepción repu-blicana que habían de defender tesoneramente los hombres de la revolución. Junto a él, Montesquieu ofreció también un cuadro seductor de los principios fundamentales de la filosofía política y, sobre todo, de la técnica constitucional, con el principio de la división de poderes como elemento fundamental.

Acaso de la lectura de Rousseau debía nacer una actitud decididamente jacobina, como la que adoptó Monteagudo y en parte Moreno; pero desde el momento en que el ginebrino escribió el Contrato social hasta la época en que empezó a ejercer influencia en el Plata, habíase desarrollado en Europa la vasta experiencia napoleónica, que enseñó a muchos a temer el cesarismo como inexcusable derivación de la política jacobina. Un matiz singular —antijacobino, diríase— caracterizó, pues, la acción del gobierno de la revolución, de la verdadera revolución, encarnada por la Primera Junta, bajo la inspiración de Moreno, y por la Asamblea de 1813.

Esa acción de gobierno se orientó hacia el establecimiento de un orden constitucional, propósito frustrado por múltiples circunstancias. En cambio alcanzó resultados positivos en ciertos aspectos parciales como la organización administrativa y política, el desarrollo de la enseñanza y la sanción de varias leyes que importaban un verdadero progreso social y jurídico.

Es bien sabido que las dificultades políticas internas y externas que siguieron trajeron consigo un avance de ciertas fuerzas reaccionarias. El pueblo convocado para apoyar la revolución se mostró políticamente inexperto y favoreció el ascenso del caudillismo, un movimiento que si bien es cierto que significaba indirectamente el triunfo de la soberanía popular representó por algún tiempo un retroceso institucional y social. De este proceso escapó por entonces Buenos Aires, que, al verse libre de la responsabilidad del gobierno nacional, condujo al triunfo las ideas renovadoras dentro del ámbito del Estado provincial y bajo la dirección de Rivadavia.

Era ciertamente, un momento propicio. A la crisis de la política de la Santa Alianza sumábase el triunfo del liberalismo en España y la sistematización de ciertas ideas por obra de los constituyentes de Cádiz. Las ideas allí elaboradas obraron en el ánimo de los liberales del Plata, como obraron también las concepciones del utilitarismo y de la ideología. Siguiendo esas huellas emprendió Rivadavia sus reformas en lo económico, en lo eclesiástico, en lo militar y en lo educacional, fruto de las cuales fue la consagración de un orden ilustrado que pareció robustecer las aspiraciones de Buenos Aires a la hegemonía. Diversas circunstancias malograron esas aspiraciones. Acaso la inexperiencia de Rivadavia y las contingencias de la guerra con el Brasil provocaron el robustecimiento de las fuerzas de la reacción, que un día se aliaron en Buenos Aires con los recelosos jefes del interior, siempre hostiles a dicha ciudad por cuanto era y por cuanto significaba ahora política y socialmente. El resultado de esa reacción fue el triunfo de Rosas, que debía acabar con el progresivo ascenso de las ideas liberales.

Durante algún tiempo, sin embargo, pudo alimentarse la idea de que Buenos Aires había de seguir siendo un hogar propicio para las ideas. El Salón Literario sirvió al alumbramiento de una nueva generación —la del 37—, que recogió el mensaje de las nuevas doctrinas en que se trasmutaba la Enciclopedia: el sociologismo de Saint-Simon con todas sus reminiscencias románticas. Desde ese punto de vista, las figuras directoras de la joven generación —Gutiérrez, Alberdi, Echeverría, Cané, López— procuraron interpretar el extraño desenvolvimiento de la política nacional y bajo él, el curioso rumbo que tomaba la vida social del país. Alberdi, en el Fragmento preliminar, Sarmiento en el Facundo y Echeverría en el Dogma socialista, proporcionaron los elementos fundamentales para una revaloración de las ideas de Mayo que, subsistentes en sus elementos cardinales, debían someterse a un nuevo examen a la luz de las nuevas experiencias. Esta fue la labor de esa generación, cumplida por cierto en el destierro en su mayor parte.

La tradición liberal, en efecto, había sufrido una crisis en el período que siguió a la caída de Rivadavia. Desde 1829 las posiciones se hicieron irreductibles, y los grupos que se llamaron unitarios y federales expresaron dos concepciones de la vida social y política que apenas podían adecuarse por el momento. Unos representaban el centralismo, la política de élite, la ilustración, y acaso también la desdeñosa incomprensión por los problemas populares, especialmente en el interior del país; los otros representaban el localismo, la demagogia, y la restauración del Estado entre autoritario y paternalista que, por cierto, tan bien parecía adecuarse a las condiciones sociales de ciertas regiones. Durante un instante, el país asistió a su división en dos sectores opuestos: la Liga del Interior, dirigida por el general Paz, y la Liga Litoral, dirigida por Rosas, dieron cuerpo orgánico a un antagonismo hasta entonces un poco vago. Pero la división no alcanzó a cimentarse, y poco después el país entero quedó bajo la influencia enérgica del más hábil y poderoso de ellos, Rosas.

Aparentemente, Rosas significó el triunfo del federalismo. Nada más inexacto, sin embargo. Su triunfo fue el triunfo de Buenos Aires, un triunfo por cierto mezquino, desprovisto de lo que había de generosa cautela en la antigua hegemonía de la vieja capital del virreinato. Era el triunfo de Buenos Aires en provecho de Buenos Aires. Con el poder y la autoridad que la posesión de la capital económica del país le proporcionaba, Rosas organizó un Estado nacional que puede considerarse como la antítesis del Estado rivadaviano. Lo caracterizó en lo económico la restauración del monopolio y la hegemonía de los grupos saladeriles; en lo social la anulación de las minorías, especialmente las ilustradas; en lo político la deliberada obstrucción a todo principio organizativo, fundada en las razones que el propio Rosas expuso en la trascendental carta conocida como “de la hacienda de Figueroa”. También lo caracterizó la despreocupación por los problemas educacionales, la utilización de los sentimientos religiosos del pueblo y el repudio a cuanto aludiera a los ideales de Mayo. Fue un régimen antiliberal y antiprogresista por excelencia.

Pero lo que acaso prestaba al Estado rosista mayor significación —sobre todo a los ojos de la generación del 37— era el innegable apoyo popular que parecía respaldarlo, que efectivamente lo respaldaba en las campañas y los suburbios. Para quienes se habían formado en la lectura de los sociólogos franceses posteriores a la experiencia de 1830, el hecho revestía un interés decisivo, y su preocupación fundamental fue desentrañar el secreto de esa curiosa reversión de ideales que parecía suponer el apoyo a la dictadura por el pueblo que había operado la emancipación en nombre de los ideales de libertad. Así fue como la generación del 37 decidió afrontar el problema de los fundamentos sociales del rosismo, de cuyo examen habían de salir los postulados que sirvieron más tarde para la organización nacional.

Para Alberdi —como para sus conmilitones—, Rosas era un producto social que sólo podía ser comprendido a la luz de un análisis de las condiciones sociales y económicas del país. Esas condiciones, analizadas por Sarmiento en el Facundo, explicaban con suficiente claridad el rechazo por las masas de los ideales de Mayo, cuyo alcance apenas podía ser comprendido sino a través de una vasta experiencia política y una consciente reflexión acerca de las instituciones. Reducto de las minorías, las ciudades apenas compartían los sentimientos que predominaban en las regiones rurales, y menos aún podían entender esos grupos ilustrados los curiosos y complejos sentimientos y resentimientos que Echeverría descubría en los suburbios cuando analizaba su fisonomía social en El matadero. Esa incomprensión caracterizó a los políticos unitarios, para quienes la generación del 37 no escatima las críticas, no a causa de los ideales que perseguían —que compartía en general— sino en cuanto a los planteamientos prácticos tanto en el campo social como en el político. Algo había en ellos, en efecto, de utopismo, y mucho de ceguera en cuanto confiaron al voto universal el destino de un movimiento que había sido propiciado por minorías ilustradas, en cuanto desdeñaron el sentimiento religioso de las masas, en cuanto se apartaron de la tradición hispánica. Los fines eran sanos, pero el desconocimiento de la realidad o su premeditada omisión había impedido a un Rivadavia, por ejemplo, construir sobre sólidas bases.

Sobre estos resultados, la generación del 37 organizó un sistema de ideas por el que luchó denodadamente a través de la prensa y el libro y luego con las armas en la mano. Una política liberal en los principios y realista en las concepciones prácticas elaborada por las figuras predominantes del grupo de los desterrados, deseosos de alcanzar lo que Alberdi llamó con justeza “la república posible”.

Esa “república posible” no podía basarse sino en la transformación de la realidad económico-social. Mientras el campo siguiera siendo tal como lo descubría Sarmiento, un Rosas estaba siempre agazapado en la pampa o en los llanos. Era esa realidad la que se necesitaba transformar, y los remedios aparecieron como evidentes. Había que organizar —tras la conquista del poder— una política colonizadora de vasto alcance que introdujera nuevas formas de vida, que rompiera con el monopolio de los ganaderos, que afincara a las poblaciones rurales y que modificara sus hábitos. Para lograr estos fines se hacía imprescindible comenzar por una renovación del elemento social mediante un desarrollo en gran escala de la inmigración, para seguir luego con una modificación de las condiciones económicas; esta última, que sólo podía alcanzarse gracias a la introducción de elementos civilizatorios —caminos, vías férreas, puentes, etc.— suponía la introducción también en gran escala del capital extranjero.

A esta modificación radical de la realidad económico-social debía corresponder una modificación del orden espiritual mediante una intensa acción educativa capaz de lograr la elevación del nivel ciudadano de la población. La escuela sería el arma eficaz y decisiva para suprimir definitivamente la ignorancia, y con ella la ingenuidad política y la incompetencia para la percepción de los graves problemas nacionales. La libertad de pensamiento, el desarrollo de la prensa, las bibliotecas, los debates públicos, todo ello debía cumplir una misión fundamental en la transformación política que esta transformación espiritual suponía.

Esa transformación política radicaría, en primer término, en una recta organización del régimen federal, ahogado por el rosismo pero vigente aún en muchos espíritus. Pero radicaría, sobre todo, en una instauración del sentimiento republicano, celosamente defendi-do mediante un robusto aparato estatal.

Estos principios constituyeron el credo de la generación del 37 y triunfaron en Caseros y con la Constitución de 1853. Suponían un afán civilizatorio, y giraban alrededor de las tradiciones que, desde la Enciclopedia, luchaban en el mundo por sobreponerse a todas las añagazas de la reacción. Con ellas se constituyó el país y se lo transformó rápidamente en una nación civilizada. No deben olvidarse.