Si, dejando de lado otras posturas y reacciones, en especial las meramente subjetivas, tratamos de enfrentarnos con la realidad históricosocial que constituye nuestro contorno contemporáneo en una actitud histórica, acaso nos sea dado alcanzar los estratos profundos de nuestro presente y obtener una clave para comprender su compleja y contradictoria fisonomía. La actitud histórica no es ni la única ni la más frecuente de las que se adoptan frente al urgente y apasionante problema del sentido de la realidad circundante. Hay quien prefiere —según cierta irreductible concepción de la vida— aniquilar el presente en la eternidad y atenerse solamente a los criterios que provienen de aquella concepción para juzgar lo efímero de los días del hombre según ciertos valores trascendentales. Y hay quien prefiere exaltar ciertos impulsos primigenios y satisfacerse en la captación de lo inmediato en cuanto ámbito para la acción irreflexiva. Pero la actitud histórica excluye estas dos posiciones, que acaso pudieran llamarse con gran latitud mística la primera y vitalista la segunda. Si una elude el enfoque del presente histórico, la otra lo afronta, pero empobreciéndolo hasta reducirlo a su más superficial imagen. De ambas maneras el conjunto de incógnitas que constituye nuestra realidad inmediata se enturbia más y más y se cubren de vagas nieblas las líneas de coherencia que podrían conducirnos hacia cierta satisfactoria intelección del oscuro cuadro en el que reconocemos nuestra imagen.
Una actitud histórica debe conducirnos ante todo a establecer claramente el alcance de nuestro presente, de lo que es y de lo que no es nuestro presente histórico, o dicho de otro modo, de cuál es la zona del pasado que explica y crea nuestras circunstancias inmediatas y en cuya perspectiva aparece inteligible el proceso en que nos hallamos. Porque el presente histórico no es sino pasado, y no podemos ya captarlo ni desentrañar su sentido sino mediante ciertas operaciones intelectuales. Este esfuerzo ofrece crecida recompensa: la determinación del presente histórico supone en alguna medida una prefiguración del futuro, que sin implicar la profecía —apenas posible por la eminencia de lo contingente— entraña una previsión fundada acerca de los caminos posibles que, bajo diversas contingencias, puede seguir el proceso histórico desencadenado.
Frente al caso especial de nuestro presente histórico, de nuestro mundo contemporáneo, una actitud histórica enseña a no desesperar frente a su fisonomía contradictoria. Prontamente, en cuanto se establecen las líneas que conducen hacia nuestro presente, se advierte que ese conjunto de contradicciones que nos angustian y nos desconciertan no es sino el resultado de la más típica mutación a que asistimos. Las contradicciones no son el accidente, sino la esencia de nuestro tiempo, porque corresponden a las encontradas presencias que constituyen su peculiaridad, a la situación conflictual que se produce entre viejas estructuras, caducas pero supervivientes, y nuevos impulsos creadores insuficientemente expresados todavía.
Entre otras caracterizaciones posibles, juzgo que no sería inapropiado designar a nuestro tiempo como la era de las antinomias. Frente a muchas —o acaso frente a la totalidad— de las interrogaciones fundamentales que puedan proponerse, nuestro tiempo contesta de dos maneras diferentes, generalmente antitéticas. Acaso la más tentadora cuestión que suscita este planteo del problema sea la de cuál es la forma peculiar en que las antinomias parecen tender a resolverse en nuestro tiempo. Pero antes parece necesario señalar cuáles son los planos en que se plantean, tan incompleta y provisional como pueda ser esta enumeración.
Si, como parece indiscutible, el hecho decisivo del mundo contemporáneo es el ascenso de masas, la primera antinomia que se presenta ante los ojos es la que deriva directamente de él, esto es, la antinomia entre la conciencia burguesa y la conciencia revolucionaria. La primera es la resultante de una progresiva deformación de la concepción del mundo y la vida de la burguesía, de acuerdo con la sucesión de circunstancias históricas producidas especialmente desde que aquella clase asume la dirección de la vida económica primero, y política después, especialmente con respecto al ascenso del proletariado, implícito en su propio desarrollo. Precisada en su fisonomía, esquematizada cada vez en mayor grado y finalmente anemizada por la crisis de sus contenidos, la conciencia burguesa se abroquela en ciertas tradiciones y ofrece combate desde allí a la naciente conciencia que se constituye paulatinamente entre los rebeldes de los propios grupos burgueses y los grupos proletarios que progresivamente logran forjar una clara imagen de su situación. Esta conciencia puede llamarse revolucionaria, porque aunque no se refleje sistemática y necesariamente en una actitud de tal tipo, la supone como una consecuencia forzosa; frente a la conciencia burguesa no presenta siempre un perfil preciso, pues se elabora permanentemente y carece de marcos en que organizarse de manera rígida; pero no es por eso menos inequívoca y se trasluce a través de las más insignificantes reacciones con indudable exactitud.
El duelo entre la conciencia burguesa y la conciencia revolucionaria se proyecta sobre la vida económica, social y política de nuestro tiempo con caracteres definidos. Ese duelo es el que, de manera eminente, informa lo que habitualmente se llama la “crisis de nuestro tiempo”, una crisis que se manifiesta en la inestabilidad de todas las estructuras y en la sucesiva corrección de todas las relaciones. En relación con ella están otras antinomias de no menor significación que no son sino el reflejo de aquella inestabilidad producida por las dos concepciones en conflicto.
Así, por ejemplo, se acusa con particular brío la oposición entre dos concepciones del Estado, una que lo concibe como un orden jurídico, y otra que lo imagina como una mera estructura de poder. Como orden jurídico, el Estado no puede ser sino el resultado de un sistema establecido, decantado y sistematizado de relaciones sociales que han encontrado ya sus formulaciones de derecho. Pero si se llevan hasta sus últimas consecuencias los principios de la conciencia revolucionaria, se llega inevitablemente a postular una ruptura de las situaciones tradicionales y, con ellas, de las formulaciones jurídicas en que se apoyan. Para la etapa transitoria de renovación económica, social y política, en detrimento de los grupos que detentan el poder, éste constituye el instrumento necesario de acción, y el Estado no puede ser transitoriamente sino una organización que permita su pleno ejercicio. Cabe decir, sin embargo, que esta antinomia ofrece matices intermedios muy singulares. Así, ciertas formas no extremas de la conciencia revolucionaria suponen la posibilidad de operar la renovación sin ruptura, en tanto que ciertos grupos defensores à outrance de la conciencia burguesa ven en el Estado como estructura de poder el medio de defender con apoyos adventicios sus concepciones tradicionales. Pero esta oscilación entre los términos de la antinomia no hace sino mostrar la fuerza de los términos que se oponen en la conciencia de la época.
Del mismo o semejante origen, y de parejos matices, es la antinomia entre libertad y planificación. Si la libertad no es una palabra, es necesario que se materialice en formas concretas; pero esas formas concretas dependen en alguna medida de ciertas situaciones consolidadas, puesto que afectan al individuo en su relación con la colectividad; y siendo esas situaciones objeto de revisión, parece a quienes aspiran a ella que se torna imprescindible rever también las formas concretas en que se expresaba. La planificación, esto es, el ejercicio controlado por el poder de todas —o parte— de las actividades de la colectividad, resulta así el método necesario para sobreponerse a las dificultades creadas por la revisión de las situaciones y relaciones sociales. Y como en el caso anterior, también en éste caben distingos acerca del alcance de una y otra posición, y caben utilizaciones malévolas de ambas doctrinas. Pero la proporción en que intervengan una y otra en el planteo de los problemas contemporáneos, a partir de las posiciones excluyentes, determina el peculiar enfoque que en cada caso se prefiera con respecto a la llamada crisis de nuestro tiempo.
También está en relación con aquel hecho fundamental ya señalado la antinomia entre la significación eminente del individuo y la significación eminente de la comunidad. En sus formas extremas, las dos posiciones corresponden a lo que podríamos llamar la tesis asociacionista como realidad última, o, por el contrario, la tesis sobre la sociedad, concebida como diferente de la suma de los individuos. La primera posición arrastra, naturalmente, la tradición de las formas reales con que la burguesía acuñó esa doctrina; la segunda, en cambio, muy tonificada por el aporte del romanticismo, se identificó con el nacionalismo y tiende luego a buscar un planteo gregario o colectivista de las sociedades, que anule —o disfrace, según los casos— la tradicional estructura clasista que, desde Marx, se reconoce en las formaciones sociales. Múltiples matices se advierten en la interacción de estos dos puntos extremos en la concepción de los problemas contemporáneos.
Depende también en cierto modo de aquel hecho la antinomia entre nacionalismo y universalismo. Afirmada vigorosamente por el romanticismo, la doctrina de que la humanidad funciona históricamente por grupos identificados por la nacionalidad se defiende de los ataques que surgen por todas partes, algunos provenientes de las doctrinas políticas o sociales y otros provenientes de ciertos hechos de realidad, como el desarrollo técnico. Pero sobre todo se defiende de los ataques que provienen de una formulación clasista —la de Marx— según la cual la humanidad funciona históricamente por medio de grupos identificados por las condiciones económicosociales, esto es, las clases; esta doctrina se ve robustecida por los ya señalados hechos de realidad que tienden a amenguar la significación de las nacionalidades, en cuanto las áreas de la soberanía política no se corresponden con las áreas del desarrollo económico. Por esa y otras vías, una tesis de tipo universalista se esboza sin hallar, por cierto, la posibilidad de formulaciones prácticas que no estén en violento conflicto con las estructuras reales de la época.
Señalemos, finalmente, dentro de la misma dependencia, la antinomia entre la concepción del hombre como socialmente realizable y la concepción del hombre como socialmente irrealizable. Esta última informa sobre todo el espíritu de las minorías, que tienden a retrotraerse frente al ascenso de las masas y no hallan manera de canalizar sus caminos vocacionales en el sentido señalado por el hombre-masa en ascenso. La primera, en cambio, corresponde eminentemente a este último, sea concebido con mero integrante de los conjuntos multitudinarios o como individualidad diferenciada pero capaz de identificarse con esos conjuntos por su adhesión a sus ideales. Tan restringido como parezca el alcance del problema suscitado por esta antinomia, debe pensarse que acaso se esconda en él todo el problema de la perduración y transformación de la cultura, que está inevitablemente unido al de sus portadores.
Desde otro punto de vista, aunque en estrecha relación con todas éstas, no puede dejarse de señalar la significativa antinomia planteada entre racionalismo e irracionalismo, en principio dos concepciones filosóficas, pero ya evidentemente dos criterios inspiradores de otras tantas concepciones de la vida que adquieren viva trascendencia de manera más o menos reflexiva. Porque el irracionalismo no sólo se da adscripto a ciertas formas de pensamiento referido a las posibilidades y alcance del conocimiento, sino también como sistema revalorador de ciertas formas de vida. El irracionalismo supone una concepción de la vida histórica y, en cierto modo, una programática para la acción. Frente a él, el racionalismo —como la libertad— se ve atado a ciertas tradiciones con que se realizó en la historia del pensamiento, sin que, por cierto, le sean propias. Pero en tanto se defiende y se libera, juega con su contrincante y se asocia de diversas maneras en formas transaccionales del pensar que caracterizan muy bien nuestro tiempo.
Este conjunto de antinomias, desde cierto punto de vista al menos, constituye una sugestiva pista para diagnosticar el desarrollo histórico en el que está inserto nuestro tiempo. Porque las relaciones entre ambos términos no son ni pueden ser estáticas; se entrecruzan dando lugar a diversas ecuaciones, pero se insinúa sin ninguna duda cierto desenvolvimiento que lleva a la exaltación de lo que es renovador en detrimento de lo que es tradicional. Los dados están echados. Pero cabe la pregunta: ¿no corresponde ya, en la misma medida en que se lucha por la transustanciación de los ideales renovadores en formas de realidad, luchar por la defensa de lo que no debe ser olvidado? Hay en cada uno de los términos de aquellas antinomias que anuncian su declinación ciertos valores que pueden desprenderse de sus formas caducas y revivir dentro de otras nuevas. Sospecho que es el deber de las minorías intelectuales iniciar ya, en las vísperas del triunfo, esta labor, que siendo su inexcusable deber, contribuye por cierto a que las minorías intelectuales aparezcan como permanentemente insatisfechas.