Brujas entre la frustración y el recuerdo. 1970

De noche, o mejor, entre dos luces, es cuando Brujas adquiere más carácter. Lo que se alcanza a observar se entremezcla con la leyenda que satura el espíritu del observador, y ese heterogéneo conjunto, mezcla de realidad y fantasía, cobra los caracteres de una magia profunda, casi imposible de traducir en palabras. El observador repite esta experiencia una y otra vez, y tarda en comprender el secreto profundo de esa magia. Al fin descubre que la media luz opera en esta extraña ciudad una combinación sincrética de los estilos, en la que el pórtico barroco revela —como quien revela un secreto escondido celosamente— su misterioso parentesco con la ojiva gótica que lo precede en el tiempo y con el artificioso cornisón art nouveau que le sigue. Quizá la clara luz diurna incite a un análisis que desmenuce lo que hay de diverso en cada uno; pero la media luz aproxima a ciertas esencias que se resisten al análisis; y bajo su sugestión se acrecienta el encanto de una ciudad que parece detenida en el tiempo, y que una vez Rodenbach llamó “Brujas, la muerta”.

Desde hace más de un siglo, la sostenida preferencia de los turistas le ha devuelto una suerte de vida. A todas horas, incluso entre dos luces, las calles, las plazas, los muelles de los canales son invadidos por este moderno peregrinaje hacia lo antiguo y hacia lo exótico que se llama turismo, y que no es un fenómeno tan desdeñable como cierto esnobismo esteticista quiere hacernos creer. Brujas, antes privilegio de raros observadores que conocían el encanto plástico de su secular paisaje urbano, ha pasado a ser un bien cultural de vastos sectores, acaso todavía insensibles a los valores recónditos de la ciudad de Rodenbach, pero que legarán a otros su cuota de leyenda para mantener y extender la que la cubre. Guía en mano, los curiosos recorren los rincones y creen ver lo que está escrito que allí se encuentra; pero se engañan; en rigor los envuelve la atmósfera difusa de la ciudad y es siempre la leyenda del conjunto urbano lo que impregna la memoria del desprevenido observador que, sin saberlo, devuelve la vida a la ciudad muerta.

En rigor, el caso de Brujas no es frecuente en ninguno de sus aspectos; ni es frecuente su belleza, ni su tan precoz frustración, ni tampoco la supervivencia de su estructura física y, más aún, la supervivencia de su encanto un poco legendario. Quizá sea el más curioso enigma urbano. Más allá de la nostalgia que hoy la adorna, Brujas plantea un curioso caso entre todos los que ofrece la historia de las ciudades.

Brujas fue una de las ciudades más brillantes y espléndidas de Europa entre los siglos XIV y XV. Era entonces un puerto de mar sobre el Zwyn, en el que un vigoroso señorío se había constituido de antiguo. El burgo era la sede de los señores —donde hoy está la Cancillería—, y muy cerca se levantaba la catedral de San Donaciano, hoy desaparecida. Fue allí donde, al producirse el reavivamiento económico del siglo XI, comenzó a constituirse una pujante burguesía local que muy pronto entró en contacto con la organización comercial de la Hansa germánica; su sede fue la plaza del Mercado, donde se levantan los Halles, a los que siglos después se agregaría el simbólico carillón de las cuarenta y seis campanas. Activa y emprendedora, esa burguesía supo comprender su privilegiada situación geográfica y transformó a Brujas en la etapa intermedia de todo el tráfico hanseático; allí se levantó una factoría en la que se acumulaban los productos del intercambio y muy pronto empezaron a entrar en su puerto los navios de las más lejanas ciudades.

Tan pujante fue esa burguesía que muy pronto aspiró a participar del poder en la ciudad señorial. Una revolución comunal estalló a principios del siglo XII, y el conde Carlos, llamado el Bueno, sucumbió asesinado al iniciarse la lucha por la Comuna. El conflicto fue cruel. La burguesía aprendió en su transcurso cuáles eran sus verdaderos intereses y sus objetivos inmediatos, y consiguió alcanzarlos; por eso logró prontamente imponer su política en la ciudad marítima, que desde entonces se consagró al ejercicio del comercio internacional en una escala que muy pocas ciudades europeas alcanzaron entonces.

La plaza del Mercado fue el centro de la actividad mercantil. A su alrededor, o en sus vecindades, erigieron sus casas los ricos mercaderes, y se erigieron también los edificios de las grandes corporaciones. Pero lo que dio un carácter más singular a la ciudad fueron las residencias que hicieron levantar los comerciantes extranjeros —luqueses, florentinos, alemanes, portugueses, españoles—, generalmente agentes de poderosas casas comerciales de sus respectivas ciudades y países que operaban en Brujas. Fue Brujas entre los siglos XIV y XV una ciudad internacional por excelencia, y en ella no sólo se cruzaban las líneas del tráfico marítimo del Atlántico y del Mediterráneo, sino que se cruzaban también las ideas y las modas, los gustos y las influencias, que a través de ella se difundían en ese vasto mundo urbano que las burguesías estaban creando en este momento singular.

Fue por entonces que Brujas se transformó en uno de los grandes centros artísticos de Europa. Vinculada al ducado de Borgoña recogió —como todas las ciudades flamencas— la herencia del gran experimento plástico que allí empezó a hacerse; y fue Memling —el maestro Hans— el que, al radicarse en Brujas, otorgó a la ciudad el rango supremo de la pintura durante los últimos decenios del siglo XV. Hoy se conservan en la ciudad algunas de sus obras maestras, reunidas en el Hospital de San Juan; y allí se contempla, al lado de la urna de Santa Ursula con sus inimaginables miniados, ese Matrimonio místico de Santa Catalina en cuya tabla principal pintó Memling una sutil vista de Brujas enmarcada en la casi fantástica luz flamenca.

Quizá fue esa época —la de los años de la permanencia de Memling— la edad de oro de Brujas. La ciudad de la rica burguesía internacional fue corte de los duques de Borgoña, celosos de su refinamiento y de su lujo. Allí se celebraron, en 1468, las bodas del duque Carlos el Temerario con Margarita de York, tan fastuosamente que el cronista Olivier de la Marche necesitó muchas páginas para describir las fiestas que se organizaron. Todos los pintores de la ciudad —y de las ciudades vecinas— fueron convocados para decorar los ambientes donde se celebraron las ceremonias. Y tanto los cortesanos como los burgueses participaron en ellas en medio de un extraordinario alborozo que revelaba la prosperidad de la ciudad.

Pero la prosperidad de la ciudad estaba amenazada, y muy poco después se cumplió la amenaza. El brazo por el que Brujas salía a los mares comenzó a cegarse y la poderosa burguesía vio comprometida su actividad. Los navios empezaron a detenerse en L’Écluse y en Damme, pero ya no era lo mismo. Las mercancías debieron ser transbordadas, y el tráfico comenzó a desviarse de Brujas. Era una fatalidad insuperable. La ciudad que había vencido tantas veces a la naturaleza, que había construido innumerables canales y se había sobrepuesto al duro clima, nada podía hacer —aunque lo intentó— contra esta traición del mar que había sido su aliado. Los agentes de las grandes casas extranjeras comenzaron a abandonar la ciudad, y la burguesía local vio disminuir el volumen de los negocios. Entonces empezó la declinación que se acentuaría con los años.

El papel que la burguesía de Brujas desempeñaba en el mar del Norte fue heredado por la burguesía de Amberes, primero, y por la de Amsterdam, después. Brujas vio frustrarse su destino cuando estaba en el punto más alto de su esplendor. Y testimonio de esa frustración prematura fue la supervivencia de una ciudad espléndida, amorosamente edificada y amorosamente vivida, pero cuya vida empezó a languidecer por debajo de su superviviente estructura física. La plaza del Mercado, antes emporio internacional, comenzó a alojar un modesto comercio local, y las viejas moradas de los orgullosos burgueses empezaron a recubrirse de esa tristeza nostálgica que aún conservan.

Desde entonces, Brujas vive entre la frustración y el recuerdo. Quedan sus canales, sus iglesias, sus monasterios —como el indescriptible Beguinage—, sus casas; pero su misma presencia sirve al mismo tiempo para avivar el recuerdo y para testimoniar la frustración. La nostalgia impregna la ciudad en que la vida, antes tan brillante, discurrió luego, durante siglos, opaca y desesperanzada.

El recuerdo es el de la ciudad gótica: con su inconfundible escala, su trazado, su estructura, su edificación. Todo lo que se agregó después fue absorbido por la ciudad gótica, que atrajo hacia sí la fisonomía del barroco y del neogótico. Y lo que trasunta la ciudad muerta es la frustración de la ciudad gótica, apenas alterada por la inclusión de construcciones sustitutivas erigidas después. Es por la ciudad gótica que discurre el viajero de hoy, que no siempre acierta a explicarse la singular fisonomía de la ciudad que lo aloja. Quizá por eso es entre dos luces cuando la comprende mejor: cuando los estilos se resumen en los rasgos predominantes de la ciudad, cuando se puede suponer que, al día siguiente, al retornar la claridad, despertará la vida que comenzó a declinar hace cinco siglos sin que, empero, haya desaparecido el testimonio de la creación de aquellas burguesías orgullosas y emprendedoras que hicieron su grandeza.

Hoy parece que volverá la vida a la vieja Brujas. No sólo la vivificará la ola de los turistas presurosos, sino también la localización de nuevas industrias en su área de influencia. ¿Qué será de Brujas? Acaso un día la rodee una ciudad moderna, y el casco antiguo perdurará como testimonio silencioso de un pasado esplendor interrumpido durante largos siglos.