MARÍA LAURA AMOREBIETA Y VERA
(CONICET/UNLP)
“Porque el pasado es mucho más extenso que el mero campo del saber crítico. Es eso, más esa curiosa aureola de cosas que se esconden y que constituyen ese fantasma al que se interroga, como a una esfinge, cada vez que se necesita medir los pasos con respecto al futuro.”
José Luis Romero
El auge que experimentaron, a partir de la década del ochenta, la “nueva historia cultural” y, en particular, los estudios en torno a las tres temáticas que componen el título del presente escrito –atribuido mayormente al impacto de las obras canónicas Comunidades imaginadas y La invención de la tradición–[1] desconoce, en verdad, que estas cuestiones ya habían formado parte de manera más o menos sistemática de la vasta empresa historiográfica conducida por José Luis Romero.[2]
Así pues, su obstinado interés por discurrir en torno al vínculo entre el hombre y su pasado lo condujo a sostener en 1975 que no había vida, acción o creación posibles sin una constante apelación al pasado, entendido este último como “la realidad misma, extinguida sin duda, pero viva y actuante en la conciencia de los vivos”.[3] En efecto, Romero advertía que no había conciencia sin pasado, de lo cual derivaba que, a fin de garantizar la existencia y reproducción de una sociedad en el tiempo, ésta debía volver sobre su pasado para efectuarle una serie de interrogantes fundamentales.
En primer lugar, la pregunta por la identidad. Y aquí el historiador agregaba: “El acto por el que una sociedad toma conciencia de sí misma es un acto intelectual resumible en la pregunta: ¿quiénes somos?”.[4] En ese punto de partida, en esa búsqueda de afirmación identitaria a través de la indagación de ciertos fragmentos significativos del pasado, una sociedad se enfrentaba a una segunda cuestión: su “creación acumulada”, esto es, la estructura real e ideológica, o lo que Romero también denominó como tradición, la cual al tiempo que constreñía, funcionaba como soporte para su conservación y/o transformación.
La tercera pregunta que se le debía efectuar al pasado remitía a la dialéctica, al cambio; lo cual implicaba juzgar aquel “mundo recibido” e identificar qué proyecto para el futuro surgía como opción frente a lo que “en ese instante” se encontraba establecido. Según Romero, interrogarse por los modos en que una sociedad ha ido transformándose constituía una acción fundamental en tanto “La imagen de la realidad y los modelos de cambio son los dos factores que introducen la dinámica del proceso histórico, puesto que hasta que no aparecen los segundos, la estructura tradicional recibe, explícita o implícitamente, un consentimiento que la confirma”. Solamente a partir de “una ideología proyectiva” podía emerger “una creación ‘creadora’”, es decir, se volvía posible modificar “el mundo recibido dentro de ciertas líneas de coherencia proporcionadas, al fin, por la misma estructura que se pretende modificar”.[5]
De modo que, en última instancia, una sociedad acudía a su pasado para interrogarlo sobre lo que en verdad constituían sus más decisivas preocupaciones, la sustancia y potencia del presente y, en especial, del futuro. Al respecto, cabe reparar en el hecho de que las consideraciones de Romero en torno a las formas en que las sociedades se vinculaban con la tradición, y las posibilidades y limitaciones que ese proceder comportaba surgieron de manera paralela o, incluso, antecedieron a aquellas efectuadas por otras figuras intelectuales que serían reconocidas por dichos aportes.
En ese sentido, en La actualidad de lo bello publicada en 1977, Hans-Georg Gadamer aseguraba que el pensamiento rememorante era el que habilitaba un acercamiento a la tradición por medio de su comprensión, interpretación y, por lo tanto, transformación. Pero además de conectar al hombre con la tradición –desde la cual pensaba y en la cual se encontraba arrojado–, ese accionar ofrecía la posibilidad de trazar un proyecto que lo lanzara hacia el futuro.[6] Por lo tanto, y como también había sido señalado por Romero, recuerdo, historicidad y proyecto iban necesariamente de la mano.
Por su parte, también en 1977, salía a la luz la ya clásica obra de Raymond Williams titulada Marxismo y Literatura, donde el intelectual galés –desconocido para Romero– haría referencia al concepto de tradición en tanto “fuerza activamente configurativa”. La misma, que era presentada como “algo más que un inerte segmento historizado”, poseía una naturaleza “selectiva”, es decir, constituía “una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente preconfigurado” que resultaba “entonces poderosamente operativo en el proceso de definición e identificación cultural y social”.[7]
A su vez, Williams elaboraría –sobre todo en trabajos anteriores al aquí citado– otra noción curiosamente ligada al interés de Romero por pensar aquellos instantes fugaces que se producían entre la crisis y el nacimiento, esto es, aquellos momentos creadores en los que asomaban nuevas formas culturales.[8] La expresión “estructura de sentimiento” –postulada por el primero para pensar las “partes más delicadas y menos tangibles de nuestra actividad” o, de manera más precisa, las transformaciones culturales vivientes y en desarrollo de un período determinado– se constituyó, pues, en una herramienta conceptual que posibilitaba acercarse a esos impulsos creadores que tanto desvelaron a Romero, donde modalidades, experiencias y sentimientos de naturaleza socio-cultural se insinuaban en su fase embrionaria o emergente mucho antes de verse formalizados, articulados o institucionalizados.[9]
Con todo, la inclinación de Romero a estudiar las circunstancias a partir de las cuales se creaban o nacían mundos nuevos –que lo llevaron a reflexionar sobre los modos en que las sociedades se volcaban sobre su pasado en épocas de crisis con el objetivo de “definir precisamente el significado de su misión en el ámbito de cultura en que se mueve, (…) dibujar su personalidad intransferible con nítido perfil, (…) afirmar con enérgica resolución su programa vital”– se puede rastrear tempranamente en su carrera.[10]
Hacia principios de la década del cuarenta, momento de indiscutible transformación de la sociedad y cultura argentinas, el historiador alertaba –tomando como ejemplo el caso de los griegos y romanos de la antigüedad– que, en el proceso de despertar de la conciencia histórica, podía ocurrir que una sociedad –ya sea poseedora de una extensa tradición o de un breve pasado– se lanzara a diseñar un “programa vital” que incluyera naturalmente ciertas direcciones sobre el futuro.
En ese momento, en donde se volvía imprescindible adoptar un posicionamiento frente a la realidad, la sociedad se veía obligada a sumergirse en su pasado a fin de “desentrañar un sentido que justifique su aventura, sea empobreciéndolo y esquematizándolo para destacar una línea precisa, sea exaltándolo y enriqueciéndolo hasta proveerlo de una significación de la que originariamente carecía”.[11]
Mucho antes de que se escuchara hablar de “usos” o “invenciones” del pasado, Romero observaba cómo en determinados momentos de crisis las sociedades, preocupadas “de manera viva y dramática” por su futuro, exacerbaban su actitud histórica y se sentían obligadas a reordenar “los elementos sociales y el conjunto de ideales y tendencias de que son portadoras” según ciertas ideologías, aunque condicionadas por la realidad –esto es, la creación acumulada o tradición–, a fin de trazar un nuevo destino.
En esa búsqueda por proyectar el futuro, la adopción de una “actitud histórica” asumía un carácter esencial en la medida que la crisis suscitaba “una interpretación historicista del desarrollo de la comunidad” expresada como “una conexión necesaria entre el pasado, la crisis y el futuro”, en donde esos elementos –otrora disgregados– aparecían reordenados “según una línea que el hombre occidental” suponía “forzosamente coherente con los principios radicales y perdurables de la estructura cultural”.[12]
Para que el futuro representado en esa línea de coherencia adquiriera, por un lado, “eficacia inmediata” y, por el otro, “legitimidad histórica” era indispensable, entonces, que los principios, ideales y tendencias que una sociedad proyectaba hacia aquel se retrotrajeran y hundieran su raíz en el pasado. Y, en este punto, Romero no solo hacía alusión a “la concepción construida y rigurosa del historiador”, sino que incluía también las concepciones de tipo “popular y anónimo, a veces simplista[s], pero con frecuencia aguda[s] y profunda[s]”, así como la “concepción esquematizadora guiada por los intereses inmediatos de la práctica, de la que suele ser portador el político o el hombre de acción”.[13]
En 1952, el historiador retomaba el caso del mundo antiguo para ejemplificar algunas de estas ideas ligadas a los procesos de reinterpretación del pasado en función de ciertas actitudes, necesidades y conveniencias de determinados grupos sociales. En efecto, Romero explicaba cómo los griegos de la época preclásica habían recogido –de acuerdo a los intereses propios de su círculo cultural– un amplio conjunto de leyendas a fin de establecer la significación de su pasado y proveer de orden a su existencia histórica “siguiendo una línea de desarrollo coherente”.
Ahora bien, hacia el siglo VI a.C. y frente a una profunda mutación de la realidad –que incluyó, entre muchos otros factores, el contacto de la tradición griega con la cultura de los pueblos orientales–, surgió una nueva “actitud histórica” de naturaleza crítica y rigurosa aplicada “al conocimiento de la historia de los hombres” y dirigida, a fin de cuentas, a “ajustar la imagen del pasado a esa realidad nueva para fijar las líneas de secuencia” que relacionaban “al pretérito con el presente”.[14]
Siglos después –al calor de una nueva serie de cambios fundamentales que afectarían a todo el mundo mediterráneo tras el surgimiento de la dominación romana– tomaría forma “una nueva conciencia histórica, débil al principio (…) pero que ya en el siglo II habría de dar sus frutos en la filosofía de la historia de Polibio”; derivando en un nuevo sistema de ideas en donde “la latinidad habría de constituir un elemento fundamental”. En ese contexto, Polibio intentaría una “vasta empresa intelectual, con la que se coronarían los sucesivos y encadenados esfuerzos hechos por los historiadores que le habían precedido para hallar una clave interpretativa de la historia” que resultó, además, funcional al grupo filohelénico de los Escipiones y su política expansionista.[15]
De esta manera, el historiador esbozaba con notable agudeza los aspectos centrales de un campo de estudios que solo varias décadas después cobraría especial vigor en el campo de las humanidades y ciencias sociales a nivel local e internacional; dejando en evidencia que “los esfuerzos por ofrecer interpretaciones de algún segmento particularmente significativo del pasado, y por difundir una versión e imponerla a otras que compitan con ellas”[16] merecían ser cuidadosamente examinados en tanto podían descubrir notas reveladoras del “repertorio de ideas, de creencias, de esperanzas, de preferencias y de odios, que forman (…) la personalidad singular del alma colectiva” en un determinado momento histórico.[17]
A mediados de los setenta, en una conferencia titulada “El historiador y el pasado”, Romero volvería a poner en juego aquellas nociones a partir del ejemplo de los romanos antiguos, quienes al interrogarse sobre su identidad, se lanzaron a edificar un pasado glorioso. Así pues, decidieron que no eran descendientes de unas “pobres tribus del Lacio”, sino que en sus orígenes se hallaban las admirables tradición y cultura griegas.
Según el historiador, este proceder no resultaba azaroso o excepcional, sino que se repetía en la historia occidental de múltiples maneras, donde el “problema de la identidad, de cuándo comienza el torrente de ideas al que cada uno se siente adherido, la corriente religiosa a la que se pertenece, el partido político por el que se tiene simpatía” era consecuencia de una determinada organización de los elementos del pasado. “Según se elija un conditor u otro, un fundador u otro, el sentido total de la interpretación del pasado será diferente y en consecuencia, si es distinta la orientación del pasado, es distinta también la del presente y del futuro”,[18] sentenciaba Romero.
Así, el historiador mostraba una vez más cómo las sociedades exploraban, seleccionaban y moldeaban su pasado en función de ciertas búsquedas o necesidades identitarias, dando por resultado una versión del mismo que –acentuando ciertos elementos y rechazando otros– ofrecía una sensación de legitimidad y continuidad con el presente, al tiempo que indicaba determinadas direcciones para el futuro.
Ahora bien, las posibilidades de ese accionar no eran infinitas en tanto la coherencia constituía una conditio sine qua non para garantizar la continuidad de la sociedad. Al respecto, el historiador explicaba que la libertad al momento de recrear el pasado y la identidad no era total y que la mayor restricción de todas provenía justamente del pasado mismo: “Hay cosas que no podremos hacer (…) simplemente por lo que hemos hecho ya, y las alternativas que nos quedan son unas cuantas (…) pero innegablemente dentro de una línea de coherencia que, cuando se pierde, arrastra consigo toda la coherencia del proceso histórico, o sea la del grupo social”.[19]
El ejemplo del mundo romano –donde después de importantes conflictos, se aceptaría finalmente el cristianismo– resultaba nuevamente iluminador:
Estaba la opción de Constantino; estaba la de Juliano el Apóstata. La de Constantino significaba la disolución del mundo romano, y efectivamente el mundo romano terminó, porque perdió la posibilidad de seguir siendo coherente; no se podía seguir viviendo al mismo tiempo en la creencia de que el alma era mortal y en la creencia de que era inmortal. Imposible. La opción significaba alterar el estilo de vida, el sistema fundamental de creencias, y alterar naturalmente todo lo que derivaba de ese sistema de creencias.[20]
Así pues, más allá del carácter maleable del pasado, Romero también llamó la atención sobre los límites que enfrentaban los sujetos históricos al momento de llevar adelante esas operaciones. Recuperando sus consideraciones, es posible sostener entonces que el pasado de una sociedad se presenta siempre con un peso propio que quienes buscan intervenir sobre el mismo no pueden ignorar. Hay siempre en él determinados caracteres –imágenes, valores y representaciones– y modos de concebirlo –mitos, rituales, relatos y liturgias– sedimentados en el tiempo que difícilmente sea posible o deseable desechar por completo. En función de esto, podría decirse que hacer tabula rasa del pasado resulta impracticable si lo que se pretende es asegurar la continuidad y, en estrecha relación, el orden de un determinado grupo social.[21]
El antropólogo indio-americano Arjun Appadurai advertía en 1981 algo muy parecido a lo que Romero ya había sugerido desde la historiografía argentina:
[El] cambio cultural no es reacio ni radical. Es el tipo de adaptación no dramática que podemos entender mejor si comprendemos que el pasado es un recurso cultural gobernado por reglas, por ende, finito. Al igual que con otro tipo de reglas culturales todo es posible pero solo algunas cosas son permisibles. (…) La cultura está abierta a revisiones, revitalizaciones o subversiones. Es la función de las normas que gobiernan los ineludibles debates acerca del pasado asegurar que, cuando el cambio ocurre, no sea completamente a costa de la continuidad de la cultura.[22]
Si bien “todo es posible” al momento de explorar, reconstruir y usar el pasado, para Romero existía necesariamente un marco de lo admisible –otorgado justamente por la tradición– el cual, al tiempo que condicionaba el alcance de esa potencialidad, se ofrecía asimismo como sostén y garantía del acto creador:
Toda la vida histórica es creación; cada palabra que pronunciamos, cada gesto que hacemos, cada vínculo que establecemos, todo es creación.
Pero esto no quiere decir creación ex-nihilo. Es una creación coherente, como son coherentes las generaciones; la creación es coherente y hunde su raíz, en el sentido más estricto de la palabra, en una tradición. Cada uno elige la suya, como cada uno elige su pasado, y la creación se combina, se arma podríamos decir, en un sistema armonioso y completo en el que la tradición y creación se integran, casi se confunden del todo; usamos una palabra clave: decimos que se ha logrado un estilo. Hay algo, una cierta continuidad en virtud de la cual la creación se inserta en la tradición. La creación es algo que ocurre en cada instante, se acumula; hay una creación que va a empezar a funcionar dentro de un instante más, y luego otra dentro de otro instante más. La creación es una ventana abierta hacia un futuro que es la vida histórica desconocida.[23]
En su firme y singular búsqueda por “llevar adelante una obra de reconstrucción de la realidad social (…) capaz de dar cuenta de su desconcertante y contradictoria riqueza”,[24] Romero fue delineando a lo largo de su vida una visión de la historia que incluyó, entre muchas otras, una serie de ideas y nociones fundamentales relativas a la cuestión de la identidad, la tradición y lo que luego sería nombrado como usos del pasado; todo ello como consecuencia de su empeño por examinar los modos en que las sociedades se lanzaban a aprehender las transformaciones ocurridas en el mundo en que vivían, procuraban hallar algún tipo de respuesta al problema de la identidad y trataban de precisar direcciones seguras para su futuro.
En este sentido, cabe finalizar el presente escrito añadiendo que esa arista de su proyecto historiográfico no obedeció sino al hecho de ser él mismo también un historiador frente al destino nacional. Es que, al igual que Mitre, Romero conjugó el “hombre de acción” y “de reflexión seria y metódica”, lo cual supuso naturalmente que sus indagaciones historiográficas se encontraran ligadas a sus inquietudes por el futuro; y, justamente a causa de ese ineludible cruce entre historia y política es posible atribuir al segundo las mismas palabras que había concedido al primero: “el fervor de comprender lo que vivía (…) era para él estímulo para aguzar la comprensión y descubrir en el Pasado las raíces de la Realidad inmediata.”[25]
A su vez y fiel a su insistencia en que toda creación del pasado debía ser coherente e insertarse en una tradición, Romero se inscribiría deliberadamente en la tradición político-ideológica forjada y encumbrada por Mitre pero con la intención de reinterpretarla y enriquecerla como vía para afrontar las dificultades que, a sus ojos, experimentaba la Argentina moderna.[26] En efecto, más allá de que entendiera y estimara lo que, según su opinión, había constituido la principal preocupación de aquel legendario “historiador-político” –esto es, la necesidad de “reconstituir la línea de coherencia de nuestro Pasado, proporcionar una conciencia clara del presente y fundamentar en una clara conceptuación de las ideas que informaban el desarrollo histórico una política postulada para el futuro”–,[27] también advirtió los límites de su programa político e historiográfico, al tiempo que se propuso superarlos en sus diferentes escritos consagrados a la Argentina y América Latina.[28]
Con todo, la admiración, comprensión y revisión de la lectura del pasado nacional ofrecida por Mitre encontraban, pues, su razón de ser en el hecho de que, como éste, Romero también “creía en la nación y creía ver en la nebulosa del Pasado argentino el hilo conductor de ese Proceso por el cual la nación se delineaba, sus signos inequívocos, su arquitectura, secretamente determinante de las formas circunstanciales que adoptaba el cuerpo social”.[29]
[1] Anderson, Benedict, Comunidades Imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 2013 [1983] y Hobsbawm, Eric y Ranger, Terence, La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002 [1983].
[2] De hecho, es preciso recordar que el propio Romero había afirmado, a mediados de la década del setenta, en sus conversaciones con Félix Luna lo siguiente: “Imago Mundi fue una revista que publiqué con un grupo grande de colaboradores desde 1953. Era un viejo proyecto mío en cuanto a su orientación… Recuerda usted que su subtítulo era ‘Revista de historia de la cultura’. Era una defensa, un alegato, una toma de posición en el campo historiográfico. Como usted se imaginará, yo nunca me he sentido muy cómodo entre mis colegas, porque, por mi formación, nunca he tenido la vocación de ser un documentalista. (…) yo siempre me he sentido un poco marginado. Con esa revista yo quise defender el punto de vista de la historia de la cultura, o sea, dicho de una manera muy vaga, una concepción integral de la historia que no terminaba en la historia política; que iba mucho más allá, que era mucho más comprensiva en sentido filosófico, que comprendía muchas más cosas y quería ser mucho más profunda. Incluyendo la historia convencional, sin duda, pero incorporándole una cantidad de cosas y dándole un tipo de unidad que la mera historia política no puede llegar a lograr nunca”. Romero, José Luis (en adelante, JLR) citado en Luna, Félix, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Sudamericana,1986, p. 138.
A su vez, cabe destacar que si bien Romero se encontraba ciertamente influenciado por el historicismo de la filosofía alemana de principios de siglo XX, sus reflexiones epistemológicas y metodológicas desde el campo de la historiografía en torno a la relación entre pasado, presente y futuro, que culminarían en su elaboración del concepto de “vida histórica”, lo acompañaron a lo largo de toda su vida intelectual, mucho antes del señalado despegue que experimentaría la historia cultural y, en particular, los estudios sobre usos del pasado en las últimas décadas del siglo XX.
[3] JLR, “El hombre y el pasado”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1975], p. 21.
[4] JLR, “El hombre y el pasado”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1975], p. 22.
[5] JLR, “El hombre y el pasado”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1975], pp. 22-23.
[6] Al respecto, Gadamer afirmaba: “como seres finitos, estamos en tradiciones, independientemente de si las conocemos o no, de si somos conscientes de ellas o estamos lo bastante ofuscados como para creer que estamos volviendo a empezar (ello no altera en nada el poder que la tradición ejerce sobre nosotros). Pero sí que cambia algo en nuestro conocimiento si arrastramos las tradiciones en las que estamos y las posibilidades que nos brindan para el futuro, o si uno se figura que puede apartarse del futuro hacia el cual estamos viviendo ya, programar y construir todo de nuevo. Por supuesto, tradición no quiere decir mera conservación, sino transmisión. Pero la transmisión no implica dejar lo antiguo intacto, limitándose a conservarlo, sino aprender a concebirlo y decirlo de nuevo”. Gadamer, Hans-Georg, La actualidad de lo bello: el arte como juego, símbolo y fiesta, Buenos Aires, Paidós, 1991 [1977], p. 54.
Estas reflexiones, cabe señalar, tuvieron como punto de partida una serie de conferencias pronunciadas en 1957 que posteriormente aparecerían agrupadas en un libro, donde el filósofo alemán sostuvo que esta última “no oye más bellamente la voz que le viene del pasado, sino que, reflexionando sobre ella, la reemplazará en el contexto donde ha enraizado, para ver en ella el significado y el valor relativo que le conviene”, denominando a este “comportamiento reflexivo cara a cara de la tradición” como “interpretación”. Gadamer, Hans-Georg, El problema de la conciencia histórica, Madrid, Editorial Tecnos, 1993 [1963], p. 43.
[7] Williams, Raymond, Marxismo y Literatura, Buenos Aires, Las cuarenta, 2009 [1977], p. 153.
[8] Romano, Ruggiero, “Entronque”, en JLR, La cultura occidental, Buenos Aires, Alianza Argentina,1994, pp. 129-141.
[9] Al respecto, se sugiere ver: Williams, Raymond, Cultura y Sociedad 1780-1950. De Coleridge a Orwell, Buenos Aires, Nueva Visión, 2001 y La larga revolución, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2003.
Por otra parte, resultan notorias las siguientes palabras de Romero pronunciadas en 1933: “El genio, especulativo de George Simmel ha agregado a la consideración de lo histórico un principio extraordinariamente rico en posibilidades. Dice Simmel, en un breve ensayo titulado El conflicto de la cultura moderna, que la vida es una potencia creadora de vigor tal que perpetuamente crea nuevas formas de cultura. Una vez creada una de esas formas, toma enseguida vida independiente y adquiere una autonomía y vitalidad propias. Pero una vez que esa forma cultural ha sido creada, y que su proceso de independización ha sido cumplido, sucede que la vida —creadora una vez más, siempre— encuentra que su nuevo impulso creador se siente frenado por esas formas que creó antes y que ahora subsisten como formas, solamente, aunque quizá desprovistas de espíritu.
Hay, pues, un conflicto permanente entre las formas ya constituidas de la cultura y el impulso creador, siempre renovado. La vida ha creado múltiples formas culturales que han cumplido en su hora principalísimo papel, y que han sido después el más duro obstáculo para el desenvolvimiento de las nuevas e infinitas posibilidades del espíritu”. JLR, “La formación histórica”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1933], pp. 47-48.
[10] JLR, “El despertar de la conciencia histórica”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1945], p. 67.
[11] JLR, “El despertar de la conciencia histórica”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1945], p. 68.
[12] JLR, “Las concepciones historiográficas y las crisis”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1943]. pp. 95-96.
[13] JLR, “Las concepciones historiográficas y las crisis”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1943]. p. 97.
[14] JLR, De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico de la cultura griega, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1952.
[15] JLR, “Estudio preliminar”, en Polibio, Historia Universal, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1965.
[16] Cattaruzza, Alejandro, Los usos del pasado. La historia y la política argentina en discusión, 1910-1945, Buenos Aires, Sudamericana, 2007.
[17] JLR, “La formación histórica”, en: La vida histórica, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008 [1933], p. 41.
[18] JLR, “El historiador y el pasado”, Anuario del IEHS, nº 2, Tandil, 1987, p. 15.
[19] JLR, “El historiador y el pasado”, p. 17.
[20] Ídem.
[21] Amorebieta y Vera, María Laura, “‘200 años es una sola vez’. Los discursos y las prácticas conmemorativas de los gobiernos de Argentina, Ecuador, Bolivia y Venezuela durante sus bicentenarios de “independencia” (2009-2011)”, Tesis doctoral, 2019. Disponible en: https://memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.1783/te.1783.pdf
[22] Traducción mía. En el original: “(…) culture change is neither reluctant nor radical. It is the kind of undramatic accommodation that we can better understand if we grasp that the past is a rule-governed, therefore finite, cultural resource. As with other kind of cultural rules anything is possible but only some things are permissible. (…) Culture is open to revision, revitalization or subversion. It is the function of norms governing the unavoidable debates about the past to ensure that when change does occur it is not entirely at the cost of culture continuity”. Appadurai, Arjun, “The past as a scarce resource”, en: Man. Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland, volumen 16, número 2, 1981, p. 218.
[23] JLR, “El historiador y el pasado”, Anuario del IEHS, número 2, Tandil, 1987, p. 18.
[24] Halperin Donghi, Tulio, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo económico, volumen 20, número 78, 1980, p. 255.
[25] JLR, “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Buenos Aires, La Nación, 1943.
[26] Halperin Donghi, Tulio, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo económico, volumen 20, número 78, 1980, p. 265.
[27] JLR, “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Buenos Aires, La Nación, 1943.
[28] Al respecto, se sugiere ver: Romano, Ruggiero, “Entronque”, en JLR, La cultura occidental, Buenos Aires, Alianza Argentina,1994, pp. 136-138 y Halperin Donghi, Tulio, “José Luis Romero: de la historia de Europa a la historia de América”, Anales de historia antigua y medieval, número 28, 1995.
[29] JLR, “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Buenos Aires, La Nación, 1943.