El liberalismo latinoamericano. 1977


El liberalismo latinoamericano. 1976

Para América Latina, ningún problema constituye un nudo tan importante en su vida y en su cultura como el del liberalismo. Más que una doctrina política o filosófica fue, en vísperas de los movimientos emancipadores de 1810 y después de ellos, una filosofía de vida, un sistema de ideales que configuraba la imagen que cada país se hizo de sí mismo. No sería exagerado decir que, en todos ellos, todo el juego de las tendencias sociales y de las ideas se organiza alrededor de la controversia del liberalismo.

La penetración del liberalismo

Ciertamente, la crisis del mundo colonial hispanoportugués que conduciría a la emancipación y daría origen a la formación de las nuevas nacionalidades está consustanciada con las ideas de la Ilustración. Se difunden con algunas limitaciones en lo político y en lo religioso desde las mismas metrópolis; pero fueron conocidas en toda su extensión a través de la lectura subrepticia de las obras fundamentales de la segunda mitad del siglo XVIII, prohibidas por las autoridades pero que llegaron a las manos de los grupos renovadores que empezaron a constituirse por entonces en muchas ciudades, dentro y fuera de las universidades. El espíritu inquisitorial predominaba con distinto vigor en las diversas regiones latinoamericanas, y se manifestaba no sólo en el celo de las autoridades sino también en el designio de las clases dirigentes de mantener y perpetuar el espíritu autoritario y dogmático que las metrópolis habían impuesto en sus colonias desde el momento primero de la conquista. Contra ese espíritu tradicional utilizaron los nuevos disidentes como arma de lucha el pensamiento racionalista primero, y el de la Ilustración después. Algunas universidades, como la de Charcas, en el Alto Perú, llegaron a ser centros de intensa actividad intelectual de inocultable heterodoxia.

Fueron estos grupos disidentes los que prepararon el camino de la emancipación de las repúblicas latinoamericanas. Las nuevas generaciones, formadas al calor de la renovación económica que se produjo en las últimas décadas del siglo XVIII, recibieron al mismo tiempo la oleada de las nuevas experiencias políticas que suscitó la Revolución francesa. Así quedaron definidas las posiciones entre los tradicionalistas y los que muy pronto empezaron a llamarse liberales.

Los movimientos emancipadores que se produjeron en 1810 en Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá, Caracas, así como otros que no triunfaron inmediatamente, estaban impregnados de las ideas del liberalismo, aunque pudieron advertirse importantes matices entre ellos, unos más y otros menos radicales. Sus inspiradores remotos fueron, obviamente, Rousseau, Montesquieu, Voltaire y otros autores menores que divulgaban sus ideas. Se sumaban a ellos los pensadores ingleses, Locke y Paine en particular, y en alguna medida los tratadistas norteamericanos, que ofrecían fundamento teórico al movimiento emancipador de los Estados Unidos y a las instituciones de la nueva república federal. Liberal fue el mensaje revolucionario que llevaron a diversos países los ejércitos libertadores de San Martín y de Bolívar. Y liberales fueron las instituciones con que se constituyeron las nuevas repúblicas latinoamericanas, inspiradas —en teoría al menos— en los principios de la soberanía popular, los derechos individuales, la igualdad, la fraternidad y, sobre todo, la libertad, palabra clave reiteradamente repetida y sobre cuyos alcances se abriría una tensa polémica muy poco después.

Pero el espíritu tradicionalista no se extinguió con la emancipación. Los movimientos rebeldes abortaron en México y América Central, y las clases conservadoras retuvieron el poder. Y aun allí donde esos movimientos triunfaron, se vio muy pronto reagruparse a los tradicionalistas al acecho de una circunstancia favorable para dar la batalla contra los grupos revolucionarios, lo que era, en el fondo, una batalla contra el liberalismo.

Así pues, el liberalismo triunfó con la emancipación, incluso en aquellos países que más tardaron en alcanzarla. Pero las alternativas del proceso postrevolucionario, con sus fracasos y sus desviaciones, planteó muy pronto en toda Latinoamérica el problema de la legitimidad de las ideas que habían movido aquel proceso. El liberalismo fue cuestionado —como praxis política y como doctrina filosófica— a la luz de las consecuencias que su adopción había originado; y en las tres o cuatro décadas que siguieron a los movimientos revolucionarios de 1810 se produjeron en todos los países intensos movimientos de polarización antiliberal.

Liberales y conservadores

El liberalismo extremado, el que sostenía el principio igualitario en una sociedad que conservaba su tradicional estratificación, y que proclamaba la libertad en medio de un orden que mantenía su estructura autoritaria, fue criticado duramente desde un punto de vista ultramontano, nutrido del espíritu de la Restauración. También fue combatido desde un punto de vista conservador —al estilo inglés—, que condenaba la concepción revolucionaria y sólo admitía un proceso de cambio que fuera lento y evolutivo. Pero inclusive fue combatido desde un punto de vista liberal moderado, que sin declinar la defensa de grandes principios consideraba peligroso aplicarlos sin ajustarlos cuidadosamente a las circunstancias reales de cada sociedad. Muy pronto, el liberalismo moderado adoptaría los caracteres de un conservadorismo liberal. Ejercieron fuerte influencia en el desarrollo de esas actitudes críticas muchos factores. Quizás el primero fuera la experiencia europea de la Restauración; pero no menor fue la que tuvieron otras experiencias, la de España en primer lugar, donde el absolutismo de Fernando VII desembocaba en la guerra carlista; la de las revoluciones de 1830, de acento liberal; la de las revoluciones de 1848, con la doble fisonomía que presentó en Francia. En cada caso, los fenómenos políticos europeos producirían encontrados efectos: se tonificaban tanto los liberales como los conservadores en la defensa de sus posiciones y en el ataque de las adversarias, y no contaron menos las influencias ideológicas del Romanticismo bifronte, conservador o liberal. Poco a poco, tanto la política como las ideas se fueron polarizando en todos los nuevos países latinoamericanos alrededor de los principios liberales o de los principios conservadores.

Esa polarización se puso claramente de manifiesto hacia mediados del siglo, cuando las nuevas y tumultuosas sociedades que se habían ido formando en las jóvenes naciones comenzaron a estabilizarse y empezaron a buscar su consolidación a través de un orden institucional. Se manifestó, sobre todo, en la lucha por la orientación que debían tener las constituciones con las que cada Estado quería formalizar su existencia jurídica. Liberales y conservadores disentían en muchas cosas, aunque de diferente cuantía. La relación entre los problemas concretos de cada país y las grandes líneas ideológicas recibidas de Europa o los Estados Unidos no siempre fue clara, pero las actitudes pragmáticas sí lo eran. Problemas económicos y sociales, como el de los monopolios o el mayorazgo, los impuestos o la política con respecto a las clases trabajadoras de origen indio o negro, polarizaban drásticamente las opiniones. Problemas políticos como el del federalismo, por oposición al centralismo; o problemas difusos que abarcan un vasto espectro de preocupaciones, como el papel de la Iglesia o el control de la educación pública dividían a los dos bandos —conservadores y liberales— en el momento de discutir las instituciones que cada república se daría. Y más allá de las cuestiones concretas, los dividía una tendencia general, unos a la conservación de las tradiciones, las costumbres y las ideas vernáculas de raíz colonial, y otros a la apertura del horizonte intelectual para dar libre paso a las nuevas ideas relacionadas con la sociedad, la política y, sobre todo, con la concepción del progreso.

Si la disputa por las constituciones fue intensa y larga, otra disputa más sutil se puso de manifiesto por la misma época, enfrentando las mismas posiciones. Fue la disputa por la interpretación del pasado nacional, de la que surgió la misma puntualización de la trascendencia del enfrentamiento. Y si, en general, triunfó el liberalismo en la primera, también triunfó en la segunda.

Afirmada la soberanía política de cada país, en vías de solución el problema de su organización institucional, apareció en todos la preocupación por la identidad histórica. ¿Qué era ser argentino, venezolano, mexicano? La respuesta dio origen a una nutrida producción historiográfica que significó un balance más o menos cuidadoso de la tradición colonial, del proceso revolucionario y de los comienzos de la organización institucional, en la que cada autor representó un punto de vista que no sólo era retrospectivo sino, además, prospectivo.

El punto de vista predominante fue el liberal. En la Argentina, Domingo Faustino Sarmiento escribió un vigoroso y profundo estudio, Facundo, cuyo subtítulo —Civilización o barbarie— declaraba explícitamente ese punto de vista. Para analizar y comprender la situación de su país en el momento en que escribía —en 1845, proscrito en Chile— rastreaba el pasado colonial, sopesaba la influencia española en lo que, según él, tenía de negativo, analizaba los caracteres del movimiento revolucionario de 1810 y desembocaba en el examen de la sociedad argentina de su tiempo, en la que veía un juego entre las tendencias de la campaña criolla y bárbara y las ciudades civilizadas y europeizantes. Más tarde Bartolomé Mitre escribió sendos estudios sobre dos grandes figuras de la independencia, San Martín y Belgrano, que constituyeron, en conjunto, la primera historia de la nación, y en la que reivindicaba la tradición liberal de la Revolución de Mayo. En el mismo sentido concibió su Historia de la República Argentina Vicente Fidel López, que confirmaba la posición intelectual declarada ya antes en su Memoria sobre los resultados con que los pueblos han contribuido a la civilización de la Humanidad, un título que evocaba la obra de Condorcet.

La historiografía liberal produjo obras importantes en Chile. Francisco Bilbao escribió un ensayo titulado Sociabilidad chilena, que mostraba su liberalismo radical. Pero los historiadores más radicalizados fueron Diego Barros Arana, autor de una Historia general de Chile, José Victorino Lastarria, que compuso una Historia constitucional de medio siglo, y Benjamín Vicuña Mackenna, entre cuyas obras se destacan una Vida de O’Higgins y una Vida de Portales.

Análogas tendencias, aunque con matices, mostraban en Perú la obra de Daniel F. O’Leary, sobre la emancipación de este país y la de Mariano Felipe Paz Soldán titulada Historia del Perú independiente. En Colombia José Manuel Restrepo compuso una Historia de la Revolución de Colombia y en Venezuela Rafael María Baralt su Resumen de la historia antigua y moderna de Venezuela. En México, Lorenzo de Zavala manifestó en su obra una tendencia decididamente jacobina; José María Luis de Mora se mostró también liberal en México y sus revoluciones; y más tarde hizo gala de sus convicciones progresistas Justo Sierra en su Evolución política del pueblo mexicano, lo mismo que en Brasil Francisco Adolfo de Varnhagen en su Historia do Brasil.

Con ser extenso, el conjunto de obras mencionadas no agota la crecida producción historiográfica latinoamericana al promediar el siglo XIX. Y vale la pena detenerse en ella no sólo porque constituye la más neta expresión de la actitud liberal sino también porque fue el cauce fundamental que adoptó la cultura intelectual, inseparable entonces de cierta militancia social, política e ideológica. No abundaron los ensayos sistemáticos y teóricos, pero en la concepción de la historia nacional se volcaron todas las inquietudes, que participaban de la doctrina y de la praxis.

Sin embargo, la historiografía liberal fue escasamente polémica, precisamente por el vasto consenso que tenía en las clases ilustradas el liberalismo. Su concepción del pasado nacional y su implícita prospectiva parecían indiscutibles, puesto que situaban el desarrollo de cada región, convertida luego en país independiente, en la línea del progreso de la humanidad. Las luchas políticas —tema casi exclusivo de esas obras— se inscribían en las luchas por la civilización contra la barbarie; pero se inscribían sobre todo en la lucha contra el autoritarismo, la ignorancia, el dogmatismo. Podría decirse que las historias nacionales fueron concebidas como “historias de la libertad”, pensada esta con los caracteres que podía tener en Guizot o en Michelet. Aun la lucha por la juridicidad era una lucha por la libertad, en un ámbito social en el que el viejo autoritarismo colonial había sido heredado por caudillos y dictadores surgidos de las guerras civiles que siguieron en casi todos los países a la independencia.

Con todo, quizá la clave de la historiografía liberal fue la preocupación por establecer las identidades nacionales. Podría decirse que la inspiraba el espíritu de las revoluciones europeas de 1830, en las que el nacionalismo de los pueblos sojuzgados se manifestaba como un anhelo de recuperar su personalidad colectiva, de expresarla libremente gracias a las libertades que garantizarían sus instituciones, que se soñaban fundadas en los principios del liberalismo. La historiografía latinoamericana de mediados del siglo XIX expresó semejantes puntos de vista. Supuso que los pueblos, individualizados y definidos, no habían nacido con su independencia política sino que eran preexistentes y habían estado sojuzgados por las metrópolis coloniales. Se trataba entonces de rescatar su personalidad y demostrar que los movimientos emancipadores habían otorgado la libertad política a quienes ya tenían una clara y diferenciada fisonomía social y cultural. Por eso el concepto básico de la historiografía liberal fue la “nación”, con claras connotaciones románticas. Y esa nación preexistente en el momento de la independencia era la protagonista del drama social, político y cultural que siguió a ella, cuando se trató de despojarla del sistema colonial en que estaba inscripta —cada una junto con todas las demás— y proveerla de su propio e irreductible sistema nacional.

Por ese presupuesto, la historiografía liberal fue cuestionada desde un punto de vista conservador, que asumió la defensa del orden colonial, con todo lo que él entrañaba. El ecuatoriano Gabriel García Moreno, ultramontano por cuya inspiración se inscribió en la Constitución de su país que para ser ciudadano del Ecuador se requería ser católico, se había lanzado a la defensa de los jesuitas, analizando la obra ingente que la Compañía había cumplido en América. Era tomar partido contra la ideología de la independencia, inequívocamente liberal. Y el punto clave fue, precisamente, la reivindicación del orden colonial y de la Iglesia católica. También asumió la defensa de los jesuitas y de la Iglesia en general el colombiano José Manuel Groot, autor de una Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada. Con el mismo espíritu compuso su Historia eclesiástica y civil de la República del Ecuador el obispo Federico González Suárez, autor también de una Historia eclesiástica del Ecuador. Pero acaso la obra más significativa entre las que cuestionaron el pensamiento y la política del liberalismo sea la del mexicano Lucas Alamán, cuyas Disertaciones sobre la Historia de México y la Historia de México no sólo reivindicaban los movimientos revolucionarios encabezados por Hidalgo y Morelos, sino todo el proceso revolucionario posterior a la caída del emperador Agustín Iturbide, signado por la acción de los liberales.

Como era inevitable, la crítica del liberalismo se montó en esta época sobre el análisis de los frutos de la acción política que había inspirado. Pero muchos puntos doctrinarios surgieron al paso. Lo fundamental en la polémica fue el juicio sobre la conquista española y el sistema colonial. Los tradicionalistas defendían la obra de España, la sabiduría de sus instituciones, su obra civilizadora gracias a la cual se habían convertido los indios al cristianismo y se habían adaptado a la civilización europea, el papel de los misioneros y la función de los conventos así como la influencia de la Iglesia sobre todo el sistema. Era, justamente, lo que, en general, cuestionaban los liberales; sobre todo, la injerencia de la Iglesia en la vida civil y especialmente en la educación. Pero de esos temas se desprendía uno capital: la condición de las etnias sometidas y, por derivación, el tema siempre candente de si los principios liberales —especialmente los de la libertad y la igualdad— debían aplicárseles, aun a riesgo de conmover los fundamentos económicos y sociales del orden vigente. Ciertamente, sólo los liberales radicalizados siguieron manteniendo una actitud afirmativa en las tres o cuatro décadas que siguieron a la emancipación, en tanto que los liberales moderados se aproximaron en este aspecto a los conservadores, aun cuando siguieron afirmando el valor de la cultura, combatiendo la injerencia eclesiástica en la vida civil y en la educación y criticando la obra de las metrópolis coloniales.

Pero además quedó planteado otro problema que no se relacionaba con la época colonial sino con el período postrevolucionario. Fue el de los resultados que había tenido la aplicación de los principios del liberalismo. Los tradicionalistas y muchos que se seguían diciendo liberales achacaron a esa doctrina la anarquía, el desorden, el empobrecimiento general, la decadencia de las ciudades. El mismo Bolívar sostuvo esta tesis, no tanto para cuestionar los principios básicos del liberalismo como para afirmar su inadecuación a la realidad de los nuevos países. Pero entre estos dos supuestos extremos se establecieron diversas posiciones intermedias. Una muy singular fue la que podría llamarse “teoría de la dictadura liberal”, cuya contradicción íntima parecía justificada por la necesidad de que la aplicación de los principios liberales fuera regulada por un poder fuerte, dictatorial si fuera necesario, para impedir el deslizamiento hacia situaciones caóticas. Tema importante de la polémica fue el de los “límites” de los principios liberales: los límites de la libertad de prensa, de la libertad de expresión, de la soberanía popular, de los derechos políticos. Pero simultáneamente muchos sectores tradicionalistas en estas materias se mostraron inclinados a favorecer el progreso material y el desarrollo de los conocimientos científicos y tecnológicos. Se criticaba la Vida de Jesús, de Renan, pero se admitía El porvenir de la ciencia.

Liberalismo y positivismo

A partir de 1880, aproximadamente, se advirtió un cambio sensible en algunas posiciones ideológicas y políticas, y en diversos países latinoamericanos el cuestionamiento y la defensa del liberalismo adquirieron otros matices. Si las revoluciones europeas de 1848 tuvieron larga repercusión, no la tuvieron menos otros fenómenos políticos: el proceso español bajo Isabel II y el que siguió a su deposición en 1868, el de la Inglaterra victoriana, con su sostenido equilibrio y su creciente poderío, el del Segundo Imperio francés, el de la unidad italiana. Este último reveló toda la importancia de la cuestión religiosa, y los pronunciamientos pontificios sobre el liberalismo —la encíclica Quanta cura y el Syllabus— repercutieron fuertemente sobre la opinión pública. Al mismo tiempo, la penetración de las obras fundamentales del positivismo y del cientificismo, especialmente las de Comte y Spencer, a las que se agregaron las de sus numerosos divulgadores, crearon en las clases cultas una atmósfera ilustrada que también contribuyó a formar la lectura de la literatura del naturalismo. Un nuevo panorama se abría en la consideración del liberalismo.

Ante todo, la posición del liberalismo se había robustecido considerablemente. No sólo era la doctrina predominante en política y la que, con diversos y singulares matices, inspiraba el sistema institucional de la mayoría de los países, sino que, en su nuevo avatar finisecular en el que se combinaba con el positivismo y el cientificismo, era también la filosofía predominante entre las clases cultas y la fuente más o menos reconocida de las opiniones generalizadas sobre el sentido de la vida, la moral y la convivencia. Sus principios se transformaron en verdades comunes y de sentido común. El progreso, concebido como inseparable de una concepción liberal de la vida, fue la bandera de la época, en la que, por lo demás, parecían incuestionables los principios del liberalismo económico. Los adalides de esas actitudes fueron las poderosas burguesías que se constituyeron por entonces en casi todos los países, al calor de la riqueza que trajo a Latinoamérica su inclusión en la periferia de los países industrializados. Pero las clases populares se sumaron a las élites y participaron de las mismas actitudes, movidas por la certidumbre de que favorecían y permitían el ascenso individual de clase, objetivo obsesivo de esas décadas de esplendor material.

En ese cuadro se manifestaron nuevos cuestionamientos del liberalismo, desde diversos puntos de vista. La política antiliberal del papado tuvo enorme importancia. En el Ecuador la adoptó el presidente García Moreno como su propia bandera y como fuente inspiradora de su política, y más tarde aglutinó a sus adeptos en muchos países latinoamericanos, especialmente en relación con problemas concretos que replanteaban los conflictos entre la Iglesia y el Estado.

Fueron los ultramontanos los que arremetieron con más vigor contra el liberalismo. Tanto el presbítero chileno Joaquín Larraín Gandarillas como el presidente ecuatoriano Gabriel García Moreno retomaron y sostuvieron el principio del fundamento sobrenatural de la sociedad y la existencia de un orden divino que la Iglesia no sólo debía sino que estaba obligada a defender, de lo que resultaba la afirmación del derecho de la Iglesia a intervenir en el orden secular. En Argentina defendieron esta tesis —y sus consecuencias concretas— Pedro Goyena y José Manuel Estrada. Este último, aun considerando “admirable la robusta generación que fundó la República”, criticaba su ortodoxia liberal y, refiriéndose a su época, hablaba de que el gobierno participaba de una conspiración para imponer “el programa masónico de la revolución anticristiana”. La ocasión para esa arremetida antiliberal fue la sanción, en 1884, de las leyes que establecían la educación popular laica y obligatoria y el Registro Civil, institución estatal que sustraía a la Iglesia el control de los nacimientos, las defunciones y los matrimonios, estos últimos válidos de allí en adelante por el solo acto civil. “La ignominia del concubinato legal”, llamaba Estrada al matrimonio civil, atribuyendo esta responsabilidad al liberalismo. Con el mismo vigor anatemizó la enseñanza laica —”la escuela sin Dios” — en la que veía un semillero de esos males que él, como todos los ultramontanos, compendiaba en la fórmula de la “civilización moderna”. Por esa época hubo debates semejantes —con semejantes argumentos— en varios países, distinguiéndose en la defensa del punto de vista ultramontano el chileno Carlos Walker Martínez, el boliviano Mariano Baptista y, sobre todo, el colombiano Miguel Antonio Caro.

Pero el liberalismo fue, por entonces, cuestionado también desde un punto de vista social, y con diversos enfoques. Todos ellos coincidieron en reconocer que era la ideología del progreso; pero coincidieron también en que era una ideología de clase, asumida por las clases altas poseedoras, defendida e impuesta por ellas porque expresaba sus aspiraciones. Se achacó al liberalismo la formación de un tipo de sociedad en la que las clases productoras e ilustradas —y no sólo las clases altas sino también las clases medias— sacrificaban a sus intereses a las clases desheredadas, a las que despreciaban por su elementalidad y por su ignorancia, como si fueran responsables de ella, con lo que se consideraban autorizadas para mantenerlas en estado de sujeción. La educación —tanto en el sentido intelectual como en el social— parecía constituir un signo de clase, y el liberalismo fue acusado, explícita o implícitamente, de justificar esa sociedad que desestimaba y condenaba a los estratos sociales de menor nivel.

El primer enfoque, de raíz romántica, puso el énfasis sobre las razas sometidas y desembocó en lo que llamó el “nativismo” o “indigenismo”. En el Brasil ya había aparecido esa actitud a fines del siglo XVIII, pero sin el contexto político que tendría en las últimas décadas del siglo XIX. Ahora ese sentimiento reivindicatorio de las razas sometidas se canalizó a través de la literatura, concretado en varias obras significativas: Cumandá, del ecuatoriano Juan León Mera, Enriquillo, del dominicano Manuel de Jesús Galván, Tabaré, del uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, Aves sin nido, de la peruana Clorinda Matto de Turner, Canaán, del brasileño Graça Aranha, todas ellas de las últimas décadas del siglo. Fue en Brasil precisamente donde el movimiento tuvo más dramaticidad, polarizando a los partidarios y a los adversarios de la esclavitud, que sólo fue abolida en 1888. La prédica en favor de las razas sometidas recaía, indirectamente, sobre todo el sistema social y económico. Algo parecido pasó en Argentina con el problema de los “gauchos”, un sector social rural tradicional que, aunque no perteneciera a una raza sometida, estaba constituido preferentemente por mestizos. Hasta esa época había habido una “literatura gauchesca”, cultivada por escritores cultos de las ciudades que, sin embargo, usaban del caudal de creación popular de los “cantores” gauchos, y que no tenía contenido ideológico. Pero cuando los gobiernos liberales intensificaron su política civilizadora y progresista, redujeron y acorralaron a los gauchos, cuyo tipo de vida no se adecuaba al programa civilizatorio. Entonces la poesía gauchesca tomó la bandera de su reivindicación y produjo un formidable alegato contra la civilización en el Martín Fierro de José Hernández, cuya primera parte su publicó en 1872 y la segunda en 1879. El poema —casi una respuesta al Facundo de Sarmiento— sirvió de contraseña para algunos movimientos antiliberales argentinos.

El segundo enfoque, fruto de algunas experiencias sociales y políticas, puso el énfasis sobre la marginalización de las clases populares, como resultado de la actitud de las clases cultas y poderosas que, controlando la vida económica, controlaban también la vida política. Esas clases eran liberales, y como fueron consideradas por sus nuevos críticos sociopolíticos como verdaderas oligarquías plutocráticas, el liberalismo empezó a ser considerado por ellos como una ideología oligárquica y plutocrática también. El fenómeno se puso de manifiesto en las últimas décadas del siglo XIX, cuando el desarrollo económico de ciertos países permitió el ascenso hacia la clase media de muchos que habían logrado prosperar, sin que por eso dejaran de ser políticamente marginales. Hubo, pues, una masa, preferentemente urbana, que aspiró a la participación política y que vio en el liberalismo la postura de los que le cerraban el paso. Se reprochó al liberalismo una concepción elitista y una total insensibilidad para percibir y aceptar los difusos sentimientos populares de los grupos que ahora se sentían ciudadanos de pleno derecho. Pero la crítica fue difusa, y más importante que los cargos concretos fueron los sentimientos ante la actitud rígida de quienes parecían sacrificar a sus ambiciosos planes los estratos de menor nivel de la sociedad. Tales caracteres tuvo el movimiento que organizó en Perú Manuel González Prada, que unió en su defensa a todas las clases populares, empezando por los indios, y requirió el apoyo del Estado para su educación y su subsistencia, levantando la bandera de la justicia social. En Argentina, pocos años después de iniciado en Perú el levantamiento de González Prada, Leandro Alem aglutinaba un movimiento popular que irrumpió en 1890 en una revolución de gran importancia para el futuro. Era un movimiento inorgánico pero con un gran contenido emocional, cuya bandera fue el sufragio universal como arma para lograr la plena participación de toda la ciudadanía. Rasgos semejantes tuvo en México el movimiento antirreeleccionista que se produjo en 1910 contra el presidente Porfirio Díaz, encabezado por Francisco Madero, y que luego derivaría en un sentido revolucionario de fuerte contenido social. Y algunos signos de antiliberalismo contenía el movimiento que encabezó en Uruguay Batlle y Ordóñez, preocupado por canalizar las inquietudes sociales a través de una legislación que les ofreciera satisfacción.

El tercer enfoque fue el que introdujo la concepción marxista, cuyos doctrinarios aplicaron a la situación latinoamericana los principios del materialismo histórico. Quizá el más brillante de ellos fue el argentino Juan B. Justo, que en los últimos años del siglo enjuició la sociedad y la política de su país y especialmente a sus clases poseedoras, fundando en 1896 el Partido Socialista; como su compatriota Alfredo Palacios y el uruguayo Emilio Frugoni, discriminó ciertos valores del liberalismo que no sólo sustrajo a la crítica sino que exaltó, reprochando a las oligarquías liberales que los hubieran abandonado.

El liberalismo en retirada

Las críticas al liberalismo no comprometieron, por esa época, su predominio como ideología dominante. Revivieron viejas objeciones, actualizaron duras quejas o enjuiciaron sus supuestos en términos universales, pero a nadie se ocultaba que constituía el fundamento del sistema predominante, sostenido por un vigoroso consenso. Las críticas empezaron a ser un poco más profundas a medida que iba entrando el nuevo siglo. Un signo sugestivo fue la aparición del “arielismo”, un movimiento moralizante inspirado en Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, publicado en 1900. Era un alegato contra el modo y los ideales de vida de los Estados Unidos, en los que Rodó veía una insurrección de los valores utilitarios. El liberalismo sentía el golpe, porque el pragmatismo norteamericano parecía la expresión más adecuada de las tendencias progresistas que él cobijaba. Lo contrario parecía ser un idealismo no bien definido, una moral de la persona humana y, en el fondo, una concepción desinteresada o lúdica de la vida, propia de minorías exquisitas. Eran los tiempos del nacimiento del modernismo literario, poco después de la publicación de Prosas profanas, de Rubén Darío. Por primera vez se imputaba a las clases altas su estulticia, su obsesiva preocupación por la riqueza, y la palabra “fenicio” definía a los ricos y poderosos que componían las clases dominantes. El liberalismo, bajo la fisonomía que presentaba en mano de esas oligarquías plutocráticas, pareció, a los ojos de las nuevas minorías intelectuales y neorrománticas, comprometido con una concepción fenicia de la vida.

Era una crítica aristocratizante, y el mismo sentido tuvo la que desde un punto de vista social y político desarrollaron otros grupos. En Brasil, la escuela de Recife, de fuerte inspiración alemana, impulsó un racismo blanco que tuvo su principal inspiración en Oliveira Vianna, cuya Evoluçao do povo brasileiro recoge las ideas de Gobineau y de Chamberlain y las empalma con las del racismo ario que cundía en Alemania. Básicamente antiigualitario, este aristocratismo social atacaba al liberalismo por otro flanco, acusándolo de haber fomentado una sociedad sin jerarquías, fundada en el poder del dinero y abierta a todas las remociones que el ascenso económico de los grupos populares producía. Por ese mismo flanco atacaban al liberalismo otros movimientos semejantes, como los que reivindicaban la supremacía de las viejas clases dominantes de pura cepa hispánica en México o Perú. Con frecuencia fue sólo un movimiento intelectual —como el que representaba el peruano Raúl Porras Barrenechea— pero más de una vez, y en diversos países, tuvo proyecciones políticas. José Vasconcelos sostuvo en México la necesidad de resistir a la seducción del modelo norteamericano de vida y de restaurar la concepción latina, hispánica y católica, cuyo trasfondo no coincidía con el liberalismo. Y los primeros movimientos nacionalistas que aparecieron en Argentina, inspirados en gran parte por el pensamiento de derecha francés representado por Maurràs y Daudet, y por la corriente defensora de la “hispanidad“, como la entendía Ramiro de Maeztu, se mostraron antiliberales desde un punto de vista aristocratizante y minoritario, como se manifiesta en Carlos Ibarguren, Ernesto Palacio o Ignacio Anzoátegui.

Muy pronto, al hacerse sentir la influencia del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán, las críticas al liberalismo adquirieron un tono más vehemente —como en la voz de Mussolini— y lograron, por cierto, una acogida más generalizada. Los movimientos nacionalistas cambiaron de características. Si antes habían sido minoritarios y aristocratizantes, en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial y durante su transcurso tendieron a transformarse en movimientos de masas con consignas más o menos revolucionarias pero, en todo caso, francamente antiliberales. Y no solamente en cuanto a doctrina económica, social y política, sino también en cuanto a los valores culturales que entrañaba.

Acaso el rasgo más significativo haya sido la condenación del “imperialismo”, una palabra que definió en Latinoamérica —con fuertes contenidos emocionales— la política económica que las grandes potencias habían desarrollado desde la independencia. Se sostuvo que, inspirada por el liberalismo, la independencia había sido un simple movimiento político que, al sacudir el yugo de las metrópolis coloniales, había entregado los nuevos países a la dominación —a la explotación, se decía— de los grandes países capitalistas en proceso de industrialización, en especial Inglaterra. Los movimientos nacionalistas, que aspiraban a ser movimientos de masas, levantaron las banderas del antiimperialismo. Condenaron al liberalismo económico como una política que convenía a las metrópolis industriales, pero que distorsionaba las economías locales poniéndolas al servicio de los intereses extranjeros; y cuanto habían hecho las antiguas oligarquías de fines del siglo XIX en nombre del progreso fue repudiado en nombre de los genuinos intereses nacionales. Por esa vía, el liberalismo fue convirtiéndose en palabra despectiva, con la que se designaba la doctrina económica de las oligarquías vinculadas al capital extranjero.

Pero no sólo se condenó el liberalismo económico. Los movimientos nacionalistas que aspiraban a ser movimientos de masas condenaron también acremente, como antinacional, la actitud política y social del liberalismo. La democracia liberal fue considerada un ardid engañoso, pues el sistema representativo que debía alimentarla había mantenido alejadas de la participación política a lo que se llamó las “mayorías nacionales”. Se prefirió otro tipo de representación, de inspiración romántica: la del caudillo capaz de interpretar a las masas, a la manera del héroe de Carlyle. Las masas debían aceptar el liderazgo del caudillo para vencer a las oligarquías. Y este nuevo tipo de política propuesto por el nacionalismo significaba no sólo la negación de todo el sistema formal de la democracia liberal sino también de la concepción liberal de la comunidad política, fundada en el valor primordial del individuo y de sus derechos como persona. Lo importante eran las mayorías populares, concebidas de manera gregaria, en las que se veía a las depositarias de los valores nacionales, profundos y colectivos. Por eso se condenó también al liberalismo en el plano de la cultura. Más importante que las ideas elaboradas y sostenidas por las élites pareció la cultura popular, de raíz telúrica, elaborada en la tradición y manifestada emocionalmente en el folclore. Se consideró que la cultura universal era, necesariamente, una cultura extraña, importada e impuesta coactivamente sobre el tejido de la auténtica y espontánea cultura popular.

No en todas partes los movimientos nacionalistas de masas tuvieron todos estos caracteres combinados de la misma manera. En los países con fuerte población aborigen el nacionalismo de masas se apoyó en el papel que estas debían cumplir, pero con algunos matices. En México, la revolución de 1910 tuvo un fuerte componente indigenista; pero con el tiempo se desvaneció, dando paso a una singular concepción de “lo mexicano” que, inspirada en cierto modo en José Vasconcelos, se desarrolló a través de pensadores, sociólogos, artistas, líderes políticos, que trataron de definir lo peculiar del “ser nacional”, unas veces con el acento puesto en lo indígena y otras admitiendo el valor de los componentes hispánicos. En Perú el “aprismo” —fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre— canalizó políticamente la tendencia a la reivindicación de los indígenas. Pero fue en Bolivia donde esos movimientos tuvieron un carácter más definido. El antiimperialismo se personalizó allí en la lucha contra los “barones del estaño”, pequeña oligarquía estrechamente vinculada a los intereses internacionales, y lo canalizó el Movimiento Nacionalista Revolucionario, que tuvo en Víctor Paz Estenssoro a su conductor. Pero alrededor de las consignas económicas y políticas, el movimiento elaboró una doctrina de “lo boliviano” o “la bolivianidad”, nutrida no sólo de fuerte contenido telúrico sino también de una sutil combinación de elementos indígenas e hispánicos.

Todos esos movimientos fueron antiliberales. Si no fueron declaradamente socialistas, enarbolaron unas banderas de “justicia social” que contenían elementos del socialismo, aunque rechazaron los supuestos marxistas. Fincaban sus esperanzas en un “Estado justo”, ajeno a las presiones del capitalismo internacional, que diera satisfacción y recibiera el apoyo de las masas populares, y rechazaban las formas del Estado liberal. En el Brasil, el presidente Getulio Vargas fundó, precisamente, el “Estado Novo”, y en la Argentina el presidente Juan Domingo Perón llamó a su doctrina “justicialismo”. Nunca fue fácil establecer las características del tipo de Estado que ambos políticos quisieron fundar, ni quiénes fijarían su orientación. Pero era evidente —y explícita— la negación del liberalismo en todos sus aspectos, aun cuando fueran inciertas las fórmulas que debían reemplazarlo. Matices similares se encuentran entre los fundadores de la Democracia Cristiana chilena, como Radomiro Tomic, o en el colombiano Rojas Pinilla, que trató de romper el predominio de los dos partidos tradicionales.

En la agitada Latinoamérica de posguerra, el populismo pareció convertirse en la única alternativa viable frente al liberalismo, y la ideología de la justicia social, esgrimida por los teóricos de aquella doctrina, se contrapuso a la del ascenso individual. La primera, en muchos casos, pareció apenas una nueva versión de la tradicional caridad pública, mientras que la segunda, nacida del viejo tronco de la ideología liberal, adquirió un nuevo y sorpresivo significado en tanto sus beneficiarios podían ser sectores sociales mucho más amplios que los que tradicionalmente la predicaron.

Sin embargo, luego del resonante fracaso de las experiencias populistas más importantes, su ideología dejó de ser una real alternativa. Una condena más radical de la tradición liberal provino de los movimientos revolucionarios que se desarrollaron desde la década del sesenta, inspirados en la práctica de la Revolución cubana. De inspiración marxista, abandonaron la vertiente liberal que conservaba aquella ideología revolucionaria —y que era recogida por los partidos socialistas y por los comunistas— y se apropiaron de elementos del populismo y del nacionalismo, mezclados de forma más o menos coherente. Su desarrollo produjo fisuras y realineamientos, tanto dentro de la concepción populista como de la liberal, pero en general predominó una suerte de aglutinación en torno de una ideología que, conservando algunas formas del liberalismo, estaba cada vez más desprovista de sus contenidos originarios y se convertía en una justificación del statu quo. De ese modo, el liberalismo, parece hoy haber culminado un largo periplo histórico para convertirse en el último baluarte de los sectores tradicionales.