Cambio social, corrientes de opinión y formas de mentalidad, 1852-1930. 1966

El intenso cambio económico-social que se operó en la Argentina a partir de las décadas que siguen a la batalla de Caseros (1852) fue el resultado de diversos factores. Por una parte, fue una respuesta a las perspectivas que abrían los mercados europeos, transformados como consecuencia del desarrollo industrial; pero por otra, fue la consecuencia de la sustitución de una minoría dirigente, empeñada en la defensa tenaz de una estructura tradicional, de origen colonial y desproporcionada con las posibilidades del país, por otra minoría que había madurado en la oposición política, en el análisis de la situación nacional y en el examen de las variaciones que se operaban en Europa y en los Estados Unidos. Tanto aquel análisis como este examen fueron hechos —como lo hacían, por lo demás, los doctrinarios europeos— a la luz de un cierto sistema de ideas. Para la minoría argentina, ese sistema de ideas tenía no solo el prestigio de su origen europeo y de su modernidad sino, además, la garantía del éxito, pues se lo consideró inseparable del progreso técnico que se advertía en los países civilizados. Llegada al poder después de la derrota de Rosas en 1852, esa minoría impuso sus puntos de vista, desencadenó audazmente una política de cambio económico-social y se enfrentó, naturalmente, con las consecuencias de su acción.

Así, a la promoción del cambio, por una parte, y a la evolución de sus consecuencias, por otra, correspondieron ciertas corrientes de opinión en las minorías predominantes. Pero a esas corrientes de opinión, como era inevitable, respondieron otras. Primero, de los sectores pasivos que manifestaron una fuerte resistencia al cambio; luego, de los diversos grupos que surgieron de la acentuada y rápida diferenciación social que el cambio produjo.

El objeto de este estudio es analizar esas corrientes de opinión. En primer lugar, se examinarán aquellas que corresponden al desencadenamiento del cambio (antes de 1880); en segundo lugar, las que surgen al calor de los fenómenos de cambio que, naturalmente, fueron muy complejos y escaparon al control de quienes los habían desencadenado (de 1880 a 1910); y en tercer lugar, las que predominan al producirse el primero de los momentos de reajuste y estabilización (de 1910 a 1930).

Antes de 1880

El período que transcurre entre 1862 y 1880 constituye una etapa trascendental en el desarrollo de la Argentina. Para la historiográfica tradicional, ha sido el período de “la organización nacional“, esto es, de la liquidación de los problemas suscitados a partir de la independencia, en 1810, y del ordenamiento de la vida nacional dentro de un cuadro institucional vigoroso y estable. Para nosotros, su trascendencia consiste en que, precisamente cuando se constituye ese cuadro institucional que organiza la nación, se desencadena un cambio estructural que altera sus supuestos.

Se advierten, en efecto, dos tendencias bien definidas, no necesariamente contradictorias, desde el punto de vista de la acción, pero sin duda divergentes y capaces de producir efectos muy diversos. Por una parte, se cierran ciertos problemas tradicionales; pero, por otra, se abren otros de mucha mayor envergadura que introducen gravísimas tensiones dentro del cuadro institucional.

SITUACIONES Y GRUPOS DE OPINIÓN

Desde el punto de vista político, la situación del país después de la batalla de Caseros parece ser de ruptura instantánea y violenta. No lo es, sin embargo, sino en parte. El equipo triunfante en 1852 es heterogéneo, y solo en Buenos Aires se advierte un grupo radical. El resto es ligeramente conciliador, no con el régimen político derrocado, pero sí con las situaciones subsistentes en las diversas provincias. Estas actitudes corresponden al proceso operado en el país desde 1810 y condicionan las respuestas al interrogante que abre la caída de Rosas.

La revolución que había dado origen a la independencia —prácticamente ya en 1810— tuvo su centro en Buenos Aires y se irradió con bastantes dificultades hacia el resto del Virreinato del Río de la Plata. Fue un movimiento de las burguesías urbanas, cuya mentalidad había adquirido una fisonomía singular al calor de los cambios económicos e ideológicos de la segunda mitad del siglo XVIII. Pero, pese a los cambios de mentalidad, esa burguesía urbana conservaba la actitud básica de los grupos urbanos españoles que habían hecho la colonización. La ciudad era un baluarte europeo en medio de la barbarie, y solo en ellas se desarrollaba un estilo de vida civilizado, capaz de encuadrar la actividad política. La actitud colonizadora se había perpetuado, adquirió más firmeza —y más estrechez de miras, al mismo tiempo— a medida que crecía la burocracia colonial, y no llegó a ser sobrepasada totalmente por quienes recibieron la influencia de la fisiocracia.

A causa de esta concepción eminentemente urbana de la colonización, el desarrollo de las áreas rurales fue libre y espontáneo. Se formó allí una sociedad sui generis, cuyos miembros crearon un modo de vida apropiado a sus necesidades y posibilidades. Era, sin duda, una sociedad no política, que solo entraba en relación con el orden político y administrativo —vigente en las ciudades— de manera ocasional y bajo la forma de presiones esporádicas que la distancia y la despoblación neutralizaban. A fines del siglo XVIII, esas poblaciones rurales comenzaron a ponerse de manifiesto y a gravitar cada vez más sobre las ciudades. Félix de Azara, entre otros, advirtió su presencia y procuró comprender su idiosincrasia. La ciudad —y Buenos Aires especialmente— recibió las primeras influencias a través del habla rural —de los gauderios o gauchos— y conoció a estos cada vez mejor a través de los mataderos y saladeros. Era una población que crecía en importancia económica a través de la relación patrón-peón, pero que era ajena a la vida civil y política.

Esta situación cambió esencialmente después de la revolución. Las poblaciones rurales aparecieron en la escena y, con su apoyo, los grupos productores rurales exigieron un reajuste de la participación política. El resultado fueron las guerras civiles y el régimen de la Federación. No corresponde explicar aquí este proceso, pero basta señalar que las minorías urbanas perdieron influencia en casi todas partes, aun cuando en Buenos Aires la conservara gracias al puerto y a la aduana; pero aun en ella se operó un cambio importante, pues quedó desplazada la burguesía progresista.

La época de las guerras civiles y la Federación (1820-1852) significó un ascenso y predominio de la mentalidad rural y tradicionalista. El poder político estaba en todas las provincias en manos de grupos que podían caracterizarse por tal mentalidad y que, puesto que poseían la tierra, poseían también el control directo e indirecto de todas las actividades económicas. Solo Buenos Aires poseía una burguesía urbana significativa, cuyos sectores superiores, vinculados a las actividades agropecuarias y a su comercialización, estaban en estrecha relación con el poder político.

Ya cerca de la mitad del siglo, algunos de los grupos provincianos comenzaron a manifestarse sensibles a ciertas influencias diferentes. En la región litoral, los estancieros entrevieron nuevas posibilidades de exportación en relación con las demandas europeas y procuraron adecuarse a esa situación. Pero Buenos Aires constituía un obstáculo, pues controlaba la aduana y vedaba la libre navegación de los ríos interiores por donde esos productos podían salir al exterior. Fueron esos grupos provincianos los que comenzaron a acercarse a los grupos de emigrados de Montevideo y comenzaron a revisar sus opiniones. Los grupos de emigrados eran, generalmente, antiguos “unitarios”, en principio partidarios de un régimen centralista de gobierno, pero sobre todo representantes de una mentalidad burguesa y liberal. Enemigos políticos de Rosas, algunos de ellos rechazaron cualquier aproximación a quienes parecían compartir su política; otros, en cambio, aun manteniendo sus posiciones radicales en materia económica, social y política, trataron de influir sobre aquellos representantes de la mentalidad tradicional a quienes la situación empujaba hacia una apertura.

Tres tipos de mentalidad se vislumbran, pues, fundamentalmente al producirse la batalla de Caseros. En primer término, la mentalidad tradicional, de raíz colonial y apoyada en las líneas de la reacción absolutista posterior al Congreso de Viena, sustentada por vastas masas en las que se apoyaba una minoría rural poderosa. En segundo lugar, una mentalidad transaccional sustentada por un grupo disidente del anterior a partir del momento en que descubren nuevas perspectivas. Y en tercer lugar, una mentalidad liberal burguesa, sustentada activamente por grupos emigrados pero compartida pasivamente por pequeños grupos urbanos residentes en el país, aunque marginalizados por el régimen vigente. Estos tres grupos y estas tres actitudes se encontrarán frente a frente a partir de Caseros y rivalizarán por fijar el rumbo del país.

EL ENFRENTAMIENTO DE LOS GRUPOS TRANSACCIONALES Y LOS GRUPOS LIBERALES BURGUESES

Desde 1852 hasta 1862, los grupos transaccionales y los grupos liberales burgueses sostuvieron puntos de vista diferentes e inconciliables sobre la solución que debía darse a los problemas tradicionales del país.

Los grupos transaccionales garantizaban el apoyo de los grupos rurales provincianos al nuevo régimen, lo cual les daba una gran fuerza, pero los obligaba también a mantener una actitud cauta. Sensibles a los puntos de vista de la minoría progresista —burguesa y liberal—, los habían asimilado, sobre todo, porque coincidían con la política económica que convenía a la región donde el grupo transaccional había aparecido: el litoral. Pero no podían transformarse en defensores incondicionales de esos puntos de vista sin poner en peligro el apoyo de los grupos rurales provincianos y, eventualmente, sin situarse en posición de inferioridad frente a la minoría progresista, más coherente y radical.

En la situación de predominio que les otorgó la victoria (puesto que su principal representante, el general Urquiza, era el vencedor y jefe del ejército triunfante) asumieron la defensa de los intereses provincianos frente a Buenos Aires y trataron de contener la influencia de los grupos progresistas, no en cuanto tales sino como representantes de los intereses de Buenos Aires.

Los grupos progresistas, a diferencia de los grupos transaccionales, carecían totalmente de compromisos políticos y, sobre todo, de responsabilidades efectivas, fuera de las que Urquiza quisiera otorgarles. Su radicalismo se acentuó en la medida en que se observaba cierta reticencia de los grupos transaccionales. Y así como estos asumieron la defensa de los intereses provincianos, los grupos progresistas asumieron la defensa de los intereses de Buenos Aires.

De este modo, el más grave de todos los problemas suscitados por la Revolución de 1810 —el de las relaciones entre Buenos Aires y el interior del país— volvió a plantearse con caracteres semejantes a los que había tenido en 1820. Y otra vez, la respuesta fue la secesión: Buenos Aires se separó del resto del país.

Una diferencia fundamental había, sin embargo. El grupo transaccional no retrocedió de sus posiciones transaccionales. Se mantuvo firme en ellas y no opuso a los grupos progresistas un retorno a la vieja mentalidad rural. Por el contrario, aceptó el punto de vista elaborado por los grupos progresistas y de acuerdo con él echó las bases de un orden institucional, consagrado en la Constitución de 1853.

En adelante hubo, pues, un enfrentamiento de hecho. Los grupos progresistas de Buenos Aires se dividieron entre los que querían consumar la secesión definitiva y los que, admitiendo que el nuevo orden constitucional coincidía con sus principios generales, aspiraban a reintegrar a Buenos Aires al conjunto nacional.

Fueron estos últimos los que predominaron en Buenos Aires y los que finalmente impusieron su punto de vista. A partir de 1862, el país quedó unificado. Los grupos progresistas de Buenos Aires se impusieron a los grupos transaccionales, y su representante, Bartolomé Mitre, fue elegido presidente, dentro del orden institucional que los grupos transaccionales habían establecido en la Constitución de 1853.

EL PREDOMINIO DE LOS GRUPOS PROGRESISTAS

Desde 1862 en adelante predominaron los grupos progresistas. Sin embargo, tal predominio tuvo matices muy importantes. Al principio, predominaron los grupos típicamente burgueses y liberales de Buenos Aires, a quienes les tocó enfrentar la oposición de la mentalidad tradicionalista manifestada a veces como una mera resistencia pasiva al cambio y a veces como una resistencia activa, polémica y que en ocasiones apeló a la fuerza. Pero a medida que impuso sus tendencias, atrajo hacia ellas a grupos originarios del interior, los que, al aceptarlas, las adecuaron en alguna medida a la receptividad que hallaban en el seno de sus sociedades locales. La oposición fue, finalmente, aniquilada; pero hacia 1880, los grupos originarios del interior consiguieron predominar e impusieron una nueva forma de mentalidad transaccional. En ella, el componente tradicional era mucho más débil que en la mentalidad transaccional de 1852.

Entre 1852 y 1862, los grupos transaccionales y los grupos progresistas de la burguesía liberal disputaron sobre la solución que debía darse a los problemas heredados de las cuatro décadas anteriores. Desde 1862, las soluciones fueron definiéndose cada vez más. Dentro del límite de los principios fijados por los grupos transaccionales —que habían cristalizado en la Constitución de 1853— los grupos progresistas fueron ejecutando esas soluciones metódicamente, extremando acaso las decisiones. Pero el programa de acción fue el que había dado la Constitución de 1853.

En general, en la mayoría de los problemas no se plantearon sino cuestiones de hecho, porque la Constitución amparaba en alguna medida la posición radical de los grupos progresistas. Solo el problema de las relaciones entre Buenos Aires y el interior del país replanteó polarizaciones de la opinión en términos agudos. La discusión giraba alrededor de si la ciudad de Buenos Aires —su puerto y su aduana— debía estar dentro de la jurisdicción de la provincia de Buenos Aires o dentro de la del gobierno federal. Un sector, conocido como “nacionalista”, era partidario de la federalización; otro, conocido como “autonomista”, se oponía. El “autonomismo” se convirtió en un movimiento popular y hacia él se canalizaron las fuerzas políticas que habían apoyado a Rosas; el “nacionalismo”, en cambio, aglutinó a las clases medias más cultas. El problema no fue resuelto hasta 1880 y hasta entonces provocó repetidos brotes de tensión. La última fue la revolución bonaerense de 1880, pero ya para entonces había predominado la idea de que era inevitable la federalización de Buenos Aires y así lo resolvió el Congreso nacional y lo admitió la legislatura provincial. Todo el período está caracterizado por una fuerte tensión entre provincianos y “porteños”, que solo comenzó a ceder a medida que el funcionamiento de las instituciones fue otorgando cada vez más el control político a las mayorías provincianas.

Los grupos progresistas eran de remota tradición unitaria y habían transigido con los principios del federalismo como un precio que se debía pagar para asegurar la existencia de la nación unida. Precisamente, la idea de la Argentina como una nación unida había sido el supuesto esencial del viejo unitarismo y había resurgido después de Caseros como pivote del pensamiento político de la burguesía liberal. Aun en la época en que la provincia de Buenos Aires estuvo separada de la Confederación Argentina, esta idea no había dejado de ser sustancial. Al tratarse la constitución del Estado de Buenos Aires en 1854, Mitre había afirmado que “hay una nación preexistente”, y frente a la insurrección provincial de 1880 el presidente Avellaneda declaró que “no hay dentro de la nación nada superior a la nación misma”. Esta convicción básica determinó toda una línea de la acción de la burguesía liberal cuando llegó al poder.

Esa línea fue la de afianzar el ordenamiento institucional de la nación, que, en rigor, era entonces solo una virtualidad. La nación fue constituida, casi creada, como consecuencia de aquella convicción. Si como político y estadista trabajó Mitre por proveer a la nación de todos sus órganos políticos y administrativos, como historiador procuró crear, bajo la influencia del romanticismo, la imagen de un destino nacional que desde el pasado se proyectaba hacia el futuro.

La burguesía liberal constituía un conjunto homogéneo, tanto por la formación ideológica de sus miembros como por las expectativas que tenía como clase. Fue, pues, solidaria, y trabajó para proveer a la nación de todo el aparato de poder que necesitaba. Se dictaron las leyes fundamentales y se redactaron los códigos; se organizó el ejército nacional y se suprimieron las milicias provinciales; se echaron las bases de las finanzas nacionales y su administración; se organizó la justicia y se fijaron cuidadosamente las relaciones entre el Estado nacional y los poderes provinciales; se aniquiló el poder de los indios y se incorporaron a la producción vastas extensiones de tierra. En lo fundamental, toda esa obra fue cumplida antes de 1880. Para esta fecha, el Estado nacional contaba con los recursos necesarios para asegurar su autoridad suprema y había alcanzado un vigor irrevocable. Por eso ha podido considerarse que la obra fundamental del período fue la “organización nacional“.

La creación del Estado nacional y su ordenamiento institucional no fue, empero, el único cauce de las opiniones de los grupos progresistas. Cuando alcanzó el predominio en la vida política se advirtió que, entrecruzada con aquella preocupación, había otra no menos importante o acaso más importante aún en el fondo de su pensamiento. La organización nacional no parece haber sido un fin en sí mismo, sino un medio para promover un cambio económico-social meditado desde mucho tiempo atrás.

El sector activo y militante de los grupos progresistas se había constituido en la lucha contra Rosas y la Federación. Pero en tanto que algunos unitarios de mentalidad rígida vieron en el rosismo un fenómeno político y un caso personal de vocación tiránica, otros comenzaron a ver en él un resultado de una situación económico-social. Bajo la influencia de las ideas del romanticismo social y de la historiográfica romántica, pusieron sus ojos en los fenómenos sociales. De allí nació un diagnóstico de la situación, fundado en el análisis y la evaluación de las relaciones entre vida urbana y vida rural, de las actitudes y tendencias de las clases populares, de las relaciones entre masas y élites, y de la gravitación del ambiente geográfico y las relaciones económicas sobre los distintos sectores sociales del país. Este diagnóstico se elaboró lentamente. Ciertos libros orgánicos y ricos en doctrina contienen los elementos fundamentales: el Fragmento preliminar al estudio del derecho, de Juan Bautista Alberdi (1837), el Dogma socialista, de Esteban Echeverría (1839), y el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento (1845). Todos escritos al calor de la lucha política, son verdaderas inducciones de la realidad, aunque elaboradas a través de las ideas en boga en la literatura sociológica europea contemporánea. Pero además de estos conjuntos orgánicos de observaciones e interpretaciones, hubo innumerables observaciones esporádicas, que contribuyeron a formar una corriente de opinión vigorosa. En la discusión de los vaivenes de la política y, sobre todo, en el examen del fracaso, para muchos inexplicable, de las sucesivas rebeliones contra Rosas, el sistema interpretativo fue afinándose hasta componer un cuerpo coherente.

A ese diagnóstico acompañó y siguió un sistema de soluciones. Partiendo de la solución de facto—esto es, la destrucción del poder de Rosas— se inició la indagación de cómo debía encauzarse luego la vida del país no solo para que no volviera a repetirse un episodio semejante, sino también para que el país entrara en la vida de lo que Sarmiento había puntualizado como la otra opción que se ofrecía: la civilización. Ahora bien, la civilización era, para la generación romántica, la forma y el contenido de la vida europea. El sistema de soluciones debía, pues, girar alrededor de la idea de europeizar al país e incluirlo en la red de la economía y la cultura europeas.

Se trataba, pues, de promover un cambio sustancial. Poblar el desierto suponía alterar la estructura demográfica, social y cultural del país. Robustecer la vida urbana, modificar las formas de la economía rural, crear nuevos sistemas de comunicaciones e introducir todos los dispositivos necesarios para europeizar las formas de vida significaba abrir un interrogante sobre el futuro, puesto que se alteraban las formas de la acción social al tiempo que se alteraba el sujeto de esa acción. Una confianza absoluta en que se obtendría en esas condiciones un éxito semejante al que se había obtenido en los diversos países europeos y en Estados Unidos movió a los grupos progresistas a desencadenar aceleradamente el cambio. Podía descontarse la resistencia de los grupos tradicionalistas, pero no pareció un obstáculo serio sino, por el contrario, un aliciente para acelerar el proceso de su neutralización o, eventualmente, su aniquilamiento. En rigor, los grupos progresistas adoptaron la actitud propia del despotismo ilustrado.

El cambio se desencadenó a través de una decidida política inmigratoria y una política, no menos audaz, de promoción de inversiones y préstamos extranjeros. Estas dos líneas fueron impulsadas simultáneamente y con pareja intensidad. Resultados visibles fueron alcanzados en plazos brevísimos y se los juzgó satisfactoriamente: acrecentamiento de la población, desarrollo de nuevas actividades agrícolas, incremento del monto del comercio exterior con franco superávit para las exportaciones, modernización de las formas de vida, progreso urbano. A la organización nacional acompañaba una apertura inédita.

LOS GRUPOS TRADICIONALISTAS FRENTE A LA organización nacional Y AL CAMBIO ECONÓMICO-SOCIAL

La triple acción de los grupos progresistas predominantes —solución de los problemas heredados, ordenamiento institucional y promoción del cambio— obtuvo el consentimiento de los sectores ilustrados de clase media urbana, pero debió enfrentar un fuerte sentimiento de resistencia por parte de los grupos rurales y por parte de quienes por una u otra razón asumieron su representación.

El signo más visible fue la aparición de un fuerte sentimiento xenófobo. El inmigrante fue menospreciado por el criollo, especialmente en las áreas rurales, y sus formas de vida subestimadas. Como el inmigrante recibió cierta protección —quizá solamente la que necesitaban como seres humanos— el criollo consideró que la ley —la ley impuesta por los gobiernos progresistas— era un simple instrumento de opresión. Las poblaciones criollas desarrollaron cierto resentimiento, no solo contra los inmigrantes, sino contra los gobiernos que los atraían. Era, en principio, resentimiento contra ciertas formas de actividad económica desusada: por ejemplo, la agricultura, el cultivo de huertas o el tambo. Luego, resentimiento contra la explotación de los intermediarios. Y luego, contra las nuevas formas de vida y contra el orden jurídico que poco a poco se consolidaba.

A este resentimiento acompañó una progresiva idealización del tipo tradicional del criollo y de sus virtudes. José Hernández y Eduardo Gutiérrez —en el Martín Fierro o el Juan Moreira— respondieron a ese sentimiento. Y en ocasiones, el resentimiento derivó hacia una resistencia, pasiva unas veces y activa otras, contra el poder del Estado nacional. Las insurrecciones fueron escasas pero muy enérgicas. La eficacia del nuevo dispositivo estatal pudo neutralizarlas. La actitud de estos grupos rurales explica su escasa participación política durante este período.

De 1880 a 1910

Desencadenado el cambio económico-social, sus efectos comenzaron a multiplicarse, no solo a causa de la atracción que ejercía el país sobre ciertos sectores europeos —tanto para la emigración como para la inversión— sino también a causa de la creciente seguridad que ofrecía en la medida en que se afianzaba la organización del Estado nacional. Esa multiplicación de los efectos económicos y sociales deparó poco a poco, a partir de 1880 aproximadamente, situaciones tan complejas como imprevistas. El proceso fundamental seguía su curso —crecimiento de la población, expansión de la producción agropecuaria, modernización del equipamiento del país—, pero los grupos promotores y el gobierno comenzaron a perder su control. Los epifenómenos surgieron a la vista: especulación, inflación, interferencias políticas, crisis financieras, inadecuación de los grupos inmigrantes, insularización de las colectividades, etc. Tales epifenómenos amenazaban el éxito del proceso fundamental.

SITUACIONES Y GRUPOS DE OPINIÓN

La situación no solo se hizo contradictoria, sino incoherente. El crecimiento general de la riqueza era notorio y provocaba una euforia general; pero su distribución azarosa, como correspondía a una perspectiva abierta y al parecer ilimitada, originó la formación de grupos diversos. Cada uno de ellos —y sobre todo los subgrupos, que reaccionaban según su propia experiencia en fenómenos de ritmo acelerado— no solo elaboró un tipo peculiar de comportamiento social, sino que elaboró también una subimagen del país —dentro de la generalizada imagen de optimismo económico— y un sistema de opiniones sobre su presente y su futuro.

Localizada la inmigración preferentemente en la región litoral, en el resto del país se acentuó la situación de inferioridad económica. Allí, naturalmente, la condición de los grupos populares criollos no solamente no mejoró sino que involucionó desfavorablemente, sobre todo en términos comparativos. Donde aparecieron o se desarrollaron actividades productivas con mano de obra criolla (obrajes, yerbatales, explotaciones de tanino, azúcar) las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores criollos empeoró. En cuanto a la región litoral, los grupos populares criollos siguieron vinculados a la producción ganadera, en tanto que se mantuvieron ajenos a la producción agrícola. Fueron también ajenos, en general, a la actividad comercial, desde las primarias y locales hasta las más complejas y metropolitanas.

Los contingentes de inmigrantes —preferentemente italianos y españoles— llegaron a la Argentina como consecuencia de una intensa propaganda estatal y, a veces, de la gestión de empresarios privados. La decisión de radicarse se fundaba en la seguridad adquirida de que había inagotables fuentes de trabajo, pero solo en contadas ocasiones hubo destinos preestablecidos para los contingentes inmigratorios. Así, los grupos inmigrados se caracterizaron por cierta tendencia a la aventura, puesto que sabían más de la ausencia de perspectivas en su lugar de origen que de las posibles perspectivas en el lugar hacia donde se dirigían. Vastos sectores se dedicaron a la agricultura como braceros o arrendatarios. Otros se establecieron en las ciudades y se dedicaron a ejercer distintos oficios, unos especializados, pero los más a ocupaciones no especializadas. Otros, finalmente, al pequeño comercio. La aventura fue estrictamente individual. A partir de ese comienzo, los destinos fueron variados. Algunos retornaron a su lugar de origen, con más o con menos de lo que habían traído; otros permanecieron en sus ocupaciones primeras fluctuando dentro de pequeñas variantes en cuanto a éxito económico y social; otros, finalmente, ascendieron a ritmo diverso y en diversa medida.

Los inmigrantes que ascendieron —o los pocos que llegaron con un oficio muy solicitado, una profesión liberal o algún capital para establecerse comercialmente— constituyeron una naciente clase media de caracteres imprecisos. En la primera generación de inmigrantes el ascenso se produjo por compra de tierra e incremento de la producción, por evolución comercial y en menor escala por especulación. Al éxito económico acompañó un ascenso social. A partir de la primera generación de hijos de inmigrantes, el ascenso se buscó a través de las carreras profesionales, del comercio y de la burocracia. También se buscó a través de matrimonios que emparentaron la naciente clase media con la pequeña clase media tradicional y ocasionalmente con la clase alta. La política comenzó a ser utilizada también.

Fue característica de estas nuevas clases medias —como en otros casos bien conocidos— una extraordinaria movilidad y una gran diferenciación de grupos.

Descendientes y herederos de los grupos progresistas que habían desencadenado el cambio, las minorías tradicionales continuaron su política pero perdieron el control del proceso. Los resultados que estaban a la vista eran contradictorios: los objetivos fundamentales se estaban cumpliendo, pero la atmósfera general del país se había hecho confusa y al parecer incontrolable. Sobre todo en las regiones de afluencia inmigratoria, las minorías tradicionales, aun conservando el poder político, quedaron distanciadas de las clases populares. Su retracción fue inevitable y comenzaron a adquirir los rasgos de una oligarquía cerrada e incomunicada. En las regiones que habían quedado al margen del aluvión inmigratorio, por el contrario, conservaron su ascendiente social sobre las clases populares criollas y configuraron un grupo tradicionalista en el seno de la clase dirigente así escindida.

LAS TENDENCIAS DE LOS GRUPOS POPULARES criollos

Los grupos populares criollos fueron los que sufrieron el más profundo impacto como consecuencia del predominio de los grupos progresistas. Su actitud fue distinta —dentro de pequeños márgenes— en tres áreas del país.

En las regiones que se mantuvieron al margen del proceso de cambio —esto es, que no tuvieron inmigración, ni obras de fomento ni fuertes inversiones de capital— la posición y las actitudes de los grupos populares criollos se mantuvieron estables, aunque su posición se deterioró aún más por factores secundarios. Mantuvieron allí su adhesión a los valores, a las formas de vida y a los principios de participación política tradicionales. El deterioro provino de que, cualquiera fuera el grado de desarrollo local, las minorías tradicionales, propietarias de la tierra, robustecieron aún más su poder al calor del crecimiento del poder del Estado. Los grupos populares criollos constituyeron la clientela política de los que tenían derecho a ejercer las funciones públicas: todos ellos adquirieron fisonomía de “caudillos” políticos de mayor o menor envergadura, apoyados en estas relaciones de dependencia social y económica que controlaban. Los grupos populares criollos acentuaron su posición de dependencia, su marginalidad política, su escasa significación social.

En las regiones sometidas al proceso de cambio la situación varió de dos maneras diferentes. Hubo regiones en las que el cambio se manifestó sobre todo en el incremento de capitales y de la actividad productiva, sin que hubiera importante aflujo inmigratorio. Tal fue el caso de las regiones del norte donde se desarrolló o se intensificó la producción industrial —o semiindustrial— del azúcar, la yerba mate, el tanino, la madera. Allí, las inversiones de capital produjeron la aparición de un tipo de empresa aparentemente moderna por el tipo de producción, pero que se montó sobre la base del uso de una mano de obra sometida y explotada en términos casi de servidumbre. La fatiga, la desnutrición, las enfermedades, el alcoholismo, redujeron las posibilidades sociales de esos grupos criollos, cuya marginalidad fue extremándose. Por otra parte, hubo regiones en las que el cambio se manifestó no solo a través de fuertes inversiones de capital y de importantes obras de fomento, sino también a través de la aparición de grupos inmigrados y de nuevas formas de producción. Tal fue el caso del área litoral, donde surgió un vasto desarrollo de la actividad agropecuaria. En las explotaciones ganaderas los grupos populares criollos mantuvieron su posición dentro de un régimen patriarcal y conservaron su mentalidad tradicional: el culto al coraje, a la pericia en los trabajos de campo, considerados en cierta manera dentro de una concepción deportiva. Pero socialmente, el régimen patriarcal mantuvo la marginalidad política de los grupos populares criollos, excepto en la indirecta participación que ofrecía el apoyo al patrón o al caudillo local. En las áreas donde se desarrolló la actividad agrícola, casi exclusivamente en manos de inmigrantes, hubo unas veces adecuación e incorporación a la concepción económica del inmigrante y otras veces marginalidad y, naturalmente, descenso económico y social. Pero en ambos casos se advirtió poca participación política y un fuerte escepticismo.

LAS TENDENCIAS DE LOS GRUPOS INMIGRADOS

Instalados preferentemente en las zonas aptas para la agricultura y para el desarrollo de un activo comercio, los grupos inmigrantes no tuvieron una fuerte tendencia a operar en regiones inciertas. Algunos lo hicieron, pero no constituyen el caso típico. Esta tendencia predominante corresponde a las actitudes fundamentales del grupo.

La motivación económica fue fundamental en los grupos que emigraron de Europa. A la imagen de su lugar de origen como un área sin perspectivas, contrapusieron la imagen de la Argentina —o de otro lugar de América— como un área de perspectivas inagotables. En consecuencia, al incorporarse a la sociedad argentina, el grupo inmigrante estableció como objetivo fundamental y en cierto modo excluyente el de acumular sus ganancias. No se trataba solamente de conseguir mejores jornales o salarios: se trataba de acumular ganancias para constituir cuanto antes un capital. A veces, el inmigrante pensaba en volver con ese capital a su lugar de origen, y en ese caso, mayor tenacidad se aplicaba a la conquista de la ganancia, para acortar el plazo del desarraigo. Pero aun si no pensaba en volver, igualmente el esfuerzo era tenaz y excluyente. Ganar lo más posible y ahorrar lo más posible eran principios fundamentales: de donde resultaba la norma de gastar lo menos posible, y esto caracterizaba un modo de vida.

En el orden de la producción, este modo de vida significaba producir con el mínimo de calidad competitiva y realizar el mínimo de inversiones. Y en cuanto a las formas de la vida cotidiana, significaba no plantar árboles, construir viviendas mínimas y exentas de todo elemento prescindible, disminuir el ocio y con él las posibilidades de perfeccionamiento cultural y social. Era, pues, un trasplante de los hábitos de economía intensiva de los lugares de origen, extremados ahora en virtud de las exigencias de un objetivo apremiante: alcanzar la riqueza en un plazo lo suficientemente corto como para poder tener un período útil de vida para gozar de la riqueza obtenida.

Ese objetivo pudo o no lograrlo cada inmigrante. Pero mientras lo procuraba, configuraba un grupo social que impostaba un tipo de economía extensiva o, más aún, consuntiva. El resultado fue una violenta contraposición de dos estilos de vida, con los consiguientes conflictos de valores y desequilibrios de prestigio social.

El prestigio social no fue una meta en primera instancia para los grupos inmigrantes: por el contrario, los hábitos de trabajo y ahorro determinaron una valoración negativa del ocio, de las formas de trabajo-deporte propias de la actividad ganadera, del refinamiento en las formas de vida, de la acción política y, más aún, de las preocupaciones de figuración y posición social. Pero muy pronto se produjo un cambio. El éxito económico provocó la diferenciación social y los grupos inmigrantes acomodados, propietarios de tierras o dedicados a un comercio de cierto nivel, comenzaron a buscar el prestigio social, primero dentro de la colectividad y muy pronto en la sociedad tradicional a la que procuraban integrarse. Una definición de esta actitud apareció en el momento en que debía decidirse sobre el destino de los hijos. Y en la primera generación de hijos de inmigrantes, la busca del lucro comenzó a equilibrarse o a ser desplazada por la busca del ascenso social y del prestigio.

Los grupos inmigrantes que buscaron el prestigio social fueron, sobre todo, los que se radicaron definitivamente, esto es, los que abandonaron el designio de retornar a su lugar de origen y dispusieron y organizaron su vida familiar y social sobre la base de un establecimiento definitivo. Estos grupos manifestaron una actitud cultural variable. Generalmente, asimilaron la cultura de sus países de origen con su propia experiencia; y como en general eran de extracción muy humilde —campesinos u obreros no especializados— y provenían de pequeñas aldeas de países sin desarrollo industrial, subestimaron la cultura de sus países de origen, de la que solo participaban en lo elemental, y procuraron adherirse a la de su país de adopción. Así se produjo en ciertos grupos una acentuada adecuación, cuyo signo fue la pérdida total o parcial del idioma y, sobre todo, la pérdida de la lengua materna por sus hijos. Aquella adhesión no podía ser al principio sino muy superficial, más formal que profunda; y como entretanto había un rechazo del trasfondo originario, la característica de tales grupos fue cierta inconsistencia radical que no solo se manifestó en una suerte de incoherencia intelectual y sensible, sino también en una suerte de atonía moral. Al abandono de cierto sistema de normas —inadecuado para la nueva situación—, siguió no la adopción de las normas vigentes en la sociedad de adopción, sino la adopción de las normas adecuadas para la conquista del ascenso económico y del ascenso social.

Solo en los grupos inmigrantes que habían pertenecido en sus lugares de origen a la clase media profesional o mercantil —escasos, por cierto— o al proletariado urbano con cierta formación sindical, se manifestó cierta tendencia a conservar el legado cultural de los países de origen. Fundamentalmente, procuraron estrechar los lazos de la colectividad para la ayuda mutua, pero también para la conservación de la lengua, mediante el mantenimiento de escuelas. El mantenimiento de los vínculos de la colectividad supuso la conservación de costumbres y normas morales, estas últimas defendidas por el control social del grupo.

El predominio de la tendencia al lucro, estrechamente dependiente de las motivaciones del desarraigo del inmigrante, determinó un estilo de vida en el que no cabían, sino excepcionalmente, las preocupaciones políticas. La actitud normal fue, pues, la prescindencia. Solo a través de ciertas vías llegó el inmigrante a participar, directa o indirectamente, en la vida política del país. Una vía fue la necesidad de amparar o promover la acción de las colectividades. Poseedoras de importantes bienes societarios —escuelas, hospitales, asilos, etc.— y cuidadosas de su papel tutelar, las instituciones que apoyaban a las colectividades inmigrantes debieron aproximarse al poder administrador y utilizar eventualmente las vinculaciones económicas o sociales de algunos de sus miembros para obtener determinados fines. Especialmente en las ciudades, la actividad comercial y la fortuna permitían a algunos grupos actuar frente a los poderes públicos con cierta seguridad de ser escuchados. Pero más importante fue la posibilidad de establecer vínculos de simpatía, adhesión o dependencia, teniendo en cuenta la importancia que adquirieron las clientelas políticas dentro de la rudimentaria y fraudulenta organización electoral.

A veces, la defensa de ciertas actividades económicas resultó ser una vía de introducción de ciertas colectividades en el juego de las presiones políticas. Algunas de esas actividades estaban casi absolutamente en manos de una o varias colectividades extranjeras. La defensa de esas actividades suponía el ejercicio de una acción colectiva frente al poder administrador, que se encontraba frente a un grupo de extranjeros cuyos intereses, sin embargo, eran fundamentales para la comuna, la provincia o el país, y al que era necesario escuchar puesto que ignorarlos significaba poner en peligro la economía en cambio. Por esa vía, un grupo inmigrante, a veces hablando incorrectamente la lengua o ignorando la historia del país, se transformaba de pronto en un importante grupo de presión. Quizás el caso más significativo fue el de la constitución final de un partido político en la provincia de Santa Fe —la Liga del Sur, organizada por Lisandro de la Torre— que adquirió los típicos caracteres de un partido de clase, porque aglutinó preferentemente a los agricultores del sur de la provincia en defensa de sus intereses.

Pero la acción política más intensa que desarrollaron los grupos inmigrantes fue la de los obreros calificados en los grandes centros urbanos. En el ferrocarril, las artes gráficas y otras industrias menores, los obreros extranjeros, con formación y experiencia sindical adquirida en sus países de origen, promovieron la formación de sindicatos o asociaciones obreras a los que infundieron los principios teóricos y la táctica elaborada en Europa al calor del movimiento obrero que acompañó la revolución industrial. Esa actividad era insólita y provocó fuertes reacciones. Los grupos obreros eran de tradición socialista unas veces y de tradición anarquista otras. En ambos casos, una vigorosa disciplina les permitía ejercer una acción visible y llamativa a pesar de que el número de los militantes solía ser escaso. Y como no abundaron los nativos que se sumaron a sus filas, la acción sindical apareció como fundamentalmente extranjera. Actos públicos, periódicos, huelgas y organizaciones sindicales fueron las manifestaciones de esa acción, cuya expresión formal más importante fue la fundación del Partido Socialista, bajo la inspiración de un argentino, Juan B. Justo.

La singularidad de la acción sindical dio a esta participación política de determinado grupo inmigrante un carácter singular, puesto que más contribuyó a marginalizarlo que no a integrarlo. Los poderes públicos juzgaron sediciosa esa acción y las clases medias acusaron su presencia con un sentimiento de temor. Pero, de todos modos, quedó abierto un camino por el cual nutridos grupos de inmigrantes se compenetraron con el proceso político del país.

LAS TENDENCIAS DE LAS NUEVAS CLASES MEDIAS

Las nuevas clases medias constituyen la resultante social más importante del cambio promovido desde mediados del siglo XX. Se trata de un conjunto heterogéneo de grupos sociales constituido por la integración en la pequeña y estática clase media tradicional de vigorosos grupos de inmigrantes o hijos de inmigrantes en acelerado ascenso. Esa integración es de carácter social. Desde el punto de vista económico, en cambio, son los nuevos grupos de origen inmigrante los que inauguran buena parte de las actividades cuyos beneficios provocan el ascenso social, y los grupos nativos son atraídos poco a poco a esas actividades. De aquí dos componentes distintos —y casi contradictorios— en la fisonomía de las nuevas clases medias, que se advertirán, sobre todo, en su actitud económico-social.

La dinámica del ascenso conservó en los grupos de origen inmigrante una predominante tendencia al lucro. Pero los grupos que más rápidamente alcanzaron cierto nivel de fortuna capaz de permitir un abandono del trabajo personal comenzaron a introducirse paulatinamente en el medio social de las clases medias nativas y en ocasiones en el de la clase alta. Así se configuró una alta clase media —muy reducida todavía en el período en estudio, pero que se extendería poco más tarde—, en cuya constitución intervino la formación de pequeñas oligarquías dentro de las colectividades.

Las bajas clases medias nuevas mantuvieron su predominante tendencia al pequeño lucro. Los grupos que seguían ascendiendo, en cambio, comenzaron a combinar esa tendencia al lucro con cierta disposición a las inversiones destinadas a mejorar su status. La carrera no fue fácil, puesto que la prosperidad general elevaba también los niveles de vida de las clases medias nativas y, más aún, los de las clases altas, a las que ambas procuraban imitar. Esos altos niveles de vida no solían corresponder exactamente a los niveles de fortuna, puesto que, en plena euforia y en medio de una fuerte corriente especulativa e inflacionaria, había aparecido la necesidad permanente de exhibir una prosperidad que fuera garantía y aliciente para nuevas empresas. Solo una actitud decidida y audaz podía permitir a unos pocos miembros de las nuevas clases medias alcanzar su integración en el cuadro de la alta clase media o la clase alta nativa.

El proceso que acaba de describirse se relaciona con los grupos inmigrantes que comenzaron su ascenso a partir de los rangos inferiores; eran estos, en su mayoría, de origen español o italiano. En cambio, los grupos inmigrantes de origen inglés o francés, que llegaron generalmente vinculados a las empresas que desarrollaron importantes actividades, tuvieron más fácil acceso a la alta clase media y a la clase alta nativas: podría decirse que de manera natural se incorporaron a ellas.

Los grupos de las nuevas clases medias que mantuvieron, pese a sus primeros pasos hacia el ascenso social, una predominante tendencia al pequeño lucro, mantuvieron también, generalmente, su prescindencia política. Algunas circunstancias, sin embargo, contribuyeron a estimular su participación política.

La primera fue la progresiva aparición de una primera generación de hijos de inmigrantes. Nacida y educada en el seno de una sociedad muy politizada, agitada por fuertes tensiones y por explosiones revolucionarias, predispuesta en algunos casos por la actitud familiar, en la que el jefe de familia solía disimular su fervor político —como en el caso de los italianos de tradición garibaldina o los liberales españoles—, esa generación de hijos de inmigrantes se sintió predispuesta a incorporarse a la lucha política.

La segunda fue la crisis financiera y política de 1890, que tuvo fuerte y desastrosa influencia sobre la economía de muchos inmigrantes, predisponiéndolos a una actitud hostil hacia las clases gobernantes. Por esa vía se comenzó a constituir una atmósfera general de oposición política que arrastró a muchos inmigrantes e hijos de inmigrantes.

Esta primera apertura hacia una participación política es difícilmente mensurable. Se manifestó bajo la forma de una corriente de opinión y se bifurcó, naturalmente, separando a conformistas y disconformistas.

Quienes temían los enfrentamientos y preferían aprovecharlos para enrolarse en las clientelas políticas de los grupos influyentes prestaron a la clase gobernante un apoyo importante. Con él se robusteció la acción de la oligarquía, que manejaba los créditos bancarios y el favor oficial, traducido en la favorable resolución de gestiones administrativas o el logro de concesiones o bienes. A cambio, los grupos inmigrantes mantenían una atmósfera favorable a la clase gobernante y, eventualmente, servían para colaborar en las oscuras operaciones electorales que caracterizaron el período.

Frente a ellos comenzó a constituirse un grupo de opinión disidente o disconformista. La agitación que se produjo en 1890 constituyó el clima favorable para su formación, porque quedó sometida a pública discusión la conducción de la economía del país. Esa discusión no quedó limitada a los ciudadanos, que ya participaban en la vida política; como la crisis golpeó a todos —argentinos y extranjeros— el problema quedó planteado en la calle, en la puerta de los bancos en quiebra, en la bolsa, en las oficinas de los consignatarios de “frutos del país”, en los mercados de hacienda, en los mercados mayoristas, etc. A través de la discusión acerca de la conducción de la economía, la participación política creció instantáneamente. El movimiento de oposición que surgió hacia fines de 1889 y cristalizó al año siguiente encontró gran eco popular en Buenos Aires, al que no fue ajeno el sector de inmigrantes e hijos de inmigrantes. Cuando se constituyó la Unión Cívica Radical, bajo la inspiración de Leandro N. Alem, tanto en la capital como en el interior del país se reunieron bajo su bandera los sectores inmigrantes que comenzaban a comprender que la defensa de sus intereses económicos estaba en la lucha política. Esos grupos no ofrecieron todavía líderes, pero constituyeron el conglomerado informe, indeciso, que prestó el principal apoyo al movimiento disidente nacido en 1890.

LAS TENDENCIAS DE LAS MINORÍAS TRADICIONALES

Las minorías tradicionales sufrieron un proceso de transformación bastante acentuado durante el período en estudio. Situados en las posiciones clave desde las que se manejaba la política y la economía, sus miembros recibieron el impacto inmediato y directo del proceso de cambio y respondieron con rápidas reacciones para adecuarse a las nuevas situaciones y mantener el control del país y, en especial, el control del proceso de cambio. Esas reacciones de adecuación no fueron, sin embargo, acomodaciones miméticas y pasivas, sino que entrañaron una afirmación polémica de los derechos eminentes de la minoría tradicional a conservar su hegemonía.

Las minorías tradicionales conservaron —o acaso acentuaron— la vocación intelectual que las había caracterizado desde antes de alcanzar el poder. Constituidas originariamente en la oposición a Rosas, habían desplegado un ingente esfuerzo para adoptar, primero, una actitud crítica, y luego, una actitud constructiva. En esta última etapa, el metódico análisis de la situación del país y el estudio de las soluciones posibles para sus problemas crearon hábitos intelectuales que, poco después, el refinamiento perfeccionó y enriqueció con nuevas inquietudes y curiosidades. La élite política fue también la élite intelectual.

La fisonomía cultural de las minorías tradicionales fue dada por su europeísmo. En rigor, la devoción por Europa solo alcanzaba a los países de intenso desarrollo industrial, y especialmente a Francia e Inglaterra. Pero no solo se debía a ese desarrollo, sino también a las formas de vida que había creado la alta burguesía al calor de la prosperidad económica. La elegancia y el refinamiento en los hábitos cotidianos sedujeron a las minorías tradicionales. Y la creación literaria, sobre todo, fue acogida con entusiasmo y devoción.

El europeísmo correspondió a la preocupación por las formas. Las minorías tradicionales se deslizaron hacia cierto formalismo que se manifestó en diversos aspectos: desde los más intrascendentes, como el del trato social, hasta los más importantes de la conducción política. El formalismo inspiró, en última instancia, una imagen de la nación, según la cual su desarrollo consistía fundamentalmente en la adquisición de una forma institucional dentro de la cual deberían conjugarse todas las fuerzas de la sociedad. Si se compara el punto de vista histórico, sociológico y político de Bartolomé Mitre con las ideas que Juan Manuel de Rosas había desarrollado en la llamada “carta de la hacienda de Figueroa”, se advertirá este rasgo distintivo de las minorías preponderantes después de Caseros.

Cuando las minorías tradicionales fueron cerrándose —de acuerdo con el proceso que se describirá más adelante—, su fisonomía cultural adoptó los rasgos de una verdadera “aristocracia de la inteligencia”. Por eso halló eco en su seno la doctrina que, al comenzar el siglo, desarrolló el filósofo uruguayo José Enrique Rodó y que, por el título de la obra en que la expuso, fue conocida como “arielismo”.

El europeísmo no era, en las minorías tradicionales, una mera actitud intelectual. Fue la opción que consideró más eficaz para salir de una situación de estancamiento. En términos económicos, europeísmo significó estimular ciertos cambios en la producción para poder orientarla hacia el mercado europeo, cada vez más absorbente, abriendo al mismo tiempo el mercado local para los productos manufacturados europeos que contribuirían al equipamiento moderno del país y a la elevación del nivel de vida, en particular de las nuevas clases medias. Esta política no podía ser sino una imitación de la que había presidido el desarrollo industrial de los países europeos. Como imitación, fue promovida en estrecha relación con los países a los que parecía justo imitar, y en particular con los grupos económicos de esos países que podían interesarse por la economía argentina como subsidiaria de la propia. Tal actitud condujo al establecimiento de un sistema de escasa autonomía, y hubo grupos, especialmente en el interior, que lo consideraron nefasto y contrario a los intereses nacionales. También se manifestaron disconformes los pequeños grupos industriales que se organizaron en la década de los setenta y pugnaron por resistir la competencia extranjera. Pero la actitud predominante fue la de los promotores del desarrollo agropecuario y de las inversiones extranjeras para el equipamiento del país, cuya política pareció a la mayor parte de sus miembros garantía de prosperidad y bienestar.

El variado curso del proceso económico, a lo largo del cual se alternaron los éxitos y los fracasos, no alteró la firme y generalizada convicción de que el sistema económico adoptado era bueno. Las minorías tradicionales siguieron desarrollándolo, aunque se dividieron las opiniones acerca de las medidas que frente a cada caso debieran tomarse. En cambio, el proceso social y político que acompañó al cambio económico sacudió profundamente a las minorías tradicionales, que comenzaron a revisar sus ideas, pero ya antes habían revisado sus actitudes.

El espectáculo de la constitución de una sociedad marginal de origen inmigrante, cuya integración parecía teóricamente deseable pero que producía un inocultable sentimiento de rechazo, provocó en las minorías tradicionales una actitud de retracción. La nueva fisonomía social del país era la que ellas habían prefigurado, pero al verla transformada en realidad aparecía en sus miembros una secreta repugnancia. Persistieron en la obra emprendida, pero prefirieron reducir al mínimo su contacto con las nuevas multitudes. Adoptaron una actitud de aristocrático desdén hacia ellas, y se encerraron dentro de círculos cerrados donde regían las normas que se habían impuesto y tenían plena vigencia las convenciones, las preferencias y los sobreentendidos que la convivencia del pequeño grupo de familias había elaborado. Poco después, las minorías tradicionales habían adquirido un vigoroso sentimiento oligárquico, con el que creían poder justificar su convicción de que eran los amos legítimos del país, acosados por cierto por una jauría deseosa de satisfacer sus apetitos materiales. Este sentimiento, que engendró una marcada incomunicación, pondría poco a poco en peligro su ascendiente sobre los nuevos grupos sociales que se constituían con elementos de origen extranjero.

La influencia de tales elementos suscitó en las minorías tradicionales un creciente sentimiento xenófobo. Cosa curiosa, el europeísmo no cubrió con su prestigio a los grupos humanos concretos, de origen europeo, que se incorporaron a la vida del país. Por el contrario, la primera manifestación xenófoba fue un inocultable desprecio por los inmigrantes, que luego se transformó en abierta repulsión. En el origen de ese sentimiento estaba, simplemente, la sensación de cambio que introducían en un mundo pequeño y coherente, ahora en peligro de escapárseles de las manos a las minorías tradicionales. Pero en su intensificación obraron otros fenómenos, especialmente la progresiva politización de algunos grupos inmigrantes. La organización de huelgas y movimientos de resistencia obrera, la difusión de doctrinas revolucionarias —como el anarquismo y el socialismo— y la creación de movimientos sindicales no fueron observados por la mayoría de los miembros de las minorías tradicionales como fenómenos derivados del proceso económico-social, sino como resultado de la acción malintencionada de grupos subversivos. La reacción fue reprochar a los grupos obreros su deslealtad para con el país que los había acogido y les proporcionaba trabajo para subvenir a sus necesidades. Tal interpretación suponía rechazar los riesgos que inevitablemente debía acarrear la europeización. Y de acuerdo con ella se sancionó una “ley de residencia” que autorizaba la expulsión de los extranjeros que realizaran una acción sindical o política susceptible de ser considerada subversiva, en tanto que se descuidaba introducir la legislación obrera que el desarrollo de la producción requería.

El sentimiento oligárquico presidió la acción política de los grupos preponderantes de las minorías tradicionales. A medida que los cambios sociales se intensificaban en el país, el riesgo de perder su control se hizo mayor. Pareció imprescindible, pues, evitar la participación política de los nuevos grupos sociales, e impedir que se polarizaran los sectores disconformistas. La consecuencia fue el perfeccionamiento de la máquina electoral oficialista, respaldada con todos los recursos del Estado. El fraude fue sistemático y pareció legítimo.

Favorecieron la perpetuación del régimen político diversas circunstancias. En las regiones donde el cambio económico-social había sido escaso o nulo, subsistían las antiguas relaciones de dependencia que hacían menos visible el fraude político. En las regiones más desarrolladas, los grupos inmigrantes tendían a la prescindencia. Pero la prescindencia significó, de hecho, un apoyo a los grupos que detentaban el poder, los cuales pudieron utilizar a los grupos inmigrantes, directa o indirectamente y en diversa escala, para el funcionamiento de la máquina electoral.

Aparecieron, sin embargo, en el seno de las minorías tradicionales, algunos grupos que adoptaron una actitud distinta. Unos enrostraron a quienes ejercían el poder político el ejercicio del “fraude y la violencia”; otros, su nepotismo; otros, su inmoralidad. La lucha entre los grupos y entre las personas, acentuada cada vez al negociarse la distribución de las candidaturas, cavó fosos profundos en el seno de las minorías tradicionales; y esas disensiones, unidas a las que nacían del enfrentamiento de las opiniones, crearon núcleos de polarización para los sectores disconformistas. Fue muy significativo el que encabezó Bartolomé Mitre, el que dio origen al Partido Republicano, el que resultó de la disidencia de Carlos Pellegrini con el general Roca y, sobre todo, el que inspiró Roque Sáenz Peña. Más trascendencia había de tener la disidencia total de Aristóbulo del Valle y Leandro N. Alem, de la que resultaría la formación de una corriente de opinión definida y hostil a la línea predominante en las minorías tradicionales: la Unión Cívica Radical.

Independientemente de los enfrentamientos políticos, se suscitaron en el seno de las minorías tradicionales otros acaso más graves. Resultaron de la contraposición entre católicos y liberales. Estos últimos no solo se apoyaban en firmes convicciones doctrinarias, sino que consideraban que su política —dirigida hacia una separación entre la Iglesia y el Estado, que no llegó a consumarse— era la que correspondía a la situación creada por el cambio económico-social. Los primeros, por su parte, defendían sus convicciones tradicionales apoyándose no solo en el valor universal y eterno de su doctrina, sino también en la necesidad de conservar la fe católica como instrumento de unificación del complejo social creado por la inmigración. El enfrentamiento ideológico —que era también una expresión del europeísmo, puesto que reproducía conflictos que ya habían aparecido en Europa— adquiría profundidad en la medida en que oponía dos soluciones diferentes a un problema real.

De 1910 a 1930

La celebración del centenario de la Revolución de Mayo, en 1910, provocó una apasionada revisión de la situación del país y contribuyó a definir las posiciones. Las circunstancias eran apropiadas. El proceso de cambio económico-social se intensificaba; habían comenzado a advertirse muchas y muy complejas consecuencias, casi todas imprevistas, en virtud de las cuales el proceso había escapado a todo control; y la situación general era, pese a la generalizada sensación de optimismo con respecto a la prosperidad, de cierta incertidumbre con respecto a las etapas futuras. Los problemas sociales se acentuaban, el clima era de intranquilidad, y tanto la corriente inmigratoria como las inversiones de capitales extranjeros seguían llegando como resultado de un dispositivo incontenible. Al hacerse el “juicio del siglo” —tal fue, por ejemplo, el título de un libro muy significativo de Joaquín V. González— parecía advertirse que la prosperidad tenía un precio. Las opiniones variaron acerca de si era justo o excesivo.

Para esa época, las tensiones políticas eran tan fuertes que, poco después, los grupos que controlaban el poder consintieron en sancionar una ley que aseguraba el voto secreto y obligatorio, con lo que se condenaban a sí mismos, poniendo fin a una larga era de falseamiento del régimen representativo.

Estas circunstancias marcan un viraje en las situaciones que se manifestaron en las corrientes de opinión.

LOS GRUPOS DE OPINIÓN

La continuidad del proceso de cambio mantuvo, en líneas generales, los rasgos fundamentales de la situación social. Pero algunos se extremaron. La movilidad social se acentuó notablemente o, mejor dicho, se hicieron más visibles sus resultados. Las nuevas clases medias crecieron y acentuaron su diferenciación interna. Los grupos de proletariado urbano precisaron su fisonomía social y sus objetivos. Los grupos de las minorías tradicionales se diferenciaron también, destrozados, en cierto modo, por la intensidad del proceso a que se vieron sometidos. Y algunos sectores del proletariado rural acusaron nuevos impactos que desmejoraron aún más su condición.

LAS MINORÍAS TRADICIONALES

Si fue típico del período que siguió a 1880 el fortalecimiento de los vínculos internos de las minorías tradicionales y del sentimiento oligárquico, a medida que avanzó el proceso de cambio ambos rasgos se disociaron: el sentimiento oligárquico se acentuó, pero los vínculos internos se debilitaron, creándose, en consecuencia, subgrupos muy definidos y de actitudes divergentes. En cuanto a otros aspectos, las tendencias persistieron. El europeísmo siguió presidiendo la concepción de la vida, de la economía y de la política, y el sentimiento xenófobo referido a los grupos inmigrantes se acentuó a medida que crecía su número y su politización.

Las alteraciones más sensibles en el seno de las minorías tradicionales se produjeron en su actitud política. Acostumbradas al poder y a las ventajas que deparaba a quienes lo ejercían y a su grupo circundante, vieron con progresiva zozobra el ascenso de la ola que amenazaba su posición. El crecimiento de las nuevas clases medias, nutridas por las sucesivas generaciones de hijos de inmigrantes y por el ascenso de ciertos grupos, así como el desarrollo del proletariado urbano, modificaba sustancialmente el conjunto social que las minorías tradicionales estaban acostumbradas a manejar. Perpetuar los métodos usados para neutralizar la participación política se hacía cada vez más difícil, más arriesgado y sin duda más inseguro. Ante esa situación, las minorías tradicionales comenzaron a escindirse entre las que preferían una obcecada persistencia en las actitudes tradicionales y las que, por convicción moral o por escepticismo político, creyeron que había llegado el momento de revisarlas.

Los primeros afirmaron su derecho a conservar el control del país, descalificaron políticamente a las nuevas clases en ascenso y justificaron todos los métodos utilizados para retener el poder: una concepción clasista disimulaba, en el fondo, este designio fundamental. Pero la concepción clasista echaba raíces y ahondaba el abismo entre la sociedad tradicional y la nueva.

Los segundos, en cambio, consideraban que la situación se hacía insostenible. Si algunos, por escepticismo político, estaban dispuestos a entregar el poder —y acaso a abandonar el país—, otros advertían que era preferible conceder a tiempo y mediante negociación lo que no parecía imposible que los nuevos grupos sociales pudieran un día obtener por la violencia. Estos no alimentaban el desdén por la nueva sociedad y reconocían como un hecho irreversible la alteración que se había operado. Fueron ellos los que favorecieron la sanción de la nueva ley electoral de 1912.

Producido el triunfo de la Unión Cívica Radical en 1916, el nuevo gobierno incluyó buen número de miembros pertenecientes a las minorías tradicionales. Alternaron con los “recién llegados” que eran mayoría en sus cuadros y pusieron de manifiesto la hibridación que comenzaba a producirse en el seno de la clase alta.

Cuando, después de la Primera Guerra Mundial, se acentuaron no solo los fenómenos normales derivados de la progresiva asimilación de los grupos inmigrantes, sino también las tensiones sociales, arraigaron en el seno de las nuevas generaciones de las minorías tradicionales las doctrinas aristocratizantes de los monárquicos franceses y las doctrinas corporativistas y autoritarias del fascismo italiano. Con esos componentes se integró una teoría llamada nacionalista, cuyo disfraz ideológico era la defensa de los valores de la tradición hispánica y criolla. Se manifestó como un movimiento antipopular de fuerte sentido clasista y tuvo influencia en el desencadenamiento de la revolución militar de 1930, que puso fin al gobierno radical y repuso a las antiguas minorías tradicionales.

LAS NUEVAS CLASES MEDIAS

A medida que avanzó el proceso de cambio, las clases medias crecieron numéricamente y se diversificaron dentro de una gama extensa. En su límite superior, se perfiló nítidamente una alta clase media cuyos caracteres no fueron particularmente originales; pero en su límite inferior, algunos de los variados grupos sociales que se constituyeron presentaron rasgos singulares. La actitud de los inmigrantes fue adversa al trabajo asalariado y cada uno de ellos no lo aceptó sino como una derrota. Como trabajador independiente o como pequeño comerciante, adoptó ya actitudes socioculturales de clase media; y como asalariado, procuró ocultar su condición proletaria hasta donde pudo. En ambos casos, el penoso o frustrado ascenso de clase fue transferido hacia los hijos, a los que se procuró situar en una posición de clase media. El resultado de esta tendencia fue una gran variedad en las clases medias inferiores y el consiguiente desdibujamiento del sector asalariado como grupo compacto.

La alta clase media, inclusive en sus rangos superiores, comenzó a incluir miembros de origen inmigrante: algunos vinculados a actividades comerciales en gran escala; otros, que actuaban en ambientes urbanos pero que nutrían su fortuna en actividades agropecuarias; y otros que prosperaban en las profesiones liberales, generalmente de primera o segunda generación inmigrante. Los miembros de origen nativo pertenecían aproximadamente a los mismos sectores económicos. La aproximación y fusión fue fácil y frecuente, sobre la base de la mayor fortuna de los grupos inmigrantes —en cierto modo condición del ascenso— y de su designio de vencer toda clase de obstáculos para lograr esa aproximación. Los recién incorporados trataron de filtrarse en las instituciones sociales tradicionales, de adquirir los hábitos y las formas de vida vigentes dentro del sector al que se aproximaban, y se solidarizaron con las actitudes sociales y políticas de estos.

Más que los de origen nativo, los miembros de origen inmigrante de la alta clase media —no muy numerosos todavía— sintieron el rechazo de las minorías tradicionales, especialmente de los sectores terratenientes y ganaderos que constituían la clase alta, de tendencia muy exclusivista. Pero no vacilaron en intentar también el ingreso a ese sector. Ciertas actividades económicas —la consignación de frutos del país, el remate de animales y tierras, las finanzas— establecieron preferentemente los contactos. La adquisición de residencias urbanas en los mejores barrios, la participación en obras de beneficencia y otros mecanismos semejantes permitieron también facilitar esa aproximación; y la adquisición de tierras para ganadería perfeccionó el ciclo. También en estos casos hubo mimetismo: adopción de formas verbales y de hábitos propios de los estancieros, preferencia —auténtica o fingida— por ciertas actividades sociales; eventualmente, los matrimonios mixtos consolidaron las alianzas.

En general, las clases medias superiores manifestaron marcada prevención hacia las clases populares, en las que descubrían unas veces una actitud demagógica y vulgar, otras una desbordante agresividad, y otras un fuerte resentimiento. Esta prevención se acentuó cada vez que las clases populares, o algunos de sus sectores, se comprometieron en acciones de tipo sindical o político que condujeron a actos de violencia. Más benévolas fueron con las clases medias, en las que descubrían no solo identidad de origen con los miembros de origen inmigrante que ya formaban parte de ellas, sino también con sus tendencias y aspiraciones, lo cual entrañaba una solidaridad en cuanto a ideas, normas y valores. La fuerte movilidad social mantuvo abierto el conjunto de las clases medias y todos sus grupos coincidieron en una filosofía de la vida fundada, precisamente, en el prestigio del éxito económico y de la tendencia al ascenso social y a la posesión de bienes.

Todos los grupos de las clases medias coincidieron también en una definida actitud política, cuyo contenido fundamental era el logro y la conservación de una democracia formal. Conscientes de que constituían la mayoría, aspiraban tan solo a que los mecanismos institucionales le aseguraran la participación que les correspondía en un régimen democrático. Fue propio de las clases medias vituperar el “régimen”, esto es, el sistema de gobierno de las minorías tradicionales anteriores a 1915, pero de ninguna manera el sistema económico-social sobre el cual ese régimen descansaba. La oposición política a las minorías tradicionales consistió en exigirles que les permitieran participar en la administración del sistema vigente, pero no para alterarlo sino para compartirlo.

Esta condición de la clase media abierta y móvil se tradujo en la acción de los gobiernos radicales que surgieron después de la nueva ley electoral de 1912. Temidos como destructores del sistema, se transformaron en sus defensores, aun cuando ampliaron el grupo social que recibía sus beneficios y obtenía los privilegios derivados del ejercicio del poder.

Más complejo fue el cuadro de las pequeñas clases medias. Su rasgo distintivo fue la tenuidad de los límites que las separaban de las clases asalariadas, a causa de la actitud de estas últimas. En ese límite inferior de las clases medias, las actitudes y expectativas correspondientes a tales clases fueron adoptadas por quienes todavía no se habían incorporado a ellas, aun cuando conservaban la esperanza de lograrlo, por sí mismos o más tarde por medio de sus hijos. Hubo, pues, variados grupos intermediarios que reflejaban la extremada fluidez social y la vigencia general de una concepción burguesa de la vida.

Esta actitud burguesa alejó a los asalariados que aspiraban al ascenso de cualquier actitud política que implicara un compromiso con su condición de asalariado y supusiera un arraigo de la “conciencia de clase proletaria”. Más bien predominó el conformismo político, la tendencia a integrar clientelas políticas de nuevo cuño y un inocultable deseo de no asumir responsabilidades. Tales actitudes configuraban un clima político de escasa rigidez moral.

El proletariado urbano

En Buenos Aires y en algunas otras grandes ciudades siguió creciendo el proletariado urbano. Conservó las mismas características. Los obreros especializados, sobre todo, eran de origen inmigratorio, y fueron algunos de entre ellos los que mantuvieron y desarrollaron la organización sindical y los que, eventualmente, promovieron huelgas de cierta trascendencia. Anarquistas, socialistas y comunistas infundieron a las organizaciones donde predominaban una doctrina bastante rígida, que a veces era difícil ajustar a las situaciones concretas del país, no tanto porque no fueran válidos sus esquemas en términos generales, sino a causa de la peculiar actitud de la mayor parte de la masa obrera de origen inmigratorio, que no se manifestaba dispuesta a enrolarse en una lucha clasista. Solo grupos de élite sindical mantuvieron el movimiento, que, quizás a causa de eso, fue muy doctrinario. Para la gran masa, en cambio, la actitud paternalista que puso en funcionamiento el gobierno radical —surgido en 1916, después de la vigencia de la nueva ley electoral— constituyó cierta garantía que acentuó su prescindencia sindical.

EL PROLETARIADO RURAL

La situación de los grupos criollos incluidos en las explotaciones ganaderas no cambió. Se acentuó, en cambio, el deterioro del proletariado de las regiones del interior que tenían cierto desarrollo industrial: explotaciones de caña de azúcar, tanino, madera, yerba mate, minas. Las condiciones económicas de los empresarios mejoraron, pero las condiciones del trabajo empeoraron y siguieron funcionando cada vez más crudamente las relaciones de dependencia para mantenerlas en los más bajos niveles.

Fue distinta la situación del proletariado que se desplazó hacia las explotaciones petroleras —que mejoró— y la del que trabajaba en la industria vitivinícola, en la región de Cuyo, que tuvo discretos niveles de salarios y buenas condiciones de vida.

En todos los casos hubo cierta prescindencia política. Al cambio de partido político, en 1916, siguió un cambio parcial de las organizaciones electorales que arrastró parte del proletariado rural, quizás un poco más entusiasta con la nueva situación que con la tradicional. El proletariado rural siguió considerándose postergado, marginal, y acumuló un singular resentimiento, nacido de un régimen que consideraba opresor. Oscuramente, se dibujaba una vaga reacción antioligárquica.