José Luis Romero y la vida universitaria en el siglo de los extremos

PABLO BUCHBINDER
(Universidad de Buenos Aires – CONICET)

En la política y el gobierno universitario

Fueron los claustros de la universidad argentina el ámbito en el que José Luis Romero desarrolló lo esencial de su carrera académica. Pero quizás la frase pueda pecar de cierta inexactitud. Para cualquier intelectual con activo y visible compromiso con la vida pública como Romero, desarrollar una carrera universitaria moderadamente prolongada en la Argentina de los años centrales del siglo XX constituía un desafío difícil de cumplir. Las intervenciones a las casas de altos estudios producidas luego de los golpes de estado de 1930, de 1943, de 1955, de 1966, de 1976, y la llegada del peronismo al gobierno en 1946 y en 1973, entre otros, provocaron expulsiones y desplazamientos de actores de peso, de influencia, y en algunos casos también, de notable prestigio en la vida universitaria. José Luis Romero no fue ajeno a estos vaivenes y varios de ellos tuvieron un impacto significativo en su carrera. De todos modos, no se puede analizar su trayectoria durante este “siglo de los extremos”, tal como lo denominaría E. Hobsbawm, sin tener presente su relación con la vida académica.

El itinerario académico de Romero se inició con sus estudios de Historia en la Universidad Nacional de La Plata. Allí, luego de graduarse, ejerció la docencia en la cátedra de Historiografía. Pero el golpe de 1943 y sobre todo los procesos que lo siguieron forzaron su desplazamiento, circunstancia que compartió con otros reconocidos académicos opuestos públicamente al peronismo desde distintas vertientes políticas. El gobierno surgido de la revolución de junio de 1943, y el peronismo más tarde, inauguraron una nueva relación entre la política y la vida universitaria. Ambas se imbricaron de un modo novedoso desde entonces y esta última perdió los márgenes de autonomía que muchos de sus protagonistas habían intentado conservar hasta entonces, con cierto éxito, incluso en tiempos de la hegemonía conservadora de los años treinta. Los episodios que se vivieron desde junio de 1943, sobre todo a partir de las intervenciones a las universidades y en particular luego de la liderada por Jordán Bruno Genta en la Universidad Nacional del Litoral, generaron una tensión inédita entre los universitarios y las autoridades nacionales. El grueso de la comunidad universitaria, en particular su movimiento estudiantil, se movilizó activamente contra el gobierno primero y luego contra la candidatura presidencial de su heredero, Juan D. Perón. Romero participó -ya por entonces comprometido activamente en la militancia socialista- en este movimiento opositor. Manifestó entonces, públicamente, su preocupación por fortalecer el compromiso político de los universitarios con una cultura republicana y democrática.  En diciembre de 1945, dos meses antes de las elecciones que consagrarían a Perón como Presidente de la Nación, en un acto convocado por el Partido Socialista, pronunció una vehemente apelación a los universitarios para que se involucrasen en la vida pública. En ese contexto, marcado por la reciente derrota de la Alemania Nazi, aquella no podía ser acompañada sino por una clara defensa de los principios democráticos. Los deberes de los universitarios para con el país, en este contexto, se sintetizaban en la necesidad de avanzar en el estudio de su realidad, por un lado, pero sobre todo en la formación ciudadana.[1]

Durante algunos de los años del gobierno de Perón, Romero encontró en Montevideo, en  la Universidad de la República, un lugar donde continuar enseñando historia en el nivel superior. En septiembre de 1948 recibió una invitación del Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay. En este contexto, un grupo de estudiantes de la recientemente creada Facultad de Humanidades le sugirió al Decano que lo invitara para dictar dos conferencias. A partir de 1949, Romero  fue contratado para dictar los cursos de “Introducción a los Estudios Históricos” y de “Filosofía de la Historia”. Aparentemente fue Emilio Ravignani, historiador y dirigente radical, también profesor desplazado de su cargo en el medio universitario argentino y director de un Instituto en la Universidad de la República, quien lo consultó informalmente sobre la posibilidad de su contratación en Uruguay, lo que revela la solidaridad derivada de la común condición de perseguidos políticos en la Argentina.

Entre 1951 y 1952 Romero llevó a cabo una estadía de varios meses en la Universidad de Harvard gracias a una beca de la Fundación Guggenheim que le permitió trabajar con los fondos medievales de la Biblioteca Widener. Durante esos años siguió manteniendo un vínculo estrecho con estudiantes y graduados recientes de la Argentina sobre todo a través de su actividad en la revista Imago Mundi. En sus conversaciones con Félix Luna se refirió a la configuración de una “Universidad en las sombras” para aludir a las actividades llevadas a cabo durante esos años alrededor de esta publicación. En ella confluían estudiantes disconformes con la enseñanza universitaria de las humanidades con reconocidos intelectuales y especialistas en el desarrollo de esas mismas disciplinas.

El derrocamiento de J. D. Perón en septiembre de 1955 y el movimiento de la  Revolución Libertadora abrieron una nueva etapa en la relación de José Luis Romero con la Universidad. A partir de allí asumiría responsabilidades de notable envergadura en el gobierno de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Días después del golpe militar, las autoridades revolucionarias solicitaron a los estudiantes nucleados en la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA) que presentaran una terna para elegir al Rector. La propuesta estuvo conformada por Vicente Fatone, José Babini y Romero, quien fue finalmente el elegido. La decisión reflejaba el ascendiente en términos intelectuales y políticos que este último conservaba entre los jóvenes estudiantes y graduados. En 1960 se hizo cargo de la Dirección de la Revista de la Universidad de Buenos Aires, que inició entonces su quinta época. Dos años más tarde, en noviembre de 1962, asumiría el Decanato de la Facultad Filosofía y Letras de la UBA, cargo al que renunció en el año 1965.

Con la caída de Perón se había abierto una nueva etapa, que permitió el regreso a la universidad de un núcleo de científicos, investigadores y especialistas que se habían visto obligados a abandonar los claustros por presiones de diverso tipo motivados por su oposición al gobierno que asumió en junio de 1946. Los años en los que Romero ocupó un papel central en el gobierno universitario estuvieron marcados por las exigencias de una coyuntura particularmente conflictiva. Su discurso de asunción del rectorado de la UBA está marcado por el impacto de aquella. Algunos de los motivos que lo dominan reflejaban, posiblemente, los consensos que compartían tanto figuras del mundo de la política que acompañaron a la Revolución Libertadora como los estudiantes y graduados, que participaron en la reorganización de las casas de altos estudios durante los primeros tramos de esa experiencia política.[2] Esto puede advertirse sobre todo en la insistencia en la necesidad de reconstituir el cuerpo docente de las universidades sobre la base de los principios de la capacidad y la idoneidad académica, pero también de la rectitud y la honestidad.  En el discurso recuperó el valor de la autonomía universitaria, cuyo desenvolvimiento y vigencia –sostenía- debían estar asociados a una necesaria modificación de la fisonomía y funciones de las casas de altos estudios. El optimismo sobre el papel fundamental y positivo que iban cumplir los estudiantes y los graduados en la etapa que se avecinaba constituyó otro de los argumentos sobre los cuales sostuvo su discurso.

La experiencia de J.L Romero en el Rectorado de la UBA fue breve ya que abandonó el cargo el 17 de mayo de 1956, 8 meses después de asumir. Al mismo tiempo renunció el ministro de Educación que lo había designado, Atilio Dell’Oro Maini. La causa de la renuncia, solicitada a ambos por el entonces presidente Pedro E. Aramburu se debió a la oposición pública de Romero al artículo 28 del decreto 6403. Este decreto, sancionado por la misma Revolución Libertadora, había otorgado un nuevo marco legal al funcionamiento de las universidades y había garantizado la autonomía universitaria de las instituciones públicas en un sentido incluso mayor al de los tiempos de la Reforma Universitaria. El artículo 28 abría la puerta a la iniciativa privada, que estaría autorizada, desde entonces, a fundar universidades con capacidad para otorgar títulos habilitantes para el ejercicio de las profesiones liberales.

Romero compartió la oposición a ese decreto con muchos de los graduados y estudiantes que lo acompañaron en su breve experiencia en el rectorado. Dos años después, cuando el gobierno del Presidente Arturo Frondizi avanzó en el mismo sentido a través de la presentación de un proyecto de ley que regulaba los modos de creación y formación de universidades privadas, dando origen al célebre conflicto conocida con el nombre de “laica y libre”, Romero fur uno de los oradores principales de la concentración organizada por los opositores a la iniciativa. Para la mayoría de ellos, Universidad libre era sinónimo de universidad confesional y católica.

En un reportaje que brindara a Radio Colonia sobre el tema expresó su preocupación por el avance de los grupos católicos en el espacio público. En su perspectiva, el gobierno de Arturo Frondizi desconocía sus promesas electorales girando así de modo evidente hacia la derecha. La renovada presión de los grupos católicos sobre los gobiernos había comenzado con el de Uriburu pero había alcanzado su mayor triunfo con el de Perón. Finalmente, se había prolongado también durante el de la Revolución Libertadora.  A través de esta influencia -sostenía Romero-  el catolicismo intentaba contrarrestar el proceso de emancipación de la tutela religiosa que signaba la historia contemporánea de Occidente. La desconfianza frente a las estrategias de los católicos y su presunción de que la reglamentación del artículo 28 sólo constituía un paso más en su intento por expandir su influencia fundaba la oposición de Romero. Se trataba de evitar su gravitación en el ámbito estatal. Si bien, ante la pregunta del periodista, reconocía el carácter limitado de las demandas de aquellos, afirmaba que estas constituían sólo un primer paso en el intento de control de la cultura pública. En este marco, su oposición se inscribía, además, en una lectura de la historia occidental que recuperaba, en un lugar central, la conquista de la libertad de conciencia y pensamiento luego de siglos de conflicto con la Iglesia. [3]

Sin embargo, no eran éstos los únicos motivos que fundamentaban su oposición. Por un lado insistía en el carácter inoportuno de la medida, que tendía a fragmentar a los involucrados en los procesos de transformación universitaria iniciados en 1955. Por otro subrayaba, como lo haría en más de una oportunidad, los valores ligados a la construcción de una sociedad integrada e igualitaria, que la aparición de la universidad privada ponía en cuestión. Sobre este tópico volvería varias veces a los largo de estos años. Al rememorar el episodio en sus Conversaciones con Félix Luna, afirmaría de modo contundente: “Yo creo que en la Argentina no hay que hacer nada que separe, y la universidad privada estaba destinada a separar y ha separado”.[4] Defendía con vehemencia así el papel integrador que ya había atribuido en algunos de sus escritos a la educación universitaria.

En la Universidad de los años sesenta

El contexto universitario en el que Romero desenvolvió su actividad académica y política durante la primera mitad de la década de 1960 estaba experimentando transformaciones sustantivas y ya era muy distinto de aquel que se había visto forzado a abandonar en 1946. Tulio Halperin ha destacado que la caída del peronismo abrió para Romero la posibilidad del inicio de una carrera pública, cuyo atractivo entraba en tensión con su “más antigua y profunda vocación de estudioso”. En este contexto ha señalado que, si bien lo seducía la idea de una trayectoria de esta naturaleza, “nunca puso en ella la obsesiva concentración que se requiere para llevarla adelante con pleno éxito”. La opción, finalmente, por la vocación de estudioso se explicaba para Halperin “por la relación ambigua que iba a establecerse entre Romero y ese nuevo tiempo argentino”.[5]

Una de las expresiones más evidentes de los cambios en el contexto universitario podía advertirse en el estudiantado. El número de estudiantes universitarios se había multiplicado desde principios de la década de 1950. En 1945 alcanzaba los 47 mil, en 1955 llegaba a 138 mil, y en 1965, el año en que Romero renunció al decanato en la Facultad de Filosofía y Letras, ya superaba los 222 mil. Los cambios en el número y composición del estudiantado -la feminización de la matrícula universitaria constituyó uno de los factores que explican el crecimiento de su número- fueron acompañados por otros de naturaleza política. Luego de la caída de Perón, la Argentina ingresó en un período de fuerte inestabilidad, vinculada en gran medida con la proscripción del peronismo y con las permanentes intervenciones militares. El clima de la guerra fría y la introducción de la Doctrina de la Seguridad Nacional añadieron nuevos componentes a la aguda conflictividad que se vivía en el país durante aquellos años.

La Universidad argentina, en particular la UBA,  vivió además, entre 1955 y 1966, una etapa de modernización y renovación que, analizada retrospectivamente, hoy ha perdido el brillo con la que se la recordaba hace algunos años. Durante el período inmediatamente posterior a la Revolución Libertadora, gracias en gran medida, al ya mencionado decreto 6403, las universidades públicas se reconstruyeron sobre la base de los principios de la autonomía y el cogobierno. La generalización, al menos en los primeros años de esta etapa, de la selección de los profesores por concurso permitió una renovación sustantiva del cuerpo docente. La ampliación del número de profesores con dedicación exclusiva y la importancia otorgada a la investigación posibilitaron que la casa de altos estudios pudiese iniciar un lento ensayo que revertía, en algún punto, su condición tradicional  y a menudo casi excluyente de centro de formación y titulación de profesionales liberales, que la había caracterizado desde la segunda mitad del siglo XIX. Silvia Sigal ha destacado, además, como uno de los rasgos sustantivos de esa transformación, los cambios en la composición de la matrícula, que se expresó en un aumento del número de estudiantes en carreras nuevas, y en otras hasta entonces profundamente alejadas de los intereses de la mayor parte de ellos.[6]  De todos modos, este proceso de transformación se concentró en algunas áreas de la Universidad porteña. Fue especialmente intenso en la Facultad de Ciencias Exactas y en algunas cátedras o institutos de la de Medicina, donde Bernardo Houssay recuperó, en alguna medida, el lugar que había conservado hasta 1945. En Filosofía y Letras, la Facultad de la que Romero sería Decano desde 1962 y de la que era profesor en las cátedras de Historia Social General e Historia Medieval, el ímpetu renovador fue canalizado sobre todo a través de las nuevas carreras de Psicología y Sociología, y de algunos núcleos de profesores e investigadores como el que constituyó Gino Germani en la carrera y el Instituto de Sociología o el mismo Romero en el Centro de Estudios de Historia Social.

La conflictividad social y política signó también esta etapa y la Universidad no fue ajena a aquella. La radicalización de gran parte de los estudiantes y graduados que habían acompañado el proceso de transformación iniciado en 1955 fue un factor que la marcó y contribuyó a debilitar los proyectos renovadores, que el golpe de junio de 1966 y la intervención a las universidades del mes siguiente terminó por clausurar. Como señaló Oscar Terán, el fracaso de la propuesta transformadora encarnada por Arturo Frondizi a partir de 1958 y sobre todo la Revolución Cubana con su giro hacia el socialismo de 1961 animaron ese mismo proceso de radicalización.[7] Además, durante esos años se agudizaron, a raíz del crecimiento acelerado del número de estudiantes, los problemas presupuestarios que también provocaron las protestas y movilizaciones de los estudiantes. La crítica al llamado “científicismo” y el cuestionamiento al financiamiento externo -sobre todo los provenientes de fundaciones empresarias norteamericanas- que recibían, algunos de los integrantes de los núcleos renovadores durante aquellos años constituyeron otras facetas del conflicto entre varios de los protagonistas de la vida universitaria. En este escenario dinámico y transformador, pero también intensamente conflictivo, Romero desarrolló su actividad como profesor universitario y como decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Tulio Halperin ha señalado, al reseñar brevemente la trayectoria de Romero en su papel como rector y decano,  que en aquella universidad surgida luego del derrocamiento de Perón “le era cada vez menos fácil reconocer aquella que él habría querido ver surgir luego de la experiencia peronista”. Para Halperin esto incluía un rechazo al nuevo estilo que se imponía desde 1955, en el que, a diferencia de la Universidad de la primera mitad de siglo ,“la política” era más exclusivamente política.[8] Muchos de quienes ejercieron funciones de liderazgo en el mundo académico de aquellos años y presidieron la reconstrucción de la universidad desde 1955 creyeron que era posible constituir formas de funcionamiento de la dinámica universitaria relativamente autónomas, características de los años de la Reforma, que el peronismo había obturado desde sus orígenes. Pero el clima de estos años era muy distinto. Filosofía y Letras era percibida entonces como uno de los núcleos centrales de la disidencia política y, en ese sentido, cuestionada públicamente. La figura de Romero –cimentada ya entonces en su trayectoria socialista- contribuía a acentuar este papel. Era percibida como una facultad liderada por un decano indudablemente identificado con la izquierda y que incluso se había pronunciado años antes, de modo claro y contundente, a favor de la Revolución cubana. En definitiva el contexto marcado por la exclusión del peronismo primero y por el impacto de la guerra fría y la doctrina de la seguridad nacional más adelante mostraron con contundencia los límites que encontraba el esfuerzo por preservar la autonomía universitaria de la dinámica política más amplia.[9] No es extraño entonces que el paso de Romero por el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras estuviese surcado por fuertes conflictos con distintos integrantes de la comunidad académica de la institución. La ya mencionada radicalización del movimiento estudiantil, que contó con un escenario privilegiado en la Facultad, fue un fenómeno con el que debió lidiar durante su gestión.

Un análisis, incluso superficial, de los debates en el Consejo Directivo de la Facultad durante los años en los que fue presidido por Romero muestra las dificultades para poder fijar un marco a la intensa vida política y deliberativa, caracterizada por la presencia permanente de debates sobre cuestiones extrauniversitarias. El estudio de los conflictos dentro del movimiento estudiantil y de los integrantes de éste con las mayorías de profesores y graduados revela las limitaciones para encauzar las controversias que afectaban al funcionamiento de la institución. Militantes estudiantiles de distintas vertientes del socialismo y comunistas se enfrentaron en repetidas oportunidades en el espacio del Consejo Directivo. Aún cuando mantenían acuerdos en relación con diversos aspectos del funcionamiento de la Facultad, al introducir en el ámbito académico aspectos relativos a la vida política nacional, los integrantes de los distintos claustros se enfrentaban entre si. En marzo de 1964 se produjeron graves incidentes a raíz de la toma de la Facultad por un grupo de alumnos. En diciembre de ese mismo año, Romero mantuvo un fuerte conflicto con los representantes estudiantiles a raíz de la sanción de una ordenanza que, por “elemental prudencia”, ordenaba suspender los actos políticos en los recintos de la institución. En julio de 1965, la detención y la muerte de algunos integrantes de un grupo de estudiantes pertenecientes a un núcleo insurgente en la provincia de Salta puso a la Facultad en la primera plana de los diarios. Un mes más tarde, un estudiante de la carrera de antropología fue asesinado en circunstancias que no terminaron de dilucidarse. Pero los frentes del conflicto eran múltiples, ya que a las controversias con sus colaboradores y a los conflictos con el movimiento estudiantil se sumaba la tensión en el Consejo Superior, en particular con el decano de la Facultad de Derecho, Marco Aurelio Risolía –que exigía la intervención de la Facultad- y las denuncias en algunos de los principales diarios como La Nación, circunstancias que obligaron a Romero, en más de una oportunidad a realizar aclaraciones de distinto tipo en el ámbito de aquel organismo. En el contexto de avance de la doctrina de la Seguridad Nacional, la Facultad era objeto de agresiones permanentes. Un comandante de la Gendarmería Nacional llegó a afirmar, en declaraciones al diario La Prensa, que constituía un lugar de enlace y conexión de grupos guerrilleros.[10]

Romero llevó a cabo gestiones para lograr la liberación de los estudiantes en Salta, que las agrupaciones estudiantiles agradecieron, y se ofreció a mediar en sus conflictos. Pero las tensiones internas se agudizaron en particular durante la segunda mitad de 1965 A principios de  noviembre de ese año, tras un enfrentamiento con dirigentes estudiantiles presentó su renuncia al decanato; días después la retiró y la volvió a presentar casi inmediatamente. Las tensiones no se originaban sólo en los conflictos con el movimiento estudiantil. También mantenía fuertes controversias con otros actores de la vida institucional de la Facultad e incluso con algunos de sus colaboradores. Muchos de los actores de la vida de la Facultad, con quienes se había enfrentado de modo reiterado, se movilizaron para pedirle que revisase su decisión. Pero ésta se reveló irrevocable. El 11 de noviembre de 1965, el Consejo Directivo designó como Decano a Luis Aznar.

Pensar la universidad

Los escritos de Romero sobre la universidad surgen, por lo general, de sus discursos como autoridad y miembro de los organismos de gobierno universitarios y de sus pronunciamientos públicos sobre situaciones que involucraban al mundo académico. Algunos de ellos son el resultado de intervenciones originadas en invitaciones de instituciones de enseñanza superior y de publicaciones periódicas o medios que solicitaban su opinión sobre distintos aspectos de la enseñanza superior.  No era Romero un especialista o un estudioso en particular de estos problemas, sobre los que se contaba ya a mediados de los sesenta con una nutrida bibliografía. De todas formas, cabe destacar también que la mayor parte de sus escritos sobre el tema no expresan un posicionamiento directo y concreto sobre aspectos coyunturales sino que revelan preocupaciones más amplias sobre el papel de la universidad en la sociedad, tanto argentina como latinoamericana, y sobre todo de sus limitaciones a la hora de cumplir con funciones fundamentales relacionadas con los agudos desafíos y exigencias que mostraba la evolución de esas mismas sociedades pasada ya la primera mitad del siglo XX. Ocupan un espacio reducido en sus intervenciones algunos de los motivos que inspiraron gran parte de los análisis sobre la situación de las casas de altos estudios de aquellos años, o incluso los reclamos y protestas de los estudiantes, desde el problema presupuestario hasta las formas de ingreso a la universidad.

Constituye una clave fundamental de los escritos y pronunciamientos públicos de Romero sobre la universidad la renuencia a pensar en esos problemas privilegiando los desafíos de corto plazo. En este sentido, otro de los rasgos distintivos de sus escritos sobre estas cuestiones es el limitado espacio que en sus reflexiones sobre los desafíos que debía afrontar la Universidad, otorgaba a los aspectos relativos a su organización institucional y política como la autonomía o el cogobierno. Incluso, en uno de sus últimos textos sobre el tema, escrito en el trágico contexto de los inicios de la Dictadura en 1976, sostenía que la forma de gobierno universitario, la participación de los claustros y su alcance y el papel que debiera corresponder a los estudiantes eran todos temas importantes y en ocasiones candentes pero tenían implicaciones más sociales y políticas que estrictamente “universitarias”.[11] Para Romero, lo urgente, en este caso, era asegurar en los claustros la libertad de expresión. No sería posible la construcción de una comunidad universitaria en un ámbito signado por el temor y la falta de libertad.

Son particularmente significativas, en este sentido,  sus reflexiones en relación con la tradición y la herencia de la Reforma universitaria. Esta última constituía una dimensión fundamental de la identidad de gran parte de los universitarios argentinos y latinoamericanos. Esa misma identidad había experimentado transformaciones sustantivas bajo el peronismo. En aquellos años se había asociado a la defensa de la autonomía y a la participación de los claustros en el gobierno universitario, suprimida por la legislación entonces vigente. Aunque debilitado por el avance del movimiento Humanista, de raíz católica, durante los años sesenta, en los claustros el reformismo, heredero de los movimientos de 1918, seguía constituyendo para muchos de los protagonistas de esta etapa una referencia ineludible. En la articulación y vinculación entre la universidad y la vida pública, la Reforma había cumplido un papel central. Romero había subrayado en 1956 que el impulso renovador que había inspirado a la Reforma había arrancado a la universidad de su “culpable indiferencia” frente a los problemas del país. Había dado origen a la idea de comprometer a los universitarios con las inquietudes sociales y políticas que conmovían a la nación.

Pero la tradición reformista experimentó un nuevo proceso de resignificación desde los años sesenta. Ser reformista se asociaba por entonces a significados muy diversos. Algunos de esos motivos pueden encontrarse ya en un texto publicado en 1956, en el que reflexionaba sobre el legado del movimiento de 1918. Era una oportunidad para presentar un diagnóstico del estado de situación de la Universidad Argentina. En este contexto, los legados de la Reforma eran reinterpretados en base a los límites que había exhibido a la hora de promover transformaciones profundas en la vida universitaria: “La Reforma de 1918 apenas pudo lograr escasísimos frutos”.[12]

En este sentido, cabe destacar que, cuando Romero se refería a los límites de la Reforma, no priorizaba una perspectiva centrada en las dimensiones institucionales y políticas. Tampoco cargaba las tintas sobre las consecuencias en la vida universitaria de las políticas llevadas a cabo por el conservadorismo de los años treinta o el peronismo, que habían conllevado un claro retroceso del reformismo. Eran los ideales de transformación cultural y del sentido de la vida universitaria en su conjunto, que defendieron varias de las principales figuras del movimiento de 1918, como Deodoro Roca o Alejandro Korn, los que se situaban en el centro de su interpretación. Pasados más de treinta años, la universidad no había logrado superar la orientación profesionalista de su enseñanza, el predominio del verbalismo y las limitaciones de la formación pedagógica de sus profesores, que habían constituido parte sustantiva de los reclamos de aquel movimiento. En este contexto, recuperaba las ideas de los líderes de 1918, que habían cuestionado la noción dominante de la universidad como una mera “yuxtaposición” de escuelas profesionales. Criticaba la extrema especialización y sostenía la necesidad de fortalecer la formación general. Al mismo tiempo señalaba que el saber universitario requería su articulación con un profundo compromiso político, aunque no partidario: “no hay saber sólido si la conciencia en que se aloja es éticamente deleznable”.[13]

El balance que Romero ofreció de la situación universitaria a fines de los años cincuenta era particularmente crítico, pero estaba sostenido en un fuerte optimismo, basado en la idea de que era posible una transformación sustantiva de aquella. Las instituciones debían revisar sus fines, su organización, su sistema pedagógico y su espíritu. Las limitaciones que presentaba la estructura académica argentina podían sintetizarse en varios aspectos, pero en un lugar central se situaba la ausencia de una auténtica comunidad académica, circunstancia vinculada a la vez a la casi inexistencia de un profesorado con dedicación exclusiva. Se trataba de una universidad aún orientada sustantivamente por las tendencias profesionalistas y cuya enseñanza permanecía impregnada aún de un verbalismo incompatible con la ciencia y la pedagogía moderna.

Romero sostenía que el atraso de la Universidad en los diversos campos del saber era evidente y esto se traducía en notorias dificultades para formar profesionales y técnicos que estuviesen en condiciones de resolver los problemas que la Argentina debía afrontar en diversos campos. La universidad argentina, desde su perspectiva, no podía ni siquiera ser eficaz en la formación profesional, por su debilidad a la hora de afrontar la misión de la formación del hombre en términos amplios y generales. El cuestionamiento al profesionalismo, un tradicional motivo que animaba los debates sobre la universidad desde principios de siglo, aparece de modo frecuente en sus reflexiones. De todos modos, reconocía la necesidad de que la universidad argentina continuara cumpliendo con esta función. Pero para que pudiese desempeñarla de modo eficaz, era necesario que se articulase con la actividad científica y con la formación humanista. La “formación del hombre” constituía -señaló en más de una oportunidad- la base indispensable para una adecuada y eficaz formación profesional.

La resistencia a quedar prisionero en sus reflexiones de los problemas suscitados en el corto plazo se advierten también en el discurso que pronunció al inaugurar, en su condición de Decano, los cursos del año 1964 en la Facultad de Filosofía y Letras, en un contexto signado por tensiones cada vez más intensas.  Romero no eludió una respuesta sobre el origen de estas tensiones. Pero su lectura, también en este caso, se sostiene en la necesidad de encontrar explicaciones fundadas en la evolución contemporánea de las humanidades. Esta explicación iba entonces más allá de los problemas cotidianos que impregnaban la vida de la Facultad. Las ya mencionadas limitaciones del presupuesto universitario, denunciadas por el díscolo movimiento estudiantil de los sesenta, ocupan un lugar importante en su discurso. Sin embargo, los argumentos desplegados aquí escapan a una caracterización de la situación universitaria condicionada por un problema de recursos. El desafío se condensaba en las dificultades para responder a las preguntas que el desarrollo contemporáneo imponía a las humanidades y, consecuentemente, a la comunidad de la Facultad. Su principal preocupación consistía en pensar los problemas de la educación superior en un contexto global marcado por nuevas inquietudes y preguntas por el futuro de la humanidad.

La respuesta a estas preguntas requería de políticas de promoción científica a gran escala. El descontento permanente que era posible notar en la comunidad de Filosofía y Letras era producto de la desproporción inmensa entre los recursos disponibles y las necesidades actuales y los proyectos futuros de sus miembros. Era necesario comprometer al Estado y a la Universidad en la organización de investigaciones de largo aliento. Se trataba, en todo caso, de recursos que permitiesen afrontar los grandes problemas nacionales en cuyo estudio la Universidad podía desempeñar un papel fundamental, entre ellos, y en lugar destacado, situaba el de la educación.[14]

El papel de la Universidad en la construcción de una sociedad más homogénea e integrada constituyó otra de las preocupaciones centrales de Romero. En los escritos de los años 1958 y 1959 se definen con mayor precisión las responsabilidades de la Universidad a partir de un análisis de las tensiones que recorrían la sociedad argentina. Romero reconocía que los hombres de la primera generación reformista habían advertido la incapacidad de la Universidad para comunicarse con su sociedad. En la Argentina existía una sociedad pero no una comunidad y en este marco pensaba las responsabilidades de la Universidad: “Le ha correspondido a la Universidad la misión de contribuir al logro de la homogeneidad de la sociedad, al logro de la aceleración del proceso de articulación entre los grupos de la sociedad argentina”.[15]  Por supuesto, esto conllevaba pensar también en las formas a través de las cuales la Universidad podía cumplir con esa función. En este contexto, le otorgaba un papel central a la Extensión. Esta misión de integración que Romero atribuía a la Universidad argentina la extendía también al espacio latinoamericano. Su sociedad había perdido coherencia en los últimos años y estaba conformada por grupos débilmente articulados y con escasa capacidad de comunicación entre ellos. Era necesario que alguna instancia con capacidad de reconocimiento moral e intelectual promoviese esta comunicación. En este marco reflexionaba también sobre el papel de la Universidad. Una de sus preocupaciones centrales, expresadas ya en sus intervenciones vinculadas con la creación de las universidades privadas residía en la necesidad de contribuir a la creación, en el espacio latinoamericano y sobre todo argentino, de una sociedad más articulada, más homogénea y con canales de comunicación más fluidos entre sus diferentes estratos. Sostenía, en este contexto, la necesidad de que la universidad no se constituyese sobre un principio de injusticia social.

Reflexiones finales

José Luis Romero falleció en Tokio, en febrero de 1977 mientras llevaba a cabo actividades en la Universidad de las Naciones Unidas. Su vínculo con la Universidad argentina era ya por entonces distante y desde hacía unos 10 años al menos, se encontraba relativamente alejada de ésta. Su relación con el mundo académico local estuvo surcada por vaivenes permanentes que lo alejaron de él por períodos extensos. La imbricación entre la universidad y la política lo mantuvieron al margen durante los años del primer peronismo. Fue un protagonista central de la transformación universitaria de los años comprendidos entre 1955 y 1966 por su papel como Rector de la UBA y Decano de su Facultad de Filosofía y Letras. También lo fue por su papel en la renovación de los estudios históricos, en las formas de enseñanza y en el impulso a nuevas perspectivas en la investigación a partir de su actuación en la cátedra de Historia Social General y del Centro de Estudios de Historia Social en los primeros años sesentas. Pero se trató, al menos en su expresión formalmente universitaria, de una etapa relativamente breve. No fue tampoco el único que abandonó la universidad antes de la intervención de 1966. Gino Germani, el fundador de la sociología moderna y científica en la Universidad, lo hizo sólo un poco tiempo antes. Tanto la trayectoria de Romero como sus escritos, incluso los de los años en que se desempeñó como Rector y Decano,  muestran su distanciamiento con aquello que amplios sectores de la sociedad argentina reclamaban de la universidad, que era aún entonces, sobre todo la formación de profesionales liberales. Su experiencia revela también los límites para poder transformar esa realidad en el contexto conflictivo de la Argentina de los años de la Guerra fría. En definitiva expone, tanto en su trayectoria académica como en sus escritos, lo distante que estaba esa realidad del modo en que concebía y pensaba la función de la universidad. Sus reflexiones de 1955 revelan cierto grado de optimismo en torno a la posibilidad de transformar la orientación general de la vida académica. El contexto de la década siguiente pondría límites infranqueables a esas esperanzas de transformación.


[1] José Luis Romero, “Universidad y Democracia, 1945”. En José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 349-353.

[2]  José Luis Romero, “Asunción del Rectorado de la Universidad de Buenos Aires. 1955”. En José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 353-356.

[3]  Romero, José Luis. “Sobre el problema universitario“. La Vanguardia, Buenos Aires, 18 de setiembre de 1958. [Entrevista de Radio Colonia].

[4] Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008, 143.

[5] Tulio Halperin, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en José Luis Romero, Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, CEAL, 1982, 187-236.

[6] Silvia Sigal, Intelectuales y poder en la década del sesenta, Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina editores, 2002, 43 y siguientes.

[7] Oscar Terán, Nuestros años sesentas, Buenos Aires, Puntosur editores, 1991, 129 y siguientes.

[8] Tulio Halperín, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en José Luis Romero, Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, CEAL, 1982, 187-236

[9] De todos modos, cabe señalar que Romero mismo, en alguno de sus trabajos señaló la imposibilidad de volver a los tiempos de la Reforma.

[10] “Reaparecerán los guerrilleros”, en La Razón, 19 de junio de 1964.

[11] José Luis Romero, “Examen de la Universidad. 1976”. En Perspectiva Universitaria, N 1, Buenos Aires, Noviembre de 1976. Reproducido en José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos , Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 401-410. 

[12]José Luis Romero, “La Reforma Universitaria y el futuro de la Universidad Argentina, 1956”, en José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 359.-370 

[13] José Luis Romero, “La Reforma Universitaria y el futuro de la Universidad Argentina. 1956”, en en José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 359-370.

[14] José Luis Romero, “Inauguración de cursos en la Facultad de Filosofía y Letras”, en José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 388-396.

[15] José Luis Romero, “La extensión universitaria”, en José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, , Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, 371-377.