Si algo está claro en el campo de los estudios latinoamericanos es que carecemos de un sistema de conceptuación apto para plantear rigurosamente los problemas que deben ser sometidos al análi – sis histórico. Enfrentados con una vasta realidad, compleja y difusa, nos hallamos desprovistos de claves para introducirnos en ella y comenzar a desbrozarla hasta lograr una claridad suficiente como para estar seguros de que lo que sometemos a examen son campos homogéneos, fenómenos comparables, situaciones verdaderamente significativas. La historia latinoamericana espera un riguroso planteo de su problemática general, por encima de la problemática nacional o regional pero sin desprenderse de éstas y escapando de las generalizaciones imprecisas: son los primeros niveles de abstracción los que estamos necesitando. Porque es bien sabido que nadie podría acogerse a una tradición intelectual válida para explicar sucintamente la historia de Latinoamérica como puede explicarse, por ejemplo, la historia de Europa; prueba evidente de que faltan los cuadros en que puedan organizarse los muchos conocimientos acumulados, y en que queden a la vista los vastos y numerosos vacíos que esos conocimientos manifiestan. Y, sin embargo, es seguro que, más allá de sus diversidades, Latinoamérica es una unidad social y cultural que puede y debe entenderse primero, precisamente, en su unidad. Hay, pues, por delante una vasta tarea para los latinoamericanistas de largo aliento que comprendan la importancia, mediata e inmediata, de esta exigencia intelectual.
Son, sin duda, los estudios comparativos los que contribuirán a satisfacerla, siempre que sobrepasen los límites de la información y se orienten hacia la interpretación ceñida y rigurosa de los datos. Pero es imprescindible definir los problemas. Acaso uno de los más sugestivos sea el de las tensiones entre campo y ciudad, una dialéctica que opera en el fondo de muchos otros problemas latinoamericanos y cuyos términos son lícitamente comparables. Pero se requiere intentar una incursión hacia los orígenes del problema y, además, sacarlo de los marcos que sugieren inicialmente su formulación.
Campo y ciudad son dos realidades diversas que parecen contraponerse y que, de hecho, muchas veces se han contrapuesto. Son distintos paisajes que alojan sociedades distintas y que han servido de fondo a procesos distintos. En ocasiones, esos paisajes, esas sociedades y esos procesos se han interpretado en alguna medida; la aldea rural ha conservado ciertos módulos de la vida campesina a pesar de desarrollar ciertas formas primarias de vida urbana. Pero la ciudad que decididamente ha emprendido el camino de su desarrollo, extrema sus tendencias y se convierte en una entidad cuyos caracteres la alejan del mundo rural, aun cuando mantenga sus conexiones con él. Son, precisamente, esas relaciones las que han creado la tensión entre campo y ciudad, que a veces ha desembocado en hostilidad y enfrentamiento.
Sin duda son dos realidades físicas distintas. Son, además, dos tipos de sociedad distintos y desarrollan dos tipos de procesos históricos también distintos. Pero hay más. Esas sociedades tienen dos distintas formas de vida. Costumbres, normas y fines inmediatos son distintos en las sociedades urbanas y en las sociedades rurales. Cada una de ellas ha elaborado una diferente forma de mentalidad, precisada y afinada con el tiempo, que se consustancia con su propia forma de vida. El contraste es percibido desde fuera, pero es vivido desde dentro. Pueden llegar a ser dos mundos con escasos puntos de referencia; pueden llegar a rechazarse; y pueden llegar a enfrentarse.
El enfrentamiento, que se ha dado varias veces en la historia latinoamericana, es el punto crítico de una tensión sostenida. Si apareció en cierto momento y se ha mantenido como simple tensión, pero se ha deslizado hacia enfrentamientos violentos, es porque hay algo más profundo que la diferencia de paisaje, de sociedades, de formas de vida o de mentalidad. Todo ello ha concurrido a formar dos concepciones de la vida y, lo que es más importante, dos interpretaciones de la realidad y dos modelos o proyectos para la vida de la sociedad y del individuo. No son solamente dos realidades las que manifiestan su tensión: son, en el fondo, dos ideologías. Precisamente, como tensión entre dos realidades sociales y, al mismo tiempo, como tensión entre dos ideologías, es como debe plantearse el problema para que muestre su raíz. Campo y ciudad se enfrentan en la realidad, mientras se oponen en la misma lucha una ideología rural y otra urbana. Son muy distintas las proyecciones de una y otra.
En rigor, en Latinoamérica es ése un problema heredado. Existía en el Portugal y en la España de la conquista, como existía en toda la Europa occidental. Lo trajeron los conquistadores y quedó planteado en la vida latinoamericana como una constante de su desarrollo social y cultural. Pero no sólo con los caracteres que tenía en Portugal o España, sino también con los que adquirió en Latinoamérica, desde un principio y a lo largo del tiempo. La tensión entre campo y ciudad se transformó en un problema estructural, de su desarrollo social y cultural y la transformación de la tensión en conflicto suele ser signo de una conmoción profunda que ha sacudido los fundamentos mismos de la estructura.
Por lo que el problema tiene de heredado y transmitido y por lo que tiene de original y autóctono, parece imprescindible rastrear primero sus raíces y analizar luego qué peculiaridades adquirió en Latinoamérica.
Los antecedentes y sus supuestos
Esos conquistadores que tomaron posesión de la tierra americana encontraron una realidad desconocida a la que enfrentaron —era inevitable— con esquemas intelectuales y con actitudes personales que correspondían a su propio trasfondo social y cultural. Una tradición de más de cuatro siglos había conformado sus mentes, tras la más profunda transformación que se había producido en la estructura de la Europa occidental a partir del siglo XI. Por entonces se desencadenó en esa área un lento y sordo proceso que comenzó a modificar la fisonomía de un mundo que, habiendo sido eminentemente urbano en la época romana, se había ruralizado a partir de la época de las invasiones germánicas y la crisis del Imperio Romano. Rural fue la Europa
feudal, en la que desaparecieron muchas ciudades y perdieron sus típicas funciones urbanas todas las que subsistieron. Pero en el seno de la Europa rural organizada feudalmente por las aristocracias conquistadoras, empezó a constituirse hacia el siglo XI una Europa urbana, mercantil y burguesa. Las ciudades fueron al principio pequeños enclaves de reducida importancia. Pero en ellas aparecieron nuevas actividades relacionadas con el tráfico mercantil y con el uso del dinero que acabaron por constituir, en breve plazo, una economía de mercado que influyó directa o indirectamente sobre toda la estructura
feudal, minando tanto el sistema social y económico como el sistema político.
De pronto la ciudad se transformó en un núcleo social con una insospechada capacidad operativa. En ella se concentró y se multiplicó la capacidad de acción de sociedades muy compactas, con nuevos y renovados proyectos, que adquirieron desde el comienzo un alto grado de racionalidad. Pero también empezó a concentrarse una creciente masa de capital dinerario en manos de gentes que no pensaban en atesorarlo —como se hacía en los grandes señoríos laicos o eclesiásticos— sino en invertirlo para que se reprodujera. Frente a la predominante economía de consumo, la ciudad impulsó una economía de mercado. Y donde la ciudad aparecía y prosperaba, “mercantilizaba” toda su área de influencia. Se advirtió que la ciudad era un instrumento de acción económica y política. Cuando se quiso aprovechar y acentuar la ola de expansión económica, se fundaron ciudades en regiones poco o nada explotadas, y la sociedad compacta de las ciudades estimuló su desarrollo asegurando, al mismo tiempo, su pleno control a través del núcleo urbano, que multiplicó las posibilidades militares del castillo al tiempo que desencadenaba insospechadas fuentes de riqueza. Más aun, en zonas fronterizas, como las que ocuparon los alemanes en su “marcha hacia el este”, la ciudad funcionó como el mejor instrumento de seguridad y eficacia para operaciones mixtas, económicas y políticas.
La vieja nobleza se mostró, en un principio, hostil a las ciudades, y con razón, porque en ellas aparecieron muy pronto los movimientos de comuna, promovidos por los burgueses contra los señores para limitar los privilegios señoriales y obtener, en cambio, garantías personales para ellos y seguridad para sus operaciones mercantiles y artesanales. Los movimientos de comuna —verdaderos motines urbanos en muchos casos— tuvieron éxito en muchas ciudades, y la posición de los burgueses se fortaleció con detrimento de la de los señores. Hubo, pues, una acentuación de la hostilidad feudal contra las ciudades, en las que se vieron peligrosos gérmenes de disolución del orden establecido.
Pero entretanto, el movimiento de emigración hacia las ciudades primero, y luego el ejercicio de la vida urbana, condujeron a la progre – siva formación de una peculiar concepción de la vida que configuró una ideología, una verdadera ideología urbana, que está insinuada desde el origen del proceso de urbanización y que adquirió clara fisonomía hacia el siglo XIII. Sus elementos eran, en parte, negativos. Implicaban una negación de las formas de vida propias de la servidumbre rural, y en general, de la vida rural misma, en cuanto significaba una desvalida dependencia de la naturaleza. Pero eran también positivos. Se relacionaban con la libertad, con la seguridad jurídica que podían darle al ciudadano las cartas o fueros, con la seguridad física que le proporcionaban las murallas. Se relacionaban, además, con las posibilidades de individualización de cada uno, de desarrollar las propias capacidades, de dirigir racionalmente el destino individual y el del grupo social; con la necesidad de sentirse a salvo de las tormentas y las fieras, del hambre y los bandidos; con el deseo de gozar de cierto bienestar material en una casa que estuviera pegada a otra casa. Pero dos cosas, sobre todo, conformaron la naciente mentalidad urbana desarrollada por las nuevas burguesías: la posibilidad de aplicarse a una actividad que permitiera el ascenso económico y el anhelo de vivir dentro de una sociedad compacta en la que se equilibrara la solidaridad social con un libre desenvolvimiento del individuo racional. Una concepción profunda de la vida interpenetraba esta concepción, acaso sordamente.
Pese a la crisis y a los trastornos sociales, la mentalidad urbana prosperó, y la atracción de las ciudades fue vehemente. El movimiento fue del campo a la ciudad, precisamente porque cada vez más gente quería vivir como en las ciudades. Del siglo XIV al XVI, muchos testigos percibieron el fenómeno. Quienes se sentían adheridos a las viejas tradiciones señoriales execraron a las ciudades y a la ideología urbana. Pero nadie se atrevió a defender —sino como resultado de un orden divino— la vida de los campesinos, fueran siervos o libres. Se defendió el orden tradicional, dentro del cual era necesario que hubiera campesinos sometidos a los señores, pero no los encantos de la vida campesina tal como transcurría en la realidad. Sí se la defendió, en cambio, idealizándola.
La contraposición entre la vida urbana y la vida rural era un tema viejo, pero se actualizó, referido a las condiciones de la época y el lugar. El Arcipreste de Hita desarrolló el tema del ratón campesino y el ratón ciudadano, porque el flanco por el que pareció defendible la vida campesina era el de la idealización de la paz rural. Así surgió —justamente en la época de la conquista de América— una vasta literatura nostálgica que suele llamarse bucólica o pastoril, de remota inspiración helenística y tradición virgiliana. La evocación de los encantos de la vida en el seno de la naturaleza, entre bosques, fuentes y mansos rebaños, libre de los sobresaltos de la vida urbana, al margen de las falaces ambiciones que agitaban las cortes y ciudades, nutrió la poesía de Poliziano y se transformó en materia convencional de una nutrida literatura. Siguieron ese camino Sannazaro en la Arcadia, Montemayor en la Diana, Urfé en la Artrea, Sá de Miranda y Garcilaso en las Eglogas, fray Luis de León en La vida retirada; y un severo moralista como Antonio de Guevara siguió la huella en Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Sosegada existencia de pastores contemplativos pareció ser la vida rural a la luz de esta literatura nostálgica, que fingía ignorar la condición de los siervos o las dramáticas insurrecciones campesinas del siglo XIV y del XV o las más próximas de los campesinos alemanes en 1525 o de los comuneros castellanos vencidos en Villalar pocos años antes. Pero, en rigor, los hechos no tenían mucha importancia para esas creaciones literarias que se emancipaban en el proceso de elaboración de una ideología rural, contrapuesta ala ideología urbana en ascenso. Los hechos que importaban eran otros más generales, relacionados con las formas de vida que expresaban las tendencias sociales y económicas del mundo de la época.
Tras el delineamiento de estas dos ideologías, ciertamente, se ocultaba la percepción de un cambio en las formas de vida, en un mundo que se había deslizado de una estructura
feudal a otra nueva que adoptaba los caracteres impuestos por el desarrollo mercantil y capitalista. Ese deslizamiento se había acelerado en los dos siglos anteriores a la conquista de América, y de alguna manera influyó en su desencadenamiento tanto en Portugal como en España, aunque de distinta manera.
Antes autónomo, el mundo rural comenzó a perder, lentamente, su independencia a partir del momento en que cobró cierto vuelo la economía de mercado. El viejo dominio señorial era un mundo cerrado que producía para sí mismo y en el que hallaba principio y fin la vida de los rustici, siervos o libres, que lo poblaban. Le era dado al señor y a sus vasallos salir de él, recorrer sus contornos y hasta atreverse a largos viajes movidos por las necesidades de la política y la guerra. Pero las clases sometidas no trasponían sus límites ni sospechaban otros horizontes. Fue la aparición de las ciudades, con sus mercados y sus posibilidades de otras actividades económicas, lo que permitió salir de su mundo cerrado, generalmente huyendo secretamente. Para los fugitivos —que muy pronto compondrían núcleos importantes de burguesías urbanas— el campo era la servidumbre, las ciudades la libertad: no era difícil comprender la significación antitética de una y otra forma de vida, ni que alrededor de esa experiencia se construyeran dos ideologías antagónicas. Pero en el terreno de los hechos económicos también sufrió el mundo rural un progresivo y significativo cambio. Si perdió su independencia fue porque la economía de mercado empezó a introducirlo dentro de su juego y a someterlo cada vez más a su influencia. Mientras que antes el dominio señorial producía para sí mismo; la presión de la naciente economía mercantil lo fue forzando poco a poco a que produjera para el mercado. Vagaban por toda España los grandes ovinos de los soberbios señores de la Mesta porque los tentaban los altos precios que pagaban por sus lanas las ciudades textiles de Flandes. Pero también las carnes eran cada vez más solicitadas por las poblaciones urbanas que crecían, como sus granos, sus hortalizas, sus vinos y sus aceites. Las ciudades centralizaban la circulación de esos productos y le exigían al mundo rural —a través de la secreta coacción que ejercía la esperanza del lucro— una dependencia que se reflejaba en la peregrinación a las ferias y mercados, de los que dependían cada vez más la fortuna o la estrechez de los productores. Hasta se advirtió que la escasez o la abundancia de los productos en las ciudades dependía no sólo del azar de la producción sino también de la eficacia de la distribución y del juego de los precios. De ser la única fuente de riqueza, el campo pasó a ser una de las dos alternativas que se ofrecían al que buscaba el lucro y la fortuna.
Con todo, la tierra seguía siendo la fuente primera de producción, y la nobleza la conservó cuando pudo y luchó por conseguirla o extenderla cuando las circunstancias le fueron favorables: nada tan desaforado como la voracidad con que los grandes castellanos crearon grandes dominios después del triunfo de los trastámaras en Castilla. Si antes había sido la tierra preferentemente un instrumento político y en un grado menor un medio de producción, a medida que se desarrolló la economía de mercado se invirtieron los términos. Con ello pudo alcanzar la nobleza unas rentas en dinero iguales o superiores a las que poseían quienes habían hecho fortuna en el comercio o la banca. Pero en los campos la vida fue acaso más dura que antes, no sólo para el campesino dependiente sino también para el arrendatario o el pequeño propietario, huérfanos de protección, librados a los azares climáticos y, además, sometidos en el mercado al juego de la competencia y a los azares de la oferta y la demanda.
La contraposición se fue haciendo cada vez más ostensible en la realidad: dos cosas distintas eran la ciudad y el campo, y distintas las formas de vida que ofrecían. Se vivió la antítesis como una opción relacionada con el transcurso de la vida cotidiana y sobre todo, con el futuro de cada uno, especialmente de quienes querían ascender social y económicamente. Esa proyección de una forma de vida en un esquema del futuro que podía ofrecer, generó y nutrió las dos ideologías.
La ideología rural se manifestó en dos niveles muy diferentes: una fue la de la nobleza y otra la de las clases campesinas subordinadas. El señor estaba consustanciado con la forma de vida de sus dominios, en los que se sentía como un pequeño rey, con su pequeña corte y su círculo de fieles vasallos, con su numerosa servidumbre y con crecido número de gentes que vivían y trabajaban en sus tierras. La ideología rural que correspondía a esta forma de vida era, simplemente, una ideología señorial, que incluía una concepción paternalista de sus relaciones con las clases subordinadas y una actitud dispendiosa y despreocupada de una riqueza que sabía segura. Pero a medida que se desarrolló la economía de mercado y se produjeron los primeros cambios sociales y políticos, hubo señores que prefirieron estar cerca del poder real que crecía, y aceptaron una concepción cortesana de la vida que era, al fin, otra ideología. En cambio, los nuevos ricos que quisieron consolidar su status se plegaron a la antigua ideología rural de los señores y soñaron con abandonar las ciudades para instalarse en los dominios que podían adquirir y llevar allí la vida de esos pequeños reyes cuya posición social envidiaban. Y estaban ya plegados a esa ideología desde mucho tiempo los pequeños nobles sin haber —valvasores, hidalgos o segundones prácticamente desheredados en virtud del principio de mayorazgos— que soñaban con obtener de alguna manera las tierras con las que pudieran consolidar su condición nobiliaria. La apertura de frontera donde esas tierras pudieran conquistarse fue el clamor que hicieron oír muchas veces los pequeños nobles sin haber.
Pero era otra la ideología rural de los campesinos, los arrendatarios o los pequeños propietarios. Consistía sobre todo, en cierto acatamiento del orden constituido, en la aceptación del paternalismo señorial como esquema social más seguro que no la riesgosa independencia de quienes tentaban escapar de la dura protección de los señores para correr la aventura de incorporarse a la nueva sociedad que se constituía en las ciudades; y acaso en una vigorosa adhesión a la sencilla y espontánea manera de vivir del campesino que ajustaba su existencia cotidiana al compás de la naturaleza y a la rutina familiar y experimentada de la siembra y la recolección, de la cría de animales domésticos o de las faenas del hilado y el tejido. Era, en el fondo, una ideología conservadora, indiferente o acaso hostil al cambio, que en muchas mentes aparecía como una diabólica invención.
Diabólica o no, la ideología urbana era el resultado de un agudo proceso de concientización. Eran, precisamente, las formas de la vida natural y espontánea las que habían sido cuestionadas, y la respuesta fue imaginar una manera de vivir que las reemplazara. Lo esencial de esa nueva ideología fue la aceptación del cambio. Implicaba una imagen del hombre distinta de la tradicional, precisamente en que lo independizaba de la rutina y lo situaba en el camino de forjar su propio destino con la ayuda de su capacidad racional y de su voluntad. Era una ideología apropiada a las nuevas tendencias al ascenso social y económico. Vigorosamente individualista, impulsaba a la aventura prometedora, al riesgo calculado, al juego que ofrecía ciertas posibilidades de éxito. Estaba unida al correcto uso del dinero, que consistía en evitar el gasto superfluo, en practicar el ahorro para que su monto creciera hasta convertirse en un capital que pudiera producirse. Y poseía su propia moral —el honor burgués— que ponía límite a la codicia.
Eran, pues, dos ideologías —la urbana y la rural— nítidamente diferentes. No se apoyaban en ninguna teoría, sino en una dramática experiencia de vastos siglos. No fueron formuladas explícitamente, pero fueron vividas. Y tan consustanciada estaba cada una con cierta forma de mentalidad que se transformaron en fuerzas promotoras de proyectos futuros. Así pasaron del viejo al Nuevo Mundo.
Las tensiones latinoamericanas entre campo y ciudad
Pasaron al Nuevo Mundo esas dos ideologías en el bagaje cultural de conquistadores y colonizadores, con los caracteres que habían adquirido en sus países de origen, España y Portugal, los dos ligeramente marginales en el mundo mercantil, pero tocados en diversa medida por él. Pero no siempre con los mismos caracteres, porque no fue homogéneo el origen ni la condición social de quienes se desarraigaron para ir a América. Buscaron o aceptaron la aventura unos pocos nobles; pero la inmensa mayoría de los que la emprendieron eran, todo lo más, segundones o pequeños hidalgos sin haber y, generalmente, gente del común que poco o nada tenía que perder y mucho que ganar. Algunos tenían experiencia militar y otros experiencia agraria; pero todos tenían fundamentalmente, la experiencia social de los horizontes cerrados. Todos querían tierras, y no podían tenerlas en la Península. Hasta los mercaderes que vinieron, burgueses de cierto relieve en algunos casos, oscilaban entre sus preferencias por los negocios y sus ambiciones de constituir un dominio territorial. Y esa misma ambición acariciaban los hombres del común, campesinos y aldeanos unos y de origen urbano otros, deseosos todos de mejorar su condición de cualquier manera. Pero la tierra estaba en la mente de todos los que se desarraigaron para ir a ese mundo de la frontera en el que cada uno podría fijar la suya según la medida y la cantidad de su esfuerzo. Eran, en sus mentes, tierras de nadie, y desde el momento en que se embarcaban declaraban que era “nadie” el que las poseyera. Una nueva etapa empezaba el día del desembarco.
Porque las tierras tenían dueños y fue necesario conquistarlas sometiéndolas y procurando que quedaran en ellas para que las trabajaran al servicio de sus nuevos señores. Poco urbanizadas, sólo encontraron los conquistadores aldeas rurales fuera de las dos grandes ciudades de Tenochtitlan y Cuzco. Era fundamentalmente rural la vida de las poblaciones aborígenes, sencilla en algunas regiones, pero de excelente nivel técnico en otras, y siempre nutrida por una vigorosa concepción religiosa de raíz telúrica y una profunda consustanciación con el paisaje. Y no hubiera sido difícil advertir —como se fue advirtiendo— que alimentaba la vida de esas poblaciones aborígenes lo que puede llamarse una entrañable ideología rural enriquecida por la densidad de una concepción trascendente de la naturaleza y de sentido de la vida. Fue necesario apelar a la arraigada convicción que tenían los conquistadores acerca de la superioridad de su religión, de su cultura y de su raza para que descalificaran implacablemente el mundo social y cultural del que se apropiaban por el derecho de conquista.
Pero, descalificado por los conquistadores, ese mundo social y cultural resistió, sin embargo, con sostenida entereza. Hubo que luchar y fue necesario tomar posesión de la tierra trabajosamente. Los conquistadores eran pocos y los enemigos eran muchos y desconocidos. Para asegurarse el éxito debieron mantenerse en estado de constante vigilancia, dispuestos a sacar el mejor partido de su superioridad técnica y, sobre todo, mantenerse unidos en cada zona de combate constituyendo una sociedad compacta e impenetrable a toda influencia social y cultural del mundo circundante. La política conquistadora apeló al modelo probado, y estableció como método de conquista y colonización la fundación de ciudades. Así empezó en América un nuevo avatar de las tensiones entre campo y ciudad.
La conquista y la colonización empezó con la fundación de ciudades. Fue ciclópeo el esfuerzo que se hizo para erigirlas de la nada por centenares: todas según el mismo modelo urbanístico, apenas matizado; todas según el mismo modelo institucional, político, social y cultural. En un siglo, sobre el mundo rural de las poblaciones aborígenes surgieron centenares de ciudades españolas o portuguesas, verdaderos enclaves de cultura europea en el mundo indígena. En ellas se fortalecieron los grupos alógenos, se alimentaron las tradiciones vernáculas, se vigiló la ortodoxia religiosa, se procuró evitar, hasta donde fuera posible, la amenaza cierta de la aculturación y del mestizaje. Pero en esa sociedad compacta, cerrada en sí misma y encerrada dentro de la cerca defensiva, empezó a reconstituirse una ideología urbana a pesar del persistente designio de sus miembros de constituir dominios señoriales. La ciudad era segura y el campo inseguro. La ciudad era cristiana y el campo infiel. La ciudad era europea y el campo indígena. Fue una singular ideología urbana la que se elaboró allí, llena de resabios hidalgos, indefinidos porque eran nostálgicos, imprecisos porque no correspondían a la realidad social; pero en la que cobraban fuerza cada día las tendencias predominantes en la vida de las ciudades de la época, en las que crecía el gusto por el bienestar burgués, por los servicios eficaces, tanto públicos como privados, por la sociabilidad y la conversación amable, informal unas veces y sesudas otras, por la información de lo que pasaba en el mundo, por la proximidad del poder. Se desarrolló en los conquistadores y colonizadores el interés por los cargos públicos, por las fiestas profanas y religiosas, por las intrigas de las pequeñas cortes, de los salones, de los corredores de audiencias y cabildos. Y se desarrolló de manera creciente el interés por los negocios, lícitos e ilícitos, que se podían hacer en las ciudades y especialmente en las capitales y los puertos. Fue inevitable que los conquistadores primero y los colonizadores después se sintieran hombres de ciudad, puesto que la ciudad era su reducto. Se fortaleció en ellos una ideología urbana que perduró cada vez más definida en las sucesivas generaciones, aun cuando fueran, al mismo tiempo, señores de la tierra.
Sin duda elaboraron una ideología rural de singular estilo los señores de la tierra. En el Brasil, especialmente, los señores de ingenio mantuvieron la más rancia concepción de los hidalgos portugueses, precisamente cuando en Portugal perdía algo de su vigencia tras los cambios sociales que había producido y acompañado la aparición de la dinastía de Aviz. Pero lo mismo pasó con los encomenderos españoles, transformados en señores de horca y cuchillo como ya no los había en España. En sus países de origen, largos y complejos procesos sociales habían reajustado las relaciones entre señores y campesinos, una relación que, por lo demás, era entre gentes de la misma raza y religión, entre capas distintas de una misma sociedad. En América, en cambio, los campesinos, esto es, las clases rurales trabajadoras, pertenecían a la casta de los vencidos de guerra, infieles despreciables y siempre sospechosos. Hubo, pues, una ideología rural de los señores que, no sin cierta convenida ficción, equiparaban sus dominios americanos a los que los nobles poseían en la Península. Ciertamente, la tierra era tierra también, el paisaje podía ser hermoso y acaso parecido al que envidiaban a sus pares peninsulares, el fruto extraído de la explotación podía ser acaso mayor. Pero ninguno podía olvidar que era tierra extraña, que el campesino era radicalmente ajeno a sus creencias, a sus costumbres y a sus ideas, y sobre todo que le era hostil porque lo odiaba como conquistador. La ideología rural de los señores carecía en América de ese componente tradicional que tenía en Europa: la placidez, la posibilidad del abandono de una situación social generalmente consentida, el ejercicio de un paternalismo que gratificaba igualmente al señor y al rústico. Fue más bien, y durante mucho tiempo, una ideología de guerra, apropiada para mantener la decisión de proseguir la ocupación de la tierra, el avance de las fronteras, el aniquilamiento de las poblaciones aborígenes irreductibles. Nada, en la realidad, de la paz campesina, aunque sonara alguna vez el remedo convencional de la concepción eglógica de la vida que expresaban Sá de Miranda o Garcilaso. Era la ideología rural de los señores una concepción en la que predominaba la voluntad de dominio sin restricción alguna, sin consentimiento, sin piedad. Era una ideología militante, sin espacio para el ocio contemplativo.
Hubo, al mismo tiempo, una ideología rural popular: la ideología de los vencidos, acaso, simplemente una concepción de la vida que sólo en ocasiones se tornó ideología. Desde el punto de vista social la nutrió el resentimiento, que para la mayoría de las poblaciones aborígenes se trasmutó en resignación. Hubo rebeldía explosiva y rebeldía disimulada, y cuando se tradujo en hechos se manifestó con rasgos semejantes a los de las grandes revoluciones campesinas de Europa: como una irrupción contra las ciudades, baluartes de los enemigos aunque la ciudad fuera la misma Cuzco. Desde el punto de vista de las formas de vida consistió en una amorosa conservación de las tradiciones, de las viejas costumbres que ahora se ejercitaban sin esperanza, alternadas a veces por las costumbres impuestas por los amos y combinadas finalmente en formas híbridas que iban haciéndose comunes a vencidos y vencedores: triunfaron a la larga las comidas vernáculas, los utensilios, los tejidos con sus colores y dibujos, como triunfaron las tradiciones terapéuticas y muchas creencias convertidas en supersticiones.
Pero, en rigor, todo eso no llegó a configurar una ideología positiva. Fue una ideología negativa, puesto que la vida rural era de las clases sometidas, en tanto que la vida urbana era la de los conquistadores y colonizadores. Así, si hubo algo que pudiera llamarse una ideología rural popular fue, esencialmente, una ideología antiurbana, en la que se confundían las formas de vida con la significación social de quienes eran sus protagonistas. Sólo con el tiempo llegaría a adquirir caracteres de una ideología positiva. Pero fue necesario que empezara a producirse un hecho de minúscula incidencia al principio pero destinado a tener profundas consecuencias : el éxodo urbano, la huida de europeos marginales que por una u otra razón se segregaban de las ciudades y, en consecuencia, del mundo de los privilegios para acogerse a la libertad que permitían las vastas extensiones rurales despobladas, a las que no llegaba el orden institucional de los conquistadores, o mejor, los bordes de las regiones pobladas, en los que se alcanzaba un mínimo de recursos asegurado por la complicidad de los aborígenes. Esta lenta emigración de segregados cristianos produciría a largo plazo un hecho social inesperado y fundamental en la formación de la nueva sociedad. Eran criminales o ladrones que huían de la justicia, fugitivos de las cárceles, desertores de los ejércitos, herejes temerosos de la Inquisición, gentes habituales a la frontera que optaban por cruzarla, desesperados por el ascenso social o, a veces, simplemente, espíritus anárquicos y aventureros que buscaban más libertad todavía que la que podía ofrecerles la fluida sociedad
colonial en formación. Así empezó a constituirse sordamente, de la manera más arbitraria e irregular que pueda imaginarse, una nueva sociedad marginal, fuera de la ley, o mejor, ignorada por la ley y por la sociedad establecida. Era una clase popular rural, en la que los segregados cristianos se unieron a los grupos indígenas y negros huidos también, o acaso radicados en esos bordes de las regiones pobladas a los que llegaba escasamente la autoridad. Fue una clase popular rural criolla, en un sentido más extenso que el que se suele dar al término, si es que la implicación más entrañable que podemos rescatar en la palabra criollo es la del arraigo telúrico, que muy difícilmente alcanzaba el colonizador europeo. En ella se precipitaron los procesos de mestizaje y aculturación, sin reservas, sin sentimientos de culpa. Fue una clase rural criolla, mestiza o mulata. Sus miembros adquirieron los rasgos físicos que otorgaban las cruzas variadas y elaboraron un sistema de vida híbrido con resabios de las culturas originarias. Pero elaboraron también una concepción de la vida, híbrida sin duda, pero con ciertos rasgos capaces de transformar la ideología negativa en otra positiva. Ahora, la ideología rural de esta nueva clase híbrida, hecha de vástagos de vencidos y vencedores, se organizó alrededor de un sentimiento casi feroz: el de la libertad individual en medio de la naturaleza, sin ataduras ni responsabilidades, aunque hubiera que pagar por ella un alto precio. La soledad fue el precio. Así nació una nueva y autóctona ideología rural que desembocó, poco a poco, en el criollismo más o menos sofisticado luego. Quizá empezó a constituirse en el siglo XVII, pero el mundo de las ciudades no tuvo clara noticia de él hasta fines del XVIII.
El mundo de las ciudades había elaborado, mientras tanto, aquella singular ideología urbana signada por los prejuicios de hidalguía. Pero era difícil conservarlos. Aunque las ciudades hubieran sido originariamente baluartes de la sociedad conquistadora, de la cultura ibérica y de la religión católica, la presión del mundo mercantil las fue forzando para que asumieran las funciones que les correspondían. La actividad económica las fue ganando, el volumen del mercado creció, y los prejuicios hidalgos fueron dejando sitio a las nuevas concepciones de una naciente burguesía. Pero esa burguesía se fue haciendo cada vez más criolla, quizá porque fuera en sus filas donde mejor se acomodaban los nacidos en la tierra que buscaban prosperar y mejorar la condición económica y social. En este caso era criolla y blanca, porque estaba formada por descendientes de europeos; pero no se tardó mucho en ver aparecer en ella mestizos o mulatos favorecidos por la fortuna. En todo caso era una clase arraigada a la tierra, cuyos miembros estaban resueltos a desenvolver sus proyectos en ella; y, sobre todo, era un grupo social cuyas actitudes se alejaban progresivamente de la mentalidad hidalga: para fines del siglo XVIII su ideología urbana había adoptado en muchas ciudades —capitales y puertos especialmente— los caracteres de la mentalidad
burguesa.
Fue esa burguesía urbana la que hizo la revolución de la Independencia, y sobre todo la que se hizo cargo de ella y consumó su proceso, según sus esquemas ideológicos generales y según las peculiares condiciones de cada región. Por eso el primer momento revolucionario es un momento típicamente urbano: Chuquisaca, Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Santiago de Chile. Hasta en México el primer momento es urbano, aunque su frustración liberara precozmente las fuerzas rurales que siguieron a Hidalgo y Morelos; y las burguesías urbanas retrocedieron por el sesgo de revolución social que adoptaba el movimiento emancipador.
Allí quedó a la vista lo que pasaría poco después en todas partes. La revolución que puso fin a la dominación española entre 1810 y 1820 destruyó el principio de legitimidad en que se apoyaba el orden social tradicional, como ocurrió en el Brasil tras la abdicación de Pedro I en 1831. Y al dislocarse las situaciones constituidas y debilitarse sus fundamentos jurídicos y doctrinarios, irrumpió la sociedad rural que se había conformado durante largo tiempo y se enfrentó con la sociedad urbana que aspiraba a perpetuar el sistema económico y político bajo nuevas formas. Pronto se vio que no sólo se enfrentaban dos situaciones reales sino también dos ideologías.
La ideología urbana modificó ligeramente sus componentes políticos —y no siempre—, pero mantuvo sus componentes sociales, económicos y culturales. Ahora acentuó su peculiar criollismo, que implicaba un decidido arraigo a la tierra pero también una vocación no menos firme de mantener unidas las nuevas naciones al sistema mercantilista internacional —en cuyo ámbito desarrollaba sus actividades económicas— y al sistema de ideas europeas que se consustanciaba con sus actitudes sociales, políticas y culturales. Fue, pues, un criollismo complaciente y contemporizador el que enarboló la ideología urbana, cuya tibieza le será enrostrada muy pronto.
El desafío provino de las masas rurales, convocadas a la defensa de la revolución emancipadora y que acudieron para cumplir con la patria y, al mismo tiempo, para exigir que se las tuviera como parte en el pleito que se iniciaba por la reconstrucción de la sociedad en cada una de las áreas nacionales ahora delineadas. Su fuerza fue mayor allí donde tuvieron que luchar por la defensa del territorio contra los españoles; pero no fue mucho menor cuando irrumpieron en pos de sus jefes para participar en las guerras civiles. En ambos casos pusieron de manifiesto una definida ideología rural.
Era, en principio, la ideología que se había elaborado sordamente mientras se constituía esa sociedad campesina al margen de la sociedad establecida y normalizada de las ciudades. Implicaba una concepción de la vida individual fundada en la libertad indómita del individuo; en el derecho y en el deber de defender cada uno la vida y lo suyo con sus propias fuerzas; y en las regiones ganaderas, especialmente, en el valor y la dignidad del ocio —resabio señorial heredado por el hombre común—, que sólo concebía el trabajo como deporte, saturado de contenido lúdico. En relación con esos principios estaba la somera concepción de la vida social de los campos que subyacía implícita en la ideología rural, cuyo rasgo fundamental consistía en un paternalismo consentido cuando el amo poseía las virtudes que compartía y admiraba quien dependía de él; el valor físico, sobre todo, la destreza en las faenas rurales que eran, al mismo tiempo, trabajo y juego, la firmeza en las convicciones tradicionales, el culto del honor, y una firme ecuanimidad para ejercer el mando.
Así era en las regiones ganaderas, siempre un poco fronterizas, y en las que se constituyó una sola ideología rural que compartían amos y peones. Pero en las zonas de plantación, la ideología rural se escindía como en Europa: una para los señores y otra para los campesinos. Por eso fue menos activa, en tanto que la de las zonas ganaderas influyó decisivamente en el proceso de formación del poder social posterior a la Independencia.
Fue con la Independencia, precisamente, cuando la ideología rural se enfrentó con la ideología urbana. “Doctores” solía llamárseles a los hombres de la ciudad que preferían las sutilezas de la política al ejercicio de las armas. Vibraba en ese enfrentamiento la disidencia acerca del alcance del criollismo. Criollas, las burguesías urbanas pretendían mantenerse dentro del ámbito cosmopolita de ese mundo intercomunicado que había creado la economía mercantilista y las ideas modernas. Pero criollas hasta sus últimas consecuencias, las masas rurales y las nuevas aristocracias rurales pensaban en Latinoamérica como un mundo autóctono, no internacional sino ibérico en sus tradiciones, reconcentrado en sí mismo y fiel a su personalidad vernácula.
Pero, ¿pensaban, quienes componían la sociedad rural que emergía, en Latinoamérica como un conjunto? ¿Pensaban acaso en la nueva unidad nacional en que habían quedado insertos tras la Independencia? En todo caso de manera mediata y un poco abstracta. Lo que configuró el nuevo avatar de la ideología rural fue su concepción regional de la vida. Fue dentro de los límites de la región donde se constituyó cada una de las sociedades rurales, fue en su paisaje donde se aglutinaron y cobraron conciencia de su identidad. La patria grande y, más aun, el ámbito general del continente independizado, parecían casi una abstracción; y aunque se les reconocía, carecían de esa entrañable atracción que ejercía la patria chica. El criollismo se tornó, en la ideología rural posterior a la Independencia, acendradamente regionalista, etnocéntrico, hostil a toda contaminación.
Si se trata de descubrir a Latinoamérica en sus ideas, acaso podría admitirse, a cierto nivel de abstracción, que las luchas civiles que siguieron a la Independencia no sólo derivaron de situaciones reales en conflicto sino también del enfrentamiento de la ideología urbana y la ideología rural. Hubo fenómenos reveladores en el proceso de cambio de las situaciones reales. Cambiaron de mano las haciendas y se acriollaron. Se desarraigaron gentes de los campos, que se transformaron en soldados primero y acaso en bandidos después. Entraron las partidas montadas, lanza en ristre, en las pretensiosas ciudades —México, Lima, Caracas, Buenos Aires—, y alguna de ellas, como Buenos Aires, se ruralizó visiblemente durante la época de Rosas. Y el costumbrismo empezó a descubrir una rica veta describiendo la sorpresa del hombre de campo en la ciudad europeizante, como lo hicieron el chileno Jotabeche, el venezolano Daniel Mendoza, el uruguayo Bartolomé Hidalgo, el argentino Estanislao del Campo, porque había empezado un trasiego de gentes que ponía de manifiesto la coexistencia de dos sociedades ahora igualmente válidas.
Pero nadie descubrió tan agudamente la presencia de dos ideologías tras los encontronazos de las guerras civiles como el argentino Domingo Faustino Sarmiento. Déjese de lado el juicio de valor que estableció al expresar la fórmula de “civilización y barbarie”, y repárese en la finura del análisis que lo llevó a explicar los conflictos de su país a través de la contraposición de dos ideologías. Civilización era la vida urbana, barbarie la vida rural. Pero él —que alguna vez se llamó a sí mismo “Doctor Montonero” para identificarse con las dos caras de la realidad que observaba— no se limitó a establecer un juicio de valor, sino que analizó las dos caras con rara maestría y convalidó a las dos ideologías como resultado de un proceso histórico irreversible. Ciertamente, tomó partido, porque era un espíritu comprometido con su país. Pero no le negó nada a la ideología que rechazaba, sino la imposibilidad de construir con ella un país como el que él deseaba, y, además, como le parecía inevitable que fuera dadas las circunstancias de su mundo contemporáneo.
“La ciudad —escribía Sarmiento— es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y los colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.
La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a menos distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización, enclavados en llano inculto, de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han podido echar sobre la campaña, como otros tantos focos de civilización de intereses municipales; ya esto es un hecho notable.
El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada, tal como la conocemos en todas partes: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos; sus necesidades, peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aun hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos.
A aquella realidad contrapone Sarmiento otra realidad:
En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade: el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto que le pertenece; pero, para ocuparlo, ha sido necesario disolver la asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie. Imaginaos una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia, una de otras, a ocho, a veces a dos, las más cercanas. El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento: puede levantar la fortuna un soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae, enseguida, todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia feudal, aislada, reconcentrada; y, no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes.
Y agregaba más adelante refiriéndose al hombre de la campaña:
Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por el idioma únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar los caracteres indómitos y altivos, que nacen de esta lucha del hombre aislado, con la naturaleza salvaje del racional, con el bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravio y darle muerte, que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en la otra, para meterle en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una lata conciencia de su valor como nación. Todos los demás pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ese no se han hecho las grandes cosas! ¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia de una parte de América, la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han visto bajo el sol mejor que ellos, ni el hombre sabio, ni el poderoso? El europeo es para ellos el último de todos, porque no resiste a un par de corcovos del caballo. Si el origen de esta vanidad nacional en las clases inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles las consecuencias; como no es menos pura el agua de un río porque nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que les inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por sus vestidos, usos y maneras. De esa pasta está amasados los soldados argentinos, y es fácil imaginarse lo que los hábitos de este género pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra. Añádase que, desde la infancia, están habituados a matar reses, y que este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón, contra los gemidos de las víctimas.
La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho las facultades físicas, sin ninguna de la inteligencia. Su carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del de la naturaleza: es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia, como sin necesidades, es feliz en medio de su pobreza y de sus privaciones, que no son tales, para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más alto sus deseos. De manera que si esta disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie, por la imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja, por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados si es propietario; la casa del patrón o pariente, si nada posee. Las atracciones que el ganado exige, se reducen a correrías y partidas de placer. La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda; allí la ostentación de la increíble destreza en el lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento y mesurado de su mejor parejero, que detiene a distancia apartada; y para gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el pescuezo del caballo, desenrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa, con la velocidad del rayo, a cuarenta pasos de distancia: lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve tranquilo a enrollar su cuerda.
Tal era el balance que hacía Sarmiento en 1845, refiriéndose a la Argentina, de las dos realidades y de las dos ideologías; pero su análisis valía, con pequeños matices, para muchos otros países latinoamericanos. No sólo caracterizó alas ideologías, sino que contribuyó vigorosamente a definirlas como tendencias potenciales, como ideologías proyectivas. Se transformó en el arquetipo de quienes se adhirieron a la que él proclamó como la mejor; y quienes siguieron sus ideas reforzaron los contenidos y los valores de la ideología urbana consumando su formulación y transformándola en ambiciosos proyectos nacionales. Con o sin formulaciones tan explícitas, la ideología urbana ganó terreno en casi todos los países latinoamericanos cuando se acallaron las guerras civiles y se comenzaron a buscar las fórmulas políticas y sociales para encauzar las formas de convivencia dentro de un sistema institucional.
Pero no fue una victoria absoluta ni definitiva. Cuando triunfó y comenzó a traducirse en políticas civilizadoras de acuerdo con los modelos europeos —y poco a poco norteamericanos—, el intento de reducir la vida nacional a los términos de la ideología urbana, con olvido o desprecio de la ideología rural, suscitó cierto despertar de esta otra. Se manifestó sobre todo en la literatura, con caracteres que oscilaban entre la idealización y la protesta quizá como resabio de las influencias románticas. El colombiano Jorge Isaacs publicó María en 1867, y ofreció en ella una imagen idílica de la hacienda colombiana, en las que resaltaba la virtud del esclavo y el generoso paternalismo del amo, todo dentro de un marco de dulce paz rural. Poco más tarde el argentino José Hernández hacía oír, en cambio, su tremendo clamor en defensa de las clases populares rurales atropelladas por lo que se llamaba la civilización, en su poema Martín Fierro. Florecía la literatura indianista en el Brasil, siguiendo los pasos de Antonio Gonçalves Dias, y se evocaba al gaucho en la obra de José de Alençar. Se restauraba la figura del jíbaro en Puerto Rico, la del charro en México, la del negro en Cuba, la del llanero en Venezuela, la del concho en Costa Rica.
Sin duda la ideología urbana resistió a estos embates literarios, que lograron, sin embargo, empezar a formar conciencia de ciertos problemas nacionales que pronto adquirirían contornos más definidos. De pronto se advirtió que tanto el tema de la vida rural como el de la ideología rural cambiaban de aspecto. Abandonaban los caracteres de la evocación para transformarse en cuestiones de candente polémica. La literatura volvió al tema con otras intenciones; pero empezó a ocuparse también de él ensayo sociológico.
El impacto de la civilización industrial había renovado, ciertamente, no sólo la condición de la vida rural en Latinoamérica sino también las opiniones sobre ella y los criterios para juzgarla. Sólo ocasionalmente podía conservarse una imagen idílica y plácida de la vida rural: fue en las zonas ganaderas, sobre todo, y en contadas regiones agrícolas donde subsistió, porque subsistían las condiciones tradicionales: el paternalismo y el trabajo lúdico. Así pudo evocarse casi nostálgicamente, la vida gauchesca en las novelas de los argentinos Eduardo Gutiérrez, y luego, en las más estilizadas de Benito Lynch, Ricardo Güiraldes o Enrique Larreta; en las del uruguayo Carlos Reyles, y en cierto modo en las de los chilenos Mariano Latorre y Luis Durán o en las del venezolano Rómulo Gallegos. Pero la vida rural tomaba muy distinto carácter en las plantaciones, sobre todo cuando se incorporaban al sistema internacional de producción. Aun sin eso, el sentimiento de la explotación de que eran víctimas los indígenas tiñó de colores sangrientos la imagen de la vida rural y, en consecuencia, la nueva ideología rural empezó a adquirir caracteres reivindicativos y en cierto sentido revolucionarios. Ave sin nido de la peruana Clorinda Matto de Turner indicaba ese cambio, en el que se encauzaría la obra del ecuatoriano Jorge Icaza, del peruano Ciro Alegría, del colombiano José Eustasio Rivera, del mexicano Mariano Azuela, del poeta boliviano Franz Tamayo.
Pero la literatura apeló, sobre todo, a las resonancias sentimentales. El ensayo sociológico, en cambio, recogió el tema para analizarlo con intención científica y contribuyó por eso a delinear las ideologías. No es una casualidad que en los primeros años del siglo XX dos ensayistas utilizaran el mismo adjetivo para calificar el tema de su estudio: el venezolano César Zumeta tituló su ensayo El continente enfermo y el boliviano Alcides Arguedas llamó al suyo Pueblo enfermo. Sobre el mismo tema escribieron por entonces el argentino Carlos Octavio Bunge en Nuestra América, y lo trataron de modo más o menos tangencial el venezolano Laureano Vallenilla Lanz en Cesarismo democrático y Críticas de sinceridad y exactitud, el peruano Francisco García Calderón en Les democraties latines de l’Amerique, el colombiano Carlos Alberto Torres en Idola Fori y el propio José Enrique Rodó, uruguayo, en más de uno de sus ensayos, comenzando por Ariel. ¿Cuál era el tema, a veces subyacente? El gran tema de la reflexión sociológica de fines del siglo XIX y principios del XX fue el del porvenir de los países latinoamericanos, irrevocablemente adscritos al mundo industrial y sometidos a su influencia, teniendo en cuenta sobre todo la peculiaridad de las sociedades latinoamericanas, heterogéneas y poco compactas y los caracteres que invisten al poder político. Blancos, indios, negros, mestizos y mulatos parecieron de pronto no solamente grupos étnicos sino también grupos sociales, susceptibles de encuadrarse en el sistema de clases vigente en el mundo capitalista. ¿A todos les interesaba de la misma manera el destino de su país? Cada sector revelaba al observador con preocupaciones sociológicas sus propias actitudes, sus propios proyectos, sus antagonismos irreductibles. Las opiniones se dividieron entre los que creyeron que había que constreñir a las sociedades latinoamericanas dentro de los cuadros impuestos por el mundo industrial y capitalista y los que creyeron que había que liberarlas de esas constricciones y dejarlas que se expresaran espontáneamente según sus tendencias vernáculas. Para unos eran irrecuperables las poblaciones indígenas por su incapacidad para adaptarse a las nuevas formas de producción. Para otros eran execrables las viejas oligarquías blancas que habían sometido y degradado a las poblaciones autóctonas. Era un planteo que se orientaba aceleradamente hacia la política. Pero, en el fondo, ese planteo reactualizaba la secular polémica entre la ideología rural y la ideología urbana, traduciéndola a términos adecuados a la nueva situación del mundo.
Puso la cuestión sobre el tapete la revolución mexicana de 1910. Pancho Villa y Emiliano Zapata opusieron las exigentes voces del campo a la de las clases medias urbanas que se movían preocupadas por la constante reelección de Porfirio Díaz y que aspiraban solamente a una renovación política. Pero aquéllos querían otra cosa. Defendían, con vigoroso acento popular y cada uno a su modo, una ideología rural saturada de resentimientos de clase que eran también resentimientos de casta y de raza. El tema quedó a la vista en la obra de José Vasconcelos, en La raza cósmica y en la Indología; y nutrió la pintura ideológica de los muralistas Diego Rivera y Clemente Orozco. Pero la revolución optó finalmente por la ideología urbana y se interesó más por el petróleo que por la tierra. En Perú puso la cuestión sobre el tapete José Carlos Mariátegui y le proporcionó forma política Víctor Raúl Haya de la Torre al fundar el APRA: un partido siempre derrotado en Lima y siempre vigoroso en los ambientes campesinos constituidos por indígenas y mestizos. Nuevos ideólogos y nuevos políticos aparecían por todas partes, con mayor o menor trascendencia, tomando posición entre las nuevas opciones que planteaban las viejas ideologías.
Esas opciones cristalizaron en nuevas formulaciones. La ideología rural amalgamó sus dos variantes —señorial y popular—, en una proyección del criollismo que adoptó las formas de una nacionalismo radical e intransigente. Nacionalistas se llamaron los que se opusieron al liberalismo cosmopolita que predominaba en las ciudades y, a partir de allí, más que como una ideología específicamente rural, el nacionalismo se manifestó, simplemente, como una ideología antiurbana en cuanto las ciudades parecían centros abiertos a todas las influencias y disociadoras del sentimiento nacional. Les fue necesario a los nacionalistas definir con alguna precisión en qué consistía su nacionalismo.
Quizá la característica más explícita y más completa apareció en Bolivia. Estaba en el pensamiento de Franz Tamayo, pero quedó expresada oficialmente en el programa del Movimiento Nacionalista Revolucionario: “Afirmamos —decía— nuestra fe en el poder de la raza indomestiza”. Y agregaba más adelante: “Exigimos el estudio sobre bases científicas del problema agrario indígena con vistas a incorporar a la vida nacional a los millones de campesinos marginados de ella, y a lograr una organización adecuada de la economía agrícola para obtener el máximo rendimiento”. Pero aquella fe en la raza indomestiza aparecía aclarada en las palabras de Jaime Mendoza y de Roberto Prudencio, ambos integrantes del grupo nacionalista que publicábala revista Kollasuyo. “Cuando se habla del indio —escribía el primero— implícitamente se alude a la tierra. ” Y declaraba el segundo: “La cultura no es sino expresión de lo telúrico”.
Para Franz Tamayo, el indio era el depositario del alma nacional. Pero el nacionalismo boliviano era, al mismo tiempo, profundamente católico e hispanizante. Afirmaba el valor eminente de la tradición colonial, anterior y superior a las corrientes ideológicas que triunfaron con la independencia, y aspiraba a un retorno a sus fuentes hispánicas que parecía equivaler, en el pensamiento de Roberto Prudencio, a un retorno a la tradición medieval y católica.
Esta combinación de lo indígena y lo vernáculo español con la tierra apareció también en el movimiento que se desarrolló en México, siguiendo, en cierto modo, la línea de pensamiento de José Vasconcelos, y que inspiraron, además del filósofo español José Gaos, los mexicanos Samuel Ramos y Leopoldo Zea. El movimiento se expresó a través de la colección de pequeños volúmenes que dirigió este último y que tuvo por título común “México y los mexicanos”, en la que, entre otros, publicó Emilio Uranga su Análisis del ser mexicano.
La relación del nacionalismo con lo que se llama el “ser nacional” es estrecha, como se advierte en la obra del argentino Juan José Hernández Arregui, uno de cuyos libros tituló, precisamente ¿Qué es el ser nacional? En las respuestas que se dieron a esa pregunta en diversos países se advirtió una fuerte tendencia a imaginar una esencia nacional profunda y genuina —la “peruanidad”, la “argentinidad” etcétera, a la manera del Volksgeist de los románticos—, susceptible, ciertamente, de contaminarse o encubrirse con influencias extrañas a ella, pero capaz, al mismo tiempo, de conservar su pureza como para que pudiera ser reconquistada si era posible sacudir el peso de las influencias perturbadoras. Constituían esa esencia lo hispánico y lo católico, pero también lo indígena y lo telúrico. Estos últimos componentes identifican a esa ideología como acentuadamente antiurbana y revelan su conexión con la ideología rural.
Quizá sea esta conexión la que haya dificultado el ajuste entre las ideologías nacionalistas y las de los movimientos populistas, cuyas relaciones parecen evidentes. Nacidas al calor de los procesos sociales que se desencadenaron en Latinoamérica, fundamentalmente con motivo del desarrollo de la urbanización, la apelación del populismo a un criollismo de inequívoca raíz rural debía suscitar contradicciones casi insolubles. La ideología urbana probó su poderoso atractivo y triunfó en los hechos, invalidando a la ideología rural aunque se proclamara la vigencia de alguno de los valores que contenía. Como antes del mundo mercantil, triunfaba ahora el mundo industrial y sus tendencias lograban imponerse con fuerza irresistible.
Quizá puedan explicarse los procesos de la sociedad latinoamericana de diversas maneras. Pero si se atiende a la significación de las ideas, especialmente cuando se convierten en ideologías, esta dialéctica entre una ideología urbana y otra rural expresa con bastante fidelidad ciertas tendencias sostenidas en la vida social y cultural: es como un espejo donde se reflejan las tensiones entre campo y ciudad, dos áreas donde el asentamiento humano ha sido muy diferente en Latinoamérica y donde han surgido dos formas de vida y de mentalidad que pueden extrapolarse en dos ideologías en perpetuo conflicto.