Francia en el siglo XVIII: la herencia del Gran Siglo. 1949

Presentación

LUIS ALBERTO ROMERO

Esta conferencia -y otra de la que no se conservó la transcripción- fueron dictadas en junio de 1949, como parte de un ciclo organizado por “Amigos de Francia”, dedicado al siglo XVIII francés. Su tema es el “Antiguo Régimen y el ‘Gran Siglo’ francés”; la segunda, no conservada, se refirió al “Nuevo Régimen”, la Ilustración y la Revolución.

Por entonces, JL Romero acababa de publicar dos libros, El ciclo de la revolución contemporánea (1948) y La Edad Media (1949), proyectaba un estudio importante sobre los siglos XIV y XV, que titulaba “La otra Edad Media” o “La Edad Media florida” y reflexionaba sobre un vasto proyecto sobre la cultura occidental, cuya estructura terminó de delinear luego de su estadía en la Universidad de Harvard, entre 1951 y 1952. La sintetizó en el breve ensayo La cultura occidental (1953) y delineó su metodología en un artículo publicado en el primer número de la revista Imago Mundi, aparecido en 1953:  “Reflexiones sobre la historia de la cultura”.

El proyecto maduró, en parte en una serie de conferencias y de cursos. En los años siguientes dictó varios cursos en el Colegio Libre de Estudios Superiores, dedicados sobre todo a la parte menos trabajada hasta entonces: la que va del Renacimiento hasta las revoluciones del siglo XIX. En 1953 comenzó a escribir un volumen encargado por Fondo de Cultura Económica, provisoriamente titulado “La Segunda Edad. Del siglo XV al XVIII”, que remite al esquema de La cultura occidental. Luego de escribir las secciones sobre la Baja Edad Media, el siglo XVI y el XVII, en 1955 interrumpió el trabajo y el libro quedó inconcluso e inédito.

Puede observarse el camino recorrido por JL Romero entre 1949 y 1955, en relación con la historia moderna. Ya había escrito sus manuales para la enseñanza media, y una Historia universal para divulgación. Esta conferencia es una primera aproximación, imprecisa y algo vacilante, a un tema más conceptual, que en 1955 había madurado mucho y que retoma, en una notable síntesis, en el curso dictado alrededor de 1970, editado luego de su muerte con el título Estudio de la mentalidad burguesa y en el sugestivo artículo “La ópera y la irrealidad barroca”, comentado lúcidamente por Fabian Campagne.


Francia en el siglo XVIII: la herencia del Gran Siglo

JOSÉ LUIS ROMERO

Quisiera agradecer debidamente las generosas palabras del doctor Lanfranco. Acaso pudiera limitarme a tomar como punto de partida una de las observaciones con que ha caracterizado el tema al que debo referirme y acerca del cual las dificultades para una síntesis son tales que me temo mucho que voy a defraudar a ustedes, y demostrar palmariamente hasta qué punto su buena voluntad ha conducido al doctor Lanfranco a la exageración.

Hasta tal punto el siglo XVIII es efectivamente un momento crucial en la historia de Francia, que pudiera decirse que tiene también en su historia una grandeza y una miseria.

Puede hacerse de él una historia anecdótica, sin duda singularmente entretenida, llena de curiosas reminiscencias, por la que podrían desfilar distintos y variadísimos personajes de muy diversa naturaleza, suficientes todos ellos para destacar lo que más nítidamente ha quedado de este recuerdo, lo que parece caracterizar al siglo cuando pensamos en Marivaux o cuando pensamos en Watteau.

Esa historia anterior revelaría un momento de declinación, un momento de empobrecimiento de las fuerzas vitales y también de decadencia, si es que esta palabra puede usarse en historia. Pero lo curioso es que esta declinación, este empobrecimiento de los contenidos vitales, corresponden precisamente al momento en qué se plasma el conjunto de ideales que nutre la vida de la colectividad francesa y permite arraigar en su seno un movimiento de revisión, un movimiento crítico que es al mismo tiempo, por rara virtud, un movimiento creador.

Este curioso contraste de la corte depravada de Luis XV y los nuevos ideales que surgen en la faz política y en la económica, revela precisamente este carácter crucial que caracteriza al siglo XVIII, que proporcionó el curioso, no demasiado conocido e inquietante espectáculo de la coexistencia de una vieja Francia y una nueva Francia.

Esta contraposición de dos corrientes, esta contraposición de dos fisonomías que se corresponden, que se oponen y que sin embargo se complementan, se traduce en el plano de la vida histórico social en la presencia de dos regímenes. Dos regímenes que explican y completan la visión del siglo XVIII francés, qué expresan fielmente, uno y otro cuáles son las ideas que caducan y cuáles son las ideas que surgen.

En las que caducan adviértase toda la fuerza inicial de este, que solo empezó a llamarse “Antiguo Régimen” cuando sobrevino el nuevo. A la vez, se advierte toda la extraordinaria significación y el extraordinario relieve de este vasto caudal de inquietudes, no siempre maduras, que caracterizaron la corriente de pensamiento que había de fraguar en eso que se llamó, no sin cierto orgullo, el “Nuevo Régimen”.

Estos dos regímenes, que completan el panorama del siglo, expresan también dos corrientes, que no se excluyen una a la otra sino que constituyen más bien dos modalidades típicas del espíritu francés.

De estos dos regímenes quiero hacer en esta clase un ligero examen y he de detenerme, en primer término, en lo que empezó a llamarse el “Antiguo Régimen”, un Antiguo Régimen de larga data, cuya estructura acabada, cuya estructura endurecida apareció a los ojos de todos sólo en sus postrimerías, esto es, en las vísperas de la gran revolución.

Lo que es Antiguo Régimen se vio, sin duda alguna, bien a las claras en pleno siglo XVIII, a través de esa especie de conciencia militante que representó para el siglo XVIII la obra de Voltaire sobre Luis XIV. Esta conciencia se agudizó a medida que las opiniones fueron empalideciendo, de modo que fue cuajando progresivamente una opinión sobre la época.

Porque este Antiguo Régimen era de antigua data, y a lo que asiste el siglo XVIII es al endurecimiento definitivo, a su cristalización, a la aprobación formal de ciertas normas que empobrecen y declinan progresivamente. Ese Antiguo Régimen tan discutido por Hipólito Taine y Tocqueville, ese régimen tan condenado en la Historia de la Revolución de Michelet, ese Antiguo Régimen había sido otrora la gran esperanza de Francia.

Ese Antiguo Régimen había sido la obra de los grandes genios políticos de las postrimerías de la Edad Media, la obra de los reyes organizadores del Estado centralizado francés. Este Antiguo Régimen arranca en las tradiciones medievales, se perfecciona en el pensamiento político de Luis XI, transcurre a través del reinado de Francisco I, amenaza desgarrarse durante las guerras religiosas del siglo XVI y adquiere una innegable nobleza, una extraordinaria fuerza a través de la obra pujante de Richelieu, Mazarino y Luis XIV. Ese Antiguo Régimen era acaso la realización de los ideales de los siglos XVI y XVII.

No era algo deleznable como parecía a los revolucionarios del 89. Era todo un triunfo. Era el triunfo de una causa que significaba la transformación de la Francia medieval según los criterios de la modernidad, que está planeando sobre las postrimerías del siglo XV sobre la tradición francesa, que se refleja en el espíritu de Luis XI, que se refleja en el espíritu de Commines, de Montaigne, de Rabelais y que – en una palabra – expresan un sentimiento de unidad nacional, esto es, un sentimiento típicamente moderno.

Así era el Antiguo Régimen: ilustre, lleno de vida, renovador y no sólo lleno de vida sino capaz además de impulsar, capaz de enriquecer con su propia vitalidad todas las formas de vida francesa. Ese Antiguo Régimen explica todas las características de la cultura francesa de los siglos XVI y XVII. Ordena la vida francesa; constituye, en una palabra, la Francia moderna, sin perjuicio de cuales habían de ser los diversos grados que indicarían su declinación.

El apogeo del Antiguo Régimen fue lo que Voltaire llamó “el siglo de Luis XIV”, comparándolo con el siglo de Pericles, el Gran Siglo de las musas. Apogeo del Antiguo Régimen, efectivamente lo era, como todos los apogeos, en los cuales se satisfacen plenamente determinados ideales y se llegaba al mismo tiempo hasta el punto de saturación de estos ideales. Que de ese modo se esconde en ese apogeo el germen de su declinación: esa declinación, en la cual se vive sobre la herencia del siglo XVII, sobre la herencia intelectual de un Descartes, y sobre la herencia política de Luis XIV.

Cuando se produce la revolución, el siglo XVIII parece ser una especie de estampa desdibujada de una antigua grandeza que había llevado a Francia hasta el punto más alto de la consideración universal, hasta la verdadera hegemonía en Europa. Después de lo cual ponía a cubierto los ideales que habían movido a esa grandeza, no dejando sino una especie de lejana esperanza, que no puede realizar el siglo XVIII.

Advirtamos desde ahora que descubrimos en el siglo XVIII la coexistencia de dos corrientes, que desglosamos, por un proceso de abstracción, todo lo que en el siglo XVIII es criticismo -criticismo que va a servir de prólogo a lo que será el nuevo régimen-, y nos referiremos a lo que es típico del Antiguo Régimen, es decir, aquello en lo que se muestra satisfecho de sí mismo, heredero decidido de las tradiciones del siglo XVII, el “Gran Siglo” francés.

Lo que hay en el siglo XVIII es ausencia del poder de creación, en esta dependencia que se advierte en todas sus relaciones con respecto a las extraordinarias figuras tradicionales del Gran Siglo. Así lo llama Voltaire y se llamó en el curso del siglo XVIII, y así se sigue llamando a ese siglo de Francia que elaboró todo un sistema de ideales, que se ha llamado algunas veces del “humanismo clásico”, El sistema que se sobrepuso por sobre todas las formas de la existencia colectiva, que orientó todas las formas de ordenamiento, que compuso un orden maravillosamente equilibrado, tan maravillosamente equilibrado que durante el siglo XVIII se lo sintió como una verdadera pesadumbre que cohibía a los espíritus, que imponía una especie de freno a todo intento de heterodoxia.

Este conjunto de ideales clásicos que constituyen la herencia del Gran Siglo, que el XVIII arrastra inevitablemente, afectó todos los aspectos de la vida colectiva, pero se notaba más que en ningún otro caso, en el orden político y en el orden social.

El Estado absoluto y la aristocracia

A la decidida acción de Richelieu, Mazarino y Luis XIV se debe la constitución de ese Estado absoluto, tan extraordinariamente vigoroso y tan hermético en sus concesiones que parecía resumido en esta frase nunca pronunciada, pero atribuida a Luis XIV: “el Estado soy yo”. Ese Estado no era sino la última aspiración de Luis XI. No era sino la remota aspiración de todos los monarcas que en el curso de la Edad Media habían luchado para tratar de imponer por sobre todo el régimen feudal una autoridad centralizada. Y esa labor en la que habían colaborado Felipe Augusto, San Luis, Felipe el Hermoso y Luis XI contó con el decidido apoyo de la clase media que ascendía y que imponía sus ideales, al mismo tiempo que se beneficiaba con ciertas conquistas económicas.

El régimen político comenzó a realizarse en el momento en que la debilidad de Luis XIII hace que el Estado empiece a ser dirigido por un hombre del extraordinario valor de Richelieu. El espíritu moderno que apuntaba ya, que se advierte sin duda alguna en Montaigne, se encarna en Richelieu en una sola idea, en cierta certidumbre de que el problema francés giraba alrededor de un Estado centralizado y fuerte.

Este programa se cumple lentamente en el curso del tiempo durante el cual Richelieu, Mazarino y Luis XIV dirigieron el Estado francés. Su objetivo fue seguramente crear una nueva relación entre la sociedad y el estado. En superponer al Estado francés por sobre los elementos desordenados, los elementos no suficientemente orientados hacia una labor conjunta. Un organismo firme, una vigorosa figura de poder que se encarnaba en un tipo de autoridad que, proviniendo de la tradición medieval francesa, se encubre como una doctrina, pero también como una tendencia que evidentemente se prepara y se desarrolla en el curso del siglo XVII, a la luz de ciertas ideas que en este momento comenzaron a predominar en Europa.

Ese sistema de firmeza, esas vigorosas formas estatales no podían imponerse sin lucha, y la nobleza cayó en una lucha poco brillante. Obtuvieron de los hombres que dirigían el Estado una promesa de conservar lo que en la tradición aristocrática había de más superficial, de más brillante, de más agradable también, a costa de desproveerla de todo cuanto era nobleza efectiva, más segura, más atada a la realidad de su poder y de su influencia. Se los llamó a Versalles, para proporcionarles un estilo de vida verdaderamente feérico, que seguramente no ha gozado ninguna elite en ninguna otra corte.

Este sistema de vida no impresionó vivamente a los espíritus más lúcidos de su época pero pesó sobre las conciencias más claras y los genios más vigorosos de su hora. Debemos colocarnos en esa situación, porque sin ese espíritu cortesano no entendemos a Corneille, a Racine, no entendemos a Marivaux, a Beaumarchais. Deforma la tradición de la aristocracia francesa que hace en los siglos XVII y XVIII un último y vano intento por demostrar su fortaleza y la legitimidad de su poder, por demostrar las inmensas posibilidades que parece haber todavía en ella.

Advertimos desde ahora que la nobleza no se contenta totalmente con ese programa, con esa especie de compra visible de sus derechos; que protesta enérgicamente, que hubo protestas aisladas; que habían intentado defender, apelando a los fundamentos históricos y jurídicos, sus derechos de supremacía en el Estado francés, arguyendo que tal nobleza era heredada por tradición de los conquistadores germánicos. Pero todo fue en vano.

La sostenida política de Richelieu, Mazarino y Luis XIV destroza totalmente este plan y la nobleza, seducida por los halagos de la corte de Versalles, abandona sus propiedades en las provincias y consiente en ir a la corte del Rey Sol, con la condición que se le aseguraran las ventajas de carácter material y los halagos que la corte significaba. Para este sistema no faltó el teórico y el teórico fue Bossuet; no faltó el hombre que resolviera todos los problemas de carácter jurídico y político, el hombre que explicara con claridad cuáles serían las normas con las cuales la monarquía podía llegar a ser lo que Luis XIV deseaba.

Bossuet – que fue el preceptor del primer Delfín -da en su Discurso sobre la Historia Universal y en muchas de sus Oraciones Fúnebres una teoría completa del poder absoluto. Fénelon, que lo sucedió [como preceptor del Delfín], había de preocuparse por encarrilar a la monarquía en otras direcciones que no eran aquellas que Bossuet señalaba. Bossuet coincidió con el rey – y con él los representantes del Estado francés – que quería ser un poder que sobrepasara los límites de lo humano, que encontraba satisfacción en descubrir su origen divino y que se empeñaba en el criterio de apoyar aquella tradición pública y cristiana que permitía introducir en una estructura de poder un elemento sobrehumano.

Algo de sobrehumano parece ver la corte entera en la estructura monárquica absoluta. Leyendo a La Bruyère, como así también a Corneille y Racine, se advierte que esta nota de sobrehumano estaba flotando en los espíritus y parece colmar las aspiraciones de Luis XIV. Sólo apoyándose en esta especie de armazón anti histórico puede concebirse un régimen que asimila la estructura total del Estado a la voluntad real.

Esa nobleza cortesana que se satisfacía en Versalles, que encontraba resueltos todos o casi todos sus problemas mediante la delegación de sus derechos personales, mediante el abandono de lo que habían sido sus ideales; esta nobleza que descubría una especie de paraíso en los Jardines de Versalles; esta nobleza elaboró también un cierto tipo de vida que correspondía, en cierto modo, a esa delegación que había hecho de sus tradicionales derechos.

No ha habido en otra época un semejante proceso de postergación de los intereses políticos en beneficio de determinadas aspiraciones de carácter económico-social. Porque esto es lo que ocurre con esta aristocracia francesa del siglo XVII, que resuelve abandonar totalmente, sin ningún escrúpulo, con poco dolor -con la sola resistencia de un pequeño sector, que veía los peligros de abandonar todos sus derechos a los poderes del Estado-; esta aristocracia que resuelva abandonar totalmente todos sus derechos a costa de un tipo de vida relativamente nueva, enormemente sugestiva. En ella se volcaban todos esos elementos un poco antinaturales, todo eso que se encubre generalmente en la designación de “cortesano” y que había de alcanzar entonces, sin duda alguna, su más alto significado. Puede decirse que la palabra “heroísmo” y la palabra “galantería”, debidamente combinadas, usadas simultáneamente, estructuraban la nueva concepción cortesana de la vida que elabora la corte de Versalles.

Era en parte lo que proporcionaba una monarquía; era en parte el precio que la monarquía absoluta le ofrecía a cambio de las aspiraciones políticas: un régimen de convivencia rigurosamente ordenado y bien caracterizado en todos los aspectos de su funcionamiento, sometido todo ello a un riguroso control, con todo lo cual la existencia cortesana adquiría una fisonomía que se parecía cada vez menos a lo que es la vida. Esta combinación de heroísmo y de galantería que nos revelan Corneille y Racine produce esta curiosa deformación de los héroes romanos y griegos que nos presentan las tragedias del Gran Siglo, y producen este estado de desvalorización que es propio de la época.

Un inmoderado amor por el placer, por la belleza, por la vida en último término, parece caracterizar a esta minoría que ha resuelto entregarse, un poco a oscuras, a un determinado designio político y que encuentra a cambio de esto la certidumbre de que la vida se desliza sin problema alguno.

Pero el Estado sabía muy bien que el riguroso conjunto de sus formas no se establece por encima de una sociedad en la cual la nobleza era el único factor determinante. Si en Richelieu el problema era todavía dominar a la nobleza, en Luis XIV ese ya no era sino una parte del problema.

La Fronda no hubiera podido repetirse con Luis XIV. Los últimos intentos de la aristocracia fueron reprimidos severamente. Luis XIV sabía muy bien que necesitaba terminar con los últimos amagos de resistencia para poder reposar tranquilo y para poder contar con el apoyo incondicional de la nobleza. Sabía que si bien la estructura del Estado que planeaba, que Richelieu había proyectado y que él contribuyó a estructurar, se instalaba sobre la nobleza, esta clase no era sino uno de los elementos constituyentes de la sociedad.

La burguesía del Antiguo Régimen

Otro elemento importante era el que comenzaba ya entonces a intervenir en el control del Estado, a cambio de que ese control le reportara ventajas económicas. Este grupo era la naciente burguesía, una burguesía que había alcanzado un notable desarrollo económico, que tenía sus propios ideales de trabajo y de riquezas. 

Esta burguesía había adquirido considerable importancia y alcanzó a realizar algo que le valió el triunfo: logró convencer a algunas testas coronadas de que constituía efectivamente la única fuerza constructiva dentro de la colectividad nacional francesa; que sólo a ella podía referirse el esfuerzo bien orientado para transformar la realidad social y económica del país en consonancia con las necesidades del momento.

No podrían entenderse los problemas que pasaban por la cabeza de Luis XIV, los problemas que se reflejan en toda su política, en ese documento magnífico que constituye su testamento [Memoria sobre el arte de gobernar], si no se tiene en cuenta que la Francia del siglo XVII constituye la espectadora más interesada e inquieta de ese vasto desarrollo económico y social que se produce entonces en Inglaterra. De este prometedor movimiento que no vacila en sacrificar a Carlos I y que impone a los Estuardos una transacción definitiva, creando una monarquía limitada, que era en última instancia una monarquía de la clase burguesa.

Este espectáculo estaba permanentemente presente ante los ojos de Luis XIV, y si bien es cierto que ser preocupó por cerrar todos los caminos que pudieran conducir a Francia a extremos semejantes, no menos cierto es que arbitró todos los medios posibles para ganarse la simpatía y la inestimable ayuda de la burguesía. Y lo hizo sacrificando a la nobleza: accediendo a sus pretensiones económicas, a sus pretensiones de tranquilidad, llenándolas de dinero si era necesario, proporcionándole esa vida feérica de Versalles, revistiéndola con todos los fastos.

Fue para la burguesía un extraordinario motivo de orgullo ver aparecer en los primeros planos de esta nueva sociedad la figura de un Colbert, figura que se había caracterizado por la falta de ambiciones personales. Esta burguesía que veía ascender a Colbert estaba convencida de que iba a triunfar en la vida económica francesa y estaba sin duda alguna esperanzada en la influencia que este tipo de colaborador dejaba insensiblemente en el ánimo del rey. La burguesía tocó el ánimo real; la burguesía consiguió convencer al rey de que era la única fuerza productora, creadora de riqueza, la única fuerza social viva capaz de llevar adelante a Francia.

Una política extremadamente cuidadosa, extremadamente prudente indujo a Luis XIV a evitar todos los caminos que pudieran conducir a la revolución, como había sucedido en Inglaterra. Una política igualmente prudente lo condujo a procurar que se apelara a todos los medios necesarios para aprovechar los impulsos y los esfuerzos de esta nueva clase.

Parecían no tener demasiadas aspiraciones los burgueses franceses del siglo XVII; parecían no entusiasmarse demasiado con el ascenso social; parecían demasiado orgulloso de determinadas convicciones, de determinados prejuicios como para celar a la aristocracia.  La característica de este orden es que se desatan ciertos conflictos de ideales que revelan que la burguesía no padece un complejo de inferioridad, sino que se lanza en defensa decidida de sus propios ideales.

Sin embargo, a pesar de esta peculiaridad, la burguesía participaba del sistema general de los ideales clásicos. Es capaz de adoptar una postura tan digna como de la aristocracia, en consonancia con los maestros del clasicismo humanista, y tiene también ella un sentimiento un poco artificial de la vida. Es capaz de sentir que necesita esta especie de ornato que constituye para la vida francesa su vieja aristocracia tradicional.

Quizá en ninguna parte se sienta tal contraposición de ideales tan bien explicada como en El burgués gentilhombre de Molière, donde un conflicto vulgar entre un burgués y un aristócrata nos revela que cada uno de ellos está plenamente convencido de la legitimidad de sus convicciones, de la necesidad de su bienestar, de la firmeza de su posición en la sociedad; de que coinciden, de que se complementan, de que cada uno de ellos cree valer más que el otro dentro de un marco homogéneo, dentro de una concepción unitaria de la vida.

Ideales aristocráticos y burgueses parecen constituir los dos sistemas fundamentales en que se yergue la herencia del Gran Siglo, esta conciencia del Gran Siglo que habría de transmitirse al siglo XVIII como una pesada y omnipotente herencia.

Esta contraposición se nota en todos los aspectos de la vida. Se nota en el espanto con que Colbert veía correr el dinero que gastaba Luis XIV para sostener la corte de Versalles, que gastaba Louvois para organizar campañas militares. Se ve en la pretensión de constituir un nuevo tipo de economía, que evitara la tradicional lucha cortesana y que se rigiera por las modernas reglas de la teoría mercantilista. Pero se nota sobre todo con claridad en la concepción de los ideales: en la concepción de los ideales religiosos; inclusive podemos decir en los ideales intelectuales, en los ideales estéticos. Hay al mismo tiempo como una reorganización de los ideales cartesianos en Corneille y Racine, una cierta proyección de los ideales morales de ciertas colectividades.

La Bruyère, en su Caracteres [1688], rechaza con indignación acaso un poco calvinista, todo aquello que considera resabios postreros del ocio medieval, toda concepción de la vida contemplativa, de la vida heroica. La Bruyère se indigna de lo que significa la nobleza y declara: “Yo quiero ser pueblo”, y sin preocuparse de su peluca ni de su casaca, sin preocuparse de todo aquello que constituía la estructura social, rechaza enérgicamente los ideales nobiliarios y se aferra a los inmoderados principios de este Tercer Estado, que eran una revolución, y declara que lo había hecho movido por la incompatibilidad de dos sistemas de ideales que viven juntos, que se ordenan en un marco dentro del cual ninguno de los dos tiene la certidumbre de que sea necesario abandonarlo.

Y durante mucho tiempo estos ideales mantienen el conflicto con la aristocracia y surgen dos tendencias que desencadenan esta especie de lucha feudal pocas veces vista en la historia, que constituyen las luchas entre el Antiguo Régimen y el Nuevo Régimen. No en balde estamos en la época de los conflictos religiosos; es la época de los jansenistas y de Pascal, de las últimas proyecciones de este teísmo furioso que desarrolla Descartes.

Y en el momento en que estos ideales morales, intelectuales, estéticos, quedan fijados en todos los aspectos de la vida con la misma precisión con que Boileau los fijó en su Arte Poética. En este momento comienza a manifestarse una corriente criticista que vive y no vive en el Antiguo Régimen. Que participa de él en muchas cosas y las ataca simultáneamente, como correspondientes a grupos de la antigua nobleza. Condicen todos en una misma actitud criticista, que va a atomizar este sistema de los ideales clásicos y proporcionar a la posterioridad una especie de situación de pre caos. En ella será posible reordenar los viejos elementos dentro de las nuevas formas, el vino nuevo dentro de los viejos odres, y reestructurar un sistema perfecto y racional que fue como réplica del Antiguo Régimen, que mantuvo este curioso reverso que el Antiguo Régimen ofrecía a quien lo contemplaba.

Porque no otra cosa fue tal revolución que el fruto de la razón, que recreará en muy pocos años el mismo sistema ordenado del que el viejo régimen había disfrutado. Y esto señala hasta qué punto había estado actuando la herencia del Gran Siglo que se caracteriza por la extremada perfección de sus formas.

Cuando todo ese sistema de ideales se transfiere al siglo XVIII, cuando este sistema comienza a ser para los hombres del siglo XVIII un modelo difícil de olvidar para los hombres de la Regencia, para los hombres de la época de Luis XV y de Luis XVI. Comienzan a pensar y se plantean el grave problema de la creación en cualquiera de los planos: la vida política, la vida social, literaria o plástica.

Entonces se advierte palmariamente cuáles son las características de este vasto legado del siglo XVII, esto que podemos llamar la herencia del Gran Siglo. Y se advierte que en ninguna otra época este sistema de ideales fue tan bien estructurado por una arquitectura tan compacta, tan rigurosa, tan ampliamente proyectada en todos los aspectos de la vida Y, sobre todo, que en ninguna época fue tan perfecto el sistema de relaciones que este sistema de ideales fue capaz de inspirar.

Sería difícil concebir un sistema de ideales que tuviera un reflejo más fiel en la realidad tal como lo tuvo en la época de Luis XIV, sobre todo de ideales estéticos, que se reflejen con más perfección en las tragedias de Corneille y Racine.  Y esta transformación, llevada a todos los planos, nos permitiría conocer cómo esta herencia habría proporcionado a la posteridad un sistema de ideales perfecto, en cuya perfección estaba indudablemente su propia satisfacción; en cuya perfección estaba inevitablemente asociada su propia esterilidad. El siglo XVIII vive agobiado por la perfección de la herencia del Gran Siglo y por la imposibilidad de renovarse dentro de esos cánones y frente a los cuales el espíritu se sentía impotente para crear otros nuevos.

Una cosa curiosa es que la gravitación esterilizadora que ejerce sobre el espíritu del siglo XVIII esta herencia del Gran Siglo se advierte también en el planteo de la situación de realidad que el siglo XVIII heredó del que lo había precedido. La misma sensación de perfección parece regir con respecto a la vida toda, en el orden político, social y económico. Los problemas que Luis XIV y Colbert habían intentado resolver seguían planteados y parecían mostrar a cada paso la evidencia del fracaso de la solución perseguida.

Sin embargo, todo ese sistema encuadraba tan bien dentro de un sistema razonablemente concebido, razonablemente dibujado, fruto de una extraordinaria discusión, que durante mucho tiempo la colectividad francesa, en presencia de estos fracasos, no descubre la posibilidad de evadirse de este sistema y no encontró la salida posible. Hasta tal punto que no la encuentra por fin sino una reversión total del sistema, que es la revolución.

Esto ocurre en la vida económica, donde los problemas que se plantearon a Luis XIV vuelven a aparecer, dando lugar a las más curiosas aventuras y planteando los más graves problemas que tiene que resolver, demostrando a cada instante que los viejos problemas se agudizan y que las viejas soluciones no sirven. Hay una especie de respeto religioso por este vasto sistema político y económico, social y espiritual que había constituido la herencia del Gran Siglo. Y si quisiéramos extremar el análisis veríamos cómo esta forma definitiva parece ser el saldo de la herencia de Gran Siglo de Luis XIV a los sucesores.

La hegemonía europea

Después de haber sufrido por mucho tiempo una situación de inferioridad, acentuada por la certidumbre de que muchas veces había estado a un paso de la hegemonía, Francia consigue establecer definitivamente su supremacía sobre Europa. Seguramente en las vísperas de la guerra de los Cien Años hubiera podido Francia realizar este anhelo de supremacía y no podría preverse cuál hubiera sido el destino de la historia europea si en ese momento Francia se hubiera transformado en la primera potencia del continente y hubiera impedido de ese modo la constitución del gran imperio de los Habsburgo.

La guerra de los Cien Años impidió la realización de ese anhelo y nuevas circunstancias, entre ellas la constitución del imperio de los Habsburgo, hicieron que en el curso del siglo XVI Francia quedara postergada frente a esta extraordinaria potencia, robustecida por la conquista americana, determinada por la concepción de una política europea un poco demodé, sostenida por una curiosa y excepcional personalidad, como la de Carlos V.

Pero cuando este vasto imperio empieza a declinar, Francia reconstruye su antiguo programa; un programa que nunca había estado muy claro, porque el programa de hegemonía europea que se insinuaba en las postrimerías de la Edad Media no sirvió, sin duda alguna, para el nuevo Estado, constituido después de Enrique IV. Pero aquella concepción de hegemonía estaba caracterizada por la nota peculiarísima de la vida medieval: una concepción indecisa del sentido de la hora nacional. Esta concepción revolucionaria de Bodin ante el panorama revolucionario de Inglaterra en el campo de la política práctica, adquiere en el siglo XVII un extraordinario vigor y un programa nuevo.

Este programa, que corresponde a la posición de Bodin, aparece en el momento que corresponde a la conquista de lo que llamamos sus fronteras naturales. Estaba dentro de esto toda la concepción de la soberanía territorial, y también económica, del mercantilismo, es decir, toda la concepción típica de los albores de la Edad Moderna según la cual un Estado podría alcanzar la supremacía a condición de que resolviera estos dos problemas: el de afirmación de la soberanía política y el problema de su autosuficiencia económica, dos formas de la soberanía. Este ideal de la conquista de las fronteras naturales que se percibe en cierto modo en el pensamiento de Enrique IV, que orientó la política de Luis XIV; éste ideal que por cierto vuelve a aparecer en Napoleón, supone mucho más de lo que hoy entendemos en su formulación y que nos parece una especie de renuncia a las aspiraciones imperialistas que en ese momento se formulaban.

Tenía que conseguir Francia en primer lugar lo que consiguió en el tratado de Westfalia, una situación de status quo dentro de la cual pudiera afirmar su personalidad como nación. Su finalidad se cumplió, haciendo llegar la jurisdicción del Estado hasta las fronteras. Estas fronteras, apenas discutidas en los Alpes, presentaban una línea oscura en el Rin. Fue necesario mover toda la política internacional, todas las organizaciones económicas y militares de los Estados para conseguir que al cabo de varios años Francia llevase su autoridad hasta la orilla izquierda del Rhin.

Se creó el primer ejército mercenario de Europa, gastando cantidades extraordinarias de dinero para conseguir esa finalidad y establecer al mismo tiempo los fundamentos jurídicos para justificar la guerra y para ocupar la ciudad de Estrasburgo, con lo que se cumplía este primer punto del programa francés para dominar sus fronteras naturales.

Este momento corresponde al momento de máxima afirmación del régimen mercantilista. Es el momento en que se llega al punto más alto de esta política orientada hacia la defensa inmoderada del oro, la defensa inmoderada de la riqueza, el afán de hacer que el comercio colonial reportara a Francia el mayor número de riqueza, el momento en el cual se realiza una política de la más desatada oposición a las potencias anti mercantilistas. Este pensamiento no hubiera sido posible en otro régimen que no fuera lo que empezaba a insinuarse como el régimen librecambista.

Para Inglaterra, que tenía pocas colonias pero que contaba con la buena voluntad de Holanda y Portugal para realizar su comercio, Francia constituía el enemigo más peligroso, más importante. El duelo es planteó alrededor de un pretexto cualquiera, con algo de tradicional, y ese pretexto fue el control de las bocas del río Rin. Inglaterra consiguió hacer en ese momento lo que en otro momento había intentado. Organizó una coalición de los enemigos de Francia, todos los cuales se decidieron a acosar al régimen de Luis XIV, para impedirle que cumpliera el pensamiento nacional, pensamiento de un régimen mercantilista, defensor de este régimen en los imperios y en los mercados hasta el punto de impedirle totalmente la posibilidad de expansión a una potencia que no tenía más aspiración que la preponderancia en el mar.

Este duelo significó, no la declinación en su primer momento de Francia, pero sí cierta situación de empate entre Francia e Inglaterra. La Liga de Augsburgo [1686] supo golpear en algunos puntos vulnerables y cuando se firmó la paz de Ryswick [1697], era el momento en que Francia empezaba a declinar, era el momento en el que el propio Luis XIV declinaba, casi declinaba también la rigurosa discriminación con que hasta entonces había planteado los problemas reales de la política europea, impulsado por una especie de frenesí, por las fuerzas de la necesidad un poco mágicas de llevar hasta su última posibilidad ciertos designios que había concebido otrora.

En el momento en que empalidece esta clara noción de la perspectiva que había caracterizado siempre a Luis XIV, se produce esta especie de señuelo que le ofrece a Francia la monarquía de España, en este momento en manos de Carlos II, y al borde de la vacancia sin un régimen de sucesión claro. Francia admite la posibilidad de llegar a un entendimiento con Alemania, y de sacar de la sucesión de España lo que ella, Francia, había menester para estar completa.

Comienza a luchar para imponer a España un príncipe francés. Interviene Inglaterra para impedirlo y se traba una nueva lucha que comienza con la muerte de Carlos II y que debía durar trece años, y cuyas alternativas día a día indicaban la declinación de la hegemonía francesa. Así quedó demostrado en el Tratado de Utrecht, en el año 1713. Inglaterra conquistó con la paz una situación de hegemonía en los mares que le permitía evitar que Francia pudiera disponer de los medios necesarios para lograr la hegemonía continental. En una palabra: Francia estaba condenada.

Esta situación es la que constituye en el plano de la vida política internacional la herencia del siglo. A esta situación llevó a Francia el empecinamiento de un régimen de autosuficiencia económica. También en este plano la perfección de los sistemas del Gran Siglo constituye para Francia una especie de lápida ilevantable.

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